Olvidemos el pasado - Deseos imposibles - Allison Leigh - E-Book
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Olvidemos el pasado - Deseos imposibles E-Book

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Beschreibung

Olvidemos el pasado En aquellos siete años, Sarah Clay no había podido olvidar ni perdonar que Max Scalise la hubiera rechazado. Ahora Max estaba de vuelta en el pueblo y no paraban de encontrarse, pero Sarah sabía que no debía dejarse llevar… ¿O acaso no lo sabía? Max estaba empeñado en recuperar su amor, aunque para ello tuviera que revelarle sus más profundos secretos. Deseos imposibles Cuando la hermana de Mallory Keegan falleció en el parto de su hija, la apenada doctora se juró que no descansaría hasta encontrar al padre de la niña. Mallory no podía imaginar que su larga búsqueda la llevaría hasta Weaver y al más misterioso de sus vecinos, Ryan Clay, un hombre perturbador que no parecía el padre más adecuado para Chloe, y que provocó en ella unos deseos inconfesables.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 243 - marzo 2022

© 2007 Allison Lee Johnson

Olvidemos el pasado

Título original: Sarah and the Sheriff

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2009 Allison Lee Johnson

Deseos imposibles

Título original: A Weaver Holiday Homecoming

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-1105-492-8

Índice

 

Créditos

Olvidemos el pasado

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

 

Deseos imposibles

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

 

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

NO SE había imaginado que las cosas pudieran empeorar.

Veintiún años.

Embarazada. Sin marido. Sin prometido. Sin novio.

A Sarah le hubiera gustado reírse de todo eso y lo habría hecho, si no se hubiera sentido tan desgraciada.

Además, reírse habría hecho que se fijaran en ella y eso era lo último que quería, teniendo en cuenta que estaba escondiéndose tras un arbusto.

La novia estaba dándole el ramo de rosas rojas a su dama de honor cuando Sarah oyó una voz detrás de ella:

—Me encantan las bodas.

Ella miró a la pequeña y arrugada mujer que se había colocado a su lado. Si vio algo extraño en el hecho de que Sarah estuviera escondiéndose tras un arbusto, no dijo nada al respecto.

—¿A ti no, querida?

Sintiéndose como una estúpida, Sarah sonrió.

A la mujer seguía sin extrañarle su actitud y sin más se limitó a mirar la boda.

—En este lugar de Malibú se celebran muchas bodas. Y puedo entender por qué viendo el océano Pacífico de fondo y este maravilloso jardín. Es un marco incomparable y fascinante.

Sarah asintió con la cabeza.

—En mi época —la voz de la mujer adoptó un tono de confidencialidad—, el casarse al aire libre significaba que la novia esperaba un bebé. Hoy en día las cosas han cambiado y en este caso la novia ya ha tenido a su bebé. ¡Mira qué cosita tan pequeña recostada en el hombro de su papá! ¿Es un niño o una niña?

—Niño —le costó pronunciar esa palabra. Se le había caído el alma a los pies cuando se había enterado de la existencia de ese bebé hacía unas semanas—. Y no es tan pequeño. Ya tiene casi nueve meses.

—¿En serio? ¿Conoces a los novios? ¿Y por qué no estás sentada con el resto de invitados?

Sarah deseó no haber dicho nada.

—Decidí no asistir —murmuró.

—¿Eres amiga de la novia o del novio?

—Del novio —dijo—. Somos conocidos —lo cual era mentira.

Ella no hacía el amor con desconocidos.

Sin embargo, a pesar de ello, la mujer pareció quedarse conforme con la explicación.

—Pues seguro que ese bebé será tan guapo como su padre. Mi marido también era alto y moreno. Era italiano —y con una sonrisa pícara, añadió—: Apasionado.

Sarah se obligó a sonreír.

—El vestido de la novia también es precioso. No es la clase de vestido con el que me gustaría ver a mi nieta, pero es precioso.

Y lo era. Precioso y sofisticado. Sin magas y justo por debajo de las rodillas. No era blanco, sino de un color perla rosado que parecía reflejar el brillo del sol.

—¿A qué te dedicas, querida?

Sarah tragó saliva.

—Trabajo como becaria de agente de bolsa en Frowley-Hughes, una empresa de Los Ángeles.

—¡Vaya! Así que te dedicas a las finanzas —dijo la mujer con tono de aprobación—. Yo daba clases en un colegio hasta que comencé a tener hijos.

Sarah intentó no llevarse la mano a su vientre. Sabía que todavía se veía plano bajo su camiseta y sus vaqueros, pero era consciente de que eso cambiaría muy pronto.

—¿Cuántos tuvo?

—Cuatro. Y ahora tengo once nietos. Aunque están por todas partes y apenas vienen a visitar a su abuela a California.

—La mayor parte de mi familia está en Wyoming.

—Eso está muy lejos de aquí.

—Sí —su mirada se fijó en la novia—. Muy lejos.

—A lo mejor algún día tendrás tu propia boda junto al mar. Serías una novia bellísima. ¡Tienes un pelo largo y maravilloso!

A Sarah se le hizo un nudo en la garganta. El recuerdo de las manos de él enredándose entre su cabello la embargó.

—Gracias, pero no tengo ninguna intención de casarme.

La mujer sonrió.

—Pero eres muy joven. Espera. Querrás un marido e hijos en algún momento. Te lo aseguro. Oh, mira —y asintió hacia los novios—. Ahora se van a poner los anillos. ¡Qué pareja tan hermosa! —dijo entre suspiros.

La novia estaba bellísima.

El novio estaba muy guapo.

Y el bebé… bueno, el bebé era sencillamente un bebé. Y Sarah no podía culparlo de nada.

Como tampoco podía culpar a la encantadora novia.

Pero, ¿y al novio?

A él sí que podía.

Aunque la persona a la que más culpaba era a ella misma.

Se dio la vuelta.

—¿No quieres ver el resto de la boda?

Sarah negó con la cabeza.

—No. Ya he visto suficiente.

Más que suficiente.

El problema era que lo había visto muy tarde. Demasiado tarde.

Y aunque Sarah había pensado que las cosas ya no podrían ir peor, sólo era cuestión de meses ver que se equivocaba.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA primera vez que Sarah vio ese nombre escrito en la lista de su clase, se quedó impactada.

Elijah Scalise.

Pertenecía al niño moreno de ocho años que pronto estaría con ella en su clase de tercero. Había tomado la decisión de no mirar la foto del niño; estaba enmarcada y colocada encima del escritorio de la abuela del pequeño en la clase contigua a la suya. Genna Scalise solía hablarle de su nieto, Eli.

Sin embargo, Sarah jamás se había imaginado ser la profesora del niño.

Dejó a un lado de su mesa la lista de clase y fue hacia la ventana que daba al patio. Afuera, todo estaba helado y ese frío se filtraba por el cristal. Aún no había sonado la campana y los niños jugaban en los columpios y corrían. Las bufandas ondeaban en la gélida brisa y la nieve que cubría el patio crujía bajo las botas de los pequeños.

A pesar del frío, estaban disfrutando de los últimos minutos de libertad antes de volver a sentarse en sus asientos.

No había nada como esa sensación.

No podía recordar la última vez que se había sentido así, tan libre de preocupaciones como todos esos niños.

Bueno… eso no era cierto del todo. Sarah podía ponerle fecha a aquel momento en el que sus problemas comenzaron.

Volvió a fijar la mirada en la lista de alumnos.

—¿Por qué no me lo has contado? —preguntó una alegre voz desde el umbral de la puerta.

—¡Hola, Dee! ¿Contarte qué?

—Lo del nuevo ayudante del sheriff —Deirdre Crowder era la profesora de sexto—. Trabaja para tu tío. Tenemos un nuevo soltero en el pueblo. Si en lugar de ser Acción de Gracias, fuera Navidad, ¡lo consideraría como un regalito de parte de Papá Noel!

—Pues adelante —le dijo con una sonrisa—. Es el padre de mi nuevo alumno y ya sabes que no me relaciono con los padres de mis niños.

Dee enarcó las cejas y entró en la clase.

—Puede que sólo lleve en Weaver un año, pero, por lo que he podido ver, no es que no te relaciones con los padres de tus alumnos… es que no te relacionas con nadie. ¿Qué te pasa? —y se colocó con Sarah, junto a la ventana—. Si yo tuviera tu físico, estaría saliendo con todo hombre que estuviera libre por aquí.

—Tu físico no tiene nada de malo —le rebatió Sarah—. Otro de los ayudantes del sheriff cree que es perfecto.

—¡Oh, Tommy Potter! —Dee sacudió la cabeza con actitud desdeñosa—. Ese chico no tiene agallas. Sólo se acercaría a mí sin dudarlo si tuviera que arrestarme o quisiera compartir algún cotilleo.

Sarah sonrió.

—Tú eres la que decidió mudarse a un pueblo pequeño, Dee. Podías haberte quedado en Cheyenne… allí tenías más donde elegir.

Dee presionó su nariz contra el cristal de la ventana.

—¿Lo conoces? ¿Al nuevo ayudante del sheriff? He oído que es de aquí.

Sarah no se sentía preparada para hablar del padre de su nuevo alumno.

—Sí, pero se marchó de Weaver hace mucho tiempo.

—Ya, pero lo conocías, ¿verdad? Aquí parece que todo el mundo se conozca.

—Puede que lo conozca de vista —aunque la familia Clay y la familia Scalise tenían una historia en común; una historia que no tenía nada que ver con la de Sarah y él—. Habla con Genna —sugirió—. Es su madre. Podría contarte todo lo que quieras saber de Max.

Se le hizo un nudo en la garganta.

Max.

Al mencionar a Genna, la profesora más veterana de la Escuela Elemental de Weaver, Dee se giró, colocándose de espaldas a la ventana.

—Por cierto, ¿qué tal está?

—He oído que bien —Sarah se sintió un poco culpable por no saber más. Por no haber hecho el esfuerzo de ir a visitar a Genna. Después de todo, eran compañeras de trabajo desde que ella había comenzado a trabajar en la escuela hacía seis años. Además, Genna era amiga de su madre y de sus tías.

—Pero, ¿qué hacía esquiando a su edad? No es de extrañar que se haya roto algún hueso.

—Cualquiera puede tener un accidente esquiando, incluso alguien de veinticinco —dijo Sarah lanzándole a su amiga una clara indirecta.

Dee sonrió y en ese mismo instante sonó la campana.

—¡Vamos allá! —dijo Dee mientras se dirigía hacia la puerta—. ¿Quieres que vayamos a Classic Charms algún día de esta semana? Podemos ir a ver si Tara ha traído algo nuevo.

Sarah asintió. Los niños se habían esfumado del patio ante el sonido de la campana y ya se oían sus pisadas por el pasillo.

—Claro.

Classic Charms era la nueva tienda que habían abierto en Weaver y en lugar de estar situada en el centro comercial, lo estaba justo en Main Street.

Dee esquivó a tres niños que entraban corriendo en la clase.

Sarah comenzó a devolver los cuadernos que había corregido durante el fin de semana a medida que los niños iban ocupando sus pupitres. Ese curso tenía diecisiete alumnos en la clase.

Mejor dicho…

… dieciocho.

—Gracias, señorita Clay —dijo Chrissy Tanner con una amplia sonrisa al recibir su cuaderno—. ¿Hoy daremos clase de Ciencias?

—Es lunes, ¿verdad? —preguntó suavemente mientras continuaba repartiendo cuadernos por la clase. Sin embargo, toda su atención estaba centrada en la puerta.

Tarde o temprano, Eli aparecería allí.

Una vez que el último cuaderno quedó entregado, se dirigió a la pizarra y terminó de escribir el esquema de la clase del día. El sonido de la tiza bajo las risas y el ruido de las sillas arrastrándose llenaban la habitación.

Por lo general, esos sonidos y ese lugar le hacían sentirse segura.

Pero no ese día.

¿Llevaría él a Eli al colegio?

Sonó la segunda y última campana, pero no había rastro de Eli Scalise.

Como había hecho cada mañana desde el inicio del curso, tras oír ese último aviso, cerró la puerta. A pesar de lo que pudiera sentir por la presencia, o la ausencia, de su nuevo alumno, tenía una clase que impartir.

Se volvió hacia los niños y alzó la voz lo suficiente como para que todos pudieran oírla.

—¿Cuántos visteis el doble arco iris ayer?

Un ramillete de manos se alzó repentinamente en el aire.

Y así comenzó la clase.

 

 

—¿Por qué tengo que ir al colegio?

—Porque sí.

Eli suspiró.

—Pero dijiste que íbamos a volver a California.

—Sí, pero todavía no.

—¿Cuándo?

Max Scalise abrió la puerta del copiloto del todoterreno que le había asignado Sawyer Clay, el sheriff. Llegaban tarde.

—Pasa.

Su hijo hizo una mueca de disgusto, pero subió al coche con la bolsa del almuerzo y su mochila.

—Abróchate el cinturón.

Tras recibir otra mueca por parte de Eli, Max cerró la puerta y rodeó el coche para dirigirse a su asiento mientras lo observaba todo a su alrededor.

Pero no había nada fuera de lo habitual. Sólo ramas de árboles desnudas. Jardines secos por el frío del invierno. Casas cerradas a cal y canto protegiéndose de las heladas. Sólo de una de ellas salía humo de la chimenea: la casa de su madre, de la que acababan de salir.

Genna estaba cómodamente tumbada en el salón junto al fuego que Max acababa de encender para ella. Su pierna escayolada reposaba sobre una montaña de cojines y junto a ella tenía una pila de revistas, una tetera de su té favorito, el mando de la televisión y el teléfono inalámbrico.

—Podría haberme quedado en California con la abuelita Helene —continuó Eli en cuanto Max entró en el coche.

—¿Qué pasa con la abuela que tienes aquí? —dio media vuelta y se dirigió hacia Main Street.

—Nada —farfulló su hijo—, pero era ella la que siempre iba a visitarnos. ¿Por qué hemos venido nosotros esta vez?

—¿Te has fijado en esa enorme escayola que tiene tu abuela en la pierna? —Max pasó la comisaría y dio un giro para tomar la calle que les llevaría al colegio.

Cuanto más se acercaban a la escuela, que no había cambiado nada desde aquellos días en los que Max había recorrido sus pasillos, más taciturno se mostraba Eli.

—Míralo por el lado positivo —dijo Max—. Estando en el cole, no te aburrirás.

Los ojos de Eli, tan azules como los que en su día habían sido los de Jennifer, miraron hacia otro lado.

—Prefiero aburrirme en casa que aburrirme ahí dentro.

Max entró en el aparcamiento y se detuvo cerca de la entrada principal.

—¿Tienen actividades extraescolares?

Eli asistía a ellas en California: dos horas de deportes y juegos.

—No.

El niño suspiró.

—Odio este sitio.

Desafortunadamente, no hubo mucho que Max pudiera decir para hacerle cambiar de opinión. No cuando recordaba haberse sentido exactamente igual que él. Estiró el brazo y acarició el cabello de Eli.

—Sólo serán unos meses. Hasta que la abuelita esté recuperada y pueda volver al trabajo —para entonces, con suerte, él habría terminado la misión que le habían asignado. Pero eso no se lo dijo a Eli. No le contaría a nadie el auténtico motivo por el que estaba allí.

Alguien estaba traficando con droga a través de Weaver. Provenía de Arizona, Colorado y, después de pasar por Weaver, continuaba hacia el norte. Él tenía que averiguar quién estaba detrás de todo eso.

Se trataba de un trabajo que había estado evitando hasta que su madre se rompió las piernas dos semanas atrás. Ella necesitaba ayuda y el jefe de Max lo había estado presionando. Así que, allí estaban. Padre e hijo deseando volver a California.

—Llego tarde —Eli se echó la mochila al hombro—. Y es mi primer día. Seguro que la profesora me toma manía y estará enfadada conmigo el resto del curso.

—Lo dudo mucho.

—¿Es una señora o un señor?

—¿Quién?

Eli comenzó a poner mala cara, pero se detuvo ante la mirada de su padre.

—El profesor. Me gustaba el señor Frederick. Era guai.

—No tengo ni idea.

—¿Es que no lo has preguntado?

Max se sintió culpable. Se había preocupado más del trabajo que le habían asignado que de conocer la identidad del profesor de Eli. Y además, su hijo tenía razón en una cosa. Llegaban tarde. Ambos.

A él le estarían esperando en la comisaría desde hacía una media hora.

¡Una estupenda manera de empezar su nuevo trabajo!

Acompañaba a su hijo al despacho de la directora cuando una joven, a la que él no reconoció, los sonrió.

—El nuevo alumno —dijo con tono alegre—. Bienvenido.

Max oyó el descarado bufido que salió de la boca de Eli y deseó ser el único que lo había oído. Lo que menos necesitaba en ese momento era que su hijo se metiera en líos en el colegio. Sin ese tipo de preocupaciones, él podría terminar su investigación lo antes posible y ambos podrían volver a California… siempre y cuando su madre ya estuviera recuperada.

No guardaba grandes recuerdos de Weaver.

Deseaba marcharse de allí tanto como Eli, pero eso era algo que nunca le confesaría a su hijo.

—Señor Scalise —la chica que estaba en el escritorio se levantó—. Soy Donna. Mucho gusto. Encantada de conocerte a ti también, Eli. Le comunicaré al director Gage que están aquí.

—Ya no es necesario —dijo un hombre que se encontraba detrás de ellos—. Max, me alegro de verte. ¡Cuánto tiempo!

—Joe —estrechó la mano del director—. Todavía no me puedo creer que ahora seas el mandamás del colegio —Joe Gage había sido un auténtico demonio cuando eran niños—. Parece ser que por aquí ya no tienen en cuenta lo de aquella clase de Ciencias que voló por los aires.

—Ya lo creo que no. Te han nombrado ayudante del sheriff y tú también estabas en esa clase aquel día.

—¡Vaya, papá! —Eli estaba impresionado.

El director se rió.

—Vamos. Os acompañaré a la clase de Eli —y miró al niño cuando salieron al pasillo—. Te gustará la señorita Clay.

Clay era un apellido que Max conocía bien.

La familia Clay estaba formada por muchos miembros… y él creía recordar que había algún profesor entre ellos.

Por un momento, deseó haber escuchado más a su madre cuando ésta le había hablado de Weaver los últimos años. Sin embargo, ella sabía muy bien el motivo por el que su hijo no quería saber nada al respecto. Weaver era el lugar en el que el padre de Max traicionó a todos los que le conocían. Era el lugar en el que Tony Scalise los había abandonado. Por eso, cuando Genna iba a visitar a Max y a Eli a California, apenas mencionaba detalles de su vida en Weaver. Principalmente, porque siempre que lo hacía, madre e hijo acababan discutiendo.

Desde hacía mucho tiempo, Max había querido que su madre abandonara aquel lugar y se fuera con ellos a California. Pero, por razones que él desconocía, ella siempre se había mostrado reacia a marcharse.

El director se detuvo delante de una clase que tenía la puerta cerrada. A través del gran cristal de la puerta podía ver las mesas formando un semicírculo y ocupadas por niños del mismo tamaño que Eli. Entonces, vio a la profesora. Esbelta como un junco y vestida de verde esmeralda de pies a cabeza. Era alta y definitivamente joven. Sus brazos extendidos dibujaban un círculo en el aire; parecía como si estuviera interpretando un papel de teatro.

Max se sonrió.

Entonces la profesora se detuvo y se giró hacia la puerta. A través del enorme cristal sus ojos azul cielo se encontraron con los de él.

Sintió un fuerte impacto al verla.

El director abrió la puerta.

—Disculpad la interrupción —dijo, invitando a entrar en la clase a Eli—. Señorita Clay, éste es Eli, su nuevo alumno.

Max permanecía en el pasillo; parecía estar anclado al suelo.

«Sarah».

Ella ya no lo estaba mirando a él con esos ojos translúcidos, sino a Eli.

Su sonrisa era cálida. Le hizo a Max preguntarse si esa mirada gélida que le había dirigido a través de la ventana, había sido sólo producto de su imaginación.

—Eli —le saludó—. Venga, pasa. Quítate tu abrigo. No puedo permitir que te ases de calor… no, al menos, en tu primer día de clase.

Eli miró a Max con cara de aburrimiento, pero su padre pudo ver el ligero movimiento de sus labios que intentaban no dejar escapar una sonrisa.

Buena señal. Al parecer, no iba a tener que preocuparse por Eli, después de todo.

Volvió a mirar a Sarah.

Pero, ¿qué demonios estaba haciendo allí? ¡Maestra! Cuando habían estado juntos…

Dejó de pensar en ello.

Ella ignoró a los dos hombres y se centró en mostrarle a Eli su asiento y en asegurarse de que tenía todo el material escolar necesario. A continuación, se dirigió al frente de la clase y continuó desde el punto en que se había detenido:

—Como iba diciendo, si el tornado está girando hacia la derecha —dio media vuelta y la trenza en la que había recogido su pelo se balanceó sobre su espalda.

Max y Joe Gage salieron de la clase.

—Es una buena profesora —dijo Joe—. Estricta, pero le encantan los niños y se preocupa realmente por ellos.

Mientras caminaban por el pasillo, Max preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Éste será su sexto año. Bueno, Donna me ha dicho que ya has rellenado todo el papeleo para la matrícula de Eli. ¿Has puesto a tu madre como la persona a su cargo? ¿Genna está preparada?

Max podría haber seguido haciéndole preguntas sobre Sarah.

Pero no lo hizo.

—Eli no necesita demasiados cuidados. Es un niño bastante independiente. Él cuidará de su abuela tanto como ella de él. Mi trabajo me impedirá estar disponible la mayor parte del tiempo. Así que, si Eli se pone malo en el colegio o sucede algo, creo que la mejor persona con la que podéis contactar es mi madre.

—Bien, bien —Joe aceptó la explicación sin más—. Me alegraré mucho cuando Genna pueda volver al trabajo. Por cierto, ya sé que Eli perdió a su madre hace más o menos un año. Lo siento mucho. ¿Hay algo que deberíamos saber para ayudarlo? ¿Cómo se siente?

Max se encogió de hombros.

—Está enfadadísimo porque le alejara de su colegio para venirnos aquí.

Joe se sonrió.

—No me sorprende —y se detuvo delante de su despacho—. ¿Tienes alguna pregunta?

Ninguna que quisiera preguntarle a Joe Gage. Negó con la cabeza y extendió la mano.

—Me alegro de verte.

—Señor Scalise —le dijo Donna desde su escritorio—, el sheriff acaba de llamar preguntando por usted.

No era de extrañar.

—Ya voy hacia allá.

—Se lo comunicaré —se ofreció.

—No te preocupes por Eli —le dijo Joe—. Está en buenas manos.

«En las manos de Sarah Clay», pensó Max mientras se dirigía hacia su coche patrulla. Podían haber pasado siete años, pero todavía recordaba el tacto de esas manos en particular.

Se subió al todoterreno, arrancó el motor y fue entonces cuando vio la bolsa marrón sobre el suelo. El almuerzo de Eli.

¡Maldición!

Lo agarró y entró corriendo en la escuela, pasó por delante del despacho, dobló dos esquinas y llegó a la tercera puerta del pasillo. Llamó.

Una vez más, dentro de la clase, Sarah se detuvo y lo miró.

El cristal lo protegió de la gélida mirada que ella le lanzó. En absoluto se la habría esperado.

Sarah cruzó la clase y abrió la puerta.

—¿Sí?

Él sostuvo la bolsa en el aire.

—Eli ha olvidado esto.

Sarah le arrebató la bolsa de la mano y se giró.

Él iba a pronunciar su nombre…

Pero la puerta se cerró en su cara.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AL final de la jornada, Sarah se sentía agotada. Y no le resultó difícil encontrar la razón.

No cuando Eli se sentó junto a su escritorio con una hosca expresión en su pequeño rostro. El resto de estudiantes ya se habían marchado a sus casas.

Apartó a un lado la pila de papeles que tenía sobre la mesa y apoyó sobre ella sus manos entrelazadas mientras observaba al niño. Se había pasado todo el día buscando algún parecido físico entre su padre y él y no podía dejar de hacerlo.

A diferencia de Max, que tenía el pelo negro como el mismísimo Lucifer, su hijo era rubio y tenía el aspecto de un ángel. Sin embargo, se había comportado como un auténtico diablillo.

Aun así, se propuso hablarle con tono calmado y cordial.

—Eli, has vivido muchos cambios en tu vida últimamente y sé que empezar en un colegio nuevo es difícil. ¿Por qué no me cuentas cómo era un día tuyo en tu antiguo cole?

—Mejor que aquí —respondió.

Sarah contuvo un suspiro. Llamaría a la antigua escuela de Eli lo antes posible.

—¿En qué sentido era mejor?

—Por ejemplo, teníamos pupitres de verdad.

Ella miró a las mesas.

—¿Es que preferirías tener un pupitre para ti solo en lugar de compartir mesa con otro niño?

Él se limitó a alzar un hombro a modo de respuesta.

—Si es así, no tienes más que decirlo. Los dos sabemos que mañana no te sentarás al lado de Jonathan.

—Es un memo.

—Es un alumno, igual que tú, y no se merece que hayas estado toda la tarde metiéndote con él.

—Yo no me estaba metiendo con él.

Sarah enarcó las cejas.

—¿Ah, no?

—No me importa lo que te haya contado.

—La verdad es que Jonathan no me ha contado nada. No le ha hecho falta. Eli, te he visto. Estabas tocando sus papeles, le has escondido el almuerzo y en el patio le has golpeado a propósito con el balón. ¿Qué tienes que decir a eso?

—Que si lo hubiera esquivado lo suficientemente deprisa, no le habría dado.

—Éste no es el mejor modo de empezar en nuestra escuela, lo sabes, ¿verdad?

—Pues llama a mi padre y cuéntaselo.

Ella no tenía el más mínimo deseo de llamar a su padre. Ya había sido suficiente haberlo visto antes, aunque sólo hubieran sido cinco minutos.

—Hagamos un trato, ¿de acuerdo? Mañana empezaremos de cero o, de lo contrario, añadiremos tu nombre a la lista de la pizarra —y señaló hacia una esquina de la pizarra donde estaban los nombres de otros dos niños—. Ya sabes cómo funciona esto. La primera vez, se escribe tu nombre en la pizarra. La segunda, se marca una cruz junto al nombre y tienes que ir a ver al director. Y si se te pone otra cruz, entonces quedas expulsado de mi clase —cosa que jamás había ocurrido, pero que era una norma del colegio.

Eli se mostró cabizbajo.

—Ésa también era la regla del señor Frederick.

—¿Era tu antiguo profesor? ¿Y pensabas que su sistema era injusto?

El chico volvió a alzar su hombro, sin mirarla.

Sarah apoyó la barbilla sobre su mano.

—Quiero que te sientas a gusto y que te diviertas en mi clase, Eli. Pero si te vemos haciéndole daño a otro alumno, no hay nada que yo pueda hacer para ayudarte. El director Gage tiene unas reglas muy claras en lo que respecta al comportamiento de los alumnos. Lo que has hecho en el patio ha estado muy mal.

—Pero si el balón apenas le dio.

—Pero fue cuestión de suerte. Además, sé que se lo lanzaste a propósito.

El niño arrugó la cara.

—Lo siento —dijo entre dientes.

—Es Jonathan al que tienes que pedir disculpas. Puedes usar mi teléfono para llamarlo, si quieres.

—¿Ahora?

—Es el mejor momento y seguro que Jonathan ya ha llegado a casa porque vive aquí al lado —le acercó el teléfono que tenía sobre la mesa y sacó el listín telefónico—. ¿Estás preparado?

Eli levantó el auricular y marcó él número que su profesora le dictó.

Para darle al menos la ilusión de tener algo de privacidad, se levantó y comenzó a colocar los materiales con los que los niños habían estado coloreando pavos del día de Acción de Gracias.

Tras ella, pudo oír a Eli disculparse brevemente.

Metió los pinceles en un tarro y se giró hacia Eli.

—Recuerda que mañana es un nuevo día y todo irá mejor, ¿de acuerdo?

El niño no respondió, pero al menos no puso cara de desagrado.

—Venga. Te acompañaré afuera. ¿Se supone que tu… tu padre viene a recogerte?

El negó con la cabeza.

—Voy caminando —dijo, como si caminar fuera algo terrible.

—¿Hasta la casa de tu abuela?

—Hasta la comisaría.

—Bueno, está más cerca —Sarah metió unos libros y unos papeles en su bolso y agarró su abrigo—. ¿Ya has conocido al sheriff?

Eli negó con la cabeza.

—No da tanto miedo. Es mi tío.

Ante ese comentario, el niño se mostró ligeramente interesado. Se colgó su mochila del hombro y la siguió hasta el pasillo.

—¿Tienes familia aquí? —le preguntó el pequeño.

—Muchísima. Es como si por aquí los miembros de mi familia salieran hasta de debajo de las piedras.

—¿Que salen de debajo de las piedras?

Sarah estalló en una carcajada.

—No, es sólo una forma de hablar.

—¡Ah!

Volvió a reírse y en ese momento pudo ver a Max en mitad del pasillo. Sus ojos, que podían pasar del verde al marrón, según su estado de ánimo, la estaban mirando extrañados.

En ese mismo momento, eran verdes y no parecían muy alegres.

Ella miró hacia Eli.

—Bueno, parece que ya no vas a tener que ir caminando.

—Pues creo que lo prefería —refunfuñó.

Sarah apretó los dedos alrededor de la tira de su bolso para evitar acariciar el pelo del niño. Era un diablillo, pero había algo en él que le despertaba ternura.

—Te has retrasado —dijo Max. Su voz no había cambiado. Seguía siendo muy profunda. Y ligeramente brusca. Como si hablara sólo porque tenía que hacerlo.

—Pero han sido sólo diez minutos. Eli tenía algunas dudas y hemos estado resolviéndolas —dijo Sarah. El niño le lanzó una mirada de sorpresa que ella ignoró.

Max estrechó los ojos. Seguía teniendo las pestañas más largas que había visto en un hombre.

—¿Qué clase de dudas?

Dejó que Eli tomara la palabra.

—Sobre… esto… deportes.

Max le dirigió una mirada de desconfianza.

—La furgoneta está en el aparcamiento. Ve y espérame allí.

Eli se encogió de hombros, un gesto muy habitual en él, y comenzó a caminar por el pasillo.

—Hasta mañana, señorita Clay.

—Hasta mañana, Eli —apenas miró a Max antes de girarse para marcharse en la otra dirección y salir del colegio por otra puerta.

—Sarah…

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Le hubiera gustado seguir caminando, pero se detuvo y lo miró por encima de su hombro.

Después de todo, era el padre de su nuevo alumno. Tendría que relacionarse con él, independientemente de lo que hubiera pasado entre ellos en el pasado.

—¿Sí?

—Yo… esto… ¿cómo estás?

Ella no se había esperado esa pregunta.

—Ocupada —respondió—. ¿Quieres que hablemos sobre Eli?

—Siento que llegara tarde esta mañana. No volverá a ocurrir.

—Bien —cuando pareció que él no tenía nada más que decir, ella comenzó a girarse otra vez.

—No esperaba encontrarte aquí.

Lo cual significaba que ella nunca había sido tema de conversación entre su madre y él, ya que hacía tiempo que trabajaba con Genna.

—Lo mismo digo. Has pasado de ser detective a ser ayudante del sheriff.

—Este trabajo es lo que necesito ahora.

—Entonces, te felicito —aunque su tono quería decir todo lo contrario—. Discúlpame, pero tengo cosas que hacer —y se alejó por el pasillo con paso ligero y enérgico.

Max no cometió el error de volver a pronunciar su nombre.

Sarah lo odiaba.

Pero no podía culparla por ello.

En lo que respectaba a Sarah Clay, él también se odiaba a sí mismo.

Consciente de que Eli estaba esperándolo, se dirigió hacia el coche. Su hijo estaba toqueteando el navegador cuando él subió al todoterreno.

—¿Te lo ha contado? —Eli se sentó derecho en su asiento y Max volvió a programar el navegador.

«Genial. ¿Contarme el qué?», pensó Max mientras salía del aparcamiento del colegio.

—¿A ti qué te parece?

Su hijo dejó escapar un fuerte suspiro, temiendo lo peor.

—Sólo estaba de broma con ese niño. ¿Cómo iba yo a saber que sus gafas iban a salir volando? Además, ni siquiera se han roto.

Le dirigió a su hijo una severa mirada, aunque en el fondo se alegró de que le hubiera contado la verdad.

—¿Te has disculpado?

—Sí. Usé el teléfono de la señorita Clay.

—Bien, pero no lo vuelvas a hacer.

—¿Por qué has venido a por mí?

—Ya te lo he dicho. Vi que te habías retrasado y estaba preocupado.

Eli puso los ojos en blanco.

—¿Preocupado de qué? Este sitio es un rollo. ¡Ni siquiera el centro comercial está cerca!

—Echas de menos ir de compras por las tardes… es eso, ¿verdad?

El niño resopló. Ambos sabían que Eli odiaba ir de compras. Eso era algo que había heredado de su padre.

—Bueno, ¿qué tal es tu profesora?

—¿Aparte de ser una chivata?

—No me ha dicho absolutamente nada, colega. De eso ya te has encargado tú solito.

Eli miró por la ventana.

—Pues supongo que está bien —y se quedó en silencio por un momento—. Me recuerda un poco a mamá.

Desde que Jen había muerto de cáncer hacía casi catorce meses, Eli rara vez la había mencionado.

—¿En qué sentido?

—No lo sé. ¿Qué hay para cenar?

—Lo que vaya a cocinar la abuela.

—Creí que habíamos venido aquí para cuidar de ella.

—Y eso hacemos. Pero está muy aburrida de pasarse todo el día sentada. No está acostumbrada a tan poca actividad.

—¿Podremos ir a esquiar algún día?

Max quería decirle a su hijo que sí podrían. No quería que Eli se sintiera triste todo el tiempo que pasaran en Weaver.

—Ya veremos —se limitó a decir, porque casi todo dependería de cómo se fuera desarrollando el caso.

—¿Sabes esquiar?

—Pues sí.

—Es que como has vivido en California toda mi vida…

—Eso es, colega. Toda tu vida, no la mía.

—¿Y montar a caballo? ¿Podremos?

Max contuvo una mueca de desagrado. Los caballos y él nunca se habían llevado especialmente bien.

—Ya veremos.

—¿Conocías a la señorita Clay?

—Sí.

—¿Te gustaba ir al colegio con ella?

—No. Ella es mucho más joven que yo.

—Claro, por eso tú eres viejo y ella todavía es guapa.

Estalló en una carcajada. La señorita Clay todavía era guapa. Más bien, preciosa. Toda esa frescura que había tenido a los veintiún años, había dado paso a una belleza que perduraría toda su vida.

—¿Era tu novia?

Max se detuvo en seco frente a la entrada de la casa de su madre.

—Sólo porque sea una mujer, eso no significa que haya tenido que ser mi novia. Ya te lo he dicho. Es mucho más joven que yo.

—¿Cuánto de joven?

«Dios, por favor, dame paciencia».

—No lo sé. Mucho —«mentiroso».

—¿Cinco años?

—Doce.

—¡Vaya! ¡Sí que eres viejo! No tanto como la abuela, pero…

—¡Vale, vale! Creo que ya es suficiente.

Eli sonrió y salió corriendo del coche en dirección a la casa.

Max corrió tras él. Al menos había sucedido algo bueno ese día: su hijo estaba sonriendo.

Justo antes de que el niño llegara al porche, Max le adelantó y abrió la puerta.

—¡Papá!

Él se encogió de hombros y entró en la casa.

—Límpiate las botas en el felpudo —dijo y se quitó la chaqueta—. ¡Hola, mamá!

Genna Scalise tenía sesenta años, pero aparentaba diez menos. Su pelo seguía siendo moreno y la piel de su rostro lisa y tersa. En ese momento estaba intentando meter parte del alambre de una percha por dentro de la escayola que le llegaba hasta el muslo.

—Apaga la pasta.

—Te vas a hacer daño si te rascas con tanta fuerza —Max entró en la cocina y apagó el fuego de la pasta. La otra olla que había hirviendo contenía la salsa casera de su madre—. Huele genial —y volvió a entrar en el salón—. Toma —le dio un rascador hecho de bambú que le acababa de comprar.

Los ojos de Genna se iluminaron como lo habrían hecho si le acabaran de comunicar que iba a ser abuela por segunda vez.

—Oh, Max, eres un encanto.

Eli se rió.

—¿Qué tal en el cole?

—Tengo deberes —comentó el pequeño a modo de respuesta—. De vocabulario.

—Muy bien, diablillo —le dijo sonriendo—. Pues ponte con ellos antes de que cenemos —dejó el rascador sobre el sofá y extendió los brazos hacia Max—. Ayúdame, cielo, para que pueda terminar la cena.

Él la levantó del sofá y mientras lo hacía podía oír a Eli en la planta de arriba. Ojalá estuviera haciendo los deberes.

—Cuando dijiste que hoy te apetecía cocinar, no imaginé que te referías a hacer pasta casera.

—¿Y qué otra clase de pasta hay? —le preguntó pellizcándole cariñosamente la mejilla antes de agarrar sus muletas.

Siguió a su madre mientras ésta avanzaba lentamente hacia la cocina. No estaba acostumbrado a verla así, y no le gustaba. Pero, por otro lado, sabía que ella no quería que la estuviera ayudando constantemente.

—¿Por qué no me dijiste que Sarah Clay sería la profesora de Eli?

Intentando mantener el equilibrio, ella se sentó en un taburete.

—Simplemente no se me ocurrió. Supuse que ya lo sabías. ¿Es que ocurre algo? ¿Hay algún problema? Sarah es una magnífica profesora.

Él negó con la cabeza.

Genna suspiró y comenzó a remover la salsa con una cuchara de madera.

—Lo que ocurrió entre tu padre y los Clay sucedió hace mucho tiempo. El único que todavía parece sentirse molesto por ello eres tú.

Lo que ocurrió entre Sarah y él también había sucedido hacía mucho tiempo, pero parecía como si hubiera sido ayer.

—Lo último que oí de ella es que estaba estudiando Economía y Finanzas. No me esperaba encontrarla aquí, como profesora de tercer curso de primaria.

—Me gusta —soltó la cuchara—. Pásame el colador.

Él negó con la cabeza y escurrió la pasta, en lugar de dejar que su madre lo hiciera.

—Deberías estar descansando, mamá, y no cocinando toda esta cantidad de comida.

—Bueno, así podremos congelar lo que sobre y tendremos comida para una semana.

Max salió para atender una llamada de la comisaría y al rato asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—Tengo que irme. ¿Estarás bien con Eli?

—Claro que sí. Ten cuidado.

Gritó hacia las escaleras para recordarle a Eli que tenía que cuidar de su abuela y salió corriendo hacia el todoterreno.

El camino hacia el Rancho Double-C le era familiar, a pesar de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había recorrido. El rancho era el más grande y próspero de la zona. Era propiedad de los Clay, aunque, por lo que Max sabía, Sawyer, el sheriff, nunca se había hecho cargo de él. De eso se encargaba Matthew.

El padre de Sarah.

Atravesó el portón de la entrada y se detuvo junto al coche patrulla de Sawyer. Podía contar con los dedos de la mano el número de veces que había estado en Double-C. La última vez apenas había tenido quince años y a su padre lo habían descubierto robando ganado del rancho.

Ese recuerdo todavía ardía en su memoria.

Bajó del todoterreno y vio a Sawyer, apoyado contra una de las columnas de piedra del porche delantero.

—Matthew —dijo para saludar al otro hombre que se encontraba allí.

El padre de Sarah bajó tranquilamente la escalera y le extendió la mano.

—Max. Me alegro de volver a verte.

Max le devolvió el saludo y se dirigió hacia su nuevo jefe.

—¿Qué ocurre?

—Creí que era mejor discutir esto fuera de la comisaría.

Max miró a los dos hombres.

—Matthew ya está al tanto de todo. Vamos a dar un paseo.

—Te has quedado sorprendido —observó Matthew mientras se alejaban de la casa para llegar a un espacio abierto ocupado únicamente por árboles de enorme tamaño.

—Creía que nadie, excepto mi superior y el sheriff, conocía los motivos reales por los que estoy aquí.

—Matt ha vuelto a notar algo extraño en los registros del transporte de mercancías —le dijo Sawyer—. En esta ocasión se trata de un envío con destino a Minnesota.

—¿Hace cuánto ha ocurrido eso?

—Un par de semanas —Matt se ajustó su sombrero vaquero—. Cuando se lo comenté a Sawyer, me lo contó todo. Mal asunto. Éstas son la clase de cosas que no me gusta que se den en Weaver.

—Esta clase de cosas no debería darse en ninguna parte —le respondió Max rotundamente. Durante cinco años, había estado trabajando como agente especial investigando el tráfico de drogas en pequeños pueblos.

—En eso tienes razón —añadió Sawyer—. Por mucho que odie admitirlo, necesitamos ayuda. Por eso mismo no me negué a que te nombraran ayudante del sheriff como tapadera mientras diriges este caso.

Él, por su parte, habría hecho cualquier cosa con tal de librarse de ese caso. Pero allí estaba y cumpliría su misión.

—Voy a necesitar el informe de transporte —le dijo a Matthew.

El otro hombre le entregó un sobre.

—Aquí tienes las copias y mis anotaciones.

Max se lo guardó en su bolsillo sin llegar a abrirlo.

—¿Algo más?

—¡Matthew!

Los tres hombres se giraron en dirección a la casa.

—¡La cena está lista!

Por un momento, Max pensó que la mujer que se encontraba en el porche era Sarah. Guardaba un asombroso parecido con ella. Pero cuando se dio la vuelta y entró en la casa, él no vio esa trenza a la altura de la cintura.

—¿Quieres quedarte a cenar? —le ofreció Matt—. Mi mujer, Jaimie, es una magnífica cocinera.

—Por eso he venido —admitió Sawyer—. Bec, mi esposa, está en Boston en un simposio de medicina. Ya me he hartado de cocinar.

—Os agradezco la oferta —dijo Max—, pero tengo que volver.

—Al menos pasa y saluda. De lo contrario, Jaimie estará sin hablarme hasta la primavera, por lo menos. Todo el mundo quiere ver al nuevo ayudante del sheriff.

—Sí, claro, eso hasta que empiecen a acordarse de la época en la que viví aquí —replicó Max. Su padre, Tony, podía haber sido un criminal, pero Max tampoco había sido precisamente un santo. Además, hacerse el simpático con la gente de Weaver no era algo que entrara en sus planes. Estaba allí únicamente para hacer su trabajo. Y después, Eli y él se marcharían.

De todos modos, podía leer la expresión de Sawyer. El sheriff de la mirada de acero esperaba que Max fuera amable.

—Me gustaría mucho entrar a saludar —dijo, sintiéndose como un niño pequeño al que habían obligado a comportarse.

Así, los tres hombres rodearon la casa y entraron en la alegre e iluminada cocina por la puerta trasera.

—Aquí está la nueva mano derecha de Sawyer, Max Scalise.

Jaimie se frotó las manos contra el delantal que llevaba anudado a su esbelta cintura.

—Claro. Te recuerdo de cuando eras niño, Max —y le estrechó la mano afectuosamente—. Genna suele hablarnos de ti y nos enseña fotos muy divertidas de las visitas que os hace a California. Sé que debe de estar encantada de tenerte de vuelta en Weaver. ¿Qué tal su pierna?

—Va recuperándose más despacio de lo que a ella le gustaría.

—Mamá, no encuentro los… —Sarah entró en la cocina y se detuvo de golpe—. Manteles —terminó—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a recoger unos papeles —dijo Max en medio del silencio que había provocado la brusca pregunta de Sarah—. Me alegro de verte —y miró a Jaimie, que estaba observando a su hija y a él con curiosidad—. Y también me alegro de verla a usted, señora.

—Dale recuerdos a tu madre —le dijo Jaimie mientras él se disponía a salir por la puerta.

—Lo haré. sheriff. Matthew. Hasta luego.

Casi había llegado a su todoterreno cuando oyó unas pisadas tras él.

—Max —dijo una voz femenina.

El recuerdo de esa voz adormecida después de unos momentos de pasión se apoderó de su mente.

Abrió la puerta del coche y echó en el asiento el sobre que le había entregado Matthew.

—No te preocupes, Sarah —dijo—. No estoy siguiéndote.

Ella había recogido un jersey justo antes de salir por la puerta y lo llevaba echado sobre los hombros. Algunos mechones de color rubio cobrizo se habían desprendido de su trenza y ahora ondeaban rozándole el cuello.

—Créeme, no pensaba que lo estuvieras haciendo —le mostró un sobre de color marfil—. Es la invitación de boda de mi prima para tu madre.

Él tomó el sobre y, al hacerlo, deliberadamente le rozó los dedos.

Ella apartó la mano bruscamente, como si el contacto la hubiera quemado.

—¿Es que no sabéis que existe un servicio de correos?

A ella no pareció hacerle gracia el comentario.

—La mayoría de las invitaciones se están entregando a mano porque la boda se celebrará dentro de muy poco. El viernes después de Acción de Gracias. Todos estamos ayudando a Leandra a entregarlas.

—¿Leandra?

—Mi prima. Va a casarse con Evan Taggart.

Él recordaba esos nombres. Taggart era el veterinario del pueblo. Y Leandra era la prima favorita de Sarah.

—Se la daré. Por cierto, Eli me ha contado lo que ha hecho hoy.

Ella se cubrió más con el jersey azul y no dijo nada.

Él resopló. La impaciencia lo invadía por dentro.

—Maldita sea, Sarah, por lo menos di algo.

Su rostro reflejaba tanta frialdad que parecía estar esculpido en hielo.

—Conduce con cuidado. La carretera se vuelve muy resbaladiza al anochecer.

Entonces, se dio la vuelta y, por tercera vez ese día, se alejó de él.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A PESAR de las esperanzas que Sarah había puesto en él, los días posteriores a la llegada de Eli Scalise al colegio fueron tan malos, o incluso peores, que el primero.

No golpeó a otro niño con un balón, pero tampoco fue, lo que se podía decir, un modelo de buena conducta. Una charla con su anterior colegio, le había hecho saber a Sarah que ése no era el comportamiento habitual de Eli.

El jueves sabía que tenía que hablar de ello con Max. Odiaba el hecho de haber estado posponiendo la llamada en varias ocasiones a lo largo del día. Eso demostraba su cobardía.

Porque, si se suponía que ya había superado todo lo que le había ocurrido con ese hombre, ¿qué tenía que temer?

Aún faltaban diez minutos para que los alumnos regresaran del ensayo de la función de Acción de Gracias y Sarah ya había vacilado bastante.

Con los nervios a flor de piel, levantó el teléfono y marcó el número de la comisaría. Pero Pamela Rasmussen, la nueva secretaria de su tío, le dijo que Max había salido.

—Puedo hacerle llegar un mensaje, si es urgente. Su hijo se encuentra bien, ¿verdad?

«Bien» era un término subjetivo.

—No es urgente, pero te agradecería que le dijeras que me llame cuando no esté ocupado.

—Claro, Sarah. No hay problema. ¿Qué tal marchan los preparativos de la boda?

—Muy bien —Sarah era la dama de honor de Leandra—. Está tan ocupada con el lanzamiento de su nuevo programa, Nuevos Horizontes, que intentamos ayudarla todo lo posible con la boda.

Nuevos Horizontes era el nuevo programa de terapia ocupacional elaborado por Leandra. Se desarrollaría en la granja de caballos de sus padres y emplearía la equinoterapia como técnica terapéutica.

—Pues a mí no me importaría encargarme de su luna de miel y hacer el viaje por ella —dijo Pam entre risas—. Evan Taggart era uno de los solteros de oro del pueblo. Todos los demás parecen demasiado jóvenes para nosotras. O demasiado viejos.

En ese momento, una imagen de Max invadió su cabeza. Sabía que ese año había cumplido los cuarenta. Su cumpleaños en agosto era una fecha que no lograba sacarse de su mente.

—Pues no había pensado en eso —mintió Sarah—. Gracias por darle el mensaje, Pam.

—No te preocupes. Nos vemos.

Colgó rápidamente, pero se sobresaltó cuando de pronto el teléfono, que todavía tenía en la mano, comenzó a sonar.

—Sarah Clay.

—Pareces muy tensa, Sarah.

—Brody, ¿ocurre algo?

—No. La niña está bien.

Ella miró hacia la puerta de la clase. Podía oír los pasos provenientes del pasillo.

—Entonces, ¿por qué me llamas? —intentaba no mezclar su vida real con su otro trabajo. Ni siquiera su familia sabía que lo tuviera.

—Megan necesita más deberes. Ya ha terminado todo el material que le dejaste.

No le sorprendía. Sus escasos encuentros con Megan Paine le habían mostrado que la niña era absolutamente brillante.

—A lo mejor deberías matricularla.

Su socio, Brody Paine, no estaba demasiado contento con la idea de que Megan hiciera sus estudios en casa y no en el colegio. Presentar a la niña como su hija mientras estaba bajo su tutela, era una cosa. Intentar que la niña se mantuviera al día con sus estudios era otra. Ya habían pasado dos meses y el hombre aún no se sentía cómodo con la situación.

—Mi hija no está preparada. Todavía está intentando asimilar la muerte de su madre.

Los nervios de Sarah se tensaron. Ésa era la tapadera, pero no estaba acostumbrada a que Brody la empleara cuando se suponía que ellos dos eran los únicos presentes en la conversación. Lo cual le hacía pensar que Brody sospechaba que la línea de teléfono del colegio pudiera estar pinchada.

—Ya. Bueno, tú lo sabes mejor que nadie —aunque en el fondo eso no era lo que Sarah pensaba.

No estaba segura de que Brody estuviera haciendo lo correcto, pero de todos modos, no tenía intención de discutir eso con él. Él era un agente con mucha experiencia.

Y ella era simplemente… una colaboradora.

Eso era lo único bueno que había sacado de su estancia en California. Cuando Coleman Black se había acercado a Sarah diciéndole que ella era exactamente lo que la agencia necesitaba, se había dejado convencer. Y, desde entonces, llevaba varios años trabajando con ellos y estaba encantada de hacerlo.

Se encargaban de niños que, por una u otra razón, necesitaban protección especial. En el caso de Megan, sus padres, Simon y Debra Devereaux, ambos políticos locales, habían sido brutalmente asesinados a principios de ese año. La agencia Hollins-Winword había entrado en escena cuando habían fallado todos los mecanismos para proteger a Megan, la única testigo. Weaver era el lugar idóneo para proteger a esos niños porque quedaba fuera del alcance de todos los radares.

Ya habían sido nueve las ocasiones en las que había buscado un hogar para algún niño después de que la agencia se hubiera puesto en contacto con ella.