Obras completas de Luis Chiozza Tomo XVII - Luis Chiozza - E-Book

Obras completas de Luis Chiozza Tomo XVII E-Book

Luis Chiozza

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Beschreibung

Hay errores que nos importan mucho, porque nos conducen hacia un punto imprevisto que no deseamos y desde el cual sentimos, una vez que ingresamos, que ya no se puede volver. Es el error en el cual Meg, la protagonista del filme Una buena mujer, estuvo a punto de incurrir. Es sobre lo que se pregunta Warren cuando, en el filme Las confesiones del Sr. Schmidt, recuerda el período de su vida en que eligió trabajar en la empresa de la cual hoy se jubila. Es lo que conduce a Chieko, la japonesita de Babel, a una conducta sexual que agrava su desolación profunda, y es lo que estuvo a punto de sucederle a Tommi, el niño sensato que protagoniza el filme Libero, cuando torturado por una situación familiar muy penosa se imagina que puede pasar por encima del amor que lo une a su padre. Nuestros grandes errores surgen muy frecuentemente de motivos que se apoyan en creencias que el consenso avala, y que nos parecen "naturales". Vivimos inmersos en prejuicios, en pensamientos prepensados que se conservan y se repiten porque, cuando fueron creados, quedó asumido que funcionaron bien. Es claro que no podríamos vivir si tuviéramos, continuamente, que repensarlo todo. Pero también que hay prejuicios negativos que el entorno nos contagia, que también retransmitimos, y que más nos valdría repensar. Nuestros grandes errores fueron casi siempre el producto de una decisión que eligió el camino, más fácil, de lo ya pensado. Un camino que se conforma, con demasiada naturalidad, con la influencia insospechada que, en sus múltiples combinaciones, ejercen sobre nuestro ánimo y sobre nuestra conducta la rivalidad, los celos, la envidia y la culpa, cuatro gigantes del alma que, incautamente, reprimimos.

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Luis Chiozza

OBRAS COMPLETAS

Tomo XVII

¿Por qué nos equivocamos?

Lo malpensado que

emocionalmente nos conforma

(2008-2009)

Chiozza, Luis Antonio

Por qué nos equivocamos? : lo malpensado que emocionalmente nos conforma . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-599-252-8

1. Psicoanálisis. 2. cuerpo. 3. alma.

CDD 150.195

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

Obras Completas, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

¿Por qué nos equivocamos?

Lo malpensado queEmocionalmente nos conforma | 8

(2008) | 8

Prefacio | 10

Capítulo IA manera de prólogo | 12

Acerca del error involuntario | 12

Acerca de nuestros grandes errores | 13

Cuatro gigantes del alma | 17

Podemos ser víctimas de nuestros propios motivos | 18

Acerca de pensamientos y emociones | 21

Primera Parte

Cuatro gigantes del alma | 24

Capítulo IILa rivalidad | 25

Competitividad y competencia | 25

La selección natural del más apto | 26

Los motivos que surgen de las funciones orgánicas | 29

El falso privilegio del padre | 30

Los “prejuicios” de la etapa fálica | 32

La gestación del gigante | 35

Capítulo IIILos celos | 40

¿De dónde vienen los celos? | 40

El yo “mutilado” | 43

La relatividad del yo | 48

Capítulo IVLa envidia | 52

La envidia y los celos | 52

¿Un sufrimiento incurable? | 55

El resentimiento de la carencia | 58

Capítulo VLa culpa | 62

Hablemos de la culpa | 62

La culpa y la responsabilidad | 64

El inmenso capítulo de la existencia ideal | 66

La oscura huella de la antigua culpa | 70

La culpa infantil | 73

Las maniobras evasivas de la responsabilidad | 76

El don superlativo que denominamos perdón | 81

Segunda parte

Víctimas incautas de suspropios motivos | 86

Capítulo VIMeg | 87

El personaje | 87

Amalfi | 88

El asedio de Lord Darlington | 89

La fama de Mrs. Erlynne | 90

La evidencia infame | 91

La decisión de Meg | 92

La intervención de Erlynne | 93

El abanico | 94

El secreto | 94

Los motivos que conducen a larepetición de los destinos | 96

Los sentimientos que conducena provocar lo que se teme | 97

La envidia frente a la materialización de un sueño | 99

Verdades y mentiras | 100

La envidia que conduce a la necesidad de denigrar lo que se ama | 101

Capítulo VIIChieko | 103

El personaje | 103

El Jet Pop | 104

La saturación de los sentidos | 106

El detective Mamiya | 107

Mi hija la encontró | 109

La carencia y el monstruo | 110

La imperiosa necesidad de aprobar un examen | 111

Víctima del enojo y la culpa | 113

La influencia perdurable de una convicción errónea | 115

Capítulo VIIIWarren | 118

El personaje | 118

La despedida | 119

Ndugu | 121

La vieja | 123

Un acontecimiento inesperado | 125

Una nueva sorpresa | 126

La terapeuta | 129

La familia de Randall | 132

La boda | 135

Noticias de Ndugu | 137

La jubilación, la vejez y la furia | 138

Una vida sin rumbo | 140

La necesidad de inter-essere | 143

Capítulo IXTommi | 148

El personaje | 148

Un día en la vida de Tommi | 149

El sábado | 150

Antonio | 151

Mamá | 152

La vida continúa | 155

El nuevo trabajo de Renato | 157

El amor de Tommi | 159

La exposición de pintura | 161

La casa a oscuras | 162

Tommi tiene que ser un hombre | 164

La invitación de Antonio | 166

Líbero también está bien | 168

Los sinsabores de Tommi | 169

Mi mamá va y viene | 171

Mónica | 172

El hombrecito | 174

Capítulo XA manera de epílogo | 177

Lo malpensado que emocionalmente nos conforma | 177

La evolución del pensamiento | 178

La evolución del sentimiento | 183

Las ideas que hoy son yo | 186

¿En qué nos equivocamos? | 190

¿Tratamiento de algo o tratamiento de alguien?

(2009) | 192

¿Tratamiento de algo o tratamiento de alguien? | 194

¿Por qué ser médico? | 194

¿Porque ser médico precisamente hoy? | 196

¿Qué nos enseña la historia? | 198

La naturaleza y el espíritu | 202

Bibliografía | 204

Prólogo a escritos de antopología médica

de Victor von Weizsaecker | 205

(2009) | 205

Prólogo | 207

Actualización para las Obras CompletasTrayectoria del Autor | 213

¿Por qué nos equivocamos?

Lo malpensado queEmocionalmente nos conforma

(2008)

Referencia bibliográfica

CHIOZZA, Luis (2008) ¿Por qué nos equivocamos? Lo malpensado que emocionalmente nos conforma

Prefacio

Incurrimos en tres tipos diferentes de errores. Cuando buscamos, equivocadamente y sin darnos cuenta, la llave de la biblioteca en un lugar distinto al lugar en donde la guardamos, porque evitamos de este modo asumir concientemente que no queremos prestar el libro que nos han solicitado, no se trata, en rigor, de un verdadero error, sino de un modo “disimulado” de cumplir con un propósito inconciente. Una segunda forma del error es la que lleva implícita, inevitablemente, todo aprendizaje. Aprender es perfeccionar un procedimiento, y cuando lo logramos, descubriendo una mejor manera de hacer lo que aprendimos, llamamos error a la manera antigua que hoy no nos parece buena. En la tercera forma del error, a la cual dedicamos este libro, lo que sucede se tiñe siempre con una cualidad dramática, porque se trata de cuestiones que nos importan mucho y de errores que nos conducen hacia un punto imprevisto que no deseamos y desde el cual sentimos, una vez que ingresamos, que ya no se puede volver.

Es el error en el cual Meg, la protagonista del filme Una buena mujer, de la cual hablamos en el capítulo VI, estuvo a punto de incurrir. Es sobre lo que se pregunta Warren, cuando, en el filme Las confesiones del Sr. Schmidt, que presentamos en el capítulo VIII, recuerda el período de su vida en que eligió trabajar en la empresa de la cual hoy se jubila. Es lo que conduce a Chieko, la japonesita de Babel, de la cual nos ocupamos en el capítulo VII, a una conducta sexual que agrava su desolación profunda, y es lo que estuvo a punto de sucederle a Tommi, el niño sensato que protagoniza el filme Libero, que describimos en el capítulo IX, cuando torturado por una situación familiar muy penosa se imagina que puede pasar por encima del amor que lo une a su padre.

Nuestros grandes errores surgen muy frecuentemente de motivos que se apoyan en creencias que el consenso avala, y que nos parecen “naturales”. Vivimos inmersos en prejuicios, en pensamientos prepensados que se conservan y se repiten porque, cuando fueron creados, quedó asumido que funcionaron bien. Es claro que no podríamos vivir si tuviéramos, continuamente, que repensarlo todo. Pero es claro también que hay prejuicios negativos que el entorno nos contagia, que también retransmitimos, y que más nos valdría repensar. Nuestros grandes errores fueron casi siempre el producto de una decisión que eligió el camino, más fácil, de lo ya pensado. Un camino que se conforma, con demasiada naturalidad, con la influencia insospechada que, en sus múltiples combinaciones, ejercen sobre nuestro ánimo y sobre nuestra conducta, la rivalidad, los celos, la envidia y la culpa que incautamente reprimimos.

Digamos por fin que es esa represión lo que conduce, cuando predomina en un conjunto humano habituado a seguir los caminos seductores que parecen más fáciles, a la situación paradojal en la cual todo el mundo se afana en pensar sobre las cosas que no necesitan volver a ser pensadas, en lugar de repensar precisamente en aquello ya pensado que le funciona mal. Entramos así, de lleno, en una situación que tiene algo de lo que señalaba Ortega cuando afirmaba que en España todos “han perdido la razón”, con lo cual ha sucedido finalmente que todos han acabado por tenerla, con la particular condición de que la razón que cada uno esgrime no es la propia, sino únicamente aquella que el otro ha perdido.

Capítulo IA manera de prólogo

Acerca del error involuntario

Equivocarse es, en esencia, tomar una cosa o una vía por otra, y el psicoanálisis, comprendiendo la íntima estructura de los actos fallidos –que son equivocaciones comunes aparentemente casuales– en los cuales hemos incurrido “sin querer”, nos ha permitido comprender que muchos de nuestros errores no lo son en verdad, porque ocurren como producto del triunfo de un propósito inconsciente que alcanza sus fines, aunque, como es obvio, puede errar todavía en lo que respecta a las consecuencias del haber concretado esos fines.

Cuando hablamos de los propósitos inconscientes que se manifiestan en los actos fallidos, nos referimos a propósitos reprimidos, pero es necesario tener en cuenta que es posible distinguir entre dos tipos de represión diferentes. Hay procesos que han sido relegados a funcionar de un modo “automático”, como producto de un acontecimiento que el psicoanálisis denomina represión primordial y que es precisamente el que, durante la constitución del organismo, establece una especie de “barrera de contacto” entre lo que será consciente y lo que será inconsciente. Así sucede, por ejemplo, con la respiración que puede llevarse, sin embargo, a la conciencia o, más profundamente, con procesos fisiológicos como la regulación de la cantidad de glucosa que circula en la sangre. Pero, también hay propósitos que son inconscientes porque han sido reprimidos de un modo secundario, como consecuencia del desagrado que han producido luego de haber alcanzado alguna vez la conciencia, aunque hayan logrado solamente llegar hasta sus zonas de penumbra. Este tipo de represión –que suele llamarse “propiamente dicha”– corresponde a un “retiro de las investiduras”, lo cual significa que aquello que reprimimos no ha sido borrado de la conciencia, sino que permanece en ella gracias a que ha sido despojado de su importancia.

Aunque el “mecanismo” que constituye a los actos fallidos puede actuar en los niveles que corresponden a la represión primordial, determinando alteraciones funcionales que solemos llamar signos o síntomas, cuando nos referimos a lo que denominamos un acto fallido, aludimos, habitualmente, al triunfo de propósitos que son inconscientes como producto de una represión secundaria. Esos propósitos o las acciones que les corresponden pueden ser, de este modo, totalmente inconscientes, pero se diferencian de “las intenciones” y de los automatismos que nunca llegaron hasta la conciencia.

La sabiduría popular no ignora el modo en que la represión secundaria funciona cuando, ante un hecho traumático, desaprensivamente aconseja: “Olvídalo, no le des importancia”. Por esto, muchas veces sucede que creemos, ingenuamente, conocer nuestros sentimientos o los propósitos que nos animan, sin darnos cuenta de que, aunque los conozcamos, sólo tenemos una muy pálida idea de cuánto nos importan y de cuál es la magnitud de la influencia que tienen, han tenido o tendrán “el día menos pensado”, en el decurso de nuestra vida.

Acerca de nuestros grandes errores

Todos, por el sólo hecho de vivir, cometemos errores, y esto, en realidad, no constituye necesariamente un perjuicio, porque crecemos y aprendemos en la medida en que los corregimos. Nuestros éxitos repetidos nos enseñan, en cambio, muy poco acerca del proceso mediante el cual se logran, ya que provienen de la repetición de lo que ya sabíamos. Sin embargo, hay errores y errores, porque algunas de nuestras equivocaciones nos conducen a daños que son irreparables. El lenguaje popular se refiere, en una de sus comunes expresiones, a la desgraciada posibilidad de elegir “el mal camino”; y no cabe duda de que existen trayectos en la vida que, una vez recorridos, nos enfrentan con situaciones que son irreversibles y con otras que sólo muy difícilmente pueden ser “revertidas”, con grandes esfuerzos y soportando daños. Algunas de nuestras equivocaciones “grandes” tienen efectos inmediatos. Esto sucede, por ejemplo, cuando el conductor de un automóvil piensa que podrá adelantarse al camión que obstruye su paso, pero calcula mal y en un instante ocurre un desastre irreparable. Otras veces, quizá las más frecuentes, los efectos de nuestros grandes errores se evidenciarán más tarde, tal vez muchos años después de haber cruzado algún umbral sin retorno. No existe una línea en el piso que nos indique cuál será la zona de la que, una vez ingresados, ya no se podrá volver.

Comencemos por decir que el bienestar en nuestra vida es, en su mayor parte, inconsciente, porque, hasta donde sabemos, la conciencia –como el pensamiento– sirve a la necesidad de resolver dificultades. De modo que, cuando cobramos noticia y pensamos acerca de lo que solemos llamar nuestra realidad, lo hacemos porque esa realidad nos hiere y sentimos la necesidad de hacer algo con ella. Así y por este motivo, nace frente a la realidad lo ideal, como un “dibujo” de aquello en lo cual queremos que lo real se transforme. La forma más común en que lo ideal se diseña es mediante el simple expediente de “contrariar” a nuestro malestar, construyendo una contrafigura mental que surge de la inversión de sus términos. Pero, como es obvio, la realidad es mucho más de lo que nuestro malestar registra; y los “proyectos”, con los cuales la estructura racional de nuestra mente puede intentar mejorar la realidad del mundo, surgen de mapas inevitablemente incompletos y de procedimientos que simplifican la complejidad de lo real. Por esta razón, pudo decir Ortega que el peor castigo para un idealista sería condenarlo a vivir en el mejor de los mundos que él es capaz de concebir. Y por esta misma razón, podemos agregar que el uso desmedido de nuestros principios “de acción”, en último término morales –aun en el caso de que se trate de los mejores principios–, nos coloca en el riesgo de funcionar en la zona en que se destruye la vida.

No cabe duda de que la mayor parte de las cosas que tememos nunca ocurren, y tampoco cabe duda de que la vida está llena de cosas que son imprevisibles. Sólo tendrá sentido, entonces, que abordemos el tema de nuestros grandes errores, si algo podemos decir acerca de algunos motivos que muy frecuentemente nos conducen a ellos. No me refiero, claro está, a los motivos en los que pensamos cuando decimos a nuestros hijos que miren con cuidado antes de cruzar la calle, ni a lo que pensamos cuando damos consejos a un amigo que no se atreve a buscar un trabajo más satisfactorio. Se ha dicho más de una vez que el que necesita un buen consejo casi nunca puede aceptarlo, y que el que está en condiciones de aceptarlo seguramente no lo necesita. Tampoco me refiero al “vicio” –muy dañino– que todos, en alguna medida, compartimos y que los ingleses resumen en la expresión wishfull thinking, que consiste en dejarnos llevar por la tendencia que nos conduce a pensar que las cosas son, o seguramente serán, como nos agradan que sean. Es un vicio que actúa cuando, contrariando nuestros mejores criterios, preferimos negar las consecuencias de las decisiones que deseamos asumir para ahorrarnos “fácilmente” un duelo. Me refiero, en cambio, a los motivos “de fondo”, motivos que muestran que nuestros grandes errores no suelen ser el producto de una equivocación aislada. Sino que, por el contrario, son “tendencias” que surgen como si fueran “verdaderas necesidades” cuando “somos malpensados” por pensamientos y afectos arraigados en nuestro carácter, pensamientos y afectos “prepensados” que usamos “sin pensar” y que muchas veces, para colmo, coinciden con los que el consenso avala. De modo que, si a veces ocurre que “somos malpensados” por prejuicios que conforman nuestra vida y que sin pensar “usamos”, muchas de esas veces se trata de prejuicios que el entorno nos contagia porque nuestro sistema “inmunitario” mental, incautamente, los tolera “en simpatía”.

Freud señaló que la historia de las ideas, en las últimas centurias, nos ha conducido a tener que tolerar varios “agravios” acerca del valor que asignamos a nuestra importancia en el cosmos. El primero surgió de la revolución copernicana, que desplazó a la tierra del centro del universo, mostrándonos que es solamente un pequeño planeta que gira en torno de una estrella de poca magnitud en el borde de una de las tantas galaxias. El segundo agravio fue un producto de la labor de Darwin, que destruyó nuestra ilusión de ser la superlativa obra maestra de una creación divina, insertándonos en una evolución biológica que se desarrolló en diversas direcciones. El tercero surgió del psicoanálisis, que nos revela que, muy lejos de suceder como creemos –que gobernamos el timón de nuestra vida a partir de pensamientos que son conscientes, voluntarios y racionales–, actuamos conducidos por un conjunto de motivaciones inconscientes que ignoramos. Si coincidimos con lo que ha dicho Freud, debemos aceptar también que una cosa es que nuestra razón acuerde con el pensamiento que acabamos de citar, y otra cosa muy distinta es poder creerlo hasta llegar al punto en que, sintiendo la importancia de las fuerzas inconscientes, adquirimos una nueva prudencia.

Recordemos las palabras de Gandhi, que resultan mucho más conmovedoras cuando tenemos en cuenta que la mayor parte de nuestros pensamientos son inconscientes: “Cuida tus pensamientos, porque se trasformarán en actos, cuida tus actos, porque se trasformarán en hábitos, cuida tus hábitos, porque determinarán tu carácter, cuida tu carácter, porque determinará tu destino, y tu destino es tu vida”. Freud decía que se comienza por ceder en las palabras y se termina por ceder en las cosas. Muchas de las veces que actuamos conducidos por pensamientos erróneos, que “se han transformado” en automatismos habituales que “contienen” esos pensamientos implícitos, nuestros actos transcurren sin que tengamos noticia de consecuencias muy graves; pero esos mismos pensamientos, en otras circunstancias o algunos años más tarde, podrán ocasionar grandes daños.

Tratar de comprender el porqué de nuestras equivocaciones grandes nos enfrenta, a primera vista, con un inventario interminable de los motivos más diversos. Pero, los seres humanos, aunque nos identificamos por nuestras diferencias, nos diferenciamos a partir de una estructura común que es el producto de una evolución de milenios. Nos gestamos y nacemos de una misma manera, nos alimentamos con las mismas sustancias, estamos constituidos con los mismos órganos, nos animan deseos y temores parecidos, y nuestro carácter se establece a partir de procesos similares. Gracias a nuestras semejanzas, nos reconocemos hasta el punto de llamarnos semejantes, y por obra de nuestra común constitución podemos comunicarnosy entendernos.

Cuatro gigantes del alma

Hace ya muchos años, un conocido psiquiatra español, Emilio Mira y Lopez, escribió un atractivo libro titulado Cuatro gigantes del alma. Se refería al miedo, la ira, el amor y el deber. La idea de que hay gigantes en el alma cautivó mi espíritu juvenil de entonces, porque los gigantes son seres animados por una vida propia. Un gigante, además, impresiona por su fuerza. Una fuerza frente a la cual nos sentimos inermes como un niño pequeño frente a la magnitud de sus padres. Pero, también la idea de gigante convoca, mitológicamente, la condición inquietante de una anormal monstruosidad que, para colmo, a veces opera en la sombra. Hoy, influido por los años dedicados al ejercicio de la psicoterapia, pienso que el miedo, la ira, el amor y el deber no constituyen el mejor paradigma de los gigantes del alma. Pienso, en cambio, que entre los que nos habitan sobresalen otros cuatro: la rivalidad, los celos, la envidia y la culpa.

Hace ya algunos años, en 1986, escribí ¿Por qué enfermamos?. Hace poco, intentando comprender qué cosas nos enferman, escribí Las cosas de la vida, comprendiendo que lo que de la vida nos enferma, siempre forma parte de aquello que de la vida nos importa. Pero las cosas, decía Antonio Porchia, son como caminos, y son como caminos que sólo conducen hacia otros. De modo que la pregunta acerca de por qué enfermamos condujo, por ese sendero, a que nos preguntemos por qué nos equivocamos tantas veces en nuestra manera de vivir la vida. Y allí, dentro de ese interrogante, fue creciendo la figura de los cuatro gigantes del alma que recién mencionamos. No cabe duda de que los cuatro colosos que se reparten nuestro ánimo en las horas de penuria son afectos, y es necesario que nos preguntemos cuál es su origen, cuál es la sustancia que los constituye y cuál es el alimento que nutrió su crecimiento.

Podemos ser víctimas de nuestros propios motivos

En los próximos capítulos, nos ocuparemos de esos cuatro gigantes y luego dedicaremos la segunda parte de este libro a relatar algunos casos acerca de los que podríamos decir, exagerando un poco, que fueron incautamente sus víctimas. Es claro que, al decirlo de esta manera, hacemos uso de un modo de concebir el destino que, en primera instancia, parece dejar de lado que las personas en cuestión pueden ser vistas como actores que han intervenido en el drama que “les acontece”. Pero, cuando los describimos como víctimas, nuestra intención se dirige a subrayar que, dado que los motivos que conducen la vida –cuando han sido reprimidos– operan muy lejos de la conciencia, solemos comportamos como seres inermes que contemplan impotentes las vicisitudes dramáticas que los aquejan.

No hablaremos esta vez, sin embargo, de personas que hemos visto en calidad de pacientes. Utilizaremos la intuición que caracteriza a los grandes realizadores artísticos y nos ocuparemos de los seres humanos que hemos visto vivir en el cine y que nos han conmovido precisamente porque, en alguna medida, podemos identificarnos con ellos. La experiencia obtenida en el ejercicio de la psicoterapia nos permite afirmar que las historias que hemos elegido, aunque son “de película”, son en lo esencial absolutamente verosímiles. Vargas Llosa se ha ocupado de este importante tema, la verosimilitud de la ficción, en un libro que precisamente ha titulado La verdad de las mentiras. El requisito de la verosimilitud puede considerarse razonablemente satisfecho si el lector, además deotorgarnos, en principio, una cuota de confianza, recurre a su propia experiencia de vida. Y la idea de presentar estos “casos”, que no fueron personas que nos han consultado sino personajes de la ficción literaria, posee una ventaja indudable porque permite, a quien así lo desee, entrar “en contacto” con esos personajes que usamos como ejemplos, viéndolos vivir en el filme.

El modo en que relataremos las historias que integran la segunda parte de este libro tomará una forma que deriva del contacto que establecemos cuando ejercemos nuestra profesión de psicoterapeutas. Dedicamos nuestro esfuerzo, desde hace ya muchos años, a realizar un tipo de estudio que denominamos patobiográfico, que se sustancia en unos 45 días y que realizamos con el concurso de un equipo de psicoterapeutas y de colegas de distintas especialidades. Mediante ese estudio, procuramos relacionar el motivo de la consulta y la evolución de sus trastornos, se trate de una afección que altera sus órganos o de una dificultad en la prosecución de su vida, con lo que las vicisitudes en la biografía del paciente nos enseñan acerca de su crisis actual. Durante este tipo de tarea, nuestra interpretación intelectual de los datos que el paciente aporta se completa con la consideración de lo que nuestra resonancia afectiva (el conjunto de simpatías y antipatías que el psicoanálisis denomina contratransferencia) nos permite comprender, acerca de los sufrimientos y las dificultades que aquejan al paciente y acerca de la forma en que tiende a establecer sus relaciones en su convivencia cotidiana. Mencionamos aquí estas circunstancias porque, cuando nos aproximemos a las historias que configuran el drama de los personajes cinematográficos que presentaremos, nos acercaremos a ellos como si se tratara de personas que han acudido a nuestro consultorio; y lo haremos utilizando no sólo lo que hemos aprendido en nuestra práctica psicoterapéutica ejercida con el encuadre habitual, sino también lo que las patobiografías realizadas nos han aportado.

Cuando un paciente nos consulta por algo que lo aqueja, siempre nos relata –o nos expresa a través de sustitutos– acontecimientos actuales. Acerca de esos acontecimientos que comprometen sus afectos actuales, podemos decir, en primer lugar, que se trata de sucesos en los cuales vemos repeticiones de modelos de acción que forman parte del carácter y que están determinados por otros acontecimientos anteriores que, por lo general, ocurrieron en la infancia. En segundo lugar, aunque no menos importante, los acontecimientos a los cuales nos referimos constituyen siempre “historias” cuyos personajes aluden, directa o indirectamente, a las personas más significativas en la vida del paciente. Sin embargo, lo que nos interesa subrayar en este momento es que, durante la consulta, esos “personajes del relato” van cobrando cada vez más, en nuestras mentes, la “carne” de la vida; hasta el punto en que, con mayor o con menor grado de conciencia, entramos en una relación emocional con ellos. Solemos descubrir, entonces, una parte de sus vidas que nuestro paciente conscientemente ignora, pero inconscientemente sabe. Si volvemos ahora a nuestros “personajes de película”, ya no nos puede sorprender que, a pesar de que elegimos “vivir la historia” desde uno de ellos como si de un paciente nuestro se tratara, nos ocurra lo mismo que al director del filme: “vemos” una parte de la vida del protagonista en los hechos que viven los personajes de su entorno y que nuestro “principal actor” aparentemente ignora. Por último, aclaremos que, tal como ocurre cuando un paciente nos cuenta algo que ha pasado y “presenciamos” el suceder de las escenas de la historia que nos narra, describiremos los sucesos que se enhebran en el drama vivido por nuestro personaje de ficción como lo hemos visto en el cine, en un continuo presente.

Acerca de pensamientos y emociones

Debemos ocuparnos todavía de plantear una cuestión. Los afectos, decía Freud, son el producto de una disposición congénita que todos compartimos. El proceso que configura la conmoción vegetativa que llamamos emoción es un acontecimiento cuya configuración, típica y universal, se conformó en el remoto pasado filogenético de un modo acorde con los fines que la situación, en aquel pretérito, justificaba. Así, cuando se trata de la ira, por ejemplo, que en el pasado se tramitaría casi seguramente mediante una pelea, se comprende que forme parte de ese afecto un aumento de la circulación sanguínea muscular y cerebral. Si tenemos en cuenta que el pensamiento se constituye como el ensayo “mental” de una determinada acción, no cabe duda entonces de que todo afecto lleva implícito, en la forma particular que lo constituye, un pensamiento “prepensado”, un pre-juicio antiguo e inconsciente que en el presente actual es anacrónico, cuando los fines a los cuales el afecto apuntaba ya no se justifican hoy. Sin embargo, señalaba Freud, el afecto adquiere en la actualidad una justificación secundaria, en la medida en que cumple una función importantísima en el proceso de comunicación.

La neurología, enriquecida en nuestros días por el conjunto de conocimientos que se reúnen con el nombre de neurociencias, nos enseña que el sistema nervioso se estructura en niveles jerárquicos de complejidad creciente. Desde los trabajos de Paul Mc Lean se sostiene, por ejemplo, que el cerebro humano se encuentra constituido por tres formaciones de distinta edad evolutiva: el arquiencéfalo o cerebro reptil, que coordina y gobierna las funciones fisiológicas básicas de la vida vegetativa, como la respiración y el metabolismo; el paleoencéfalo o cerebro roedor, que rige el mundo emocional primitivo; y el neoencéfalo que establece, modula y organiza las funciones sensoriales y motoras más complejas en la interrelación con el entorno. En la última década, asistimos al descubrimiento de neuronas “espejo” que cumplen la función “premotora” de “imitar” una acción observada, sin realizarla. Desempeñan una importante función en el aprendizaje del lenguaje mediante la imitación de los movimientos de los labios y la lengua, pero además, cumplen otras funciones importantes. Se excitan en la contemplación del sufrimiento ajeno y son los representantes neurológicos de las identificaciones concordantes y complementarias que fundamentan la simpatía o la antipatía. Su función “establece” el territorio del “como-si” del cual surge la metáfora y, en la medida en que representan la capacidad para adoptar los puntos de vista de otro ego, pueden ser contempladas como determinantes de la ética.

La psicología cognitiva y el psicoanálisis equiparan los “niveles” de la organización nerviosa con distintos estratos, en los cuales los procesos se representan mutuamente. De modo que nuestro psiquismo se constituye como una laberíntica galería de espejos en los que los acontecimientos “mentales” se reflejan en “especulaciones” que re-presentan a las cosas y a sus relaciones, y vuelven a re-presentar a las representaciones mismas, en distintos grados de abstracción. Lo que denominamos pensamiento se encuentra constituido por esas especulaciones que adquieren a menudo las características de la metáfora. Emmanuel Lizcano ha escrito recientemente un hermoso libro titulado Las metáforas que nos piensan, en el que se ocupa, precisamente, de la insospechada influencia que tales pensamientos implícitos ejercen en nuestros procesos intelectuales conscientes. Demás está decir que la mayoría de esos procesos “de reflexión” trascurre de manera inconsciente para nuestra conciencia habitual; de modo que puede sostenerse que vivimos estructurados y habitados, con-formados, por innumerables pensamientos que hemos pensado en nuestra infancia olvidada o que jamás hemos pensado en nuestra vida individual. Se trata de pensamientos implícitos en la construcción de nuestros órganos, en la configuración de nuestras emociones, en la determinación de nuestros actos y, también, en la manera en que, sin pensar conscientemente, “pensamos” acerca de nosotros mismos, acerca del mundo en el cual vivimos y acerca de nuestros semejantes, conformando los vínculos que establecemos con ellos. David Bohm, que desarrolla ampliamente este tema en el libro Thought as a System, nos habla de reflejos condicionados por la memoria y los hábitos. Tales “reflejos”, que se configuran como movimientos o como actitudes, son también representaciones, es decir, son interpretaciones mejor o peor logradas, pero siempre “incompletas”, de una realidad que como tal será siempre algo más de lo que acerca de ella se puede pensar.

Primera Parte

Cuatro gigantes del alma

Capítulo IILa rivalidad

Competitividad y competencia

De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, un “rival” es la persona que compite con otra pugnando por superarla o por obtener una misma cosa. La “rivalidad”, en cambio, es la enemistad producida por esa contienda. El Diccionario Etimológico de Corominas señala que la palabra deriva de “río” y se refiere, en sus orígenes, a una actitud de disputa por la posesión del agua en el morador de un predio contiguo a un río con respecto al que mora en la otra ribera. Queda claro entonces que, aunque la rivalidad se manifiesta en una conducta, lleva implícito un sentimiento de enemistad, cuyas características particulares quedan bien establecidas en la definición del término y en su origen etimológico. Antes de proseguir, aclaremos que la palabra “competencia”, utilizada para referirse a la disputa que el que “compite” entabla por rivalidad, también denota pericia, aptitud e idoneidad para hacer algo o intervenir en un determinado asunto que de este modo le “compete”, corresponde o incumbe al que posee esa pericia. La palabra “competitividad”, en cambio, señala inequívocamente la capacidad y la disposición para la contienda que se establece por obra de la rivalidad.

Hay pues una aversión, un odio y una hostilidad que son particulares y propios de una determinada situación, y para resumir y referirnos a la particularidad de esos sentimientos que son característicos, usamos el término “rivalidad”. Si bien la rivalidad puede comprenderse, hasta un cierto punto, en aquellas situaciones en las cuales la tendencia a la autoconservación conduce a una lucha que busca asegurar la existencia propia, no cabe duda de que también funciona en aquellas otras situaciones en donde los bienes abundan y es completamente innecesario disputarlos. Freud fundamenta la rivalidad en la existencia de los celos, los cuales a su vez nacen por obra de un “complejo”: el Complejo de Edipo, que se estructura en una situación “triangular” dentro de la cual dos personas se relacionan excluyendo a una tercera. Nos ocuparemos de los celos en el próximo capítulo, pero, aunque muchas veces la rivalidad se apoya en ellos, hay otras que nos permiten comprobar que posee, independientemente de los celos, una existencia propia.

La selección natural del más apto

Darwin acude en nuestra ayuda con su teoría acerca de la evolución de la vida. Explica el origen de las especies como una consecuencia de cambios genéticos accidentales, sobre los cuales una continua lucha por la existencia “selecciona naturalmente” la supervivencia del más apto. De este modo, la rivalidad se explica simplemente como una manifestación de la adaptación a la presión ejercida por la selección natural. A pesar del rechazo inicial con que la teoría de Darwin fue recibida, logró un lugar indiscutido en el edificio de la ciencia, gracias a que parecía poder explicar el espléndido desarrollo de la complejidad de la vida como una consecuencia de la intervención de fuerzas “naturales” desprovistas de “intencionalidad”. La vida está llena de acontecimientos que avalan la tesis de Darwin. Basta mencionar, como dos grandes ejemplos, la existencia del depredador y la presa en la cadena alimentaria de los seres vivos, y la demarcación del territorio que establecen los individuos de algunas especies apropiándose de un espacio que defenderán con ahínco. Es inevitable interpretar, desde este punto de vista, la impresionante conducta del león que, luego de triunfar en la lucha que lo convierte en el nuevo jefe de la manada, no sólo dispone de las hembras, sino que mata a todos los cachorros que provienen del jefe anterior. Sin embargo, una contemplación más atenta de la trama de la vida en su conjunto nos enfrenta con la insuficiencia de la teoría de Darwin.

Gordon Rattray Taylor, en un bien documentado libro El gran misterio de la evolución, expone las razones, sustentadas por numerosos autores, por las cuales la selección natural –aun admitiendo que su operación demande millones de años– no alcanza para explicar la complejidad de las formas orgánicas, su repetición en especies que provienen de ramas evolutivas diversas (como ocurre con el ojo del hombre, similar al del pulpo), ni las relaciones funcionales que se observan entre distintas especies (como ocurre con la fecundación de las flores por medio de los insectos que liban el néctar ofrecido a tal fin). Entre los numerosos autores que sostienen enfáticamente que en el mundo biológico la cooperación predomina por sobre la contienda competitiva, podemos señalar a Lewis Thomas y a Lynn Marguliz, que desarrollaron disciplinas distintas. Lewis Thomas, Presidente del Memorial Sloan Kettering Cancer Center en Nueva York y miembro de la Academia de Medicina, ha expuesto con elocuencia sus argumentos a favor de la existencia de un predominio de la cooperación en la trama de la vida, en dos libros que ofrecen muchas ideas valiosas: Las vidas de la célula y La medusa y el caracol. Lynn Marguliz escribe junto con su hijo Dorian Sagan el libro Microcosmos, donde traza una hipótesis que recapitula cuatro mil millones de años de la evolución biológica y nos muestra que los organismos más complejos surgen de la simbiosis y de la colaboración entre los seres vivos, que se integran de ese modo en un ecosistema.

Jeremey Rifkin realiza un penetrante análisis de nuestra situación actual en El siglo de la biotecnología, un libro que, integrando informaciones que provienen de muy distintos sectores de la ciencia, de la tecnología y de la cultura, nos conduce a conclusiones conmovedoras. Allí, Rifkin sostiene, apoyándose en argumentos elocuentes de otros autores, que las ideas de Darwin acerca de la evolución biológica –como el producto de una contienda “militar” sin cuartel– resultaron sumamente atractivas para la época dentro de la cual surgieron. Se prestaban admirablemente para sustentar los ideales de competitividad territorial, nacional, de raza o de clase, que se consolidaron como valores a partir de la revolución industrial en la sociedad británica que constituyó el mundo de Darwin. Konrad Lorenz, el insigne zoólogo austríaco, en una presentación acerca de la enemistad de las generaciones publicada en el libro Play and Development de Jean Piaget, Konrand Lorenz y Eric H. Ericsson, (editado por Grijalbo en castellano) se interna en consideraciones acerca de la genética y de la cultura que trascienden ampliamente la tesis darwiniana y nos iluminan las relaciones existentes entre la crisis actual de los valores morales, inquietantemente progresiva, y las formas de regresión de la cultura, que se manifiestan en fenómenos aparentemente tan disímiles como las conductas que llamamos asociales y el crecimiento canceroso.

No cabe duda de que la competitividad, en nuestros días y en las postrimerías de la era industrial, aún goza del beneplácito de los pueblos y de los gobiernos, ya que se considera que constituye un poderoso motor del desarrollo, de modo que suele quedar confundida con la competencia. Es cierto que la competitividad, surgida del afecto que caracterizamos como rivalidad, motiva y estimula el progreso, pero no es menos cierto que hay estímulos mejores. La rivalidad, como motivación, conlleva aspectos negativos que, además de innecesarios, pueden ser contraproducentes para el desarrollo, porque se trata de una motivación que se agota cuando el rival fracasa.

Los motivos que surgen de las funciones orgánicas

Si queremos comprender mejor cómo se conforma la íntima arquitectura del sentimiento de rivalidad, conviene que nos adentremos unos pocos pasos en la teoría con la que Freud interpreta sus descubrimientos. Sostiene que cada órgano produce, durante su función, una cuota de excitación que se descarga normalmentedurante el ejercicio de esa misma función. Sostiene también que si esa excitación se acumula más allá de un cierto límite, genera displacer y que la descarga de esa excitación acumulada es placentera. Afirma que la actividad genital puede descargar la excitación acumulada en otros órganos, y que éstos pueden descargar la excitación genital acumulada. A partir de allí, Freud decide sostener (de una manera que la incomprensión del entorno intelectual de su época considera exagerada y escandalosa) que todo placer corresponde a la descarga de una única energía vital: la libido, de naturaleza “sexual”, aunque no necesariamente genital. Las diferencias cualitativas del placer corresponden, entonces, a la particularidad de las funciones de los distintos órganos; de modo que así como existe un placer o una libido de cualidad genital, existe un placer, en el ejercicio de otras funciones, dotado con una cualidad que es propia y particular de cada uno de los órganos implicados. Lo importante es que la excitación acumulada puede transferirse de un órgano a otro conservando parte de su cualidad, en un proceso particular de transferencia que el psicoanálisis denomina: erotización. Así, durante el crecimiento y el desarrollo, se recorren distintas etapas durante las cuales los órganos, cuyas funciones predominan, imponen su modalidad cualitativa a la descarga de la excitación. Se configuran, de este modo, distintos tipos de descarga o de libido, que adquieren primacía en distintas etapas de la evolución que acompaña al crecimiento.

La teoría psicoanalítica ha identificado tres etapas o primacías principales en la evolución de la libido, etapas que denomina: oral, anal y genital. A cada una de ellas la divide en dos: una primaria y otra secundaria. Las funciones de succión y masticación caracterizan respectivamente a las primacías orales primaria y secundaria. La expulsión caracteriza a la primera etapa anal, y la retención, a la segunda. Durante la primacía genital, se reconocen una primera etapa fálica, y una segunda que marca el punto final de la evolución libidinosa, y acerca de la cual se ha dicho que es “receptiva” o “vaginal” en hombres y mujeres. Los sentimientos de rivalidad y la conducta que les corresponde surgen cuando la libido genital,propia de la primera etapa fálica, alcanza la magnitud suficiente para generarlos; y esto sucede, en su forma más típica, dentro de una situación caracterizada por un conjunto de fantasías inconscientes que transcurren asociadas y que Freud caracterizó con el nombre “Complejo de Edipo”.

El falso privilegio del padre