Obras completas de Luis Chiozza Tomo XVIII - Luis Chiozza - E-Book

Obras completas de Luis Chiozza Tomo XVIII E-Book

Luis Chiozza

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Los antiguos distinguían tres formas de la sabiduría: el saber intelectual, lo que se capta de lo que se dice (scire), el saber emocional, lo que se ha saboreado alguna vez (sapere) y el saber consolidado, que se ha experimentado (experire). Vemos allí las diferencias entre "explicar" (aunque no se pueda comprender o creer), "comprender" (aunque no se pueda creer o explicar) y "creer" (aunque no se pueda explicar o comprender). Son tres maneras que suelen ser simbolizadas por el cerebro, el corazón y el hígado, y que iluminan algunos desequilibrios de la inteligencia que constituyen trágicos puntos de urgencia de nuestra época. Identificamos al hombre "frío", que "no tiene corazón", al intelectual apasionado que "le faltan hígados" para afrontar la realidad, y al hombre de buen corazón, esforzado y confiable, que "tiene poca cabeza" y vive inmerso en innumerables problemas. Cuando un ser humano "suelta su corazón" y se enamora "sin usar la cabeza", es muy posible que no "le alcance el hígado" para lidiar con la realidad. Shakespeare hace decir a su Próspero que estamos hechos de la sustancia de los sueños. Esa sustancia de la cual estamos hechos, la "cuota" de "psicología" que constituye nuestras vísceras, la materia de nuestros órganos que es alma sin dejar de ser materia, es un enorme reservorio de alma del cual nuestra conciencia sólo conoce una minimísima parte. Cuando el Prometeo de Esquilo dice: "Fui el primero en distinguir entre los sueños aquellos que han de convertirse en realidad", vemos, en cambio, el camino de los sueños que pugnan hacia su materialización. ¿Pero cómo distingue Prometeo los sueños que han de convertirse en realidad si no es a través de la importancia con que gravitan en su ánimo? Allí nos encontramos con la sabiduría de Pascal: "Hay razones del corazón que la razón ignora".

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Luis Chiozza

OBRAS COMPLETAS

Tomo XVIII

Corazón, hígado y cerebro

Tres maneras de la vida

(2009)

Chiozza, Luis Antonio

Corazón, hígado y cerebro : tres maneras de la vida . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-599-253-5

1. Medicina. 2. Psicoanálisis.

CDD 610 : 150.195

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

Obras Completas, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Corazón, hígado y cerebro

Tres maneras de la vida

(2009) | 8

Prólogo y epílogo | 10

Primera parte

La conciencia del cuerpo y la conciencia del alma

Capítulo I El cuerpo y el alma | 18

Dos aspectos de la vida | 18

La relación entre los dos aspectos de la vida | 21

Capítulo II Físico y psíquico como cualidades de un mismo organismo | 27

La culminación de una postulación freudiana | 27

Las desventuras del concepto “especificidad” | 31

Las fantasías específicas, las metas pulsionales y las funciones fisiológicas | 34

La desestructuración de los afectos | 36

Capítulo III Hacia una definición de la conciencia | 39

La conciencia del psiquismo inconciente | 39

Acerca de la información y del significado | 41

El desarrollo de una Biosemiótica | 44

La noticia de un significado | 49

Capítulo IV Acerca de los modos de ser de la conciencia | 53

La comprensión de un mensaje | 53

La evolución de la conciencia | 56

Paradigmas de la biología celular | 60

La estratificación de la conciencia | 63

Acerca de las distintas formas de conciencia | 66

Segunda parte

El psicoanálisis que transcurre “entre” el cuerpo y el alma

Capítulo V Acerca del corazón | 72

El significado del órgano | 72

Acerca del recordar y el presentir | 74

El ritmo marcapaso de la vida | 75

La nobleza del corazón magnánimo | 78

Los orígenes afectivos del valor | 79

Capítulo VI El tiempo primordial | 84

Identidad y oposición entre recuerdo y deseo | 84

La nostalgia, el anhelo y la ansiedad | 87

El tiempo desde una perspectiva revertida | 90

Capítulo VII Acerca del hígado | 93

La parte del alma que “habita” en torno al hígado | 93

El proceso alimentario | 95

El hígado como “central” endodérmica | 97

Las fantasías hepáticas | 99

Capítulo VIII La gesta prometeica | 102

Acerca de sueños y de mitos | 102

El fuego de los dioses | 104

La materialización de “las ideas” | 106

El ingreso a la vida extrauterina | 108

La amargura de la envidia impotente | 110

El destino de una pasión envenenada | 114

El duelo por los ideales que no se materializan | 118

En el fondo sólo queda la esperanza | 121

Capítulo IX Acerca del cerebro | 124

La culminación de un sistema | 124

La actividad neuronal | 125

El eje cerebroespinal | 131

El tronco encefálico | 134

El extremo cefálico | 136

Los tres cerebros encefálicos | 139

El cerebro intestinal | 141

Capítulo X La organización de la conciencia | 145

Las fantasías cerebrales | 145

Sensación, percepción y evocación concientes | 148

Acerca del pensar y del sentir | 152

Las funciones de la conciencia | 158

Las categorías que la conciencia humana establece | 159

Tercera parte

El corazón tiene razones que la razón ignora

Capítulo XI En el espacio imaginario del alma | 165

La formación del afecto | 165

Oscilando entre el cuerpo y el alma | 168

El modo de ser (pático) de aquello que “no es” | 170

El mundo pático | 172

La inquietud del pentagrama pático | 175

Capítulo XII Las “razones” del corazón | 181

El contenido de la “jaula” pática | 181

Los sistemas que gobiernan las emociones básicas | 183

Hacia una clasificación psicoanalítica de los afectos | 186

La angustia, la desolación y la descompostura | 190

Los cuatro gigantes del alma | 192

Cuarta parte

Distinguir entre los sueños los que han de convertirse en realidad

Capítulo XIII Idea y materia | 198

Crecimiento, procreación y sublimación | 198

La realidad psíquica y la realidad material | 204

La distinción entre forma y sustancia | 206

El trecho del dicho al hecho | 209

Capítulo XIV La doble polaridad de lo sagrado | 213

El Superyó “visual” ideal | 213

Angelical y demoníaco | 215

Quinta parte

Estamos hechos de la sustancia de los sueños

Capítulo XV El “lugar” de la representación simbólica | 221

Operación del principio de la pars pro toto | 221

Las tres manos de la conciencia humana | 224

La función fundamental de la conciencia | 226

La necesidad de una representación topográfica | 229

La confluencia de las dos hipótesis fundamentales | 232

Capítulo XVI Conocimientos y valores | 238

La conciencia que conoce | 238

Los dos significados de la palabra “conciencia” | 239

La conciencia moral | 241

Índice de autores citados | 244

Las fantasías cerebrales

(2009) | 251

Las Fantasías Cerebrales | 252

Presencias y representaciones | 252

Relación de significación | 256

Las fantasías específicas | 258

Acerca de la conciencia | 265

Sujeto y objeto | 268

Relación entre el significado y la vida | 270

La estratificación de la organización de la conciencia | 272

La fantasía específica cerebral | 275

Corazón, hígado y cerebro

Tres maneras de la vida

(2009)

Referencia bibliográfica

CHIOZZA, Luis (2009) Corazón, hígado y cerebro. Tres maneras de la vida

Prólogo y epílogo

En 1980, en un trabajo titulado Corazón, hígado y cerebro. Introducción esquemática a la comprensión de un trilema. (publicado en el IV tomo de Luis Chiozza Obras Completas), abordaba un tema que después de la aparición, en 1997, del libro de Daniel Goleman Inteligencia emocional, alcanzó amplia difusión. Sostenía entonces que la inteligencia no es un producto simple de la operatividad del pensamiento racional, dado que en ella contribuyen de manera significativa el sentimiento y la voluntad. Allí decía que “Si lema es el título o epígrafe que resume o condensa el tema al cual se consagra o dedica el argumento, y dilema es la disyuntiva problemática que se crea ante la coexistencia de dos lemas en el norte de una vida, el he­cho de que sepamos de distinto modo con el hígado, con el corazón y con la cabeza, constituye cotidianamente nuestro más fundamental trilema”. El trabajo comenzaba señalando que “La existencia física y la función fisiológica del sistema nervioso llevan implícitas fantasías inconcientes específicas. El Proyecto de una psicología para neurólogos, es­crito por Freud, parece constituir, hasta ahora, el conjunto de ideas que más nos aproxima al descubrimiento de esas fantasías. Esas ideas, a pesar de lo que pudiera creerse teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, no necesitan tanto ser reconsideradas a la luz de la neurología moderna, como necesitan ser sometidas a un examen cuidadoso con el fin de poder restituir a su lugar específico primordial la ‘cuota’ de ‘psicología’ que corresponde a las otras estructuras orgánicas, las que no forman parte del sistema nervioso, ni aun del que llamamos vegetativo, autónomo o visceral”. Esta preocupación por la “cuota” de “psicología” que corresponde a las otras estructuras orgánicas fue lo que guió nuestra vocación médica y nuestro trabajo desde sus inicios y es tal vez la parte más original y más discutida, que el lector encontrará en las páginas que componen este libro.

Diez años antes, en 1970, sostenía que si tanto el proceso primario, mágico, como el proceso secundario, lógico, son modos de funcionamiento de la conciencia que intenta aprehender lo inconciente, los nuevos conocimientos de las ciencias y las artes, y la actual “familiaridad” con lo inconciente, nos hablan de un proceso de pensamiento “terciario” que se teje en la amalgama del primario y secundario y que marca un cambio intelectual en la cultura sólo comparable al que ocurrió cuando el ser humano progresó desde el predominio del pensamiento mágico hacia el predominio del pensamiento lógico. Durante el proceso terciario, agregaba, nuestro proceso primario “salta”, sin cuidarse de las leyes que fundamentan el juicio, de una línea de pensamiento a otra, y en varios puntos a la vez, en un modo aparentemente caprichoso que es “travieso” o lateral con respecto al camino del concepto. La metáfora, el símbolo, el pensamiento que llamamos creativo, nacen en esa amalgama de proceso primario y secundario que es la fuente del lenguaje, del teatro y del juego. Bateson, en Pasos hacia una ecología de la mente, sostiene que la inteligencia es algo más que racionalidad e incluye importancia y sentido. Escribe, por ejemplo, “Las for­mas de animales y plantas son transformaciones de mensajes”, “La anato­mía debe contener una analogía de la gramática, porque toda anatomía es una transformación de un mensaje material, que debe ser contextualmente formado”, “pensar en términos de historias (stories) debe ser comparti­do por todo psiquismo o psiquismos, tanto el nuestro como el del bosque de pinos o el de la anémona de mar”, “Contexto y pertinencia deben ser características no sólo de todo lo que llamamos conducta (esas historias que son proyectadas afuera en ‘acción’), sino también de todas aquellas historias internas, secuencias de la edificación de la anémona de mar. Su embriología debe ser algo así, hecho de la sustancia de las historias”.

En el trabajo de 1980 continuaba diciendo que “La inteligencia es una función que no puede ser concebida como un ejercicio separado del conjunto completo de la vida anímica. La inteligen­cia es un resultado del pensamiento racional, pero también necesita, para produ­cirse, que operen el sentimiento y la voluntad. El razonamiento establece diferencias y abstrae ideas, pero no hay inteligencia sin la posibilidad de otorgar importancias o valores, posibilidad que debemos asociar, en última instancia, al sentimiento y los afectos. Tampoco hay inteligencia si no existe la experiencia que se constituye en esa forma de saber que proviene de un haber-lo-realizado por haber-lo-querido, lo cual deriva de la volun­tad de concretar materialmente. Explicamos diferencias, o también las diferencias establecidas nos permiten explicar. Realizamos experiencias que a su vez nos permiten rea­lizar. Comprendemos importancias que nos permiten comprender. Podría­mos, esquematizando mucho, plantearlo de este modo: El pensamiento racional queda asociado con lo que llamamos ‘significado directo’ o idiomático, deducible de las leyes internas de las formas que estructuran un sistema, tal como ocurre con las palabras entendidas como parte de un código y con ese tipo de relación entre los signos que, por ser inequívoca, solemos denominar ‘matemática’. El sentimiento se vincula con el significado indirecto o ‘sentido’, que es también la significancia, la importancia, o el valor (y hasta la pertinencia) interpretable a partir de un contexto, tal como ocurre con la historia o las historias, y con las formas artísticas. La voluntad constituye las cosas, es decir establece los recortes del mundo perceptivo que queda así trabeculado en cosas (sustantivos), cualidades (adjetivos) y relaciones, por la fuerza de los actos que constituyen los motivos de las posteriores acciones. Así como el razonamiento define o nomina qué es lo que importa, y el sentimiento establece cómo (o cuánto) importa eso que es, la voluntad separa en el conjunto de lo existente los objetos de la necesidad, es decir, establece que sean para la física y para la técnica. El sentimiento, al ‘rellenar’ los objetos de importancia, ‘da peso’ al ocio del pensamiento tanto como al negocio de la voluntad”.

En el XXXI Simposio de nuestra Fundación, en enero de 2001, Gustavo Chiozza presentó el trabajo Volviendo a pensar sobre “corazón, hígado y cerebro”. Allí señala, muy atinadamente, que si bien el haber contemplado el componente emocional de la inteligencia enriqueció su comprensión, la importancia del haber incluido el componente “hepático” reside sobre todo en que se ha conformado de este modo un triángulo que permite observar “desde un vértice” las relaciones entre los otros dos. Así, señala Gustavo, las relaciones entre la razón y la emoción pueden ser contempladas desde la practicidad hepática, las relaciones entre las ideas y su concreción material, pueden ser contempladas desde la cordura cardíaca, y las relaciones entre lo importante y lo prácticamente útil, pueden ser contempladas desde la sensatez cerebral. La influencia que ejerce el vértice “observador” nos permitiría también comprender el hecho de que las relaciones entre los otros vértices se inclinen frecuentemente hacia el predominio de uno de los dos.

Suele decirse que un hombre no tiene corazón, que tiene poca cabeza, o que le faltan hígados, pero esto no significa, obviamente, que cuando le sucede una de estas tres cosas simbolizadas por una supuesta carencia en la capacidad de uno de esos tres órganos, los otros dos funcionen con pareja suficiencia. Muy por el contrario, el hombre que se caracteriza por un corazón mezquino, suele tener más hígados que cerebro o viceversa, y así sucede en la inmensa mayoría de los casos con las demás combinaciones. Es necesario reconocer, sin embargo, que en los modos del lenguaje lo que siempre se subraya es la carencia de uno de los tres. Así, identificamos al hombre “frío”, de “poco corazón”, al intelectual apasionado, que carente de hígado, fracasa en su contacto con la realidad, y al hombre de buen corazón, esforzado y confiable, que “por falta de cabeza” vive inmerso en innumerables problemas. Podríamos continuar por este camino señalando numerosos ejemplos entre los que nos ofrece el contacto con nuestros semejantes. Así cuando una mujer que se acerca a un hombre “usa la cabeza” antes de “soltar su corazón” podrá probablemente internarse en el amor sin grandes sufrimientos, pero si “suelta primero al corazón” y se enamora “sin usar la cabeza”, es muy posible que no “le alcance el hígado”, para lidiar con la realidad. Si buscamos ejemplos en un nivel más complejo, podemos decir que, en el terreno de la religión, la manera “cerebral” ofrece el significado directo de una parábola en la lectura de los símbolos con los cuales se la comunica, la manera “cardíaca” otorga la responsabilidad y el sentido de lo trascendente a la metáfora contenida en el “texto” religioso, y la manera “hepática” se revela en la capacidad para realizar genuinamente el sacramento. Pero la manera cerebral aislada no “ve” la parábola, sólo ve en ella lo absurdo de una superstición, la manera cardíaca aislada otorga su fe impotente a una metáfora convertida en dogma inalcanzable, y la manera hepática aislada ejecuta con eficacia un sacramento transformado en rito vacío o en sacrificio inútil.

Si tenemos en cuenta cuál es la función central de la inteligencia, así considerada, en una forma amplia que (como lo postulaba Bateson) constituye una actividad epistemológica inseparable de la vida que nos asombra con sus innumerables formas de “saber cómo” proceder, llegamos a la conclusión que (como lo expresamos en el subtítulo de este libro) corazón, hígado y cerebro (exponentes máximos de los desarrollos que derivan respectivamente del mesodermo, del endodermo y del ectodermo embrionarios) constituyen, más que los símbolos de tres lemas intelectuales distintos, los símbolos privilegiados de tres modos de proceder de la vida. Los antiguos distinguían entre tres formas de la sabiduría, lo que se sabe por lo que se dice (scire), que corresponde al saber intelectual, lo que se sabe por lo que se ha saboreado alguna vez (sapere), que corresponde al saber emocional, y lo que se sabe porque se lo ha experimentado muchas veces (experire), que corresponde al saber consolidado. No sólo vemos allí las diferencias entre lo que “se explica” (y a veces no se puede comprender o creer), lo que “se comprende” (y a veces no se puede creer o explicar) y lo que auténticamente “se cree” (y a veces no se puede explicar ni comprender), sino también las maneras simbolizadas por el cerebro, el corazón y el hígado, que pueden verse reflejadas en los tres cerebros encefálicos descritos por Mc Lean. También podemos encontrar una cierta correspondencia entre el corazón, el alma y el drama, entre el hígado, el cuerpo y el acto, y entre el cerebro, el espíritu y las metas trascendentes. Este modo del pensamiento, formando trípticos que mantienen correspondencias analógicas entre los elementos de una y otra trilogía, dado que sólo constituye una aproximación forzosamente inexacta, podría ser injustificada si no fuera porque arroja cierta luz sobre algunos desequilibrios y desarmonías de la inteligencia que constituyen trágicos puntos de urgencia de nuestra época.

Shakespeare hace decir a su Próspero que estamos hechos de la sustancia de los sueños, y estas palabras que han dado varias vueltas por el mundo, no hubieran sido tan repetidas si no fuera porque nuestra intuición se conmueve ante su profunda verdad. A veces decimos “esto no se me habría ocurrido ni en sueños”, con lo cual reconocemos que es allí, en los sueños, donde las partes más recónditas de nuestra existencia anímica, emprenden la aventura de aflorar en nuestra conciencia. Son esas partes anímicas recónditas, la sustancia de la cual estamos hechos, la “cuota” de “psicología” que constituye nuestras vísceras, la materia de nuestros órganos que es alma sin dejar de ser materia. Un enorme reservorio de alma del cual nuestra conciencia sólo conoce una minimísima parte. Esquilo ha puesto en boca de su Prometeo palabras que también son esclarecedoras: “Fui el primero en distinguir entre los sueños aquellos que han de convertirse en realidad. Vemos aquí el movimiento inverso, el camino de los sueños que pugnan hacia su materialización. Acude a nuestra memoria la famosísima sentencia de Calderón de la Barca, “la vida es sueño, y los sueños sueños son” y lo que Paul Valéry (en Eupalinos o el Arquitecto) hace decir a su Sócrates “he nacido siendo muchos y he muerto siendo uno solo”. Se hace presente de este modo a nuestro espíritu que la mayor parte de nuestra vida transcurre impregnada de sueños que no se realizan. Cuando Fedra pregunta a Sócrates “y qué se ha hecho de todos los otros”, éste le responde “Ideas”. ¿Pero cómo distingue Prometeo los sueños que han de convertirse en realidad si no a través de la importancia con que gravitan en su ánimo? Y así llegamos por fin, a encontrarnos con la sabiduría de Pascal: Gracias a “las razones del corazón que la razón ignora”.

Luis ChiozzaFebrero 2009

Primera parte

La conciencia del cuerpo y la conciencia del alma

Capítulo I El cuerpo y el alma

Dos aspectos de la vida

Cada uno de nosotros tiene, como una moneda, dos caras o, si se prefiere dos aspectos, dos apariencias. Uno, como la vida misma, puede contemplarse desde dos puntos de vista bien distintos. La vida, desde un vértice de observación, es algo que percibimos en algunas organizaciones naturales como un fenómeno particular, como una propiedad esencial que las caracteriza. Es una cualidad que los seres humanos compartimos con los representantes de otros “reinos”, como lo son, por ejemplo, los animales y los vegetales. Desde otro vértice la vida, nuestra vida, es algo que sentimos, hacemos y pensamos. De acuerdo con lo que sostiene Ortega y Gasset los griegos poseían dos palabras distintas para referirse a estas dos formas de la vida. A la primera la denominaban zoe, y a la segunda bíos. Tengo entendido que los alemanes, refiriéndose al cuerpo humano, hacen una distinción semejante cuando utilizan la palabra “Körper”, para designar al cuerpo “físico”, que se percibe como un objeto en el espacio, y la palabra “Leib”, para referirseal cuerpo que “origina” nuestras sensaciones.

Si prestamos atención al primero de los dos puntos de vista comprobamos que uno se percibe con los “cinco” sentidos, como percibe a los otros seres vivos y el mundo inanimado, ya que comparte con ellos las características físicas que conforman el mundo “objetivo” que se suele llamar “exterior”. Uno ocupa inevitablemente un lugar en el espacio (que ningún otro cuerpo puede ocupar al mismo tiempo) y le ocurren los efectos de las causas antecedentes que operan sobre él. Debemos añadir a “los cinco sentidos” algunas sensaciones que suelen llamarse “somáticas”, como las que corresponden al registro de nuestra posición del cuerpo en el espacio, mediante el registro de la posición de nuestros músculos y articulaciones, o las sensaciones de dolor, temperatura y vibración. Este tipo de sensación (habitualmente llamada somática y también propioceptiva), vinculada a la posición del cuerpo y a su relación con el entorno, recorre un trayecto en el sistema nervioso, y llega a un lugar en el encéfalo, totalmente diferentes de los que corresponden a las sensaciones que se originan en las vísceras y que suelen llamarse interoceptivas. Puede sostenerse que las sensaciones somáticas propioceptivas derivan, como el gusto, el olfato, el oído y la vista, de la percepción táctil. Tal vez convendría decidirse a utilizar la palabra “percepción” únicamente para los casos en que el registro de las cualidades sensoriales queda ligado a la “construcción” mental de un “objeto”, que puede ser el propio cuerpo, y que se ubica en el mundo y en el espacio que llamamos “físico”, reservando el término “sensación” para los casos en que esta construcción espacial no se realiza. Aclaremos sin embargo que, como señala Ortega, pensar es exagerar, y que el esquema que proponemos se “enturbia” por el hecho de que las percepciones y las sensaciones se combinan en un mismo proceso dentro del cual predomina unas veces la conciencia perceptiva y otras veces la conciencia sensitiva.

Desde el punto de vista constituido por las sensaciones interoceptivas se puede decir que, en rigor, uno no percibe su vida con los sentidos que constituyen la función de los órganos sensoriales “clásicos”, sino que solamente la siente, como un conjunto de sensaciones que constituyen, también inevitablemente, con mayor o con menor riqueza o plenitud, todos sus momentos de agrado o desagrado, de goce o sufrimiento, dotando cada instante de su vida con un estado de ánimo, con una distinta cualidad de “humor” que constituye “lo sentido”. A veces, “enhebrando” esos momentos de su vida en una serie cronológica, como si se tratara de las cuentas de un collar, uno reconstruye el significado de las historias que son fragmentos de una autobiografía que, concebida como una historia “entera”, es inconmensurable y se construirá siempre sujeta a los motivos que surgen de nuestra hora actual.

Desde la cara de la moneda que inadecuadamente llamamos “exterior”, porque incluye el interior de nuestro cuerpo, uno es, en el espacio, un conjunto de átomos y moléculas que se comportan de acuerdo con las leyes de la física o la química que determinan ineludiblemente su destino. Desde la otra cara, que llamamos más inadecuadamente todavía, “interior”, porque es imposible ubicarla en un espacio físico “interno”, uno es un conjunto de historias cuyo significado, aunque se despliega en el tiempo, es siempre un producto de nuestra interpretación actual. En uno viven, bajo la forma de recuerdos y proyectos, un pasado que físicamente ya no existe y un futuro que físicamente no existe todavía. Un pasado “interpretado” que uno puede intentar re-producir o intentar que no se re-produzca, y un futuro “concebido” que a uno le produce incertidumbre y que uno piensa que dependerá, en alguna medida, de lo que ahora haga.

Uno cree, más allá de toda duda, que los otros seres vivos, en la medida en que se le asemejan (porque son y se comportan físicamente como uno), perciben y sienten, en lo que a este punto se refiere, de un modo parecido a lo que percibe y siente uno. Uno cree, más allá de toda duda, que también ellos viven ese mundo “inmaterial”, que no puede percibirse con los órganos sensoriales, y que se suele llamar a veces “interior” y otras veces “subjetivo”. Es un mundo en el cual uno se siente (en parte por lo menos) libre y responsable, en el cual, como señala Weizsaecker, queremos, debemos, podemos, “tenemos permiso de”, o “estamos obligados a”, pero, sobre todo, es un mundo en el cual lo que hacemos se orienta hacia un fin, hacia una meta consecuente. Uno puede decir entonces que vivimos instalados en la creencia deque cada uno de nosotros sabe, por experiencia propia, que en su vida siente, hace y piensa.

Nuestro concepto acerca de la vida nos lleva a pensar, además, que, más allá de nuestra conciencia y nuestro “yo”, la vida siente, hace y piensa “dentro” de uno. De acuerdo con el psicoanálisis y también, en lo esencial, con lo que sostienen las neurociencias en nuestros días, lo que habitualmente denominamos la conciencia es una cualidad accesoria de la vida psíquica, porque la mayoría de los procesos psíquicos son inconcientes para nuestra conciencia habitual y quedan fuera del “mapa” que acerca de nuestro propio yo trazamos desde esa conciencia. Nuestra alma, entonces, no sólo se manifiesta en lo que sentimos, hacemos y pensamos, sino que también su “sustancia” radica en lo que la vida (o si se prefiere la vida de uno) siente, hace y “piensa” en uno. De modo que podríamos decir que no sólo vivimos nuestra vida, sino que hay en nosotros una vida que “nos vive”, porque vive en nosotros “por fuera” de nuestro yo conciente.

La relación entre los dos aspectos de la vida

Llegamos entonces a la conclusión de que los seres humanos (de acuerdo con lo que hoy piensan los gestores de una “nueva” biología, podríamos decir aquí los seres vivos) siempre somos, en salud y enfermedad, como sostiene Weizsaecker, objetos que “contienen” un sujeto. En verdad, cuando masticamos un caramelo o invitamos a un amigo a cenar, nos parece obvio que lo que sucede, sucede en cuerpo y alma. El problema acerca de cuál es la relación entre la existencia física y la psíquica no nos ocupa en esos casos. Se trata de un problema que ha sido siempre una cuestión “imposible” para la filosofía y para la ciencia, pero la ciencia y la filosofía están llenas de “cuestiones imposibles” que no nos quitan el sueño. Aunque la existencia misma del mundo constituye para nosotros un misterio, todo lo que en nuestra vida se repite sin cesar, aquello que de manera natural se integra con nuestras costumbres cotidianas, en la medida en que no interrumpe el curso habitual de nuestra vida (porque, como sucede con la sucesión de los días y las noches, lo hemos “asimilado” dentro de ella) no nos inquieta. Podemos sospechar entonces que la urgencia por resolver el “cómo” de la relación entre el mundo físico y el psíquico, proviene de acontecimientos que ocurren fuera de los automatismos habituales, situaciones en las cuales sentimos que nuestra mente pierde su dominio sobre nuestro cuerpo o que nuestro cuerpo perturba nuestra mente.

Una mirada, a vuelo de pájaro, sobre el camino recorrido por la ciencia y la filosofía en su consideración de ese problema no nos llevará mucho tiempo. En primer lugar reparemos en el punto de partida. Nuestra mente puede mover nuestro cuerpo y nuestro cuerpo puede alterar nuestra mente. Una noticia infausta puede dejarnos sin aliento y la ingestión de alcohol obnubilar nuestra conciencia. Las distintas posiciones sustentadas, en el intento de concebir de qué manera se produce esa evidente relación, pueden ubicarse dentro de dos grandes oposiciones. Una es la que existe entre el materialismo y el idealismo, la otra entre el monismo y el dualismo.

La posición materialista recorre un trayecto que se inicia en el extremo de considerar que lo que verdaderamente existe es la materia, y que la mente “no es más” que la ilusión de un tipo de existencia distinta, inmaterial, generada por la función de una cierta congregación de células. Desde este punto de vista, anclado en la física newtoniana, la mente es el efecto de una causa física, una “emanación” sólo aparentemente inmaterial de la materia. En las posiciones materialistas más evolucionadas, que constituyen la posición que en el mundo científico de nuestros días todavía retiene el prestigio y el consenso que adquiere lo que se admite como establecido en función de una adhesión mayoritaria, el fenómeno psíquico es una propiedad emergente que únicamente surge en algunos organismos vivos cuando alcanzan el grado de desarrollo que los convierte en cerebrados. Encontramos también en el mundo de la química “propiedades emergentes”. El cloruro de sodio, por ejemplo, la sal de cocina, posee propiedades diferentes de las que caracterizan, por separado, al cloro y al sodio. Pero, claro está, comparar el “misterio” que nos ocupa con otro que, en la medida en que no nos intriga cotidianamente, nos parece más sencillo, en nada contribuye a explicarlo.

Erwin Schrödinger, premio Nobel de física por su formulación matemática de las ecuaciones de onda en la mecánica quántica, expone de un modo claro, profundo, y muy ilustrativo, las peripecias de la posición materialista. Afirma que el tipo de relación causal supuesto en la hipótesis de un mundo material como causa de los estados de conciencia, y su recíproca, la libre voluntad del ser conciente como causa de una acción que modifica el mundo físico, es totalmente diferente del tipo de relación causal presupuesto entre dos términos del mundo físico. Agreguemos que, cuando se trata de la relación causal entre dos términos del mundo físico, solemos disponer de la representación de un mecanismo, es decir que solemos comprender cómo actúa la causa física para producir el efecto, igualmente físico. La diferencia no es ociosa, ya que el primer tipo de relación causal, postulada “entre” el mundo material y los estados de conciencia (y su recíproca), no nos aclara el fenómeno que deseamos explicar, porque nada nos dice acerca del “mecanismo” por obra del cual la causa en uno de los dos “territorios”, el físico o el psíquico, produce su efecto en el otro.

Schrödinger sostiene que la mente no ha podido abordar la gigantesca tarea de “construir” un mundo “exterior”, objetivo, sin el recurso simplificador de excluirse a sí misma, de omitirse en su creación conceptual. Afirma que no podemos sostener a ultranza el modelo conceptual que nos conduce a un universo unilateralmente material, porque, si la palabra “universo” designa al conjunto entero de todo lo que existe, es verdad que en el universo también existe la conciencia. Agrega que los mismos elementos pueden ser pensados como constituyentes de la mente o como constituyentes del mundo material, pero el cambio de punto de vista exige organizarlos, como si fueran ladrillos, en una construcción diferente. Porque omitimos hacerlo, nos sucede que pertenecemos como cuerpo, pero no pertenecemos como seres mentales, al mundo material que nuestra ciencia construye, no estamos dentro de él, quedamos fuera y, a partir de este punto, ingresamos en un impasse: no podemos comprender cómoel cuerpo puede determinar que la mente piense, ni cómo la mente puede determinar que el cuerpo se mueva o permanezca quieto.

De modo que no sólo la relación entre mente y materia queda incomprensible dentro de una concepción física de mundo, sino que lo mismo ocurre con las llamadas cualidades sensoriales, como, por ejemplo, el rojo, lo amargo, el dolor y el placer. Podríamos sentirnos tentados a sostener que la descripción “objetiva” de la onda electromagnética “da cuenta” de la sensación de color, y que entonces una cualidad sensorial podría ser físicamente descripta. Schrödinger señala, sin embargo, que el color amarillo es una sensación producida por una radiación de 590 nm (nanómetros), pero que si se mezcla una radiación de 790 nm (que produce el rojo) con una cierta proporción de radiación de 535 nm, (que produce el verde) se obtiene la misma sensación de color amarillo. Dos superficies iluminadas de modo diverso, una con una luz espectral pura, y la otra con una mezcla particular, producen exactamente la misma e indistinguible sensación. En este punto Schrödinger afirma que si se decidiera tener un sólo ámbito éste debería ser el psíquico, dado que lo psíquico “está de todos modos” o, si se prefiere decirlo de otra forma, lo psíquico (entendido aquí como conciencia) es el ámbito primario dentro del cual se da el conocimiento.

La posición “idealista”, que nace del considerar que, en última instancia, nuestro acceso a los objetos físicos es el producto de una representación mental, coincide, en su extremo, con el solipsismo (palabra que por su etimología alude a “sólo yo”), una posición filosófica de acuerdo con la cual todo lo que conocemos “no es más” que una versión subjetiva de uno mismo, es decir de aquello que en definitiva denominamos “yo”. El solipsismo merece, sin duda, algunas críticas, la no menor de las cuales radica en que reduce la certeza de toda existencia verdadera a la de nuestra propia existencia subjetiva (singular y conciente), de modo que, en ausencia de un mundo “objetivo” y “ajeno”, que influya sobre uno, uno será total y únicamente responsable acerca de lo que percibe como el acontecer universal. Aunque admitiéramos que todo cuanto percibimos “afuera” de nuestra conciencia “no es más” que una ilusión, nos faltaría explicar todavía cómo se relacionan esas ilusiones que se nos presentan como existentes solamente ideales, con los otros “contenidos” de conciencia, igualmente ideales, que se nos presentan como algo que existe materialmente afuera. Parece más sensato lo que afirmaba Ortega. Refiriéndose a la famosa frase de Descartes: “pienso, luego existo”, él agregaba: “y existe la cosa que me hace pensar”.

Materialismo e idealismo son lo que se dice monismos. Descartes, quien con su famoso “pienso luego existo” partió de la idea de que la primera realidad indudable está dada por el hecho de que uno piensa, fue, paradójicamente, el que creó la posición dualista más difundida, cuando distinguió entra la cosa pensante y la cosa extensa. En la posición dualista idea y materia son dos “cosas” distintas, dos “sustancias” irreductibles entre sí, ya que ninguna de ellas puede ser “reducida” a ser una forma de la otra. Cuerpo y alma son entonces, gramaticalmente, sustantivos, pero el problema de la relación entre ambos queda todavía irresuelto. Algunos dualistas sostienen que la relación psico-física, representada por el famoso guión, es una interacción, pero este término, que describe una realidad de observación cotidiana, en nada contribuye a explicarla. Nada agregan quienes sostienen que ambas realidades coexisten paralelamente y que se correlacionan de un modo que desconocemos. Carecemos de una “tercera” sustancia, de “transición”, para poder atribuirla al guión que “media” entre la mente y el cuerpo.

El dualismo cartesiano se reparte con el materialismo que considera a lo psíquico como una propiedad emergente del cerebro, lo que constituye la opinión mayoritaria en el mundo científico de nuestros días. Nos falta todavía, sin embargo, considerar una propuesta distinta. Spinoza unía las dos realidades sustantivas del dualismo cartesiano, el cuerpo extenso y el alma pensante, sosteniendo que son manifestaciones de Dios y, por lo tanto, atributos de una única y divina sustancia, es decir cualidades que, en tanto tales, corresponden a lo que gramaticalmente denominamos “adjetivo”. Podemos ejemplificarlo mediante una metáfora diciendo que la luz del relámpago no produce el consiguiente sonido del trueno, sino que ambos son cualidades sensoriales de un mismo fenómeno, la descarga electromagnética que sucede entre el cielo y la tierra.

Capítulo II Físico y psíquico como cualidades de un mismo organismo

La culminación de una postulación freudiana

La posición que, acerca de la relación entre el cuerpo y la mente, Freud plantea categóricamente en 1938 ha pasado, en general, desapercibida, aun entre los mismos psicoanalistas, a pesar de que el mundo psicoanalítico, luego de un largo intervalo, volvió, en las últimas tres décadas, a interesarse cada vez más en un “enfoque psicosomático” de la enfermedad. Freud sostuvo que el psicoanálisis se apoya en dos hipótesis fundamentales. En la segunda de esas dos hipótesis rechaza enfáticamente el paralelismo psicofísico cartesiano, el cual afirma que junto a los procesos psicológicos concientes (percepciones, sentimientos, procesos de pensamiento y actos de voluntad) ocurren procesos corporales. Freud afirma en cambio que los supuestos acompañantes corporales de los procesos psicológicos concientes son en realidad lo verdaderamente psíquico, lo psíquico genuino, inconciente. Lo que habitualmente denominamos psíquico, dice Freud, es decir, lo psicológico conciente, es el producto de una cualidad accesoria, la conciencia, que sólo “se añade” a unos pocos procesos psíquicos, la mayoría de los cuales continúa inconciente.

Como vemos, la rotunda afirmación de Freud acerca de que los pretendidos concomitantes somáticos que postula el paralelismo, presuntos acompañantes corporales de los procesos psicológicos, son procesos psíquicos, implica sostener quela conciencia los percibe como únicamente materiales porque su cualidad psíquica, “permanece” inconciente. Su planteo lleva también implícito que psíquico y somático son categorías (organizaciones conceptuales) que la conciencia establece, acerca de una realidad a la que, más allá de ese ámbito conciente, carecería de sentido, en rigor de verdad, atribuirle alguna cualidad. Esta esclarecedora formulación de Freud trasciende las interpretaciones anteriores, sean dualistas, materialistas, o idealistas, con las cuales se intentó resolver el enigma de la relación psicofísica partiendo de un presupuesto que sólo admite dos alternativas. En la posición dualista el alma y el cuerpo existen de por sí, como entidades ontológicas diferentes, una pensante y la otra extensa, en la realidad del mundo e independientemente de la actividad cognoscitiva del hombre. En el materialismo y en el idealismo, sólo una de ellas existe, la otra consiste en una construcción ilusoria. Pero la segunda hipótesis, además de trascender esas posiciones, acumula otro mérito. Cuando renuncia a utilizar la cualidad de conciencia para definir a un psiquismo que puede continuar siendo psiquismo aun siendo inconciente, nos introduce en la necesidad de redefinir lo que entendemos por psíquico, y nos lleva también a darnos cuenta de que la presunta “sinonimia” de los vocablos “conciencia” y “psiquismo” no iluminaba demasiado el conocimiento de ninguno de los dos. En la misma formulación de la segunda hipótesis encontramos los indicios que nos permiten dirigirnos hacia una definición del psiquismo, porque Freud señala que los presuntos acompañantes somáticos de los procesos psicológicos concientes son en realidad los eslabones psíquicos inconcientes “faltantes” de una “serie” conciente encaminada hacia un fin. Si tenemos en cuenta que Freud (en su Psicopatología de la vida cotidiana) ha definido al significado de un evento por su pertenencia a una serie animada por un propósito y por la posición que ese eslabón ocupa dentro de ella, nos damos cuenta que lo que define a un evento inconciente como un acontecimiento psíquico, su cualidad esencial, se manifiesta precisamente en el estar dotado de significado.

Podríamos decir que la idea de un sentido psicológico en las características “físicas” que llamamos forma, estructura, función y desarrollo en los organismos vivos, “impregna” la obra de otros pensadores que pueden considerarse precursores de la concepción freudiana que estamos contemplando. Es el caso, por ejemplo, de Maurice Maeterlink (el autor de La inteligencia de las flores). El “origen” de esa concepción puede encontrarse en la obra de Spinoza, cuya influencia sobre Goethe nos permite comprender las remotas raíces de la segunda hipótesis fundamental del psicoanálisis, ya que suele sostenerse que la lectura de Goethe fecundó la vocación del joven Freud, quien asumió explícitamente las bases de su posición teórica en una de sus últimas obras, el Esquema de psicoanálisis. A pesar del énfasis con el cual en ese texto la sostiene, la forma esquemática y escueta en que fue formulada, el hecho de que, aunque se halla implícita en muchos pasajes de su obra, en otros parece que la contradice “retornando” al paralelismo, y la distancia que separa a la segunda hipótesis de los modos de pensar habituales que predominaron, hasta hace muy pocos años, aun en los territorios científicos de avanzada, ha contribuido a que lo esencial de ese pensamiento pasara desapercibido para una gran mayoría de autores. No sucedió así, sin embargo, en los albores del psicoanálisis, con Groddeck y con Weizsaecker. Ambos, habitantes del territorio cultural en el cual moraba la figura gigantesca de Goethe, intentaron comprender, desde la clínica médica, los trastornos del cuerpo como la expresión de vicisitudes del alma, porque habían captado la idea de la segunda hipótesis que ya estaba implícita en la concepción freudiana de lo inconciente, aunque Freud recién la formulara en 1938. (Señalemos, de paso, que Thomas Mann, el autor de La montaña mágica, también nos introduce, desde la literatura, en la misma concepción). Weizsaecker afirma que todo lo psíquico posee un correlato corporal, y que todo lo corporal posee un sentido psicológico, desde una posición que no se inscribe en el paralelismo cartesiano que Freud explícitamente rechaza, ya que Descartes postula dos existentes diferentes, el cuerpo extenso y el alma pensante, que existen como tales “por fuera” de la conciencia, y la afirmación de Weizsaecker, en cambio, alude a dos formas del conocimiento.

Las tesis unilateralmente materialistas tienden a considerar que los descubrimientos en el campo de la física, en el de la química, o en el de la fisiología, corroboran o refutan “objetivamente” los conceptos que surgen en el territorio de las disciplinas que, como el psicoanálisis, indagan los fenómenos psíquicos con sus propios métodos. Mark Solms, neurólogo y psicoanalista con una sólida formación en ambas disciplinas, y uno de los pocos autores que ha captado a fondo las implicancias de la segunda hipótesis fundamental, ha subrayado ese valor de corroboración de las neurociencias con respecto al psicoanálisis, pero es claro que si admitimos la segunda hipótesis también estamos admitiendo que el psicoanálisis puede “corroborar” desde su propio campo, los hallazgos de las neurociencias.

Tal como surge de la sentencia de Weizsaecker (acerca de que todo lo psíquico posee un correlato corporal y todo lo corporal posee un sentido psicológico) en la cual la palabra “todo” adquiere el significado de “cada una de las partes”, la relación que existe entre “un” sentido psicológico y “una” parte corporal es la que, en forma “particular”, le “corresponde”, es decir que se trata de una relación “específica”. Allí reside (más allá de la idea de corroboración) el valor principal de la segunda hipótesis, ya que, dado que implícitamente postula una relación “específica” entre el cuerpo y el alma, el conocimiento en cada uno de esos dos territorios de la ciencia se traduce en un mayor conocimiento del otro. Puede servirnos como ejemplo el que Freud postulara, desde el psicoanálisis, la existencia de barreras de contacto entre las células del tejido nervioso, dos años antes de que Sherrington, el gran neurólogo inglés, formulara un concepto similar con el nombre de sinapsis neuronal. Reparemos además en que el psicoanálisis no sólo ha contribuido a esclarecer el significado que, en el territorio de las fantasías inconcientes, poseen algunos trastornos del cuerpo, sino que ha utilizado, desde el primer momento, el conocimiento de algunas funciones corporales, como las orales, las anales, y las genitales, para esclarecer nuestro conocimiento del alma.

Las desventuras del concepto “especificidad”

La idea de una relación específica entre determinadas “partes” o elementos aislados del cuerpo con sus “correspondientes” del alma ha sufrido serias desventuras. Quizás una de las primeras procede de las indagaciones neurofisiológicas, que procuraron, en sus comienzos, “localizar” determinadas funciones psicológicas en algunas zonas de la sustancia cerebral, apoyándose en los síntomas y signos observados en pacientes con lesiones anatómicas del sistema nervioso, o en el estudio de los efectos producidos en algunos animales por la lesión experimental de algunas zonas. No se trata, como es obvio, de deducciones simples. Cuando desconectamos el receptor de radio de la fuente de alimentación que le provee energía eléctrica, cesa la música que emitían los parlantes, pero esto, claro está, no nos permite afirmar que la música ingresaba al receptor por la conexión interrumpida. El progreso de la investigación neurofisiológica ha sido un camino largo y difícil. En el terreno de la neuropsicología se destacan especialmente los trabajos fundamentales de Aleksandr Luria y su escuela. Su libro El cerebro en acción se ha transformado en clásico. Sus trabajos permitieron reemplazar paulatinamente la teoría “ingenua” acerca de las localizaciones cerebrales por la idea de sistemas funcionales complejos “diseminados” en la red configurada por el conjunto entero de las células del sistema nervioso que denominamos neuronas. El descubrimiento de sustancias neurotransmisoras con efectos selectivos en distintas áreas de la red, y la posibilidad de exploraciones no cruentas, cada vez más eficaces, de la actividad eléctrica o metabólica en distintos lugares del encéfalo, durante el ejercicio de funciones psíquicas distintas, o durante el desarrollo de estados de ánimo diversos, condujo a un progreso sustancial. Esto permitió un cierto “retorno” a la idea de que las distintas regiones del tejido encefálico poseen diferenciaciones funcionales importantes que permiten relacionar, específicamente, estados o funciones psíquicas con estados o funciones neurofisiológicas. El progreso ha sido enorme, y no se trata ahora de una formulación que pueda ser acusada de sobresimplificar una realidad compleja, pero no cabe duda de que no podemos utilizar ese progreso para explicar en qué tipo de “puente” ocurre “la transformación” recíproca, o el mutuo intercambio, que constituye el vínculo entre el cuerpo y el alma entendidos, desde el punto de vista cartesiano, como “sustancias” distintas.

En el campo del psicoanálisis las desventuras no han sido menores y, en un cierto sentido, se puede decir que surgen de peripecias análogas a las que recorrió la neurofisiología durante la búsqueda de una relación funcional, específica, entre el cuerpo y la mente. Es un hecho que nada tiene de casual que los trabajos psicoanalíticos de Freud fueran precedidos por su investigación acerca de las lesiones cerebrales que se acompañaban de trastornos del lenguaje (que configuran los distintos tipos del cuadro que se denomina afasia). Tampoco es casual que sus primeros trabajos psicoanalíticos surgieran del estudio de la histeria, un cuadro en el cual los trastornos del movimiento o de la sensibilidad se modificaban mediante la psicoterapia.

Pongamos de nuevo en el foco de nuestra atención dos ideas que son esenciales. La primera consiste en asumir que el cuerpo y la mente no son dos realidades sustantivas que existen como tales, en sí mismas, (ontológicamente) “por fuera” de nuestra conciencia. Son en cambio dos modos de organizar los conceptos que construye nuestro conocer conciente o, si se prefiere, dos cualidades, dos adjetivos, que establece la conciencia.

Esas dos organizaciones conceptuales permiten establecer “disciplinas” científicas distintas, como lo son la física, que nace de una concepción “mecánica”, o la psicología que nace de una concepción “histórica”. En una de esas dos organizaciones conceptuales el cuerpo está determinado por las leyes físicas que rigen el movimiento de los átomos y es el efecto resultante de un encadenamiento causal. En la otra, la mente es un conjunto de intenciones, de significados que se enhebran en series, en secuencias que poseen un “sentido” porque se encaminan hacia un fin. El problema acerca de cuál es la “tercera sustancia”, el “puente” que vincula, en el mundo, el cuerpo con el alma, desaparece entonces, sustituido por la idea de que nuestro aparato cognoscitivo no ha desarrollado los conceptos adecuados para representar ese “pasaje” entre las dos formas de conciencia. A pesar de esa insuficiencia, el conocimiento de cada uno de los términos del binomio psicofísico produce, desde el punto de vista de una “doble organización” de la conciencia, un considerable progreso en el conocimiento del otro.

La segunda de las ideas esenciales deriva de la primera, que postula que el cuerpo y el alma son dos caras de una misma medalla, porque si se relacionan de ese modo, cada una de las distintas zonas funcionantes del cuerpo corresponderá específicamente a un significado distinto en el terreno del alma. Freud sostenía que cada una de las distintas zonas erógenas “del cuerpo” aportaba, a la excitación general, un componente “propio”, es decir, un componente con cualidades específicas. También afirmaba que muchas veces, examinando los fines de las distintas pulsiones “del alma” se podían deducir lo que él, en ese momento de su obra, anterior a la formulación explícita de la segunda hipótesis, consideraba “las fuentes orgánicas que las originaban”. Reparemos en que, entre las fantasías que pueblan nuestra vida psíquica conciente (o inconciente), distinguimos fantasías orales, anales o genitales, que se caracterizan, o se representan (específicamente), mediante las funciones biológicas que esos órganos realizan.

Los intentos para representar la función de distintos sectores que constituyen el cuerpo mediante distintas cualidades del alma inconciente, surgieron unidos a la necesidad de representar el significado “psíquico” de algunos trastornos corporales que, como es el caso de la colitis ulcerosa, la úlcera gastroduodenal, el asma, o la psoriasis, evidenciaban una innegable relación con los trastornos del alma. Tal como ocurrió en neurología con las primeras afirmaciones acerca de la localización cerebral de las afasias, los primeros intentos de identificar conflictos psicológicos inconcientes específicos de algunas alteraciones corporales, carecían de la precisión necesaria para resultar convincentes. El motivo por el cual eso sucedía no presenta demasiadas incógnitas. El psicoanálisis postula (prácticamente desde sus comienzos) que el desarrollo de la vida psíquica transcurre en tres etapas sucesivas principales, que denomina oral, anal y genital. En cada una de ellas acontece, en las imágenes acerca de uno mismo, acerca del mundo, y acerca de la relación que establecemos con él, un diferente predominio, llamado primacía, de las “clásicas” fantasías concientes e inconcientes que denominamos orales, anales y genitales. No es un hecho casual el que tales primacías correspondan a las zonas erógenas que se descubrieron en primera instancia, y tampoco es casual que las tres sean zonas en las cuales ocurre un encuentro entre el epitelio que denominamos piel y el que denominamos mucosa. Pero el intento de representar los conflictos inconcientes de distintos trastornos corporales recurriendo únicamente a las distintas variantes de esas fantasías clásicamente conocidas, debía forzosamente finalizar en una postulación insatisfactoria.

Las fantasías específicas, las metas pulsionales y las funciones fisiológicas

Fue necesario retornar (como lo hicimos en 1963, en nuestra comunicación preliminar acerca del Psicoanálisis de los trastornos hepáticos) a la primitiva afirmación de Freud, acerca de que cada una de las distintas zonas erógenas aporta sus componentes “propios” a la excitación general, para ampliar el campo de las representaciones inconcientes procurando identificar las fantasías específicas que, “más allá” de las orales, las anales y las genitales, corresponden a las distintas funciones de los diferentes órganos del cuerpo. Este progreso en el enfoque teórico de la investigación, nos ha permitido volver sobre el problema de la especificidad psicosomática sin el riesgo de incurrir en el reduccionismo que desacreditaba las primeras hipótesis que, acerca de esa cuestión, se sustentaron. También nos ha permitido encontrar significados inconcientes específicos en las distintas manifestaciones físicas que forman parte de cuadros patológicos que habían permanecido fuera de la indagación psicoanalítica porque se consideraban unilateralmente como enfermedades del cuerpo.