Aproximaciones de contexto al castillo palacio de Alaquàs - AAVV - E-Book

Aproximaciones de contexto al castillo palacio de Alaquàs E-Book

AAVV

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Beschreibung

El castillo-palacio de Alaquàs es una de las obras más destacadas de la arquitectura renacentista valenciana. En el centenario de su declaración como Bien de Interés Cultural (1918), este libro acoge una serie de estudios sobre algunos de los aspectos históricos, culturales, arquitectónicos y artísticos que enmarcan y establecen la singularidad de este inmueble. El volumen aborda los rasgos que caracterizaron la nobleza valenciana durante la Edad Moderna, el bandolerismo que se ejerció en sus señoríos, el ambiente cultural al que tuvo acceso y en el que ocasionalmente contribuyó, con especial atención al humanismo y el erasmismo, así como a las casas señoriales: hogares, sedes de administración y símbolos de poder de la nobleza.

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APROXIMACIONES DE CONTEXTO AL CASTILLO PALACIO DE ALAQUÀS

SANGRE TINTA Y PIEDRA

EDITA:

ORGANIZAN:

COLABORAN:

COORDINACIÓN ACADÉMICA:

Luis Arciniega García

Universitat de València

TEXTOS:

Luis Arciniega García

Adrià Besó Ros

Jorge Antonio Catalá Sanz

Concepción Ferragut Domínguez

Estefania Ferrer del Río

Pablo Pérez García

DISEÑO Y MAQUETACIÓN:

Victoria Lorenzo Plumed

Unitat de Suport al Vicerectorat de Projecció Territorial i Societat

ISBN: 978-84-9134-233-6

© de esta edición: Universitat de València, 2019.

© de los textos: los autores.

© de las imágenes: los propietarios.

Índice

El Castell d’Alaquàs, morada de la Universidad de Otoño

JORGE HERMOSILLA PLA

Introducción

LUIS ARCINIEGA GARCÍA

La nobleza valenciana del Quinientos en su contexto europeo

PABLO PÉREZ GARCÍA

Bandolerismo morisco, bandolerismo cristiano (siglos XVI-XVII). Un análisis comparativo desde la atalaya de Alaquàs

JORGE ANTONIO CATALÁ SANZ

Humanismo y mecenazgo en València a principios del s. XVI: los ejemplos de Juan Andrés Strany y Serafí de Centelles

CONCEPCIÓN FERRAGUT DOMÍNGUEZESTEFANIA FERRER DEL RÍO

Tipologías de casas señoriales no urbanas en el ámbito valenciano tardomedieval y de la Edad Moderna

LUIS ARCINIEGA GARCÍAADRIÀ BESÓ ROS

El Castell d’Alaquàs, morada de la Universidad de Otoño

Alaquàs y la Universitat de València son largamente centenarias en su historia, y han elegido como excusa de su actual encuentro un centenario, que es el de la declaración del castillo-palacio de Alaquàs como Monumento Histórico y Artístico en 1918, hoy Bien de Interés Cultural. Una obra que, como se indica en la introducción, lejos de ser imagen de un régimen señorial, es la seña de identidad del municipio, tal y como refleja su escudo.

A partir del motivo señalado y a través del vicerrectorado de Proyección Territorial y Sociedad, el 27 y 28 de octubre de 2018 se celebró la I Universidad Estacional de la Universitat de València en Alaquàs. El encuentro supuso un éxito científico y de extensión universitaria mediante un foro de intercambio entre profesionales del ámbito universitario e historiadores locales. Una distinción que puede establecerse por adscripción institucional, pero que ni mucho menos establece una jerarquía o prelación; de hecho, algunos de los participantes tienen la doble filiación, el encuentro generó una enriquecedora dialéctica y evidenció que las visiones son estricta y necesariamente complementarias. En este sentido, la aportación del profesorado de la Universitat de València que recoge esta publicación se encauzó a realizar estudios de contexto de algunos de los aspectos históricos, culturales, arquitectónicos y artísticos de la Edad Moderna en el Reino de Valencia que faciliten la comprensión del citado monumento.

Las aproximaciones elegidas hacia la nobleza, su posible cultura libresca y su ámbito material de hábitat, administración e imagen presentan revisiones historiográficas amplias y alejadas de algunos tópicos dominantes. Desde el departamento de Historia Moderna de la Universitat de València, el profesor Pablo Pérez, presenta un extenso y minucioso estudio sobre los rasgos que caracterizan a la nobleza valenciana entre la española y la europea de la Edad Moderna; y el profesor Jorge Catalá, para similar espacio y periodo histórico, trata de modo elocuente el fenómeno del bandolerismo. Desde el departamento de Filología Clásica de la Universitat de València, las profesoras Concepción Ferragut y Estefanía Ferrer del Río abordan la cultura aportada por la imprenta en tierras valencianas durante la primera mitad del siglo XVI, periodo al que se adscribe la construcción de la casa señorial de Alaquàs, a través de dos importantes focos: el de la misma institución universitaria, el Estudi General, y el de las bibliotecas nobiliarias. Desde el departamento de Historia del Arte de la Universitat de València, los profesores Luis Arciniega y Adrià Besó realizan una amplia e ilustrada disertación sobre la evolución tipológica de las casas señoriales situadas fuera de los grandes centros urbanos, como sucede con el caso de Alaquàs.

Finalmente, manifestamos nuestro reconocimiento y agradecimiento al equipo humano de la Universitat de València y del Ajuntament d’Alaquàs que organizó y facilitó la primera edición de la Universidad de Otoño “Castell d’Alaquàs”, en octubre del 2018. De la misma manera, agradecemos la participación de los ponentes y la labor insustituible del coordinador científico, el profesor Luis Arciniega.

La segunda edición de la Universidad Estacional de Alaquàs nos aguarda.

JORGE HERMOSILLA PLA

Vicerector de Projecció Territorial i Societat

Universitat de València

Introducción

El castillo-palacio de Alaquàs es una de las obras más destacadas de la arquitectura renacentista valenciana. En el centenario de su declaración como Monumento Histórico y Artístico (1918), la colaboración iniciada entre el Ajuntament d’Alaquàs y la Universitat de València, a través del vicerrectorado de Proyección Territorial y Sociedad, ha permitido que la I Universidad Estacional de la Universitat de València en Alaquàs, celebrada el 27 y 28 de octubre de 2018, se dedicara a este Bien de Interés Cultural. Debo agradecer la confianza depositada en mí por las instituciones citadas para que coordinara dicho encuentro y el presente libro, así como la generosa y entusiasta participación a la que dio lugar.

El título Aproximaciones de contexto al castillo palacio de Alaquàs, muestra el objetivo de realizar estudios actualizados de algunos de los aspectos históricos, culturales, arquitectónicos y artísticos que enmarcan y establecen la singularidad del inmueble que ha llegado hasta nuestros días. De los muchos acercamientos posibles, el subtítulo, Sangre, tinta y piedra, precisa los que ha reunido en este volumen a profesores de los departamentos de Historia Moderna, Filología Clásica e Historia del Arte de la Universitat de València; esto es, la nobleza, la cultura que estaba a su alcance y a la que en ocasiones contribuyeron, y las casas señoriales que habitaron y desde la que ejercieron la administración. Usamos la palabra sangre, por un lado, porque el título de noble, una vez concedido por el soberano, frecuentemente se transmite por herencia entre la familia. A la comprensión de los rasgos que caracterizan a la nobleza valenciana entre la española y la europea de la Edad Moderna dedica un amplio y detenido análisis el profesor Pablo Pérez García. Por otro lado, también está justificada la palabra sangre, porque esta se derramaba con la actividad del bandolerismo y/o por su represalia. Un fenómeno que el profesor Jorge Catalá aborda con un preciso estudio para similar periodo histórico. En el subtítulo, la palabra tinta, elemento que sobre papel conforma los libros, alude al ambiente cultural. En este caso, las profesoras Concepción Ferragut y Estefania Ferrer del Río analizan de modo minucioso el del siglo XVI en tierras valencianas, con especial atención al humanismo y erasmismo, y con referencias a la mayor o menor presencia luliana, nominalista y reformista. Finalmente, la palabra piedra del subtítulo evoca las casas señoriales que servían de hogar al linaje y eran sede e imagen de su poder. En este caso, los profesores Adrià Besó y yo mismo analizamos la evolución tipológica de estos inmuebles en épocas tardomedieval y moderna.

En todas las contribuciones se muestra una revisión historiográfica amplia, tanto por la perspectiva elegida como por la consiguiente bibliografía empleada, que si bien no se centra de modo exclusivo en el castillo-palacio de Alaquàs y en sus moradores, siempre los tiene en cuenta. Esperamos que este libro sea el primero de muchos otros que permitan aproximarnos a la historia de Alaquàs a través de su patrimonio cultural, del que su palacio-castillo es paradigma, tal y como refleja como síntesis de identidad el propio escudo de la ciudad.

LUIS ARCINIEGA GARCÍA

Universitat de València

LA NOBLEZA VALENCIANA DEL QUINIENTOS EN SU CONTEXTO EUROPEO1

PABLO PÉREZ GARCÍA

Universitat de València

Pergeñar un retrato de grupo de la nobleza europea del XVI que incluya a su homóloga valenciana es una empresa ardua. Las situaciones son demasiado diversas, los espacios excesivamente diferentes y las tradiciones culturales extraordinariamente distintas. Tampoco son siempre comparables los marcos jurídicos, ni los desarrollos políticos, ni los reflejos sociales de los cambios económicos, religiosos y espirituales operados durante la centuria. A estas dificultades –en ocasiones, insalvables– se añade el imperativo de desmontar un tópico tocqueviliano, la «decadencia de la aristocracia», que, hasta hace apenas unas décadas, impregnaba el juicio de los historiadores sobre la nobleza de la Europa entera.

Volviendo la vista atrás…2

A principios de los años 80 del pasado siglo XX, disponíamos de un cuadro general de la historia social de la Europa moderna bastante bien articulado. En él, un mundo mediterráneo lento, soporífero, casi inmóvil, sumido en una decadencia incontenible, se mostraba descolorido y desconchado. Mucho más adaptativo y dinámico, el medio atlántico brillaba con luz propia. Inglaterra y los Países Bajos –sobre todo– habían sabido aprovechar los beneficios deparados por el comercio con los «Nuevos Mundos». Sus élites sociales estaban poco o nada comprometidas con el feudalismo, y, por lo mismo, su disposición hacia el capitalismo y su impulso era todo lo decidida que cabía imaginar. Braudel nos había enseñado que la burguesía, mientras prosperaba y triunfaba en el Mar del Norte, naufragaba en el Mediterráneo3. En toda Italia, en la Península Ibérica, en la mayor parte de Francia4, llegada a un cierto nivel de fortuna, la burguesía rompía amarras con sus empresas mercantiles, compraba tierras, adquiría títulos de renta, se ennoblecía y se transformaba en un agente social pasivo. Braudel bautizó este patrón de comportamiento social como la «traición de la burguesía»5.

El célebre impulsor de la llamada Escuela de los Annales parecía haber «demostrado», pues, que la dolencia que Tocqueville consideraba auto-inmune era, en realidad, una enfermedad contagiosa. La nobleza, paradigma de ociosidad y de decadencia, semejaba un árbol frondoso: su denso follaje impedía el crecimiento de cualquier otra planta a sus pies. ¿En toda Europa? En toda Europa, no: en Inglaterra y en los Países Bajos –las Provincias Unidas, mejor– la burguesía habría conseguido generar los anticuerpos necesarios para superar la pandemia aristocratizante que asolaba el resto de Europa. Los territorios septentrionales de los Países Bajos eran comarcas geográficamente vinculadas a la baja Alemania donde la nobleza apenas poseía dominios que merecieran el nombre de latifundios. Allí, el campo siempre había mirado más en dirección a la ciudad que viceversa. Y ahora, la rebelión contra Felipe II estaba favoreciendo las expectativas económicas de la burguesía urbana (Amsterdam, Middelburg, Rotterdam, Delft, etc.) mucho más que las de la nobleza rural (Drenthe, Frisia, Groninga, Overijssel, Gerderland, etc.)6. Las Provincias Unidas eran, a finales del siglo XVI, el único agregado o conjunto político europeo en el que la globalidad del llamado segundo estado era considerablemente más pobre que el tercero7.

La fotografía en positivo de una aristocracia fagocitadora de burguesías iba a ser obtenida, diecisiete años después, por el inglés Lawrence Stone8. The Crisis of the Aristocracy (1558-1641) corroboró en 1965 lo que Braudel había diagnosticado en 1949: Inglaterra había conseguido convertirse en la cuna del capitalismo porque su aristocracia había experimentado una temprana «crisis» que le habría impedido lastrar a la burguesía ascendente. Aquí la burguesía habría derrotado a la nobleza, obligándole a renunciar a su viejo sistema de valores e imponiéndole su propia visión del mundo. El emblema era todo lo perfecto y coherente que cabía esperar: a la burguesía ennoblecida, y, en consecuencia, decadente del Mediterráneo9, se oponía una aristocracia aburguesada y promotora del capitalismo en Inglaterra y en las Provincias Unidas10. El declive del Mare Nostrum y el auge del Mar del Norte desde finales del Quinientos también podía –y, seguramente, debía– ser leído a la luz del itinerario social trazado por sus respectivas élites.

Este esquema explicativo con dos «crisis» simultáneas –de la burguesía en el sur de Europa y de la aristocracia en su cuadrante noroccidental– funcionaba bastante bien, sobre todo en las aulas. Ahora bien, había que leer con paciencia las páginas de Civilización material, economía y capitalismo de Fernand Braudel para comprender que la presunta «traición de la burguesía» poco tenía que ver con un fenómeno generalizado –común a todos los países ribereños del Mediterráneo– con una supuesta falta de «conciencia de clase» o con el triunfo de una especie de «superioridad ética» de la nobleza. Había, asimismo, que recorrer todos y cada uno de los capítulos de La crisis de la aristocracia de Lawrence Stone para percibir que, en efecto, la aristocracia inglesa había tenido que enfrentarse –como sus homólogas continentales– a la contradicción derivada de una estructura de ingresos esencialmente estables y un nivel inexorablemente creciente de gastos, así como a una progresiva pérdida de identidad derivada del fenómeno que el propio Stone denominó «inflación de los honores», esto es, la venta y concesión de títulos nobiliarios por parte de la corona, en ocasiones, a mansalva11.

Ni Braudel, ni Stone fueron historiadores de la política o de aquello que entonces se denominaba «Estado moderno». Para comprender los entresijos del cambio político, jurídico e institucional acaecido en la Europa moderna, los estudiantes de mi juventud disponíamos, aparte de algún que otro «clásico», como Naef o Maravall12, de una obra aparecida entonces (de 1974 data su primera edición) llamada a alcanzar una celebridad que hoy se nos antoja bastante menos justificada: El Estado absolutista del británico Perry Anderson13. Hasta cierto punto al menos, las tesis de Anderson venían a matizar el esquema divulgado de Braudel y Stone: únicamente el éxito social de las burguesías inglesa y neerlandesa había dado lugar al triunfo de sistemas políticos parlamentarios y monarquía mixtas; en la Europa centro-meridional, sin embargo, la vigorosa emergencia del absolutismo habría impedido que el predominio social de la nobleza pudiera dar lugar a un régimen político característico. Para descubrir dónde hubiera podido llegar la nobleza victoriosa sin la interferencia del absolutismo había que mirar hacia un nuevo escenario no considerado hasta entonces: la Europa del este. Al hacerlo, el estudiante descubría, perplejo, que no solo las burguesías emergentes, sino también las aristocracias poderosas construían regímenes parlamentarios y monarquías mixtas. Este había sido el caso, entre otros, de Polonia. Allí, la victoria de la nobleza-szlachta había dado lugar a una «república aristocrática» de altos vuelos, la Rzeczpospolita Polska14, con un parlamento poderoso (Sejm) y una monarquía limitada y electiva. Caminando hacia oriente, sin embargo, el absolutismo se trocaba en autocracia y despotismo. En Rusia, la dinastía Vasílievich había sometido «dulcemente» a la iglesia ortodoxa y sojuzgado «a sangre y fuego» tanto a aristocracia boyarda, cuanto a la burguesía de Novgorod15. Iván IV –no en vano apodado «el verdugo»– habría cimentado, pues, la autocracia zarista sobre la violencia política y el genocidio16.

Nunca hubo en Europa oriental, central y occidental un poder tan omnímodo, arbitrario y potencialmente sanguinario como el de los zares de Rusia. El absolutismo estaba sometido a cierto tipo de limitaciones y controles, lo que no evitó la subordinación de la nobleza a la corona. El parlamentarismo, por su parte, no parecía exigir el éxito de la burguesía, pues el triunfo de la aristocracia también podía dar forma a regímenes constitucionales o mixtos. Había que endosar a este último tipo de modelos políticos calificaciones despectivas –del estilo de «anarquía aristocrática», y otras semejantes– ignorar por completo los éxitos políticos y militares de Polonia durante los siglos XVI, XVII y XVIII y conducir capciosamente al lector hasta sus tres dolorosos «repartos» (1772, 1793 y 1795), para intentar «demostrar» que el parlamentarismo polaco había sido, en realidad, una construcción política «frágil, espuria y contra natura»17.

Los años 80 fueron un tiempo de gran claridad de ideas en las aulas universitarias. Los modelos estaban perfectamente delimitados: Europa mediterránea, decadente y contrarreformista; Europa del norte, dinámica y protestante; Europa centro-occidental, absolutista y católica; Europa del este, oasis de una nobleza tan indómita como ciega ante el desafío de los nuevos tiempos; Rusia, paraíso del despotismo. El profesor podía cohonestar –y lo hacía– las lecciones de historia económica aprendidas con Braudel, las de historia social impartidas por Stone y la síntesis política del Antiguo Régimen servida por Anderson. Pero el precio que había que pagar por aquella esquematización era muy elevado: cualquier evidencia arrancada de la rica cantera de los archivos históricos, cualquier visión no sesgada o incompleta del pasado, cualquier análisis holístico del Antiguo Régimen aparecía, forzosamente, como «contradictorio» o «paradójico» respecto del «canon» aprendido y de la «ortodoxia» vigente18.

Giro historiográfico (1984-1996)

Aunque no se percibiera entonces de una manera clara, la visión de los historiadores sobre la nobleza del Antiguo Régimen estaba cambiando. En distintas universidades europeas se habían puesto en marcha estudios y tesis doctorales llamados a cambiar nuestra comprensión del tema. Es probable que uno de los textos más influyentes de mediados de los 80 fuera As vésperas do Leviathan de António Manuel Hespanha19. Para Hespanha nada resultaba paradójico o contradictorio, sencillamente porque el portugués había dejado de pensar la política del Barroco en clave «estatal o estatalista». La visión de Hespanha sobre el absolutismo –también la de Bartolomé Clavero20, y, muy pronto, la de muchos otros– poseía un sentido concurrente, negociador y dinámico. Dentro de ella, la coexistencia de la monarquía absoluta con las más altas jurisdicciones señoriales no resultaba sorprendente21. Antes al contrario, aquella especie de convivencia –compleja, inestable y difícil, si se quiere– era justo lo que cabía esperar de un orden jurídico –el del otrora llamado «Estado absoluto»– en el que ninguna institución monopolizaba, ni podía monopolizar, el ejercicio legítimo del poder político: un poder disperso, policéntrico, fractal, que, como precisaba Hespanha, no se hallaba «concentrado» en ninguna instancia, sino «socialmente compartido o repartido».

Hespanha fue, pues, una especie de «anti-Perry Anderson». Sus reflexiones nos invitaban a replantearnos en profundidad las bases sociales del absolutismo y, en consecuencia, a repensar el papel que pudiera caberle a una nobleza presuntamente decadente en este juego bastante más sutil de contrapesos, de negociaciones, de tensiones, de rupturas y de reequilibrios que fue el Antiguo Régimen. Situada dentro de su propio contexto historiográfico, la obra del portugués demuestra que, a finales de los años 80, el hartazgo de explicaciones maniqueas, iniciado en la década anterior, ya era entonces mayúsculo. Por lo que a la nobleza se refiere, entre 1984 y 1990 se tradujeron o publicaron al menos cuatro destacados estudios en la estela de Mozzarelli, Burke y Chaussinand, presididos todos ellos por un planteamiento común: lejos de haber sido barrida por las «revoluciones burguesas», ya fuera con un amable empujoncito, ya a punta de bayoneta, ya bajo el filo de la guillotina, la aristocracia europea había sabido «adaptarse» a los nuevos tiempos y, en líneas generales, había conseguido mantener una posición de gran relevancia social durante el siglo XIX y durante buena parte del siglo XX. Ahí estaban, desafiando a sus lectores, el conocido libro del luxemburgués Arno J. Mayer –originalmente publicado en 1981, aunque traducido al castellano en 198422– los textos reunidos por Gérard Delille23 y Ralph Melville–Armgard von Reden-Dohna24, y la obra de David Cannadine25.

En alguna medida –no, desde luego, de una forma tan rotunda como Hespanha respecto de Anderson– podría decirse que Mayer y Cannadine dieron la réplica definitiva a Alexis de Tocqueville ciento treinta años después de la publicación de El Antiguo Régimen y la Revolución. Para el luxemburgués y para el británico, la aristocracia europea, lejos de haber sido barrida por el viento de la historia, habría conseguido, no ya sobrevivir al desplome de la monarquía absoluta, sino también mantener una posición de primer nivel en el seno de sociedades que caminaban hacia el disfrute generalizado de derechos equiparables, la democracia y la igualdad ante la ley. Desvestida de su primitivo estatuto de «cuerpo» o «estado», y revestida de su nueva condición de «élite»26, la aristocracia europea habría «establecido» –«mantenido», más bien– una alianza con la «gran burguesía» de la industria, los negocios, las finanzas y la administración, convirtiéndose en aquello que, durante algún tiempo, al menos, recibió la denominación de «los notables»27. Aunque este fenómeno de mestizaje, hibridación o simbiosis era más evidente en algunos territorios –Alemania, Austria, Bélgica, España, Italia, ámbito eslavo– que en otros –Francia, Inglaterra, países escandinavos– parecía justificado considerarlo, más bien, un fenómeno europeo que no específicamente nacional y, al mismo tiempo parecía razonable rastrear las raíces históricas del mismo en los siglos anteriores a la Revolución Francesa.

Dejando de lado ahora el diluvio de monografías y ensayos sobre la nobleza de la Europa moderna publicados durante los tres últimos lustros del siglo XX y primeros del XXI, en mi opinión hay dos hitos o referentes historiográficos insoslayables dentro de lo que podríamos denominar «revisionismo stoniano»28. El primero de ellos es el conjunto de estudios reunidos por Hamish M. Scott en The European Nobilities el año 199529, y el segundo es la conocida síntesis del norteamericano Jonathan Dewald: The European Nobility30. Se trata de dos trabajos de muy distinta complexión. Sin embargo, ambos estaban animados por un mismo espíritu innovador y comparativo que los convierte en textos muy atractivos para el lector.

H. M. Scott había pedido a sus 13 colaboradores que redactaran sus contribuciones siguiendo un mismo guion de seis puntos: 1) concepto de nobleza y composición el grupo nobiliario, 2) jerarquía nobiliaria nacional, 3) la propiedad nobiliaria, 4) la nobleza y el poder, 5) la «crisis» de la aristocracia y 6) la «transformación» de la nobleza. Algunos autores, como Irving A. A. Thompson en su contribución sobre la nobleza española, siguieron al pie de la letra las indicaciones del editor. Otros, particularmente los responsables del segundo volumen, optaron por desarrollos distintos e imprimieron a sus estudios un sesgo más cronológico que temático. Estos «desajustes» o «disparidades» respecto del proyecto inicial probablemente empujaron a Scott a redactar hasta tres comentarios distintos a la colectánea: la imprescindible introducción o marco general –que firmó junto a Christopher Storrs–, un breve proemio al segundo volumen en el que abordaba la problemática específica de la «segunda servidumbre» en las tierras situadas al este del río Elba y un texto conclusivo, titulado The Continuity of Aristocratic Power, que constituía menos un intento de síntesis final que un claro posicionamiento historiográfico favorable a la revisión de Stone31. En todos estos textos, Scott ha juzgado conveniente sustituir el paradigma «crisis» por otro no completamente nuevo –pues toda «crisis» conduce, inevitablemente, a la «transformación» o a la «muerte»– pero sí que enfatizase más las consecuencias del proceso de cambio que no sus causas32.

Sin haber sido invitado a participar en esta empresa editorial, aunque bien conocido por toda una serie de brillantes contribuciones al conocimiento de la nobleza francesa del período moderno33, Jonathan Dewald debía estar ultimando entonces un trabajo de síntesis –un manual universitario– muy en consonancia con el planteamiento revisionista o «revisitacionista» que también animaba a H. M. Scott y, en general, a todos los estudiosos de la nobleza europea del Antiguo Régimen en aquel momento. Muy prometedor y ambicioso por su título y planteamiento, el texto de Dewald no acaba, sin embargo, de convencer, lastrado, como muchos otros manuales, por el apresuramiento, por una metodología discutible y por una base comparativa deficiente. Con todo, se trata de una obra apreciable porque contiene dos tesis de alcance general que, desde su publicación el año 1996, han sido objeto de análisis y discusión por parte de los especialistas34.

La primera constituye una versión algo más contenida y difusa de la tesis de Scott acerca de la trayectoria histórica de la nobleza europea del Antiguo Régimen35. En lugar de «transformación» –que había sido la palabra escogida por su colega escocés– el norteamericano prefirió hacer uso de los términos «renovación» y «adaptación» para referirse a las actitudes y a las soluciones adoptadas por este grupo social ante los cambios operados durante los siglos XVI a XVIII36. Dewald no presentaba una nobleza muy diferente de la que habían mostrado y analizado los colaboradores de H. M. Scott, pero insistía, sobre todo, en una serie de ideas que habían quedado fuera del esquema de trabajo propuesto por el escocés y de su materialización concreta. Bien lejos de los tópicos tocquevileanos –ranciedad, anquilosamiento, conservadurismo, caducidad, apartheid social– el historiador norteamericano subrayaba las múltiples capacidades innovadoras y adaptativas de una aristocracia en continuo proceso de renovación, abierta a la incorporación de nuevos miembros, dinámica e, incluso, progresista37. Dentro de tal continuing vitality of aristocratic social forms, la nobleza europea habría sobresalido por aceptar el tránsito de la «sangre» –o de la «raza»– al «mérito» como criterio de ordenación interna de la sociedad, por asumir la mayor parte de los valores burgueses –incluido el patrón demográfico de la familia nuclear– y por haber sabido hallar nuevos espacios donde poner de relieve su utilidad social: administración, burocracia, ejército, gobierno, academias, la propia universidad, iglesia, etc. Esta era, sin lugar a dudas, la primera gran aportación de su obra: los «privilegiados» del Ancien Régime habrían sabido adaptarse a los grandes retos históricos que les había correspondido vivir. La segunda gran aportación de la obra vendría a ser la consideración de todas estas adaptaciones como un fenómeno esencialmente «idéntico» en toda Europa, especialmente en el área occidental, que constituye el plato fuerte del manual.

El cambio de paradigma historiográfico que ya se barruntaba en la década de los 70 del pasado siglo no debe ser infravalorado al abordar el estudio de la nobleza europea del Quinientos38. Bajo el signo de la «crisis» (Stone) nos hubiéramos visto obligados a presentar un caso como el de Alaquàs como «contradictorio», «paradójico» o «singular» respecto de una nobleza que, en líneas generales, sufría los embates de una brutal caída de sus ingresos y un incremento no menos intenso de sus gastos. Dentro de un marco interpretativo como este, el ejemplo de los Aguilar y de los Pardo de la Casta, empeñados en elevar su propio prestigio y el de su señorío mediante desembolsos –que presuponemos copiosos– destinados a la construcción de un extraordinario castillo-palacio39, a la obtención de un título condal (1602) y al inicio de un costoso pleito por la sucesión de las baronías de Estivella, Beselga y Arenós (1623)40, constituiría una genuina «rareza». Sin embargo, contextualizado dentro de parámetros historiográficos distintos –ya se trate de la «transformación» de Scott o de la «adaptación» de Dewald41– el impulso inoculado al linaje Pardo de la Casta por la herencia del señorío de Alaquàs podría ayudarnos a comprender los medios de los que se valió una nobleza aquejada por dificultades indiscutibles –problemas que, en el caso valenciano, se vieron agravados por la expulsión de los moriscos en 1609– no ya para capear el temporal, sino incluso para protagonizar una pequeña «edad dorada» durante la segunda mitad del siglo XVII42.

Los nobles de la Europa del Quinientos… ¿Cuántos?

Desde luego, sería muy pertinente comenzar nuestra aproximación a la nobleza europea del siglo XVI definiendo con claridad el concepto mismo, así como su significado o alcance social, sus categorías y jerarquía interna, y tratando de establecer un cuadro comparativo de carácter cualitativo y cuantitativo del conjunto de los territorios europeos. Pero esta empresa es, a la altura de nuestros conocimientos actuales, completamente inviable. No lo es, en primer lugar, porque no disponemos de información suficiente sobre la nobleza de un importante número de territorios europeos y, en segundo término, porque comparar exige reducir previamente a un denominador común, lo cual implica, por necesidad, prescindir de todas las matizaciones necesarias para un cabal entendimiento de los diferentes contextos y los distintos retos a los que tuvo que enfrentarse la nobleza en la Europa del Quinientos. Por otra parte, definir y cuantificar no es una operación neutral, ni siquiera cuando reviste los caracteres «técnicos» de un cómputo lineal o relativo, según la población o el espacio43. No diré que hacerlo dependa de la peculiar visión del mundo, de la realidad o del pasado del historiador, pero sí de los objetivos que perseguimos. ¿Qué pretendemos? ¿Determinar el número y la identidad de todas aquellas personas que fueron consideradas nobles entre 1500 y 1600? Entonces deberíamos estar en condiciones de precisar el número preciso de varones, y también el de hembras nobles, aspecto, este último, que muy a menudo se olvida por completo en la bibliografía al uso44.

Y ¿a quién consideraremos noble? ¿Bastará con que alguien sea llamado hidalgo, o tratado como tal? ¿Lo será quien posea determinadas virtudes personales, quien desempeñe altos y distinguidos oficios45, o quien goce de las prebendas características de la nobleza?46 ¿Nos preocupará que su vida o su trayectoria vital e, incluso, la exhibición de signos externos reconocibles, responda o no al patrón más o menos tipificado de la nobleza? ¿Es comparable un marinero vizcaíno, por mucho que conste su condición de hidalgo no pechero en algún vecindario, con un representante típico de la szlachta polaca? ¿Hemos computado siempre a las mujeres a la hora de establecer el peso específico de la nobleza en un territorio determinado? ¿Lo hemos hecho de una manera sistemática? ¿Qué opción tomaríamos, p. e., ante el caso de las novicias hijas de familias nobles?

Mucho me temo que, en los cuadros y en las tablas que tratan de representar un cuadro comparativo de la nobleza en Europa47, se haya soslayado la distinta naturaleza de las fuentes utilizadas para su elaboración y apenas se haya reparado en el significado de su contenido y en el sentido del cómputo. La pregunta clave sigue siendo la que ya hemos formulado: ¿qué pretendemos al tratar de establecer el censo de nobles y su proporción respecto de la población? Porque no es lo mismo acometer la problemática del «individuo» noble, que la de la «familia» noble, que la del «linaje» noble. Si nos dejamos cegar por el «destello» de la fuente sin haber considerado previamente su contenido y alcance, corremos el riesgo de estar comparando inconscientemente «linajes», que es lo que documentamos cuando estudiamos señoríos, vínculo y mayorazgos, con «familias», que es lo que reflejan los censos de población, cómputos fiscales y las fuentes de aquellos territorios en los que el reparto de la herencia fue básicamente igualitario, o con «individuos» (varones) que es lo que recogen los listados de oficiales públicos, miembros de órdenes militares, de cofradías, de estamentos, de diputaciones y de maestranzas, pensionados, asistentes a cortes, parlamentos, cámaras representativas, etc.

La bibliografía especializada suele utilizar la línea divisoria del 1 % para clasificar los diferentes territorios europeos en una cierta escala del peso específico de la nobleza. Se ha sostenido que, en la mayor parte de la Europa occidental, este grupo social vendría a representar aproximadamente alrededor del 1 % de la población48: 0’25 % en el Valle de Aosta, 0’4 % en Dinamarca, 0’5 % en Suecia, 0’6/0’7 % en Génova, 1 % en Portugal49, 1’2/1’7 % en Francia50, 1’4 % en el Domini de la Terraferma veneciana, 1/2 % en Inglaterra51, 1’9 % en Bari, etc. Por el contrario, en la Europa centro-oriental los porcentajes serían considerablemente más elevados, moviéndose entre 3/5 % de Hungría52 o de Rusia y el 6/7 % y el 15 % de Lituania-Polonia-Ucrania53. Por supuesto, también habría excepciones: la nobleza checa y la brandenburgo-prusiana apenas rondaría un 1 % de la población en un contexto socio-geográfico hipernobiliario54, mientras que, en la ciudad de Venecia o en España –más bien, Castilla55– la nobleza podría llegar a representar el 4’5 % y el 10 % de la población, respectivamente, dentro de un contexto, por el contrario, hiponobiliario56. Pese a su aparente coherencia y presunto rigor, los porcentajes aventados en la bibliografía especializada encierran un prejuicio de fondo: la consideración de la nobleza como un grupo social pasivo u ocioso cuyo elevado tren de vida descansaba forzosamente sobre el resto de la población57. Una nobleza de no más allá del 1 o 2 % –como la sueca, la holandesa, la inglesa, la danesa, la germano-occidental e, incluso, la francesa– sería una carga soportable y perfectamente compatible con las posibilidades de expansión de una economía nacional. Pero una nobleza cuya proporción rondase el 10 %, como la castellana, además de un lastre asfixiante, podría llegar, incluso, a ser un factor determinante en la explicación del atraso económico y social de la Monarquía Hispánica respecto del conjunto de las naciones de la Europa occidental58.

Ya se ha convertido en un tópico afirmar que la nobleza española del Quinientos representaba una décima parte de la población y que, sociológicamente hablando, la península estaba dividida en dos grandes mitades: la norte, caracterizada por una hidalguía numerosa, mesocrática y, las más de las veces, laboriosa, y la mitad sur, dominada por una aristocracia poco numerosa, latifundista, rentista y, sobre todo, rica. Como todos los tópicos, una de sus partes es cierta, pero la otra es una pura muletilla. La verdad es que, en líneas generales, carecemos de información precisa acerca del número de nobles y de su evolución a lo largo del siglo XVI para el conjunto de los territorios de la Monarquía Hispánica. Cierto es que contamos con algunas figuras jurídicas, como la «nobleza colectiva» o la «hidalguía universal», recogidas en algunos textos legales como los Fueros Viejo (1452) y Nuevo (1526) que nos autorizarían a considerar nobles a todos los vizcaínos y guipuzcoanos. También es verdad que, en el caso castellano, disponemos del Libro o Censo de los Millones (1591) donde aparecen computados los hidalgos de Castilla y Andalucía –no los vascongados– precisamente porque se trataba de un segmento de la población fiscalmente privilegiado. El 22’5 % de las poblaciones o conjuntos de territorios recogidos en este documento, en efecto, refleja una proporción de hidalgos igual o superior al 10 %. Este sería el caso, p. e., de la Trasmiera (Burgos) –donde consta la condición hidalga del 84’4 % del censo –, del conjunto de Cantabria (83 %), de Asturias (75’4 %), de Ponferrada (43 %), de León (32’8 %), de Burgos (20 %), de las tierras del Condestable (18 %), de Benavente (13 %), de Valladolid (11 %) o de Madrid (10 %). Sin embargo, en el 62’5 % de las ciudades, villas y comarcas del censo, la hidalguía apenas representa el 5 % de los respectivos vecindarios. Algunos ejemplos de este segundo nivel podrían ser Mondoñedo (5 %), Betanzos, Coruña59, Ciudad Real y su territorio (2’5 %), Toledo y Santiago de Compostela (2’1 %), provincia de Madrid (1’2 %), Calatrava, Córdoba y Trujillo (1 %), Guadalajara (0’6 %)60.

Los nobles valencianos del XVI… ¿Cuántos?

¿Y Navarra? ¿Y la Corona de Aragón? ¿Y Valencia? Para estos territorios, a decir verdad, resulta muy difícil disponer de una cifra siquiera aproximada61. Contamos con algunas valoraciones generales: «… altas densidades (que) se corresponderían con la “hidalguía universal” de Vizcaya y Guipúzcoa, en un área que continuaría por los valles pirenaicos de Navarra: Baztán, Roncal y Salazar, hasta los infanzones del Alto Aragón»62. ¿Qué porcentaje de los aproximadamente 400.000 catalanes63, 300.000 aragoneses y 340.000 valencianos gozaban de consideración nobiliaria a finales del siglo XVI? Para el caso valenciano poseemos dos fuentes de información. Una y otra contienen cifras distintas que, de hecho, conforman la horquilla dentro de la cual tendremos que movernos. La primera es una aproximación genérica procedente del libro segundo de la crónica de Martí de Viciana. En absoluto movía al célebre historiador de Borriana un afán de precisión, rigor o exhaustividad. Bien al contrario, su intención era la de honrar y distinguir a un territorio en el que, a pesar de sus reducidas dimensiones, la nobleza había cosechado una considerable colección de familias nobles y un más que sobresaliente número de caballeros, generosos e hidalgos a lo largo de sus 300 años de historia. He aquí sus palabras:

«Y assí, tenemos en este libro más de trezientas familias de cavalleros, con rentas de más de quatrocientos mil ducados. Y con más de treinta mil vasallos. Y con sangres tan limpias que por muchas partes les ternán imbidia. Y con continua fidelidad al rey. Pues en reino tan chico en espacio, que apenas tiene cinco jornadas de longitud y una jornada de latitud, hallamos más de quatro mil cavalleros, [h]idalgos e generosos»64.

Así pues, hacia finales de la sexta década del Quinientos, el reino de Valencia –según Viciana– podía contar con unos 4.000 nobles entre los cuales sobresaldrían unas 300 familias propietarias de señoríos, que gobernaban alrededor de 30.000 vasallos y obtenían unas rentas anuales cercanas a los 400.000 ducados. El segundo cómputo proviene de uno de los «clásicos» de la historiografía valenciana de finales del XX; una obra, por tanto, rigurosa, precisa y contrastada. Me refiero al conocido estudio del irlandés James Casey sobre la Valencia del XVII. En su opinión, entre los años finales del Quinientos y los iniciales del Seiscientos, el reino habría contado 157 grandes señores, seguidos de otros 500 nobles y caballeros, casi todos ellos desprovistos de feudos, y alrededor de un millar de ciudadanos –ciutadans65– más, que gozaban de una consideración homologable a la que los hidalgos castellanos: un total, pues, de 1.657 nobles que podrían representar, poco más o menos, el 0’5 % de los aproximadamente 338.558 pobladores del reino en los momentos previos a la expulsión de los moriscos (1609)66.

¿Qué cifra estará más cerca de la verdad? ¿La más precisa de Casey o la general de Viciana? Con Viciana, la nobleza valenciana presentaría un perfil perfectamente homologable con el de la nobleza europea occidental de su entorno más cercano: un porcentaje cercano –arriba o abajo– al 1 % y un contexto claramente hiponobiliario comparado con el de la Europa oriental. Si nos atenemos a lo escrito por Casey, la nobleza valenciana ni siquiera llegaría a igualar la bajísima ratio de las poblaciones castellanas de menor peso nobiliario, como podrían ser Calatrava, Trujillo o Guadalajara. Siguiendo a Viciana tendríamos un reino de Valencia con una proporción nobiliaria próxima al 1’2 % a finales del siglo XVI; con las cifras de Casey, sin embargo, la nobleza local difícilmente alcanzaría a representar el 0’5 % de la población. ¿Y si eliminásemos del cómputo a los cerca de 110.000 moriscos expulsos el año 1609? Por definición, los moriscos eran vasallos de señores nobles –muchos, desde luego, sí lo eran– y el concepto de nobleza les era casi por completo extraño67. En este caso, de las cifras de Viciana resultaría una ratio nobiliaria cercana al 1’75 %, proporción muy semejante, en principio, a la que podía darse en Francia o en Venecia, mientras que las de Casey, con un 0’72 %, situarían a Valencia en un contexto nobiliario bastante más cercano a Génova, Dinamarca, Suecia, Holanda o Inglaterra. En uno y otro caso, sin embargo, el reino de Valencia se hallaría en las antípodas de Castilla: un 0’5/1’75 % en Valencia frente al 3/5 % de Andalucía y Castilla la Nueva o el 10/12/15 % de Castilla la Vieja y toda la franja del norte peninsular.

¿Es esto verosímil? ¿Tan reducida fue la proporción de nobles –aun considerando las categorías más bajas– en la Valencia del XVI? ¿Podemos dar crédito a un desequilibrio tan extraordinario entre Castilla y Valencia? Sea como fuere, estas son las cifras de las que disponemos. Incluso me atrevería a afirmar que, si bien el número de señores de vasallos laicos (unos 157)68 y de nobles sin feudos y caballeros (unos 500) que baraja J. Casey parece bastante ajustado a la realidad finisecular –aunque, tal vez, se podría aumentar, en conjunto, hasta los 814 nobles comparecientes en las Cortes de 160469– la cifra de 1.000 ciutadans computados en esta meditada aproximación estadística a la nobleza local podría estar algo inflada. Según mis propios cálculos, Valencia, la capital del reino, no debió poseer más allá de 220 o 230 ciutadans políticamente activos a lo largo de la centuria, mientras que las restantes ciudades –Orihuela, Xàtiva, Alicante, Segorbe– y villas reales, como mucho y en conjunto, debieron tener otro tanto, de manera que el nobiliario con 1.657 miembros de Casey tal vez no debiera sumar más allá de unos 1.300 individuos70, lo que se traduciría en una proporción del 0’57 % de la población cristiana y del 0’38 % respecto del conjunto de los habitantes del reino. Sin estar completamente seguro de que los cálculos deban realizarse comparando las cifras de presuntos miembros de los distintos escalafones de la nobleza local con el supuesto número de habitantes del reino, tras aplicar un cierto multiplicador (en este caso, 3’5) al vecindario corregido del marqués de Caracena (1609)71, y no, más bien, linajes o familias nobles con las casas, los vecinos o los fuegos, estos son los números y estas las proporciones entre los que podríamos movernos después de haber movilizado la bibliografía disponible72.

Pero nos estamos refiriendo con bastante impropiedad a la nobleza europea y valenciana. Hemos utilizado indistintamente los términos «hidalguía», «caballería», «nobleza» y «aristocracia» para referirnos a este grupo social. El uso indiferenciado de todas estas palabras es, en principio, legítimo, pues, en casi todos los casos, el significado primordial de todas ellas es de raíz «moral»73. Desde Aristóteles, el «virtuoso» era considerado «noble», de igual modo que toda persona «excelente» o «eminente» podría ser reputada como «aristocrática» en el sentido que otorgamos a las expresiones «aristocracia del talento» o «aristocracia del dinero». Ahora bien, si pretendemos ocuparnos de la nobleza europea del Antiguo Régimen, y, más aún, si deseamos referirnos específicamente a lo que yo mismo he denominado estatuto jurídico y jerarquía social74, no podemos permitirnos este tipo de licencias retóricas. La garantía misma de que los datos cuantitativos que manejamos sean correctos, depende de una buena –la mejor posible– aproximación al concepto jurídico y cultural de nobleza en cada uno de los territorios o contextos históricos a los que nos refiramos.

Martí de Viciana, padre de la nobiliaria valenciana

Cualquier avezado conocedor de la historia valenciana no ignora que el mejor compendio o tratado sobre la nobleza de estas tierras se escribió y publicó en fechas muy alejadas de la cronología que enmarca este estudio. Me refiero al Tratado de la nobleza del abogado nacido en l’Alcúdia Mariano Madramany y Calatayud (1746-1822)75. Con anterioridad se habían escrito y publicado algunos otros textos relevantes –dejo, por ahora, de lado las crónicas (Beuter, Diago, Escolano, etc.)– como serían la Decisio in causa nobilitatis (1628) de Francisco Jerónimo de León (1565-1632)76, el Tratado (1663) de Pedro de Valda y Moya (c. 1600-1665)77, los escritos genealógicos escritos y urdidos por Onofre Esquerdo Sapena (1635-1699)78, o la Antigüedad y privilegios (1769) de José Berní (1712-1787)79. Dado el interés que la materia suscitó en estas latitudes durante los siglos XVII y XVIII, nos hemos acostumbrado a pensar que, a diferencia de Castilla, donde la genealogía, la heráldica80, los tratados y diálogos nobiliarios81, los armoriales, etc. ya habían alcanzado antes una temperatura febril82, la Valencia del Quinientos careció por completo de este tipo de producciones literarias y, por ende, de los sentimientos reivindicativos que animaron su composición por toda España.

Nada más lejos de la realidad. Trabajos recientes cuya simple mención permitiría componer un extenso listado bibliográfico83, han puesto de manifiesto que la nobleza y lo nobiliario suscitaron en Valencia las mismas reacciones apasionadas que en el resto de España y de Europa. No en vano, nos hallamos en una etapa de genuina «transición» –y hasta de «crisis», por qué no– en lo que a la identidad nobiliaria se refiere84: un punto de inflexión entre una concepción inmemorial, genética y horizontal de la nobleza, fundamentada, esencialmente, en el reconocimiento social, y otra de signo memorial, meritocrática y vertical, basada en el privilegio y la concesión regia85. Tal vez no haya mejor prueba de este cambio y de las fuertes tensiones que produjo, que los muchos avatares –y no precisamente agradables para su autor– que sufrió la edición de la crónica del caballero burrianense Martí de Viciana (1502-1584)86.

Porque, en efecto, de haber conseguido culminar su proyecto literario tal y como fue inicialmente concebido, la Crónica de la ínclita y corona ciudad de Valencia y de su reino de Viciana hubiera podido ser ese «gran» nobiliario que echamos en falta, sobre todo si comparamos nuestra situación con la riqueza cronística de Castilla, Aragón o Cataluña87. Considerando el carácter fragmentario del libro segundo de la obra y las distintas versiones manuscritas e impresas de su contenido, no faltarían razones para calificar la aportación de Viciana como la mejor contribución al conocimiento histórico de la nobleza valenciana del siglo XVI y de la primera mitad del XVII88. El burrianense, desde luego, hizo todo cuanto estuvo en su mano para recabar información –cuestión distinta sería el crédito o veracidad de la misma– para redactar un texto respetuoso y proporcionado a la presunta gloria de los linajes valencianos y también para conseguir el padrinazgo del más alto magnate valenciano entonces: D. Carlos de Borja (1530-1592), V duque de Gandía, hijo primogénito del IV duque, san Francisco de Borja (1510-1572)89.

Aun así, no pudo alcanzar su propósito. Muchos caballeros, por pereza, o por desprecio, o por ambas cosas, lo ningunearon. Varias familias –los Corella, los Maza y los Moncada, especialmente– boicotearon su trabajo y tal vez hicieron todo lo posible para destruir los ejemplares de la obra que cayeron en sus manos. Y, como ya indicara Sebastián García Martínez, el conde de Cocentaina, denunció el texto ante la Real Audiencia y, de esta manera, promovió el secuestro judicial de la obra90. Penalidades sin cuento jalonan, pues, esta aventura literaria. Entre ellas, la no menor para la posteridad de haberse perdido el libro primero de la crónica, dedicado, al parecer, a la historia de la capital, cap i casal, del reino de Valencia91. De los grandes sinsabores apenas sabemos nada por boca de Viciana. De los pequeños dejó esparcidas numerosas referencias y explicaciones. He aquí un ejemplo:

«Y al pie de la historia de cada linaje se assentará el escudo de sus armas; y en el escudo que no huviere armas figuradas, será la causa por culpa del señor de ellas, y no mía. Porque yo muchas vezes rogué y advertí a cada qual de ellos que me diessen su escudo para que el impresor le assentasse, y pues ellos no me lo dieron, hase puesto el escudo en blanco, dexándolo para que le figuren y pinten los que compraren los libros, conforme a lo que hallaren por mí [e]scripto de las armas. Y si de alguna familia hallaren poco [e]scripto, inmune soy de culpa, porque muchas vezes solicité, rogué e importuné particularmente a todos los cavalleros que me comunicasen lo que tenían digno de memoria de sus linages. Y aún les conminé y dixe que, quando el libro saldría de la impresión, sino se hallaren con su devisa hermoseada de virtudes, proezas y sangres limpias y antiguas, que presten paciencia, atribuyéndolo a su renuencia, pues por no comunicármelo, en sus casas se quedó»92.

Es de creer que Viciana había previsto un segundo tomo de su crónica dedicado a las trescientas principales familias de la nobleza valenciana de su tiempo, precedido de una obra de perfil distinto, a la que el burrianense otorgaba una personalidad propia, titulada Libro de la nobleza, hidalguía, armas y blasones93. Del primer propósito han llegado hasta nosotros entre 115 y 118 curricula familiares –no más allá del 40 % de la «flor y nata»– mientras que del segundo conservamos una serie de escritos que acompañaron algunas de las ediciones y que tal vez fueran todo lo que Viciana tenía que decir sobre una materia a la que había muy poco que añadir, a no ser que se pretendiera agitar todavía más aquello que, ya de por sí, era un «avispero»94. Verdad es que la incuria de algunos caballeros quedó reflejada en la edición con un «acusador» escudo en blanco, pero no es menos cierto que el tono de la obra era universalmente respetuoso –en grado sumo, incluso– y que las notas genealógicas, heráldicas y nobiliarias del historiador de Borriana nunca suelen atravesar la frontera del tópico más socorrido y ortodoxo.

Así pues, descartadas las enemistades personales, ¿cuál fue el pecado de Viciana? ¿Por qué fue tan mal recibida su obra, especialmente por los «grandes»? En mi modesta opinión, la respuesta es simple. El mero propósito de escribir sobre la materia fue motivo suficiente para que las remansadas aguas en las que apaciblemente se solazaban los caballeros valencianos se agitasen golpeadas por un vendaval. Viciana sabía perfectamente el riesgo que corría. El hecho de tener que colocar a unas familias delante y a otras después era asunto de tanta precisión y delicadeza que ni Ambroise Paré (1510-1590), el mejor cirujano de aquel tiempo, se hubiera atrevido a realizar. Tal vez debió prever la reacción de los suyos y conformarse con una crónica al uso en la que fueran apareciendo, en su tiempo y por su orden, los antepasados célebres, los apellidos gloriosos, los caballeros, los literatos, los magistrados y los oficiales. Quién sabe si pretendiendo reivindicarse a sí mismo y a su propia familia, Viciana se ganó para siempre la enemiga de los poderosos. Aunque el cronista nunca dejó de recurrir a los lugares comunes vigentes en su época95, ante la eventualidad de elegir entre «igualdad» y «jerarquía», el burrianense optó por la primera. Decisión prudente y atinada, pero aquejada de un lastre insoportable para algunos debido al«igualitarismo» en que podía desembocar:

«Muchos días estuve suspenso y sin determinación acerca de la graduación que devía dar a las familias militares porque, siendo tantas e tan illustres, falta juizio humano para calificar sus precedencias. Porque algunos me dixeron que provarían venir de sangres reales e de muy antiguos tiempos y que, por ende, devían preferir a los otros. Otros me dixeron que venían de illustres e limpias sangres, e que sus progenitores con virtud e valentía lo ganaron e que, por ende, injusto sería quitarles el primer assiento. E los modernos e nuevos cavalleros me dixeron que, pues la verdadera nobleza consiste en la propia virtud por la qual alcançaron ellos la orden de cavallería, que, por ende, les competía en primer lugar. E como yo considere los cavalleros de este reino grandes, medianos e menores, [h]idalgos e generosos, en el braço militar (digo braço, porque en esta ciudad siempre le nombran estrenuo braço militar) donde se ayuntan todos, se assientan en bancos iguales, e no [h]ay otra silla sino para el noble síndico del braço. E desde que son todos assentados e congregados, el síndico comete el primero voto a un cavallero y el segundo voto a otro, y así hasta el postrero de todos los cavalleros del ayuntamiento, no teniendo respecto en la precedencia a ninguno, sino cometiendo los votos quándo al anciano, quándo al mancebo, quándo al rico y quándo al pobre, y assí anda alternando por todos los del braço a su libre alvedrío. E también tienen igualdad en que, si todos los del ayuntamiento no concordaren en voto, no pueden concluir no cerrar en el negocio proposado, en tanto que uno que contradiga, con decir: “no me paresce se deva hazer”, sin dar otra causa o razón, porque haze la contradictión, convence a todo el braço, de manera que todos son uno y uno es todos. Por ende, como a iguales les assentaré en este libro y desta manera, que guardaré el orden de la A. B. C., conforme a los nombres de sus linages. Y por quitar más todos los debates y pretenciones, en cada una de las letras les assentaré por orden, según de quien primero tomé su historia. Y assí serán todos [e]scriptos en lista sin perjuicio alguno»96.

Ahora bien, ¿dónde estaba la raíz del problema? Si para tomar decisiones dentro del estamento militar se aplicaba a «rajatabla» (sic) el principio de unanimidad nemine discrepante97, ¿por qué esta «igualdad política de hecho» no se traducía, como en las noblezas orientales del Quinientos –la rusa y la polaco-lituana; especialmente esta última–98 en un «cuerpo nobiliario único» con miembros iguales en deberes, derechos, prestigio y preeminencias a despecho de las diferencias de patrimonio y fortuna que pudiera haber entre ellos? Entre la nobleza europea del XVI hubo una fortísima tensión entre la imagen «igualitaria» que agradaba a los miembros más humildes del escalafón y la «jerárquica» en la que se regocijaban los «grandes» de todas las «clases»99. Viciana se equivocó al calcular el resultado de esta tensión. Creyó que la norma y el derecho estaban por encima de los sentimientos, y no supo ver la reacción que podía provocar la sola mención –no ya su materialización– de un proyecto historiográfico y editorial sobre la nobleza regnícola.

Una tensión permanente: igualitarismo vs. jerarquía

La nobleza española no era el grupo social privilegiado, hermético, macizo, protegido por el rey y por las leyes, siempre a resguardo de la protesta popular y de las inclemencias de la coyuntura, exento de cualquier tipo de tributación, altivo, paternalista y explotador a que nos tienen acostumbrados los libros escolares. La nobleza peninsular –también la valenciana100– había sido, y continuó siendo durante buena parte del siglo XVI, un cuerpo aquejado de muy diferentes enfermedades, especialmente dos gravísimas: la pérdida del patrimonio y la extinción del linaje. Sobre la segunda dolencia era poco cuanto cabía hacer, dadas las inclinaciones endogámicas, violentas y guerreras de los nobles. Ahora bien, para conjurar la primera –o, al menos, para intentarlo– la corona tuvo que ponerse manos a la obra y aprobar una exhaustiva legislación ad hoc sobre los mayorazgos en Castilla, las llamadas Leyes de Toro de 1505, mientras en Valencia hacía la «vista gorda» cuando los nobles y los no tan nobles desplegaron estrategias vinculadoras que, a la postre, demostraron ser casi tan eficaces como en Castilla101, porque la corona, llegada la «hora de la verdad» –y esta llegó el año 1609– se puso al lado de sus aristócratas y magnates.

En suma, nobleza era un paraguas terminológico muy general dentro del cual podían encajar circunstancias muy distintas102. Las más aireadas eran la parafernalia de signos externos que servía para codificar la precisa condición de los linajes y, dentro de ellos, de los individuos: armas, escudos, timbres, blasones, casa solariega, apellidos, sobrenombres, etc.103 A continuación, estarían los «títulos de nobleza». Tres factores acentuaban o atenuaban la «densidad honorífica» de los mismos: la estirpe real o principesca del fundador del linaje, la antigüedad de la investidura y la acumulación de títulos y honores104. Unos «títulos» eran formales, pues derivaban de un privilegio real registrado y sellado: duque, marqués, conde, vizconde, etc. Otros no lo eran tanto, pues reflejaban, más bien, el tipo de jurisdicción que se ejercía o la propiedad de una determinada población, tierra, aldea o alquería: barón, señor de, etc.105 El carácter no completamente firme e, incluso, controvertible del título o del tratamiento de «señor» solía quedar con frecuencia reflejado en la documentación. De alguien que se intitulaba «señor de…», los escribanos solían apostillar: «… cuyo dice ser el lugar de…» o «que dice ser o se intitula señor de…». Y ya, por último, había entre los nobles diferencias de fortuna y de patrimonio: algunos eran tan pobres que apenas se diferenciaban de simples labriegos –como los armalistae húngaros o los hobereaux franceses106– salvo por un desgastado escudo de piedra en el que nadie reparaba ya; otros eran tan ricos y poderosos que, a su lado, algunos soberanos podrían palidecer de envidia. En el reino de Valencia había muy pocos de una y otra clase: la figura del hidalgo pobre era característica de la cordillera cantábrica y de Castilla la Vieja, mientras que la gran aristocracia principesca era, más bien, típica de las grandes llanuras de la Europa oriental: de Lituania y de Rusia, sobre todo107. Desde luego, no conocía mal Viciana la «sociología»y la «mentalidad» nobiliaria de su época:

«En este reino de Valencia [h]ay señores y varones que biven con sus estados, y otros cavalleros con rentas de censales, y otros donzeles y generosos con ricos heredamientos y labranças. En Roma, los nobles romanos reputan la agricultura y ganados por muy digno exercicio, por ser honesto, antiguo y muy necesario, y aborrescen por muy vil la mercadería, tanto que, en Nápoles, antes perescerán de hambre que den su hija por muger a un mercader rico. En Alemania biven de señoríos, de tierras y vasallos. En Francia, en castillos y tierras propias, y no curan de bivir en ciudades y aborrescen la mercadería. En Bretaña et Inglaterra eligen por mejor la vida de la aldea y rústica, y tratar de vender la lana de sus ganados. En Grecia todos sirven al rey. En Egipto y Siria, los nobles mandan y son señores; todos los sirven y obedescen. Solamente queda Venecia y Génova, que tratan de mercadería»108.

Estas diferencias –y algunas otras más– constituían la «semilla de la discordia» en el seno de la solidaridad, de la concordia y del espíritu de cuerpo que asimismo debía reinar entre los nobles, porque, por paradójico que pueda parecer, la emulación y la afinidad habían sido tradicionalmente los vectores indisolubles de la ética nobiliaria. A la hora de estudiar el común fundamento de la nobleza podemos incurrir con cierta facilidad en una especie de espiral falaz, ya que siempre hallaremos autores y textos que asignaron el papel cimentador a alguno de estos tres elementos de la identidad nobiliaria: la hidalguía, la nobleza o la caballería. No quisiera extenderme en exceso sobre la cuestión, máxime cuando hay tantos, tan excelentes y tan recientes estudios sobre la materia109. Debo señalar, no obstante, que nuestro Viciana, en esto, como en tantos otros extremos de su obra, pretendió «nadar y guardar la ropa», de modo que, según el texto o fragmento que escojamos detectaremos, dentro de una línea de pensamiento bastante tópica, un mayor énfasis en la «raza» y el linaje110, en la virtud y el mérito111, o en las armas y las batallas112.

Hijo de una etapa muy concreta de un siglo que no alcanzó a ver finalizado, Martí de Viciana no se sintió interpelado por fenómenos algo tardíos como el debate sobre la hidalguía –es decir la nobleza de «sangre y solar conocido»– o la «inflación de honores», de modo que, más bien, insistió, y hasta porfió, en el linaje y en el ejercicio de las armas como clave de la nobilitas. La virtud o el mérito podían procurar distinción, recompensas y privilegios, pero la verdadera nobleza no podía ser, como el buen vino, sino producto de una «buena crianza», es decir, de una decantación generacional. No en vano el hidalgo, la versión más genuina y redonda de la nobleza, mucho más que a la figura del «padre» –el fundador del linaje– representa a la del «hijo»: el hijodalgo. Dice así el cronista:

«Hidalguía viene a los hombres por linaje; por ende, los que la heredan no la dañen ni mengüen, porque heredan lo que muchos dessean començar. Y no deve hidalgo abatirse a casar con villana, ni hazer cosas baxas, ni de menos valer. Hidalgo propiamente se llama el que desciende de padre, agüelo y bisagüelo, que es quarto grado, de limpia sangre, de nobles y ricos padres. Noble es hijo de padre y madre hidalgos, y la hidalguía será tanto más crecida cuanto fuere de antig[u]o linaje. Cavalleros se han de escoger de buen linaje y padres, hasta en quarto grado de hombres de bien. Assí que, en España, primero hubo hidalgos que cavalleros. En Castilla llaman hijosdalgo, en Aragón, infançones y en Valencia, donzeles, pero todos son de un mismo quilate porque en todos dezimos que son de solar conoscido, y que tienen devisa, y que proceden de los que con los reyes conquistaron y recobraron España de poder de los agarenos, a los quales los reyes heredaron de castillos, tierra y heredamientos …»113. «Hijodalgo o noble no puede renunciar el derecho de hidalguía o nobleza en perjuizio de sus hijos y nietos, ni de su misma nobleza, por pechar, porque más vale la virtud y potencia de la expressa nobleza, que el consentir ser pechero»114. «Los hidalgos y nobles de sangre antigua que heredaron sangre noble y armas, pueden traher armas y no han de sufrir ni permitir que traiga sus armas otro del reino… Los bastardos han de traher las armas con alguna diferencia de los legítimos. Los vasallos assienten sus armas debaxo de las de sus señores por mostrar subgección y reverencia … El que de nuevo toma armas, por ser el que levanta su linage, advierta las armas de sus deudos, o el nombre de su naturalesa, o su apellido, o a su principio, porque las armas han de venir por algún respecto»115. «En España, quando alguno, por haver enriquescido o fortuna prosperarle, se quería armas caballero, supplicava al rey que le diesse privilegio…»116.

Retengamos lo mollar de estas premisas. Hidalguía es el nombre que recibe en España el honor o la dignidad militar que se transmite a través de la sangre. No entra Viciana –como dos siglos después hará Madramany– en simulaciones comparativas con la llamada Pragmática o Ley de Córdoba (30-V-1492)117, ni distingue cómo resolver situaciones relativamente comunes en Castilla, como el amparo de posesión o el juicio petitorio. Muy diáfanamente sanciona que hidalgo es aquel que prueba ser, como poco, bisnieto de hidalgo por alguna de las dos ramas, paterna o materna, de la familia. Si la condición hidalga fuera notoria en ambas ramas de la familia, la cuarta generación o «grado» recibiría el tratamiento de noble. Aunque uno de los grandes privilegios –a la par que elemento de prueba– de la hidalguía fuera la exención de pechos, cargas impositivas y arbitrios, puesto que la renuncia al propio derecho por parte de los individuos no dejaba ninguna huella sobre el linaje, ni lo perturba o lo mancha, la satisfacción de impuestos por algún antepasado no aniquilaba el fuero ni la condición hidalga de sus descendientes118. Según Viciana, en el reino de Valencia, debía distinguirse entre el donzell –es decir, hidalgo propiamente dicho– el noble y el cavaller. Solo el rey armaba caballeros119. Su decisión podía favorecer a un hidalgo o a un noble, pero también a un plebeyo. Así pues, la caballería podía ser –y era, según nuestro cronista– una de las dos vías de promoción social y ennoblecimiento120, es decir, de establecimiento de futuros linajes hidalgos. La graduación era absolutamente clara: el cavaller recibe su investidura del monarca y, si no lo fuera ya, puede ser fundador de un nuevo linaje de hidalgos; el donzell es un hidalgo de linaje militar por dos de sus costados; el noble, por último, es hidalgo por los cuatro costados y se halla, por tanto, en la cúspide de la jerarquía militar.

Entre lo jurídico y lo social: las cortesías como evidencia y como indicio

Ocasión tendremos de comprobar que esta clasificación nobiliaria, sencilla y de retórica igualitaria, era algo más compleja de lo que en principio pudiera parecer. Si dejamos de lado la cuestión de la hidalguía –peliaguda, como más adelante analizaremos– la línea divisoria fundamental dentro del estamento militar valenciano era la que separaba a los nobles propiamente dichos y a los caballeros o cavallers121. En principio, ambas figuras podían ser titulares de señoríos y herederos-titulares de cualquier tipo de vínculo122. Sin embargo, solo los nobles se hallaban en la disposición óptima para ser promocionados a la condición de titulados123