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Clásico del pensamiento revolucionario del siglo XX, es un compendio de las notas de Ernesto Che Guevara durante la gesta liberadora de Cuba. Ernesto Che Guevara fue comandante del Ejército Rebelde y uno de sus líderes más importantes y carismáticos. Esta edición incluye las correcciones del propio autor "… por si algún día volvía a publicarse". Su hija, Aleida Guevara March, hace la presentación del libro, que está dividido en dos grandes bloques: la lucha armada contra la tiranía de Batista y las actividades después del triunfo revolucionario. Incluye un acápite con cartas todas de Che. En el apéndice aparece un incluye un informe de Che dirigido a Fidel Castro. Este material se publicó por primera vez en 1975 y ha tenido tres reimpresiones: en 1985, 1999 y 2002 y una segunda edición ampliada y corregida en 2009.
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Seitenzahl: 436
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición, corrección y diseño interior: Pilar Jiménez Castro
Diseño de cubierta: Deguis Fernández Tejeda
Maquetación: Belkis Alfonso García
® Centro de Estudios Che Guevara, 2015
© Sobre la presente edición:
Editorial de Ciencias Sociales, 2015
1ra edición, 1975
1ra reimpresión, 1985
2da reimpresión, 1999
3ra reimpresión, 2002
2da edición ampliada y corregida, 2009
1ra reimpresión, 2011
ISBN 9789590616341
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
Estimado lector le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar, por escrito, su opinión acerca de este libro y de nuestras ediciones.
Instituto Cubano del Libro
Editorial de Ciencias Sociales
Calle 14 no. 4104 entre 41 y 43,
Playa, Ciudad Habana.
e-mail [email protected]
Pasajes de la guerra revolucionaria, obra del comandante Ernesto Che Guevara, ha devenido clásico del pensamiento revolucionario; por quinta vez forma parte de nuestro catálogo, con la peculiaridad, de que en esta ocasión, se ha enriquecido con las correcciones que hiciera el propio Che por “…si algún día volvía a publicarse”, las que han sido facilitadas por el Centro de Estudios Che Guevara, lo cual agradecemos.
La primera parte del libro es la que contiene las mencionadas correcciones sobre la versión primigenia que como libro hiciera Ediciones Unión en 1963; estas aparecen en negrita a lo largo del texto.
La segunda parte contiene todos los relatos publicados posteriormente en la revista Verde Olivo y que, también, fueron recogidos en nuestras versiones anteriores. Además, aparecen, después del Apéndice, varias cartas enviadas, fundamentalmente a Fidel y a Camilo.
En la organización del archivo personal del Che, hace algúntiempo, mi madre —mientras buscaba un documento —encontró entre los papeles de mi padre una nota de su puño y letra que decía: “El libro de los pasajes, por si otra vez se quiere editar, corregido y aumentado”.
La historia comienza cuando por primera vez, el 8 de mayo de 1963, se puso en manos de los lectores un libro que recogía algunos pasajes de la guerra revolucionaria escritos por el Che, los que después fueran corregidos por él, con pequeñas adiciones y cambios de redacción, por si se decidía publicar de nuevo. Todos esos relatos se realizaron a partir de las notas de su diario de campaña, al igual que lo hiciera conNotas de viaje,su primer libro de narraciones, aunque por supuesto con un estilo más definido y elaborado, pero con la misma frescura y dinamismo, convertido en crónicas de un alto valor testimonial y en un documento de inapreciable valor histórico.
Años más tarde, el libro vuelve a ser publicado, acrecentado con otros trabajos, también de esa misma etapa, que habían sido escritos por el Che y divulgados en revistas y periódicos, pero sin los cambios indicados. Después han salido a la luz nuevas ediciones, algunas de ellas con los cambios propuestos, pero sin las aclaraciones pertinentes para que el lector pudiera percatarse con exactitud de ellas.
El Centro de Estudios Che Guevara, en su labor de recuperar la memoria histórica y teniendo en cuenta las insuficiencias de las ediciones anteriores, se ha propuesto reeditar el texto, esta vez con las modificaciones recomendadas debidamente señaladas y así poder cumplir con el deseo expreso del Che.
Esta publicación que hoy tienen en sus manos es mucho más precisa y acabada que las anteriores, porque además de las anotaciones, reproduce algunas páginas facsimilares que muestran las correcciones realizadas.
Una vez más el Centro se complace en presentarles un texto, considerado uno de los clásicos dentro de los escritos del Che, que nos permite acercarnos a momentos muy especiales de la vida de este personaje, a través de una prosa clara y directa, muy propia de su estilo narrativo, y donde nos relata instantes determinantes de las acciones guerrilleras, protagonizadas por hombres y mujeres del pueblo cubano, enfrascados en la conquista del porvenir.
Si el Che logra comunicarse con ustedes por medio de estas singulares crónicas de guerra, sobre todo con los jóvenes que no han tenido la posibilidad de leerlas anteriormente, entonces, seguramente al concluir la lectura conocerán más el pueblo cubano y entenderán mejor una de las facetas más importantes de nuestro proceso revolucionario, pero sobre todo, sabrán de la calidad humana de las personas que combatieron, de sus temores, sus limitaciones y también por ello, de su grandeza.
Con la lectura de cada uno de los episodios podremos actuar junto a ellos, sentir sus preocupaciones y disfrutar de sus aciertos. De primera mano tendremos un análisis de cómo marchaba la contienda y la forma educativa en que actuaban cuando se veían en la necesidad de hacer análisis críticos y autocríticos, los que sin dudas sirven de experiencia y lección para los que se propongan hacer de la lucha revolucionaria su arma de combate y para que a su vez no cometan los mismos errores.
Desde el primer momento en que leí el libro, quedó en mi memoria grabado, profundamente, el relato “El cachorro asesinado”, nunca he podido olvidarlo, siento el ladrido del cachorro y percibo el sentimiento de culpa. No se puede negar que cuando se está dentro del combate las decisiones tienen que tomarse en cuestiones de segundos, muchas veces de la rapidez con que se llevan a cabo depende la vida de muchos compañeros, puedes estar seguro de que hiciste lo correcto, pero no puedes desligarte del dolor que muchas veces provocan. Todo eso queda en el ser humano que combate, sí, son seres humanos como usted o como yo o como muchos otros, con todos los sentimientos complejos que nos individualizan como personas y que nos permiten sentirnos dentro de una especie viva.
Espero que disfruten y aprendan con esta lectura, escrita por quien podemos catalogar como el cronista del último segmento de la guerra de liberación de mi pueblo; entren a emboscadas, tomen decisiones y luchen por la libertad junto a sus combatientes a través de las vivencias de uno de sus más aguerridos y queridos jefes. Pero al finalizar la lectura no dejen caer las armas, ahora las más útiles, las del conocimiento y la comprensión y continuemos combatiendo juntos por un mundo mucho mejor, ¡Hasta la Victoria Siempre!
Desde hace tiempo, estábamos pensando en cómo hacer una historia de nuestra Revolución que englobara todos sus múltiples aspectos y facetas; muchas veces sus jefes manifestaron —privada o públicamente— los deseos de hacer esta historia, pero los trabajos son múltiples, van pasando los años y el recuerdo de la lucha insurreccional se va disolviendo en el pasado sin que se fijen claramente los hechos que ya pertenecen, incluso, a la historia de América. Por ello, iniciamos una serie de recuerdos personales de los ataques, escaramuzas,combates y batallas en que intervinimos. No es nuestro propósito hacer solamente esta historia fragmentaria a través de remembranzas y algunas anotaciones; todo lo contrario, aspiramos a que se desarrolle el tema por cada uno de los que lo han vivido.
Nuestra limitación personal, al luchar en algún punto exacto y delimitado del mapa de Cuba durante toda la contienda, nos impidió participar en combates y acontecimientos de otros lugares; creemos que, para hacer asequible a todos los participantes en la gesta revolucionaria la tarea de narrarla y, al mismo tiempo, hacerlo ordenadamente empezar con el primer combate, o sea, el único en que participara Fidel que fuera adverso a nuestras armas: la sorpresa de Alegría de Pío.
Muchos sobrevivientes quedan de esta acción y cada uno de ellos está invitado a dejar también constancia de sus recuerdos para incorporarlos y completar mejor la historia. Sólo pedimos que sea estrictamente veraz el narrador; que nunca para aclarar una posición personal o magnificarla o para simular haber estado en algún lugar, diga algo incorrecto. Pedimos que, después de escribir algunas cuartillas en la forma en que cada uno lo pueda, según su educación y su disposición, se haga una autocrítica lo más seria posible para quitar de allí toda palabra que no se refiera a un hecho estrictamente cierto, o de cuya certeza no tenga el autor una plena confianza. Por otra parte, con ese ánimo empezamos nuestros recuerdos.
Alegría de Pío es un lugar de la provincia de Oriente, municipio de Niquero,sitocerca de Cabo Cruz, donde fuimos sorprendidos el día 5 de diciembre de 1956 por las tropas de la dictadura.
Veníamos extenuados después de una caminata no tan larga como penosa. Habíamos desembarcado el 2 de diciembre en el lugar conocido por playa de Las Coloradas, perdido casi todo nuestro equipo y caminado durante interminables horas por ciénagas de agua de mar, con botas nuevas. Esto había provocado ulceraciones en los pies de casi toda la tropa. Pero no era nuestro único enemigo el calzado o las afecciones fúngicas. Habíamos llegado a Cuba después de siete días de navegación a través del Golfo de México y el Mar Caribe, sin alimentos, con el barco en malas condiciones, casi todo el mundo mareado por falta de costumbre al vaivén del mar, después de salir el 25 de noviembre del puerto de Tuxpan, un día de norte, en que la navegación estaba prohibida. Todo esto había dejado sus huellas en la tropa integrada por bisoños que nunca habían entrado en combate.
Ya no quedaba de nuestros equipos de guerra nada más que el fusil, la canana y algunas balas mojadas. Nuestro arsenal médico había desaparecido, nuestras mochilas se habían quedado en los pantanos, en su gran mayoría. Caminamos de noche, el día anterior, por las guardarrayas de las cañas del Central Niquero, que pertenecía a Julio Lobo en aquella época. Debido a nuestra inexperiencia, saciábamos nuestra hambre y nuestra sed comiendo cañas a la orilla del camino y dejando allí el bagazo; pero además de eso, no necesitaron los guardias el auxilio de pesquisas indirectas, pues nuestro guía, según nos enteramos años después, fue el autor principal de la traición, llevándolos hasta nosotros. Al guía se le había dejado en libertad al llegar al punto de descanso, cometiendo un error que repetiríamos algunas veces durante la lucha, hasta aprender que los elementos de la población civil cuyos antecedentes se desconocen deben ser vigilados siempre que se esté en zonas de peligro.Nodebimos permitirle irse a nuestro falso guíaen aquellas circunstancias.
En la madrugada del día 5, eran pocos los que podían dar un paso más; la gente desmayada, caminaba pequeñas distancias para pedir descansos prolongados. Debido a ello, se ordenó un alto a la orilla de un cañaveral, en un bosquecito ralo, relativamente cercano al monte firme. La mayoría de nosotros durmió aquella mañana.
Señales desacostumbradas empezaron a ocurrir a medio día, cuando los aviones Biber y otros tipos de avionetas del ejército y de particulares empezaron a rondar por las cercanías. Algunos de nuestro grupo, tranquilamente, cortaban cañas mientras pasaban los aviones sin pensar en lo visibles que eran dadas la baja altura y poca velocidad a que volaban los aparatos enemigos. Mi tarea en aquella época, como médico de la tropa, era curar las llagas de los pies heridos. Creo recordar mi última cura en aquel día. Se llamaba Humberto Lamotte elcompañero y ésa era, también su última jornada. Está en mi memoria la figura cansada y angustiada llevando en la mano los zapatos que no podía ponerse mientras se dirigía del botiquín de campaña hasta su puesto.
Montané y yo estábamos recostados contra un tronco, hablando de nuestros respectivos hijos; comíamos la magra ración —medio chorizo y dos galletas— cuando sonó un disparo; una diferencia de segundos solamente y un huracán de balas —o al menos eso pareció a nuestro angustiado espíritu durante aquella prueba de fuego— se cernía sobre el grupo de 82 hombres. Mi fusil no era de los mejores, deliberadamente lo había pedido así porque mis condiciones físicas eran deplorables después de un largo ataque de asma soportado durante toda la travesía marítima y no quería que se fuera a perder un arma buena en mis manos. No sé en qué momento ni cómo sucedieron las, cosas; los recuerdos ya son borrosos. Me acuerdo que, en medio del tiroteo, Almeida —en ese entonces capitán— a mi lado para preguntar las órdenes que había, pero ya no había nadie allí para darlas. Según me enteré después, Fidel trató en vano de agrupar a la gente en el cañaveral cercano, al que había que llegar cruzando la guardarraya solamente. La sorpresa había sido demasiado grande, las balas demasiado nutridas. Almeida volvió a hacerse cargo de su grupo, en ese momento un compañero dejó una caja de balas casi a mis pies, se lo indiqué y el hombre me contestó con cara que recuerdo perfectamente, por la angustia que reflejaba, algo así como “no es hora para cajas de balas”, e inmediatamente siguió el camino del cañaveral (después murió asesinado por uno de los esbirros de Batista). Quizás ésa fue la primera vez que tuve planteado prácticamente ante mi el dilema de mi dedicación a la medicina o a mi deber de soldado revolucionario. Tenía delante una mochila llena de medicamentos y una caja de balas, las dos eran mucho peso para transportarlas juntas; tomé la caja de balas, dejando la mochila para cruzar el claro que me separaba de las cañas. Recuerdo perfectamente a Faustino Pérez, de rodillas en la guardarraya, disparando su pistola ametralladora. Cerca de mí un compañero llamado Arbentosa, caminaba hacia el cañaveral. Una ráfaga que no se distinguió de las demás, nos alcanzó a los dos. Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello; me dí a mí mismo por muerto. Arbentosa, vomitando sangre por la nariz, la boca y la enorme herida de una bala cuarenta y cinco, gritó algo así como “me mataron” y empezó a disparar alocadamente pues no se veía a nadie en aquel momento. Le dije a Faustino, desde el suelo,“mejodieron”, Faustino me echó una mirada en medio de su tarea y me dijo que no era nada, pero en sus ojos se leía la condena que significaba mi herida.
Quedé tendido; disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro impulso del otro herido. Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen nítida. Alguien de rodillas, gritaba que había que rendirse y se oyó atrás una voz, que después supe pertenecía a Camilo Cienfuegos, gritando: “Aquí, no se rinde nadie...” y una palabrota después. Ponce se acercó agitado, con la respiración anhelante, mostrando un balazo que aparentemente le atravesaba el pulmón. Me dijo que estaba herido y le manifesté, con toda indiferencia, que yo también. Siguió Ponce arrastrándose hacia el cañaveral, así como otros compañeros ilesos. Por un momento quedé solo, tendido allí esperando la muerte. Almeida llegó hasta mí y me dio ánimos para seguir; a pesar de los dolores, lo hice y entramos en el cañaveral. Allí ví al gran compañero Raúl Suárez, con su dedo pulgar destrozado por una bala y Faustino Pérez vendándoselo junto a un tronco; después todo se confundía en medio de las avionetas que pasaban bajo, haciendo algunos disparos de ametralladora, sembrando más confusión en medio de escenas a veces dantescas y a veces grotescas, como la de un corpulento combatiente que quería esconderse tras de una caña, y otro que pedía silencio en medio de la batahola tremenda de los tiros, sin saberse bien para qué.
Se formó un grupo que dirigía Almeida y en el que estábamos además el hoy comandante Ramiro Valdés, en aquella época teniente, y los compañeros Chao y Benítez; con Almeida a la cabeza, cruzamos la última guardarraya del cañaveral para alcanzar un monte salvador. En ese momento se oían los primeros gritos: “fuego”, en el cañaveral y se levantaban columnas de humo y fuego; aunque esto no lo puedo asegurar, porque pensaba más en la amargura de la derrota y en la inminencia de mi muerte, que en los acontecimientos de la lucha. Caminamos hasta que la noche nos impidió avanzar y resolvimos dormir todos juntos, amontonados, atacados por los mosquitos, atenazados por la sed y el hambre. Así fue nuestro bautismo de fuego, el día 5 de diciembre de 1956, en las cercanías de Niquero. Así se inició la forja de lo que sería el Ejército Rebelde.
El ataque a un pequeño cuartel que existía en la desembocadura del río de La Plata, en la Sierra Maestra, constituyó nuestra primera victoria y tuvo cierta resonancia, más lejana que la abrupta región donde se realizó. Fue un llamado de atención a todos, la demostración de que el Ejército Rebelde existía y estaba dispuesto a luchar y, para nosotros, la reafirmación de nuestras posibilidades de triunfo final.
El día 14 de enero de 1957, poco más de un mes después de la sorpresa de Alegría de Pío, paramos en el río Magdalena que está separado de La Plata por un firme que sale de la Maestra y muere en el mar dividiendo las dos pequeñas cuencas. Allí hicimos algunos ejercicios de tiro, ordenados por Fidel para entrenar algo a la gente; algunos tiraban por primera vez en su vida. Allí nos bañamos también, después de muchos días de ignorar la higiene y, los que pudieron, cambiaron sus ropas. En aquel momento había veintitrés armas efectivas; nueve fusiles con mirilla telescópica, cinco semiautomáticos, cuatro de cerrojo, dos ametralladoras Thompson, dos pistolas ametralladoras y una escopeta calibre 16. Por la tarde de ese día subimos la última loma antes de llegar a las inmediaciones de La Plata. Seguíamos un angosto trillo del bosque transitado por muy pocas personas y marcado especialmente para nosotros a punta demachete por un campesino de la región, llamado Melquiades Elías. Este nombre nos fue dado por nuestro guía Eutimio,personal imprescindible para nosotros y la imagen del campesinado rebelde; pero algún tiempo después fue apresado por Casillas, quien en vez de matarlo lo compró con la oferta de $10,000 y un grado en el ejército si mataba a Fidel. Estuvo muy cerca de su intento, pero le faltó valor para hacerlo; sin embargo, muy importante fue su acción, delatando nuestros campamentos.
En aquella época, Eutimio nos servía lealmente; era uno de los tantos campesinos que luchaban por sus tierras contra los terratenientes de la región, y quien luchara contra los terratenientes, luchaba al mismo tiempo contra la guardia que era la servidora de aquella clase.
Durante el camino de ese día, hicimos prisioneros ados campesinos que resultaron ser parientes del guía: uno de ellos fue puesto en libertad pero el otro fue retenido, como medida de precaución. Al día siguiente, 15 de enero, avistamos el cuartel de La Plata, a medio construir, con sus láminas de zinc y vimos un grupo de hombres semidesnudos en los que se adivinaba, sin embargo, el uniforme enemigo. Pudimos observar cómo, a las seis de la tarde, antes de caer el sol, llegaba una lancha cargada de guardias, bajando unos y subiendo otros. Como no comprendimos bien las evoluciones decidimos dejar el ataque para el día siguiente.
Desde el amanecer del 16 se puso observación sobre el cuartel. Se había retirado el guardacostas por la noche; se iniciaron labores de exploración pero no se veían soldados por ninguna parte. A las tres de la tarde, decidimos ir acercándonos al camino que sube del cuartel bordeando el río para tratar de observar algo; al anochecer, cruzamos el río de La Plata que no tiene profundidad alguna y nos apostamos enel camino; a los cinco minutos, tomamos prisioneros a dos campesinos. Uno de los hombres tenía algunos antecedentes de chivato; al saber quiénes éramos y expresarles que no teníamos buenas intenciones si no hablaban claro, dieron informaciones valiosas. Había unos soldados en el cuartel, aproximadamente una quincena, y, además, al rato debía pasar uno de los tres famosos mayorales de la región: Chicho Osorio. Estos mayorales pertenecían al latifundio de la familia Laviti que había creado un enorme feudo y lo mantenía mediante el terror con la ayuda de individuos como Chicho Osorio. Al poco rato, apareció el nombrado Chicho, borracho, montado en un mulo y con un negrito a horcajadas. Universo Sánchez, le dio el alto en nombre de la guardia rural, y éste rápidamente contestó: “mosquito”. Era la contraseña.
A pesar de nuestro aspecto patibulario, quizás por el grado de embriaguez de ese sujeto, pudimos engañar a Chicho Osorio. Fidel, con aire indignado, le dijo que era un coronel del ejército, que venía a investigar por qué razón no se había liquidado ya a los rebeldes, que él sí se metía en el monte, por eso estaba barbudo, que era una “basura” lo que estaba haciendo el ejército; en fin, habló bastante mal de la ejecutividad de las fuerzas enemigas. Con gran sumisión. Chicho Osorio contó que, efectivamente, los guardias se la pasaban en el cuartel, que solamente comían, sin actuar; que hacían recorridos sin importancia; manifestó enfáticamente que había que liquidar a todos los rebeldes. Se empezó a hacer discretamente una relación de la gente amiga y enemiga en la zona, preguntándole por ella a Chicho Osorio y, naturalmente, poniéndolo al revés, cuando Chicho decía que alguno era malo, ya teníamos una base para decir que era bueno. Así se juntaron veintitantos nombres, y el chivato seguía hablando; nos contó cómo habían muerto dos hombres en esos lugares; “pero mi general Batista me dejó libre enseguida”. Nos dijo cómo acababa de darles unas bofetadas a unos campesinos que se habían puesto “un poco malcriados” y que, además, según sus propias palabras, los guardias eran incapaces de hacer eso; los dejaban hablar sin castigarlos. Le preguntó Fidel qué cosa haría él con Fidel Castro en caso de agarrarlo, y entonces contestó con un gesto explicativo que había que partirle los... Igualmente opinó de Crescencio. Mire, dijo, mostrando los zapatos de nuestra tropa, de factura mexicana, “de uno de estos hijos de... que matamos”. Allí, sin saberlo, Chicho Osorio había firmado su propia sentencia de muerte. Al final, ante la insinuación de Fidel, accedió a guiarnos para sorprender a todos los soldados y demostrarles que estaban muy mal preparados y que no cumplían con su deber.
Nos acercamos hacia el cuartel, teniendo como guía a Chicho Osorio, aunque personalmente no estaba muy seguro de que aquel hombre no se hubiera percatado ya de la estratagema. Sin embargo, siguió con toda ingenuidad, pues estaba tan borracho que no podía discernir; al cruzar nuevamente el río para acercarnos al cuartel, Fidel le dijo que las ordenanzas militares establecían que el prisionero debía estar amarrado; el hombre no opuso resistencia, siguió como prisionero, aunque sin saberlo. Explicó que la única guardia establecida era una entrada en el cuartel en construcción y la casa de otro de los mayorales llamado Honorio, y nos guió hasta un lugar cercano al cuartel por donde pasaba el camino al Macío. El compañero Luis Crespo, hoy comandante, fue enviado a explorar y volvió con la noticia de que eran exactos los informes del mayoral, pues se veían las dos construcciones y el punto rojo de los cigarros de la guardia en el medio.
Cuando estábamos listos para acercarnos tuvimos que escondernos y dejar pasar a tres guardias a caballo quepasaban, arriando como una mula a un prisionero de apie.Al lado mío pasó, y recuerdo las palabras del pobre campesino que decía: “Yo soy como ustedes” y la contestación de un hombre, que después identificamos como el cabo Basol, “cállate y sigue antes de que te haga caminar a latigazos”. Nosotros creíamos que ese campesino quedaba fuera de peligro al no estar en el cuartel, expuesto a nuestras balas en el momento del ataque; sin embargo, al día siguiente, cuando se enteraron del combate y sus resultados fue asesinado vilmente en el Macío.
Teníamos preparado el ataque con veintidós armas disponibles. Era un momento importante, pues teníamos muy pocas balas; había que tomar el cuartel de todas maneras, el no tomarlo significaba gastar todo el parque, quedar prácticamente indefensos. El compañero teniente Julito Díaz, caído gloriosamente en El Uvero, con Camilo Cienfuegos, Benítez y Calixto Morales, con fusiles semiautomáticos, cercarían la casa de guano por la extrema derecha. Fidel, Universo Sánchez, Luis Crespo, Calixto García, Fajardo —hoy comandante del mismo apellido que nuestro médico, Piti Fajardo, caído en Escambray— y yo, atacaríamos por el centro. Raúl con su escuadra y Almeida con la suya, el cuartel, por la izquierda.
Así fuimos acercándonos, a las posiciones enemigas hasta llegar a unos cuarenta metros. Había buena luna. Fidel inició el tiroteo con dos ráfagas de ametralladora y fue seguido por todos los fusiles disponibles. Inmediatamente, se invitó a rendirse a los soldados, pero sin resultado alguno.
En el momento de iniciarse el tiroteo fue ajusticiado el chivato y asesino Chicho Osorio.
El ataque se había iniciado a las dos y cuarenta de la madrugada y los guardias hicieron más resistencia de la esperada, había un sargento que tenía un M-1, y respondía con una descarga cada vez que le intimábamos la rendición; se dieron órdenes de disparar nuestras viejas granadas de tipo brasileño; Luis Crespo tiró la suya, yo la que me pertenecía. Sin embargo, no estallaron. Raúl Castro tiró dinamita sin niple y ésta no hizo ningún efecto. Había entonces que acercarse y quemar las casas aun a riesgo de la propia vida; en aquellos momentos Universo Sánchez trató de hacerlo primero y fracasó, después lo intentó Camilo Cienfuegos pero tampoco pudo hacerlo y, al final, Luis Crespo y yo nos acercamos a un rancho que este compañero incendió. A la luz del incendio pudimos ver que era simplemente un lugar donde guardaban los frutos del cocotal cercano, pero intimidamos a los soldados que abandonaron la lucha. Uno huyendo fue casi a chocar contra el fusil de Luis Crespo que lo hirió en el pecho, le quitó el arma y seguimos disparando contra la casa. Camilo Cienfuegos, parapetado detrás de un árbol disparó contra el sargento que huía y agotó los pocos cartuchos de que disponía.
Los soldados, casi sin defensa, eran inmisericordemente heridos por nuestras balas. Camilo Cienfuegos entró primero, por nuestro lado, a la casa de donde llegaban gritos de rendición. Hicimos rápidamente el balance que había dejado el combate en armas: ocho Springfield, una ametralladora Thompson y unos mil tiros; nosotros habíamos gastado unos quinientos tiros aproximadamente. Además, teníamos cananas, combustible, cuchillos, ropas, alguna comida. El recuento de bajas: ellos tenían dos muertos y cinco heridos, además tres prisioneros. Algunos junto con el chivato Honorio; habían huido. Por nuestra parte, ni un rasguño. Se les dio fuego a las casas de los soldados y nos retiramos, luego de atender lo mejor posible a los heridos, tres de ellos de mucha gravedad, que luego murieron, según nos enteramos después de la victoria final, los dejamos al cuidado de los soldados prisioneros. Uno de estos soldados, se incorporó después a las tropas del comandante Raúl Castro y alcanzó el grado de teniente, muriendo en un accidente aéreo ya después de ganada la guerra.
Siempre contrastaba nuestra actitud conlos heridos y la del ejército, que no solo asesinaba a nuestros heridos sino que abandonaba a los suyos. Esta diferencia fue haciendo su efecto con el tiempo y constituyó uno de los factores detriunfo. Allí, con mucho dolor para mí, que sentía como médico la necesidad de mantener reservas para nuestras tropas, ordenó Fidel que se entregaran a los prisioneros todas las medicinas disponibles para el cuidado de los soldados heridos, y así lo hicimos. Dejamos también en libertad a los civiles y, a las cuatro y treinta de la mañana del día 17, salíamos rumbo a Palma Mocha, a donde llegamos al amanecer internándonos rápidamente, buscando las zonas más abruptas de la Maestra.
Un espectáculo lastimoso se ofrecía a nuestros ojos; un cabo y un mayoral habían afirmado la víspera, a todas las familias dellugar, que la aviación bombardearía aquello provocando entonces iniciaron un éxodo hacia la costa de casi la totalidad de los campesinos.Como nadie conocía nuestra estancia en en esos lares, era claramente una maniobra entre los mayorales y la guardia rural para despojar a los guajiros de sus tierras y pertenencias, pero la mentira de ellos había coincidido con nuestro ataque y ahora se hacía verdad, de modo que el terror se sembró en ese momento y fue imposible detener el éxodo campesino.
Este fue el primer combate victorioso de los ejércitos rebeldes; en éste y el combate siguiente, fue el único momento de la vida de nuestra tropa donde nosotros hayamos tenido más armas que hombres... El campesino no estaba preparado para incorporarse a la lucha y la comunicación con las bases de la ciudad prácticamente no existía.
El Arroyo del Infierno es un pequeño riachuelo de escaso recorrido que desemboca en el río Palma Mocha. A sus márgenes, alejándonos del río Palma Mocha y subiendo por las laderas de las lomas que lo bordean, llegamos a una pequeña abra circular en el monte donde se levantaban dos pequeños bohíos e hicimos nuestro campamento en esta zona, naturalmente, dejando vacías las casas campesinas.
Fidel calculaba que el ejército vendría en nuestra búsqueda y que más o menos nos localizaría; decidió preparar en esta región la emboscada que sirviera para atrapar a algunos soldados enemigos. Consecuentemente con ello distribuyó la gente.
Fidel constantemente vigilaba las líneas y daba recorridos para cerciorarse de la eficacia de la defensa. El día 19 de enero por la mañana,ocurrióun accidente que pudo tener tener graves consecuencias. Yo había llevado como trofeo de la lucha en La Plata, un casco completo de cabo del ejército batistiano y lo portaba con todo orgullo, pero al ir a inspeccionar las tropas, lo hicimos por pleno monte y la vanguardia nos oyó venir desde lejos y vio el grupo encabezado por uno que llevaba casco. Afortunadamente en ese momento se estaban limpiando las armas, y solamente funcionaba el fusil de Camilo Cienfuegos que disparó sobre nosotros, aunque inmediatamente comprendió su error; el primer disparo no dio en el blanco y el fusil automático se trabó impidiéndole seguir disparando. Este hecho demuestra el estado de tensión que teníamos todos, esperando, como una liberación, el combate. Son instantes en que hasta los más firmes de nervios sienten cierto leve temblor en las rodillas y todo el mundo ansía ya de una vez la llegada de ese momento estelar y la guerra, que es el combate. Sin embargo, no era ni con mucho, nuestro deseo el combatir; lo hicimos porque era necesario.
En la madrugada del día 22, se oyeron algunos disparos aislados por la zona del río Palma Mocha y esto nos incitóa mantener todavía en mejores condiciones nuestras líneas, a cuidarnos más y a esperar la inminente presencia de la tropa enemiga.
Debido a que se suponía que estaban los soldados cerca, no hubo ni desayuno ni almuerzo. Con el guajiro Crespo habíamos descubierto un nido de gallinas y racionábamos el uso que hacíamos de los huevos dejando uno, como es usual, para que siguiera poniendo. Ese día, en vista de los tiros escuchados por la noche, Crespo decidió que debíamos comernos el último huevo, y así lo hicimos. Era mediodía cuando observamos una figura humana en uno de los bohíos, pensamos en el primer momento que había desobedecido la orden de no acercarse a las casas alguno de los compañeros. Sin embargo, no era así; uno de los soldados de la dictadura era el explorador del bohío. Aparecieron después hasta seis, y luego se fueron, quedando tres a la vista; pudimos observar cómo el soldado de guardia, tras mirar a todos lados, quitó unas hierbas, se las puso en las orejas en un intento de camuflage, y se sentó a la sombra tranquilamente sin aprensiones en su rostro claramente visible en la mirilla telescópica. El disparo de Fidel, que abrió el fuego, lo fulminó pues solamente alcanzó a dar un grito, algo así como “¡ay mi madre!” y cayó para no levantarse. Se generalizó el tiroteo y cayeron los dos compañeros del infortunado soldado. De pronto descubrí que en otro bohío más cercano a mis posiciones había otro soldado que trataba de esconderse del fuego nuestro. Se le veían solamente las piernas, pues mi posición elevada hacía que el techo del bohío lo tapara. Tiré a rumbo la primera vez y fallé: el segundo disparo dio de lleno en el pecho del hombre que cayó dejando su fusil clavado en la tierra por la bayoneta. Cubierto por el guajiro Crespo, llegué a la casa donde pude observar el cadáver quitándole sus balas, su fusil y algunas otras pertenencias. El hombre había recibido un balazo en medio del pecho que debió haber partido el corazón y su muerte fue instantánea; ya presentaba los primeros síntomas de la rigidez cadavérica debido quizás al cansancio de la última jornada que había rendido.
El combate fue de una velocidad extraordinaria y pronto estábamos huyendo cada uno por su lado, luego de logrados por nuestra parte los objetivos propuestos.
Al hacer el recuento constatamos que habíamos gastado 900 balasaproximadamente y que se recuperaron70 de una canana llena y un fusil; ése fue el Garand que le correspondió al comandante Efigenio Ameijeiras, el que lo llevó durante buena parte de la guerra. Se contaron cuatro muertos del enemigo, pero meses después nos enteramos, al detener un chivato, que habían sido cinco las bajas. No era una victoria completa, pero tampoco una victoria pírrica. Habíamos medido nuestras fuerzas con el ejército en nuevas situaciones y habíamos superado la prueba.
Esto nos mejoró mucho el ánimo y nos permitió seguir durante todo el día trepando hacia los montes más inaccesibles para escapar a la persecución de grupos mayores del ejército enemigo. Así fuimos a caer del otro lado de la montaña y caminábamos paralelamente a la tropa de Batista, que también había huido, y había cruzado las mismas cúspides de las montañas para seguir hacia el otro lado; durante dos días nuestras tropas y las tropas del enemigo marcharon casi juntas, sin percatarse de ello; una vez dormimos en dos bohíos separados apenas por un pequeño río como es el de La Plata, y algún par de recodos unos de otros. El teniente que comandaba la patrulla se llamaba Sánchez Mosquera y su nombre se hizo famoso en la Sierra Maestra debido a sus depredaciones de todo tipo. Es bueno explicar que los balazos oídos por nosotros horas antes de la acción fueron disparados para asesinar a un “pichón de haitiano” que se negara a conducir las tropas hasta nuestro escondite. Si no hubieran cometido ese asesinato no nos hubieran encontrado tan alertas.
Estábamos de nuevo sobrecargados de peso llevando muchos de nosotros dos fusiles; en esta situación no era muy fácil el camino, pero evidentemente era otra moral la que imperaba, diferente a la que imperaba después del desastre de Alegría de Pío. Pocos días antes habíamos derrotado a un grupo menor en número, atrincherado en un cuartel; ahora derrotábamos una columna en marcha superior en número a nuestras fuerzas y se pudo experimentar la importancia que tiene en este tipo de guerra liquidar las vanguardias, pues sin vanguardia no puede moverse un ejército.
Después del combate victorioso contra las fuerzas de Sánchez Mosquera, habíamos caminado por las riberas del río de La Plata y, después, cruzando el Magdalena, habíamos vuelto a la zona ya conocida por nosotros en Caracas. Pero el ambiente que existía allí era diferente al que habíamos vivido la primera vez, cuando estuvimos escondidos en esa misma loma y todo el pueblo nos apoyaba; ahora las tropas de Casillas habían pasado sembrando el terror por la zona. Los campesinos se habían ido y solamente quedaban sus bohíos vacíos y algún animal que nosotros sacrificábamos para comer. La experiencia nos enseñaba que no era correcto el vivir en las casas, de modo que, después de pasar la noche en una de ellas, solitaria, subimos al monte y establecimos nuestro campamento al pie de una aguada, casi en la punta de la loma en Caracas.
Allí recibí una consulta de Manuel Fajardo, preguntándome si era posible que perdiéramos la guerra. Nuestra contestación, independientemente de la euforia de alguna victoria, era siempre la misma: que la guerra se ganaba indiscutiblemente. Me explicó que él me preguntaba eso porque el gallego Morán, le había dicho que no era posibleganar la guerra, que estábamos perdidos y lo había invitado a abandonar la campaña. Puse en conocimiento de Fidel estos datos pero me encontré con que, previsoramente, el gallego Morán le había informado ya a Fidel Castro que estaba haciendo algunos tanteos para probar la moral de la tropa. Convinimos en que no era el sistema más adecuado éste y Fidel dio una pequeña arenga instando a una mayor disciplina y explicando los peligros que podía haber si faltaban a ella. Anunció además que tres delitos se castigarían con la pena de muerte: la insubordinación, la deserción y el derrotismo.
La situación no estaba muy alegre en esos días; la columna, sin su espíritu forjado en la lucha todavía y sin una clara conciencia ideológica, no acababa de consolidarse. Un día uno, un día otro se ausentaban compañeros; pedían funciones que a veces eran de mucho mayor riesgo en la ciudad pero que significaban siempre la huida ante las duras condiciones del campo. Sin embargo, continuaba la vida de campaña su curso; el gallego Morán mostró una infatigable actividad buscando comida y haciendo contacto con los campesinos de lugares cercanos.
En esas condiciones estábamos el día 30 de enero por la mañana. Eutimio Guerra, el traidor, había pedido permiso para ir a ver a su madre enferma y Fidel se lo había concedido, dándole además algo de dinero para el viaje. Según él, el viaje duraría algunas semanas; todavía nosotros no habíamos comprendido una serie de hechos que después fueron claramente explicados por la actuación posterior de este sujeto. Al juntarse nuevamente con la tropa, Eutimio dijo que él había llegado cerca de Palma Mocha cuando se enteró que estaban las fuerzas del gobierno tras nuestra pista y que había tratado de irnos a avisar, pero ya encontró solo algunos cadáveres de soldados en el bohío de Delfín, uno de los guajiros en cuyas tierras se escenificó el combate de Arroyo del Infierno, y que había seguido nuestra pista por la Sierra hasta encontrarnos allí. En realidad lo que había ocurrido es que él había sido hecho prisionero y estaba ya trabajando como agente del enemigo pues había convenido en recibir dinero y un grado militar para asesinar a Fidel.
Como parte del plan, Eutimio había salido del campamento el día anterior y el día 30 por la mañana, después de una noche fría, cuando empezábamos a levantarnos, escuchamos el zumbido de aviones que no se podían localizar pues estábamos en el monte. La cocina encendida estaba a unos doscientos metros más abajo en una pequeña aguada, allí donde acampaba la punta de vanguardia. De pronto se oyó la picada de un avión de combate, el tableteo de unas ametralladoras y, a poco, las bombas. Nuestra experiencia era muy escasa en aquellos momentos y oíamos tiros por todos lados. Las balas de calibre 50 estallan al dar en tierra y golpeando cerca nuestro daban la impresión de salir del mismo monte al tiempo que se oían también los disparos de las ametralladoras desde el aire, al salir las balas. Eso nos hizo pensar que estábamos atacados por fuerzas de tierra.
Se me encomendó la misión de esperar a los miembros de la punta de vanguardia y también de recoger unos enseres que habíamos abandonado debido al ataque aéreo. El punto de reunión era la Cueva del Humo. Mi compañero fue en aquel momento Chao, veterano de la guerra española. Estuvimos esperando durante algún tiempo la llegada de algunos compañeros desaparecidos, pero no encontramos a nadie. Seguimos las huellas de la columna caminando tras un rastro impreciso, con una gran carga, hasta que resolvimos sentarnos a descansar en un claro del bosque.
Después de algún tiempo, al sentir ruido y observar movimiento, vimos que avanzaban también siguiendo las mismas huellas el hoy comandante Guillermo García y Sergio Acuña; eran miembros del destacamento de vanguardia y venían a unirse con el grupo. Tras alguna deliberación, Guillermo García y yo fuimos nuevamente al campamento para tratar de ver qué es lo que pasaba ya que no se escuchaba ningún ruido; los aviones habían desaparecido. Vimos un espectáculo desolador: con una extraña puntería que no se repitió, afortunadamente, durante la guerra, había sido atacada la cocina. El fogón había sido partido en pedazos por la metralla y una bomba había estallado exactamente en el medio de nuestro campamento de vanguardia pero, momentos después deretirada la gente. El gallego Morán y un compañero habían salido a explorar y volvía Morán solo, anunciando que había visto los aviones desde lejos, que eran cinco y, además, que no había tropas en la cercanía. Seguíamos caminando los cinco compañeros, con una gran carga, en medio del espectáculo desolador de las casas de nuestros antiguos amigos quemadas totalmente. Todo lo que encontramos en una de ellas, fue un gato que nos aulló lastimosamente y un puerco que salió gruñendo al sentir nuestra presencia. De la Cueva del Humo conocíamos el nombre pero no sabíamos exactamente cuál era el lugar. Así pasamos la noche en medio de la incertidumbre, esperando ver a nuestras compañeros, pero temiendo encontrar al enemigo.
El día 31 tomamos posición en lo alto de una loma dominando unos sembradíos; en lo que suponíamos que debía ser la Cueva del Humo, se hicieron varias exploraciones sin encontrar nada. Sergio, uno de los cinco, creyó ver dos personas con gorritos de peloteros, pero se demoró en avisar y no pudimos alcanzar a nadie. Salimos con Guillermo a explorar hasta el fondo del valle cerca de las riberas del Ají donde un amigo de Guillermo nos dio algo de comer, pero toda la gente estaba muy asustada. Nos avisó este amigo que toda la mercancía de Ciro Frías fue tomada por los guardias y quemada; las mulas fueron requisadas y el arriero muerto. La tienda de Ciro Frías quemada y su mujer presa. Los hombres que habían pasado por la mañana estaban bajo las órdenes del comandante Casillas que había dormido en las cercanías de la casa.
El 1ºde febrero nos quedamos en nuestro pequeño campamento, prácticamente a la intemperie, reponiéndonos del cansancio de las caminatas del día anterior. A las once de la mañana se oyó un tiroteo al otro lado de la loma y después, más cerca, unos gritos lastimeros como de alguien pidiendo auxilio. Todo esto parece que acabó con los nervios de Sergio Acuña, quien dejó silenciosamente su canana y el fusil y desertó de la guardia a él encomendada. Anotamos en nuestro diario de campaña que se había llevado un sombrero guajiro, una lata de leche condensada y tres chorizos; en aquel momento lo sentimos mucho por la leche condensada y los chorizos. Unas horas después oímos ruido y nos aprestamos a la defensa, no sabiendo si el desertor nos había traicionado, pero apareció Crescencio conuna larga columna integrada por casi todos los nuestros y una nueva gente incorporada de Manzanillo que estaba dirigida por Roberto Pesant. De los nuestros faltaban Sergio Acuña, el desertor, y los compañeros Calixto Morales, Calixto García y Manuel Acuña; además un nuevo recluta incorporado recientemente que se había perdido en el tiroteo en este primer día.
Bajamos nuevamente al valle del Ají, y en el camino se repartieron algunas cosas que habían traído los de Manzanillo, incluido equipo de cirugía y mudas de ropa para todos. Nos emocionó mucho recibir en aquel momento una muda de ropa con iniciales bordadas por las muchachas de Manzanillo. Al día siguiente, dos de febrero, al cumplirse dos meses del desembarco del Granma, estaba un grupo homogéneo reunido; se habían incorporado a él unos diez hombres más provenientes de Manzanillo y nos sentíamos más fuertes y con mejor ánimo que nunca. Muchas discusiones tuvimos de cómo se había producido la sorpresa y el ataque de los aviones y todos coincidimos en que la cocina de día y el humo que desprendiera la fogata había guiado los aviones hasta allí. Durante muchos meses y quizás durante toda la guerra, los recuerdos de aquella sorpresa pesaron en el ánimo de la tropa y hasta el final no se hicieron fogones al aire libre durante el día, temiendo alguna desagradable consecuencia.
Nos parecía imposible, y creo que no pasó por la mente de nadie, el que estuviera en el avión de observación, que nosotros llamábamos el chivato, el traidor Eutimio Guerra, explicándole a Casillas el lugar donde estábamos; pero así era. La enfermedad de su madre era un pretexto utilizado por él para salir y buscar al asesino Casillas.
Todavía durante algún tiempo más Eutimio Guerra jugó un importante papel negativo en el desarrollo de nuestra guerra de liberación.
Después de la sorpresa aérea narrada anteriormente, abandonamos la loma de Caracas tratando de volver sobre nuestros pasos a zonas conocidas, de donde pudiéramos establecer contacto directo con Manzanillo, recibir más ayuda del exterior y comprender un poco mejor la situación existente en el resto del país.
Por ello volvimos, cruzando el Ají, por territorios ya conocidos de todos, hasta llegar a la casa del viejo Mendoza. Los senderos había que abrirlos a machete en el filo de las lomas, desde hacía mucho tiempo no caminadas por el hombre, y era muy lento el avance. La noche la pasamos en una de esas alturas, prácticamente sin comer. Recuerdo todavía, como uno de los grandes banquetes de mi vida, el momento en que el guajiro Crespo se presentó con una lata conteniendo cuatro butifarras, producto de sus ahorros anteriores, diciendo que era para los amigos; el guajiro, Fidel, yo y algún otro, disfrutamos de esa magra ración como de un banquete opíparo. La marcha siguió hasta llegar a la casa, situada a la derecha de Caracas, donde el viejo Mendoza nos prepararía algo de comer; con todo su miedo, pero con lealtad campesina, nos acogía cada vez que pasábamos por allí, respondiendo a las exigencias de amistad de Crescencio Pérez o de algunos otros campesinos amigos que estaban en la tropa.
Para mí fue muy penosa la marcha, pues tuve un ataque de paludismo y fueron el guajiro Crespo y el inolvidable compañero Julio Zenón Acosta los que me ayudaron a recorrer una jornada angustiosa. Al llegar a esos lugares nunca se dormía en las casas; pero mi estado y el del famoso gallego Morán, que siempre encontraba oportunidad de enfermarse, hicieron que nos enviaran a dormir bajo techo mientras la tropa vigilaba en las cercanías, llegando a la casa solo para comer.
Era necesario depurar laguerrilla, pues había un grupo de personas con la moral muy baja y alguno que otro seriamente lesionado; en este último caso estaban el hoy Ministro del Interior, Ramiro Valdés, e Ignacio Pérez, un hijo de Crescencio muerto luego gloriosamente con el grado de capitán. Ramirito había sufrido un fuerte golpe en la rodilla, rodilla que a su vez tenía resentida a consecuencia de las heridas recibidas en el Cuartel Moncada, de tal forma que tuvimos que dejarlo. Se fueron algunos otros muchachos cuya retirada fue más bien una ganancia para la tropa. Recuerdo uno al que le dio un ataque de nervios y empezó a gritar, en medio de aquella soledad de monte y guerrilla, que le habían hablado de un campamento con abundante comida y defensa antiaérea y que en vez de eso, los aviones lo acosaban y no tenía lugar fijo, ni comida, ni siquiera agua para tomar. Más o menos, era la impresión de los combatientes los primeros días de vida en campaña. Después, los que quedaran y resistieran las primeras pruebas se acostumbrarían a la suciedad, a la falta de agua, de comida, de techo, de seguridad y a vivir continuamente confiando solo en el fusil y amparados en la cohesión y resistencia del pequeño núcleo guerrillero.
Ciro Frías llegó con algunos compañeros recién incorporados a la guerrilla, trayendo una serie de noticias que hoy nos hacen sonreir, pero que en aquella época nos llenaban de confusas impresiones. Que Díaz Tamayo estaba a punto de dar la voltereta y “tallando” con las fuerzas revolucionarias; que Faustino había podido colectar miles y miles de pesos; en fin, el sabotaje ardía en todo el país y se acercaba el caos para el gobierno. Además, una noticia triste pero aleccionadora: Sergio Acuña, el desertor de días atrás, fue a la casa de unos parientes, allí se puso a relatar a sus primas sus hazañas como guerrillero, lo escuchó un tal Pedro Herrera, lo delató a la guardia, vino el famoso cabo Roselló,1 lo torturó, le dio cuatro tiros y, al parecer, lo colgó. Esto enseñaba a la tropa el valor de la cohesión y la inutilidad de intentar huir individualmente del destino colectivo; pero, además, nos colocaba ante la necesidad de cambiar de lugar pues, presumiblemente, el muchacho hablaría antes de ser asesinado y él conocía la casa de Florentino, donde estábamos. Hubo un hecho curioso en aquel momento, que solo después atando cabos, hizo la luz en nuestro entendimiento: Eutimio Guerra, había manifestado que en un sueño se había enterado de la muerte de Sergio Acuña, y, todavía más, dijo que el cabo Roselló lo había muerto. Esto suscitó una larga discusión filosófica de si era posible la predicción de los acontecimientos por medio de los sueños o no. Era parte de mi tarea diaria hacer explicaciones de tipo cultural o político a la tropapor lo que traté de explicarque eso no era posible, que podía deberse a alguna casualidad muy grande, que todos pensábamos que era posible ese desenlace para Sergio Acuña, que Roselló era el hombre que estaba asolando la zona, etc.; además Universo Sánchez dio la clave diciendo que Eutimio era un“paquetero”, que alguien se lo había dicho, pues éste había salido el día antes y había traído cincuenta latas de leche y una linterna militar. Uno de los que más insistían en la teoría de la iluminación era un guajiro analfabeto de 45 años a quien ya me he referido: Julio Zenón Acosta. Fue mi primer alumno en la Sierra; hacía esfuerzos por alfabetizarse y en los lugares donde nos deteníamos le iba enseñando las primeras letras; estábamos en la etapa de identificar la A y la O, la E y la I. Con mucho empeño, sin considerar los años pasados sino lo que quedaba por hacer, Julio Zenón se había dado a la tarea de alfabetizarse. Quizás su ejemplo en este año pudiera servir a muchos campesinos, compañeros de él de aquella zona en la época de la guerra o a aquéllos que conozcan su historia. Porque Julio Zenón Acosta fueuno de los grandes compañeros de aquel momento. Era el hombre incansable, conocedor de la zona, el que siempre ayudaba al combatiente en desgracia, al de la ciudad, que todavía no tenía la suficiente fuerza para salir de un atolladero; era el que traía el agua de la lejana aguada, el que hacía el fuego rápidamente, el que encontraba la cuaba necesaria para encenderlo, un día de lluvia; era, en fin, el hombre orquesta de aquellos tiempos.
Una noche, Eutimio manifestó que él no tenía manta, que si Fidel le podía prestar una. En la punta de las lomas, en aquel mes de febrero, hacia frío. Fidel le contestó que en esa forma iban a pasar frío los dos, que durmiera él tapándose con las mismas mantas y así los dos abrigos de Fidel servirían mejor para tapar a ambos. Y así fue: Eutimio Guerra pasó toda la noche con Fidel, con una pistola 45, con la cual Casillas le había encomendado matarlo, con un par de granadas con las que tenía que proteger su retirada de lo alto de la loma. Allí nos preguntó a Universo Sánchez y a mí, que en aquella época estábamos siempre cerca de Fidel, por las postas. Nos dijo: “me interesa mucho eso de las guardias; hay que tomar precauciones siempre”. Le explicamos que allí cerca había tres hombres de posta; nosotros mismos los veteranos delGranmay hombres de confianza de Fidel,