Papeles del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés - E-Book

Papeles del doctor Angélico E-Book

Armando Palacio Valdés

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Beschreibung

Una antología de relatos y reflexiones que siguen la fórmula del manuscrito encontrado: el escritor, convertido en narrador, amigo del Doctor Angélico, recibe el libro antes de su muerte. El libro con tintes autobiográficos muestra a la perfección el proceso de evolución ideológica seguido por Palacio Valdés. Con la voz del Doctor Angélico como hilo narrativo, el autor habla de feminismo, política u otros problemas sociales que estaban en boca de los círculos literarios del momento.-

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Armando Palacio Valdés

Papeles del doctor Angélico

 

Saga

Papeles del doctor Angélico

 

Copyright © 1911, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726771626

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LA SORPRESA

Más de una vez me acaeció despertar, tras un corto sueño durante el día, tan sorprendido de mi existencia como si realmente naciese en aquel instante.

«¿Qué es esto, qué es esto? ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué es el mundo?», me preguntaba estremecido. Tan grande era mi'estupefacción, que me costaba trabajo el no romper en gritos de terror y admiración. El velo de lo infinito temblaba delante de mí como si fuera á descorrerse. Un relámpago iluminaba el misterio. Mi alma en aquel instante no creía más que en sí misma; pensaba vivir en el seno del Todo; no se daba cuenta de que ya estaba desprendida, y rodaba como una hoja que el huracán arrastra. «Estas formas que veo—me decía—son extrañas á mi ser; yo no pertenezco á ellas, ni ellas á mí. ¿Será verdad que mi alma sueña los cuerpos?» La muerte me parecía tan inconcebible como la nada. El relámpago descubría un horizonte indeciso, inmenso, azulado. En los confines lucía una aurora. «Mi sitio está allí: allí quiero ir. ¿Pero mis ojos podrán recibir los rayos de ese sol cuando se levante?»

Aquel despertar antojábaseme un sueño, y apetecía dormir para despertar realmente. Sí; quería despertar para comprender, para vivir; quería romper los muros de mi propio ser y asomarme á lo eterno. ¡Cómo reía el espíritu en aquel momento del protoplasma, la generatio spontanea, la teoría celular, la evolución, y de todas las demás explicaciones que se han dado de lo inexplicable!

Vivimos sobre una pequeña hoja como el gusano, la recorremos lentamente, descubrimos sus pequeñas vetas, que nos parecen caminos maravillosos; pensamos conocer los secretos del Universo porque conocemos sus partes blandas y duras. Llega el relámpago, y los ojos, aterrados, descubren la miseria de nuestra ciencia. ¡Oh pequeña hoja del saber humano, cuán pequeña eres!

Pasó el momento de la sorpresa; me levanto del sillón donde he dormitado; voy á la cervecería; veo al mozo echarme unas gotas de coñac en el café; oigo á mi lado discutir á unos autores sobre el estreno de la noche anterior, si ha sido un éxito teatral, ó puramente literario. Y me parece que el mundo no tiene nada de particular.

La muerte de un vertebrado

Entre los concurrentes asiduos á la Cervecería Escocesa, donde acostumbraba á tomar el café hace años, se contaba el coronel Barrios. Era un hombre corpulento, de facciones correctas y enérgicas, gran bigote entrecano y grandes ojos negros. Hablaba poco y acertado, y no solía mezclarse en nuestras discusiones literarias, que escuchaba sonriendo; pero cuando se tocaban puntos de ciencia ó de filosofía, echaba su cuarto á espadas, demostrando que conocía las ciencias naturales y que meditaba sobre sus problemas. Mis a partes con él eran frecuentes, porque me placía mucho su grave amabilidad, la corrección de sus modales, la calma y la fuerza que transpiraba toda su persona.

Una tarde se discutió en la cervecería la cuestión de la inteligencia de los animales. Los unos sostenían su diferencia cualitativa con la del hombre; los otros, su diferencia cuantitativa solamente. Había sido fuerte la disputa, y altas las voces. Cuando, al cabo, se deshizo la tertulia, quedamos solos delante de la mesa Barrios y yo. Aquél había tomado parte en la discusión, pero no en los gritos, pues aun en los momentos de mayor exaltación no le abandonaba la mesura. No obstante, á pesar de su calma y corrección, sostuvo, como de costumbre, ideas extremas. Porque Barrios era francamente materialista, á la moda antigua, sin paliativos ni distingos, como Vogt,como Büchner, como Haeckel. Quedamos los dos solos, repito, y permanecimos largo rato silenciosos. El coronel parecía hondamente preocupado por las ideas vertidas durante la discusión. Al cabo, sacando un cigarro puro y encendiéndolo, comenzó á hablarme en voz baja:

— Jamás se me ha pasado por la imaginación, después que fuí hombre, que nuestro planeta, como todos los demás astros, sea otra cosa que una momentánea y efímera condensación de la materia imponderable que llamamos éter. Es imposible tomar en serio la idea de un Dios consciente y providente. La causa suprema del Universo no es una, sino dos; la fuerza de atracción y la de repulsión. Con estas dos fuerzas, que obran lo mismo en los astros que en los átomos elementales, se explica perfectamente todo, desde el nacimiento de un cristal hasta el de un pensamiento luminoso. Una actividad creadora, sobrenatural, una fuerza que exista fuera de la materia, es pura imaginación poética. Además, repito que la considero inútil, porque la creación y la extinción de los mundos y de la vida que en ellos se desenvuelve, se explica de un modo perfectamente satisfactorio por las causas mecánicas naturales, por las fuerzas inherentes á la materia...

Barrios quedó algunos instantes pensativo, y, al cabo, prosiguió en voz aún más baja:

— Y, sin embargo, en medio de esta perfecta claridad que ilumina á todos los fenómenos vitales, y á despecho de la lógica inflexible que ha introducido la doctrina del transformismo en la historia de la creación, de vez en cuando asoma la oreja una duda, un punto negro, como si dijéramos, la garra del fantasma teológico, que antes de escapar envuelto en su velo mítico, nos quiere hacer un pequeño arañazo en la piel... Yo he sentido este arañazo, y aún lo siento, y es lo raro que cada vez me penetra más en la carne. Fué allá en Cuba, durante la guerra. Era yo capitán y mandaba una columna volante, y puedo decir á usted que era una vida de perros, no de hombres, la que llevábamos. Meses y meses corriendo la manigua con un calor sobrenatural, padeciendo el hambre, la sed, los tiros de los insurrectos y, lo que era aún peor, las picaduras de los mosquitos. En dos años no he dormido una docena de veces bajo techado. Pues bien, en cierta ocasión, como en tantas otras, sin que viésemos al enemigo, sentimos de improviso una descarga. Dos soldados cayeron heridos. Nos lanzamos furiosamente en persecución de los agresores, y logramos darles alcance: hubo un ligero tiroteo, pero, al fin, como de costumbre, se me escaparon de las manos, dispersándose. Cuando llegué, jadeante, á un claro de la manigua, el sargento me dijo:

»—Mi capitán, aquí hay un hombre herido; ¿qué hacemos?

»Dirigí la vista hacia el sitio que me señalaba, y vi un hombre como de treinta años tendido en el suelo, que se incorporaba trabajosamente apoyándose en una mano. Entonces la guerra se hacía con extraordinaria crueldad, y ni ellos nos perdonaban á nosotros, ni nosotros á ellos. Así, que respondí sin vacilar:

»—Remátalo.

»Al oir mi respuesta aquel hombre, no pronunció una palabra; pero me dirigió una mirada..., ¡qué mirada, amigo Jiménez! Yo sentí algo, aquí dentro del pecho, muy extraño. El sargento instantáneamente apoyó el cañón del fusil sobre su frente, y le deshizo la cabeza. Fué tan rápida su acción, que, aunque yo quisiera, no habría podido volver sobre mi resolución. ¿Volvería si me hubiese dado tiempo para ello? No lo sé. De un lado, la excitación que produce la lucha, por otro, el deber de no flaquear delante de los inferiores, me habrían obligado quizás á mantenerla. Lo único que puedo decirle es que, después de muerto aquel hombre, me sentí profundamente triste. Olvidé por completo el incidente mientras duró la guerra; pero al volver á España empecé á recordarlo, y siempre con vivo malestar. Transcurren los años, y cuanto más viejo me hago, con más persistencia lo recuerdo. Temo, en verdad, que llegue el día en que no pueda apartar de mí los ojos de aquel hombre.

Guardó silencio el coronel unos instantes, sacudió la ceniza del cigarro, y añadió después con leve entonación colérica:

—Todo esto es pueril, no hay que dudarlo, y me lo repito cien veces al día. Los hombres no podemos ahuyentar jamás por completo los fantasmas con que nos han hecho miedo en nuestra infancia... Porque, en último resultado, ¿qué tenía yo que ver con aquel hombre? El y yo no éramos otra cosa que una agregación de átomos, y luego de células, que, por leyes mecánicas y fatales, se unen para formar un organismo. Las fuerzas que á ello han contribuído son eternas, y en el tiempo infinito han formado otros seres más rudimentarios y los formarán más perfectos. ¿Qué importa que aquel hombre muera, ni que muera yo, ni que muramos todos? La hormiga que aplastamos con el pie en el camino es una maravilla de perfección también. El mismo trabajo le ha costado á la Naturaleza formar una hormiga que un vertebrado superior; esto es, ninguno. Y, sin embargo, aplasta usted una hormiga, y ninguna emoción experimenta; corta usted la cabeza de un vertebrado superior, de un ave ó de un mamífero, y ya comienza usted á sentir cierto sacudimiento nervioso vecino del remordimiento. Pero mata usted voluntariamente al vertebrado llamado hombre, y la tristeza, más tarde ó más temprano, se apodera de usted y no le deja ya en toda la vida. Se invoca la ley de la solidaridad, es cierto. Damos un punta pié á un perro, chilla, y los demás se ponen á ladrar. Pero esta emoción tiene por causa el miedo, no el afecto ó la compasión. Lo mismo aúllan si ven alzado el palo sobre ellos. Se dirá que en el remordimiento interviene también el miedo á los castigos de la vida futura. ¿Y el que está perfecta, absolutamente persuadido, como yo, de que no existe vida futura? ¿Verdad que es extraño, amigo Jiménez?

— En efecto, es un poco extraño.

__________

LAS LEYES INMUTABLES

El hombre del mundo que yo pensaba menos expuesto á volverse loco era mi amigo Montenegro.

Era un ser tímido, reflexivo, metódico, lector asiduo de La Época, apuntador incansable de todos sus gastos, hasta de las cajas de cerillas que compraba.

Y, sin embargo, cayó repentinamente en una espantosa demencia.

Una tarde le encontré en el Retiro, y me pidió un millón de pesetas para la canalización del río Manzanares. Se trataba de un negocio que importaría, aproximadamente, cincuenta millones: él se había suscrito ya por veinticinco: le faltaba la mitad; pero contaba con los banqueros más importantes de Madrid, y conmigo, por supuesto.

Para llevar á feliz término este proyecto grandioso, le parecía muy conveniente, se puede decir indispensable, hacerse diputado. «Ya ves, en España la política lo absorbe todo... Si uno no es diputado», etc., etc.

Montenegro lo fué. Es decir, no lo fué; pero como si lo fuese. Una tarde se presentó en el Congreso poco antes de abrirse la sesión; hizo avisar al presidente de que un señor diputado electo deseaba jurar. El presidente ordenó todo lo necesario para tan solemne acto, el crucifijo, los Evangelios, etc.

Se dió la voz: «Un señor diputado va á prestar juramento.»

Los que estaban en los escaños se pusieron en pie, y Montenegro, vestido de etiqueta y escoltado por los maceros, se presentó en el salón y avanzó majestuosamente hacia la Presidencia.

¿Por qué ríe todo el mundo á carcajadas? Es que Montenegro llevaba un zapato negro de charol y otro de color. El presidente le pregunta su nombre, se entera de que no es diputado, sospecha que se trata de un loco, y lo hace retirar.

Más adelante se presentó en el Palacio Real, dió el nombre de un ex ministro del tiempo de la República poco conocido personalmente en Madrid, y logró llegar de esta suerte hasta la cámara regia. Averiguada en el momento la superchería, le agarrotaron como un paquete postal y lo enviaron á la cárcel. Costó un trabajo increíble á su familia persuadir á las autoridades de que no se trataba de un espeluznante complot anarquista. Convencidas, al fin, lo entregaron, á condición de que se le recluyese en un manicomio.

Así se efectuó. Mi buen Montenegro pasó algunos meses en un establecimiento de alienados de Carabanchel. Pero como no había motivo para tenerle encerrado, porque era el hombre más sensato del mundo, el director lo restituyó á su familia, manifestando que se hallaba completamente curado.

Después le encontré en la calle muchas veces, y solíamos charlar un rato. Algunas veces me convidó á almorzar, y luego nos dábamos un paseo en coche por el Retiro.

Precisamente durante uno de estos paseos saltó nuestra conversación á la metafísica. Montenegro había leído bastante, y era hombre que le gustaba investigar la causa de las cosas y sorprender los secretos de la Naturaleza. Sostuvo aquella tarde una opinión que á mí me pareció al pronto paradójica, á saber: que la pretendida diferencia entre las leyes morales y las leyes físicas no era más que una ilusión del entendimiento humano.

— No existe ley alguna, amigo Jiménez, que no dependa de una voluntad, y, por tanto, que no sea moral. Primitivamente, éste fué el concepto de la ley: una orden, una limitación dictada en nombre de una autoridad. Más tarde, pasando de la esfera moral á la física, este concepto se desnaturalizó. Un hecho se reproduce invariablemente y de un modo inevitable mediante ciertas circunstancias, y le llamamos ley, esto es, una orden ó prohibición. Nuestros primeros padres así lo comprendieron, y por eso veían detrás de cada fenómeno de la Naturaleza el agente secreto ó el dios que lo producía. No había leyes inmutables para ellos, porque todas pendían de una voluntad libre que podía cambiar. Pero nosotros, al observar que el fenómeno se reproduce incesantemente, y que el agente no se hace visible jamás, deducimos que no existe, abstraemos los fenómenos de la voluntad, y les damos existencia propia... ¡La ley, la ley! ¿Qué es la ley? Para mí, sin la voluntad, es una palabra vacía.

—Querido Montenegro—le respondí—, me parece que equivocas los términos. Existen dos clases de fuerzas. Unas tienen conciencia de sí mismas y obran con intención: son los agentes libres de que tú hablas. Pero hay otras que no tienen conciencia de sí mismas: son los agentes ciegos del mundo material. De aquí la necesidad de reconocer dos clases de leyes, las leyes del orden moral y las leyes del orden físico.

—¡Ahí está el error! Esa separación es puramente arbitraria. Tú ves que dos bolas de billar se aproximan y chocan. De aquí deduces que hay un hombre que ha herido una de ellas con un taco. Pero ves que dos astros en el cielo se aproximan también y chocan, y en vez de deducir que existe un ser que los ha lanzado el uno contra el otro, te satisfaces con decir: «Ese choque se ha efectuado en virtud de una ley inmutable.» Yo digo: esa ley no es más que una abstracción. Si tú no ves los agentes inteligentes y libres que producen los fenómenos, yo tampoco veo los agentes ciegos de que me hablas. ¡Agentes ciegos! ¿Qué significa esto? Si las leyes del mundo moral no pueden aplicarse al mundo físico, ni las de éste al primero, fuerza es remontarse más alto y concebir un mundo que los abrace y los comprenda á los dos. Y en este mundo tiene que existir la inteligencia y la voluntad, porque no puede existir algo en la parte que no se dé en el todo. Por todos lados veo que eso de la inmutabilidad es una quimera.

Así continuamos discutiendo hasta que los coches comenzaron á desfilar hacia la villa Montenegro me invitó á tomar el té en su casa. Cuando hubimos terminado, me dijo, no sin cierto aparato de misterio y solemnidad:

— Voy á darte una prueba de confianza, Jiménez. Voy á demostrarte prácticamente la verdad de lo que antes te he dicho acerca de las leyes del Universo.

Altamente sorprendido, me dejé conducir desde el comedor hasta su gabinete de trabajo. Desde allí, por una puertecita de escape, me hizo entrar en otro gabinete, en cuyo centro había un gran aparato semejante á una esfera armilar. El sol era un globo de cristal esmerilado, iluminado en su centro por una bombilla de luz eléctrica. En torno suyo giraban, por medio de una máquina de relojería, hasta una docena de esferas más pequeñas y opacas, las cuales, como los planetas, no sólo tenían movimiento de traslación, sino también de rotación. Habitando en estas esferas opacas, me hizo ver gusanos en unas, escarabajos en otras, y en otras, por fin, grillos.

—¡He aquí el Universo!—dijo sonriendo.

Yo empecé á mirarle con recelo.

— Por medio de este aparato que aquí ves —continuó—, y al cual yo, haciendo de Providencia, me encargo de dar cuerda cada ocho días, estas esferas giran acompasadas y en orden eternal—como decís los literatos—las unas en torno de las otras. Los insectos que las pueblan están acostumbrados, porque han nacido aquí, á que el sol luzca doce horas seguidas. Yo me encargo de apagarle cuando acabo de cenar, y entonces enciendo estas estrellitas, que son unas cuantas bombillas de diferente color. Yo los alimento, los limpio, les refresco la vivienda cuando hace falta, ó se la caliento... En fin, soy un Dios mucho más benévolo que el nuestro.

Empecé á mirarle con más recelo aún.

— Pero esta vida tranquila y feliz no puede durar eternamente, porque te repito que eso de las leyes eternas es una guasa. Soy un Dios benévolo en la apariencia, malo en el fondo, que les tiene preparada una sorpresa dolorosa, como á nosotros el nuestro, si hemos de dar crédito á San Juan Evangelista. El día menos pensado...

Quedó unos instantes suspenso, y sus ojos comenzaron á girar de extraña manera.

—¡Ese día ha llegado!—prorrumpió al fin con acento solemne—. Yo, que soy su Dios, así lo quiero. Empecemos por los signos precursores.

Y acto continuo, por medio de adecuada manipulación, hizo que las esferas comenzasen á girar en sentido contrario.

—¡Qué asombro el de estos pequeños seres —exclamó— al observar que el sol camina hacia su levante! Pero aún lo será mayor ahora.

Y por medio de otra manipulación hizo que las esferas se moviesen como péndulos, en vez de girar circularmente.

—¡Adiós ley de la gravedad!—profirió soltando una gran carcajada.

Yo me hallaba cada vez más desconfiado, y con unas ganas horribles de marcharme.

—¡Pero esto no es nada!... Ahora van á ver estos pequeños mortales cosas mucho más asombrosas.

Apagó repentinamente el foco del globo, y después de una pausa, encendió otro de un color rojo subido. A su lado encendió otros focos del mismo color.

—¡El cielo toma un color de sangre! ¡Se acerca el fin del mundo!

Inmediatamente hizo chocar uno de estos globos contra otro, y lo redujo á polvo.

—¡Comienza el cataclismo!... En este momento se hacen rogativas entre los escarabajos para desviar de su cabeza la cólera del Eterno... Pero el Eterno no quiere; ¿lo oís bien? ¡El Eterno no quiere!—exclamó á grandes gritos—. El Eterno quiere pulverizaros, en castigo de vuestros pecados...

Hizo estallar otro globo, y después otro y otro, y así sucesivamente.

—¡El cielo ya no es más que un montón de ruinas, un caos! El Creador reduce á la nada lo que de la nada ha sacado... Ahora os toca á vosotros, miserables pigmeos, que habéis osado muchas veces dudar de la omnipotencia divina y blasfemar de mi providencia. ¡Ahora os toca á vosotros!

Yo estaba aterrado, y dirigí una mirada de angustia á la puerta, que, afortunadamente, no estaba lejos.

—¡El ángel del Señor se va á encargar de destruiros!

Agarró una trompeta que tenía sobre la mesa, la llevó á los labios, y produjo un sonido horrísono. Luego tomó un martillo y se puso á dar golpes furiosos sobre las esferas opacas, haciéndolas pedazos en pocos momentos. Y á grandes gritos comenzó á proferir:

—¡El juicio final! ¡Llegó vuestro día!... ¡Morid, réprobos, morid!... ¡El Apocalipsis!... Pero ¿dónde está la bestia? ¿Dónde está la bestia del Apocalipsis?... ¡Ah, ya la veo!—exclamó dirigiéndome una mirada de extravío—. Allí está... Allí está la bestia con sus siete cabezas y con sus diez cuernos, semejante á un leopardo, blasfemando contra mí, contra el Creador de todas las cosas. No blasfemes, malvado; no blasfemes contra tu Dios... Yo soy el Primero y el Ultimo, el que era, el que es, el que será. Mi mano omnipotente te va á pulverizar...

Y diciendo y haciendo, se lanzó hacia mí con el martillo levantado. Pero yo, que estaba prevenido, me puse de un salto cerca de la puerta y salí gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Sujetad al loco!

A mis voces salieron los criados y un hermano de Montenegro, le arrojaron á los pies una silla, y le hicieron tropezar y dar de bruces en el suelo. Entonces lograron sujetarlo, y yo escaparme, jurando no volver á tener conexión en la vida con los que alguna vez han sido locos.

 

Sin embargo, la compasión me arrastró un día á visitarle en el manicomio de Carabanchel. No me permitieron hablarle, pero le pude ver paseando por el jardín con otros enfermos. El doctor, que era un eminente alienista, me dijo que Montenegro seguía empeñado en que no existen tales leyes inmutables, y, en apoyo de su tesis, proyectaba construir un universo con dos solas dimensiones.

El doctor me refería estas cosas sonriendo. Yo, que estaba preocupado y aún lo estoy con este problema metafísico, le dije con acento reflexivo, como si hablara conmigo mismo:

—¡Oh, las leyes inmutables!... Nos reímos de Montenegro; pero, en último resultado, ¿quién sabe?... Hay mucho que hablar acerca de la eternidad de las leyes.

El doctor se puso serio y fijó en mí una mirada profunda y escrutadora. Yo me puse un poco colorado y me apresuré á despedirme.

__________

SOCIEDAD PRIMITIVA

La verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.

Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro á sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.

En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en la vida.

Luego, aquellas escenas que presencio me transportan á las primeras edades del mundo y á los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado. Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre, dominador de la existencia y recreándose en ella.

Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne, dirigiendo miradas de atención complaciente á todas partes. Era una preciosa criatura de seis á siete años, rubia como una mazorca. Su mamá, sin duda, era aficionada á las flores. Ella las miraba y remiraba, parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.

¡Y que no estaba ella poco ufana de sus tijeritas, que pendían de una cinta azul de seda sujeta á su cintura! ¡Con qué placer las contemplaba balancearse al compás de su marcha! ¡Qué alegría se pintaba en sus ojos azules al recortar delicadamente con ellas las hojitas que sobraban á las flores!

Pero ¿les sobraban realmente á las flores aquellas hojitas? Es lo que se permitió dudar un guarda de grandes bigotes negros, que le gritó con voz formidable:

—¡Eh, niña, cuidado con tocar á las flores, porque te llevaré á la Dirección y te encerraré en el calabozo!

La niña quedó pálida, yerta. ¡Virgen de Atocha! ¡La Dirección, el calabozo! ¡Y no ver más á su mamá, ni á Melita, ni á Chichí!... Afortunadamente, llegó corriendo la Pepa, su vieja ama seca, que la zarandeó por un brazo.

—¡Angelina! ¿Qué es lo que has hecho? ¡Tonta, retonta, atrevida! ¿No sabes que las flores no se tocan? ...

Indudablemente, ni aquel guarda tan feo ni la Pepa sabían una palabra de jardinería, porque su mamá cortaba á menudo las hojas de las flores de la terraza.

Se alejó el guarda descontento, se alejó la Pepa descontenta, y ella se quedó descontenta también. Pero no tardó en contentarse. Olvidó instantáneamente su crimen, y deplorando, como es justo, la falta de instrucción agrícola de ciertas personas, prosiguió inspeccionando las últimas plantaciones del Municipio, dejando á sus tijeritas inactivas.

Un poco más lejos había un grupo de chicos, ninguno de los cuales pasaría de los diez años, que se ocupaban ardorosamente en inflar un globo de pequeñas dimensiones. Lo habían suspendido á la rama de un árbol, y quemaban papeles que introducían en él hasta que se consumían, y volvían á introducir otros, y así sucesivamente. ¡Qué frívola ocupación!, ¡qué niñería! Angelina, desde lo alto de sus facultades estéticas, les dirigía una que otra mirada de lástima.

Entre aquellos soplaglobos, el que más se fatigaba y el que parecía dirigir la operación, era un niño de robusta complexión, con grandes ojos negros y fieros, cabellos negros también que le caían en rizos sobre su frente sudorosa, y vestido con traje marinero. Por sus ademanes imperiosos, por sus miradas terribles, por su gravedad, era un déspota oriental en miniatura. Los demás le obedecían sin replicar.

Angelina, siempre inspeccionando sus flores, acertó á pasar cerca de ellos. Uno la miró con el rabillo del ojo, sonrió, y dijo algunas palabras al oído del que tenía más cerca, que también sonrió y habló al oído del de más allá. Todos suspenden sus trabajos y contemplan sonrientes á la pequeña hada del jardín. Es decir, todos, no: el caudillo de la tribu le clavó una mirada altiva, é inmediatamente la apartó para continuar su tarea.

Angelina sintió sobre su frente el peso de aquellas miradas burlonas, y se ruborizó.

Pero ¿qué es lo que se dicen?, ¿qué es lo que proyectan aquellos revoltosos? Angelina no lo sabe, pero observa que se hablan sin dejar de mirarla, y adivina que se urde una trama contra su persona. Echa una mirada inquieta en torno suyo, y advierte con espanto que la Pepa se halla muy lejos y distraída en conversación con otras domésticas. Todo podía esperarse de aquellos seres primitivos, en los cuales apuntaba solamente el alba de la conciencia ética.

Y, en efecto, sin darle tiempo á huir, se encuentra rodeada súbitamente por ellos; la estrechan, lanzan gritos salvajes, ríen brutalmente, como los héroes de la Odisea, y, por fin, llevan su osadía hasta poner sus labios en el rostro de la preciosa niña.

La indignación pudo en ella más que el miedo, como ha sucedido siempre con todas las doncellas cristianas.

—¡Que os pincho!, ¡que os pincho!—comenzó á gritar, blandiendo sus tijeritas.

Pero no llegó á hacerlo, porque se hallaba mucho más alta en la escala de la evolución, y la horrorizaba verter una gota de sangre de su prójimo.

Los bárbaros se aprovechan lindamente de aquel delicado sentido moral, y uno tras otro besan riendo sus cándidas mejillas.

Mas he aquí que la justicia del cielo, revistiendo la forma corporal y perecedera de la Pepa, cae inopinadamente sobre ellos. Bofetada de aquí, pescozón de allá, estirón de orejas á uno, de pelos á otro, en mucho menos tiempo de lo que tarda en decirse, pone en dispersión á aquella canalla. Y en virtud del impulso adquirido (nos complacemos en suponerlo), arremete también contra Angelina, y planta dos bofetadas en aquellas rosadas mejillas, un instante antes tan besuqueadas.

Lloran los salvajes, llora su víctima y, ¡caso admirable!, llora también la justicia celeste. ¿De ira? ¿De remordimiento?

Un minuto después, allí no había pasado nada. Los salvajes, satisfechos á medias de su correría, vuelven á la tarea de inflar el globo, y Angelina es arrastrada al tribunal de las domésticas para ser juzgada. No se encontró ni sombra de culpabilidad en su conducta. Por tanto, fué absuelta libremente, con todos los pronunciamientos favorables.

Limpiados sus ojos, restregadas sus mejillas hasta el rojo subido para borrar las huellas de aquellos besos groseros, Angelina vuelve, como un pajarito alegre y petulante, á inspeccionar las flores. Poco á poco se va aproximando nuevamente al aduar de los bohemios, y pasa repetidas veces por delante de ellos. «¡Oh coquetería femenina, que ya estalla en un corazoncito de siete años!», exclamarán ustedes filosóficamente. Eso pensé yo, naturalmente; pero pronto me convencí de que infería una ofensa á la simpática niña.

Lo que la empujaba otra vez hacia el terreno de la tribu no era la coquetería, sino un vivo sentimiento de justicia.

A pesar del aturdimiento y angustia en que la habían puesto la agresión de los bárbaros, pudo observar que el jefe de ellos, aquel hermoso niño de ojos y cabellos negros, no había tomado parte en la algarada. Se había mantenido en su sitio, contemplando con mirada burlona y desdeñosa la fechoría de sus compañeros.

Angelina, al pasar por delante del grupo, le dirigía miradas penetrantes de curiosidad y gratitud. La vi vacilar, dar un paso hacia él, volverse atrás; por fin, se acerca con ademán resuelto, y le dice:

— A ti, porque has sido bueno, á ti te doy un beso.

Y, efectivamente, puso sus labios de coral en la atezada mejilla del caudillo. Este se deja besar inmóvil como una estatua, le dirige una larga y orgullosa mirada, y, haciendo un mohín de desdén, vuelve con el mismo afán á su tarea.

__________

UN TESTIGO DE CARGO

Hay personas que no pasean jamás sino por calles céntricas. Hay otras que gustan de las excéntricas y solitarias, en los barrios extremos de Madrid, lindantes con la campiña. Las hay, por fin, que no pasean ni por unas ni por otras, y sólo encuentran alegría midiendo el pasillo de su casa á trancos, y acercándose de vez en cuando á la estufa para calentarse las manos.

Pues bien; declaro que yo pertenezco á la segunda categoría, aunque también me agrada recorrer una y otra vez mi pasillo con las manos en los bolsillos, particularmente cuando llueve, y dar unas cuantas vueltas por las calles de Alcalá y de Sevilla á las horas de más tránsito. Cuando esto último acaece, procuro que mi rostro vaya fruncido y aborrascado para adaptarse al medio ambiente; pero es contra mi gusto, bien lo sabe Dios, porque mi fisonomía, por naturaleza, es plácida y sentimental.

Así, que experimento más placer en pasearme por las afueras, donde encuentro rostros alegres que me miran sin hostilidad. Sólo allí me desarrugo y soy exteriormente lo que Dios quiso hacerme. Y he pensado algunas veces que si trasladásemos las caras de las afueras al centro, y las del centro las enviásemos á paseo, Madrid ofrecería á los ojos de los extranjeros un aspecto más hospitalario, más risueño y, sobre todo, más humano que el que ahora tiene.

No sucede lo mismo con los perros. Encuentro, generalmente, los del centro apacibles y corteses; los de los barrios extremos, agresivos, quimeristas y mucho más descuidados en el aseo de su individuo Sin duda, la cultura, que ejerce una influencia tan triste en la raza humana, suaviza y mejora la canina.

Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día en una de las calles más extraviadas del barrio de Chamberí era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.

Flaco, lanudo como esos bohemios que no se recortan jamás la barba y la dejan crecer por donde salga, cubierto de polvo y con un pegote de barro en cada pelo, se acercó á mí este repugnante animal moviendo el rabo y mirándome con ojos humildes.

Yo di un salto atrás, porque la experiencia me ha enseñado que se puede mover el rabo humildemente y ser en el fondo malísimo sujeto. Pronto me convencí de que no había nada que temer. Aquel pobre perro había venido tan á menos, se hallaba tan desamparado y abatido, que los últimos rescoldos de su carácter agrio, si alguna vez lo había tenido, se habían apagado por completo.

Hice sonar con los dedos una leve castañeta, correspondiendo al meneo vertiginoso de su rabo, y me dispuse á proseguir mi camino. Pero él agradeció aquella fría castañeta como nadie me agradeció en la vida el saludo más cordial y cariñoso. Comenzó á brincar delante de mí, y á retorcerse, y á lanzar suaves é insinuantes aullidos, expresando tanto gozo como gratitud.

No se agradecen así los saludos en este bajo mundo—me dijo nuevamente la experiencia—si no se teme ó se espera algo. Este perro no tiene amo, ó ha sido arrojado por él de su casa. ¡Pobre animal! Me interesó su desgracia, y de nuevo hice sonar la castañeta con alguna mayor efusión, y él con esto renovó las señales de gratitud hasta querer descoyuntarse.

Inmediatamente tomó la resolución de seguirme hasta el fin del mundo.

Yo le veía detrás varias veces, dándome escolta; otras, delante, sirviéndome de heraldo. Por momentos se detenía, levantaba hacia mí su hocico peludo, y me miraba con afectuosa sumisión, cual si me quisiera decir que estaba dispuesto á obedecerme como amo y señor. La desgracia de aquel animal me conmovió. Era tan feo, que no había motivo para admirarse de que su dueño le hubiese abandonado.

Y, sin embargo, yo he visto algunas señoras ricas que acariciaban y mimaban con apasionados transportes de amor á otros perros más feos que éste, y he visto también á algunos jóvenes elegantes acariciar y mimar á estas mismas señoras, más feas aún que sus perros.

Me representaba á aquel pobre animal, arrojado ignominiosamente de su casa, volviendo á ella á demandar gracia, aullando tristemente á la puerta; le veía marchar errante y hambriento por aquellas calles solitarias, introducirse en alguna tienda en busca de una piltrafa, salir de ella molido á palos, seguir á los transeuntes hasta que éstos le despedían á puntapiés ó pedradas.

La compasión se filtraba en mi pecho, y cuando el animal se paraba á mirarme, le hacía una seña de afectuosa consideración. Entonces se acercaba á mí rebosando de agradecimiento, y yo, sin temor á mancharme las manos, como los santos caritativos de la leyenda, le acariciaba la cabeza.

Pero á medida que transcurría el tiempo, se apoderaba de mí un vago malestar. ¿Qué iba á hacer de aquel desdichado? A un perro no se le puede dar una limosna, ni recomendarle á un concejal amigo para que le coloque de peón en los trabajos de la villa. Necesitaba llevármelo á casa. Esto era grave. ¿Qué diría el portero, qué dirían los vecinos, qué diría, sobre todo, mi familia al ver entrar aquel bicho feo y asqueroso? ¡Vaya unas protestas, vaya una zambra, vaya una risa que se armaría en mi casa! Se me puso la carne de gallina.

Comprendí inmediatamente todo lo falso de mi situación.

Entonces hice con aquel perro lo que conmigo hacen los amigos cuando mi presencia les molesta; me hice el distraído. Cuando me miraba con sus ojos afectuosos, volvía la cara hacia otro sitio; si se acercaba á mí, fruncía el entrecejo como si no le viese, y seguía mi camino. En fin, adopté un continente tan glacial como significativo. Pero él no vió la significación, ó no quiso verla. Sin darse por enterado, persistía en sus muestras de adhesión incondicional, teniéndose siempre por mi pro tegido.

Una de las veces que mi mirada se cruzó con la suya, vi en sus ojos una expresión de sorpresa y de súplica tal, que el corazón se me apretó. Sin embargo, lo que pedía no era posible.

Mi inquietud iba en aumento, y ya pensaba en la barbarie de arrojarlo de mi lado violentamente, cuando observo que viene hacia nosotros un tranvía. Entonces, cautelosamente me agarro á él y monto. Desde la plataforma veo á mi perro que camina tranquilo y confiado, vuelve de pronto la cabeza, queda sorprendido, olfatea el aire con desesperación, y, por fin, baja de nuevo su cabeza hacia la tierra resignado, como los seres que han conocido todo el dolor de este mundo y saben lo que se puede esperar de la existencia.

Jamás pude olvidarlo. Y al acordarme de él, no puedo menos de pensar que cuando algún día me vea ante el supremo tribunal de Dios, y se juzguen todos los actos de mi vida, y se cuenten mis faltas y desaciertos, he de verle aparecer, con su hocico peludo y su aspecto dolorido, á dar fe de mi cruel egoísmo.

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Opacidad y transparencia

Hay pocos hombres con los cuales me agrade tanto el encontrarme como con el doctor Mediavilla. Es afable, despreocupado, culto, observador, ingenioso y siempre ameno. No es frecuente que nos tropecemos, pues gravitamos en órbitas distintas; pero cuando esto sucede, pasamos largo rato departiendo en medio de la acera, ó bien me invita á entrar en el café más próximo, y bebemos una botella de cerveza.

Sólo tiene para mí una desventaja su conversación. Nunca discurre acerca de lo que más sabe y pudiera instruirme, de las ciencias físicas y naturales, en las cuales está reputado como sabio eminente. Ó por la necesidad de reposarse de estos estudios y cambiar momentáneamente la dirección de sus ideas, ó impulsado por una cortesía mal entendida, suele hablarme de literatura y de política. Lo hace muy bien, mejor que muchos literatos y políticos de profesión; pero no hay duda que sería para mí más provechosa si la plática versara acerca de las ciencias que cultiva.

Otro reparo pudiera acaso oponer á su amenísima charla. El doctor Mediavilla es un pesimista convencido, y presiento que si le tuviera siempre á mi lado, concluiría por fatigarme. A largos intervalos, y sazonado por un ingenio sutil y penetrante, su pesimismo interesa y convence.

No hace muchos días, la casualidad me hizo dar con él no muy lejos de la puerta de su casa, hacia la cual se encaminaba. Caían algunas gotas de lluvia, y no habiendo por allí ningún café próximo, y no queriendo privarse del gusto de charlar un rato, me invitó á subir á su domicilio. Resistí un poco: las presentaciones á la familia me molestan. Comprendiólo él, y me aseguró que no entraríamos en sus habitaciones, sino que subiríamos directamente al laboratorio que tenía instalado en el cuarto tercero de la misma casa.

Era ésta suntuosa: portero de flamante librea, amplia y tapizada escalera, etc. Bien se echaba de ver que el doctor poseía una extensa y opulenta clientela. Pero una buena parte de las ganancias que sus visitas le reportaban servía para el sostenimiento de su famoso laboratorio.

— Mi mujer odia de muerte el laboratorio —decía mientras ascendíamos lentamente la escalera—. Yo odio de muerte las visitas y consultas. Para las mujeres, todo lo que no se traduzca inmediatamente en especies sonantes, es, sencillamente, aborrecible.Temblando estoy que el día menos pensado suba y haga pedazos mis frascos é instrumentos. Aunque ustedes los poetas no se harten de llamarlas ángeles y cantar su idealismo, yo no conozco nada más prosaico y mezquino que el alma de una mujer.

— Las mujeres no son poetas ni comprenden casi nunca la poesía, es cierto; pero consiste en que son ellas mismas poesía. El conocimiento no puede conocerse á sí mismo.

—¡Hombre, tiene gracia la explicación! —exclamó riendo—. Sin embargo, mi mujer ha dejado ya de ser poesía por dentro y por fuera.

Llegamos al tercero, apretó el timbre, y salió á abrirnos un joven flaco metido en un blusón que le llegaba á los pies.

—¡Señor doctor! ¡Buenos días, señor doctor! —balbució deshaciéndose en genuflexiones.

Mediavilla apenas se dignó responderle. Pasamos por delante de él, entramos en un amplio salón cuyas paredes estaban guarnecidas por armarios con puertas de cristal, al través de las cuales se veían redomas, frascos, alambiques y no pocos instrumentos de física; atravesamos luego otro semejante, y penetramos, al cabo, en un gabinete lindamente amueblado, donde el doctor se despojó de su levita y sombrero de copa, vistiéndose en su lugar una bata chinesca y un gorro turco.

—Es increíble lo que contribuyen estos dos sencillos aditamentos—dijo sonriendo maliciociosamente—para infundir veneración á mi fámulo.

—¿Qué fámulo?

—Ese que usted acaba de ver. También yo tengo mi Wagner como el doctor Fausto, tan sediento de ciencia, tan pedante y tan crédulo. Cuando me pongo esta bata y este gorro, me juzga capaz de levantar todos los velos de la Naturaleza y de evocar los espíritus activos y misteriosos que trabajan dentro de ella.

Le dirigí una mirada, y no pude menos de excusar el respetuoso temor del fámulo; porque Mediavilla, de aquella forma ataviado, con sus gafas de oro y su barba tallada en punta, semejaba, en efecto, un nigromántico.

— Ea, charlemos un rato—dijo arrellanándose frente á mí en una butaca—. ¿Qué me cuenta usted del drama de Romillo?... Un tiro, ¿verdad? Estos jóvenes satánicos concluirán por quitar también á Satanás la opinión de listo.

— Doctor—respondí yo un poco vacilante—, perdone usted..., pero en este momento..., dentro de un laboratorio y al lado de un hombre de ciencia tan notable, no puedo menos de sentir alguna curiosidad científica. ¡Si usted fuese tan amable que me mostrase alguna preparación... ó me hiciese presenciar cualquier experimento!...

Mediavilla se puso serio repentinamente, me miró con sorpresa y atención, y exclamó, al cabo, sacudiendo la cabeza:

—¡Hombre, un literato!... Vamos, usted es como mi fámulo, sabe muchas cosas, pero desearía saberlo todo.

Luego, alzándose de la butaca y abriendo la puerta, gritó:

—¡Morlesín!

— Señor doctor.

—¿Qué estaba usted haciendo cuando entramos?

— Estaba filtrando las ondas lumínicas.

—¿Y para qué hacía usted eso?

Morlesín tardó algunos instantes en responder.

— Me preocupa mucho la constitución de la materia—dijo al cabo—. Quisiera saber lo que hay dentro de los átomos.

— Lo sabrá usted

—¿Cree usted, señor doctor...?

— Sí, sí; lo sabrá usted.

Y gravemente pasó por delante de él, invitándome á seguirle.

— Es un experimento antiguo, pero siempre curioso—me dijo—. Física recreativa... Morlesín, haga usted delante del señor el experimento.

El fámulo se apresuró á obedecer. Cerró los balcones, y con una pequeña lámpara de arco voltaico produjo el espectro, haciendo atravesar el rayo luminoso por un prisma de cristal. Entonces pude ver cómo el espectro se extendía más allá de los límites del rojo, haciendo subir el termómetro, y más allá del violeta, haciendo surgir la luz en un papel impregnado de sulfato de quinina. Los rayos invisibles tenían, pues, una eficacia superior á los visibles. Después, por medio de soluciones adecuadas, me mostraron la causa determinante de los colores. Unos cuerpos absorben ciertas ondas luminosas, y dejan pasar libremente las otras. Estas últimas son las que prestan su color á los cuerpos. Por fin, pude observar que este poder de elección que los cuerpos tienen para las ondas luminosas, no solamente se extiende al espectro visible, sino también al invisible. El agua, por ejemplo, era perfectamente transparente para la luz, y opaca para los rayos caloríferos. Otros líquidos, viceversa, eran opacos para los rayos visibles, y dejaban pasar los invisibles ultrarrojos ó ultravioletas.

Morlesín, rojo y hasta ultrarrojo de placer, me dió una explicación acabada de estos fenómenos. El éter lumínico, substancia imponderable é infinitamente elástica que llena los espacios interestelares, penetra en todos los cuerpos, rodea los átomos, que nadan en él como nuestra tierra nada en la atmósfera. Las vibraciones de este éter son la causa de la luz y del calor. Estas vibraciones ú ondulaciones del éter difieren en el período de duración. Las más cortas son las ultravioletas, que se llaman también rayos químicos, porque su rapidez las hace más aptas para la descomposición de los cuerpos; las más largas, las ultrarrojas, generadoras del calor. Pues la causa de la opacidad ó transparencia de los cuerpos para unas ú otras ondas consiste en que el movimiento de estas ondas coincida ó no con el movimiento de los átomos. Si el período de vibración de una onda coincide con el período de vibración de los átomos que componen un cuerpo, los dos movimientos se acumulan, y el cuerpo absorbe aquella onda, ó, lo que es igual, resulta opaco para ella. En cambio, dejará pasar libremente las otras.

Mediavilla, que había escuchado con sonrisa burlona la disertación de su fámulo, exclamó:

— Ya ve usted que el amigo Morlesín habla de las cosas que pasan ahí dentro como si fuese un gnomo testigo de todas las operaciones misteriosas de la madre Naturaleza.

Morlesín dió las gracias ruborizado. El doctor me echó el brazo por la espalda y me llevó de nuevo á su gabinete.

— Acaba usted de presenciar un experimento de física—me dijo—. ¿Quiere usted ver este mismo experimento transportado al mundo psíquico?...

— No entiendo...

— Sí; esta misma filtración de las ondas lumínicas al través de los cuerpos, voy á hacérsela á usted ver al través de las almas.

Le miré con estupefacción, sin comprender. Mediavilla, sin explicarse más, se acercó á un aparato telefónico que tenía cerca de la mesa y llamó á su casa.

—¿Está la señorita Luisa?—preguntó al criado—. ¿Sí?... Pues dile que, si no le sirve de molestia, tenga la bondad de subir un momento.

— Es mi hija mayor—dijo colgando el auditivo—. Tiene veintidós años. Será la redoma al través de la cual vamos á filtrar la luz de esta lámpara.

Y llevó la mano á un estante de su biblioteca y sacó de él un libro. Yo le miraba cada vez con mayor sorpresa.

No tardó en aparecer una joven más baja que alta, más gruesa que delgada, de rostro fresco y sonrosado. El doctor me presentó á ella como gran literato, y le endilgó la patraña de que estaba escribiendo un libro sobre el arte de la lectura, y tomaba notas y hacía observaciones en cuantos sujetos me era posible, hombres, mujeres, jóvenes, niños y viejos.

—¡Si tú fueses tan amable que leyeses en alta voz un capítulo de esta novela!

—¡Oh! ¡Yo leo muy mal!—exclamó la joven poniéndose encarnada como una cereza.

— No es exacto. Pero aquí no se trata de la mayor ó menor perfección en la lectura, sino de ciertas observaciones que el señor está efectuando acerca del acento, del timbre de la voz, del ritmo, etc., etc.

Luisa tomó ya sin replicar el libro de manos de su padre, y se puso á leer en el sitio que éste le designó.

Era una novela histórica de los tiempos primeros del cristianismo en Roma. En el capítulo señalado por el doctor se describía con brillantes colores y lujo de detalles la mansión de un patricio. Leyó la joven la descripción de los suntuosos peristilos de mármol, las estatuas, los bronces, las pinturas, las al fombras de Persia, las sederías de la China, las telas bordadas de la India, con indiferencia y entonación monótona. Pero al llegar á una escena en que la hija del patricio, altiva é irascible, disputa con una esclava cristiana, la cubre de burlas y denuestos porque cree en la inmortalidad del alma, y, por fin, la hiere cruelmente con un puñalito, la voz de la lectora se mudó ostensiblemente, la respiración se le cortó varias veces, y sus ojos se rasaron de lágrimas. Luego, la orgullosa patricia, arrepentida al ver correr la sangre en abundancia, manda curar á la esclava y le regala en compensación un rico anillo de esmeraldas.

Mas al domingo siguiente el precioso anillo apareció en una iglesia entre las limosnas recogidas para los pobres. Este último rasgo hizo brillar los ojos de la lectora con alegría y admiración.

— Está bien, hija mía. Muchas gracias. Puedes bajar cuando gustes; y si tu hermana Consuelo está desocupada, dile que suba un instante.

Despidióse la primogénita de Mediavilla besando á su padre y alargándome la mano con timidez y cordialidad al mismo tiempo.

— Ya ve usted que mi hija mayor deja pasar libremente las ondas luminosas de corto período, los brillantes colores del iris, y sólo absorbe las vibraciones invisibles ultrarrojas, las que engendran calor en los corazones.

— Lo he observado con placer. ¡Dichoso el hombre que tropieza en el mundo con uno de estos seres, cuya alma sólo vibra con el amor y el perdón!

— Sí; pero ¡desgraciados estos seres si tropiezan con un hombre deslumbrado, cuyos ojos no son capaces de percibir las ondas preciosas é invisibles que remueven su alma!—repuso el doctor mientras una arruga surcaba su frente.

Comprendí que aquella joven era la hija preferida de su corazón, y que su felicidad le inspiraba un cuidado ansioso y vigilante.

Consuelo, su hija segunda, se presentó.

No pude menos de sentirme subyugado inmediatamente. Un rostro blanco, ovalado, cabellos negros, ojos rasgados de largas pestañas, alta, flexible y aérea como una hada. Me saludó con la soltura un poco impertinente de las jóvenes persuadidas de su hermosura y que la ven celebrada. Su padre le repitió la misma demanda que había hecho á Luisa, poniéndole el libro delante. La hermosa joven me dirigió entonces una penetrante mirada de curiosidad, donde se mezclaba la inquietud y la burla. Luego se puso á leer, y su voz era también de timbre delicioso. Cuando la Naturaleza decide formar un ser bello, parece que muestra empeño en no olvidar ningún toque.

No tardé en advertir que la descripción de las riquezas acumuladas en la casa del patricio romano lograba interesarla; que tanta obra de arte, tanta joya y tanta elegancia le causaban profunda admiración. En cambio, cuando llegó á la escena de la disputa entre la esclava cristiana y la señora pagana, su tono se hizo más indiferente y monótono. Ni aun logró alterarlo el bárbaro castigo que ésta la infligió. Sus ojos brillaron, no obstante, cuando la patricia regaló á su esclava el magnífico anillo de esmeraldas. Pero al leer que este anillo se había encontrado al domingo siguiente en el cepillo de los pobres, quedó un instante suspensa sin comprender. Luego hizo una imperceptible mueca de desdén, y se puso seria.

— Como usted habrá advertido—me dijo su padre cuando partió—, acabamos de operar con una substancia muy diversa. Esta absorbe todos los rayos lumínicos y brillantes del espectro visible; pero deja pasar libremente las ondas más largas del calor.

Bajé la cabeza sin responder. No me pareció delicado apoyar lo que decía, pues se trataba, al cabo, de una hija suya.

— Entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral—prosiguió—descubrimos alguna vez una estrecha relación, una simetría que hace pensar involuntariamente en la armonía preestablecida