Atrápame: La trilogía Atrápame: primer libro - Anna Zaires - E-Book

Atrápame: La trilogía Atrápame: primer libro E-Book

Anna Zaires

0,0
3,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Es mi enemigo.... y mi misión.

Una noche, solo tenía que ser eso. Una noche de pasión desenfrenada.

Cuando se estrelle su avión, debería terminar todo. En cambio, no es más que el principio.

Traicioné a Lucas Kent y ahora me lo hará pagar.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Atrápame

La trilogía Atrápame: primer libro

Anna Zaires

♠ Mozaika Publications ♠

Índice

I. La misión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

II. La captura

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

III. La prisionera

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Extracto de Secuestrada

Extracto de Contactos Peligrosos

Sobre la autora

Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, y situaciones narrados son producto de la imaginación del autor o están utilizados de forma ficticia y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, establecimientos comerciales, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.

Copyright © 2019 Anna Zaires

www.annazaires.com/book-series/espanol

Traducción de Scheherezade Surià

Todos los derechos reservados.

Salvo para su uso en reseñas, queda expresamente prohibida la reproducción, distribución o difusión total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, sin contar con la autorización expresa de los titulares del copyright.

Publicado por Mozaika Publications, una marca de Mozaika LLC.

www.mozaikallc.com

Portada de Najla Qamber Designs

www.najlaqamberdesigns.com

e-ISBN: 978-1-63142-455-7

ISBN: 978-1-63142-454-0

I

La misión

1

Yulia

Los dos hombres que hay frente a mí encarnan el peligro. Lo exudan. Uno rubio, otro moreno: deberían ser polos opuestos, pero de alguna manera se parecen. Emanan las mismas sensaciones.

Esas sensaciones que me congelan por dentro.

—Quiero hablar de un asunto delicado con vosotros —dice Arkady Buschekov, el oficial ruso que está a mi lado. Su mirada pálida se centra en la cara del hombre moreno. Buschekov habla en ruso e inmediatamente repito sus palabras en inglés. Mi interpretación es fluida y mi acento, indetectable. Soy una buena intérprete, aunque no sea este mi verdadero trabajo.

—Adelante —dice el moreno. Se llama Julian Esguerra y es un traficante de armas de gran éxito. Lo sé por el archivo que he repasado esta mañana. Es el tipo importante aquí hoy, el tipo al que quieren que me acerque. No debería ser muy difícil. Es un hombre increíblemente atractivo, de ojos azules y penetrantes en un rostro muy bronceado. Si no fuera por esa sensación escalofriante, me sentiría atraída por él. Dada la situación, lo fingiré, pero él no lo sabrá.

Nunca lo saben.

—Seguro que conocéis las dificultades en nuestra región —dice Buschekov—. Nos gustaría contar con vuestra ayuda para resolver este asunto.

Traduzco sus palabras haciendo todo lo posible por ocultar mi creciente emoción. Obenko tenía razón. Algo se cuece entre Esguerra y los rusos. Lo sospechó al oír que el traficante iba a viajar a Moscú.

—¿Qué tipo de ayuda? —pregunta Esguerra. Parece solo ligeramente interesado.

Cuando traduzco sus palabras para Buschekov, echo un vistazo al otro hombre de la mesa: el del pelo rubio corto, de corte tipo militar.

Lucas Kent, la mano derecha de Esguerra.

He procurado no mirarle. Me pone aún más de los nervios que su jefe. Por suerte, no es mi objetivo, así que no tengo que simular interés por él. Por alguna razón, sin embargo, mi mirada no deja de sentirse atraída por sus duros rasgos. Con su cuerpo alto y musculado, su mandíbula cuadrada y su mirada feroz, Kent me recuerda a un bogatyr: un noble guerrero de los cuentos tradicionales rusos.

Me descubre mirándole y le centellean los pálidos ojos al fijarse en mí. Enseguida miro hacia otro lado y reprimo un escalofrío. Esos ojos me hacen pensar en el hielo del exterior, azul grisáceo y de un frío glacial.

Gracias a Dios no es a él a quien tengo que seducir. Será muchísimo más fácil fingirlo con su jefe.

—Hay ciertas partes de Ucrania que necesitan nuestra ayuda —dice Buschekov—. Pero con la opinión internacional que hay ahora mismo, sería problemático ir a ofrecer esa ayuda.

Enseguida traduzco lo que ha dicho, otra vez centrada en la información que tengo que dar. Esto es importante; es la razón principal por la que estoy hoy aquí. Seducir a Esguerra es secundario, aunque probablemente siga siendo inevitable.

—Así que quieres que lo haga yo —dice Esguerra, y Buschekov asiente cuando lo traduzco.

—Sí —dice este—. Nos gustaría que un cargamento considerable de armas y otros suministros llegase a los luchadores por la libertad en Donetsk. Que no puedan rastrearlo y relacionarlo con nosotros. A cambio, se os pagarían los honorarios habituales y garantizamos un salvoconducto hasta Tayikistán.

Cuando le transmito las palabras, Esguerra sonríe con frialdad.

—¿Eso es todo?

—También preferiríamos que evitarais tratos con Ucrania de momento —añade Buschekov—. Dos sillas para un solo culo, ya me entiendes.

Hago lo que puedo al traducir esa última parte, pero en inglés no suena ni de lejos tan contundente. También me guardo absolutamente todas las palabras en la memoria para poder trasladárselas a Obenko más tarde. Esto es exactamente lo que mi jefe esperaba que oyera. O, mejor dicho, lo que temía que oyera.

—Me temo que necesitaré una compensación adicional para eso —dice Esguerra—. Como sabes, no suelo tomar partido en esta clase de conflictos.

—Sí, eso hemos oído. —Buschekov se lleva un trozo de selyodka, pescado salado, a la boca y lo mastica despacio mientras mira al traficante de armas—. Quizás quieras replantearte esa postura en nuestro caso. Puede que la Unión Soviética haya desaparecido, pero nuestra influencia en la región sigue siendo bastante significativa.

—Sí, lo sé. ¿Por qué crees que estoy aquí? —La sonrisa de Esguerra me recuerda a la de un tiburón—. Pero la neutralidad es un lujo caro y difícil de abandonar. Estoy seguro de que lo entiendes.

La mirada de Buschekov se torna más fría.

—Lo entiendo. Estoy autorizado a ofrecerte un veinte por ciento más del pago habitual por tu cooperación en este asunto.

—¿Veinte por ciento? ¿Cuando estás reduciendo a la mitad mis beneficios potenciales? —Esguerra ríe en voz baja—. Va a ser que no.

En cuanto lo traduzco, Buschekov se sirve un poco de vodka y le da vueltas en el vaso.

—Un veinte por ciento más y la custodia del terrorista de Al-Quadar capturado —dice tras unos instantes—. Es nuestra última oferta.

Traduzco lo que dice y echo otro vistazo al rubio, con una inexplicable curiosidad por ver su reacción. Lucas Kent no ha dicho una sola palabra en todo este rato, pero noto cómo lo mira todo, cómo lo absorbe todo.

Y noto cómo me mira a mí.

¿Sospecha algo o simplemente le atraigo? En cualquier caso, me preocupa. Los hombres como él son peligrosos y tengo la sensación de que este puede serlo incluso más que la mayoría.

—Pues trato hecho —dice Esguerra, y me doy cuenta de que está ocurriendo. Lo que Obenko temía va a pasar. Los rusos van a conseguir las armas para los llamados luchadores por la libertad y el desastre de Ucrania alcanzará proporciones épicas.

Bueno, eso ya es problema de Obenko, no mío. Lo único que tengo que hacer es sonreír, estar guapa e interpretar; y eso hago durante el resto de la comida.

Cuando termina la reunión, Buschekov se queda en el restaurante para hablar con el propietario y yo salgo con Esguerra y Kent.

En cuanto ponemos un pie fuera, un frío cortante se apodera de mí. El abrigo que llevo es elegante, pero no sirve para un invierno ruso. El frío atraviesa la lana y me llega hasta los huesos. En cuestión de segundos, los pies se me convierten en témpanos de hielo porque las finas suelas de mis zapatos de tacón no sirven de mucho para protegerlos del suelo helado.

—¿Te importaría llevarme al metro más cercano? —pregunto cuando Esguerra y Kent se acercan al coche. Se nota que tirito y cuento con que ni siquiera unos criminales despiadados dejarían a una mujer guapa congelarse sin motivo—. Creo que está a unas diez manzanas de aquí.

Esguerra me observa durante un segundo, entonces le hace un gesto a Kent.

—Regístrala —ordena con brusquedad.

Mi corazón se acelera cuando el rubio se acerca a mí. Sus duras facciones no muestran ninguna emoción, su expresión no cambia ni cuando sus grandes manos me registran de la cabeza a los pies. Es un cacheo normal —no intenta manosearme ni nada así—, pero cuando acaba estoy tiritando por un motivo distinto; una sensación extraña e inoportuna me ha calado hondo.

No. Me esfuerzo por respirar con normalidad. Esta no es la reacción que necesito y él no es el hombre ante el que debo reaccionar.

—Está limpia —dice Kent mientras se aleja de mí, y procuro controlar una exhalación de alivio.

—Vale. —Esguerra me abre la puerta del coche—. Sube.

Entro y me siento junto a él en la parte de atrás, agradeciendo mentalmente que Kent se haya quedado delante con el conductor. Por fin puedo pasar a la acción.

—Gracias —digo, dedicándole a Esguerra mi sonrisa más cálida—. Te lo agradezco de verdad. Está siendo uno de los peores inviernos de los últimos años.

Para mi decepción, la cara del apuesto traficante de armas no muestra ni un ápice de interés.

—Sin problema —contesta, mientras saca el teléfono. Aparece una sonrisa en sus sensuales labios cuando lee el mensaje que ha recibido y empieza a teclear una respuesta.

Lo observo y me pregunto qué lo puede haber puesto de tan buen humor. ¿Un trato que ha salido bien? ¿Una oferta mejor de la esperada por parte de algún proveedor? Sea lo que sea le está distrayendo de mí, y eso no es bueno.

—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo? —pregunto, poniendo una voz suave y seductora. Cuando me mira, sonrío y cruzo las piernas, cuya longitud enfatizan las medias de seda negra que llevo puestas—. Te puedo enseñar la ciudad, si quieres. —Le miro a los ojos al hablar, poniendo una mirada lo más invitadora posible. Los hombres no saben diferenciar entre esto y un deseo genuino; mientras parezca que una mujer les desea, ellos creen que es así de verdad.

Y, para ser justa, la mayoría de las mujeres sí desearían a este hombre. Es más que atractivo; guapísimo, en realidad. Muchas matarían por tener la oportunidad de estar en su cama, incluso con ese punto cruel y oscuro que emana. El hecho de que a mí no me diga nada es problema mío, uno en el que tendré que trabajar si quiero completar la misión.

No sé si Esguerra sospecha algo o simplemente no soy su tipo, pero en lugar de aceptar mi oferta, me responde con una fría sonrisa.

—Gracias por la invitación, pero nos iremos pronto y me temo que estoy demasiado cansado para visitar la ciudad como se merece.

«Mierda». Oculto mi decepción y le devuelvo la sonrisa.

—Claro. Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme. —No puedo decir nada más sin levantar sospechas.

El coche se detiene delante de mi parada de metro y yo salgo intentando pensar cómo voy a explicar mi fracaso en este asunto.

«¿No me deseaba?». Sí, seguro que eso podría funcionar.

Respiro hondo y me ciño con fuerza el abrigo sobre el pecho; corro hacia la estación de metro, decidida, al menos, a alejarme del frío.

2

Yulia

Lo primero que hago al llegar a casa es llamar a mi jefe y trasladarle todo lo que he descubierto.

—Así que es lo que yo sospechaba —dice Vasiliy Obenko cuando termino—. Van a usar a Esguerra para armar a los putos rebeldes de Donetsk.

—Sí. —Me quito los zapatos y entro a la cocina para prepararme un té—. Y Buschekov ha exigido exclusividad, así que Esguerra está ahora totalmente aliado con los rusos.

Obenko lanza una ristra de insultos, la mayoría de los cuales incluye alguna combinación de putos, putas e hijos. Lo ignoro mientras echo agua a un hervidor eléctrico y lo enciendo.

—Vale —dice Obenko cuando se calma un poco—. Vas a verlo esta noche, ¿verdad?

Respiro hondo. Ahora llega la parte incómoda.

—No exactamente.

—¿«No exactamente»? —La voz de Obenko se vuelve peligrosamente suave—. ¿Qué cojones significa eso?

—Me ofrecí, pero no estaba interesado. —Siempre es mejor decir la verdad en este tipo de situaciones—. Dijo que se iban pronto y que estaba muy cansado.

Obenko empieza a maldecir de nuevo. Aprovecho el tiempo para abrir el envoltorio de una bolsita de té, ponerla en una taza y echarle agua hirviendo.

—¿Estás segura de que no lo vas a volver a ver? —pregunta cuando acaba con los insultos.

—Razonablemente segura, sí. —Soplo el té para enfriarlo—. No estaba interesado y punto.

Obenko se queda callado unos instantes.

—Vale —dice por fin—. La has cagado, pero ya resolveremos eso más tarde. De momento tenemos que averiguar qué hacer con Esguerra y las armas que van a inundar el país.

—¿Eliminarle? —sugiero. Mi té todavía está un poco caliente, pero aun así le doy un sorbo y disfruto del calor que me baja por la garganta. Es un placer muy simple, pero las mejores cosas de la vida siempre son muy simples. El olor de las lilas que florecen en primavera, el suave pelaje de un gato, el jugoso dulzor de una fresa madura… En los últimos años he aprendido a atesorar estas cosas, a exprimir cada gota de alegría en la vida.

—Del dicho al hecho hay mucho trecho. —Obenko parece frustrado—. Está más protegido que Putin.

—Ya. —Doy otro sorbo al té y cierro los ojos, esta vez paladeando el sabor—. Estoy segura de que encontrarás la forma.

—¿Cuándo ha dicho que se iba?

—No lo ha dicho. Solo ha dicho que pronto.

—Vale. —De repente, Obenko se impacienta—. Si contacta contigo, avísame de inmediato.

Y, antes de que pueda responder, cuelga.

Como tengo la tarde libre, decido disfrutar de un baño. Mi bañera, como el resto del apartamento, es pequeña y lóbrega, pero las he visto peores. Engalano la fealdad de ese baño estrecho con un par de velas perfumadas en el lavabo y burbujas en el agua y entonces me meto en la bañera; dejo escapar un suspiro de felicidad cuando me envuelve el calor.

Si pudiera elegir, siempre haría calor. Quienquiera que dijese que en el infierno hace mucho calor se equivocaba. El infierno es muy muy frío. Frío como un invierno ruso.

Estoy disfrutando en remojo cuando suena timbre. Se me disparan los latidos al instante y la adrenalina se me propaga por las venas.

No espero a nadie; lo que significa que solo pueden ser problemas.

Salgo de la bañera de un salto, me envuelvo en una toalla y corro hasta la sala principal del estudio. La ropa que me he quitado sigue en la cama, pero no tengo tiempo de ponérmela. En lugar de eso, me pongo un albornoz y cojo un arma del cajón de la mesita de noche.

Entonces respiro hondo y me acerco a la puerta, arma en ristre.

—¿Sí? —digo, y me paro a un par de pasos de la entrada. La puerta es de acero reforzado, pero la cerradura no. Podrían disparar a través de ella.

—Soy Lucas Kent. —La voz profunda, hablando en inglés, me sobresalta tanto que el arma me tiembla en la mano. El pulso se me vuelve a acelerar y me tiemblan las piernas.

¿Qué hace aquí? ¿Sabe algo Esguerra? ¿Alguien me ha traicionado? No dejo de darle vueltas a esas preguntas y el corazón me late desbocado, pero justo entonces se me ocurre el procedimiento más lógico.

—¿Qué pasa? —pregunto, procurando que mi voz no pierda su firmeza. Hay una explicación para la presencia de Kent sin que quiera matarme: Esguerra ha cambiado de opinión. En cuyo caso, tengo que actuar como la inocente civil que se supone que soy.

—Quiero hablar contigo —dice Kent, y oigo en su voz un deje divertido—. ¿Vas a abrir la puerta o vamos a seguir hablando a través de ocho centímetros de acero?

«Mierda». Eso no suena a que Esguerra lo haya enviado a por mí.

Barajo rápidamente mis opciones. Puedo quedarme encerrada en el apartamento y esperar que no consiga entrar —o cogerme cuando salga, algo que es inevitable porque en algún momento tendré que salir— o puedo correr el riesgo de suponer que no sabe quién soy y actuar con normalidad.

—¿Por qué quieres hablar conmigo? —pregunto para ganar tiempo. Es una pregunta lógica. Cualquier mujer en esta situación sería precavida, no solo si tiene algo que ocultar—. ¿Qué quieres?

—A ti.

Esas dos palabras, pronunciadas con su voz profunda, me asestan un golpe. Los pulmones dejan de funcionarme y miro a la puerta, poseída por un pánico irracional. No me equivocaba, cuando me preguntaba si yo le atraía. Sí, al parecer la razón por la que no dejaba de mirarme era tan simple como la naturaleza misma.

Sí. Me desea.

Me esfuerzo por respirar. Debería ser un alivio. No hay motivo para entrar en pánico. Los hombres me han deseado desde que tenía quince años y he aprendido a lidiar con ello, a volver su lujuria a mi favor. Esto no es diferente.

«Salvo que Kent es más duro y más peligroso que la mayoría».

No. Silencio esa vocecilla y respiro hondo mientras bajo el arma. Al hacerlo, vislumbro mi imagen en el espejo del pasillo. Los ojos azules abiertos como platos en una cara pálida, el cabello recogido de cualquier manera con varios rizos húmedos que me caen por el cuello. Con el albornoz abrochado y el arma en la mano, no me parezco en nada a la chica elegante que había intentado seducir al jefe de Kent.

Tomo una decisión y grito:

—¡Un momento!

Podría intentar negarle a Lucas Kent la entrada a mi apartamento —no sería muy sospechoso tratándose de una mujer sola—, pero lo más sensato sería aprovechar esta oportunidad para conseguir algo de información.

Como mínimo, puedo intentar averiguar cuándo se va Esguerra y contárselo a Obenko, para compensar parte del fracaso anterior.

Con rapidez, escondo el arma en un cajón bajo el espejo del pasillo y me suelto el pelo para dejar que los gruesos y rubios mechones me caigan por la espalda. Ya me he quitado el maquillaje, pero tengo la piel suave y mis pestañas son marrones al natural, así que tampoco estoy tan mal. En cualquier caso, así parezco más joven e inocente.

Más como «la chica de al lado», como les gusta decir a los estadounidenses.

Ya segura de estar presentable, me acerco a la puerta y abro la cerradura, tratando de no hacer caso del fuerte y frenético latido de mi corazón.

3

Yulia

Entra a mi apartamento en cuanto la puerta se abre. Sin dudar, sin saludar; entra sin más.

Sorprendida, doy un paso atrás; el pasillo, corto y estrecho, de pronto se me antoja tan pequeño que me agobia. Había olvidado lo grande que es Kent, lo anchos que son sus hombros. Yo soy alta para ser mujer —lo bastante para fingir ser modelo si la tarea lo requiere—, pero él me saca una cabeza. Con el grueso abrigo que lleva, ocupa casi todo el pasillo.

Aún sin mediar palabra, cierra la puerta tras él y se me acerca. Me aparto de manera instintiva, sintiéndome como una presa acorralada.

—Hola, Yulia —murmura, y se detiene cuando salimos del pasillo. Su pálida mirada está fija en mi rostro—. No esperaba verte así.

Trago saliva, tengo el pulso disparado.

—Acabo de darme un baño. —Quiero parecer tranquila y segura, pero me tiene totalmente desconcertada—. No esperaba visitas.

—No, ya lo veo. —Sus labios forman una leve sonrisa que suaviza las duras líneas de su boca—. Y, aun así, me has dejado entrar. ¿Por qué?

—Porque no quería seguir hablando a través de la puerta. —Respiro para serenarme—. ¿Quieres un poco de té? —Es una pregunta estúpida, teniendo en cuenta para qué está aquí, pero necesito unos instantes para recomponerme.

Alza las cejas.

—¿Té? No, gracias.

—¿Te guardo entonces el abrigo? —Parece que no puedo dejar de hacer de anfitriona; uso la cortesía para ocultar la ansiedad—. Tiene pinta de dar calor.

Me mira con aire divertido.

—Claro. —Se quita el abrigo y me lo da. Quedan a la vista un jersey negro y unos vaqueros oscuros remetidos en unas botas negras de invierno. Los vaqueros se le ciñen a las piernas y le marcan unos muslos musculosos y unas pantorrillas fuertes; y veo que en el cinturón lleva una funda con un arma dentro.

De manera irracional, se me acelera la respiración al verla y me las veo y me las deseo para que no me tiemblen las manos cuando cojo el abrigo y me acerco a colgarlo en el armarito. No me sorprende que vaya armado —me sorprendería que no lo estuviese—, pero el arma es un potente recordatorio de quién es Lucas Kent.

De qué es Lucas Kent.

No es para tanto, me digo, intentando calmar mis nervios crispados. Estoy acostumbrada a los hombres peligrosos. Me crie entre ellos. Este hombre no es tan distinto. Me acostaré con él, conseguiré la información que pueda y después saldrá de mi vida.

Sí, eso es. Cuanto antes lo haga, antes acabará todo.

Cierro la puerta del armario, esbozo una sonrisa ensayada y me doy la vuelta para mirarlo, al fin lista para retomar el papel de seductora segura de sí misma.

Pero él ya está a mi lado, ha cruzado la habitación sin hacer un solo ruido.

Mi pulso se vuelve a disparar y mi compostura se va al garete. Está lo bastante cerca para ver las estriaciones grises de sus ojos azul pálido, lo bastante cerca para tocarme.

Y, al cabo de un segundo, me toca. Levanta la mano y me roza la mandíbula con los nudillos.

Le miro, confundida por la respuesta instantánea de mi cuerpo. Me aumenta la temperatura y se me endurecen los pezones, mi respiración es cada vez más rápida. No tiene sentido que este extraño rudo y despiadado me ponga tanto. Su jefe es más atractivo, más llamativo y, sin embargo, es a Kent a quien mi cuerpo reacciona. Lo único que me ha tocado hasta ahora es la cara. No debería ser nada, pero, de alguna manera, me resulta íntimo. Íntimo y perturbador.

Vuelvo a tragar saliva.

—Señor Kent, Lucas, ¿estás seguro de que no quieres algo de beber? Quizás un café o…

Mis palabras terminan con un suspiro jadeante cuando me coge el cinturón del albornoz y tira de él con tanta facilidad como sin abriera un paquete.

—No. —Mira cómo se abre el albornoz, que deja expuesto mi cuerpo desnudo—. Nada de café.

Y entonces me toca de verdad; con la palma de la mano, grande y fuerte, me recoge el pecho. Tiene los dedos encallecidos, ásperos. Fríos de estar en la calle. Mueve el pulgar sobre mi pezón endurecido y noto una sensación muy intensa desde lo más profundo de mi alma, una espiral de deseo tan desconocida como su roce.

Luchando contra el deseo de apartarme, me humedezco los labios.

—Eres muy directo, ¿no?

—No tengo tiempo para juegos. —Los ojos le resplandecen cuando vuelve a mover el pulgar sobre mi pezón—. Los dos sabemos por qué estoy aquí.

—Para acostarte conmigo.

—Sí. —No se molesta en suavizarlo, en ofrecerme algo más que la cruel verdad. Sigue sujetándome el pecho, tocando mi carne desnuda como si fuera su derecho—. Para acostarme contigo.