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Mariano José de Larra

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Beschreibung

Titulos como "Vuelva usted mañana", "La diligencia", "El castellano viejo" o "El casarse pronto y mal" mostraron la aguda percepcion critica de su autor con su pais y su tiempo. Parte de la España decimononica vista bajo la pluma acerva de Larra, un maestro de la diatriba mordaz, que no queria permanecer ajeno a los problemas y costumbres de su entorno.

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MARIANO JOSE DE

LARRA

ARTICULOS DE COSTUMBRES

Los calaveras.

Artículo primero

Es cosa que daría que hacer a los etimolo-gistas y a los anatómicos de lenguas el averiguar el origen de la voz calavera en su acepción figurada, puesto que la propia no puede tener otro sentido que la designación del crá-

neo de un muerto, ya vacío y descarnado. Yo no recuerdo haber visto empleada esta voz, como sustantivo masculino, en ninguno de nuestros autores antiguos, y esto prueba que esta acepción picaresca es de uso moderno.

La especie, sin embargo, de seres a que se aplica ha sido de todos los tiempos. El famoso Alcibíades era el calavera más perfecto de Atenas; el célebre filósofo que arrojó sus tesoros al mar, no hizo en eso más que una calaverada, a mi entender, de muy mal gusto; César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera pasado en el día por un excelente calavera; Marco Antonio echando a Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del Imperio, no podía ser más que un calavera; en una palabra, la suerte de más de un pueblo se ha decidido a veces por una simple calaverada. Si la historia, en vez de escribirse como un índice de los crímenes de los reyes y una crónica de unas cuantas familias, se es-cribiera con esta especie de filosofía, como un cuadro de costumbres privadas, se vería pro-bada aquella verdad; y muchos de los importantes trastornos que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy verosímil y sencilla explicación en las calaveradas.

Dejando aparte la antigüedad (por más mérito que les añada, puesto que hay muchas gentes que no tienen otro), y volviendo a la etimología de la voz, confieso que no encuentro qué relación puede existir entre un calavera y una calavera. ¡Cuánto exceso de vida no supone el primero! ¡Cuánta ausencia de ella no supone la segunda! Si se quiere decir que hay un punto de similitud entre el vacío del uno y de la otra, no tardaremos en de-mostrar que es un error. Aun concediendo que las cabezas se dividan en vacías y en llenas, y que la ausencia del talento y del juicio se refiera a la primera clase, espero que por mi artículo se convencerá cualquiera de que para pocas cosas se necesita más talento y buen juicio que para ser calavera.

Por tanto, el haber querido dar un aire de apodo y de vilipendio a los calaveras es una injusticia de la lengua y de los hombres que acertaron a darle los primeros ese giro mali-cioso: yo por mí rehúso esa voz; confieso que quisiera darle una nobleza, un sentido favo-rable, un carácter de dignidad que desgraciadamente no tiene, y así sólo la usaré porque no teniendo otra a mano, y encontrando ésa establecida, aquellos mismos cuya causa de-fiendo se harán cargo de lo difícil que me se-ría darme a entender valiéndome para desig-narlos de una palabra nueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reconociéndolos seguramente el público tampoco, vendría a ser inútil la descripción que de ellos voy a hacer.

Todos tenemos algo de calaveras más o menos. ¿Quién no hace locuras y disparates alguna vez en su vida?¿Quién no ha hecho versos, quién no ha creído en alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día por ella, quién no ha prestado dinero, quién no lo ha debido, quién no ha abandonado alguna cosa que le importase por otra que le gustase? ¿Quién no se casa, en fin?... Todos lo somos; pero así corno no se llama locos sino a aquellos cuya locura no está en armonía con la de los más, así sólo se llama calaveras a aquellos cuya serie de acciones conti-nuadas son diferentes de las que los otros tuvieran en iguales casos.

El calavera se divide y subdivide hasta lo infinito, y es difícil encontrar en la naturaleza una especie que presente al observador mayor número de castas distintas; tienen todas, empero, un tipo común de donde parten, y en rigor sólo dos son las calidades esenciales que determinan su ser, y que las reúnen en una sola especie; en ellas se reconoce al calavera, de cualquier casta que sea.

1.º El calavera debe tener por base de su ser lo que se llama talento natural por unos; despejo por otros; viveza por los más; en-tiéndase esto bien: talento natural, es decir, no cultivado. Esto se explica: toda clase de estudio profundo, o de extensa instrucción, sería lastre demasiado pesado que se opon-dría a esa ligereza, que es una de sus más amables cualidades.

2.º El calavera debe tener lo que se llama en el mundo poca aprensión. No se interprete esto tampoco en mal sentido. Todo lo contrario. Esta poca aprensión es aquella indiferencia filosófica con que considera el qué dirán el que no hace más que cosas naturales, el que no hace cosas vergonzosas. Se reduce a arrostrar en todas nuestras acciones la publi-cidad, a vivir ante los otros, más para ellos que para uno mismo. El calavera es un hombre público cuyos actos todos pasan por el tamiz de la opinión, saliendo de él más depu-rados. Es un espectáculo cuyo telón está siempre descorrido; quítenselo los espectadores, y adiós teatro. Sabido es que con mucha aprensión no hay teatro.

El talento natural, pues, y la poca aprensión son las dos cualidades distintivas de la especie: sin ellas no se da calavera. Un tonto, un timorato del qué dirán, no lo serán jamás.

Sería tiempo perdido.

El calavera se divide en silvestre y doméstico.

El calavera silvestre es hombre de la plebe, sin educación ninguna y sin modales; es el capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; su conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro en otro, escu-pe por el colmillo; convida siempre y nadie paga donde está él; es chulo nato; dos cosas son indispensables a su existencia: la querida, que es manola, condición sine qua non, y la navaja, que es grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: o empaqueta el cigarro, o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala el chapeo, o se aprieta la faja, o vibra el garrote: siempre está haciendo algo. Se le conoce a larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al jabalí. ¡Ay del que mire a su Dulcinea! ¡Hay del que la tropiece! Si es hombre de levita, sobre todo, si es señorito delicado, más le valiera no haber nacido. Con esa especie está a matar, y la mayor parte de sus calaveradas recaen sobre ella; se perece por asustar a uno, por desplumar a otro. El calavera silvestre es el gato del lechuguino, así es que éste le ve con terror; de quimera en quimera, de qué se me da a mí en qué se me da a mí, pa-ra en la cárcel; a veces en presidio; pero esto último es raro; se diferencia esencialmente del ladrón en su condición generosa: da y no recibe; puede ser homicida, nunca asesino.

Este calavera es esencialmente español.

El calavera doméstico admite diferentes grados de civilización, y su cuna, su edad, su profesión, su dinero le subdividen después en diversas castas. Las principales son las siguientes:

El calavera-lampiño tiene catorce o quince años, lo más diez y ocho. Sus padres no pu-dieron nunca hacer carrera con él: le metie-ron en el colegio para quitársele de encima y hubieron de sacarle porque no dejaba allí co-sa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos devoraban los libros para en-tenderlos, él los despedazaba para hacer boli-tas de papel, las cuales arrojaba disimulada-mente y con singular tino a las narices del maestro. A pesar de eso, el día de examen, el talento profundo y tímido se cortaba, y nuestro audaz muchacho repetía con osadía las cuatro voces tercas que había recogido aquí y allí y se llevaba el premio. Su carácter resuelto ejercía predominio sobre la multitud, y ca-pitaneaba por lo regular las pandillas y los partidos. Despreciador de los bienes munda-nos, su sombrero, que le servía de blanco o de pelota, se distinguía de los demás sombreros como él de los demás jóvenes.

En carnaval era el que ponía las mazas a todo el mundo, y aun las manos encima si tenían la torpeza de enfadarse; sí era descu-bierto hacía pasar a otro por el culpable, o sufría en el último caso la pena con valor y riéndose todavía del feliz éxito de su travesura. Es decir, que el calavera, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza a descubrir desde su más tierna edad el ger-men que encierra. El número de sus hazañas era infinito. Un maestro había perdido unos anteojos, que se habían encontrado en su faltriquera; el rapé de otro había pasado al cho-colate de sus compañeros, o a las narices de los gatos, que recorrían bufando los corredo-res con gran risa de los más juiciosos; la pe-luca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable per-turbación de un problema que estaba por resolver. Aquel día no se despejó más incógnita que la calva del buen señor.

Fuera ya del colegio, se trató de sujetarle en casa y se le puso bajo llave, pero a la ma-

ñana siguiente se encontraron colgadas las sábanas de la ventana; el pájaro había vola-do, y como sus padres se convencieron de que no había forma de contenerle, convinie-ron en que era preciso dejarle. De aquí fecha la libertad del lampiño. Es el más pesado, el más incómodo; careciendo todavía de barba y de reputación, necesita hacer dobles esfuerzos para llamar la pública atención; privado él de los medios, le es forzoso afectarlos. Es risa oírle hablar de las mujeres como un hombre ya maduro; sacar el reloj corno si tuviera que hacer; contar todas sus acciones del día como si pudieran importarle a alguien, pero con despejo, con soltura, con aire cansado y corrido.

Por la mañana madrugó porque tenía una cita; a las diez se vino a encargar el billete para la ópera, porque hoy daría cien onzas por un billete; no puede faltar. ¡Estas mujeres le hacen a uno hacer tantos disparates! A media mañana se fue al billar; aunque hijo de familia no come nunca en casa; entra en el café metiendo mucho ruido, su duro es el que más suena; sus bienes se reducen a algunas monedas que debe de vez en cuando a la ge-nerosidad de su mamá o de su hermana, pero las luce sobremanera. El billar es su elemento; los intervalos que le deja libres el juego suéleselos ocupar cierta clase de mujeres, únicas que pueden hacerle cara todavía, y en cuyo trato toma sus peregrinos conocimientos acerca del corazón femenino. A veces el calavera-lampiño se finge malo para darse importancia; y si puede estarlo de veras, mejor; entonces está de enhorabuena. Empieza asi-mismo a fumar, es más cigarro que hombre, jura y perjura y habla detestablemente; su boca es una sentina, si bien tal vez con chiste. Va por la calle deseando que alguien le tropiece, y cuando no lo hace nadie, tropieza él a alguno; su honor entonces está compro-metido, y hay de fijo un desafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en aquel mismo punto empieza a tomar importancia, y entrando en otra casta, como la oruga que se torna mariposa, deja de ser calavera-lampiño. Sus padres, que ven por fin decididamente que no hay forma de hacerle abogado, le hacen meri-torio; pero como no asiste a la oficina, como bosqueja en ella las caricaturas de los jefes, porque tiene el instinto del dibujo, se muda de bisiesto y se trata de hacerlo militar; en cuanto está declarado irremisiblemente mala cabeza se le busca una charretera, y si se encuentra, ya es un hombre hecho.

Aquí empieza el calavera-temerón, que es el gran calavera. Pero nuestro artículo ha crecido debajo de la pluma más de lo que hubié-

ramos querido, y de aquello que para un pe-riódico convendría ¡tan fecunda es la materia!

Por tanto nuestros lectores nos concederán algún ligero descanso, y remitirán al número siguiente su curiosidad, si alguna tienen.

Revista Mensajero, 2 de junio de 1835.

Los

calaveras.

Artículo segundo

y conclusión

Quedábamos al fin de nuestro artículo anterior en el calavera-temerón. Éste se divide en paisano y militar; si el influjo no fue bastante para lograr su charretera (porque alguna vez ocurre que las charreteras se dan por influjo), entonces es paisano, pero no existe entre uno y otro más que la diferencia del uniforme. Verdad es que es muy esencial, y más importante de lo que parece. Es decir, que el paisano necesita hacer dobles esfuerzos para darse a conocer; es una casa pública sin muestra; es preciso saber que existe para entrar en ella. Pero por un contraste singular el calavera-temerón, una vez militar, afecta no llevar el uniforme, viste de paisano, salvo el bigote; sin embargo, si se examina el mo-do suelto que tiene de llevar el frac o la levita, se puede decir que hasta este traje es uniforme en él. Falta la plata y el oro, pero queda el despejo y la marcialidad, y eso se tras-luce siempre; no hay paño bastante negro ni tupido que le ahogue.

El calavera-temerón tiene indispensablemente, o ha tenido alguna temporada, una cerbatana, en la cual adquiere singular tino.

Colocado en alguna tienda de la calle de la Montera, se parapeta detrás de dos o tres amigos, que fingen discurrir seriamente.

-Aquel viejo que viene allí. ¡Mírale que serio viene!

-Sí; al de la casaca verde, ¡va bueno!

-Dejad, dejad. ¡Pum! en el sombrero. Seguid hablando y no miréis.

Efectivamente, el sombrero del buen hombre produjo un sonido seco; el acometido se para, se quita el sombrero, lo examina.

-¡Ahora! -dice la turba.

-¡Pum! otra en la calva.

El viejo da un salto y echa una mano a la calva; mira a todas partes... nada.

-¡Está bueno! -dice por fin, poniéndose el sombrero-. Algún pillastre... bien podía irse a divertir...

-¡Pobre señor! -dice entonces el calavera, acercándosele-. ¿Le han dado a usted? Es una desvergüenza... pero ¿le han hecho a usted mal?...

-No, señor, felizmente.

-¿Quiere usted algo?

-Tantas gracias.

Después de haber dado gracias, el hombre se va alejando, volviendo poco a poco la cabeza a ver si descubría...pero entonces el calavera le asesta su último tiro, que acierta a darle en medio de las narices, y el hombre derrotado aprieta el paso, sin tratar ya de averiguar de dónde procede el fuego; ya no piensa más que en alejarse. Suéltase entonces la carcajada en el corrillo, y empiezan los comentarios sobre el viejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre el frac verde. Nada causa más risa que la extrañeza y el enfado del pobre; sin embargo, nada más natural.

El calavera-temerón escoge a veces para su centro de operaciones la parte interior de una persiana; este medio permite más abandono en la risa de los amigos, y es el más oculto; el calavera fino le desdeña por poco expuesto.

A veces se dispara la cerbatana en guerri-lla; entonces se escoge por blanco el farolillo de un escarolero, el fanal de un confitero, las botellas de una tienda; objetos todos en que produce el barro cocido un sonido sonoro y argentino.¡Pim! las ansias mortales, las agonías y los votos del gallego y del fabricante de merengues son el alimento del calavera.

Otras veces el calavera se coloca en el con fin de la acera y fingiendo buscar el número de una casa, ve venir a uno, y andando con la cabeza alta, arriba, abajo, a un lado, a otro, sortea todos los movimientos del transeúnte, cerrándole por todas partes el paso a su camino. Cuando quiere poner término a la escena, finge tropezar con él y le da un pisotón; el otro entonces le dice: perdone usted; y el calavera se incorpora con su gente.

A los pocos pasos se va con los brazos abiertos a un hombre muy formal, y ahogándole entre ellos:

-Pepe -exclama-, ¿cuándo has vuelto? ¡Sí, tú eres!. -Y lo mira.

-El hombre, todo aturdido, duda si es un conocimiento antiguo... y tartamudea... Fingiendo entonces la mayor sorpresa:

- ¡Ah! usted perdone -dice retirándose el calavera-, creí que era usted amigo mío...

-No hay de qué.

-Usted perdone. ¡Qué diantre! No he visto cosa más parecida.

Si se retira a la una o las dos de su tertulia, y pasa por una botica, llama; el mancebo, medio dormido, se asoma a la ventanilla.

-¿Quién es?

-Dígame usted -pregunta el calavera-,

¿tendría usted espolines?

Cualquiera puede figurarse la respuesta; feliz el mancebo, si en vez de hacerle esa sencilla pregunta, no le ocurre al calavera asirle de las narices al través de la rejilla, di-ciéndole:

-Retírese usted; la. noche está muy fresca y puede usted atrapar un constipado.

Otra noche llama a deshoras a una puerta.

-¿Quién? -pregunta de allí a un rato un hombre que sale al balcón medio desnudo.

-Nada -contesta-; soy yo, a quien no conoce; no quería irme a mi casa sin darle a usted las buenas noches.

-¡Bribón! ¡Insolente! Si bajo...

-A ver cómo baja usted; baje usted: usted perdería más; figúrese usted dónde estaré yo cuando usted llegue a la calle. Conque buenas noches; sosiéguese usted, y que usted descanse.

Claro está que el calavera necesita espectadores para todas estas escenas; los placeres sólo lo son en cuanto pueden comunicar-se; por tanto el calavera cría a su alrededor constantemente una pequeña corte de apren-dices, o de meros curiosos, que no teniendo valor o gracia bastante para serlo ellos mismos, se contentan con el papel de cómplices y partícipes; éstos le miran con envidia, y son las trompetas de su fama.

El calavera-langosta se forma del anterior, y tiene el aire más decidido, el sombrero más ladeado, la corbata más negligé; sus hazañas son más serias; éste es aquel que se reúne en pandillas; semejante a la langosta, de que toma nombre, tala el campo donde cae; pero, como ella, no es de todos los años, tiene temporadas, y como en el día no es de lo más en boga, pasaremos muy rápidamente sobre él. Concurre a los bailes llamados de candil, donde entra sin que nadie le presente, y donde su sola presencia difunde el terror; arma camorra, apaga las luces, y se escurre antes de la llegada de la policía, y después de haber dado unos cuantos palos a derecha e izquierda; en las máscaras suele mover también su zipizape; en viendo una figura antipática, di-ce: aquel hombre me carga; se va para él, y le aplica un bofetón; de diez hombres que reciban bofetón, los nueve se quedan tranquilamente con él, pero si alguno quiere devol-verle, hay desafío; la suerte decide entonces, porque el calavera es valiente; éste es el difí-

cil de mirar; tiene un duelo hoy con uno que le miró de frente, mañana con uno que le mi-ró de soslayo, y al día siguiente lo tendrá con otro que no le mire; éste es el que suele ir a las casas públicas con ánimo de no pagar; éste es el que talla y apunta con furor; es jugador, griego nato, y gran billarista además.

En una palabra, éste es el venenoso, el calavera-plaga; los demás divierten; éste mata.

Dos líneas más allá de éste está otra casta que nosotros rehusaremos desde luego; el calavera-tramposo, o trapalón, el que hace deudas, el parásito, el que comete a veces picardías, el que empresta para no devolver, el que vive a costa de todo el mundo, etc., etcétera; pero éstos no son verdaderamente calaveras; son indignos de este nombre; ésos son los que desacreditan el oficio, y por ellos pierden los demás. No los reconocemos.

Sólo tres clases hemos conocido más detestables que ésta; la primera es común en el día, y como al describirla habríamos de ro-zarnos con materias muy delicadas, y para nosotros respetables, no haremos más que indicarla. Queremos hablar del calavera-cura.

Vuelvo a pedir perdón; pero ¿quién no conoce en el día algún sacerdote de esos que queriendo pasar por hombres despreocupados, y limpiarse de la fama de carlistas, dan en el extremo opuesto; de esos que para exagerar su liberalismo y su ilustración empiezan por llorar su ministerio; a quienes se ve siempre alrededor del tapete y de las bellas en bailes y en teatros, y en todo paraje profano, vestidos siempre y hablando mundanamente; que hacen alarde de...? Pero nuestros lectores nos comprenden. Este calavera es detestable, porque el cura liberal y despreocupado debe ser el más timorato de Dios, y el mejor mori-gerado. No creer en Dios y decirse su ministro, o creer en él y faltarle descaradamente, son la hipocresía o el crimen más hediondos.

Vale más ser cura carlista de buena fe.

La segunda de esas aborrecibles castas es el viejo calavera, planta como la caña, hueca y árida con hojas verdes. No necesitamos describirla, ni dar las razones de nuestro fallo. Recuerde el lector esos viejos que conocerá, un decrépito que persigue a las bellas, y se roza entre ellas como se arrastra un caracol entre las flores, llenándolas de baba; un viejo sin orden, sin casa, sin método... el joven, al fin, tiene delante de sí tiempo para la enmienda y disculpa en la sangre ardiente que corre por sus venas; el viejo calavera es la torre antigua y cuarteada que amenaza sepultar en su ruina la planta inocente que nace a sus pies; sin embargo, éste es el único a quien cuadraría el nombre de calavera.

La tercera, en fin, es la mujer-calavera. La mujer con poca aprensión, y que prescinde del primer mérito de su sexo, de ese miedo a todo, que tanto la hermosea, cesa de ser mujer para ser hombre; es la confusión de los sexos, el único hermafrodita de la naturaleza;

¿qué deja para nosotros? La mujer, reprimiendo sus pasiones, puede ser desgraciada, pero no le es lícito ser calavera. Cuanto es interesante la primera, tanto es despreciable la segunda.

Después del calavera-temerón hablaremos del seudo calavera. Éste es aquel que sin gracia, sin ingenio, sin viveza y sin valor verdadero, se esfuerza para pasar por calavera; es género bastardo, y pudiérasele llamar por lo pesado y lo enfadoso el calavera mosca. Rienn'est beau que le vrai, ha dicho Boileau, y en esta sentencia se encierra toda la crítica de esa apócrifa casta.

Dejando por fin a un lado otras varias, cuyas diferencias estriban principalmente en matices y en medias tintas, pero que en realidad se refieren a las castas madres de que hemos hablado, concluiremos nuestro cuadro en un ligero bosquejo de la más delicada y exquisita, es decir, del calavera de buen tono.

Él calavera de buen tono es el tipo de la civilización, el emblema del siglo XIX. Perte-neciendo a la primera clase de la sociedad, o debiendo a su mérito y a su carácter la introducción en ella, ha recibido una educación esmerada; dibuja con primor y toca un instrumento; filarmónico nato, dirige el aplauso en la ópera, y le dirige siempre a la más graciosa o a la más sentimental; más de una mala cantatriz le es deudora de su boga; se ríe de los actores españoles y acaudilla las silbas contra el verso; sus carcajadas se oyen en el teatro a larga distancia; por el sonido se le encuentra; reside en la luneta al principio del espectáculo, donde entra tarde en el paso más crítico y del cual se va temprano; reconoce los palcos, donde habla muy alto, y rara noche se olvida de aparecer un momento por la tertulia a asestar su doble anteojo a la banda opuesta. Maneja bien las armas y se bate a menudo, semejante en eso al temerón, pero siempre con fortuna y a primera sangre; sus duelos rematan en almuerzo, y son siempre por poca cosa. Monta a caballo y atropella con gracia a la gente de a pie; habla el francés, el inglés y el italiano; saluda en una lengua, contesta en otra, cita en las tres; sabe casi de memoria a Paul de Kock, ha leído a Walter Scott, a D'Arlincourt, a Cooper, no ignora a Voltaire, cita a Pigault-Lebrun, mienta a Ariosto y habla con desenfado de los poetas y del teatro. Baila bien y baila siempre. Cuenta anécdotas picantes, le suceden cosas raras, habla de prisa y tiene salidas. Todo el mundo sabe lo que es tener salidas. Las suyas se cuentan por todas partes; siempre son originales; en los casos en que él se ha visto, sólo él hubiera hecho, hubiera respondido aquello. Cuando ha dicho una gracia tiene el singular tino de marcharse inmediatamente; esto prueba gran conocimiento; la última impresión es la mejor de esta suerte, y todos pueden quedar riendo y diciendo además ,de él: ¡Qué cabeza! ¡Es mucho Fulano!

No tiene formalidad, ni vuelve visitas, ni cumple palabras; pero de él es de quien se dice: ¡Cosas de Fulano! y el hombre que llega a tener cosas es libre, es independiente. Nié-

guesenos, pues, ahora que se necesita talento y buen juicio para ser calavera. Cuando otro falta a una mujer, cuando otro es insolente, él es sólo atrevido, amable; las bellas que se enfadarían con otro, se contentan con decirle a él: ¡No sea usted loco! ¡Qué calavera!

¿Cuándo ha de sentar usted la cabeza?

Cuando se concede que un hombre está loco, ¿cómo es posible enfadarse con él? Se-ría preciso ser más loca todavía.

Dichoso aquel a quien llaman las mujeres calavera, porque el bello sexo gusta sobremanera de toda especie de fama; es preciso conocerle, fijarle, probar a sentarle, es una obra de caridad. El calaverade buen tono es, pues, el adorno primero del siglo, el que anima un círculo, el cupido de las damas, l'en-fant gâté de la sociedad y de las hermosas.

Es el único que ve el mundo y sus cosas en su verdadero punto de vista; desprecia el dinero, le juega, le pierde, le debe, pero siempre noblemente y en gran cantidad; trata, frecuenta, quiere a alguna bailarina o a alguna operista; pero amores volanderos. Mariposa ligera, vuela de flor en flor. Tiene al-gún amor sentimental y no está nunca sin intrigas, pero intrigas de peligro y consecuencias; es el terror de los padres y de los maridos. Sabe que, semejante a la moneda, sólo toma su valor de su curso y circulación, y por consiguiente no se adhiere a una mujer sino el tiempo necesario para que se sepa. Una vez satisfecha la vanidad, ¿qué podría hacer de ella? El estancarse sería perecer; se creería falta de recursos o de mérito su constan-cia. Cuando su boga decae, la reanima con algún escándalo ligero; un escándalo es para la fama y la fortuna del calavera un leño seco en la lumbre; una hermosa ligeramente com-prometida, un marido batido en duelo son sus despachos y su pasaporte; todas le obsequian, le pretenden, se le disputan. Una mujer arruinada por él es un mérito contraído para con las demás. El hombre no calavera, el hombre de talento y juicio se enamora, y por consiguiente es víctima de las mujeres; por el contrario las mujeres son las víctimas del calavera. Dígasenos ahora si el hombre de talento y juicio no es un necio a su lado.

El fin de éste es la edad misma; una posición social nueva, un empleo distinguido, una boda ventajosa, ponen término honroso a sus inocentes travesuras. Semejante entonces al sol en su ocaso, se retira majestuosamente, dejando, si se casa, su puesto a otros, que vengan en él a la sociedad ofendida, y cobran en el nuevo marido, a veces con crecidos intereses, las letras que él contra sus anteceso-res girara.

Sólo una observación general haremos antes de concluir nuestro artículo acerca de lo que se llama en el mundo vulgarmente calaveradas. Nos parece que éstas se juzgan siempre por los resultados; por consiguiente a veces una línea imperceptible divide única-mente al calavera del genio, y la suerte capri-chosa los separa o los confunde en una para siempre. Supóngase que Cristóbal Colón perece víctima del furor de su gente antes de encontrar el nuevo mundo, y que Napoleón es fusilado de vuelta de Egipto, como acaso merecía; la intentona de aquél y la insubordinación de éste hubieran pasado por dos calaveradas, y ellos no hubieran sido más que dos calaveras. Por el contrario, en el día están sentados en el gran libro como dos grandeshombres, dos genios.

Tal es el modo de juzgar de los hombres; sin embargo, eso se aprecia, eso sirve muchas veces de regla. ¿Y porqué?... Porque tal es la opinión pública.

Revista Mensajero, 30 mayo 1835.

El castellano vie-

jo

11 de diciembre de 1832

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya suc [...]