El doncel de don Enrique el doliente - Mariano José de Larra - E-Book

El doncel de don Enrique el doliente E-Book

Mariano José de Larra

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Beschreibung

El doncel de don Enrique el Doliente es una novela romántica de Mariano José de Larra, cuya trama caballeresca se sitúa en el siglo XV, durante el reinado de Enrique III de Castilla, conocido como «el Doliente» por sus constantes enfermedades.

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Mariano José de Larra

El doncel de don Enrique el Doliente

CAPITULO PRIMERO

Mis arreos son las armas,

Mi descanso es pelear,

Mi cama las duras peñas

Mi dormir siempre el velar.

Cancionero general.

Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narración fidedigna, no nos parece inútil advertir a aquellas personas en demasía bondadosas que nos quieran prestar su atención, que si han de seguirnos en el laberinto de sucesos que vamos a enlazar unos con otros en obsequio de su solaz, han menester trasladarse con nosotros a épocas distantes y a siglos remotos, para vivir, digámoslo así, en otro orden de sociedad en nada semejante a este que en el siglo XIX marca la adelantada civilización de la culta Europa.

Tiempos felices, o infelices, en que ni la hermosura de las poblaciones, ni la fácil comunicación entre los hombres de apartados países, ni la seguridad individual que en el día casi nos garantizan nuestras ilustradas legislaciones, ni una multitud, en fin, de refinadas y exquisitas necesidades ficticias satisfechas, podían apartar de la imaginación del cristiano la idea, que procura inculcarnos nuestro sagrado dogma, de que hacemos en esta vida transitoria una breve y molesta peregrinación, que nos conduce a término más estable y bienaventurado.

Mis arreos son las armas

Mi descanso es pelear,

podían repetir con sobrada razón nuestros antepasados de cuatro o cinco siglos: nuestra nación, como las demás de Europa, no presentaba a la perspicacia del observador sino un caos confuso, un choque no interrumpido de elementos heterogéneos que tendían a equilibrarse, pero que por la ausencia prolongada de un poder superior que los amalgamase y ordenase, completando el gran milagro de la civilización, se encontraban con extraña violencia en un vasto campo de disensiones civiles, de guerras exteriores, de rencillas, de desafíos, y a veces de crímenes, que con nuestras extremadas instituciones mal en la actualidad se conformarían.

Una incomprensible mezcla de religión y de pasiones, de vicios y virtudes, de saber y de ignorancia, era el carácter distintivo de nuestros siglos medios. Aquel mismo príncipe que perdía demasiado tiempo en devociones minuciosas, y que expandía sus tesoros en piadosas fundaciones, se mostraba con frecuencia inconsecuente en su devoción, o descubría de una manera bien perentoria lo frívolo de su piedad, pues en vez de arreglar por ésta su conducta, se le veía no pocas veces salir de los templos del Altísimo para ir a descansar de las fatigas del gobierno en los brazos de una seductora concubina, que usurpaba la mitad del lecho regio de su consorte despreciada.

El caballero que volvía de reconquistar el santo sepulcro del Salvador, y que llevaba ricamente bordado en el pecho el signo augusto de la redención, aquel mismo cruzado que al entrar en el gremio de la Iglesia había depuesto en las fuentes bautismales el vano deseo de venganza, adoptando y jurando, a imitación del hombre Dios, el perdón de las injurias, sin el menor escrúpulo de conciencia declaraba las muestras de su organización irascible, que a gala tenía; a la menor sombra de pretendida ofensa corría lanza en ristre a partir el sol del palenque y a abrir una ancha fuente de sangre humana en el pecho de su adversario, invocando a un tiempo, por una inexplicable contradicción, el nombre santo de Dios y el nombre profano de la dama por quien moría.

En vano la religión se esforzaba en dulcificar las costumbres de los hijos de los godos, excitados por la prolongada guerra con los sarracenos. Es verdad que ganaba terreno, pero era con lentitud; entretanto se criaba el caballero para hacer la guerra y matar. Verdad es que los primeros enemigos contra quien debía dirigirse eran los moros; pero muchas veces lo eran también los cristianos, y había quien matando dos de aquéllos por cada uno de estos últimos, creía lavado el pecado de su espantoso error. Matar infieles era la grande obra meritoria del siglo, a la cual, como al agua bendecida por el sacerdote, daban engañados algunos la rara virtud de lavar toda clase de pecados.

Para los hombres el ejercicio de las fuerzas corporales, el fácil manejo de la pesada lanza, el arte de domeñar el espumoso bridón, la resistencia en el encuentro, y el pundonor falsamente entendido y llevado a un extremo peligroso; y para las mujeres el arte de conquistar con las gracias naturales y de artificio al campeón más esforzado, y ceñirle al brazo la venda del color favorito, recompensa del brutal denuedo del vencedor del torneo, y el recato sólo para con el caballero no amado, eran la educación del siglo. Dios y mi dama, decía el caballero; Dios y mi caballero, decía la dama.

En medio del furor de guerrear que debía animar a todos en aquella época, algunos ministros del Altísimo no dudaban acompañar las huestes, armados a la vez como los guerreros, y aun cuando no desenvainasen en las lides la poderosa espada de Damasco y de Toledo para herir con ella al enemigo, esta costumbre arrastraba a algunos a autorizar trances de rebelión del soberbio rico-hombre contra la majestad de su rey y señor natural.