Pepe Rubianes, radiografía de un hombre libre - David Escamilla Imparato - E-Book

Pepe Rubianes, radiografía de un hombre libre E-Book

David Escamilla Imparato

0,0

Beschreibung

Radiografía de un individuo inclasificable que en la eterna función que es la vida siempre supo aplicar las dosis justas de comedia y de tragedia para disfrutar de la libertad de ser. Uno de los mejores cómicos que ha conocido España cuya influencia perdurará para siempre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 216

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



David Escamilla Imparato

Pepe Rubianes, radiografía de un hombre libre

 

Saga

Pepe Rubianes, radiografía de un hombre libre

 

Copyright © 1999, 2022 David Escamilla and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726988079

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

Le conocí muy cerca del mar, frente a él, en esa vieja y entonces todavía desvencijada Barceloneta de los años ochenta, mucho antes del sueño olímpico, en ese barrio donde el tiempo se detiene gracias al olor a muelle y salitre que desprenden todas las cosas.

Por aquel entonces yo era un niño que adoraba nadar en la piscina y jugar a frontón en las instalaciones del Club Natación Barcelona, centro deportivo y de relajo del cual fui socio algunos años, como todavía hoy lo es él.

Y fue precisamente en una de aquellas nítidas mañanas de primavera, ante un generoso y despejado horizonte sin barcos ni escenográficas gaviotas, cuando mi padre nos presentó, a mi hermano y a mí, ese gran actor galaico-catalán que salía por la tele, se colaba en las radios y en los periódicos y vivía instalado en un escenario de teatro como único inquilino de una eterna función.

Desde entonces hasta ahora, he ido siguiendo alguno de sus imprevisibles pasos, alguna de sus apariciones públicas, y he coleccionado infinidad de opiniones acerca de él.

Si mi pequeña estadística cotidiana no falla, me siento autorizado a declarar que siempre tuvo a todas las mujeres de su parte, a su lado, siendo como es ese maravilloso y eficaz seductor, ese excelente y vital comunicador de sensaciones a la carta sin fecha de caducidad.

Pero la verdad es que a los hombres también los ha tenido siempre a su favor, porque su mirada y su voz, su sola presencia, han sido el preciso reflejo de todo aquello que quisiéramos llegar a ser algún día, seres autónomos y esencialmente libres, libres de ataduras y circunstancias agobiantes, coercitivas, innecesarias.

 

Y resulta que un buen día decido llamarle, quedar con él y meterme en su camerino del teatro Club Capitol.

Y resulta que él acepta mi peregrina idea de escribir un libro acerca de su vida y de su obra, de su visión de las cosas encima y abajo del escenario.

Y resulta que nos vemos unas tres veces por semana y que, sin darnos apenas cuenta, voy y le digo: «Oye, Pepe, que esto ya está, ya hemos acabado».

Y claro, resulta que al final de toda esta pequeña historia nace un libro, este libro que ahora, querido lector, tienes entre las manos, un libro que creció muy cerca del mar, frente a él, en un lugar remoto y lejano donde el tiempo se detiene gracias al olor a muelle y salitre que desprenden todas las cosas.

 

Señoras, señores, ¡la función va a comenzar!

David Escamilla Imparato

Introducción

DE CABEZA AL INFIERNO

Y luego, como siempre, poco a poco,

irá llegando el silencio,

la noche más negra a lo lejos, y ya no habrá

ni risas, ni átomos de alcohol,

ni viajes...

Luego, sólo el silencio.

Pepe Rubianes

He tomado la determinación de que renuncio al cielo, no quiero ir, me niego. Es más, si me toca me cabrearé y montaré un cipote muy grande ahí arriba.

¡Tú sabes lo que es ir allá arriba, coño, con ese Dios tan horroroso que nos venden! Además, mira cómo son sus fans. ¡Cágate lorito! Y esas caras que tienen, que se te cae el alma a los pies, esa cara de mala hostia. ¡Claro, como pecan tanto! Yo también peco, pero no creo que haga daño a nadie. En cambio ellos, como deben de hacer mucho daño a la gente, pues se pasan todos los domingos dentro de la iglesia para pedir que les perdonen. Esta gente es muy inteligente, y se creen muy listos. Se han hecho un Dios a su medida y andan tan felices, pero si ese Dios un día les toca los huevos, entonces seguro que lo mandan enseguida a galeras...

Hacen una cabronada, van a misa, piden perdón, les perdonan y a por otra cabronada, y así van capeando la vida. Y luego, al final, se van arriba, con ese que es de los suyos, Dios. Y claro, ¡de puta madre!

Yo, la verdad, a ese Dios todavía no le conozco, ni ganas. Y no tengo el más mínimo interés en compartir mi eternidad con esa gentuza a mi lado. Con esas rubias teñidas y esos ejecutivos de postín. Prefiero mil veces irme directo al infierno. Ahí está la gente de mi clase, la gente de clase baja, mal educados pero en el fondo mucho más sanos. No quiero estar con esa mierda ahí arriba, debe de ser horroroso. Además, no es una temporada, sino que es in secula seculorum, o sea, por los siglos de los siglos, amén. ¡Aquello tiene que ser terrible! Además, no puedes ni gritar porque ahí no te escucha nadie. Lo único que puedes hacer es quedarte sentado en una nube esperando que la eternidad acabe alguna vez, pero como la eternidad no acaba nunca porque si no no sería eternidad sino que sería algo que acaba, pues... Pues eso, ya ves... Esperando que ese algo que no acaba, un día acabe y entonces...

Estoy seguro de que ahí en el infierno hay ambiente, hay caldo, sabor, caldera, fuego. Y ya se sabe, ¡donde hay calor hay alegría!

Seguro que ahí está la gente más cojonuda. Están todos los grandes gángsteres que han existido, todo tipo de personajes románticos, aventureros, inquietos... Y no esa basura que vivimos hoy en día, esos tontos del nabo, del móvil en el aeropuerto y todo aquello. Esos, que se vayan para arriba. ¡Mira que tener que pasarte toda la eternidad con esa gentuza! Cada uno busca a los suyos, simplemente. Y claro, yo busco a los míos.

 

Sé que el Diablo debe de ser un tío cojonudo, un tío cargado de pecados, el hombre más malo del mundo, pero es un malo sano. En realidad lo malo es ser malo y querer pasar por bueno, lo jodido es querer aparentar que eres bueno cuando en realidad eres malo.

Ellos ya tienen sus centros de reunión, que son las iglesias, y ahí se juntan y se ponen de acuerdo para viajar juntos hacia el más allá, para arriba.

Pero yo no quiero que me líen ni que me metan en esos rollos. Además, siempre he pensado que los santos deben de ser unos tíos muy pesados, ¡más aburridos que la hostia! Todo el día haciendo el bien y con esa cara de buenos. ¡No me jodas, hombre! No hay un pecadillo, coño, un pecadillo, algo humano. Yo, que vengo de la tierra, estoy acostumbrado a eso. Que no me metan con esos seres tan puros. ¡Que les den por culo a todos, hombre! Qué aburrimiento tanta perfección y tanta santidad. Ese Dios ya tiene a sus fans y a su gente. ¡Que se vayan, que se vayan para allá! Yo escojo libremente mi destino y lo tengo muy claro: me quedo con el infierno. Estoy muy contento de irme para aquel lugar. Estoy seguro de que, cuando llegue, me llevaré una gran alegría. Además, cuando me metan en el ataúd quiero que cuelgue de él un letrero que ponga: «Ey, que quiero ir al infierno, ¡eh! Destino, infierno». Destino infierno, que no me jodan. Que no se líen «Oye, ¿este dónde va?». Que quede bien claro.

 

¡Te imaginas que ahí en el cielo, en la nube, te toque al lado de Aznar! Hostia, qué horror, qué aburrimiento. Eternamente con él. Y al otro lado, su mujer. Y toda la familia, hasta con los nenes. ¡Hostia, quita pa allá, qué horror! Ese tío tan ridículo, tan poca cosa, tan ruin y miserable. Me cago, me cago en la nube, la mancho, la dejo marrón, me cabreo muy seriamente, ¡eh! Y luego ya se sabe que si te cagas en la nube se desencadena inmediatamente un ciclón de la hostia y...

Si a mí me tocara estar en el cielo me imagino todo el día cabreado, hasta que llegara un determinado momento en el que el divino hacedor me echara para abajo: «Venga, echadme a este tío que se me ha cagado. Lo pongo al lado de un buenazo y un hombre serio como es Aznar y va y se me caga, se me caga en la nube, ¡coño!».

Sí, sí, sí. Lo tengo muy claro. Quiero ir de cabeza al infierno porque sé que allí tiene que haber ambiente. Además, ¡seguro que la cosa está que arde!

PriMera ParTe

RecuerDos en blanCo y neGro

APRENDIENDO A CRECER

(Pepiño Rubianes, un niño galaico-catalán)

Un grito ligero y profundo de gaita.

Una silenciosa y dulce caricia de sardana. Galicia, allá.

Cataluña, aquí.

Y yo en medio... ¡manda carallo!

Pepe Rubianes

Nací en Galicia y viví allí los cinco primeros años de mi vida, y por tanto soy gallego. Soy hijo de una familia gallega: mi padre y mi madre lo son. Pero resulta que tengo un apunte extraño, porque el abuelo de mi madre era catalán. De ahí me viene lo de Alegret.

Ese tal abuelo era catalán, uno de esos tipos que fue a Galicia para la explotación de la industria marisquera, pero la verdad es que no logró hacer fortuna y eso es algo que siempre hemos lamentado toda la familia porque, seguramente, hubieran cambiado radicalmente nuestras vidas. Resulta que el abuelo luego siguió en viaje a Cuba y ya le perdimos el rastro. Se casó con mi bisabuela y fueron muy felices, pero él fue a hacer fortuna a ultramar, fue de indiano y ya no le volvimos a ver el pelo jamás.

Mi padre, que era marino mercante, estaba enamorado de Buenos Aires, y cuando todavía vivíamos en Galicia quería llevarnos a vivir con él a la Argentina. Quería que nos fuéramos todos para allá, mi madre, mi hermana y yo. Pero a mi madre aquella idea no le entusiasmaba. Y claro, buscaron un lugar que le gustara a mi padre y que a la vez fuera uno de los puertos que él hacía regularmente. En el Estado español había fundamentalmente cuatro: Cádiz, Barcelona, Tenerife y Las Palmas. Resulta que finalmente se decidió por Barcelona. Era, sin duda, la ciudad que más le gustaba, porque le recordaba en cierta manera a Buenos Aires.

Yo tenía cinco años cuando nos vinimos para aquí, y claro, por aquel entonces me consideraba un niño gallego.

El primer barrio que toqué al llegar fue la Barceloneta, y aquello me impactó mucho. Vivimos allí tres años, en lo que antes se llamaba el paseo Nacional. Mi padre alquiló un piso allí, cara al mar. Años después han levantado un monstruo justo delante. Estaba al final del paseo, antes de entrar en el rompeolas. A mi padre, a pesar de ser un consumado marino, la humedad de la zona del puerto no le iba nada bien para sus pobres bronquios, porque resulta que era un tremendo fumador. Luego nos pasamos a la zona de la plaza Medinaceli, en el pasaje de la Paz.

De niño fui a algunos colegios de la Barceloneta, en la primera enseñanza, y después, al cambiarme de barrio, hice el bachiller en la Agrupación Escolar.

Y fue en aquel lugar donde me destapé como un niño tremendo, un niño realmente malo. La verdad es que tenía un carácter extraño. Mis padres no sabían qué hacer conmigo y mis profesores dudaban de mi capacidad intelectual. Les decían a mis padres que no tenía muchas facultades para el estudio. Decían que era muy despistado, muy... fantasioso. El jefe de estudios habló con mis padres y les dijo que yo era un niño raro. Pero mi padre, aún siendo marinero y sin estudios, estaba empeñado en que yo hiciera una carrera universitaria. Quería que su hijo tuviera carrera, y no estaba dispuesto a renunciar a esa idea.

En realidad puede decirse que yo, en aquel colegio, estaba casi como descartado, intelectualmente hablando, claro. Y me metieron en otro colegio, el SIL, en la avenida Tibidabo, que en aquella época tenía fama de ser muy duro. A base de interés, fuerza y castigos logré llegar al preuniversitario, aprobarlo y hacer una carrera como mi padre siempre había soñado.

Creo que a partir de quinto de bachiller, cuando ya empezaba a salirme bigote, les tomé gustillo a los libros.

Tuve la suerte de tener un profesor muy bueno, el padre Santa María. Era un cura que daba literatura, arte y cosas de humanidades en general. La verdad es que era un tío cojonudo.

 

Era un niño malo, siempre lo fui. Pegaba a los demás y era peliculero. Me encantaba Gary Cooper y todo ese rollo.

Iba bastante a menudo al cine. A los cines de barrio, claro, como el cine Castilla (en una travesía de la calle Escudellers). Recuerdo que allí daban pelis del far west. Yo no quería ser ni ingeniero, ni médico, ni abogado, sino que quería ser Kirk Douglas o Burt Lancaster. Pero no como actor, no, sino como vaquero, viviendo como ellos dentro de las películas.

Mi familia era atípica, sobre todo por el hecho de tener un padre marino. No éramos la típica familia cerrada. Mi padre se retiró de navegar (¡la verdad es que ya estaba hasta el coño de tanto mar!) y montó una pensión para marinos. Se llamaba Rubi-Pra, porque lo hizo con un socio, un tal Prado (Rubianes y Prado). A partir de aquella época, en mi casa empezaron a montarse unas fiestas tremendas. Acudía un montón de marinos a aquella pensión del pasaje de la Paz. Estaba siempre llena, y claro, en mi casa éramos cincuenta o sesenta. Eso fue de los ocho años hasta los veinte. Luego me largué de casa. Mi padre se jubiló y eso le fue de maravilla porque siempre había tenido un carácter muy familiar, y le encantaba estar con su mujer y con sus hijos.

Siempre he estado rodeado de mucha gente y mi familia ha sido muy atípica. Por eso creo que el sentido familiar no lo llevo muy interiorizado que digamos, ni mucho menos, no lo tengo nada claro. Éramos cuatro, con mi hermana Carmen, y cada uno tenía su propia habitación. Cuando me levantaba por la mañana veía gente por todas partes. No era el típico pisito cerrado, el padre, la madre y los nenes. No, no ¡qué va! Mi padre tuvo la suerte de que su negocio coincidió con el boom turístico de los años cincuenta. Ganó dinero y nos pagó los estudios. En mi casa había una mezcla de lenguas. La verdad es que venía gente de toda Europa. Había alemanes, franceses, portugueses, americanos... Y por todo eso mi padre pasó de ser un sencillo marino gallego a convertirse en un tipo que estaba rodeado permanentemente de un ambiente internacional. Y claro, en ese mismo ambiente me crié yo.

Al principio quería ser marino, porque lo habían sido todos los de la familia, pero mi padre se oponía rotundamente.

Hoy en día mucha gente se va por ahí y sale a pasear por el mundo. Hay ofertas en las agencias de viajes a Nueva York o Australia tiradas de precio, pero en aquellos años decir Australia era como hablar del planeta Marte. Oí hablar tanto y tan a menudo de todos esos lugares que siempre tuve un gran interés por conocerlos. Mi padre dio la vuelta al mundo varias veces porque con su barco salían a todas partes. En realidad tanto mi padre como mi abuelo y mis tíos se pasaron la vida dando vueltas por el mundo. Pero el caso es que ellos no lo deseaban, era simplemente su trabajo, en cambio yo siempre lo deseé con mucha intensidad, y me hace feliz el hecho de haberlo podido conseguir.

A mi padre jamás le interesó lo más mínimo todo el rollo ese del fútbol, y la verdad es que era un tema que en casa no se tocaba para nada. Se pasaban el día hablando de Río de Janeiro, Sidney, Okland, Huston, y para mí esos eran verdaderos territorios míticos. Mi sueño no era ir al campo del Barça, sino llegar a Sidney. O a Buenos Aires. A mí me gusta viajar porque es como realizar, de alguna manera, todos aquellos sueños remotos de mi infancia. Y claro, ¡la verdad es que no paro! Simplemente hago lo que ellos hacían... No soy marino, pero soy como una especie de marinero en tierra, que diría Rafael Alberti.

Siempre que voy al extranjero pienso en mi familia, y me acuerdo de ellos. Pienso: «Aquí habrá estado mi tío, o mi abuelo». O pienso: «Dónde iría mi padre cuando desembarcaba en tal o cual puerto». Oía hablar de terribles huracanes e implacables temporales, y en las comidas de casa ellos se pasaban todo el rato hablando de las juergas que se pegaban en Río, de la marcha que se regalaron aquella noche en Marsella... Vivieron el típico ambiente de los marinos, y la verdad es que todo ese mundo siempre lo he conservado en mi mente a un nivel mítico, en estado puro, como algo ideal. Y en cuanto he podido me he tirado hacia ese universo maravilloso de la aventura ya que, de hecho, en los últimos veinte años de mi vida no he parado de viajar.

Hubo un momento que tenía una novia en Cuba, y la verdad es que iba allí como quien va a Hospitalet de Llobregat. Cada vez que conseguía una semana libre, me largaba a Cuba. Salía un lunes y volvía el domingo siguiente. ¡Así de claro! Conocía la ruta Barcelona-Madrid, Madrid-Cuba tan pormenorizadamente como el propio comandante de vuelo de Iberia... Miraba para abajo y me decía para mis adentros: «Mira, Pepe, ya estamos llegando».

 

Toda mi familia han sido marinos y la verdad es que estoy convencido de que eso, de alguna manera, se hereda porque se lleva en la sangre. Mis viajes no son de trabajo sino de conocimiento. Y en los viajes veo muchas cosas y utilizo toda esa información para mi trabajo encima del escenario, y también para la vida en general. Todo eso te ayuda de una manera brutal a saber enfocar las cosas, a ser algo más objetivo, y quieras o no acaba por abrirte un poco más la mente. Te das cuenta de que no todo se acaba aquí, en el Tibidabo, ni en Cataluña, ni siquiera en el Estado español.

En Galicia viví mis primeros cinco años en Villagarcía de Arousa, una ciudad situada en las Rías Bajas. Se trata concretamente de la capital de la Ría de Arousa. Creo que tiene cerca de treinta mil o cuarenta mil habitantes. Pero mi memoria infantil se centra casi por completo en Barcelona. De Galicia recuerdo perfectamente el olor a mar, increíblemente penetrante. Supongo que es por eso por lo que en la actualidad estoy viviendo en la Barceloneta, porque aquel olor a mar me persigue por el laberinto de la memoria.

El hecho de venir a Barcelona y vivir los primeros años en la Barceloneta era para mí como seguir en Galicia, de algún modo. Recuerdo que cada vez que cogíamos el metro yo pensaba que nos íbamos para Galicia. Así se lo decía a mi madre.

Todo el mundo me llamaba Pepiño (en realidad mi madre aún hoy continúa llamándome así).

La verdad es que era muy malo, todo el mundo lo decía. Un pequeño e ilustrativo ejemplo: yo quería que mi hermana fuera una santa, que fuera como Santa Lucía o algo así. Tenía unos ojos muy grandes, inmensos... Resulta que un día se me ocurrió tirarle un poco de serrín para dejarla ciega, para lograr que en aquel estado se pareciera aún más a Santa Lucía. Aquello me costó un palizón que te cagas, cobré por los dos lados, de mi madre y de mi padre.

Otra de mis hazañas infantiles: un día, en el puerto de Barcelona, resulta que tiré a mi abuela al mar. Me enfadé con ella porque no quería comprarme unos cacahuetes o algo por el estilo. La empujé justo donde se amarran los barcos y conseguí tirarla, derribarla. La pobre mujer bajó rodando por las escaleras que dan justo al mar. Tuvieron que rescatarla entre varias personas, pero finalmente consiguieron sacarla. Creo que por aquel entonces yo debía de tener unos siete años. Estaba convencido de que, en el fondo, le hacía un favor a mi familia, porque recuerdo que mi padre siempre decía que la vieja nunca acababa de morirse del todo. Decía: «¡A usted qué le pasa, es que piensa llegar a los cien o qué!».

Mi mejor amigo se llamaba Luisito, y los dos queríamos ser toreros. El marido de la asistenta que teníamos era muy aficionado a los toros y mis padres, para quedarse tranquilos, les pedían que se llevaran al niño. Y claro, me llevaban con ellos a los toros muchos domingos, concretamente a la plaza Monumental.

Yo lo tenía muy claro: quería ser torero. Luisito, que era un poco más pequeño que yo, cuando toreábamos con las batas del colegio en una placita que había delante de mi casa, hacía siempre de toro. Él también quería ser torero, pero lo era yo todo el rato. Se quejaba continuamente. Pero hacía de toro y punto. Ponía las manos como si fueran dos cuernos. Si se me rebelaba le daba un palizón que lo desmontaba porque era más fuerte que él, le podía. Siempre le comía el coco y le decía que, para llegar a ser un gran torero, primero uno tenía que empezar por ser toro.

Casi lo dejo ciego en una ocasión. Yo hacía de toro y él era el torero. Yo iba montado en una bicicleta, le daba la vuelta al manillar y quedaban los cuernos para afuera. Y Luisito, que era bajito, en uno de aquellos lances chocó con toda su cara contra mis cuernos-manillar. Por poco no le salta un ojo. ¡Aquello fue un verdadero milagro! Yo iba con la bici follado y gritaba «No paro, eh, tú toréame, toréame...». Luisito se vino para mí con el capote y la verdad es que casi le salto las sienes. Su madre, doña Marcelina, venía a mi casa para quejarse a mis padres: «¡Casi me mata al crío!».

Pero también recuerdo que en otra ocasión Luisito por poco me mata a mí. El pasaje de la Paz hacía un poco de pendiente. Yo hacía de emperador romano e iba sentado en una especie de carretón, al más puro estilo Ben Hur. La verdad es que, de niño, ya tenía un cierto aire peliculero. Yo iba de emperador porque lo había visto en el cine. Resulta que iba sentado y Luisito iba abajo, tirando del carretón que bajaba por la pendiente cada vez más follado. Por culpa de aquella pendiente aquel artilugio diabólico empezó a acelerarse de tal forma que Luisito se acojonó y soltó de repente el timón del invento. Yo seguía ahí arriba, en plan emperador: «¡Corre, corre, esclavo!».

Y claro, lo que sigue fue tan desagradable como previsible. Luisito se echó de repente a un lado, yo continué bajando por aquella maldita pendiente follado y acabé estrellándome contra una pared enorme que vino a mi encuentro. ¡Hostia, no veas! Me jodí el brazo, me lo partí, y me desperté en el hospital con todo el miembro enyesado. Tenía a toda mi familia alrededor: «Parece que el niño ya despierta...».

En fin, creo que fue la venganza de Luisito a todos los palizones que yo le había dado cuando no quería hacer de toro. Me estrelló contra una pared, a mí, al gran emperador romano, al mismísimo Julio César. Se atrevió a escoñar a todo un personaje mítico como Julio César, y me dejó sin Galia y sin nada. ¡La verdad es que toda mi pobre Galia se estrelló contra aquella pared! Es decir, que me escoñó la Galia contra la pared, me la dejó nuevecita.

Recuerdo que también jugábamos con mi hermana a algo de la Pasión. Yo siempre hacía de Jesús y ella de virgen llorona. Y a veces le hacía hasta de cruz, y también hacía la orquesta con la boca: «Can, can, can...». Mi hermana estaba abajo y yo le decía: «Llora, llora, llora». Me liaba una toalla como si fueran calzoncillos de época y con el carmín de mi madre me pintaba las manos para hacer la sangre, los estigmas. Mi hermana, que era muy mala actriz, siempre repetía: «No me salen las lágrimas». Y yo a ella: «Llora, llora, llora». La verdad es que al final siempre acababa bajando de la cruz, me acercaba a ella y le pegaba un par de bofetones. Y claro, entonces sí, entonces sí que lloraba.

 

De muy niño ya me sentía profundamente fascinado por la figura de Federico García Lorca. Tuve una profesora, la señora María, que un día como premio a la clase nos enseñó una foto de García Lorca, cosa que nos dejó estupefactos porque era un escritor muy silenciado y la verdad es que no se le hacía mucha propaganda. ¡Pero no quedaban más cojones que citarlo en los libros porque era un gran escritor, claro!

Aquella profesora nos enseñó una de las fotos del poeta y nos dijo: «Recuérdenlo siempre, este hombre ha sido uno de los más grandes poetas que ha dado la lengua castellana». Y los niños preguntábamos: «¿Y dónde está?». Y ella respondía: «Murió».

Y nosotros: «¿Pero dónde?». Y ella: «En la guerra». Y todavía nosotros: «¿En el campo de batalla?». Y ella, impotente: «No, no exactamente... Desapareció».