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Mariano José de Larra

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Beschreibung

Mariano José de Larra y Sánchez de Castro, escritor, periodista y político español, es considerado, junto con Espronceda, Bécquer y Rosalía de Castro, la más alta cota del Romanticismo literario español.

Periodista, crítico satírico y literario, y escritor costumbrista, publicó en prensa más de doscientos artículos a lo largo de ocho años.

En concreto, "El Español" es una recopilación imprescindible de artículos publicados en el diario del mismo nombre, dirigido por Andrés Borrego, intelectual liberal, entre 1836 y 1837.

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Tabla de contenidos

EL ESPAÑOL

Literatura (Larra) (18 de enero de 1836)

Buenas noches. Segunda carta de Fígaro a su corresponsal en París, acerca de la disolución de las Cortes, y de otras varias cosas del día (30 de enero de 1836)

Carta de Fígaro a don Pedro Pascual de Oliver, gobernador civil interino de la provincia de Zamora (27 de febrero de 1836)

De la sátira y de los satíricos (2 de marzo de 1836)

De las traducciones (11 de marzo de 1836)

Catalina Howard – Drama nuevo en cinco actos (23 de marzo de 1836)

A beneficio del señor López (26 de marzo de 1836)  

Los barateros, o el desafío y la pena de muerte (19 de abril de 1836)

Aben-Humeya (Larra), drama histórico en tres actos, nuevo en estos teatros. Su autor don Francisco Martínez de la Rosa (12 de junio de 1836)

Antony - Artículo primero, drama nuevo en cinco actos, de Alejandro Dumas (23 de junio de 1836)

Antony - Artículo segundo, drama nuevo en cinco actos, de Alejandro Dumas (25 de junio de 1836)

Blanca (Larra) (3 de julio de 1836)

Los amantes de Teruel: drama en cinco actos en prosa y verso, por don Juan Eugenio Hartzenbusch (22 de enero de 1837)

EL ESPAÑOL

Mariano José de Larra

Literatura (Larra) (18 de enero de 1836)

La política, interés principal que absorbe y llena en el día todo espacio que a la pública curiosidad ofrecen en sus columnas los periódicos, nos ha impedido hasta ahora señalar en el nuestro a la literatura el lugar que de derecho le corresponde. Pero no hemos olvidado que la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización de un pueblo, ni somos de aquellos que piensan con los extranjeros que, al concluir nuestro Siglo de Oro, expiró en España la afición a las bellas letras. Sí pensamos que, aun en la época de su apogeo, nuestra literatura había tenido un carácter particular, el cual o había de variar con la marcha de los tiempos o había de ser su propia muerte, si no quería transigir con las innovaciones y el espíritu filosófico que comenzaba a despuntar en el horizonte de la Europa. Impregnada del orientalismo que nos habían comunicado los árabes, influida por la metafísica religiosa, puédese asegurar que había sido más brillante que sólida, más poética que positiva. A esta sazón, y cuando nuestros ingenios no hacían ni podían hacer otra cosa que girar de continuo dentro de un mismo estrecho círculo, antes que se hubiese acabado de formar y fijar la lengua, una causa religiosa en su principio, y política en sus consecuencias, apareció en el mundo; y esa misma causa, que dio el impulso investigador a otros pueblos, reprimida y perseguida en España, fijó entre nosotros el nec plus ultra que había de volvernos estacionarios. La Reforma abrió un nuevo campo a los pueblos de Alemania y de Inglaterra, que la abrazaron ansiosos; y si en Francia no triunfó, tuvo el influjo bastante para templar y equilibrar el ciego impulso del fanatismo. Los que se atrevieron a luchar con ella abiertamente no osaron en cambio dejar toda su fuerza a la reacción religiosa, temerosos sin duda de que la falta de contemplación forzase a los pueblos, avizorados ya con el ejemplo, a lanzarse en la nueva senda que delante de sí veían abierta. De aquí la tolerancia que fue forzoso a los legisladores adoptar en política y en religión; la cual preparó en Francia un siglo de escritores filósofos, propagadores del germen de una revolución en las ideas que debía ser sangrienta, porque no la hacía allí la predicación, sino la violencia. La España estaba más lejana del foco de las ideas nuevas; las que en otros países caducaban ya eran nuevas todavía para ella, porque, recién salida de la larga dominación musulmana, veía todavía en el catolicismo el paladium que la había salvado. Siete siglos, además de guerras y rencores religiosos, debían haberla hecho más fanática. ¿Qué mucho, pues, que el impulso de la Reforma se hiciese apenas sentir en sus habitantes, más bien ocupados en sus intestinas discordias que envueltos en el movimiento general, de que hacía tiempo la habían segregado sus intereses particulares? Ella fue por el contrario el refugio de los vencidos de otras partes; aquí se vinieron a hacer fuertes contra la invasión reformista los que habían sido por ella desarmados en sus patrios lares; y la persecución religiosa, amalgamada con el celo fundador y apostólico que nos llevaba a descubrir mundos nuevos que ofrecer al cielo, sofocó para largo espacio toda esperanza de progreso. Ni dejamos tampoco de tener disculpa. La gloria, poesía de las naciones conquistadoras, nos hacía más llevaderas unas cadenas de que podíamos hacer cirineos a tantos pueblos sometidos, y el metal precioso de la conquista nos las doraba. ¿Qué mucho que la España de entonces trocase su libertad interior por el dominio en lo exterior, si hemos visto en los tiempos modernos a una gran nación que se decía harto más adelantada, a una nación que parecía haber sacudido para siempre toda especie de tiranos por medio de la más sangrienta Revolución, si la hemos visto, decimos, coronar a un nuevo déspota, que no necesitó para ceñirse con una mano la corona imperial sino alargar con la otra a los republicanos más ardientes laureles perecederos y el oropel de una pasajera conquista?
En España causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas; así que aun en nuestro Siglo de Oro es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar. Fuera de los escritos místicos y teológicos, y de los tratados sutilmente metafísico-morales de que podemos presentar una biblioteca antigua desgraciadamente más completa que ninguna otra nación, si queremos encontrar prosistas nos habremos de refugiar en la historia. Solís, Mariana y algunos otros ilustraron en verdad la musa de Tácito y de Suetonio. Nos es fuerza empero confesar que aun ésos se ofrecieron más bien como columnas de la lengua que como intérpretes del movimiento de su época; influidos por las creencias populares, no dieron un solo paso adelante; adoptaron los cuentos y las tradiciones fabulosas como verdaderas causas políticas; trataron más bien de lucir su claro ingenio en estilo florido que de desentrañar los móviles de los hechos que se veían llamados a referir. Más parecieron sus escritos una recopilación de materiales y fragmentos descosidos, una copia selecta de arengas verosímiles que una historia razonada. No sabiendo deslindar la crónica de la historia, la historia de la novela, llenaron muchos tomos sin llegar a hacer un solo libro.
La novela, hija toda de la imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de Europa, pues que hasta los mismos libros de caballerías tuvieron su origen en la península española. En ella podemos citar escritores excelentes, si contados. El Ingenioso Hidalgo, último esfuerzo del ingenio humano, bastaría a adjudicarnos la palma, aunque no tuviéramos otras que presentar en lugar privilegiado, si no tan eminente. Pero esta época fue de corta duración, y después de Quevedo la prosa volvió al olvido de que momentáneamente la habían sacado unos pocos, sólo al parecer para dar una muestra al mundo literario de lo que era permitido hacer en ese género a la lengua y al ingenio español.
Poco después, la literatura se refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que decaer.
A fines del siglo pasado volvió a brillar un destello de esperanza, una apariencia de resurrección, que se hubiera acaso llevado a cabo si los disturbios políticos no se hubieran apresurado a sofocar el germen sembrado durante el feliz reinado de Carlos III. Dado ya el impulso, sin embargo, era forzoso que algunos efectos siguieran a la causa. La larga paz que disfrutaba la Europa, el embrutecimiento y la servidumbre en que habían caído los pueblos, habían hecho menos recelosos a los tiranos; si bien los más perspicaces oían ya el rumor sordo de la próxima tempestad, no era seguramente en España donde debía de esperarse el estallido; era tan distinta nuestra predisposición, que al verificarse aquél, ningún miedo de contagio infundió en el Gobierno español. Al contrario, él mismo había sido una de las causas de la propagación de las ideas nuevas, apoyando la rebelión de las primeras colonias americanas que se separaron de su metrópoli. A fines, pues, del siglo pasado apareció en España una juventud menos apática y más estudiosa que la de las anteriores generaciones; pero juventud que, al volver los ojos atrás para buscar modelos y maestros en sus antecesores, no vio sino una inmensa laguna; desesperando entonces de unir el cabo interrumpido y de continuar un movimiento paralizado dos siglos antes, creyó no poder hacer cosa mejor que saltar el vacío en vez de llenarle, y agregarse al movimiento del pueblo vecino, adoptando sus ideas tales cuales las encontraba. Viose entonces un fenómeno raro en la marcha de las naciones: entonces nos hallamos en el término de la jornada sin haberla andado.
Ayala, Luzán, Huerta, Moratín el padre, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos y algunos otros restauraron las bellas letras, es verdad; pero ¿cómo? Introduciendo en nuestro siglo XVIII el gusto francés, bien como en el XVI habían otros introducido el italiano. Fueron imitadores, sin saberlo las más veces, repugnándolo casi siempre. El espíritu de análisis, disecador, digámoslo así, y el espíritu filosófico francés hicieron sentir su influencia en nuestra regeneración literaria. Los agentes de ella, queriendo con todo creerse independientes, quisieron salvar de nuestro antiguo naufragio la expresión; es decir, que al adoptar las ideas francesas del siglo XVIII, quisieron representarlas con nuestra lengua del siglo XVI. Una vez puros, se creyeron originales. Así que, en poesía, vimos conservado el saber poético de nuestros buenos tiempos: parecíanos oír todavía la lira de Herrera y de Rioja; y en prosa fue declarado delito toda innovación en el lenguaje de Cervantes. Iriarte, Cadalso y otros se declararon a todo trance puristas, y persiguieron toda novedad con las armas de la sátira, al paso que Meléndez, Jovellanos, Huerta y Moratín sostenían la misma opinión con el ejemplo.
Éste es el lugar de hacer una observación esencialísima en la materia. Hemos dicho que la literatura es la expresión del progreso de un pueblo; y la palabra, hablada o escrita, no es más que la representación de las ideas, es decir, de ese mismo progreso. Ahora bien: marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua, que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza. Quisiéramos, sin ir más lejos en la cuestión, ver al mismo Cervantes en el día, forzado a dar al público un artículo de periódico acerca «de la elección directa», «de la responsabilidad ministerial», «del crédito» o «del juego de bolsa», y en él quisiéramos leer la lengua de Cervantes. Y no se nos diga que el sublime ingenio no hubiera nunca descendido a semejantes pequeñeces, porque esas pequeñeces forman nuestra existencia de ahora, como constituían la de entonces las comedias de capa y espada; y porque Cervantes, que las escribía para vivir cuando no se escribían sino comedias de capa y espada, escribiría, para vivir también, artículos de periódico. Lo más que pueden los puristas exigir es que al adoptar voces y giros, frases nuevas, se respete, se consulte, se obedezca en lo posible el tipo, la índole, las fuentes, las analogías de la lengua.