Obras Completas de Luis Chiozza Tomo XX - Luis Chiozza - E-Book

Obras Completas de Luis Chiozza Tomo XX E-Book

Luis Chiozza

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Beschreibung

El Dr. Luis Chiozza es sin duda un referente en el campo de los estudios psicosomáticos, cuyo prestigio ha trascendido los límites de nuestro país. Medicina y psicoanálisis es el tomo inaugural de sus Obras completas, a la vez que una guía y manual de uso de las mismas, cuyos quince tomos se presentan completos en un CD incluido en este libro. Este volumen está pensado con el objetivo de facilitar el acceso al fruto de la labor profesional y académica del Dr. Chiozza, a la vez que permitir una inmediata aproximación a sus principales enfoques y temas de interés. En primer lugar, el lector encontrará una serie de textos introductorios, entre los cuales figura uno del autor, titulado "Nuestra contribución al psicoanálisis y a la medicina". Le sigue el índice de las Obras completas, tal como aparece en cada uno de los tomos que la integran (disponibles en el CD). Luego, la sección "Acerca del autor y su obra", compuesta por un resumen de la trayectoria profesional de Chiozza, un listado de las ediciones anteriores de sus publicaciones y su bibliografía completa. Un índice analítico de términos presentes en los quince tomos cierra el volumen. Esta obra, referencia obligada para los profesionales de la disciplina, sienta un precedente ineludible en los anales de la psicología argentina.

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Luis Chiozza

OBRAS COMPLETAS

Tomo XX

El interés en la vida

y otros escritos

Chiozza, Luis

Obras completas de Luis Chiozza : el interés en la vida y otros escritos . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014.

E-Book.

ISBN 978-987-599-408-9

1. Psicología. 2. Psicoanálisis. I. Título

CDD 150.195

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

Obras Completas, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

El interés en la vida

Sólo se puede ser siendo con otros | 11

Prólogo | 14

Primera partev

Acerca de la vida en crisis | 17

I

La vida y nuestra vida | 18

Los dos aspectos en los que se nos presenta la vida | 19

¿En qué mundo vivimos? | 20

Nuestra vida sabe y hace, más allá de lo que sabemos y hacemos | 21

Los otros y yo | 22

¿Un lugar para el alma? | 23

La vida interesada se vuelve interesante | 23

II

Lo que nos hace la vida que hacemos | 26

Las cosas, o los hechos, de la vida | 26

Acerca de un hacer que deshace algo de lo que “ya está hecho” | 29

Los prejuicios, los hábitos y los errores | 32

III

Sobre lo que nos hace falta | 36

Nuestra primera falta | 36

La necesidad de ser protagonista y el afán de reconocimiento | 39

La pertenencia, el solar y los sustitutos espurios | 42

Las vicisitudes de una cuarta falta | 44

Segunda parte

Acerca de la crisis en el mundo | 47

IV

Los cambios actuales en la visión del mundo | 48

La geometría de la naturaleza | 48

La complejidad y el caos | 51

Los cambios extraños del caos al orden | 53

Bucles recursivos y autodeterminación de las redes | 55

V

El mundo en que vivimos | 59

Las relaciones entre la superstición y la ciencia | 59

Sistemas, formas y modelos | 60

Acerca de los males y los malos | 64

VI

El puesto del hombre en el cosmos | 69

La dimensión humana | 69

El pensamiento racional | 71

La consciencia de sí | 73

La capacidad simbólica | 75

La humanidad del hombre | 76

Tercera parte

Acerca de los modos de vivir la vida | 78

VII

El dolor que vale lo que vale la pena | 79

La felicidad, el dolor y la pena | 79

Acerca de los cambios que denominamos catástrofes | 81

El quéhacer con la pena | 82

Los duelos que se adeudan | 84

Obstruyendo el camino de la vida | 86

VIII

Acerca de morir en forma | 88

Acerca de morir y de “estar” muerto | 88

La muerte de ese alguien que llamamos “yo” | 91

Acerca de vivir en paz y de morir en forma | 93

IX

El presente nuestro de cada día | 96

Entre la nostalgia y el anhelo | 96

La sustancia de los sueños | 98

La iluminación del presente | 101

Tú y yo, intimidad y distancia | 103

Cuarta parte

X

Los afectos reprimidos que nos arruinan la vida | 107

Acerca de los afectos reprimidos | 107

Las cosas que cada uno tiene | 109

Encuentros anodinos y encuentros turbulentos | 111

Curiosidad y ternura | 114

XI

La interferencia en la convivencia | 116

La importancia que uno tiene | 116

Coincidencia, disidencia y reciprocidad | 119

La cola que mete el diablo | 121

XII

A mi manera | 124

Una contribución de la sociología | 124

Más allá de la rivalidad de Edipo | 126

El poder y la fama | 127

Tiene que ser a mi manera | 129

EPÍLOGO | 132

Índice de autores citados (en orden alfabético) | 138

Otros escritos

Seminarios de los jueves | 141

Clínica psicoanalítica | 141

Clínica psicoanalítica | 155

Cuando decimos amar, ¿todos entendemos lo mismo? ¿Cuál es la definición del verbo amar? | 169

¿Qué se ama cuando se ama? ¿Existen formas “normales” y “patológicas” de amar? | 171

El amor “verdadero” | 175

El odio “verdadero” | 177

Ser padre | 179

El falso privilegio del padre | 179

Acerca de la existencia de dos mundos | 180

Acerca del sentimiento de injusticia | 183

Ser padre | 185

La historia que se esconde en el cuerpo | 188

Una vida psíquica inconsciente | 188

La enfermedad y el drama | 191

Bibliografía | 195

El psicoanálisis de lo que ocurre en el cuerpo | 196

La cualidad psíquica y la capacidad simbólica del cuerpo | 196

Percepción de la materia e interpretación de la historia | 200

Los símbolos heredados y universales | 202

El lenguaje fundamental | 203

Bibliografía | 206

Acerca de las categorías “psíquico” y “somático” | 208

Acerca de las cualidades que “son” de los objetos | 209

Acerca de los fenómenos que sólo “son” físicos | 213

Acerca de la conversión histérica | 216

¿A qué se refiere la expresión “compromiso somático”? | 217

Acerca de las características de la consciencia | 219

Hacer consciente lo inconsciente | 221

Acerca de lo concreto y de lo abstracto | 224

Acerca del mundo y el yo | 226

Deformación “patosomática” de los afectos | 232

El “compromiso somático” en la histeria | 233

Acerca de la función de la consciencia | 235

Una breve introducción aclaratoria | 238

Acerca del dormir | 239

Acerca del soñar | 243

Acerca del letargo | 247

Bibliografía | 249

Notas para el diccionario argentino de psicoanálisis9 | 251

Psiquismo fetal | 251

Bibliografía | 254

Fantasías específicas | 254

Bibliografía | 256

Simbolización | 256

Bibliografía | 261

Procesos primario y secundario | 261

Bibliografía | 263

Represión de los afectos | 263

Bibliografía | 265

La conciencia | 265

Bibliografía | 270

Interpretación de la transferencia | 270

Bibliografía | 275

Enfermar y sanar | 276

La definición de enfermedad | 276

Cambios en la noción de enfermedad | 278

La enfermedad en nuestro tiempo | 279

Cómo y por qué se alcanza la condición de enfermo | 281

La relación entre el cuerpo y el alma | 283

Una vida psíquica inconsciente | 285

La enfermedad y el drama | 287

La historia que se esconde en el cuerpo | 289

El camino de vuelta a la salud | 291

El duelo | 294

Hay cosas que no valen lo que vale la pena | 296

La resignificación de una historia | 298

Referencias bibliográficas | 300

Las normas morales | 301

La conciencia moral | 303

El origen de los valores | 305

Acerca del bien y del mal | 307

Acerca de los “problemas de conciencia” | 310

La crisis axiológica | 313

La universalidad de los valores | 315

Acerca de las relaciones entre la razón y la intuición | 317

Los fundamentos racionales de la certidumbre | 319

Hasta qué punto se puede confiar en la intuición | 322

Bibliografía | 329

Acerca del autor y su obra

Títulos obtenidos | 331

Cargos y funciones desempeñados | 331

Premios y distinciones obtenidos | 333

Antecedentes docentes | 334

Coordinación de grupos de estudio | 336

Coordinación de ateneos clínicos | 336

Cursos en argentina | 337

Visitas del exterior y stages | 339

Cursos en el exterior | 339

Actividades científicas coordinación de grupos de investigación | 346

Conferencias | 347

Mesas redondas | 355

Congresos y simposios nacionales | 359

Internacionales | 364

Contribuciones científicas y publicaciones | 369

Tareas asistenciales Carrera médico-hospitalaria | 379

Práctica de clínica médica | 379

Práctica psicoanalítica | 380

Coordinación de ateneos de estudios Patobiográficos en el cwcm | 380

Supervisiones en el país y en el exterior | 380

Invitaciones a instituciones del extranjero | 380

Presentaciones de libros | 383

Ediciones de libros | 385

Entrevistas y comentarios periodísticos | 393

EL INTERÉS EN LA VIDA

SÓLO SE PUEDE SER SIENDO CON OTROS

(2012)

Referencia bibliográfica

CHIOZZA, Luis (2012), El interés en la vida. Sólo se puede ser siendo con otros, Buenos Aires, Libros del Zorzal.

Para mi hijo Gustavo,con gratitud, admiración y cariño.

Prólogo

Cuando escribí, hace ya seis años, Las cosas de la vida, composiciones sobre lo que nos importa, intenté describir cuáles son las experiencias y las circunstancias que nos colocan en los umbrales de la enfermedad. De más está decir que como ocurre siempre, cuando uno intenta comunicar lo que piensa, el primero de los beneficios que obtiene es que uno se da cuenta de los baches, de las inconsistencias de su propio pensamiento, y recibe de ese modo el bienvenido regalo de comprender mejor lo que pensaba y, más aún, lo que sentía embargado en sus propias reflexiones. En eso el escritor no se diferencia del artista, que no sólo construye una obra, sino que “se realiza” en ella hasta el punto en que el ser humano que la lleva a término ya no es el mismo que era en el momento en que sintió la necesidad de comenzarla.

Las cosas de la vida (que también fue publicado en italiano) fue muy bien recibido por un amplio grupo de lectores, con muchos de los cuales tuve la fortuna de continuar el diálogo. Nuevas investigaciones, y nuevas escrituras, también contribuyeron con sus propias substancias para conmover mis “personales” experiencias cotidianas, entretejidas con el ejercicio de la psicoterapia, a la cual dedico mis afanes.

Así que el efecto que esas reflexiones ejercieron sobre mis pensamientos y sobre mi forma de sentir la vida continuó más allá del período en que me dediqué a la escritura de aquel libro; y en los seis años transcurridos fue quedando en mi ánimo, como un sedimento que decanta, una especie de línea argumental que enhebra las distintas y típicas “cosas de la vida”, en un “hilo” que las muestra como ramas que derivan de un mismo tronco que las nutre. Quizás haya otros troncos que aportan su alimento en las complejas relaciones de la trama con que la vida revela sus inclinaciones simbióticas. Pero el que sedimentó en mi ánimo y lo impregna ha crecido junto con el deseo y la necesidad de compartirlo.

El rótulo que podríamos colocar sobre ese tronco, y que, como el que usan los botánicos, define al espécimen, es el que corresponde al subtítulo de este libro: Sólo se puede ser siendo con otros. La suficiencia o el déficit de ese ser con los otros definen la magnitud que alcanza la cualidad fundamental que el título designa: El interés en la vida.

Tal como revela la etimología de la palabra interés, se trata de interessere, de ser “entre” otros, y en esa ineludible realidad de la vida, que ocurrirá bien o mal, pero que siempre ocurre, reside la forma buena o mala en que nos alcanzarán las cosas de la vida, aquellas que sin poder evitarlo nos importaron, nos importan y nos importarán mucho más de lo que a veces preferimos creer.

Los capítulos de este volumen intentan mostrar, casi esquemáticamente (centrándose en las ramas y dejando el follaje, cuyos detalles escapan a las posibilidades de un libro singular) no sólo las distintas vicisitudes, sino también las circunstancias del mundo en que vivimos, que nos conducen hacia las formas habituales en que la ineludible condición de ser entre otros, conviviendo, ingresa a veces en pesadumbres y carencias que son típicas de las épocas que una vida recorre.

Contemplar desde ese ángulo las pesadumbres y carencias que suelen colocarnos “en los umbrales de la enfermedad” no sólo nos ilumina “desde el alma” lo que muchas veces sucede en el cuerpo, también nos permite comprender cómo el alma se “conforma”, mejor o peor, resonando a su manera con el espíritu que impregna su entorno.

Debo decir todavía que no he escrito estas páginas con la única necesidad de esclarecer mi pensamiento “en la soledad” de su escritura. Lo hice porque necesito ser siendo con otros que, como tú, que ahora estás leyendo este prólogo, y a quien he tratado de imaginar cuando escribía, dan sentido a mi vida. Quizás tampoco sea un libro para leer “en soledad”, porque “el follaje” que le falta puede ser contemplado con los ojos, y con la compañía, de los recuerdos y de los anhelos personales.

Si es cierto que vivimos como vive un pájaro en el cielo, que vuela con los otros constituyendo una forma fractal que ninguno de ellos puede contemplar, sólo me resta expresar mi esperanza de que esta comunicación fructifique, aunque sea más allá de mi consciencia.

Buenos Aires, diciembre de 2011

Primera parte

ACERCA DE LA VIDA EN CRISIS

I

La vida y nuestra vida

Schopenhauer señala que cuando uno llega a una edad avanzada y evoca su vida, esta parece haber tenido un orden y un plan, como si la hubiera compuesto un novelista. Acontecimientos que en su momento parecían accidentales e irrelevantes se manifiestan como factores indispensables en la composición de una trama coherente. ¿Quién compuso esa trama? Schopenhauer sugiere que, así como nuestros sueños incluyen un aspecto de nosotros mismos que nuestra consciencia desconoce, nuestra vida entera está compuesta por la voluntad que hay dentro de nosotros. Y así como personas a quienes aparentemente sólo conocimos por casualidad se convirtieron en agentes decisivos en la estructuración de nuestra vida, también nosotros hemos servido inadvertidamente como agentes, dando sentido a vidas ajenas. La totalidad de estos elementos se une como una gran sinfonía, y todo estructura inconscientemente todo lo demás; el grandioso sueño de un solo soñador donde todos los personajes del sueño también sueñan.

Todo guarda una relación mutua con todo lo demás, así que no podemos culpar a nadie por nada. Es como si hubiera una intención única detrás de todo ello, la cual siempre cobra un cierto sentido, aunque ninguno de nosotros sabe cuál es, o si ha vivido la vida que se proponía.

Joseph CampbellCitado por J. Briggs y D. Peat en El espejo turbulento

Los dos aspectos en los que se nos presenta la vida

De acuerdo con lo que señala Ortega y Gasset, los griegos disponían de dos palabras distintas, zoe y bios, para referirse a lo que en nuestro idioma denominamos vida. Con la primera designaban a la vida de los seres que consideramos animados, dotados de intención. Con la segunda se referían a la vida que cada uno de nosotros siente como propia, la misma a la cual aludimos cuando decimos, por ejemplo, que la vida es dura, o que es impredecible.

La vida que percibimos cuando contemplamos “desde afuera” a los otros seres vivos, la que los griegos denominaban zoe, es lo que estudia la ciencia que, paradójicamente, se llama biología. La vida que sentimos “desde adentro”, la que los griegos designaban bios, es en cambio nuestra vida, que también atribuimos, sin dudar, a nuestros semejantes, y es a esa vida que solemos referirnos cuando pensamos en una vida en crisis. Vale la pena subrayar que “desde afuera” y “desde adentro”, son expresiones metafóricas que habitualmente usamos, y que no pretenden aludir a una frontera entre dos espacios físicos concretos.

A grandes rasgos diríamos que la biología “clásica”, como una ciencia de la naturaleza que deriva de la física y la química e investiga los aspectos materiales de la vida, se ocupa del cuerpo y de los mecanismos fisicoquímicos que lo integran y que trascurren en su espacio físico interior, pero también de los movimientos que ese cuerpo realiza en el espacio exterior que constituye su entorno. En cuanto a la exploración de “nuestra” vida, diríamos en cambio que pertenece al campo de las disciplinas que se ocupan del alma, como las distintas religiones y la filosofía, o la psicología y la sociología, que han sido categorizadas como ciencias del espíritu.

Sin embargo, la biología nunca ha podido prescindir completamente de los aspectos intencionales de la vida, que transforman a los movimientos del cuerpo en conductas y otorgan a cada mecanismo una finalidad, un propósito, y una “razón de ser”. Mientras la psicología o la sociología no han podido desconocer el hecho de que los seres vivos ocupan un lugar en el espacio en que se mueven, que experimentan transformaciones materiales, y que tanto en esas transformaciones como en esos movimientos “físicos”, se manifiesta su vida.

¿En qué mundo vivimos?

No sólo nos inquieta la cuestión acuciante que nos lleva a tratar de comprender cómo es el mundo en el cual hoy vivimos, de la que nos ocuparemos en la segunda parte de este libro. La pregunta también nos conduce a la idea, inculcada en nuestro pensamiento desde hace muchos años, de que nuestra vida se enfrenta con dos mundos. Uno natural, que “estaba allí” antes de que la humanidad apareciera, y otro cultural, que los seres humanos han creado. Es posible decir, además, que en el mundo cultural y humano dentro del cual vivimos podemos distinguir, otra vez, entre un mundo anímico, personal y propio, que cada ser humano interpreta a su manera, y otro espiritual o social, que, con mayor o menor acuerdo, compartimos, y al cual nos referimos, por ejemplo, cuando hablamos del espíritu de una época.

En el apartado anterior decíamos que la psicología y la sociología, como ciencias del espíritu, nunca han podido desconocer la importancia de las transformaciones materiales a través de las cuales se manifiesta lo que esas ciencias estudian, y que la biología, como ciencia natural, nunca ha podido prescindir de la intencionalidad que caracteriza a los mecanismos y a los movimientos de los organismos vivos. Podríamos decir algo semejante con respecto a las relaciones entre natura y cultura, porque a medida que profundizamos en ambas, encontramos cada vez más natura en la cultura, pero también, y más allá de lo humano, más cultura en la natura.

En realidad, como veremos mejor más adelante, los nuevos desarrollos de la física y las matemáticas, los de la biología y las neurociencias, y los de la psicología y el psicoanálisis, nos han llevado a comprender que natura y cultura tienen más puntos en común de lo que suponíamos, ya que lejos de ser, ambas, características “objetivas” de lo que existe a nuestro alrededor, constituyen productos de la forma en que interpretamos ese mundo circundante en nuestra relación con él.

Nuestra vida sabe y hace, más allá de lo que sabemos y hacemos

Es posible decir, parafraseando al poeta inglés William Blake, que llamamos cuerpo a la parte del alma que se “ve” y que se “toca” y agregar que llamamos alma a la vida del cuerpo, la vida que se siente, se quiere y se piensa. También podemos decir que es la vida la que quiere, siente y piensa, y que la vida que vive en los padres se reproduce en los hijos.

Si tenemos en cuenta que la vida hace un bebé “antes” de que el bebé haga su vida, es lícito decir que la vida sabe cosas que el bebé no sabe, y que los seres vivos no sabemos todo lo que sabe la vida. ¿Acaso la adecuación hidrodinámica que se observa en la aleta de un delfín y que se repite en cada nuevo nacimiento porque “su hechura” se conserva en los genes forma parte de un conocimiento que un delfín, desde su particular experiencia, domina?

Podemos decir entonces que, más allá de las cosas que sentimos, pensamos y queremos, la vida, que siente, piensa y quiere “en” nosotros, constituye nuestra vida que, además, siente, piensa y quiere cosas que ignoramos. Todo eso forma parte, en otras palabras, de la sabiduría de un alma inconsciente.

No es difícil admitir que sin darnos cuenta podamos percibir, sentir, querer o, incluso, hacer algo; pero resulta un tanto extraño, a primera vista, que inconscientemente se pueda pensar. Sin embargo, el núcleo de lo que llamamos pensamiento ya se halla presente cuando nuestro organismo “juzga” y discrimina entre el alimento que incorpora y la toxina que rechaza. Por otra parte, algo de eso mismo ocurre cuando llegamos, de pronto, a una conclusión con respecto a un problema que no habíamos podido resolver reflexionando atentamente, y tal vez sea por eso que existe la expresión “consultarlo con la almohada”.

Los otros y yo

Freud sostenía que cuando un bebé comienza a construir una imagen de sí mismo, tiende a poner dentro de ella todo lo que le da placer y a dejar afuera lo que le produce malestar, de modo que cuando el pecho que el bebé succiona constituye una fuente inigualable de placer, tenderá a considerarlo como una parte de sí mismo. Un sí mismo que se configura “ante todo” como una especie de esquema o de imagen mental de lo que percibe como un cuerpo físico que reconoce como propio (o, si se quiere, como suyo). Luego descubrirá que su madre y él son dos seres diferentes, ya que ella suele acercase o alejarse de un modo que el bebé, con el uso directo de su voluntad, no logra dominar.

Más tarde, “la nena” o “el nene” dejarán de referirse a sí mismos de ese modo y aprenderán a llamarse “yo”. Descubrirán, además, poco a poco, que los otros también se sienten “yo”. A medida que un niño va creciendo descubre otras formas de ser “yo” que estaban vivas en él, y que no conocía. En todas las formas de ser “yo”, las que conoce y las que ignora, el niño siente, piensa y hace lo que hará con su vida, mientras la vida que vive en el niño (y la que vive en sus padres) siente, piensa y hace lo que hará con él. Los resultados de todo ese proceso (que continuará en cada uno durante el periplo completo que dura una vida) pueden confluir, en un instante dado, en el disgusto, la enfermedad, el bienestar o el placer.

¿Un lugar para el alma?

Cuando un músico ejecuta una partitura en su instrumento, puede decirse, desde un cierto punto de vista, que la música que “emerge” no está en la partitura ni en la mente del pianista, como no está en sus emociones o en el modo en que se mueven sus manos, ni en el arpa del piano. Tampoco reside en las vibraciones del aire en el entorno ni en el oído o el cerebro del oyente. Porque todos esos componentes pueden ser necesarios, pero ninguno por sí solo es suficiente. La música “emerge” porque confluye todo. Y cuando el solista se integra en una orquesta, la música es distinta.

También puede decirse, desde ese mismo punto de vista, que el alma que solemos atribuir a un cuerpo es así, como es, porque “emerge” como resultado de una interacción compleja que evoluciona en el tiempo. Una interacción que habitualmente preferimos no tomar en cuenta. Reparemos además en que los sonidos y las figuras que se oyen y se ven en un televisor “no están en el aparato” ni se quedan allí; lo atraviesan “desde el aire” como ondas, que se emiten y llegan a través de los distintos canales.

Puede decirse entonces que las emociones, los hechos y las ideas que recibimos, vivimos y transmitimos, que parecen provenir de las personas que nos rodean y que frecuentemente sólo “las atraviesan”, nos atraviesan con más fuerza cuando “las sintonizamos”, pero no siempre “se quedan” con nosotros. Sólo “se quedan” las ondas que más nos importan y que “producen” los cambios que contribuyen a conformar la manera particular de ser, que habitualmente (aunque no siempre) somos. Antonio Porchia lo señala de manera magistral cuando escribe: “Me hicieron de cien años algunos minutos que se quedaron conmigo, no cien años”.

La vida interesada se vuelve interesante

Los desarrollos de una nueva biología, que se apoya en las teorías que se ocupan de lo que se ha dado en llamar complejidad, conducen a que una de sus más insignes representantes, Lynn Margulis, sostenga que, entre los seres vivos, la existencia de lo que denominamos individuo es una ilusión. Esa ilusión puede representarse, metafóricamente, con el vórtice del remolino cuya forma se destaca con claridad sobre el desagüe del lavatorio cuando su contenido se vacía, hasta el punto en que se parece a algún tipo de organismo menos transparente que el líquido donde se lo observa. Frente a ese vórtice, tenderemos a creer en “su individualidad” y, sin embargo, para que el remolino se constituya es necesario que participe toda el agua que llena el recipiente.

Formamos parte de una amplia red multifocal de elementos relacionados que se “copian”, se repiten o se reflejan recíprocamente desde distintos ángulos. Una red acerca de la cual puede decirse que si funciona es porque (como sucede con las emisoras y el televisor) está “encendida”, y algunas de sus partes están “sintonizadas”. Dentro de esa red es posible reconocer las estructuras y los ámbitos parciales que llamamos familia, escuela, trabajo, pueblo, nación y sociedad o, más ampliamente, el equilibrio del ecosistema de la vida en el planeta. Basta mencionar fenómenos como la fotosíntesis que realizan los vegetales (y sin la cual el reino animal carecería de alimento) o la fecundación de las flores por los insectos, para comprender que se trata del equilibrio de una intrincada trama entre dependencias radicales, recíprocas e inevitables.

Mientras que puedo ver “en” mi cuerpo sólo una cara visible de mi alma completa, lo que considero mi alma, que percibe, siente, quiere y hace, es sólo un reflejo consciente y parcial de mi vida completa. Una vida animada que mis semejantes contemplan en el movimiento y en la forma de mi cuerpo, aunque no sólo reside en ese lugar aparente. Un alma que no sólo se desarrolla conmigo y con las distintas formas que va adquiriendo mi ego y mi vida, sino también en el imprescindible contacto de mi convivir con otros. Por eso no podemos decir que somos primero y que convivimos después, sino que conviviendo somos, porque, como sucede con el remolino del lavatorio, el convivir nos conforma en la forma que somos.

También podemos decir que el único modo de ser es ser “entre” otros; es decir, interessere, el origen latino de nuestro castellano “interés”. No debe sorprendernos entonces que el interés sea, en la vida, en nuestra vida, lo que le da su forma y su genuino sentido, y que podamos sentir que esa vida nuestra se vuelve interesante en la medida en que se desarrolla como una vida perpetuamente interesada (comprometida) en el convivir con los otros. Por eso suele decirse que cuando alguien tiene un porqué para vivir soporta casi cualquier cómo. Por eso podemos sostener, como ya lo hemos hecho otras veces, que la vida de uno es demasiado poco como para que uno le dedique, por completo, su vida.

Para comprender el significado de muerte civil que alcanzaba, en la antigua Atenas, la condena al destierro político que se denominaba ostracismo, es suficiente con observar a una hormiga desconcertada y perdida porque su hormiguero, ese complejo superorganismo que le otorgaba un significado a su existencia, ha sido aniquilado. Podemos también comprender mejor de ese modo que una persona que pierde el contacto con los seres del entorno dentro del cual vivía, cuando no logra sustituirlos con representantes adecuados y significativos, exhausta por ese aislamiento, sienta que se le acaba el interés en la vida.

Maurice Maeterlinck (en La vida de las abejas) escribe que cuando una abeja sale de la colmena “se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como el nadador en el océano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte, es menester que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable, expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad”.

II

Lo que nos hace la vida que hacemos

Cuida tus pensamientos, porque se transformarán en actos, cuida tus actos, porque se transformarán en hábitos, cuida tus hábitos, porque determinarán tu carácter, cuida tu carácter, porque determinará tu destino, y tu destino es tu vida. Mahatma Gandhi

Las cosas, o los hechos, de la vida

A veces sentimos que la vida nos hizo de una determinada manera; que nos hizo, por ejemplo, duros o desconfiados. Otras veces sentimos que “los hechos” de nuestra vida, se trate de casarnos, tener hijos, ser arquitectos, ser albañiles o, más sencillamente quizás, ser malpensados, es algo que nosotros mismos hicimos. Sin ir más lejos, es frecuente que un médico diga, sin prestar atención a lo que lleva implícito eso que está diciendo, que el enfermo “hizo” una apendicitis o una septicemia. ¿En qué quedamos, entonces? ¿La vida nos hace, o hacemos nuestra vida?

Por un lado, “percibimos” que estamos determinados (“sujetos”) por acontecimientos que, como ocurre con el movimiento de los átomos, se rigen por leyes que son independientes del ejercicio de nuestra voluntad.

Por otro lado, “sentimos”, sin lugar a dudas, que podemos elegir nuestros actos, y que nuestros actos influyen en lo que ocurrirá en nuestra vida. Pensamos que nuestro cuerpo, que percibimos como percibimos el mundo, está determinado por fuerzas y circunstancias que no dominamos, y sentimos la libertad de nuestros actos voluntarios como algo que constituye una parte del alma.

Volvamos sobre el hecho de que mientras nos percibimos como un cuerpo que ocupa un espacio en un mundo físico que contiene otros cuerpos, nos sentimos protagonistas del drama que constituye históricamente nuestra vida en un mundo anímico habitado por otros personajes con los cuales conviviendo somos. En esas circunstancias, cuando hablo, siento, percibo, pienso y hago, experimento la consciencia de manera única y verdadera, evidente e inmediata, y también siento que elijo los actos que realizaré. En ese sentido, puede decirse que la consciencia es siempre un singular cuyo plural (la consciencia de los otros) puede inferirse, pero, en verdad, se desconoce.

En la autorreferencia, cuando digo o pienso “yo”, lo que llamo “yo” pasa a ser “un objeto”, a ser “ello”, como mis manos, mi inteligencia, mi memoria o la tierra de mi país que piso, y entonces depende de acontecimientos que escapan a mi dominio. Ello, “fuera” de mí, de lo que siento que soy, contiene innumerables entidades a las que considero semejantes (otros como yo) porque les atribuyo el conjunto de características que denominamos “yo”. La cualidad esencial a la cual aludimos cuando decimos, refiriéndonos a otros, que ellos también son “un yo”, es la consciencia de su propia existencia, es decir: lo que denominamos “sentimiento de sí”.

No es un secreto que la filosofía se ha debatido infructuosamente entre las dos posiciones radicales, el determinismo y el libre albedrío, que son irreconciliables entre sí, sin que, al mismo tiempo, sea posible renunciar a ninguna de las dos. Pero tal como Shakespeare le hace decir a Hamlet, hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que piensa nuestra filosofía. A despecho del impasse filosófico, nuestra razón, fundamentada en nuestra percepción, nos demuestra que hay algunas, como la lluvia y el sol, que no podemos cambiar y que determinan nuestra vida. Mientras tanto, el sentimiento de que podemos decidir, en cada instante, si haremos o no haremos una cosa u otra es un sentimiento fuerte (fundamentado en nuestras sensaciones) que, aun maniatados y reducidos a la mayor de las impotencias, nunca desaparece por completo.

Oscilamos de modo permanente entre la “insostenible levedad” de ser completamente irresponsables, cuando pensamos que da lo mismo cualquier cosa que se haga en un mundo cuyo futuro está determinado de manera absoluta por un estado anterior; y la “insoportable gravedad” de ser completamente responsables, cuando pensamos que los actores de una historia pueden alterar lo que acontece en ella. Sin embargo, si bien nuestro pensamiento oscila entre creer que nos suceden las cosas o que las hacemos, no es menos cierto que ambas creencias ocurren en una misma vida y que, por lo tanto, es siempre posible, frente a cada una de las cosas o los hechos “de la vida”, contemplarlos como algo que la vida nos hace o, en cambio, como algo que pertenece a la vida que hacemos.

La alternativa entre la impotencia con inocencia, implícita en el “no puedo” y la potencia con responsabilidad, implícita en el “no quiero”, la oscilación entre el sentirse esclavo y el sentirse libre, depende del “mapa” que tracemos, en cada momento, acerca de los contornos que “en cuerpo y alma” separan a nuestro yo de nuestro mundo. Los límites del yo se modifican permanentemente con los actos del vivir y se trazan a partir de la experiencia, en cada momento. Los avances en la “maduración” del yo conducen a una integración armónica entre los sentimientos de inocencia y los de responsabilidad.

Acerca de un hacer que deshace algo de lo que “ya está hecho”

Nuestro cerebro está formado por las células del sistema nervioso llamadas neuronas que, a diferencia de las células que constituyen otros órganos, se comunican con otras semejantes mediante prolongaciones especiales: las dendritas, que son receptoras, y los axones, que son transmisores. Hoy se calcula que cada cerebro está constituido por unos cien mil millones de neuronas, cada una de las cuales se conecta con otras a través de una cantidad promedio de mil conexiones. El número de conexiones a que esto da lugar es tan enorme que frente a esa cantidad (de acuerdo con lo que señala John Barrow, en I numeri dell’ universo) resulta ridículamente pequeña la cifra “astronómica” más grande que se conoce (el número de Eddington, 1080), que expresa la cantidad de protones y electrones de todo el universo.

Esas conexiones interneuronales constituyen nada menos que la red, el “cableado”, que configura la condición fundamental que “origina” o “representa” la capacidad funcional del sistema nervioso, que culmina en las facultades cerebrales. Durante muchos años se sostuvo a rajatabla que la estructura neuronal se constituía como se establecen en una línea de montaje de una máquina destinada a cumplir con un procedimiento efectivo predeterminado y fijo (una máquina de sumar, por ejemplo) los “circuitos” que determinan la modalidad de su funcionamiento.

Se pensaba que nacíamos con una cantidad determinada de neuronas, incapaces de reproducirse para remplazar aquellas que en el transcurso de la vida quedaban destruidas, y con un único “cableado” congénito que, una vez establecido, era definitivo, a menos que durante los avatares de su funcionamiento se deteriorara. Resulta conmovedor comprobar cómo la fuerza de los prejuicios que sostenían contra viento y marea ese modo de pensar, condujo a ignorar los numerosos hallazgos que muchos años atrás contradecían esa tesis, e influyó en algunos de los investigadores que realizaron esos hallazgos para que pusieran en duda lo que su investigación les mostraba.

El descubrimiento de nuevos neurotransmisores o el escaneo encefálico (una técnica incruenta que puede ser aplicada, por ejemplo, en pacientes con distintos estados afectivos sin que el procedimiento altere esos estados de manera significativa) condujeron a un enorme progreso de la neurología y a la postulación de sistemas funcionales diseminados en la red neuronal. La integración de la neurología con campos del conocimiento como la inteligencia artificial, la teoría de los sistemas, las teorías acerca de la complejidad o la geometría fractal introdujo, con el nombre de neurociencia, una nueva disciplina.

Esos progresos, que ocurrieron en los últimos cincuenta años, permitieron por fin deshacer el prejuicio al cual nos referimos, condujeron a revalorizar las ideas y los datos que habían sido ignorados y llevaron también a integrarlos con otros nuevos en la formulación de un concepto que recibió el nombre de neuroplasticidad. Hoy no sólo se admite que en el transcurso de la vida se generan neuronas que remplazan a las que se destruyen y que se establecen conexiones nuevas. También se desconectan los circuitos que no se utilizan, y zonas enteras del cerebro que, por ejemplo, han quedado vacantes por el cese de alguna función, pueden adaptarse para colaborar con otra capacidad funcional que se ejerce de manera creciente. De modo que una persona que ha quedado ciega puede “sumar” a la función auditiva la zona de su corteza occipital que ya no es necesaria para la función visual.

Los nuevos circuitos ejercitan nuevas funciones, que son el producto de un aprendizaje de capacidades nuevas y, además, reconfiguran las conexiones antiguas en un proceso continuo y acorde con la experiencia. Podemos decir entonces que el hacer, cuando no es el producto de una repetición monótona, deshace, siempre, algo de lo que hicimos.

Si se contempla desde el punto de vista de la neuroplasticidad lo que sucede en la infancia, puede decirse que los niños, en un cierto sentido, hasta una edad que suele coincidir aproximadamente con los seis años, “son genios”. Luego de esa edad comienzan a desconectarse de manera rápida y progresiva las conexiones que no se utilizan. Es posible sostener entonces que los adultos dotados de capacidades geniales (o los niños prodigio) han podido conservar y mejorar, en algunos sectores, el “cableado” infantil.

Ortega señala que cuando un niño se desnuda no está tan desnudo como cuando se desnuda un adulto, porque el alma del niño no ha tenido tiempo suficiente para labrar su propio retrato en el cuerpo. Los neurofisiólogos afirman algo similar cuando sostienen que las experiencias “esculpen” los circuitos neuronales que conforman el cerebro. De modo que hay zonas que se desarrollan y otras que involucionan. También es cierto que las observaciones demuestran que habiendo llegado a cierto punto de una modificación perniciosa es imposible recuperar la plenitud de la forma.

Los hábitos que, en cuerpo y alma, nos conforman, son huellas de lo que nos ha dejado la vida que vivimos o, en otras palabras, lo que nos hizo la vida que hicimos. Siempre aceptamos que esto era así respecto a las capacidades del cuerpo, y hoy debemos reconocer que lo mismo sucede en el alma. Sin embargo, la reeducación física y el entrenamiento tienen todavía una mayor aceptación del consenso que la necesidad de modificar ciertos hábitos y mejorar el carácter.

Dado que la fisioterapia o el personal trainer se consideran adquisiciones que nos conducen hacia un deseado progreso, se aceptan mejor, en general, que una psicoterapia suficientemente prolongada y frecuente, que suele ser contemplada como si sólo fuera una necesidad dolorosa y antipática que, a lo sumo, nos devuelve algo que una vez ya fue nuestro. Sin embargo, los ritmos biológicos son siempre los mismos, y no debería extrañarnos que cambiar algunos de los hábitos que configuran rasgos de nuestro carácter, implícitos en lo que nos hace sufrir, no sea más fácil que rehabilitar un músculo, cambiar una postura corporal, aprender un idioma o desarrollar una habilidad deportiva o musical.

Los prejuicios, los hábitos y los errores

En un sentido amplio, suele denominarse pensamiento a todo aquello que en un momento dado ocupa la consciencia. En un sentido restringido, pensar es razonar, establecer un juicio, una sentencia que afirma algo acerca de algo y establece una razón (ratio) que es una diferencia que surge motivada por el propósito de guiar una acción. La palabra pensamiento designa el producto de un pensar que ya ha sido pensado, pero también el de un pensar en curso que aún no ha llegado a una conclusión.

Los pensamientos prepensados son prejuicios que conforman hábitos que se repiten (algoritmos), que en general son exitosos y que se utilizan sin volver a pensarlos. Entre los hábitos consolidados existe el de no volver a pensar lo ya pensado, y ese hábito se refuerza cada vez que lo ya pensado funciona como un procedimiento efectivo.

Las características propias de las diversas emociones se comprenden (justifican) como la reactivación de movimientos y secreciones que se utilizaron en el pretérito filogenético en respuesta a los distintos apremios vitales, y que se fijaron como hábitos que se repiten automáticamente en función de esa predisposición. Como ocurre con la palabra pensamiento, el vocablo sentimiento designa el producto de un sentir que se repite de la misma forma en que, ya una vez, ha sido sentido; pero también designa el producto de un sentir en curso, que surge “acorde” con el reconocimiento de una situación distinta.

Así como el pensamiento puede repensar lo ya pensado (prepensado) para modificarlo, el sentimiento puede resentir lo ya sentido (presentido) con idénticos fines. Es necesario reconocer, sin embargo, que ambas funciones, el repensar y el resentir, pueden ser contempladas como dos aspectos de un mismo proceso. A veces de ese modo, resintiendo conscientemente ahora lo presentido en una situación pretérita (que hoy, frente a una situación distinta, puede ser injustificado), se puede lograr “poner en obra” un sentimiento adecuado para la situación actual.

Nuestros pensamientos y sentimientos son “reflejos”parciales y limitados que deben recortar inevitablemente los hechos en el proceso mediante el cual captan y experimentan su significado y su importancia.

La captación y la experiencia tienen un límite natural en cada una de las distintas especies de organismo que constituyen el mundo biológico. La observación demuestra que cuando los seres vivos quedan expuestos a situaciones que superan sus posibilidades (o cuando están fuertemente motivados por sus deseos) pueden llegar a captar y experimentar las circunstancias de su entorno de una manera distorsionada y perjudicial.

Christopher Chabris y Daniel Simons reúnen en un libro (El gorila invisible) algunos de los datos que surgen de la exploración cuidadosa de esos límites en los seres humanos. La investigación demuestra que creemos percibir, recordar, conocer, comprender y poder mucho más de lo que, en todas esas categorías, efectivamente alcanzamos.

Sean cuales fueren los límites de nuestras posibilidades, sean “innatos” o producto de una represión “secundaria” que opera al servicio de nuestros deseos, sólo podemos denominar error a lo que hicimos (independientemente de si nos ha conducido a lo que en aquel entonces consideramos un fracaso o un éxito) cuando lo examinamos a posteriori, después de haber adquirido una capacidad mayor a la que poseíamos cuando realizamos la acción que ahora juzgamos errónea.

Dado que hemos sido modulados o esculpidos por las experiencias, puede decirse que somos una estructura “hecha” de pensamiento y sentimiento. Nuestros hábitos nos conforman como un sistema que no sólo piensa y siente más allá de nuestra consciencia, sino que además “nos piensa” y “nos siente” dentro de una complejidad inconsciente que siempre es algo más de lo que podemos pensar y sentir acerca de ella. La inmensa mayoría de los pensamientos y sentimientos consolidados como hábitos que se manifiestan como automatismos inconscientes funcionan de manera adecuada liberando nuestra consciencia para otros menesteres.

Así, nuestra vida realiza “en salud”, armoniosamente, su manera de ser, integrando en su funcionamiento inconsciente lo pensado y lo sentido. Cuando, en cambio, nuestros límites nos impiden lidiar en forma adecuada con la realidad que obstaculiza la realización de un deseo, surgen dos posibilidades saludables que no se anulan entre sí, sino que, por el contrario, pueden complementarse en distinta proporción. Una de esas posibilidades es la aceptación del esfuerzo y de la dificultad que condiciona un resultado inseguro. La otra es la realización del duelo que corresponde al fracaso en el logro de ese particular deseo, y conduce a un cambio en la forma en que se busca la satisfacción de la necesidad que subyace al deseo frustrado.

Pero no siempre la vida se realiza en la plenitud de su forma; son muchas las veces en que se arruina, de manera total o parcial, con mayor o menor gravedad. Cuando frente al apremio de la vida tratamos de evitar el grado de penuria que inevitablemente llevan implícito el esfuerzo y el duelo, solemos incurrir en la creación o en la repetición de pensamientos y sentimientos erróneos para respaldar el intento de vivir de una manera más fácil. Sabemos que los pensamientos ya pensados devienen en costumbres que no se repiensan debido al hábito de preservar lo pensado. Cuando lo ya pensado “funciona bien”, nos ahorramos de ese modo un esfuerzo que no es necesario. Pero también es cierto que los pensamientos erróneos, que funcionan mal, se refugian muchas veces en el hábito de no volver a pensar lo que ya se ha pensado.

Con frecuencia, atrapados por la tentación de los caminos fáciles, confundimos el pensar con el hábito de repetir pensamientos (algunos “leídos u oídos”, que no hemos pensado y que jamás pensaremos), con tal de que no pongan en crisis aquellos que, desde nuestras creencias, atesoramos como una certeza. Llegamos así, resistiéndonos a volver a pensar y viendo la paja en el ojo ajeno, a la paradoja que señalaba Ortega, cuando sucede que todos finalmente tenemos razón, pero en una particular situación: la razón que cada uno de nosotros esgrime no es la propia, la que justificaría nuestros actos, sino la que el otro ha perdido.

Solemos pagar ulteriormente un alto precio por la prestidigitación que nos libera tan fácil de la responsabilidad, porque, aunque los pensamientos erróneos no siempre evidencien en lo inmediato sus consecuencias dañinas, una forma errónea de pensar tiende a repetirse en otros contextos en los cuales suele ocasionar graves daños. Sucede además que los cuatro gigantes del alma –la rivalidad, los celos, la envidia y la culpa–, se nutren, crecen y se desarrollan en la sombra, aprovechando la vigencia de los pensamientos erróneos. Recordemos, por fin, lo que señalaba Freud: “Es por cierto demasiado triste que en la vida haya de suceder lo que en el ajedrez, donde una movida en falso puede forzarnos a dar por perdida la partida”.

III

Sobre lo que nos hace falta

Mi soledad, a veces creo que la hace lo que no existe, no lo que me falta. Y tal vez mi soledad no existe, y yo la vivo de más.

Antonio Porchia Voces

Nuestra primera falta

A medida que pasan los años, nos enfrentamos de maneras distintas con ese sentimiento muy particular que denominamos “falta”. Una “falta” es la concreta carencia de algo que necesitamos y que sentimos que la vida o, peor aún, las personas y el mundo dentro del cual hemos vivido todavía “nos deben”. También “nos hace falta” disminuir la distancia que nos separa de nuestros ideales o de las normas que nuestro superyó establece, por eso “una falta” es también, en nuestro idioma, un acto “indebido” que nos genera una culpa.

Sentimos esa especie de culpa frente a nosotros mismos, frente a la diferencia entre lo que somos y lo que quisimos ser, cuando nos parece que no hemos hecho lo necesario para “realizarnos” en una forma acorde con lo que ayer soñamos. La historia contenida en lo que sentimos que “nos hace falta” es una historia que viene de lejos, porque hunde sus raíces en los comienzos de nuestra propia vida, que es la continuación de la de nuestros progenitores.

Reparemos en que durante la vida intrauterina la madre es el mundo completo que rodea al futuro bebé y le proporciona todo lo que le hace falta.Cuandorecién nacido el bebé ingresa en el mundo extrauterino, habitualmente siente frío, ya que pasa de los 37 grados centígrados que es la temperatura del cuerpo de la madre, a un ambiente que la mayoría de las veces no supera los 27 grados. El cuerpo le pesa, porque ya no flota dentro del útero como en una piscina, en el líquido amniótico; y le duele, porque ha tenido que usar su cabeza para abrirse paso en el canal del parto, que lo ha oprimido fuertemente. Tiene que respirar con sus pulmones y con un esfuerzo de sus músculos el oxígeno que antes recibía de la sangre materna a través de la placenta, y succionar de manera activa para obtener el alimento que también recibía de la sangre materna sin ningún esfuerzo. Esa situación del recién nacido (neonato) que estudiamos cuando investigamos en los significados inconscientes del síndrome gripal (cuyos síntomas remedan los de la “indefensión” de los primeros días de vida extrauterina) corresponde en su conjunto a un sentimiento para el cual, cuando se presenta en el adulto, suele utilizarse la palabra “soledad”. Es un sentimiento que, en realidad, queda mejor representado por el término “desolación”, el cual, por su origen, se refiere nada menos que a estar privado del solar, que es el lugar físico, anímicamente significativo, en el cual la vida de cada ser humano “hunde sus raíces”. De más está decir que la intensidad de la predisposición a ese sentimiento en el adulto dependerá de las compensaciones que haya encontrado en los primeros días de su vida extrauterina.

Durante la lactancia, el bebé se reencuentra con su madre y tiende a pensar que ella es una parte de sí mismo que tiene que aprender a dominar, como lo hace con su propio cuerpo. Recordemos que esto sucede porque el bebé tiende a construir su propia imagen dejando fuera de ella todo lo que le produce malestar y apropiándose de aquello que le produce placer, y que en los primeros días de vida extrauterina, la madre –representada especialmente por el pezón que él succiona cuando mama– es una fuente inigualable de placer.

También hemos señalado que muy pronto el bebé descubre que la madre no le pertenece, ya que “va y viene” regida por una voluntad que él no domina. Agreguemos ahora que ese día, en el cual el lactante ha progresado en su conocimiento del mundo, quedará sin embargo registrado en una parte inconsciente de su alma como un momento malhadado en el que ha ocurrido una de las experiencias más penosas de la vida.

Frente a la necesidad ineludible de renunciar a esa parte importante de lo que consideraba propio, se siente “mutilado” en su imagen de sí mismo, como si hubiera perdido una parte de su ego. La desolación que había disminuido entonces se reinstala,y se constituye de ese modo la primera y más importante “carencia” de nuestra vida después del nacimiento. Otra vez, la mayor o menor intensidad de esas vivencias neonatales influirá en el grado de predisposición a la desolación en el adulto.

Se trata de una carencia que podemos considerar fundante, dado que constituye los cimientos de construcciones que, como el complejo de Edipo, el “complejo” de castración y los celos, nos acompañarán toda la vida. Una “falta” que nos hace sentir incompletos y nos deja, en el fondo del alma, una añoranza por un contacto de piel, una sonrisa y una mirada que “nuestro cuerpo” reconoce cuando nos enamoramos, pero cuyos orígenes no podemos recordar de manera consciente. Platón (en El Banquete) simbolizó esa carencia fundamental en su mito de un ser humano primitivamente andrógino, completo en sí mismo, una mezcla de hombre y mujer, que el rayo de Zeus dividió en dos partes.

A diferencia de lo que sucede en el amor, que se teje con las hebras de la realidad, el enamoramiento surge unido a las ilusiones necesarias para evitar el duelo por esa primera falta y conducir con rapidez a un reencuentro con el sentimiento de plenitud que se ha perdido. El enamoramiento, dado que repite la historia del sentimiento de plenitud cuyo colapso dio lugar a la primera falta, conduce de un modo inevitable a la desilusión que surge del contacto con la realidad y tiende a reinstalar la decepción que, para ser superada, exige realizar el duelo que se intentó evitar.

El sentimiento de estar incompleto y de ser incapaz de conservar lo que es propio, que corresponde a la primera falta, constituye el origen de los sentimientos de envidia y de celos que todos llevamos adentro, a mayor o menor distancia de nuestras experiencias conscientes. La capacidad para tolerar y moderar los sentimientos penosos y “acostumbrarse” a una realidad inevitable se ejerce mediante el proceso que denominamos duelo. De ese proceso depende siempre, en alguna medida, la posibilidad de encontrar compensaciones que sean suficientes. La búsqueda de esas compensaciones transcurre dentro de una historia cuyos lineamientos generales compartimos todos los seres humanos, hasta el punto en que puede decirse que son típicos y universales.

La necesidad de ser protagonista y el afán de reconocimiento

La necesidad de compensar la primera falta suele conducir casi siempre a un recurso que es típico, aunque puede funcionar lejos de la consciencia: el intento de ocupar, en cada una de las circunstancias en que nos toca vivir, el centro de la escena y “llamar la atención” dominando los acontecimientos del entorno. Junto con el afán de ser protagonista surgen entonces los sentimientos de rivalidad que admiten como única alternativa el triunfo que mitiga los sentimientos de envidia y de celos, o la derrota que nos hunde una vez más en ellos.

La necesidad de protagonismo convierte en rivales a los otros actores de la misma escena. El triunfo de cualquier rival conduce entonces a la amargura del fracaso, pero su derrota genera la penuria que produce la culpa que, en esas condiciones, se presenta puntual a la cita. Lamentablemente la rivalidad nos empobrece la vida, porque impide disfrutar de los logros ajenos y convierte a los propios en triunfos efímeros cuya motivación no es auténtica, porque la meta original de los actos ha quedado sustituida por la búsqueda de un triunfo.

La imposibilidad de que nuestras hazañas reciban una atención permanente constituye una segunda “falta” que refuerza los sentimientos de envidia y de celos que, a despecho de nuestras mejores intenciones, refugiados en algunos de los pliegues de nuestra alma inconsciente, sobreviven alimentándose de cuanto pretexto encuentren. Dado que esa “falta de protagonismo” se genera luego de la adquisición de la palabra, a diferencia de la primera, puede ser recordada. Tal como sucede con la primera falta, la capacidad para moderar esos sentimientos, tolerarlos y “acostumbrarse” a la pérdida del protagonismo mediante el proceso que denominamos duelo conduce a la posibilidad de encontrar otras compensaciones.

Cuando el protagonismo fracasa, todavía persiste el recurso de lograr ser distinguidos, elegidos, preferidos o valorados por alguien que posea una gran significación en nuestra vida, o que simplemente la consigue por el hecho de que nos distingue y nos prefiere. Tal vez llamemos reconocimiento a esa valoración, que nos evoca el sentimiento de plenitud que sucumbió generando con su colapso la primera falta, porque adquiere el sentido de un reencuentro con algo de la plenitud de aquel entonces.

Con mucha mayor fuerza de lo que nuestra perspicacia suele sospechar, las personas por quienes buscamos ser reconocidos ocupan un lugar central en nuestra vida. Solemos otorgarles el papel de “jueces” sobre nuestros actos y asumir sus deseos, a veces muy lejos de nuestra consciencia, como si fueran nuestros. Su sonrisa nos absuelve, y su mirada severa o sus actitudes de rechazo son suficientes para que nos sintamos condenados, ingresando de este modo en nuestra tercera falta.

Esas personas, que en principio fueron (o continúan siendo) nuestros padres y que podemos transferir sobre maestros, amigos, cónyuges, hijos o la gente que apreciamos, están presentes en todo lo que hacemos hasta el punto en que casi podríamos decir que dan sentido a nuestros actos y que “para ellas” vivimos. Porque a sabiendas, o muchas veces sin saberlo, elegimos para ellas nuestra ropa, nuestros muebles y también, como muy bien lo saben las agencias de publicidad, el automóvil que compramos o las fotografías que sacamos.

La necesidad de reconocimiento suele llevarnos a conductas complacientes que son un producto de nuestro temor al abandono y que pueden afectar nuestra autenticidad, disminuyendo así nuestra autoestima en un círculo vicioso que aumenta los motivos que suelen llevarnos a negar cualquier dependencia, aun en los casos en que se trate de una dependencia normal.

El deseo de reconocimiento se convierte en un afán destinado al fracaso cuando el duelo por las faltas anteriores no se ha realizado, o se ha realizado de manera insuficiente. En la medida en que esa búsqueda oculta una carencia distinta, anterior y “mal duelada”, el reconocimiento obtenido nunca será suficiente, y la supuesta falta de reconocimiento, que no podrá ser colmada, funcionará reactivando el resentimiento de las faltas anteriores.

Recorriendo ese camino, pronto descubrimos que el reconocimiento no alcanza o no dura lo suficiente para disolver los remanentes de las “faltas” anteriores. Preferimos entonces, muchas veces, creer que somos víctimas de una injusticia que se solucionará con el enojo o el reclamo de lo que nos es “debido”. Otras veces, para no sentirnos impotentes, elegimos creer que es nuestra culpa y que el conjunto de lo que nos falta es nuestra “falta”.

La evolución que nos conduce desde los remanentes no duelados de la primera falta a la segunda y a la tercera y da lugar a la transferencia de importancia que entre ellas circula en forma recíproca, de “ida y vuelta” y en distintas direcciones, es un proceso que durará toda la vida, pero que ya se alcanza en la infancia, porque el afán de protagonismo y de reconocimiento se percibe fácilmente en los niños.

A diferencia de lo que ocurre con la primera falta, que hunde sus raíces en lo que no se recuerda, solemos llevar muy cerca de la consciencia esos remanentes de la segunda y la tercera que no hemos podido finalizar de duelar. La persistencia de esos remanentes no duelados impregna nuestro ánimo con los cuatro afectos (envidia, celos, rivalidad y culpa) que constituyen cuatro gigantes del alma, porque, más allá de lo que conscientemente registramos, motivan nuestros actos con muchísima más fuerza de lo que preferimos creer.

La pertenencia, el solar y los sustitutos espurios

Recordemos que la madre es el mundo completo que rodea al futuro bebé, y que de allí proviene todo lo que necesita, antes (de acuerdo con lo que hoy pensamos) de que “le haga falta”. De este modo se siente, durante la vida intrauterina, integrado con su mundo. El bebé recién nacido se siente, en cambio, desarraigado, arrancado de su mundo. Los episodios de desolación de un niño que ya no es un neonato representan un retorno al sentimiento de haber perdido el “solar” que otorgaba el bienestar.

En condiciones saludables, el bebé recién nacido no sólo se reencuentra (en parte) con su madre, sino que además aprende a relacionarse con una madre diferente de la que durante la vida intrauterina constituía su mundo circundante. Muy pronto comenzará a integrarse en el sistema familiar y adquirirá el sentimiento de una nueva pertenencia. A medida que transcurre la vida ocurre, en condiciones normales, la integración social que genera distintos lugares de pertenencia, como lo son la familia, la escuela, un equipo deportivo o un grupo de trabajo. Cada uno de esos “sitios” constituye el solar de un arraigo que es imprescindible para la salud y la fuente de los sentimientos de amistad.

Sin embargo, cada uno de esos lugares de arraigo, se trate de una comunidad barrial, de una orquesta, de un grupo partidario o de un conjunto de correligionarios, sufre el ataque permanente que proviene de la envidia, de los celos, de la rivalidad y de la culpa, que sus integrantes, inevitablemente, sienten. Son las emociones, no siempre conscientes, que surgen en ellos frente a las “faltas” que cada uno lleva dentro y que los amenazan con la desolación, con la angustia y también con la descompostura, un afecto que se desencadena cuando la carencia se experimenta como un trastorno que altera el funcionamiento del cuerpo.

Cuando atacado por esas vicisitudes el sentimiento de pertenencia se pierde y los recuerdos penosos que han dejado las carencias se reactivan, surge como peligrosa tentación la idea de que cada cual tiene el derecho de vivir la vida con el exclusivo fin de hacer “la suya” y desentenderse de todo lo que en apariencia no le incumbe.

Cuando a la pérdida de protagonismo se suma el fracaso del afán de reconocimiento que procuraba compensarla, y el sentimiento de pertenencia se debilita, suele suceder que se reactive la primera falta y que el ánimo se incline hacia la búsqueda ilusoria de su satisfacción tardía o de sustitutos más fáciles, que son espurios. Así sucede, por ejemplo, con la necesidad desesperada de volver a enamorarse, con la actitud de poner toda la vida al servicio de un sueño, con la adquisición desmedida, con la cosmética ilusoria o con las adicciones.

No es lo mismo poner la vida en algo que desvivirse por algo que se ha puesto “entre ceja y ceja”, persiguiendo tercamente, de manera lineal, un sueño empecinado e imposible. Tampoco es lo mismo obtener el bienestar material necesario para ulteriores logros que pueden ser valiosos que acumular bienes que no se podrán disfrutar, sin otro propósito que la acumulación misma. Es también importante no confundir el empeño quirúrgico que se encamina a reparar los efectos de la enfermedad o el accidente con pretender desandar de manera ilusoria y errónea, a través de una cirugía estética, lo que ha otorgado la naturaleza o los cambios que produce el tiempo.

Por fin, es además necesario distinguir entre distraer (recurriendo a los “vicios” con moderación y mesura) una parte pequeña de la excitación remanente que acompaña los actos normales sin descargarse en ellos (como ocurre con el niño que juega con el pecho luego de haber mamado) y sustituir por completo la acción eficaz, derivándola hacia la obtención de un placer directo que no surge de la ejecución de un acto vital saludable, como ocurre con las adicciones destructivas.

Las vicisitudes de una cuarta falta

Cuando elaborando duelos aprendemos a tolerar que nos falte algo que “nos hace falta”, descubrimos que, si realizamos algo valioso más allá del afán de protagonismo y reconocimiento, ingresamos en el bienestar que acompaña al sentimiento de que nuestra vida recupera su sentido. Pero también descubrimos que lo que hacemos no siempre puede ser fácilmente compartido por las personas que más nos significan y que forman parte del entorno al cual pertenecemos. El dolor que esto, que suele ser inesperado, inevitablemente produce, constituye nuestra cuarta falta y exige un duelo que también puede dejar remanentes. Cuando son remanentes importantes suele suceder que los remanentes de las faltas anteriores recobren parte de su antigua fuerza.

El proceso de duelo es ante todo dolor, pero es un dolor que “vale la pena” que ocasiona, porque el duelo, en su segunda fase, nos devuelve la alegría de vivir junto con la recuperación de las fuerzas que usábamos para tramitarlo. Si los duelos, en cambio, se postergan reprimiendo el dolor, se gasta entonces una energía que se sustrae de la que se manifiesta como lo que denominamos “ganas de vivir”.