Temperamentos filosóficos - Peter Sloterdijk - E-Book

Temperamentos filosóficos E-Book

Sloterdijk Peter

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«El libro de filosofía más interesante de este año.»Süddeutsche Zeitung Peter Sloterdijk retrata algunos Temperamentos filosóficos desde la Antigüedad hasta el siglo XX y abre un nuevo acceso a los grandes maestros de la filosofía. «El título de la presente colección alude a la conocida sentencia de Fichte de que la filosofía que uno elige depende del tipo de persona que se es. Con ello quería decir que las almas serviles se deciden por un sistema naturalista que justifica su servilismo, mientras que las personas de mentalidad orgullosa se aferran a un sistema de libertad. Esta observación sigue siendo ahora tan verdadera como siempre. Espero haber mostrado con los breves estudios aquí reunidos que la escala de los Temperamentos filosóficos va mucho más allá de la oposición entre tipos cobardes y orgullosos. Es tan extensa como el alma iluminada por el logos, cuyos límites, afirmaba Heráclito, resultan imposibles de alcanzar, por mucho que se la recorra.»Peter Sloterdijk

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Prefacio

A mediados de los años noventa, desarrollé, en colaboración con la editorial Diederichs, el proyecto –en un principio de una curiosa osadía– de ofrecer una historia alternativa de la filosofía que debía pasar revista a las grandes etapas del pensamiento europeo antiguo y moderno en forma de una crestomatía de textos de los autores más significativos. La idea de aquel momento estaba impregnada sin duda por el deseo de enviar una señal intelectual, anticíclica, contra la banalidad desatada que estaba caracterizando el fin de siècle alemán.

Lo novedoso de la empresa consistía en la decisión de conceder la palabra a los propios autores innovadores. Nuestro deseo, como editores y mediadores de fuentes filosóficas originales, era burlar el predominio de la bibliografía crítica secundaria que desde hace tanto tiempo se ocupa de que el texto de los pensamientos originales desaparezca por doquier tras los velos impenetrables de comentarios y comentarios de comentarios. Con este giro hacia los propios textos pretendíamos procurar a un amplio público el acceso al pensamiento filosófico en sus fuentes y –no menos importante– proporcionar a los estudiantes de la disciplina académica de «Filosofía» una alternativa a los «Estudios introductorios» que dominan en todas partes. Mi convicción era –y lo sigue siendo– que en filosofía no puede haber ninguna introducción, sino que más bien la misma disciplina filosófica tiene que presentarse ella misma desde el inicio, primero como un modo de pensar, para continuar acto seguido como un modo de vivir.

Gracias a la buena colaboración entre la editorial y el editor, el proyecto adoptó rápidamente una forma concreta y fue capaz de seducir a un grupo de excelentes investigadores que se declararon dispuestos a hacerse cargo de la selección y de la presentación de los textos originales. En unos pocos años surgió una colección que presentaba nada menos que una biblioteca filosófica esencial. Estos libros se abrieron pronto camino entre los lectores y llegaron al gran público gracias, sobre todo, a sus reimpresiones en formato de libro de bolsillo. Sólo dos de los tomos proyectados –curiosamente aquellos por los que yo tenía una especial predilección–, las antologías de Heidegger y de Adorno, no llegaron a ver la luz por complicaciones legales. Fue una experiencia indignante comprobar cómo los propietarios de los legados de Heidegger y Adorno se valían de su monopolio para impedir las selecciones de los escritos de estos autores, elaboradas por sus mejores conocedores.

La reunión en este librito de mis prefacios a aquellos volúmenes ha originado un efecto no pretendido inicialmente, pero que ahora, sin embargo, se ha revelado plausible. Para sorpresa mía, me doy cuenta de que estas viñetas de pensadores reunidas aquí ofrecen algo así como un agregado práctico, no una historia de la filosofía, pero sí una galería de estudios de caracteres y de retratos intelectuales que muestran cuánta razón tenía Nietzsche al apuntar que todos los sistemas filosóficos siempre son algo así como unas memorias inadvertidas y unas confesiones voluntarias de sus autores. No se puede negar que la elección de los autores entrañaba inevitablemente cierto grado de injusticia. Evitando la popularidad, la elección se mantuvo en un justo medio entre la necesidad y la arbitrariedad.

El título de la presente colección alude a la conocida sentencia de Fichte de que la filosofía que uno elige depende del tipo de persona que se es. Con ello quería decir que las almas serviles se deciden por un sistema naturalista que justifica su servilismo, mientras que las personas de mentalidad orgullosa se aferran a un sistema de libertad. Esta observación sigue siendo ahora tan verdadera como siempre. Espero haber mostrado con los breves estudios aquí reunidos que la escala de los temperamentos filosóficos va mucho más allá de la oposición entre tipos cobardes y orgullosos. Es tan extensa como el alma iluminada por el logos, cuyos límites, afirmaba Heráclito, resultan imposibles de alcanzar, por mucho que se la recorra.

P. S.

Temperamentos filosóficos

Platón

En el famoso aforismo 344 de La gaya ciencia, «En qué medida seguimos siendo religiosos», el antiplatónico Friedrich Nietzsche erigió un monumento tan honroso como problemático a la memoria del fundador de la Academia ateniense:

Pero ya se habrá captado adónde pretendo llegar, esto es, a que la fe en que se basa nuestra ciencia sigue siendo una fe metafísica, y que incluso nosotros, los expertos de hoy en día, ateos y antimetafísicos, también tomamos nuestro fuego de la hoguera encendida por una creencia milenaria, aquella creencia de los cristianos, que era también la de Platón, de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina [...] pero ¿cómo es posible tal cosa si esto se está volviendo cada vez más increíble? [...]1.

Podemos imaginar la historia de la filosofía europea como una estafeta en la que un fuego prendido por Platón –y algunos de sus precursores, principalmente Parménides y Heráclito– es portado por relevos a través de las generaciones.

La imagen de la marcha de la antorcha del pensamiento a través de los milenios es asimilable desde las valoraciones más opuestas, independientemente de si se quiere interpretar esa marcha como una historia de la verdad o sólo como una historia de interrogantes o incluso, tal como sugirió Nietzsche, como la historia de nuestro yerro más prolongado2. Con toda razón, Marsilio Ficino –figura clave del neoplatonismo florentino del siglo XV– denominó a Platón, en la introducción a su comentario de El banquete (De amore), «Platon philosophorum pater»3.

Verdaderamente, en su principal corriente idealista, la filosofía europea fue, por decirlo así, el resultado de una patrística platónica; fue procesando todo un complejo de proposiciones y sentencias terminantes que parecían manar, en última instancia, de una única fuente procreadora. Las obras maestras platónicas obraron como un banco de esperma de las ideas con el que fueron fertilizados numerosos intelectuales posteriores, a menudo salvando grandes distancias temporales y culturales. Esto es válido no sólo para la misma Academia ateniense que, como prototipo de la «escuela» europea, supo mantener su enseñanza casi un milenio en una sucesión ininterrumpida (del 387 a. C. al 529 d. C.). La doctrina de Platón demostró ser, además, un milagro de traducibilidad, e irradió, de un modo que podríamos denominar evangélico, en lenguas y culturas foráneas, cuyos ejemplos más notables los constituyen la recepción latina y árabe4, y posteriormente también la alemana. Sólo se ven superadas en importancia por la fusión del platonismo en la teología cristiana. Lo que en su día Adolf von Harnack denominó la helenización o secularización de la teología cristiana, tanto la gnóstica inmediata como la católica gradual, se encuentra en gran medida bajo el signo del divino Platón5. Por lo demás, algunas de las teosofías especulativas del islam siguen transportando hasta la actualidad una plétora de motivos platonizantes.

Por consiguiente, el Corpus Platonicum es más que una colección de escritos clásicos entre otros; es el documento fundacional de todo el género de la filosofía idealista europea como estilo, como doctrina y como forma de vida. Representa una nueva alianza de la intelectualidad con los habitantes de la ciudad y del imperio; difunde la buena nueva de la penetrabilidad lógica de este mundo opaco. Como evangelio de la razón fundada de todas las cosas, el platonismo ancla la aspiración a la verdad en un racionalismo religioso. Serían necesarias nada menos que las revoluciones civilizatorias de los siglos XIX y XX para levar esas anclas; como fases de ese desanclaje tenemos a la vista la metafísica schopenhaueriana de la voluntad ciega del universo, el perspectivismo y el ficcionalismo de Nietzsche, el evolucionismo materialista de las ciencias naturales y sociales y, por último, las modernas teorías del caos. En su clásica forma escolar, la doctrina de Platón quería proporcionar unas instrucciones para una vida feliz; era, en el verdadero sentido de la palabra, una religión del pensamiento que se creía capaz de reunir bajo un mismo techo el análisis científico y la edificación moral. Algunos historiadores de la religión creen poder demostrar que, en algunos aspectos, la doctrina de Platón representó realmente una modernización de tradiciones chamánicas. Éstas conocían desde tiempos inmemoriales las ascensiones del alma a los cielos y el trato sanador con los espíritus del más allá; el lugar supracelestial de Platón, donde flotan las ideas puras, sería en este sentido un cielo racionalizado, y la ascensión del pensamiento a las ideas sería solamente un viaje moderno del alma con los vehículos del concepto6.

Con su optimismo aristocrático por el conocimiento y su ética de la vida consciente, el platonismo fue, por decirlo así, el superyó del racionalismo europeo que se estaba volviendo dominante en el mundo. Aunque la generosa búsqueda de Platón de la vida buena en una comunidad buena parecía llevar consigo desde sus comienzos el defecto de ser una mera utopía, ofreció, sin embargo, la medida y el rumbo para las pretensiones más elevadas del anhelo filosófico: la amistad con la verdad se entendió como una preocupación por la paz urbana y mundial y como compromiso de su refundación continuada a partir del espíritu de la autognosis. La frase de Nietzsche sobre el filósofo como médico de la cultura es, en lo que se refiere a la intención, absolutamente verdadera en el caso de Platón. No podía dejar de ocurrir que esas pretensiones fueran rechazadas por excesivas; en efecto, se ha querido reconocer en ellas la manifestación de aquello que en el siglo XX se ha denominado la tentación totalitaria.

De todos modos, sigue siendo válido el descubrimiento de Platón de que existe una relación, aunque sólo sea problemática, entre la sabiduría personal y el orden público. Y aunque la filosofía, en toda la Antigüedad tardía –en el fondo ya desde Alejandro Magno–, volvió a caer en una profunda despolitización, siguió manteniendo su atribución incuestionable, como una primera psicoterapia, para las cuestiones de la paz interior; ésta podía obrar como un anticipo de la paz exterior: un faro superior y silencioso en un mundo agitado. La tradición platónica coincidió con la doctrina estoica, y posteriormente con la epicúrea, en que definía al filósofo como experto en la investigación de la paz interior.

Si hoy en día tenemos motivos para recordar los comienzos de la filosofía en Grecia, es sobre todo porque fue la filosofía, a través de la potencia mundial indirecta denominada escuela, que nos sigue dominando y desconcertando, la que comenzó a imponerse en las sociedades urbanas desarrolladas. Junto con el filósofo entra en escena un tipo exigente de educador que se propone no dejar crecer más tiempo a la juventud urbana en las callejuelas de las convenciones, sino formarla de acuerdo con normas superiores y artificiales, formalmente universales.

La yunta de Sócrates y Platón marca la irrupción de esta nueva idea de educación; ambos se destacan en la lucha contra el convencionalismo y el oportunismo de los maestros de retórica y de los sofistas con la defensa de una nueva acuñación completa del ser humano. Paideia, o educación como formación del ser humano para un gran mundo imperial en estado latente o manifiesto, no sólo es una palabra básica del antiguo filosofar, sino que también da nombre al programa de la filosofía como práctica política. En ese programa puede leerse que el alumbramiento de la filosofía estaba condicionado por la emergencia de una nueva formación mundial, arriesgada y cargada de poder, que hoy en día llamamos formación de las culturas urbanas y de los imperios. Ésta forzaba un nuevo adiestramiento del ser humano con vistas a su idoneidad para la ciudad y el imperio. En este sentido puede afirmarse que la filosofía clásica fue un rito lógico-ético de iniciación para una élite de hombres jóvenes –en raros casos también para mujeres–; aquéllos, bajo la dirección de un maestro avanzado, debían conseguir superar el mero carácter familiar y tribal que habían mantenido hasta entonces, para favorecer una humanidad estatal e imperial de mentalidad amplia, de altas miras. Así pues, en sus mismos comienzos, la filosofía es inevitablemente una iniciación al alto, más alto, altísimo; se presenta como la escuela de la síntesis universal; enseña a pensar unidos lo múltiple y lo inmenso en un todo; introduce en una vida con una carga intelectual y moral cada vez mayor; apuesta por la oportunidad de corresponder a la creciente complejidad mundial y a la soberanía suprema de Dios mediante una preocupación constante por el ensanchamiento del alma7; invita a mudarse al nuevo y poderosísimo edificio: a la casa del ser; quiere hacer de sus discípulos los habitantes de una acrópolis lógica; despierta en ellos el impulso a estar en todas partes como en casa. Para alcanzar la meta de esta ejercitación, la tradición griega nos ofrece el término sophrosyne (sensatez), la tradición latina, la expresión humanitas. Así pues, al ser la antigua escuela filosófica una paideia, esto es, una introducción en la sensatez adulta (que es lo que significa humanidad), lleva a cabo una especie de rito de transición para el cultivo del ser humano idóneo para la ciudad y para el imperio, el ser humano de «mente elevada»8. Sería disparatado ver solamente caracteres ideales apolíticos en los valores de la paideia y de la humanitas. El hecho de que el sabio reconozca a todos los seres humanos como sus parientes, ¿implica que esta doctrina es sólo una ingenuidad humanitaria, nacida de una ampliación exagerada del ethos de la familia?9 Un recuerdo de los momentos estelares de la cultura educativa europea entre 1789 y 1945 puede aclarar que los Estados nacionales europeos apostaron por una instrucción pública humanista para adiestrar a su juventud en tareas enmarcadas dentro de programas nacional-imperialistas. Por mucho que la filosofía y la educación llamen la atención sobre lo particular, ya en épocas antiguas, sin embargo, el acento de todo «trabajo en uno mismo» recae en primer lugar y la mayoría de las veces en el entrenamiento de lo particular hacia una «humanidad política». Hasta que no se hizo muy profunda la brecha entre el poder y el espíritu, como en la época imperial romana, el filosofar no se encuadró en el modelo del sabio autárquico que da la espalda a las potencias mundiales.

La filosofía clásica prometía a sus adeptos la posibilidad de aportar serenidad en un cosmos caótico; se convierte en sabio quien comprende el caos como máscara del cosmos. Quien recorre con la vista los órdenes profundos gana capacidad de trato con el todo; ningún lugar en el ser le es ya completamente extraño; de ahí que el amor por la sabiduría sea la escuela superior de la capacidad de exilio. Designando al sabio de una manera ingeniosa y programática como kosmopolités, ciudadano del cosmos, la filosofía prometía supremacía sobre un universo que era, atendiendo a su forma, un mercado caótico de dioses, costumbres y opiniones, al mismo tiempo que un campo de batalla en el que varias instituciones políticas luchaban por la hegemonía. Se le ha prestado muy poca atención al hecho de que la juventud de Platón –nació probablemente el año 427– coincidiera por completo con la época de la guerra del Peloponeso (431-404); la ominosa distancia del filósofo hacia la realidad empírica y la tendencia idealista a destacarse de lo meramente dado –que a menudo ha sido criticada de manera mezquina– se entienden con mayor facilidad si se tiene en cuenta que el autor, en sus años mozos, apenas tuvo un mundo vivencial diferente del que se consumía por las pasiones guerreras.

Así pues, en lenguaje moderno denominaríamos a la filosofía clásica una «disciplina orientadora»; si quería hacer propaganda de sí misma, lo podía hacer sobre todo con la promesa de superar el caos de las circunstancias presentes mediante un retroceso ordenado a nociones fundamentales seguras: en la terminología actual hablaríamos de reducción de la complejidad. El filósofo, como eliminador de la diversidad adversa, tenía rasgos de iniciador en los misterios, acompañaba a los discípulos a la región de las causas primeras, desde donde podían contemplarse grandes y tranquilizadoras vistas panorámicas. Pero toda ascensión a cotas más elevadas tiene su precio. Si el filósofo quería ser útil como educador para un tipo todavía no existente de ser humano asistido por la razón, tenía que asumir el privilegio de erigir nuevas medidas para llegar a ser adulto en la ciudad y en el imperio. En verdad, el sentido del hacerse adulto se transformó radicalmente en la transición de las sociedades tribales a las formaciones políticas e imperiales.

Quien quería convertirse en adulto en la Atenas de los siglos V y IV antes de Cristo tenía que prepararse para asumir parcelas de poder en una proporción apenas conocida en la historia o, por lo menos, para hacer suyas las preocupaciones por el poder. En su papel de docentes que mostraban el camino para hacerse adultos bajo las condiciones de la ciudad y el imperio, los educadores filosóficos pasaron a ser, por tanto, comadronas en el alumbramiento, preñado de riesgos, de seres humanos que pasaban a mundos más elevados, más poderosos. Para no dar a luz a monstruos en estos partos superiores, fue preciso un arte que equilibrara esta nueva plenitud de poderes mediante una nueva sensatez.

Desde los tiempos de las culturas tribales más antiguas, los partos simbólicos en el umbral al mundo adulto son asunto de las iniciaciones rituales. La paideia