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La verdad. Decirla, creer en ella, defenderla, negarla, manipularla, ocultarla. Hoy en día, proclamar la verdad es un auténtico acto revolucionario. La poesía siempre ha sido un camino suntuoso que recorrer para poder descubrir la verdad. La verdad es sexy porque nos hace conectar entre personas al tiempo que nos acerca a nuestro yo. Este volumen reúne la poesía completa de David Escamilla desde 1993 más un poemario inédito.
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Seitenzahl: 117
Veröffentlichungsjahr: 2022
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David Escamilla Imparato
Poesía completa 1993-2020
Saga
Solo la verdad es sexy
Copyright © 2020, 2022 David Escamilla and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726987867
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Ser poeta no es una ambición,
es mi manera de estar solo.
Fernando Pessoa
Toda verdad pasa siempre por tres momentos:
primero es ridiculizada,
depués, rechazada con violencia
y finalmente acaba siendo aceptada como evidente.
Arthur Schopenhauer
A mi madre.
A ti, Elena.
Siempre tan cerca.
Ahora tan adentro.
Decir la verdad. Creer en la verdad. Defender la verdad.
Construir realidades paralelas, negar la evidencia, mentir a los demás, hacerse trampas al solitario...
Hoy, más que nunca, proclamar la verdad se ha convertido en un acto revolucionario. Revolución silenciosa.
La poesía es un cierto intento, quizás un camino, para descubrir la verdad.
Los científicos se sirven de ecuaciones y cálculos.
Los poetas diseccionan las entrañas de la vida a través de la secreta arquitectura algebraica de un verso.
La verdad es sexy porque nos acerca entre nosotros y al mismo tiempo nos acerca a nosotros mismos.
Cada vez que nos alejamos peligrosamente de la verdad algo se rompe de manera irreversible.
La verdad nos recuerda que transitamos por los días desde la más extrema fragilidad, viviendo de prestado.
El tiempo y la verdad son como de la misma familia, primos hermanos. No existe ninguna posible concepción del tiempo sin una plausible hipótesis de verdad, de la misma manera que no hay verdad alguna sin una conciencia plena de la suprema ley de los relojes.
Somos aquello que hacemos, no lo que decimos que hacemos, ni aquello que queremos hacer. La acción, la vida, lo que hemos experimentado, cada decisión tomada, cada camino recorrido, todo eso configura la estructura invisible y poderosa de la verdad, de nuestra verdad, de cada verdad.
La verdad tan solo es aquello que cada uno está dispuesto a creer.
David Escamilla
Querido David:
Antes de nada, quiero darte las gracias por la confianza de pensar en mí al pedirme unas palabras de introducción para este primer libro tuyo. Lo de tener fe en mí os debe venir de raíz, a los Escamilla. Cuando empecé a escribir canciones y a cantarlas, hacia el año 1965, tu padre, Salvador, fue uno de los primeros, y de todos el más fiel, de los que pusieron en mí su confianza y su afecto. Y ahora lo haces tú, David, acercándome ilusionado tus versos.
Imagino que no esperas de mí ningún tipo de análisis erudito y menos aún un juicio crítico. ¿Verdad que no? Gracias, David. Ni sé cómo se hace ni me atrevería a hacerlo. Me conoces lo bastante para saber qué pienso de estos trabajos y de quien se dedica a ellos, y hasta qué punto creo que Rainer Maria Rilke tenía mucha razón cuando recomendaba «leer lo menos posible las críticas, ya que o son opiniones partidistas, petrificadas y vacías de sentido, o bien solo son hábiles juegos de palabras de donde hoy puede sacarse una opinión y mañana la opuesta. Las obras de arte —sigue diciendo Rilke— son de una infinita soledad y con nada no se puede alcanzar menos que con la crítica. Solo el amor es capaz de captarlas y retenerlas y solo él puede tener razón frente a ellas».
Yo solo sé decirte que ha sido un placer caminar por esta Casa del Tiempo en la cual rezuman toda clase de deseos y melancolías que se contagian hasta hacerse propios. Maravilla del verso, que es capaz de hacer brotar emociones escondidas que esperaban que alguien dijera las palabras mágicas para salir de su escondite, aflorar y hacerse presentes. Y a mí me parece que uno es capaz de producir estas cosas cuando se adentra en sí mismo, en las más íntimas soledades de su mundo y lanza hacia afuera todo lo que revolotea allí dentro, cuando el hecho de escribir se convierte en un acto necesario, casi en una manera de vivir.
Escoger la poesía como una manera de vivir es más que probable que en los tiempos que corren sea poco agradecido y muy precario, pero ¿qué sería de nosotros sin los poetas? ¿Qué haríamos sin la ternura? Esta ternura imprescindible con la que acaricias tus mundos y sus personajes. Siempre cercanos ellos y tú. Deteniéndote en lo pequeño y escuchando sus silencios. Tratando de atrapar cada porqué, mientras asistes despierto a la muerte de otro reto con la angustia de quien ve cómo resbalan inflexibles las horas y los días sin poder hacer nada para detenerlos.
Me gustaría que estas cuatro líneas sirvieran para estimularte en el camino que has escogido. Tú quizás pasarás hambre, pero nosotros saldremos beneficiados.
Te saluda orgulloso tu amigo,
JOAN MANUEL SERRAT
Las viejas maderas
del pasillo gimen.
Pasan las sombras
de los coléricos poemas
que has decidido no escribir.
Vicent Andrés Estellés
Busco ratos lentos de aire antiguo,
encerrados por relojes centinelas
y clavados en las paredes como cuadros.
No hay prisa, es domingo,
y los ruidos de los últimos días
han dejado paso al silencio.
Como cuando teníamos aquel televisor
en blanco y negro
y las vecinas de la escalera
subían a la azotea a cazar nubes.
Entre sábanas de sueño,
reencuentro en mi alcoba
momentos de escenas nuestras
mientras nos mirábamos,
cuando tú me decías
que la única certidumbre que nos queda
es pensar que, al hablar,
la voz se convierte irremediablemente en pasado.
En el cajón de caoba
aún conservo camisas frescas.
Mi presente
son guerreros de ceniza
que pugnan entre ellos sin darse cuenta
de que ya forman parte de los restos de un incendio.
Hablamos de los años
como quien a menudo bosteza, pura inercia,
y la voz se nos inflama con fechas y celebraciones.
Pero todavía no sabemos cómo se miden
las horas que pasamos sentados
sobre la incertidumbre.
Me enfrento lentamente al espejo
con el miedo de quien, de repente,
empieza a entender que, hoy,
cualquier viejo propósito
vuelve a ser nuevo.
Son las diez y media
dentro de mi reloj.
Afuera duermen, todavía,
paisajes y cuerpos
inconscientes de la irrefrenable
velocidad de las horas.
A veces,
sitúo el pensamiento lejos,
y es entonces cuando intento ordenar
las arenas que el agua de sal ha esparcido
—con violencia militar—
durante tantos ratos de ir y venir.
Y es precisamente entonces
cuando intento levantar
la sábana de la mañana
antes de que lo imponga
la imperativa luz del alba.
Abro ventanales obturados
por la espesa oscuridad de la otra noche.
Me quemo los ojos.
Playa, mar y cielo
—ille, illa, illud—.
De repente
se produce el cambio.
La arena resbala
hasta caer dentro del agua,
el agua sube sobre el cielo,
el cielo se mezcla con los picos más altos
y a su vez estos son devorados
por un ganado de ovejas blancas
—más una negra que pasaba por allí—.
Diagnosis final:
ovejas hartas de tragar piedra,
cielos manchados de vegetación,
aguas en interminables equilibrios aéreos...
Desde fuera, aquí, en el jardín
la vida me engulle
más lentamente que desde dentro.
Los relojes se reblandecen con la luz,
y todas las presencias
se mueven cansadas.
Son peligrosas estas mañanas de verano
cuando nada nos causa sorpresa.
Volvemos a ser los mismos personajes
en este mismo balcón de los años,
habitado únicamente por cuerpos mutables,
claramente equívocos.
Somos tres momentos encendidos,
él, tú y yo.
Él y tú estáis más adelante
que mi cuerpo,
casi tocáis la baranda
de esta terraza resquebrajada
por las frases hechas de un tiempo
y los ratos estériles de hoy.
Después
tomáis el hierro
entre vuestros dedos interminables.
Es entonces cuando retomáis
la larga conversación que abandonasteis ayer.
Volvéis a hablar del buen tiempo que hace,
del verde de los pinos, del azul del mar,
de la espléndida vista que tenéis desde aquí.
No quiero avanzar como habéis hecho vosotros,
y aún menos aferrarme a la baranda
de vuestros tactos diarios
—sería crecer demasiado pronto—.
Quiero continuar aquí, detrás,
mirando mi paisaje
tan distinto del vuestro
—porque vosotros también formáis parte de él—.
Sentado en el escritorio descubro
un personaje de aspecto translúcido
apoyado sobre la mesa,
dormido entre papeles medio escritos.
Me asusta su presencia.
Intento hacer que hable.
No obtengo respuesta.
De improviso se levanta,
y sin ningún gesto ni palabra
desaparece ante mi sorpresa.
Me siento donde él dormía,
y con el miedo en los ojos y en el tacto
busco veloces respuestas
entre sus páginas.
Es un poeta
—escribe en verso—,
pero no entiendo su escritura.
Las agujas de mi reloj avanzan temerarias
por el circuito concéntrico del tiempo.
Han perdido la justa medida,
y parecen estrellarse finalmente
en el precipicio de lo irreal.
A Protágoras
Todavía cae,
con una cadencia irrepetible
—bajo la creciente sombra del tiempo—,
una lágrima tuya.
Me aseguraste que
al llegarte a los labios
estos te decían que era amarga,
mientras yo, ya resquebrajada,
la tomaba con los míos
y la encontraba tan dulce como el sueño.
Nuestras bocas ensayan
un mismo suspiro
desde su origen
hasta el límite del territorio.
Creen que tienen suficiente
con ser saboreadas
para entender realmente su esencia.
Pero no es suficiente:
cada uno es la medida
de todas las cosas.
Desde la gran poltrona de la sala
veo la mesa,
los candelabros, los cuadros,
y todo fuera, en el jardín,
sobre la hierba.
No puedo salir de aquí
mientras, allí,
continúen danzando las cosas.
No me atrevo a interrumpir esta ceremonia.
Entre los objetos en movimiento constante
reencuentro al mismo personaje espectral
de aquella mañana.
Me mira desde sus pupilas exhaustas,
y yo, lentamente,
empiezo a levantarme.
Estoy solo.
Pasan unos pájaros
ante el estrecho ventanal de la cocina.
Siempre que entro
a coger algo de la nevera, vuelven,
y lo hacen a ritmo de fábula,
contagiando el aire de la misma intención.
Así, todo se mueve serenamente,
con la elegancia del gesto oportuno,
sin excesos.
Intento seguirlos con la mirada
hasta perderlos de nuevo,
justo en el momento en que, en grupo,
vuelan hacia la sombra
que, impúdicamente,
empieza a invadir la casa por el norte.
Mientras, al otro lado de la puerta,
apretabas entre las manos
una frágil flor de jazmín,
me decías, risueña,
que te había vuelto el hipo
—siempre se apodera de ti
cuando deseas un trozo de vida—.
Se acercó cautelosa
—él estaba leyendo, aún me acuerdo—,
le miró a los ojos
—obstinado, proseguía la lectura—.
Entonces, trémula,
le besó los labios.
Él estaba de pie,
robusto como la encina milenaria,
impasible, despiadado.
No se movía.
Cómo he llegado a odiarlo
todos estos años.
En el fondo
es un hombre débil
que hiere a los demás,
aunque, un día,
hablé con Mercè
y me lo dijo,
me lo explicó todo,
que la verdad era diferente,
que yo estaba confundido,
que desde detrás de una puerta de cristal
no se podía entender
cómo pasa la vida,
que él había sido maravilloso con ella,
que le había leído, en voz alta,
todo el periódico entero,
y que, entre un artículo y el siguiente,
susurraba palabras de amor,
que, mano con mano,
irían a dar una vuelta,
y después aquellos besos,
y sus caricias,
toda la tarde solos,
y la alcoba fresca...
Mientras llaman a misa
las campanas de la iglesia,
las casas preparan vestidos de fiesta,
y los mismos rostros de siempre
creen cambiar de aspecto
rasurándose discretamente la barba
y peinando la sonrisa más triste.
Un súbito portazo
me acerca a la certidumbre
de mi aislamiento
—el aire y yo somos las únicas presencias
que cierran puertas esta noche—.
Con la ansiedad del desconocimiento
recorro el pasillo.
Quiero cerrar todas las ventanas,
sellarlas.
Calla por fin esta ventisca
tras los sólidos postigos
—mensajera de la sombra del tiempo—.
Enciendo el televisor.
Se cogen y se sueltan
ligeros cuerpos de la danza.
El escenario juguetón
besa sus pies
—por las puntas de los dedos—, y ellos,
sintiéndose queridos,
devuelven el gesto
con inagotables acrobacias y giros.
De este mismo modo,
la tarde persigue la luz
—ambos sobre el teatro de las horas—.
Así debe ser
como las cosas se mueven
—jugando las unas con las otras—.
Con la armonía
del antes y el después,
del enamoramiento y el amor.
Lloras como nunca lo habías hecho.
No estás en la gran sala
en medio de toda esa gente
—en el centro del griterío—.
Te refugias en el baño
—sabes que este es
el lugar más íntimo de una casa—.
Pasados los primeros sollozos,
sientes la necesidad de mirarte al espejo
con una prudencia poco habitual en ti.
Te acercas lentamente hasta que,
cuando levantas los ojos,
te sorprendes de tu propia imagen.
¿De quién es esa forzada sonrisa?
Cuando las lágrimas
salen de su cuartel
—con la osadía de un general
y la técnica del camaleón—,
despliegan sus efectivos
sobre nuestras facciones
y es entonces cuando borran al instante
la lenta construcción de un día,
de los meses, de los años...
Lejos de este lugar
hay mucha más vida que respira.
Tantas casas
—como la mía—
persiguen cuerpos y voces.
Cada núcleo se convierte
en punto de referencia de un nuevo origen.
Conozco mis límites.
Uno, entre tantos
—quizá el que me hace sentir más pequeño—,
nace, exactamente,