La política, interés principal
que absorbe y llena en el día todo espacio que a la pública
curiosidad ofrecen en sus columnas los periódicos, nos ha impedido
hasta ahora señalar en el nuestro a la literatura el lugar que de
derecho le corresponde. Pero no hemos olvidado que la literatura es
la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización
de un pueblo, ni somos de aquellos que piensan con los extranjeros
que, al concluir nuestro Siglo de Oro, expiró en España la afición
a las bellas letras. Sí pensamos que, aun en la época de su apogeo,
nuestra literatura había tenido un carácter particular, el cual o
había de variar con la marcha de los tiempos o había de ser su
propia muerte, si no quería transigir con las innovaciones y el
espíritu filosófico que comenzaba a despuntar en el horizonte de la
Europa. Impregnada del orientalismo que nos habían comunicado los
árabes, influida por la metafísica religiosa, puédese asegurar que
había sido más brillante que sólida, más poética que positiva. A
esta sazón, y cuando nuestros ingenios no hacían ni podían hacer
otra cosa que girar de continuo dentro de un mismo estrecho
círculo, antes que se hubiese acabado de formar y fijar la lengua,
una causa religiosa en su principio, y política en sus
consecuencias, apareció en el mundo; y esa misma causa, que dio el
impulso investigador a otros pueblos, reprimida y perseguida en
España, fijó entre nosotros el nec plus ultra que había de
volvernos estacionarios. La Reforma abrió un nuevo campo a los
pueblos de Alemania y de Inglaterra, que la abrazaron ansiosos; y
si en Francia no triunfó, tuvo el influjo bastante para templar y
equilibrar el ciego impulso del fanatismo. Los que se atrevieron a
luchar con ella abiertamente no osaron en cambio dejar toda su
fuerza a la reacción religiosa, temerosos sin duda de que la falta
de contemplación forzase a los pueblos, avizorados ya con el
ejemplo, a lanzarse en la nueva senda que delante de sí veían
abierta. De aquí la tolerancia que fue forzoso a los legisladores
adoptar en política y en religión; la cual preparó en Francia un
siglo de escritores filósofos, propagadores del germen de una
revolución en las ideas que debía ser sangrienta, porque no la
hacía allí la predicación, sino la violencia. La España estaba más
lejana del foco de las ideas nuevas; las que en otros países
caducaban ya eran nuevas todavía para ella, porque, recién salida
de la larga dominación musulmana, veía todavía en el catolicismo el
paladium que la había salvado. Siete siglos, además de guerras y
rencores religiosos, debían haberla hecho más fanática. ¿Qué mucho,
pues, que el impulso de la Reforma se hiciese apenas sentir en sus
habitantes, más bien ocupados en sus intestinas discordias que
envueltos en el movimiento general, de que hacía tiempo la habían
segregado sus intereses particulares? Ella fue por el contrario el
refugio de los vencidos de otras partes; aquí se vinieron a hacer
fuertes contra la invasión reformista los que habían sido por ella
desarmados en sus patrios lares; y la persecución religiosa,
amalgamada con el celo fundador y apostólico que nos llevaba a
descubrir mundos nuevos que ofrecer al cielo, sofocó para largo
espacio toda esperanza de progreso. Ni dejamos tampoco de tener
disculpa. La gloria, poesía de las naciones conquistadoras, nos
hacía más llevaderas unas cadenas de que podíamos hacer cirineos a
tantos pueblos sometidos, y el metal precioso de la conquista nos
las doraba. ¿Qué mucho que la España de entonces trocase su
libertad interior por el dominio en lo exterior, si hemos visto en
los tiempos modernos a una gran nación que se decía harto más
adelantada, a una nación que parecía haber sacudido para siempre
toda especie de tiranos por medio de la más sangrienta Revolución,
si la hemos visto, decimos, coronar a un nuevo déspota, que no
necesitó para ceñirse con una mano la corona imperial sino alargar
con la otra a los republicanos más ardientes laureles perecederos y
el oropel de una pasajera conquista?
En España causas locales
atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el
movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había
llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió
a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un
siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue
más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra
literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico;
en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar
más campo a los poetas que a los prosistas; así que aun en nuestro
Siglo de Oro es cortísimo el número de escritores razonados que
podemos citar. Fuera de los escritos místicos y teológicos, y de
los tratados sutilmente metafísico-morales de que podemos presentar
una biblioteca antigua desgraciadamente más completa que ninguna
otra nación, si queremos encontrar prosistas nos habremos de
refugiar en la historia. Solís, Mariana y algunos otros ilustraron
en verdad la musa de Tácito y de Suetonio. Nos es fuerza empero
confesar que aun ésos se ofrecieron más bien como columnas de la
lengua que como intérpretes del movimiento de su época; influidos
por las creencias populares, no dieron un solo paso adelante;
adoptaron los cuentos y las tradiciones fabulosas como verdaderas
causas políticas; trataron más bien de lucir su claro ingenio en
estilo florido que de desentrañar los móviles de los hechos que se
veían llamados a referir. Más parecieron sus escritos una
recopilación de materiales y fragmentos descosidos, una copia
selecta de arengas verosímiles que una historia razonada. No
sabiendo deslindar la crónica de la historia, la historia de la
novela, llenaron muchos tomos sin llegar a hacer un solo
libro.
La novela, hija toda de la
imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una
época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de
Europa, pues que hasta los mismos libros de caballerías tuvieron su
origen en la península española. En ella podemos citar escritores
excelentes, si contados. El Ingenioso Hidalgo, último esfuerzo del
ingenio humano, bastaría a adjudicarnos la palma, aunque no
tuviéramos otras que presentar en lugar privilegiado, si no tan
eminente. Pero esta época fue de corta duración, y después de
Quevedo la prosa volvió al olvido de que momentáneamente la habían
sacado unos pocos, sólo al parecer para dar una muestra al mundo
literario de lo que era permitido hacer en ese género a la lengua y
al ingenio español.
Poco después, la literatura se
refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de
progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que
decaer.
A fines del siglo pasado
volvió a brillar un destello de esperanza, una apariencia de
resurrección, que se hubiera acaso llevado a cabo si los disturbios
políticos no se hubieran apresurado a sofocar el germen sembrado
durante el feliz reinado de Carlos III. Dado ya el impulso, sin
embargo, era forzoso que algunos efectos siguieran a la causa. La
larga paz que disfrutaba la Europa, el embrutecimiento y la
servidumbre en que habían caído los pueblos, habían hecho menos
recelosos a los tiranos; si bien los más perspicaces oían ya el
rumor sordo de la próxima tempestad, no era seguramente en España
donde debía de esperarse el estallido; era tan distinta nuestra
predisposición, que al verificarse aquél, ningún miedo de contagio
infundió en el Gobierno español. Al contrario, él mismo había sido
una de las causas de la propagación de las ideas nuevas, apoyando
la rebelión de las primeras colonias americanas que se separaron de
su metrópoli. A fines, pues, del siglo pasado apareció en España
una juventud menos apática y más estudiosa que la de las anteriores
generaciones; pero juventud que, al volver los ojos atrás para
buscar modelos y maestros en sus antecesores, no vio sino una
inmensa laguna; desesperando entonces de unir el cabo interrumpido
y de continuar un movimiento paralizado dos siglos antes, creyó no
poder hacer cosa mejor que saltar el vacío en vez de llenarle, y
agregarse al movimiento del pueblo vecino, adoptando sus ideas
tales cuales las encontraba. Viose entonces un fenómeno raro en la
marcha de las naciones: entonces nos hallamos en el término de la
jornada sin haberla andado.
Ayala, Luzán, Huerta, Moratín
el padre, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos y algunos otros
restauraron las bellas letras, es verdad; pero ¿cómo? Introduciendo
en nuestro siglo XVIII el gusto francés, bien como en el XVI habían
otros introducido el italiano. Fueron imitadores, sin saberlo las
más veces, repugnándolo casi siempre. El espíritu de análisis,
disecador, digámoslo así, y el espíritu filosófico francés hicieron
sentir su influencia en nuestra regeneración literaria. Los agentes
de ella, queriendo con todo creerse independientes, quisieron
salvar de nuestro antiguo naufragio la expresión; es decir, que al
adoptar las ideas francesas del siglo XVIII, quisieron
representarlas con nuestra lengua del siglo XVI. Una vez puros, se
creyeron originales. Así que, en poesía, vimos conservado el saber
poético de nuestros buenos tiempos: parecíanos oír todavía la lira
de Herrera y de Rioja; y en prosa fue declarado delito toda
innovación en el lenguaje de Cervantes. Iriarte, Cadalso y otros se
declararon a todo trance puristas, y persiguieron toda novedad con
las armas de la sátira, al paso que Meléndez, Jovellanos, Huerta y
Moratín sostenían la misma opinión con el ejemplo.
Éste es el lugar de hacer una
observación esencialísima en la materia. Hemos dicho que la
literatura es la expresión del progreso de un pueblo; y la palabra,
hablada o escrita, no es más que la representación de las ideas, es
decir, de ese mismo progreso. Ahora bien: marchar en ideología, en
metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar
ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer,
analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la
lengua, que ha de ser la expresión de esos mismos progresos,
perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza.
Quisiéramos, sin ir más lejos en la cuestión, ver al mismo
Cervantes en el día, forzado a dar al público un artículo de
periódico acerca «de la elección directa», «de la responsabilidad
ministerial», «del crédito» o «del juego de bolsa», y en él
quisiéramos leer la lengua de Cervantes. Y no se nos diga que el
sublime ingenio no hubiera nunca descendido a semejantes
pequeñeces, porque esas pequeñeces forman nuestra existencia de
ahora, como constituían la de entonces las comedias de capa y
espada; y porque Cervantes, que las escribía para vivir cuando no
se escribían sino comedias de capa y espada, escribiría, para vivir
también, artículos de periódico. Lo más que pueden los puristas
exigir es que al adoptar voces y giros, frases nuevas, se respete,
se consulte, se obedezca en lo posible el tipo, la índole, las
fuentes, las analogías de la lengua.