Tanda de valses - Salvador Rueda - E-Book

Tanda de valses E-Book

Salvador Rueda

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Beschreibung

Recopilación de relatos cortos del autor Salvador Rueda, en los que se aprecian varios de los rasgos distintivos de la obra del autor: el costumbrismo centrado en la vida andaluza de su época, la plasticidad del lenguaje, una sensibilidad inusitada a la hora de crear el estilo literario y el modernismo incipiente que caracterizó al autor.

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Seitenzahl: 144

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Salvador Rueda

Tanda de valses

Ilustraciones de E. BUTLER

Saga

Tanda de valses

 

Copyright © 1891, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726660050

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

AL SEÑOR

Don Varentin Lófrez Navalón,

modelo de amigos y de caballeros

Salvador Rueda.

EL VALS DE LAS HOJAS

EL VALS DE LAS HOJAS

on las primeras ráfagas de invierno se van las últimas esperanzas de las hojas. Su vida se apaga, su muerte se aproxima, y á cada aviso del aire, titilan de miedo en los árboles y se agarran atribuladas á ellos, aprovechando los instantes de vida.

Cada arbol es un ser de infinitas almas, que vá soltándolas una á una á medida que el viento las sacude. Ya no habrá más conciertos de música en el bosque, dados por el aire y las hojas, acompañando la letra de los pájaros, ni sonará el inmenso aleteo de las selvas, cuando el viento pasa y arremolina las copas.

Ahora se juntan unas á otras las hojas y se dan fúnebre cita, para salir agarradas en vertiginosos remolinos á ejecutar la danza de la muerte.

Cada racha arranca nuevas parejas á las ramas y las pone sobre los senderos para que emprendan el viaje sin término ni medida.

Las hojas del rosal, que en la primavera se desliaban elaborando el vistoso capullo de la rosa, se juntan con las caidas de las madre-selvas, y se abrazan, para empezar las rotaciones y círculos de la danza.

Aquellas que en el granado cobijaron los idilios de los pastores en las horas ardientes de la siesta, llaman y citan á las del sauce, las cuales vieron pasar los astros á sus pies bajo el cristal del agua, en las noches hermosas del estío.

Entonces balanceaban sus ramas melancólicas y mecían el oscuro nido del ruiseñor ocupado de huevos azules, y escurrían por sus fibras las gotas, cuando el agua amenazaba inundar la vivienda.

Oían por la noche las serenatas que el ave daba entre las frondas, formaban lánguidos penachos, que venía á blanquear la luna, y abrían como abanico su verde pompa, para enseñar el lujo de sus ramas.

Las hojas hermosas de la vid; las de los jazmines, pegadas con misterio á los muros; las del eucaliptus, que se manchan de brillantes tonos cobrizos; las del álamo, vestidas por un lado de plata, y por el otro de suave color de esmeralda; las hojas de la zarza, cuajadas de dientes y púas, que resguardan la redonda fruta de la mora á los ojos voraces de los niños; cuantas en el arbol y en los setos se agitaron como péndulo ó produjeron su serie de canciones, se hallan preparadas al baile y dispuestas á emprender sus derroteros.

De las cuevas de las montañas donde el cincel de la naturaleza dibuja sus figuras en la piedra; del seno medroso de las ruinas habitadas por los fantasmas de las leyendas; del caracol que forman las escaleras de las torres donde los cordeles de las campanas bajan como cables infinitos; de los corredores de los monasterios, por donde el monje resbala con sus negros hábitos y murmura sus rezos yplegarias; de los abismos colgados de las crestas con su peso de sombras en el fondo; de los castillos desiertos, de las fortalezas sombrías, sale con espantosa voz el huracán y toma el pedregoso camino de los bosques, sacudiendo con sus alas la balumba de las hojas donde estuvo abierta y tendida la primavera.

Airado las barre, las sacude, las agarra con sus millares de manos invisibles, las agita con vertiginoso movimiento, y allá las arroja al montón informe de las otras que empiezan su carrera de tumbos y de saltos.

Ya las saca un soplo del resguardado hoyo y las impele haciéndolas lanzar ecos lastimeros; ya las remonta á las nubes y las precipita de lo alto; ya las aleja una de otra para unirlas más tarde y hacerles trazar las figuras del fantástico rigodón; ora las abre y extiende en explosión vigorosa; ora las mete en los rincones y las deja palpitando como si les tiraran de una hebra invisible; tan pronto las hace salvar las sendas y los riscos chocando en las piedras, como les dá las leyes del remolino y las empina y las sostiene y las obliga á correr en milagrosa espiral, formando una de las caprichosas figuras del baile.

Allá van sin saber dónde: aquí chocan, allá ruedan, allí caen, más allá se alzan y vuelven á sostenerse para formar de nuevo el torbellino y recorrer enormes distancias. La locura les sirve de base, el movimiento les dá agitación continua.

Pasando sobre los cementerios, murmuran no sé qué oración sobre las tumbas; dando en la cruz del camino, se paran y agrupan para rezar una plegaria; llegando á los troncos desnudos, les hacen arrebatado círculo, como el de niños en torno del anciano; entrando en las grutas sombrías, levantan seco ruido de huesos, como si en ellas ejecutaran otro baile los esqueletos; parándose en las gargantas de las peñas, se alzan y deprimen con ligera palpitación como pecho que vacia y llena sus pulmones.

Los secretos que aprendieron prestando sombra á la cabeza de los enamorados, los repiten de piedra en piedra para enseñar que su pasión duró tanto como las hojas; la canción que entonaron á la naturaleza cuando su juventud se desbordaba en olas de flores, vuelven á entonarla con voz cascada y ronca como espectro que hiciera pasar notas de música por su garganta.

¡Qué importa que el sol las pinte, si sųs pavesas no han de reanimarse, ni habrán de ser soldadas á los árboles! Ya no reflejan el color ni hacen espectros de luz á la hora de los crepúsculos, cuando el pájaro esconde su lira y suenan las de bronce de las campanas que derraman en el misterio su afligida oración por los espacios.

Ya no amanecen bajo la promesa de colores del alba ni bajo el buril del rayo de luz que habrá de elaborar la flor entre el ramaje. No verán rodar el rocío por las cañas, ni escucharán á la alondra, que sube á bañarse en las purezas primeras del día.

En la tarde soñolienta, no llorarán con el sáuce la muerte de la inocente Elvira, ni en estío caerán sobre la falda y la cabeza de Ofelia, mientras pase como una visión sobre los campos.

Adiós los ecos de la flauta bajo los árboles, marcando el ritmo de la danza de los pastores, y los cantos sentidos de las zagalas.

Adiós la compañía amorosa de los nidos y sus calientes círculos de plumas, á los que mece como una cuna el ramaje.

Los árboles lamentarán la pérdida de su pompa, llegarán los hielos á aterirlos de frío, y las hojas, en tanto, seguirán su baile acelerado, sin hallar descanso á su fatiga.

¡Danza macabra, ronda de la muerte, valses de las hojas! Seguid vuestro paso inseguro sobre la tierra sin lamentar el darnos la despedida.

El baile de la humanidad llegará también á unirse con vosotros, allí donde espira la vida, vacila el pensamiento, y se abre, como flor de la materia, el alma.

EL CASTILLO DE SANTIAGO

EL CASTILLO DE SANTIAGO

uien vea á la gente moza de mi pueblo, si esque aún rinde culto á la tradición, en la alegre noche de Santiago, acarrear toscos tablones robados sigilosamente á las carpinterías, y depositarlos en la plaza para con ellos levantar un castillo que al romper el día luzca sus pretiles de macetas, robadas también de los balcones, y enseñe sus penachos de cañas y su bosque de plantas del río, seguramente quedará extrañado de tan particular faena y apuntará en su memoria una costumbre nunca hasta entonces conocida.

En ese castillo, alzado en una noche para ser echado por tierra á la mañana siguiente, bailarán hombres y mujeres al salir la gente de misa, y el restante auditorio presenciará el bullicio, formando círculo en torno de la fiesta.

Como se está en vísperas de ella y como en la vigilancia de sus flores las mujeres ponen un decidido empeño, no sea que mientras cierren los ojos sean escalados sus balcones, las dueñas de macetas están sobre un pie, como quien dice, durante la noche; y en este momento lo está más que ninguna, porque sus razones tiene para ello, la recelosa Rafaela, como que Miguel le ha puesto las cartas boca arriba y le ha hecho saber que tiene que concederle el sí, ó de lo contrario sus tiestos de girasoles habrán de amanecer en el castillo, así quisieran lo contrario todas las voluntades y se opusieran todos los deseos.

De mejor gana que dejarse robar las macetas, daría Rafaela la sílaba consabida aj mozuelo; pero el amor gusta contrariarse sin razon ni causa que lo expliquen, y la moza ha puesto verja de erizadas puntas á su pasión, por lo cual su pretendiente está ronda que ronda la casa en que ella vive, aprovechando el momento oportuno de poner en práctica su proyecto.

Varias veces, oyendo el paso de un grupo de mozos, salió la mujer azorada al balcón en la idea de que el hurto se consumaba; pero otras tantas volvió la paz á su espíritu viendo que la redonda faz de sus girasoles seguían mirando á poniente, sitio por donde traspuso la huella enrojecida del sol.

Mecida es su confianza, una vez y otra asegurada en diferentes ocasiones, como quiera que propósitos se estrellan contra realidades, y como quiera que, segun el refrán, una cosa es predicar y otra dar trigo, la mujer puesta en vela resbaló paulatinamente hacia el sueño, y los girasoles quedaron sin custodiar, y Miguel sintió inaguantables deseos de establecer su plan de acometida.

Auxiliado de un compañero, que en estos asuntos el que ejecuta va siempre acompanado de un camarada, el mozo aplicó una escalera contra el muro, subió sin promover el menor ruido, cogió el primer tiesto que halló á manoy lo alargó al que hacía veces de acólito, agarró la segunda maceta y verificó igual faena, y en menos de un periquete, como al mozo no le pasara la sangre, la ventana quedó tan limpia de macetas como llena de delicioso sueño su dueña.

Miguel metió en seguida talones á la distancia porraceando sordamente el suelo, y pronto hallóse en la plaza entre un regocijadoescuadrón de mozos que venían de llevar á cabo idénticas operaciones.

Un mozo, ejercitado en la práctica de otros años, había aplicado la gente á distintos quehaceres, y en tanto que enviaba á unos á subir haces de cañas del rio, á otros los ponía á abrir hoyos profundos en el suelo, en los cuales se clavarían los puntales, base y sostén del edificio; y á estos les hacia mover pesados tablones, y á aquellos poníalos á echar amarras, y, todos juntos, halagados por el cundir de la tarea, adelantaban sin descanso, soñando con ver los resplandores del día.

Tal maña se dieron en la edificación, que, después de los azares consiguientes, el castillo enseñó á su hora sus cuatro arcos vestidos de ramaje, y en los altos pisos mostró el brillante jardín robado cautelosamente á los balcones.

Como en estas y en otras el día se venía á más andar puesto de traje de púrpura y celajes de tonos calientes, el pueblo comenzó á levantarse y á vestirse como en cada día del año, con la diferencia de que en aquel colgaba á su cuerpo los guardados fondos del arca, y corrió en derechura de la plaza, sitio obligado para reunirse en las bellas alboradas de Santiago.

La misa, que fué muy de mañana, anuncióse con los repiques y golpes de ordenanza, y pronto el templo fué contenedor de cuanto rostro bonito y mujer de circunstancias daba explendor al pueblo, no faltando la lozana mata de mozos, ni los viejos, que dán carácter á la ceremonia.

Apenas el cura dijo Ite misa est, los pelotones de gente salieron por la puerta de la iglesia y dieron vista á la plaza.

En el estrado ó primer piso del castillo aguardaba lo más garrido del género masculino, y lo más reputado en cuanto á poseer los incomparables tesoros de la mocedad, como son: gracia, viveza y humor nunca extinguido, hasta el punto de que ya podía cualquiera querer entrar sin más ni más en el grupo de mozos, sin que antes no llevara la difícil patente del juicio público en la mano, y no reuniera las circunstancias, méritos y condiciones imprescindibles para no desmerecer de sus compañeros.

Lo mismo fué oirse decir«la fiesta está empezada,»que subir al castillo una marea de gloria en forma de muchachas apuestas y gentiles, todas por el mejor parecer adornadas de vistosos abalorios y ringorrangos, y mostrando en los bajos la balumba de encajes, tablas y trencillas.

El edificio alzado por la juventud, con sus filas de mozas acomodadas en las sillas, sus penachos de cañas ondulantes alzándose en las esquinas, sus circulos de macetas cuajadas de diversas flores, sus ramajes entrelazados haciendo pabellones, y sus labores de juncos y mastranzos, más bien parecía palacio levantado á la primavera, que lugar destinado á fiesta y á jolgorio.

Rafaela, doliéndole en el alma la traición de Miguel, subió también con las demás mozas, y ocupó una silla galantemente ofrecida por su enamorado, que al oido la invitó á decir la silaba deseada.

Buena estaba la joven para prestar oidos al mozo: así, fijó los ojos en las parejas que en aquel momento empezaban el baile, y abrió, por abrirlo, el abanico, que, agitándose cerca de los girasoles, llevó unas ráfagas de frescura al animado rostro de Miguel.

— Ya me daba á mí en el olfato lo de las macetas—dijo con voz acaramelada el mozuelo; — si asi guardas unas matas que riegas, ¿cómo guardarás un querer, pongo por caso?

—Contra ladrones, ya se sabe, no hay ojos que vigilen.

— Pero si que le traigan á uno descompuesto el repechucho y fuera de quicio las voluntaes, Rafaela. Y to ello por no querer decir una palabra, que ya te la hubiá yo dicho á tí tantas veces como hubiás querío.

— De ná sirven las palabras cuando detrás de ellas no está la verdá y lo que se piensa.

— Lo que tú piensas ya lo sé yo.

—¿Qué?

—Prenuncia lo que quiero y lo sabrás.

— Eso no pué ser.

—¿Por qué no?

— Porque... porque... ¿ónde tengo yo la certenia de que me quieres?

— En mis quereles mismos, Rafaela. ¿No vez mi desvelo que no duermo? ¿No vez que lampo por un cachiyo é luz é tus ojos?

— Pero ¿no tendrás tú otra, Miguel?

— En er mundo no tengo yo más que á tí, porque tú me llenas too por dentro, como el agua las covachuelas de la vasija.

— Otra semejanza le ijiste á Rosario, y luego si te vi no me acuerdo.

— Y ¿eso por qué fué? Porque tú me gustabas más que ella.

— Si ecían que tenías el celebro seco de quererla.

— Seco, sí, pero de quererte á ti; que no hay Rosario ni padrenostre onde tú estás.

— A jarabe de pico no hay quien te gane.

— A jarabe... y á cariño.

— Será lo que tú quieras, pero eso hay que ponerlo de manifiesto.

—¿Más otavia? Pos dime lo que he de jacer.

En fin, yo lo que te saco es á bailar una muanza…

— Saca á otra que más te guste.

— Como no saque á la virgen misma de los altare, Rafaela...

— Pos anda, si es que te empeñas.

É inmediatamente las castañuelas, envueltas en un vistoso lío de lazos, caen en la falda de la muchacha, que en seguida se las ensarta en los dedos haciéndose la pudorosa, y saca el talle á vistas, trazando con la punta del pie el semicírculo con que dá comienzo el airoso paseo del fandango.

— Ahora que naide escucha podías decirme que sí.

— Ni ahora ni luego, Miguel: con que, sí te paece, calla y baila.

— Detén tú los amores e mi pecho, y entonces podrás hacer que me calle.

Y en esto, como se acabara el número de las mudanzas, Miguel clavó la rodilla, como era de costumbre, á los pies de la moza, y cogiéndola disimuladamente por la falda, dijo dispuesto á hacer lo que pronunciaba:

— De aquí no te escapas como no me digas que sí.

—¡Sí, hombre, si!—clamó por lo bajo repentinamente ella, temiendo que se descubriera el enredo.

Y puestos ambos de pie, diéronse el abrazo que manda el ritual galante del fandango, que consiste en apoyar la mujer en el hombro del mozo, la mano armada del tropel de lazos, como si fuera á ceñirle la noble banda de los antiguos caballeros.