Un seductor enamorado - Sarah M. Anderson - E-Book
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Un seductor enamorado E-Book

Sarah M. Anderson

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Beschreibung

¿Podría convencerla de que aceptara sin pronunciar esas dos palabras? Él creía que no volvería a ver a Stella Caine jamás. Tras una noche salvaje, ella había salido de su vida después de desvelarle que su padre era el único hombre que podía amenazar el mayor proyecto empresarial de Bobby Bolton. Por eso, él la dejó marchar. Hasta que Stella regresó embarazada. Esa era una situación que solo podía resolverse de una manera: mediante el matrimonio. Bobby quería hacer lo correcto. Además, la deseaba y nunca había dejado de pensar en ella.

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Seitenzahl: 218

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Sarah M. Anderson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un seductor enamorado, n.º 133 - septiembre 2016

Título original: Expecting a Bolton Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8668-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Epílogo

Capítulo Uno

¿Qué estaba haciendo Stella en ese momento?

Bobby se hizo la misma pregunta que llevaba haciéndose toda la semana. Y la respuesta era la misma.

No tenía ni idea. Pero le gustaría saberlo.

Tal vez, debería haberse esforzado más en conseguir su número aquella noche salvaje en la sala de fiestas. Sí, debería haberlo hecho. Pero Bobby Bolton no perseguía a las mujeres. Disfrutaba de su compañía, por lo general, durante una noche y, de forma excepcional, por un fin de semana. Eso era todo. No tenía relaciones largas. Ambas partes lo pasaban bien y se separaban amistosamente. Esa era su manera habitual de actuar con el sexo opuesto.

Hasta esa noche, hacía un par de meses, en que había conocido a Stella.

Había sido la última noche en que se había sentido el dueño del mundo.

FreeFall, la cadena de televisión que había comprado su reality show, Los hermanos moteros, había celebrado una fiesta privada en honor de la nueva temporada de episodios. Era la clase de evento que Bobby adoraba, lleno de gente glamurosa, en un lugar selecto y sofisticado.

Esa noche, cuando había estado escrutando la sala, una mujer sentada en una esquina le había llamado la atención. Tenía la clase de estilo que la distinguía de las demás. En vez de ir vestida con algo demasiado corto o demasiado ajustado, llevaba un vestido de manga larga cubierto de flecos de cuero con la espalda al descubierto. Era un atuendo llamativo y sensual, aunque su portadora había estado sola con la vista puesta en la multitud.

Bobby había ignorado su identidad cuando la había invitado a tomar algo. Ella le había dicho que era diseñadora de moda, pero no había mencionado su apellido. Lo había dejado embelesado con su atrevido estilo, su acento británico y su actitud distante del resto del grupo. Habían hablado como si hubieran sido viejos amigos, todas las bromas que habían compartido habían tenido un sentido especial que ambos habían sabido interpretar y disfrutar juntos. Él había quedado prendado.

Esa debía de ser la razón por la que habían terminado en el asiento trasero de una limusina con una botella de champán y un par de preservativos.

Sin embargo, más tarde, cuando Bobby le había pedido su número de teléfono, ella había dejado caer la bomba. Era Stella Caine, hija única de David Caine, propietario de la cadena de televisión FreeFall, productor del reality show de los Bolton y socio mayoritario de su nuevo proyecto urbanístico. Para colmo, se trataba de uno de los hombres más conservadores del país.

Bobby se había sentido fuera de juego. ¿Cómo podía haber hecho algo tan estúpido? ¿Qué pasaría si ella se lo contaba a su padre?

David Caine se ocuparía de hundirlo en la miseria, eso sería lo que pasaría, se dijo. Y todo lo que tanto se había esforzado en construir se reduciría a cenizas.

Después de haber revelado su identidad, Stella no le había dado a Bobby su número. Solo le había dado un beso en la mejilla, asegurándole que era mejor así.

Eso había sido lo último que había sabido de ella. David Caine no lo había llamado a la palestra por haber corrompido a su hija. No había recibido ni llamadas ni mensajes de Stella. No tenía nada más que sus recuerdos.

Una de las asistentes de producción se acercó entonces, sacando a Bobby de sus pensamientos.

–Tenemos la toma –informó Vicky–. ¿Algo más?

Bobby estaba grabando su programa para FreeFall en Dakota del Sur.

–Creo que hemos terminado por hoy –señaló Bobby, mirando a su alrededor en el pequeño tráiler que era su despacho y, muchos días, su hogar.

Eran las cuatro de la tarde de un viernes del mes de noviembre, el sol comenzaba a ponerse, sumiendo todo en un gris invernal. Los trabajadores de la obra habían recogido ya sus cosas. Vicky y el equipo de grabación, Villainy Productions, se habían quedado un poco más tarde para hacer un par de tomas de Bobby sentado ante su mesa con aspecto abrumado.

Ese día no había tenido que fingir demasiado.

¿Qué diablos le sucedía? Aquello era todo lo que siempre había soñado. Su reality show se había estrenado en FreeFall con una espectacular audiencia. El contrato de producción que había firmado con la cadena de televisión le había proporcionado la mitad del dinero que necesitaba para empezar a levantar el complejo residencial Crazy Horse, cuya construcción iba a formar parte del espectáculo.

Su familia y su negocio eran las otras piedras angulares del programa, que había lanzado al estrellato las motos de diseño creadas por su hermano Billy. Crazy Horse Choppers se había convertido en una marca internacional con una leal lista de seguidores, muchos de ellos, estrellas del espectáculo, y otros, moteros de corazón. Y él seguía siendo el director de marketing de la empresa familiar.

Había trabajado durante años para llegar a ese punto. Era rico, famoso y poderoso. Todos sus sueños se habían hecho realidad. Se mirara como se mirara, era un hombre de éxito.

Entonces, ¿por qué se sentía tan… inseguro?

Horas después de que todo el mundo se hubiera ido a casa, se sentó ante su mesa, que estaba empotrada en la pared del tráiler. Las ventas de Crazy Horse Choppers se habían disparado, según anunciaba la pantalla de su ordenador. Pero a él no le interesaba. Quizá solo estaba cansado, se dijo, intentando concentrarse. No podía recordar la última vez que había estado en su casa.

En vez de dormir en su cama extragrande con sábanas de algodón egipcio, llevaba muchas noches durmiendo en el incómodo sofá del tráiler. En vez de cocinar en su cocina de gourmet, con encimeras de mármol y última tecnología, había estado arreglándoselas con comida rápida y un microondas. Y, en vez de sumergirse en su baño de burbujas, se había estado apañando con la ducha en miniatura del tráiler. Sus días se habían convertido en una sucesión borrosa de café, obras y cámaras. Diablos, ni siquiera había hecho un viaje de negocios desde que había vuelto de Nueva York, hacía dos meses.

Su vida daba asco.

Como sus hermanos mayores, Billy y Ben, siempre le recordaban, él mismo se lo había buscado. Ellos no parecían dispuestos a ofrecerle ayuda. Sus hermanos pensaban que sus ideas eran ridículas y esperaban que fracasara, por eso, él estaba esforzándose al máximo para demostrarles que se equivocaban.

Incluso si eso significaba vivir en un tráiler y quedarse revisando las cifras de audiencia un viernes por la noche.

Pronto, estaría terminado su ático en la planta alta del complejo residencial. Tendría su propio ascensor privado, impresionantes vistas de Black Hills y, sobre todo, no viviría a la sombra de nadie. Ni de su padre, Bruce, ni de su manera autoritaria de dirigir el negocio. Ni de Billy y su insistencia en construir motos a su gusto, no a gusto de los clientes. Ni de Ben y su enfermiza devoción a los números.

Sabía que sus hermanos pensaban que era un desastre, pero les demostraría que no tenían razón. Nadie iba a echar a perder su trabajo.

Por primera vez en la vida, Bobby tendría algo que fuera suyo y solo suyo. Su propio reino personal. Tendría todo el poder para contratar a quien quisiera, diseñar y crear lo que quisiera. Era un sueño ambicioso. Pero soñar era lo que mejor se le daba.

El sonido de la puerta de un coche le devolvió de golpe al presente.

Había tenido un par de problemas con ladrones de cobre. Bobby había contratado a un vigilante de seguridad.

Entonces, escuchó un silbido.

Bobby abrió el cajón de su mesa y sacó su pistola. Pronto, les enseñaría que nadie robaba a los Bolton.

Nada más que le hubo quitado el seguro a la pistola, alguien llamó a su puerta. Se sobresaltó. Los ladrones de cobre no llamaban.

–Voy –dijo Bobby, extrañado.

Metiéndose la pistola en la parte trasera del pantalón, se dijo que podía ser Cass, la recepcionista de Crazy Horse Choppers. De vez en cuando, iba a ver cómo estaba.

Bobby abrió la puerta. Cuando la luz del tráiler iluminó la escena nocturna, tuvo que parpadear un momento para poder creer lo que estaba viendo.

Un tipo bajito con un chaleco verde y una camisa de rayas y el pelo rojizo saliéndole por debajo de una gorra de lana. Tenía el aspecto de un duende.

–Ah, aquí estás –dijo el tipo con acento irlandés y una sonrisa impertinente–. Eres un tío difícil de encontrar.

–¿Disculpa? –repuso Bobby. Al mirar detrás del recién llegado, vio un sedán negro con lunas tintadas. De pronto, se dio cuenta de que había visto ese coche pasando por allí varias veces durante la última semana, a horas extrañas.

Con disimulo, se llevó la mano al cinturón, tratando de agarrar la pistola de nuevo.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontró frente a un enorme revólver que le apuntaba a la cara.

–No creo que sea buena idea. Mejor, dame el arma despacio y con suavidad –advirtió el recién llegado.

–¿Quién eres?

–Mi nombre es Mickey –contestó el hombre y, una vez que tuvo el arma de Bobby en la mano, añadió–: Muy bien, tío. Ella me dijo que eras un tipo listo. No me gustaría tener que llevarle la contraria.

–¿Qué? ¿Quién es ella?

Mickey le dedicó otra sonrisa desafiante y miró dentro del tráiler.

–¿Hay alguien más aquí?

–No.

–Pórtate bien y no pasará nada –ordenó Mickey, guiñándole un ojo–. Siéntate, estate quieto y recuerda que, si haces cualquier tontería, tendré que romper la promesa que le hice a ella –añadió, pegándole la pistola a la cara de nuevo.

–¿Qué promesa?

–Le prometí no hacerte daño, al menos, hasta que ella no dijera lo contrario.

Tras su críptico comentario, Mickey se guardó ambas armas en el bolsillo y se giró hacia el coche. Todavía silbando, abrió la puerta trasera y le tendió una mano a la pasajera.

Una larga pierna femenina salió del vehículo, seguida de otra pierna. A Bobby se le aceleró el pulso. Quizá, no iban a robarle. Igual iba a tener suerte.

Una mano enguantada se posó en la de Mickey y una mujer vestida de negro salió. Incluso desde lejos, Bobby pudo ver el corte de pelo con la nuca al descubierto y un lado más largo que el otro. Al instante, el pulso se le paró en seco.

Solo conocía a una mujer en el mundo con ese corte de pelo.

Stella Caine.

Bobby se frotó los ojos, pero la escena no cambió.

Stella.

Ella se quedó parada un momento, posando la mirada en las obras. Mickey le ofreció su brazo y, juntos, caminaron hasta el tráiler.

La forma en que sus caderas se contoneaban al andar era capaz de embelesar a cualquiera, pensó Bobby. Llevaba un largo abrigo de piel negro, que dejaba entrever una larga pierna con cada paso. Cuando llegó bajo la zona iluminada por la luz que salía del tráiler, ella se detuvo y lo miró.

Sus ojos, verde pálido, brillaban. A pesar de su estilo sofisticado, esos ojos contaban una historia diferente. Mostraban una cierta suavidad, incluso, vulnerabilidad.

–Hola, Bobby.

Un soplo de viento corrió entre ellos como una advertencia. Bobby percibió de inmediato que estaba en peligro, y no solo por el pelirrojo armado. La actitud de Stella no tenía nada de amistoso, más bien, parecía heladora. Si se alegraba de verlo, no lo demostraba.

–Stella.

Durante un momento, Bobby no supo qué más decir, algo inusual en él. Siempre sabía qué decir, cuándo decirlo. Era su don, esa habilidad para adivinar con exactitud qué querían escuchar los demás. Era un talento que le había hecho triunfar en la vida.

Al parecer, sin embargo, en ese instante, sus talentos lo habían abandonado. No quería decir nada. Quería tomarla entre sus brazos y decirle que no pensaba dejarla marchar de nuevo.

Pero sabía que, si lo hacía, lo más probable era que Mickey le pegara un tiro. Por eso, dijo lo único que se le ocurrió.

–Pasa.

Haciéndose a un lado, la dejó pasar, mientras su aroma a lavanda lo envolvía.

Mickey no la siguió dentro. Se quedó apoyado en la barandilla de la entrada, ajeno al frío invernal.

–Pórtate bien –le repitió a Bobby el hombrecillo–. Odiaría tener que irrumpir en la escena para pararte los pies.

¿Acaso pensaba ese tipo que podía hacerle daño a Stella?, se preguntó Bobby. Ellos ya… bueno, habían tenido un encuentro íntimo. Además, él no era la clase de hombre que hacía daño a una mujer. Los Bolton eran respetuosos con el sexo opuesto.

Eso, para él, significaba básicamente asegurarse de que su pareja quedara satisfecha después de un encuentro. Las necesidades sexuales de ambas partes quedaban saciadas y todos terminaban como amigos.

Aunque lo que estaba pasando en ese mismo momento era algo por completo nuevo para él.

Lanzándole una última mirada de confusión a Mickey, Bobby cerró la puerta y volvió la atención a la mujer que observaba el interior del tráiler con obvio desdén. De nuevo, él quiso tener algo que decir, pero le fallaron las palabras.

–¿Quieres… darme tu abrigo?

Stella le dio la espalda, desabrochándose el cinturón del abrigo. Él se acercó y posó las manos en sus hombros para agarrarlo.

Las pieles cayeron en sus manos, dejando al descubierto un delicado cuerpo de encaje transparente que, a pesar de ser de manga larga y cuello alto, no dejaba nada a la imaginación.

Bobby se quedó atontado un momento, antes de caer en la cuenta del diseño representado en el encaje. Eran pequeñas calaveras. Una mezcla muy especial de feminidad y provocación, el sello característico de Stella.

Como complemento, llevaba un ceñido corpiño de cuero y una larga falda de punto que, vista por detrás, parecía muy puritana. Pero, cuando ella se dio la vuelta, vio que dos largas rajas delanteras dejaban asomar sus esbeltos muslos.

A Bobby se le aceleró el pulso de nuevo. Solo Stella Caine podía ponerse una ropa que la cubría por completo y, al mismo tiempo, dejaba entrever todo su cuerpo. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué la deseaba tanto?

Sorprendido, ansió besarla en el cuello, justo donde terminaba su pelo. Si recordaba bien, había hecho lo mismo en otra ocasión, acorralándola contra la puerta de un coche.

Sin embargo, Bobby se esforzó por contenerse para no hacer nada estúpido. Sin duda, Mickey no se lo permitiría. Por eso, se limitó a colgar el abrigo de la recién llegada en el perchero.

–¿Quieres sentarte?

Ella escrutó el interior del tráiler y posó la vista en el sofá que había al otro lado. Estaba hundido en la parte donde él había dormido y estaba manchado de café.

–Gracias, no –negó ella con tono seco, alisándose la falda con las manos.

Frotándose la cabeza, Bobby bajó la vista a sus pies. Llevaba botas negras llenas de hebillas, de tacón alto.

–Toma. Deja te saque un asiento –ofreció él, dirigiéndose a por el sillón de cuero de su escritorio.

Con un gesto de agradecimiento, Stella se sentó y se cruzó de piernas. Las rajas de su falda dejaron escapar su muslo derecho, captando de inmediato la atención de Bobby.

Intentando apartar la vista, él se sentó en el sofá.

Tenía que decir algo. Sin embargo, mientras estaba sentado delante de la mujer más encantadora que había conocido, se quedó sin palabras. No sabía por qué estaba ella allí, ni qué quería. Eso implicaba que no sabía lo que su visitante deseaba escuchar. Lo único que sabía era que su pistola estaba fuera, en manos de un irlandés que no dudaría en usarla para dispararle.

Aparte de eso, solo podía pensar en que nunca se había alegrado tanto de ver a una mujer en su vida. Ella no parecía en absoluto feliz de verlo.

Al final, Bobby no pudo soportar más el silencio.

–Tu vestido es impresionante.

Ella esbozó una tensa sonrisa.

–Gracias. Lo hice yo, claro.

–¿Dónde encontrarte encaje con calaveras?

Cuando ella afiló la mirada, Bobby adivinó que había hecho una pregunta inadecuada.

–Lo hice yo –repitió ella, marcando las palabras.

–¿Hiciste el encaje?

–Lo he diseñado yo y lo he cosido. Es una de mis creaciones.

Bobby se quedó mirando el tejido. Desde la distancia que los separaba, no podían verse las calaveras. Le sentaba como una segunda piel.

–Increíble –comentó él, mirándola a los ojos.

–Gracias –repitió ella en tono más suave. Sonrojándose ligeramente, bajó la vista.

Ese comentario, al menos, había sido acertado, caviló Bobby. Aunque, sin duda, ella no había ido hasta allí para buscar cumplidos. Así que volvió a intentarlo.

–Mickey parece… un tipo especial. ¿Lo conoces hace mucho?

–Hace… mucho.

De acuerdo. No iban a hablar de Mickey, comprendió él, quedándose sin más ideas. Si Stella no le daba ninguna pista, ¿qué podía hacer?

Por suerte, su huésped le echó un cable.

–Esto es muy bonito –observó Stella, mirando a su alrededor de nuevo. Su tono fue irónico y cortante.

–¿Verdad? –repuso él, aliviado por tener algo de que conversar–. Solo elijo lo mejor. Tengo una casa en la ciudad –añadió–. Me quedaré aquí solo hasta que se termine el complejo residencial. Viviré en mi ático cuando esté listo.

Cielos, aquello no iba bien, se dijo Bobby. ¿Dónde estaba el hombre encantador y con don de gentes que siempre había sido? Delante de Stella, se estaba comportando como un torpe inútil. No le gustaba como un pez fuera del agua.

–Hace una semana que no vas a tu casa.

Bobby la miró sorprendido. ¿Qué quería ella? No podía haberse tomado la molestia de ir hasta allí solo para entablar una conversación superficial.

–He estado trabajando en la obra. ¿Quieres ver los planos? –ofreció él, desesperado por establecer algún tipo de vínculo.

En vez de responder, Stella lo miró de arriba abajo.

Bobby deseó poder descifrar esa mirada. Parecía furiosa y frustrada, como si estuviera a punto de perder la paciencia. Pero, además, percibió una emoción vulnerable en sus ojos.

Estaba preocupada.

Al fin, Stella se movió. Se pasó una uña pintada de negro por la comisura de los labios, como si hubiera comido algo desagradable. Luego, tomó aliento, enderezó la espalda y lanzó una granada verbal en medio de la estancia.

–Estoy embarazada.

Capítulo Dos

Sus palabras despedazaron a Bobby. ¿Acababa de decir que estaba embarazada?

Ella lo estaba mirando con gesto indescifrable, esperando una respuesta. ¿Qué diablos podía decir? Él abrió la boca para preguntar quién era el padre, pero al instante adivinó que sería la pregunta menos apropiada.

Detrás de la fachada impasible de su visitante, Bobby percibió algo además de preocupación. Estaba asustada. Aunque parecía decidida a no dejarle ver ese miedo.

Bueno, pues ya eran dos los que estaban asustados.

Entonces, Bobby comprendió. Stella estaba segura de que él era el padre. Y ese era, de lejos, el pensamiento más aterrorizante que había tenido en su vida.

Nadie le había dicho nunca que sería un buen padre. Lo más habitual era que la gente lo acusara de inmaduro. Sus hermanos se lo decían todo el tiempo.

Los niños eran… caóticos. Gritaban. No eran razonables. Se ponían a llorar por cualquier cosa. Eran muy exigentes.

A Bobby le gustaba hacer las cosas a su manera. Le gustaba acostarse tarde, levantarse tarde. Le gustaba no tener hora para llegar a casa. Le gustaba no tener que pasar por encima de juguetes, ni cambiar pañales.

No era la clase de tipo que podía ser padre. Era un hombre de negocios y se le daba bien su trabajo. Estaba volcado en hacer que su complejo residencial fuera el más sofisticado de Dakota. Y, si todo salía según lo planeado, tendría una cadena de complejos Crazy Horse por todo el oeste del país. Tener una familia no encajaba dentro de esos planes.

Despacio, Bobby intentó escoger las palabras.

–Pensé que… Usamos protección. Las dos veces.

Al principio, Stella parecía tallada en piedra, de lo inmóvil que estaba. Pero, luego, él se dio cuenta de que el pecho le subía y le bajaba con la respiración acelerada.

–Sí, la usamos –dijo ella al fin.

Entonces, ¿cómo podía ser él el padre? Esa era la pregunta que Bobby se moría por hacer, pero no sabía cómo.

–Creo que el segundo preservativo se rompió –afirmó ella con palabras cautelosas y precisas–. Y que estábamos demasiado metidos en faena como para darnos cuenta.

Bobby intentó pensar. No recordaba haber estado borracho. Solo recordaba el torrente de energía sexual que ella le había provocado.

Mientras se pasaba la mano por el pelo una y otra vez, preso de la angustia, ella seguía sentada con total compostura, como si en vez de anunciar su embarazo le hubiera comunicado que quería vino blanco con la cena.

Bobby había estado loco de ganas de verla durante los dos últimos meses. ¿Pero… embarazada? Encima, no podía soportar el desdén con que ella lo observaba.

Quería verla, pero sonriente. Quería hacerla reír, acariciar su cuerpo.

Entonces, Bobby tomó una decisión. No estaba seguro de qué quería Stella de él, pero tenía una certeza. Necesitaba un lugar privado, un espacio más acorde con la situación.

–Tenemos que irnos.

–¿Irnos?

–A mi casa. Podemos hablar mejor allí. Estarás mucho más cómoda. Es más agradable, más íntimo.

–¿No hay cámaras?

Era la primera vez que Bobby percibía un tono inequívoco de preocupación en su voz. De inmediato, sintió deseos de protegerla.

–No. Nada de cámaras.

Diablos, si Caine supiera que su hija estaba allí, por no decir si supiera que estaba embarazada, se acabaría todo. El programa de televisión, el dinero para construir el complejo residencial… todos sus sueños se harían pedazos. No podía arriesgarse a perder todo por lo que tanto había trabajado.

Despacio, Bobby abrió la puerta.

–¿Mickey? ¿Puedes venir?

Aunque el pelirrojo se había pasado veinte minutos a la intemperie, con el frío que hacía, no parecía afectado. Llevaba las manos en los bolsillos, sí, pero tal vez fuera más para empuñar las pistolas que para calentarse.

Mickey asintió y entró en el tráiler.

–¿Va todo bien? –preguntó el pelirrojo a Stella.

–Sí –afirmó ella, poniéndose en pie.

–Quería confirmar contigo que lo mejor sería trasladar esta conversación a un lugar más íntimo, mi casa. Así, Stella estará más cómoda.

–¿Siempre habla así? –le preguntó Mickey a Stella, con aspecto confundido.

–No siempre –murmuró ella, bajando la vista de nuevo.

Stella asintió a su guardaespaldas, que la observaba expectante.

–Puedes seguirme –indicó Bobby, y tomó el abrigo de Stella.

–No te preocupes, tío –repuso Mickey, recuperando su sonrisa insolente–. Sé dónde vives.

–Yo iré con Bobby –señaló Stella.

Si su afirmación sorprendió a Mickey, no lo demostró.

–Nos vemos allí –dijo el guardaespaldas y, silbando, se dirigió a su vehículo con la pistola de Bobby todavía en el bolsillo.

Bobby sabía lo que eso significaba. Todavía debía tener cuidado.

Bobby tenía un coche muy bonito, un Corvette rojo deportivo. Encajaba con la imagen que Stella tenía de él. La noche que lo había conocido, llevaba el cabello rubio peinado hacia tras, un traje gris hecho a medida con una camisa impecable blanca, sin corbata. Era el personaje perfecto para cualquier fiesta. Por el contrario, ella se había sentido muy incómoda, sentada en una esquina.

No podía comprender del todo la forma en que Bobby había reaccionado a la noticia. No estaba segura de qué había esperado que él hiciera al saber que era el padre del bebé que crecía en su vientre.

No, eso no era cierto. Si era sincera consigo misma, tenía que admitir que había esperado que Bobby hubiera enumerado las razones por las que no podía ser el padre y hubiera asegurado que el bebé era de otro. O, tal vez, podía haber dicho que, aunque el hijo fuera suyo, no quería saber nada de ello. Ni de ella. Sin embargo, no había hecho ninguna de las dos cosas.

En ese momento, Bobby estaba al volante, mientras los dos se mantenían en silencio.

Stella quería que él dijera algo. El problema era que no sabía qué quería escuchar.

–¿Llevas aquí toda la semana?

–No. Llegué el miércoles –contestó ella. Quiso mirarlo, pero el pequeño espacio del coche hacía que fuera incómodo. Además, al mirarlo… le sucedían cosas que no quería reconocer. Haciendo un esfuerzo, intentó dejar de lado la excitación que le producía verlo. Estaba allí por el bebé, se recordó a sí misma. No había ido por él–. Mickey vino la semana pasada en coche. Él decidió que el viernes por la noche sería el mejor momento para dar contigo. Yo no estaba de acuerdo, pero Mickey insistió.

–¿Pensaste que estaría de fiesta en el pueblo?

Eso era exactamente lo que Stella había pensado, pero no quiso admitirlo.

–Hace mucho, aprendí a fiarme de la intuición de Mickey.

–¿Sabe tu padre que estás aquí?