Virginia Woolf - Alba González - E-Book

Virginia Woolf E-Book

Alba González

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"¿Teníais idea de la cantidad de libros sobre las mujeres que se escriben a lo largo de un año? ¿Teníais idea de cuántos los escriben hombres? ¿Sabéis que sois, quizá, el animal más discutido del universo?". La voz singular de Virginia Woolf interpelaba a las conciencias de sus coetáneos. Gracias a sus ideas revolucionarias, Woolf se convirtió en una figura esencial del feminismo cuya enorme influencia todavía perdura. Educada en los férreos valores victorianos, rompió las ataduras familiares y sociales para perseguir su sueño de dedicarse a la literatura y vivir libremente, al margen de los convencionalismos. La figura más destacada del modernismo literario del siglo XX

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VIRGINIA WOOLF

La escritora que abrió las puertas de la literatura moderna

Alba González

© del texto: Alba González Sanz, 2019.

© de las fotografías: Alamy/Cordon Press: 12, 55ai: Age Fotostock: 23; Getty Images: 41, 84, 117i; Album: 46, 65; © National Portrait Gallery: 55ad; Archivo RBA: 55b; Wikimedia Commons: 70-71, 117d, 174-175; Harvard University, Houghton Library: 105, 120, 137, 145; © Estate Gisèle Freund: 154, 167.

Diseño cubierta: Elsa Suárez Girard.

Diseño interior: Tactilestudio.

© RBA Coleccionables, S.A.U., 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2019.

REF.: ODBO570

ISBN: 9788491875130

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

Prólogo1 Una infancia entre el juego y el duelo2 El nacimiento de una escritora3 Un universo propio4 La sociedad de las intrusas5 Las horas finalesCronología

PRÓLOGO

Virginia Woolf supo que sería escritora desde niña, pero tuvo que luchar contra sí misma y contra las trabas que la sociedad del momento imponía a las mujeres para lograr su objetivo. Además de llegar a ser la escritora que renovó la novela en la Inglaterra de comienzos del siglo XX, dejó para la posteridad cientos de artículos, miles de cartas y los treinta volúmenes de su diario personal siendo la suya, en palabras de la investigadora Lyndall Gordon, la «vida de escritor más plenamente documentada». Virginia convirtió la vida y su mundo en materia de su literatura y logró, con ello, una de las obras más imperecederas de la literatura universal.

Nacida en una familia acomodada en las postrimerías del siglo XIX, su infancia es un territorio lleno de paradojas: aunque en su casa se alentaba su interés lector y autorial, del mismo modo que se animaba a su hermana, la futura pintora Vanessa Bell, en su afición a las artes, ninguna de las dos muchachas siguió una educación reglada, algo que sí hicieron sus hermanos. Se consideraba que la tarea de una señorita era, llegado el momento, encontrar un buen esposo y ser madre, y las aficiones artísticas o intelectuales no suponían renunciar a esa supuesta carrera femenina. Sin embargo, en su primera década de vida Virginia pudo disfrutar de una infancia feliz junto a sus padres y hermanos. Pero, cuando todavía era una niña, en el seno de aquella familia se desencadenó una serie de muertes, empezando por la de su madre, Julia Stephen, y acabando por la de su padre en 1904, que afectó profundamente a Virginia. Su alto grado de sensibilidad, tan beneficioso para sus aspiraciones artísticas, implicaba también un precario equilibrio emocional que, a lo largo de su vida, le jugaría malas pasadas, conduciéndola a un definitivo y meditado suicidio.

Tras la pérdida de sus padres, Virginia y Vanessa conquistaron una libertad que les permitió romper las ataduras de la sociedad victoriana en la que habían nacido y fundaron el bohemio Grupo de Bloomsbury, en torno a las casas en las que vivieron y a las amistades y relaciones que fueron tejiendo desde 1905. El grupo contó con una pléyade de personalidades de las artes, las ciencias o la política que fue determinante en la historia de Inglaterra y dejó honda huella en generaciones sucesivas. A pesar de todo, ninguna de las hermanas Stephen renunció al matrimonio y Virginia se unió al también escritor Leonard Woolf en 1912. Durante su vida juntos, Leonard se dedicaría devotamente a preservar la salud de su esposa y a facilitarle las mejores condiciones para el desarrollo de su literatura. Juntos fundaron la Hogarth Press, una editorial artesanal que estaba llamada a convertirse en una de las casas punteras en su tiempo.

Además de su aportación a la literatura, Virginia Woolf fue una figura central en el feminismo del siglo XX, cuya influencia se extiende a la actualidad. Desde su primera juventud fue consciente de las diferencias de trato que recibían las mujeres por el mero hecho de serlo y padeció esas penalidades y violencias en primera persona. Tanto ella como su hermana sufrieron abusos sexuales a manos de sus hermanastros, fruto del primer matrimonio de su madre, que en el caso de Virginia determinarían algunos aspectos centrales de su relación con los hombres y con su propio cuerpo. Valiente y transgresora como era, se atrevió a contar sus experiencias en una época en la que la credibilidad que se le daba a la palabra de una mujer era nula.

Como escritora, reflexionó sobre la posición que las mujeres habían tenido en la literatura hasta su momento contemporáneo y, por extensión, puso en jaque las ideas establecidas sobre la cultura o la sociedad que parecían tener hombres y mujeres. En su ensayo Una habitación propia de 1929, acuñó la célebre idea referida a que una mujer ha de tener dinero y un cuarto propio para escribir novelas, trasladada felizmente a casi cualquier ámbito de la vida: sin la independencia económica y un espacio personal que permita el desarrollo, no es posible para una mujer ser ella misma. Tiempo después, con la amenaza de la Segunda Guerra Mundial cerniéndose sobre Europa, dio a la imprenta Tres guineas, un ensayo teórico de gran alcance en el que señalaba las conexiones entre la guerra, el fascismo y el machismo, con una mirada todavía rompedora hoy.

Woolf se relacionó con intelectuales y artistas de su tiempo, y cultivó la amistad como un arte a lo largo de toda su vida. En ella tuvieron un papel determinante las mujeres, pues aunque no se consideró a sí misma como lo que entonces se denominaba una «sáfica», mantuvo estrechas relaciones personales con mujeres, especialmente con la aristócrata y escritora Vita Sackville-West, a quien dedicó Orlando, una de sus novelas más celebradas. Sin romper nunca su matrimonio con Leonard, que a lo largo de los años se fue consolidando como una profunda comunidad no tanto física como espiritual, Woolf cultivó profundos lazos con otras mujeres desde su primera juventud.

La enfermedad mental que, sin diagnóstico concreto, la llevó a sumergirse en el río Ouse el 28 de marzo de 1941, había sido una compañera de vida desde el fallecimiento de su madre. Las crisis, si bien atemperadas por el cuidado y la dedicación profesional, tenían que ver con una incapacidad para el trabajo y un estado depresivo que, sin embargo, no determinaban su existencia: Virginia quiso, la mayor parte de su vida, vivir y ser feliz, y de hecho así lo logró, convirtiéndose en una de las principales escritoras de su tiempo que supo que había sido capaz de publicar obras trascendentales, que modificaban la forma de entender la novela inglesa y llevaban un paso más allá la escritura de las mujeres. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, con casi sesenta años, su último acto de libertad consistió en escoger el descanso y no someter a su entorno más querido a un brote definitivamente mortal.

El legado de Virginia Woolf atrae a lectoras y lectores de todo el mundo y va más allá de las novelas que publicó, para adentrarse en la intimidad que con tanto gusto y lenguaje chispeante fue capaz de recoger en sus diarios, verdaderos cuadernos de notas para su literatura. Virginia Woolf creía en la memoria como valor más preciado y la puso en juego para dar cuenta de su vida, de sus emociones y de su prodigiosa imaginación.

La obra de Virginia Woolf constituye una pieza magistral de la narrativa inglesa que enlaza con otras renovadoras del género que también rompieron los moldes de la sociedad en la que les tocó vivir: Jane Austen y las hermanas Brontë. Sabedora de que su empeño literario se engarzaba en una tradición propia, Virginia puso en valor la literatura escrita por mujeres y se empeñó en demostrar que la mirada que ellas tenían del mundo podía formar parte, en plena igualdad, de los valores estéticos y éticos del conjunto de la humanidad.

1UNA INFANCIA ENTRE EL JUEGO Y EL DUELO

Y los hechos poco significan si antes no conocemos a la persona a quien le ocurren. ¿Quién era yo entonces?

VIRGINIA WOOLF

Virginia con dos años sobre el regazo de su madre. Julia Stephen desempeñaba un papel central en el seno de la familia Stephen y, por supuesto, también fue el principal referente de Virginia en sus primeros años.

Como una pesadilla revivida una y otra vez, la muerte se desperezaba en el corazón de Europa, tras haberse llevado por delante el de España. Corría el año 1939 y Virginia Woolf seguía con preocupación las noticias internacionales, en las que la política exterior de Adolf Hitler y la posición de los gobiernos británico y francés para contenerlo hacían presagiar una segunda guerra en el continente. Virginia estaba concentrada en la escritura de la biografía de Roger Fry, gran amigo suyo y reputado pintor y crítico de arte que había fallecido cuatro años antes. Tenía a su disposición gran cantidad de material para llevar a cabo el proyecto, pero, por momentos, se le atragantaba. Echaba mucho de menos a Roger, cuya inteligencia y sensibilidad habían sido muy influyentes en su formación como escritora, desde que se conocieron en 1910. Muchas otras amistades comunes le habían hecho llegar cartas intercambiadas con Roger a lo largo de varios años, lo que junto a la obra crítica de Fry y a otros documentos privados constituía una cantidad de fuentes excesiva hasta para Virginia, que siempre se había interesado en los textos de carácter biográfico, en los que era una experta. Entre sus propósitos estaba escribir sus propias memorias, pero aunque durante los años anteriores había realizado algunos intentos de cortos textos autobiográficos, no terminaba de decidirse.

El ambiente prebélico la hizo recordar su primera tentativa de poner en palabras la memoria de la saga Stephen. Ese lejano texto, escrito en el verano de 1907, estaba dedicado a su sobrino Julian y reunía unas notas sencillas que giraban en torno a las figuras femeninas más importantes de la familia que el futuro muchacho, pues entonces su hermana Vanessa Bell estaba embarazada, debía conocer: su abuela Julia Stephen, su tía Stella Duckworth y su propia madre, a la que todos llamaban Nessa. Aparte de esa cadena de fuertes mujeres que nacía del ímpetu de Julia, estaban el abuelo, los tíos y la propia Virginia, contumaz observadora que registraba con un talento en ciernes todos los sucesos de su vida. Tituló Recuerdos aquel texto, escrito cuando ya quería ser novelista pero se empeñaba en formarse, en leer y leer, antes de dar el salto definitivo. Y los recuerdos, claro, eran el ladrillo con el que edificaba su camino de vida. Pensar el primero de todos ellos era volver a su madre, pues las flores de su vestido, contra el que la cabecita de Virginia se apoyaba, no se habían ido jamás de su mente. Esas imágenes, que Virginia guardaba en ella como si acabaran de producirse, le habían servido siempre para su tarea como escritora.

Aquella primavera de 1939 estaba cansada ante el ingente trabajo que le había supuesto la biografía de su querido Roger, y la idea de distraerse con algunas notas autobiográficas personales empezó a rondarla con fuerza. Recordaba aquella ocasión en la que Roger había insistido en retratarla y ella se dejó pintar, muy a pesar de que le costaba exponerse públicamente. Habían pasado quizá veinte años desde aquel cuadro. ¿Podría pintar ella su vida, todo ese cansancio? Se decidió, en todo caso, a tomar algunos apuntes ligeros que le permitieran descansar de la tarea biográfica que se traía entre manos y animasen, quién sabe, la escritura de sus memorias cuando pusiese fin a los proyectos en curso. Seguía sirviendo una de las ideas que expresó en Recuerdos, certera al señalar el origen de las vivas impresiones que guardaba en su memoria:

Las anécdotas, por poco profundas que puedan parecer, y no tengo la seguridad de que para otros revelen lo mismo que para mí, flotan sobre la superficie y deberán ilustrar este fugaz relato.

Lo que debía ser un descanso en las correcciones de la obra sobre Roger Fry se volvió, sin embargo, mucho más complejo. Virginia se preguntó si se había vuelto definitivamente loca al poner por escrito su vida. Tuvo que confesarse, no sin cierto resquemor, que la culpa de todo la tenía su hermana Vanessa. Mientras pasaba la vista sobre el papel y se debatía entre posibles inicios, que dieran con el ritmo exacto de su prosa, que se introdujeran en el centro de su propio corazón, recordó la frase de su hermana, siempre certera al señalar la realidad de los hechos. Quizá lo más sencillo, entonces, fuera comenzar así: «Hace dos días —el domingo 16 de abril de 1939, para ser exactos— Nessa dijo que si yo no me ponía a escribir mis memorias, pronto sería tan vieja que no podría hacerlo. Tendría ochenta y cinco años, y lo habría olvidado todo…».

A sus cincuenta y siete años, la ya célebre escritora Virginia Woolf sabía que, salvo enfermedad, y aunque fuera vieja, jamás podría olvidar ninguno de los muchos recuerdos que constituían la materia prima más pura de su literatura. Era consciente, sin embargo, del agotamiento que, poco a poco, hacía mella en ella. Sin prisa, como la lenta erosión del mar en las rocas, su mente se sentía cada vez más cansada ante la escritura, bien a pesar de los varios textos en los que trabajaba de forma simultánea y de su deseo, formulado claramente en su juventud, de emprender como obra final la escritura de su propia vida. No iba a olvidar, pero Virginia también sabía que el mundo ya no era un lugar del todo agradable.

Adeline Virginia Stephen nació el 25 de enero de 1882 en el número 22 de Hyde Park Gate. La vivienda, propia de una familia acomodada, resultaba imponente gracias a sus cinco alturas y era la residencia del matrimonio compuesto por Leslie y Julia Stephen. Junto a ellos, y a un discreto enjambre de criadas, vivía una descendencia fruto de su unión, pero también de los matrimonios previos que habían contraído. Virginia supo pronto que el amor de sus padres nació de la amistad cuando, viudos ambos, buscaban cierto consuelo a su tristeza. El complejo árbol genealógico de su familia incluía así a George, Stella y Gerald Duckworth, medio hermanos por parte de madre, y a Laura Stephen, hija de la primera esposa de su padre. Vanessa, Thoby, Virginia y Adrian, hijos de Leslie y Julia, completaban el cuadro. Sin ser sus recursos inagotables, la familia vivía con holgura y pertenecía por derecho a una clase acomodada e intelectual, vinculada al mundo de la Administración pública, de las universidades y del arte, que representaba con fidelidad los valores de la época victoriana. Como escribió la propia Virginia en su Recuerdos de 1908:

Nuestra vida estaba ordenada con gran sencillez y regularidad. Parecía dividirse en dos grandes espacios, no atestados de acontecimientos, pero, en cierta manera, más exquisitamente naturales que lo que siguió. Nuestros deberes eran muy claros, y nuestros placeres, absolutamente correctos. La tierra nos daba cuantas satisfacciones pedíamos.

El tiempo de los hermanos Stephen transcurría en el cuarto infantil, generalmente acompañados por niñeras, pues, como era costumbre en su estrato social, el contacto con los padres estaba limitado a ciertas horas del día, cual si se siguiera el más estricto protocolo también en la vida cotidiana. Ello no significaba, en este caso, que faltaran el amor o el cariño en la familia, y Virginia se sintió, durante la mayor parte de su infancia, una niña querida y feliz. Por ejemplo, a su padre, concentrado en su trabajo al frente del Diccionario biográfico nacional, solían verlo por la noche, y acostumbraba a leer en voz alta a sus hijos las novelas de Sir Walter Scott, interesándose después por su opinión.

De forma temprana, Leslie Stephen mostró predilección por la pequeña Virginia, cuya vocación literaria era evidente desde niña: con apenas cinco años, ya le contaba una historia a su padre cada noche. En 1893, en una carta dirigida a Julia en el mes de julio, cuando la futura escritora contaba apenas once años, su padre escribió: «Ayer hablé de Jorge II con Ginia. Asimila la mayoría de las cosas, y con el tiempo llegará a ser una verdadera escritora». El señor Stephen se tomaba en serio las opiniones literarias de su hija y procuraba guiarla en sus lecturas, pues lo cierto era que ni Virginia ni Vanessa acudían a la escuela ni se esperaba de ellas, señoritas de buena familia, al fin y al cabo, otra cosa que un futuro matrimonio. El talento intelectual de ambas, que Vanessa expresaba a través de la pintura, sí se consideraba un valor familiar destacado, pero sin que ello implicara una transgresión del camino tradicional.

Cuando Thoby comenzó a ir a la escuela, pues la educación de los muchachos sí seguía el camino reglado, la relación entre las hermanas se estrechó, ya que pasaban más tiempo en una soledad que pronto comenzaron a habitar, construyendo un mundo propio. Virginia se entretenía inventando historias para Vanessa, y la hermana mayor ejercía de contrapeso imprescindible para el temperamento resuelto de Ginia. Ángel y Cabra, esos eran sus motes familiares, quizá insuficientes para explicar la profundidad de una unión más fuerte que cualquier otro vínculo de los que ambas establecerían en vida. Si buceaba en su memoria, Virginia recordaba con exactitud el instante en el que establecieron la sinceridad completa de su relación. Tenía unos nueve años; Nessa, once. Estaban bañándose y en un momento de extraña intimidad, sin la supervisión de la niñera que se aseguraba de que su aseo fuera correcto, se quedó mirando a su hermana mayor para preguntarle, a bocajarro, si prefería a su padre o a su madre. A Virginia, que se había sentido algo desplazada por el nacimiento de su hermano Adrian, le preocupaba seriamente este asunto. Vanessa, tras enmudecer un segundo, afirmó tímidamente que quería más a su madre. Aquella respuesta fue un alivio para ella, pues, aunque no supiera muy bien por qué o cómo explicarlo, la hermana menor se decantaba por su padre. Años después, la propia Vanessa describió así el resultado de aquel momento entre ambas: «Parecía comenzar una época de conversaciones más libres entre nosotras. Si uno podía criticar a uno de sus padres, ¿qué o a quién no podía criticar?».

Además de la casa, del cuarto infantil que iba preparándose para ser el de ambas muchachas, estaba el exterior. Kensington Gardens estaba a solo unos metros de distancia, y las hermanas no tenían más que bajar la calle para pasear por uno de los parques más hermosos de Londres, en el que la naturaleza permitía a Virginia experimentar un placer intenso: el de la belleza en forma de luz o colores, combinado con la posibilidad de fabular historias sobre cada suceso o persona que pasaba ante ella. En Vanessa tenía a su mejor público. A algunas visitas, el silencio de ambas niñas a la hora del té, en la que tranquilas, aseadas y en completo mutismo asistían a las formalidades de la sociedad victoriana, les parecía inquietante; pero en soledad, las hermanas Stephen habían creado un mundo y un idioma propios.

Ese mundo se expandía cada verano desde 1881 en St. Ives, en la región de Cornualles, en la que su familia había alquilado una vivienda conocida como Talland House. A Leslie Stephen le apasionaba andar y aquel lugar, en el extremo más suroccidental de la isla, era por entonces un territorio casi virgen. Hasta 1894, año en el que se deshicieron de la vivienda por el inicio de la construcción de un hotel, los veranos transcurrían en aquella localidad y Virginia tuvo siempre una predilección por aquel espacio de naturaleza sin domesticar y de mar abierto. La exploración, la lectura, el críquet, los paseos por la zona y la excursión al faro de Godrevy llenaban las horas de unos días largos y placenteros en los que la futura escritora se encontraba en pleno contacto con la vida.

Para Virginia, el largo viaje que llevaba a la familia desde Londres hasta St. Ives se parecía a los cuentos orientales de interminables caravanas que cruzaban desiertos en busca de ignoradas maravillas. Algo así hacían ellos, en extensa comitiva en la que no faltaban varias criadas, cuando tomaban el tren de las diez de la mañana y tardaban casi nueve horas en llegar a Talland House.

La casa afinaba sus sonidos para unas niñas acostumbradas al ritmo urbano de Londres hasta tal punto que Virginia Woolf recordaría más adelante algunos momentos en St. Ives como centrales en su vida y en su literatura:

Si la vida tiene una base sobre la que se sostiene, si es un cuenco que una llena y llena y llena, en este caso mi cuenco, sin la menor duda, se apoya en este recuerdo. Es el recuerdo de yacer medio dormida, medio despierta, en la cama del cuarto de niños en St. Ives. Es el recuerdo de oír las olas rompiendo, una, dos, una, dos, y llenando la playa con salpicaduras de agua.

En los primeros años de la década de 1890, Cornualles era sinónimo de libertad para la pequeña Virginia Stephen, que podía desprenderse de la rigidez obligada en parte de su vida londinense y mostrarse más Cabra, más aventurera, que en el número 22 de Hyde Park Gate. Pero nadie podía adivinar que la infancia feliz y tremenda, esa que germinaría de nuevo en cada una de sus novelas, estaba presta a concluir. Y es que Julia Stephen, que en 1895 contaba solo cuarenta y nueve años, estaba a punto de morir.

Virginia jugando al críquet con su hermana Nessa en Talland House en 1884. Desde 1881, los veranos de la familia Stephen transcurrían en esta vivienda situada en St. Ives, en la región de Cornualles, donde Ginia podía disfrutar de una libertad de la que carecía en su vivienda habitual de Londres.

Cuando pensaba en su madre, Virginia Woolf solo podía hablar de plenitud: la belleza y la fuerza de Julia Stephen eclipsaban todo a su alrededor, y su presencia era el eje de la vida familiar y del mundo de la escritora. Esto era así a pesar de que el tiempo de intimidad entre ambas no era frecuente. Si trataba de recordar una conversación a solas entre las dos, enseguida le venía a la memoria una interrupción, porque su madre estaba siempre rodeada de gente. Desde su primera viudedad, Julia había centrado su energía en el socorro de las personas más necesitadas. Recorría la ciudad de Londres en transporte público con objeto de llevar consuelo, alimentos o medicinas a una red de personas que tenía en ella su sostén fundamental. Julia desempeñaba este mismo papel en el seno de su familia, pues Leslie Stephen, que adoraba a su esposa, se mostraba absolutamente dependiente de ella, si bien jamás le impidió dedicarse a la atención social, ocupándose él del cuidado de sus hijos y de la casa cuando sus visitas la llevaban por un tiempo fuera de la ciudad.

De aquella dedicación altruista llegó incluso a elaborar una modesta obra, Notes from Sick Rooms, que dio a la imprenta en 1883. En ella recogía su experiencia asistiendo enfermos y sus recomendaciones al respecto, sin voluntad de componer un tratado de enfermería a la manera del que su referente, la enfermera Florence Nightingale, había publicado en 1859, pero con la intención clara de facilitar la experiencia de asistencia a las personas enfermas, tal y como explicaba en su prólogo:

No pretendo dictar grandes normas sobre el cuidado de los enfermos; mi única intención es indicar cómo algunas de las muchas circunstancias que causan incomodidad a los pacientes podrían ser aliviadas o incluso desterradas.

Virginia aprendió muy pronto que la historia de su madre era en sí una gran novela, un retrato de una época y de la excepción que un carácter como el suyo suponía. Su aspecto físico era, sin duda, el primer elemento que llamaba la atención, y la historia de la pintura inglesa fue testigo de ello: el pintor Sir Edward Burne-Jones la tomó por modelo en alguno de sus cuadros, significativamente en una Anunciación en la que Julia aparece representada como la Virgen María. Nacida en Calcuta en 1846, la joven Julia Jackson llegó a la metrópoli con su madre y hermana cuando aún era una niña, y vivió siempre en contacto con las hermanas de su madre, quienes mantenían a su alrededor un estrecho círculo intelectual en ese cuarto final del siglo XIX que evocaría el que con el tiempo constituirían Vanessa y Virginia.

Una de sus tías abuelas, Julia Margaret Cameron, desarrolló una enorme afición por la fotografía, de la que fue una pionera, y tuvo en Julia a la mejor modelo. A diferencia de lo que solía ser frecuente, dado lo rudimentario del arte fotográfico entonces, la señora Cameron no retocaba sus obras y prefería captar la naturaleza de las personas a las que retrataba, especialmente la de su sobrina, con un halo de realidad no exento de misterio.

La belleza de Julia Jackson le supuso infinidad de proposiciones matrimoniales, pero fue Herbert Duckworth quien logró que aceptara. La pareja tuvo en un breve espacio de tiempo dos criaturas, George y Stella, y Julia estaba embarazada de su tercer hijo, Gerald, cuando Herbert murió de forma repentina por una infección no controlada. El dolor en el que se sumió la joven viuda, con dos criaturas a su cargo y esperando otra, marcaría profundamente su carácter.

Siendo pequeña, pero conociendo ya que su familia era el resultado de otros caminos posibles que habían sido truncados, Virginia le preguntó a su madre cómo Leslie Stephen, ese intelectual tan reservado, había sido capaz de pedirla en matrimonio. La reacción de Julia fue reírse con sorpresa, como si su pequeña cabritilla curiosa le hubiera planteado una indiscreción. No respondió, pero Virginia descubrió después una historia que retrató en 1939 con la sencillez con la que sucedió:

Mi padre la pidió en matrimonio por carta; y ella lo rechazó. Luego, una noche, cuando mi padre había ya renunciado a toda idea de matrimonio, después de cenar con ella, le pidió consejo acerca de una institutriz para Laura, y ella lo acompañó a la puerta y le dijo: «Intentaré ser una buena esposa para ti».