Una proposición de amor - Allison Leigh - E-Book
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Una proposición de amor E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Solo fue un beso, destinado a librarse de un pretendiente no deseado. Y después, Gabriel Gannon le pidió a Bobbie Fairchild que se hiciera pasar por su prometida para conseguir la custodia de sus hijos. Desde luego, ella no tenía que fingir la atracción sexual que sentía por ese padre entregado. Y ahí precisamente radicaba el problema. Gabe no podía olvidar el beso de la inquilina de su abuela. Sabía que pedía mucho, pero ella hacía que volviera a creer de nuevo en el amor. Ahora solo le quedaba convencerla de que aquella era su oportunidad de un nuevo comienzo…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Allison Lee Johnson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una proposición de amor, n.º 3 - mayo 2016

Título original: Once Upon a Proposal

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8287-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Prólogo

 

–Corny, te prometo que no volveré a entrometerme en los asuntos de los chicos –Harrison Hunt hablaba por teléfono sentado ante su escritorio en una oficina de un piso alto de la urbanización HuntCom en Seattle. Ya no dirigía la empresa informática que había creado con su mejor amigo, George Fairchild, mucho tiempo atrás. Grayson, el hijo mayor de Harry, dirigía en esos momentos esa empresa. Pero Harry mantenía todavía un despacho en las oficinas centrales.

Estaba aún pendiente de muchos temas… principalmente, porque le gustaba mortificar a Gray. Básicamente, para impedirle que se pareciera demasiado a su viejo.

No quería que sus hijos cometieran los mismos errores que él. Y aunque no había sido muy popular con ellos unos años atrás, cuando les había forzado la mano para que se casaran, todo había salido muy bien. Hasta sus hijos lo admitían así.

Ahora.

–No me mientas, Harry –decía Cornelia Fairchild. Era la viuda de George y, lo más importante para Harry, su amiga más antigua–. He comido con Amelia esta tarde.

Amelia. La esposa de Gray y, a decir verdad, bastante más independiente de lo que sugerían su nombre y su dulce comportamiento. Harry tomó una de las fotografías enmarcadas que había en la mesa en la que aparecían Gray, Amelia y su familia, más amplia de lo que Harry habría podido esperar, pues su hijo y su nuera criaban también a los sobrinos de Amelia.

–Yo solo sugerí que Gray ya no era joven. Si querían tener otro hijo, debían empezar ya. Eso es verdad, ¿no? –dejó la fotografía con las demás de su colección.

Una colección en la que, durante gran parte de su vida, no había habido ninguna.

–Viniendo de otra persona que no fueras tú, sería así –repuso Cornelia–. Deja en paz a tus hijos, Harry. Han elegido bien a sus esposas y son felices.

–Sí, es cierto –así lo demostraban sus familias. Harry quería nietos y los tenía.

Por fin era feliz. ¿No?

Decidió cambiar de tema, pues no quería que la conversación acabara ahí cuando era la primera vez en una semana que oía la voz de Cornelia.

–¿Cómo están las chicas?

–Muy bien. Georgie disfruta trabajando con Alex y todos los viajes que eso conlleva. Frankie está más ocupada que nunca en la universidad. Tommi trabaja sin parar en su bistró.

–¿Y Bobbie? Ya no llora por aquel idiota que rompió con ella, ¿verdad? –Harry tomó la taza que había en su mesa. En aquel momento estaba vacía, pero pronto estaría llena de café. Bobbie era la hija pequeña de Corny y George. Y sabía que él probablemente la veía más que Corny, pues Bobbie le llevaba personalmente el café dos veces por semana.

–Gracias a Dios. Está ocupada criando esos perros que no puede permitirse alimentar.

–Di una palabra y ninguna de tus hijas tendrá que volver a trabajar en su vida –era una discusión antigua que Harry había renunciado ya a ganar.

Cuando murió George y salió a la luz el desastre de sus finanzas, Corny insistió en arreglar aquel lío sola. Rehusó terminantemente la ayuda de Harry en todos los sentidos. Y, desde luego, había conseguido defenderse bien con sus hijas a pesar de las circunstancias. Harry estaba tan orgulloso de ellas como de sus propios hijos. Pero lo máximo que había podido hacer por las hijas de George había sido darles un regalo de vez en cuando. Aunque se las había arreglado para burlar un poco la vigilancia de Corny y había dado a cada una de las chicas un regalo económico sustancioso cuando se graduaban en el instituto y asientos honorarios en el Consejo de Administración de HuntCom. Asientos que habrían sido suyos antes o después si su padre no se hubiera jugado casi todo lo que poseía.

Todas las chicas se habían mostrado encantadas.

Corny no tanto.

No le había dirigido la palabra en un mes.

–No se te ocurra sacarme el tema del dinero –le dijo en ese momento ella–. Y todas las chicas están bien. Solas, claro, pero supongo que no debo quejarme si básicamente es por propia elección.

–Siguen el ejemplo de su madre –señaló Harry, no por primera vez. Cornelia no se había vuelto a casar después de enviudar de George. Tampoco había vuelto a tener una relación seria. Como si, después de un matrimonio que había resultado ser menos feliz de lo que parecía en la superficie, quisiera demostrar que solo necesitaba a sus hijas para ser feliz.

Y Harry había tardado casi dos décadas en darse cuenta de eso. Después de todo, él era el que podía hacer maravillas con los ordenadores; el que tenía el don de lidiar con la gente en general y con Cornelia en particular, era George.

–Quiero que mis hijas tengan una vida plena elegida por ellas –repuso en ese momento la mujer.

El método de Harry con sus hijos adultos había sido mucho más expeditivo, pues había amenazado con quitarles todo lo que les importaba si no se casaban y formaban familias en los doce meses que les había concedido. Pero entonces había tenido buenos motivos y en ese momento no podía arrepentirse de lo que había hecho.

–¿Me quieres decir que no te gustaría tener a tus nietos en brazos antes de morir?

Corny soltó una risita apagada.

–Muy típico de ti recordarme lo vieja que soy.

Él sonrió. Miró la fotografía de la boda de Gray y Amelia, que estaba en el centro de todas. Pero en la foto no estaban los novios, sino Cornelia. Vestida con un suave tono dorado, esbelta, rubia y tan adorable como cuando George y Harry eran muchachos que perseguían a las chicas juntos.

–¿Para qué están los amigos?

Ella volvió a reírse y la sonrisa de él se hizo más amplia y siguió acompañándolo después de colgar. Unos minutos después, una chica morena asomó la cabeza por la puerta del despacho. Llevaba una taza de café en la mano.

¿Cuántas veces había querido Harry hacer que se cumplieran todos los sueños de Corny?

Demasiadas para contarlas.

Saludó a su hija pequeña con un gesto de la mano y empezó a pensar. Había conseguido que se casaran sus hijos, ¿no?

¿Por qué no hacer lo mismo con las hijas de su querida Cornelia?

Sonrió a Bobbie, que se acercaba a su mesa.

«Después de todo, ¿para qué están los amigos?».

Capítulo 1

 

–Bésame.

Gabriel Gannon miró a la chica bajita de pelo moreno rizado que estaba en pie en la puerta de la casa de su abuela.

–¿Cómo…?

No pudo terminar la frase, pues la chica, después de echar un vistazo apresurado a su alrededor, lo agarró por los hombros y lo abrazó con una urgencia que le sorprendió tanto que no pudo evitar seguirle la corriente.

–Bésame –murmuró ella con la boca apretada contra la suya y los brazos alrededor de su cuello–. Y por lo que más quieras, intenta parecer convincente.

¿Parecer convincente? El cerebro de Gabriel era consciente de que aquello encerraba un insulto, pero no podía pensar bien. Tenía las manos ocupadas abrazando el cuerpo que se apretaba contra él. Recordó vagamente la última vez que había besado a una mujer. Una rubia de piernas largas a la que había conocido en Colorado. Quizá hasta se había acostado con ella.

¡Demonios! ¿Quién iba a recordar un detalle así cuando el sabor de aquella morena bajita en la boca le hacía sentir que le iba a explotar la cabeza?

Flexionó los dedos en la cintura de ella y sintió su cuerpo a través de la fina camisa de color rojo cereza.

La había visto antes, claro. Era la nueva inquilina de su abuela y vivía con ella en la vieja casita del jardín situada detrás de la mansión de Fiona Gannon en Seattle.

Pero no había anticipado aquello.

Volvió a flexionar los dedos, y tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no bajarlos por las caderas y el trasero y apretarla más contra él. Para no apretar su espalda contra la puerta abierta, que él recordaba vagamente haber ido allí a arreglar, y resultar convincente de verdad.

Ella soltó un sonido suave, con la boca abierta, los dedos en el pelo de él y la lengua bailando contra la suya. A través de las camisas, podía sentir la suave presión de sus pechos, y también los latidos de su corazón.

O quizá era el corazón de él.

Solo era capaz de pensar dónde demonios estaba la cama más próxima. O el sofá. O el suelo.

Dio un paso y después otro. Cruzó el umbral de la puerta.

–¿Bobbie? –la voz profunda detrás de ellos provocó un juramento en los pensamientos de Gabe que no llegó a sus labios, que seguían pegados a los de la chica–. ¿Qué pasa aquí?

Gabe apartó la boca y dio un respingo. Sus manos soltaron lentamente a la chica. Captó un momento sus ojos grises antes de que ella bajara las espesas pestañas y mirara al hombre que los había interrumpido.

–Tim –lo saludó; y parecía faltarle el aliento tanto como a Gabe–. ¿Qué haces tú aquí?

Gabe no podía apartarse. En primer lugar, porque ella lo rodeaba con sus brazos de un modo que lo mantenía atrapado contra sus curvas exuberantes. Y en segundo lugar, porque no tenía ningún deseo de mirar a un desconocido cuando se sentía constreñido por unos vaqueros que se habían vuelto muy ceñidos de pronto.

La capacidad de control que tenía en ese momento se parecía más a la de un chico de diecisiete años que a la del hombre de cuarenta y uno que era.

–Te he traído esto –dijo el tal Tim. Pasó un ramo de rosas entre el hombro de Gabe y la puerta.

–¡Oh! –Bobbie soltó al fin a Gabe para tomar las flores y él aprovechó el momento para apartarse. Pero la mano libre de ella agarró la suya y lo mantuvo cerca con una fuerza sorprendente–. Es muy amable de tu parte.

Las uñas que se clavaban en la palma de Gabe no tenían nada de amables. Él le miró la parte superior de la cabeza. Apenas si le llegaba al hombro. Y tras el velo de las flores que olfateaba, le lanzó una mirada de pánico. Los nervios de Gabe se tensaron y esa vez no tenía nada que ver con desear a una mujer por primera vez en mucho tiempo.

Se volvió a mirar al intruso al tiempo que pasaba un brazo por los hombros de Bobbie y la estrechaba contra sí.

Tim, que obviamente era la razón por la que Gabe tenía que mostrarse convincente aquella mañana de octubre, no parecía nada amenazador. Pelo castaño, ojos marrones, pantalones caqui y un suéter azul marino de cuello alto. En todo caso, parecía sacado de uno de los catálogos de tiendas de yuppies por los que empezaba a interesarse Lisette, la hija de Gabe.

Pero la ansiedad de Bobbie era inconfundible, así que Gabe le puso la mano en el hombro con un aire de posesión que el otro hombre tuvo que notar por fuerza.

–¿Quién es este, cariño? –preguntó.

–Tim –se presentó el otro hombre, antes de que Bobbie pudiera hablar–. Tim Boering –le tendió la mano–. ¿Y tú?

–Este es… Gabriel Gannon –dijo Bobbie. Seguramente quería sonar animosa, pero su voz musical resultaba simplemente aguda y medio estrangulada–. Gabriel, Tim es, ah, un amigo del tío Harry.

Gabe asintió, como si tuviera alguna idea de quién era el susodicho tío.

–Espero no ser solo amigo del señor Hunt –Tim sonrió a Bobbie–. Tú y yo pasamos un día memorable juntos el fin de semana pasado.

–Viendo la ciudad –aclaró Bobbie de inmediato–. El tío Harry me pidió que le enseñara a Tim esto. Acaba de mudarse aquí desde… –se interrumpió y miró a Tim con aire interrogante.

–Minneapolis –repuso el otro hombre tras una leve vacilación.

Sonrió y Gabe supuso que, si a una mujer le gustaba aquel aspecto de niño bonito, probablemente le gustaría aquella sonrisa. Pero Bobbie no parecía mostrar ningún interés. Y la mirada que Tim dirigió a Gabe era puramente competitiva.

–¿Eres un viejo amigo de Bobbie? –preguntó.

Gabe sonrió débilmente, divertido por el intento del otro en señalar que era más viejo que él. Y que Bobbie. La miró. Ella lo miraba de nuevo con aire de súplica.

–Algo así –murmuró con voz baja e íntima.

Ella abrió un poco más los ojos y su asustada mirada gris se volvió suave y cálida. Parpadeó y apartó la vista. Se humedeció los labios y se sonrojó.

–Entiendo –repuso Tim. Se tiró de la oreja–. Bobbie, ¿puedo llamarte más tarde?

Claramente, la falta de persistencia no era uno de sus defectos.

Bobbie abría y cerraba la boca como si no supiera qué decir.

–Bueno, yo…

La mirada de Tim pasó de ella a Gabe y de nuevo a ella.

–No pretendía entrometerme. Simplemente, el señor Hunt me dio la impresión de que no estabas con nadie –volvió a sonreír–. Y el fin de semana pasado tuve la misma impresión.

Gabe habría jurado que Bobbie deseaba que se la tragara la tierra mientras buscaba algo que decir.

Pensó en la puerta que todavía tenía que arreglar por encargo de su abuela antes de poder salir de allí e ir a buscar a sus hijos. A ese paso, Bobbie no se iba a librar de aquel hombre a tiempo.

–Eso es culpa mía –dijo con una sonrisa. Puso un dedo debajo de la barbilla de Bobbie y tiró de ella hacia arriba–. Un malentendido, me temo.

Bajó la cabeza y le dio un beso en los labios.

Cuando volvió a alzarla, los ojos de ella tenían un brillo plateado. Nunca había visto unos ojos tan expresivos y cambiantes. Resultaba fascinante… para un hombre que tuviera tiempo de explorarlos.

Lo cual no era su caso.

Pasó el pulgar por los labios que acababa de besar.

–Pero eso ya lo hemos aclarado, ¿verdad, cariño?

Ella asintió con la cabeza.

–Umm. En lo bueno y en lo malo –sonrió de nuevo a Tim, más ruborizada que nunca.

–Entiendo –la expresión de Tim se ensombreció un tanto–. Pues enhorabuena.

Hizo una inclinación de cabeza, se volvió y bajó los tres escalones del porche hasta el camino de piedra que llevaba hasta la calzada.

Gabe se inclinó hacia los rizos morenos que cubrían la cabeza de ella.

–No quieres correr detrás de él, ¿verdad?

Ella respiró con fuerza y ladeó la cabeza para mirarlo.

–No –apretó los labios rosados que él había comprobado que sabían más dulces que una fresa de verano.

Le costó esfuerzo no volver a besarlos. Apoyó la mano en la jamba de la puerta encima de la cabeza de ella y se dio cuenta de que todavía sostenía el martillo.

No sabía si reírse de sí mismo o maldecir, así que no hizo ninguna de las dos cosas. Se apartó de ella y señaló con la cabeza el ramo de flores que sostenía ella.

–Recuérdame que nunca te regale rosas. Sabe Dios a qué otra persona inocente podrías atacar.

Ella se ruborizó y miró el ramo como si se hubiera olvidado de él.

–No son las rosas –le aseguró–. Me encantan todas las flores. Y siento mucho lo que ha pasado.

Gabe no podía decir lo mismo.

–Que me bese una chica guapa no es lo peor que me ha pasado en la vida.

Ella alzó las pestañas y él no pudo evitar pensar una vez más que tenía unos ojos muy especiales. Y en aquel momento eran tan grises como los de una paloma blanca.

–Gracias –a ella le salió un hoyuelo en la suave mejilla–. Creo.

–Pero, para futuras referencias, si no han sido las rosas, ¿qué es lo que no te gusta de él?

–Es demasiado insistente –repuso ella–. Y te aseguro que yo no lo he alentado. Pasamos unas horas visitando Pike Place y el Space Needle y no ha dejado de llamarme desde entonces.

–¿Y no se te ha ocurrido decirle simplemente que no te interesaba?

Ella arrugó la frente.

–Lo intenté. De verdad que sí. No es tan fácil como te crees. Y además no quería ofenderlo. Es amigo del tío…

–Harry –terminó Gabe por ella.

–Exacto.

–Pues espero que tu tío Harry no tenga muchos amigos así con los que intente emparejarte o te…

–No, no, no –ella negó con la cabeza y los rizos bailaron a su alrededor–. El tío Harry no quería emparejarnos. Simplemente, nos presentó cuando le llevé café al despacho. Se supone que no debe tomarlo, ¿vale?, pero cuando me llamó… –se encogió de hombros.

–Tampoco pudiste decirle que no a él –Gabe sonrió.

Ella curvó los labios, y el hoyuelo apareció una vez más en su mejilla.

–Solo quería hacerle un favor. De verdad.

–Bien –él apoyó el martillo en la jamba de la puerta–. Pues dale las gracias de mi parte a tu tío Harry. Quienquiera que sea.

Esa vez, ella se sonrojó intensamente. Le brillaron los ojos.

–Eres muy amable, teniendo en cuenta la situación.

–Mi abuela no esperaría menos de mí –le aseguró él.

–Cierto. Y aunque Fiona me ha hablado de ti, no nos hemos presentado como es debido –ella se colocó las rosas bajo el brazo y extendió la mano–. Soy Bobbie Fairchild.

Él le estrechó la mano.

–Gabe Gannon. Es un placer besarte, Bobbie.

Ella se echó a reír.

–Supongo que me merezco la broma.

Gabe pensó que, si bromeaba el tiempo suficiente, quizá podría olvidar su sabor. Y eso sería lo más inteligente que podría hacer. En primer lugar, porque tenía asuntos mucho más serios entre manos que su falta de vida amorosa. Y en segundo, porque suponía que Bobbie era una de las personas a las que su abuela tomaba bajo su ala. ¿Por qué otra razón iba a alquilar Fiona aquella casa de pronto?

Su abuela no necesitaba el dinero. Y la casa no estaba en muy buenas condiciones. Estructuralmente, quizá sí, pero allí no había vivido nadie desde que Gabe tenía memoria.

Aquello le recordó la puerta una vez más y levantó el martillo entre ellos.

–Fiona me ha pedido que arregle la puerta. ¿Se atasca?

–Cuando no se atasca, no cierra bien –Bobbie agradecía aquella oportunidad de pensar en otra cosa que en el modo en que había atacado al pobre hombre. Parecía que hubieran pasado horas desde que él llamara a la puerta, pero sabía que en realidad solo habían sido minutos.

Al ver a Tim Boering acercarse por la acera con aire decidido y rosas en la mano, había cedido al pánico. Ninguna de sus indirectas había conseguido convencerlo de que no le interesaba. Y puesto que había un hombre viril de más de un metro ochenta en su porche, había decidido impetuosamente demostrarle a Tim lo poco que le interesaba.

Pero no había esperado encontrarse abrazando a una bomba de relojería sexual.

Todavía le bailaba el corazón dentro del pecho.

Y se dio cuenta de que Gabriel Gannon, el nieto del que tanto hablaba Fiona, esperaba claramente que dijera algo.

La puerta. Claro.

Más ruborizada que nunca, retrocedió hasta quedar fuera de la puerta.

–El otro día se atascó de tal modo que no pude abrirla. Tuve que salir por la ventana de atrás para llegar a tiempo al trabajo.

Él tuvo la decencia de no echarse a reír, aunque no consiguió reprimir una sonrisa.

–Me lo imagino. Esta vieja puerta está torcida desde que yo era niño –pasaba la mano de largos dedos por el borde de la puerta, pero sus ojos, de un azul imposible, estaban fijos en ella–. Trabajas con mi abuela, ¿verdad?

–¿En Golden Ability? –Fiona era la fundadora y directora de una pequeña agencia de ayuda canina–. Soy solo voluntaria. Trabajo en Entregranos, un café del centro –era su último empleo en una larga lista de ellos, pero eso no se lo iba a decir–. Allí para mucha gente de negocios –añadió, sin saber por qué. Posiblemente, porque seguía siendo incapaz de pensar con claridad.

–¿Qué clase de trabajo voluntario haces? –él terminó de examinar la puerta y pasó a la parte interior.

–Crío cachorros –ella dejó las rosas en la estrecha mesita del vestíbulo, donde estaban también su correo, sus llaves y algunos juguetes de cachorros.

Aquello la alejó lo suficiente de él como para ahuyentar el peligro de babearle encima.

Gabe sacó un destornillador del bolsillo y lo usó, junto con el martillo, para retirar las bisagras de la puerta.

–Llevo diez años haciéndolo –era el tiempo más largo que había conseguido mantener algo.

Pero, por otra parte, ¿cómo dejar de criar golden retrievers que podían un día convertirse en perros de gran ayuda?

–Por alguna razón, tenía la impresión de que trabajabas en la oficina con ella.

Las bisagras cedieron y él guardó los mangos de sus herramientas en el bolsillo de atrás de los vaqueros, tomó la puerta con ambas manos y la sacó de su sitio.

–Bueno, la ayudo a veces cuando anda corta de personal o hay algo especial en marcha –Bobbie se dio cuenta de que miraba los músculos de él bajo la camiseta blanca que llevaba y retrocedió rápidamente cuando él sacó la puerta al porche–. ¿Qué vas a hacer ahora con ella?

Él apoyó la puerta en la barandilla de hierro y se enderezó.

–Lijar los bordes y las partes abultadas. Tengo lijas en la camioneta –miró el reloj que llevaba en la muñeca–. No tardaré mucho. Y luego tendrás una puerta que cierre bien.

–¡Santo cielo! –ella se acercó corriendo y le agarró la muñeca para mirar su reloj–. Me había olvidado de la hora. Tengo una clase.

Entró corriendo en la casa y fue hasta la cocina, donde se hallaba la jaula de perrera de sus cachorros. Incluso, cuando ella estaba en casa, preferían dormir allí, pero, cuando la oyeron, los dos perros de catorce meses se incorporaron y salieron por la puerta abierta para correr en círculos a su alrededor. Bobbie tomó las correas del gancho de la pared y los abrigos de cachorro que llevaban siempre que los sacaba en público y les puso rápidamente el collar.

Aunque solo tardó unos segundos, los exuberantes cachorros casi la arrastraron tras ellos en su carrera hacia la puerta principal. Pero, cuando salieron, los tenía ya controlados y esperaron con paciencia a que ella les permitiera ir a olfatear en torno a los matorrales que crecían en la parte baja de la pared de la casa.

–Bonitos perros –comentó Gabe.

–Lo son –ella se acuclilló y acarició la piel de Zeus, que casi puso los ojos en blanco de placer. Arquímedes tardó un poco más en buscar sus atenciones, pero aquello no sorprendió a Bobbie. Se había hecho cargo de los dos cachorros al ser destetados, pero ya entonces mostraban personalidades muy distintas–. Zeus es el cariñoso –le dio una palmadita en la espalda y señaló al otro perro con la cabeza–. Arquímedes es el explorador.

Y el explorador había pasado de olfatear las azaleas a observar la puerta de madera, que no estaba en su lugar habitual.

Gruñó un poco y corrió hacia Bobbie, preparado ya para su ración de caricias. Le puso las dos patas delanteras en el muslo y estuvo a punto de tirarla al suelo. Ella se echó a reír y se enderezó cuando Gabe tendió la mano y la sujetó por el brazo.

–¿Estás bien?

–Sí –excepto porque el brazo le cosquilleaba por el contacto con él–. Después de tantos años con cachorros como estos, ya estoy acostumbrada. La mayoría de los días tengo una colección de moratones –añadió. Se apartó de él para poder respirar con normalidad y volvió a agarrar las correas.

–Quizá deberías entrenar perros más pequeños –sugirió él con sequedad–. Unos que no tengan la mitad de tu tamaño antes de estar completamente desarrollados.

–¿Por qué? –ella se acuclilló de nuevo con los perros, que le lamieron la cara mientras les ponía las chaquetas de entrenamiento en la espalda–. ¿Qué importan un par de moratones cuando recibes esta clase de amor?

–Hay moratones y moratones.

Ella se enderezó de nuevo, curiosa por el modo sombrío en que él apretaba los labios, pero Gabe cruzaba ya el césped hacia la camioneta azul oscuro que se hallaba aparcada en el estrecho camino enfrente de la casa. En la puerta del vehículo se leía: Gannon-Morris Ltd.

–Vamos, chicos –dijo a los perros–. ¿Estarás bien si te dejo solo? –preguntó a Gabe.

Él sacó una caja de herramientas roja de la parte de atrás de la camioneta.

–Creo que puedo arreglármelas –le aseguró.

Ella sonrió.

–Bien.

–Pensaba que tenías clase –comentó él.

–Sí –alzó las correas de los perros–. Clase de obediencia. Se da en el parque que hay al final de la manzana, llueva o haga sol –miró el cielo parcialmente nublado–. Por el momento, parece que brilla. Gracias por arreglar la puerta. Y gracias también por… ya sabes…

–¿Resultar convincente? –la miró y el calor fue bajando lentamente desde la cara de ella por su cuerpo e instalándose en un sinfín de lugares interesantes.

Zeus y Arquímedes tiraban de sus correas. Sabían que les debía un paseo.

–Sí –ella echó a andar hacia la calle–. Por resultar convincente –replicó, y se alejó con los perros.

Al menos, el intentar seguirles el paso le daba una buena excusa para justificar su corazón galopante.

Capítulo 2

 

–¡Fiona!