El titán de Wall Street - Anna Zaires - E-Book

El titán de Wall Street E-Book

Anna Zaires

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Beschreibung

Un multimillonario que busca la esposa perfecta...

A los treinta y cinco, Marcus Carelli lo tiene todo: riqueza, poder y la clase de físico que deja a las mujeres sin aliento. Como multimillonario hecho a sí mismo, dirige uno de los mayores fondos de cobertura de Wall Street y es capaz de hundir a las compañías más importantes con una sola palabra. ¿Lo único que le falta? Una esposa que suponga un logro tan grande como los miles de millones de su cuenta bancaria.

Una loca de los gatos que necesita una cita...

A Emma Walsh, dependienta de una librería de veintiséis años, le han dicho que es la loca de los gatos y con motivos. Ella no está exactamente de acuerdo con esa afirmación, pero es difícil discutir los hechos. ¿Ropa harapienta cubierta de pelos de gato? Correcto. ¿Último corte de pelo profesional? Hace más de un año. Ah, y ¿tres gatos en un pequeño estudio de Brooklyn? Sí, también es el caso.

Y encima no, no ha tenido una cita desde... bueno, ni es capaz de recordarlo. Pero eso tiene solución. ¿No es precisamente para lo que sirven las webs de citas?

Un caso de confusión de identidad...

Una casamentera para la élite, una aplicación de citas, una confusión que lo cambia todo... Tal vez los opuestos se atraigan pero, ¿es posible que duren?

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El titán de Wall Street

Una novela de la Zona Alfa

Anna Zaires

♠ Mozaika Publications ♠

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Extracto de Secuestrada

Extracto de Contactos Peligrosos

Sobre la autora

Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, y situaciones narrados son producto de la imaginación del autor o están utilizados de forma ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, establecimientos comerciales, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.

Copyright © 2020 Anna Zaires

www.annazaires.com

Todos los derechos reservados.

Salvo para su uso en reseñas, queda expresamente prohibida la reproducción, distribución o difusión total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, sin contar con la autorización expresa de los titulares del copyright.

Publicado por Mozaika Publications, una marca de Mozaika LLC.

www.mozaikallc.com

Traducción de Isabel Peralta

Portada de Najla Qamber Designs

www.najlaqamberdesigns.com

Fotografía por Wander Aguiar

www.wanderbookclub.com

ISBN-13: 978-1-63142-543-1

Print ISBN-13: 978-1-63142-544-8

1

Emma

—… y entonces el veterinario dijo que el Sr. Bufidos no está listo para eso, y yo...

—Basta ya. —Kendall deja su té helado con tal fuerza sobre la mesa que la infusión de seis dólares se desborda del vaso. Agarrando su servilleta, recoge el líquido derramado y me clava los ojos desde el otro lado de sus crepes de trigo sarraceno a medio comer.

—¿Qué pasa? —Miro a mi mejor amiga, pestañeando.

—¿Eres consciente de que llevas la última media hora hablando del Señor Bufidos, Bola de algodón y la Reina Isabel? —Kendall se inclina hacia mí, entornando sus ojos color avellana—. Ha sido todo “gato por aquí, gato por allá, el veterinario esto...”

—Oh. —Sonrojándome, miro el reloj de la pared del local de brunches al que Kendall me ha arrastrado. Efectivamente, han pasado casi treinta minutos desde que llegamos aquí... y me he pasado todo ese tiempo sin cerrar la boca. Avergonzada, vuelvo a mirar a Kendall—. Perdona. No pretendía aburrirte.

—No, Emma. —Kendall me habla con un tono de exagerada paciencia, mientras se reclina en la silla echándose la melena lisa y oscura sobre el hombro—. No me has aburrido. Pero me has hecho darme cuenta de algo.

—¿Qué?

—Tu, mi amor, eres oficialmente una de esas locas de los gatos.

La miro boquiabierta.

—¿Qué?

—Pues sí. La auténtica y genuina loca de los gatos.

—¡No lo soy!

—¿No? —Ella arquea una ceja perfectamente delineada—. Repasemos los hechos, entonces. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te arregló el pelo profesionalmente?

—Pues... —Tímidamente, doy unos tironcitos a la explosión de rizos rojos de mi cabeza—. ¿Tal vez hace un año más o menos?— Fue, de hecho, para la fiesta del veinticinco cumpleaños de Kendall, lo cual significa que han pasado al menos dieciocho meses desde que otra cosa que no haya sido un peine haya tocado mi encrespado desastre.

—Vale. —Kendall corta su crepe con la delicadeza de la Reina Isabel (mi gata, no la monarca británica). Después de masticar el siguiente bocado, dice:

—Y tu última cita fue… ¿cuándo?

Eso tengo que pararme a pensarlo de verdad.

—Hace dos meses —digo triunfante cuando por fin me viene el recuerdo a la mente. Corto un trozo de mi propia crepe, lo pincho con el tenedor y me lo meto en la boca, mientras murmuro—: Tampoco hace tanto tiempo.

—No —admite Kendall—. Pero estoy hablando de una cita de verdad, no de un café que te tomaste por lástima con tu vecino de sesenta años.

—Roger no tiene sesenta años. Como mucho, tiene cuarenta y nueve...

—Y tú tienes veintiséis. Fin de la historia. Ahora, no evites la pregunta. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una auténtica cita?

Levanto mi vaso de agua y me lo bebo de un trago mientras trato de recordar. Tengo que admitir que Kendall me ha pillado con esta.

—¿Puede que haga un año? —Aventuro, aunque estoy bastante segura de la fecha en cuestión... una ocasión menos que memorable, claramente, anterior a la fiesta de cumpleaños de Kendall.

—¿Un año? —Kendall tamborilea en la mesa con sus uñas pintadas de color gris topo—. ¿En serio, Emma? ¿Un año?

—¿Qué? —Tratando de ignorar el rubor que me sube por el cuello, me concentro en terminarme el resto de mi crepe de veintidós dólares—. Estoy ocupada.

—Con tus gatos —dice ella, mordaz—. Con los tres. Acéptalo: eres la loca de los gatos.

Levanto la vista del plato y pongo los ojos en blanco.

—Vale, si insistes, pues sí: soy la loca de los gatos.

—¿Y eso te parece bien? —Me lanza una mirada incrédula.

—¿Qué, debería estar desesperada y tirarme del puente de Brooklyn? —Me meto el último bocado de mi crepe en la boca. Todavía tengo hambre, pero no voy a pedir nada más de ese menú tan caro—. No es ningún crimen que me gusten los gatos.

—No, pero pasar todo tu tiempo libre limpiando cajas de arena mientras vives en la ciudad de Nueva York sí lo es. —Kendall aparta su propio plato vacío—. Estás en la mejor edad para atrapar a un hombre y no sales en absoluto.

Suelto un bufido de exasperación.

—Eso es porque sencillamente no tengo tiempo, y además, ¿quién dice que quiero atrapar a alguien? Estoy perfectamente bien sola.

—Dijo ella, repitiendo lo que se dicen a sí mismas todas las locas de los gatos. Honestamente, Emma, ¿cuándo fue la última vez que tuviste sexo con algo que no fuese tu vibrador?

Kendall no se molesta en bajar la voz mientras dice esto, y noto como mi cara se pone roja de nuevo cuando una pareja gay en la mesa de al lado nos mira y se ríe.

Afortunadamente, antes de que pueda responder, el bolso de Prada de Kendall se pone a vibrar.

—Oh. —Ella frunce el ceño mientras saca su teléfono y lee lo que dice su pantalla. Levantando la vista, le hace un gesto al camarero—. Me tengo que ir —dice disculpándose—. Mi jefe acaba de hacer un gran progreso con el diseño del vestido con el que ha tenido tantas dificultades, y necesita que le entregue algunos modelos, ya mismo.

—No te preocupes. —Estoy acostumbrada al trabajo impredecible de Kendall en la industria de la moda. Dejando caer mi tarjeta de débito, digo—: Nos pondremos al día pronto. —Y saco mi teléfono para ver el saldo de mi cuenta corriente.

La temperatura exterior está justo por encima del cero, y la estación de metro a la que he de ir, a unas diez manzanas de distancia del local del brunch. Aun así, camino porque a) a mis caderas les viene bien el ejercicio y b) no puedo permitirme hacer otra cosa. Esta salida ha agotado mi presupuesto del fin de semana hasta tal punto que tendré que dejar mi viaje al súper para el lunes. Ya le he dicho a Kendall que dejase de llevarme a sitios caros, pero tendría que haber sabido que para ella un brunch de veinticinco dólares no supone algo caro.

En la ciudad de Nueva York, eso es prácticamente gratis.

Para ser justos, Kendall no es consciente de lo ajustada que está mi economía. Mis préstamos estudiantiles no son algo de lo que me guste hablar. En lo que a ella respecta, vivo en un estudio en un sótano de Brooklyn y recorto cupones porque me gusta ahorrar dinero. Ella misma no está ganando millones: ser asistente de un diseñador de moda prometedor no está mucho mejor remunerado que mi trabajo en la librería y mis ediciones ocasionales, pero sus padres cubren la mayoría de sus facturas, por lo que se gasta todo su salario en ropa y lujos varios.

Si no fuera tan buena amiga, la odiaría.

Al entrar en la estación de metro, casi me tropiezo con un sin techo que hay tumbado en las escaleras.

—Lo siento —murmuro, a punto de salir corriendo, pero él me ofrece una sonrisa sin dientes y extiende una bolsa marrón hacia mí.

—Está bien, señorita —dice arrastrando las palabras—. ¿Quiere un sorbito? Me da la impresión de que le iría bien un trago.

Sorprendida, doy un paso atrás.

—No, gracias. Estoy bien.

¿Qué pinta tan terrible debo de tener si los vagabundos me ofrecen alcohol? Tal vez sí haya algo de verdad en el diagnóstico de Kendal sobre ser la loca de los gatos.

Encogiéndose de hombros, el hombre bebe un trago de la bolsa marrón, y yo bajo las escaleras antes de que él se ofrezca a compartir algo más conmigo, como las monedas del sombrero que hay a su lado.

Voy justa de dinero, pero no estoy tan desesperada.

Un largo viaje en metro más tarde, salgo en la estación de Bay Ridge, mi barrio de Brooklyn. En el preciso instante en que pongo el pie fuera, una ráfaga de viento me golpea la cara.

Una ráfaga de viento y algo húmedo.

Aguanieve.

Genial. Sencillamente genial. Apretando los dientes, agarro las solapas de mi viejo abrigo de lana, intentando evitar que se abra por el cuello, y me echo a andar. No vivo tan lejos del metro, solo a cinco manzanas, pero son unas manzanas muy largas, y maldigo cada una de ellas a medida que la lluvia helada se intensifica.

—Mira por dónde vas —grazna una mujer corpulenta cuando choco contra ella, y automáticamente murmuro una disculpa. No es del todo culpa mía, se necesitan dos personas para chocar entre sí, pero no es mi naturaleza ser grosera.

Mis abuelos me educaron mejor que eso.

Cuando finalmente llego al edificio de piedra rojiza en cuyo sótano tengo mi estudio alquilado, siento como si hubiera escalado el Monte Everest. Tengo la cara húmeda y helada, y a pesar de todos mis esfuerzos para mantener el abrigo cerrado, la aguanieve se me ha colado por dentro, congelándome. Soy una de esas personas que tiene que calentar la mitad superior de su cuerpo. Puedo tolerar los pies helados, que también lo están, ya que mis zapatillas no son impermeables, pero no puedo soportar que me caiga agua fría por el cuello.

Si ya había estado muy enfadada con el Sr. Bufidos por destrozarme la única bufanda decente que tenía, eso no era nada en comparación con lo que siento ahora mismo. Ese gato se la va a cargar.

—¡Bufidos! —rujo, abriendo la puerta y entrando en mi apartamento de una habitación—. ¡Ven aquí, criatura malvada!

El gato no se ve por ninguna parte. En cambio, la Reina Isabel me obsequia con una mirada plácida desde mi cama, se lame la pata, luego comienza a arreglarse, poniendo cada cabello blanco y sedoso en su sitio. Bola de nieve está a su lado, durmiendo en mi almohada. Los dos felinos parecen calentitos, felices y totalmente despreocupados, y no por vez primera, siento una punzada de envidia irracional hacia mis mascotas.

Me encantaría dormir todo el día y que alguien me alimentase.

Temblando, me quito el abrigo mojado, lo cuelgo en el gancho junto a la puerta y me quito de dos patadas las zapatillas. Luego voy en busca del Sr. Bufidos.

Lo encuentro en su nuevo lugar favorito: el estante superior de mi armario. Es allí donde guardo los sombreros, guantes, bufandas y bolsos; y no es que tenga muchos de cada, por eso es una tragedia de proporciones épicas cuando ese gato malvado decide destrozar uno de ellos para hacer sitio a su cuerpo peludo.

—Bufi, ven aquí. —No soy exactamente alta, así que tengo que estirarme de puntillas para agarrarlo. Gruñendo por el esfuerzo, lo saco del estante. El gato pesa seguro más de seis kilos y cuando patalea en el aire, se vuelve el doble de pesado—. Te tengo dicho que no tienes permiso para sentarte allí.

Lo pongo en el suelo, y su mirada aviesa me dice que solo es cuestión de tiempo antes de que se cargue el resto de mis accesorios. Al igual que sus hermanos, el Sr. Bufidos es blanco y sedoso, la encarnación perfecta de su raza persa, pero ahí es donde se acaba todo el parecido. No hay nada tranquilo y apacible en él. No estoy segura de que ese gato duerma. Jamás de los jamases. Es posible que sea un vampiro que se transforma en un gran gato persa durante el día.

Ciertamente es lo suficientemente malvado como para eso.

Justo cuando estoy a punto de gritarle otra vez por haberme roto la bufanda, frota su cabeza contra mis vaqueros mojados y emite un fuerte ronroneo. Luego me mira, con sus grandes ojos verdes rezumando inocencia.

Me derrito. O tal vez son las gotas heladas pegadas a mi ropa las que se están derritiendo, pero de cualquier manera, ahora tengo una sensación cálida y difusa en el pecho.

—De acuerdo, ven aquí, apestosillo —murmuro, arrodillándome para acariciar al gato. Él ronronea más fuerte, frotando su cabeza contra mi mano como si fuera su persona favorita en el mundo. Estoy casi segura de que me está manipulando a propósito… es un gato tan listo que asusta, pero no puedo evitar enamorarme de él.

Cuando se trata de mis gatos, soy totalmente manipulable.

Las caricias continúan hasta que el Sr. Bufidos se ha asegurado de que no voy a gritarle. Luego se acerca a mi cama y se une a los otros gatos allí, acurrucándose en mi almohada al lado de Bola de nieve.

Suspiro y me voy al baño para darme una ducha caliente. Por mucho que odie admitirlo, Kendall tiene razón.

En algún punto del camino, me he convertido en una auténtica loca de los gatos.

Mientras me ducho, intento convencerme a mí misma de que no es para tanto. Vale, así que mi ropa está vieja y un poco raída, y no hago nada con mi pelo excepto lavarlo y ponerle algo de gomina de vez en cuando. Y sí, tengo tres gatos. ¿Y qué? A montones de gente les encantan los animales. Es un rasgo positivo de la personalidad. Nunca he confiado en nadie a quien no le gustasen las mascotas. Es antinatural, como odiar el chocolate o el helado. Puedo entender que se puedan tener preferencias en lo que se refiere al tipo de animal; algunas personas tristemente desencaminadas prefieren los perros a los gatos, por ejemplo, pero: ¿que no te gusten las mascotas en absoluto? Eso es casi como ser un asesino en serie.

Sin embargo, algo acerca de esa etiqueta, “la loca de los gatos”, duele un poquito. Quizás es porque solo tengo veintiséis años. Como dijo Kendall, se supone que debo estar en mi mejor momento. Si ahora mismo doy la impresión de ser un puto desastre, ¿qué va a pasar cuando tenga cincuenta o sesenta? Puede que mis períodos sin citas ya no sean de un año o más sino de una década, y que yo vague por las calles riéndome sola mientras tejo sombreritos de pelo de gato.

No, eso es ridículo. Además, no me hace falta ningún hombre. De verdad que no. Bueno, vale, tal vez alguno para lo del sexo, soy una mujer sana y normal, pero no necesito a nadie que gobierne mi vida y absorba mi tiempo. Eso fue lo que pasó con Janie, mi otra mejor amiga de la universidad. Se echó novio en serio, y ahora no la veo nunca. E incluso Kendall, que se enorgullece de su independencia, desaparece durante semanas cada vez que sale con alguien. Tuve mi último novio de verdad en mi último año de universidad, y casi suspendo una asignatura por toda la atención que él necesitaba... y eso fue antes de tener los gatos. Ahora que la Reina Isabel, el Sr. Bufidos y Bola de nieve están en mi vida, no puedo imaginarme cómo me las arreglaría para encajar a un hombre también.

Aun así, cuando salgo de la ducha y cojo el teléfono, un demonio en mi hombro, uno pequeño y elegante que se parece sospechosamente a Kendall, me hace abrir una aplicación de citas a la que Janie me hizo apuntarme hace meses. Es la misma en la que ella conoció a su novio actual, el que la ha hecho desaparecer de mi vida. Antes de dicha desaparición, ella de alguna manera me forzó a abrir un perfil allí. Jugué un par de días con la aplicación con la vaga idea de encontrar un tipo agradable y tranquilo al que le gustasen los gatos y los largos paseos por el parque, pero después de una docena de fotos de pollas, me di por vencida y dejé de entrar.

—No lo has intentado de verdad —dijo Janie, frustrada, cuando le conté lo de las fotos—. Sí, hay unos cuantos imbéciles por ahí, pero también hay algunos buenos tíos, como mi Landon.

—De acuerdo —dije, asintiendo cortésmente. Kendall y yo somos de la opinión de que Landon, el del desdén perpetuo y los chismes mezquinos, es uno de esos imbéciles, pero no quería decirle nada a Janie. En retrospectiva, sin embargo, tal vez debería haber dicho algo, porque poco después de que Janie me hiciese crear ese perfil, se vio absorbida por el agujero negro de su relación, y ni Kendall ni yo la hemos vuelto a ver desde entonces.

Dejo el teléfono en la cama y organizo mis cojines para que me proporcionen un respaldo... un movimiento que implica espantar a Bola de nieve y al Señor Bufidos de una de ellos y mover a la Reina Isabel a un lado. Bola de nieve y la Reina Isabel se lo toman bastante bien, la Reina Isabel incluso se baja de la cama, pero el Sr. Bufidos me lanza una mirada malévola y agita la cola amenazadoramente de lado a lado antes de enroscarse junto a mis pies. Sé que va a recordar esta ofensa y buscará represalias más tarde, pero por ahora, tengo un lugar cómodo para ver todas las fotos de pollas que sin duda me esperan en la aplicación.

Dejándome caer entre las almohadas, inicio sesión en mi perfil y reviso la bandeja de entrada. Efectivamente, hay alrededor de trescientos mensajes, con al menos un centenar de ellos que contienen archivos adjuntos de naturaleza genital. Solo por diversión, hago clic en unos cuantos: algunos tienen ciertamente un tamaño y forma decentes; pero luego me aburro y empiezo a borrarlos sistemáticamente. No sé cómo a los hombres se les ocurrió la idea de que las fotos de su polla son excitantes, porque sinceramente no lo son. No tengo nada en contra de los penes, pero no me excitan a menos que estén unidos a un chico que me gusta. Puntos de bonificación si el tipo viene con tableta de chocolates en los abdominales y unos pectorales agradables, pero la personalidad es lo que más me importa.

Prefiero salir con un calvito de ciento treinta kilos que sea amable con los animales y las ancianitas que con un gilipollas perfecto con una polla gigante.

Me lleva cerca de una hora leer la mayoría de los mensajes. Es cuando estoy en la recta final, y firmemente convencida de que nunca más volveré a usar una aplicación de citas, cuando lo veo.

Un correo electrónico simple y sin archivos adjuntos, con un avatar de dibujos animados de un hombre de cara redonda con una sonrisa tímida.

Intrigada, hago clic en el mensaje, enviado hace solo tres días.

Hola Emma, dice. Estoy seguro de que te lo dicen mucho, pero creo que eres realmente bonita, y me encantan los gatos de tu foto. Yo tengo dos persas. Están gordos y horriblemente malcriados, pero los adoro, y estoy convencido de que a pesar de arañar todos mis muebles, ellos también a mí. Aparte de pasar tiempo con ellos, mis hobbies incluyen descubrir peculiares cafeterías en Brooklyn, leer (principalmente, novela histórica), y patinar en el parque. Ah, y trabajo en una librería mientras estudio para ser veterinario. ¿Crees que te gustaría tomar un café o cenar conmigo uno de estos días? Conozco un lindo y pequeño lugar en Park Slope. Dime si te interesaría hacer algo así.

¡Gracias!

Mark

Con el pulso acelerado por la emoción, vuelvo a leer la carta y luego me voy a su perfil. Hay dos imágenes reales de Mark allí, cada una mostrando a un tío que parece ser exactamente mi tipo. Aunque las imágenes son borrosas, se parecen bastante a su avatar de dibujos animados. Su rostro redondeado parece amable, su sonrisa torcida es a la vez tímida y autocrítica, y en una de las imágenes, lleva unas gafas que le dan un aire agradablemente intelectual. Según el perfil, tiene veintisiete años, cabello castaño y ojos azules, y vive en Carroll Gardens, Brooklyn.

Es tan perfecto que podría haber salido directamente de mi lista secreta de deseos.

Sonriendo, respondo que me encantaría encontrarme con él, luego salto de la cama y me doy un bailecito para celebrar haber pescado a alguien. El pelo me cae por toda la cara en rizos rojos y encrespados, y mis gatos me miran como si estuviese chiflada, pero me da igual.

Kendall se puede meter su etiqueta de loca de los gatos por su pequeño y flaco trasero.

Tengo una cita de verdad.

2

Marcus

—Sí, así es —digo con impaciencia—. Quiero que esté elegante y bien arreglada en todo momento. Tiene que tener sentido del estilo; es muy importante. Una morena sería lo mejor, pero una rubia también funcionaría, siempre y cuando su peinado sea conservador. No puede parecer recién salida de la revista Playboy, ¿entendido?

—Sí, por supuesto, señor Carelli. —La elegante morena frente a mí cruza sus largas piernas y sonríe educada. Victoria Longwood-Thierry, casamentera de la élite de Wall Street, es exactamente lo que tengo en mente para ser mi futura esposa, excepto porque tiene más de cincuenta años, está casada y tiene tres hijos—. ¿Y qué hay de sus hobbies e intereses? —pregunta con su voz cuidadosamente modulada—. ¿En qué le gustaría que estuviera interesada?

—Algo intelectual —digo—. Quiero poder hablar con ella más allá del dormitorio.

—No hay problema. —Victoria escribe un apunte en su bloc de notas—. ¿Qué hay de su profesión?

—Eso carece de importancia para mí. Puede ser abogada o doctora o dedicar todo su tiempo a obras de caridad para huérfanos en Haití; en lo que a mí respecta, todo es lo mismo. Una vez que nos casemos, ella puede quedarse en casa con los niños o continuar con su carrera. Me siento cómodo con cualquiera de las dos opciones.

—Eso demuestra una mentalidad muy abierta por su parte. —La expresión de Victoria no ha cambiado, pero tengo la sensación de que secretamente se está riendo de mí—. ¿Qué opina de las mascotas? ¿Prefiere a los perros o a los gatos?

—A ninguno de los dos. No me gusta tener animales dentro de casa.

Victoria toma otra nota antes de preguntar:

—¿Qué hay de su altura? ¿Tiene usted alguna preferencia?

—Alta —le digo de inmediato—. O al menos por encima de la media. —Mido uno noventa, y las mujeres bajitas me parecen como niñas pequeñas.

—Bien, estupendo. —Victoria lo anota—. ¿Y qué hay de la complexión? ¿Atlética o delgada, supongo?

Asiento levemente.

—Sí. Me gusta hacer fitness, y quiero que ella esté en forma para que pueda seguirme el ritmo. —Frunciendo el ceño, miro mi reloj Patek Philippe y veo que solo tengo media hora antes de que abran los mercados. Volviendo mi atención a Victoria, digo—: Básicamente, quiero una mujer inteligente, elegante y con estilo, que se cuide.

—Entendido. No le decepcionará, lo prometo.

Soy escéptico, pero mantengo mi cara de póquer cuando ella se levanta y educadamente me acompaña fuera de su oficina. Promete contactar conmigo en un par de días, me estrecha la mano y vuelve a entrar, dejando tras de sí una nube de perfume caro. No es demasiado fuerte, Victoria Longwood-Thierry nunca sería tan ordinaria como para usar un perfume fuerte, pero aun así estornudo mientras me dirijo al ascensor.

Tendré que agregar esto a la lista: la candidata a esposa no puede usar perfume, punto.

Para cuando llego a mi edificio de Park Avenue desde la oficina de Victoria en el West Village, mis programadores y traders están pegados a sus pantallas. Solo unos pocos se dan cuenta de que paso por allí en dirección a mi oficina del rincón. Normalmente me acerco a sus escritorios para preguntarles sobre su fin de semana y obtener una actualización de nuestras posiciones, pero el mercado ya está abierto y ahora no puedo distraerlos.

Con noventa y dos mil millones del dinero de mis inversores en juego, no hay margen de error.

Mi oficina es enorme y tiene espléndidas vistas de los rascacielos de Park Avenue, pero no me paro a apreciarlas. Tiempo atrás, esta oficina me parecía la consagración del triunfo para un chaval desharrapado de Staten Island, pero ahora tengo hambre de más. El éxito es mi droga, y con cada victoria, necesito una dosis mayor para conseguir un subidón. Ya no se trata del dinero; además de mi parte personal en el fondo, tengo un par de miles de millones escondidos en bienes raíces y otras inversiones pasivas; se trata de saber que puedo hacerlo, que puedo tener éxito donde otros han fallado. La reciente volatilidad del mercado ha resultado en pérdidas récord tanto para los fondos de cobertura como para los fondos mutuos, pero Carelli Capital Management ha crecido por encima del diez por ciento, superando al mercado en más del cuarenta por ciento. Fundaciones, fondos de pensiones, millonarios... todos se están amontonando y pisoteándose por la prisa de invertir conmigo, y yo todavía quiero más.

Lo quiero todo, incluyendo una esposa que se ajuste a la vida que he trabajado tan duro para construir.

Aparentemente, debería ser fácil. A los treinta y cinco, tengo dinero suficiente para surtir a toda la población femenina de Manhattan de bolsos de Louis Vuitton y zapatos Louboutin durante el resto de sus vidas, no soy mal parecido y hago ejercicio todos los días para mantenerme en forma. Esto último lo hago más por una cuestión de salud que por vanidad, pero las mujeres parecen apreciar el resultado. Puedo ligar con cualquier mujer en un club en cuestión de minutos, pero ninguna de ellas es lo que yo deseo.

Deseo mucha clase. Deseo elegancia.

Deseo una mujer que sea totalmente opuesta a la que me crio... y es por eso que recurro a Victoria Longwood-Thierry y sus conexiones con antiguas familias de riqueza heredada.

Fue mi amigo Ashton quien apuntó en su dirección.

—Sabes que el tipo de mujer que buscas no va a estar pasando el rato en un bar, ¿verdad? —me dijo cuándo, después de un par de cervezas, le detallé mis requisitos para una esposa—. Tú estás hablando de la aristocracia estadounidense, el Mayflower y todas esas mierdas. Si hablas en serio en cuanto a pillar un coño de alta gama, tienes que hablar con la amiga de mi tía. Es una casamentera profesional que trabaja con políticos y peces gordos de Wall Street como tú. Te encontrará exactamente lo que necesitas.

Me eché a reír y cambié de tema, pero el germen de esa idea había sido sembrado, y cuanto más investigaba a la amiga de la tía de Ashton, más intrigado estaba. Resulta que Victoria había emparejado al menos a dos administradores de fondos de cobertura a quienes conozco, uno con una gimnasta olímpica y el otro con una bióloga de Princeton que había trabajado a la par como modelo. Después de escarbar más, me enteré de que ambos matrimonios estaban funcionando bien de momento, y eso, por encima de todo lo demás, me convenció de darle una oportunidad a la casamentera.

Tengo la intención de alcanzar tanto éxito en mi vida personal como lo he hecho en los negocios, y tener el tipo adecuado de esposa es una parte fundamental en eso.

Al sentarme en mi reluciente escritorio de madera de ébano, enciendo mi monitor con los datos de Bloomberg y recojo una pila de informes de investigación. Tengo a Victoria trabajando en ello, así que aparto el tema de la búsqueda de esposa de mi mente y me centro en lo que realmente importa: mi trabajo y hacer que mis clientes ganen dinero.

Ya son las ocho de la tarde cuando mi teléfono vibra con un mensaje entrante. Frotándome los ojos, aparto la vista de la pantalla del ordenador y veo que es un mensaje de texto de Victoria.

Tengo la candidata perfecta para usted, dice el mensaje. Puede verse con usted en el café Sweet Rush de Park Slope, mañana a las 6 de la tarde. Si eso le cuadra, le mandaré un e-mail con más detalles. Emmeline vive en Boston y solo estará en la ciudad un par de días.

Frunzo el ceño mirando a mi teléfono. ¿A las seis? Casi nunca salgo de la oficina tan temprano los martes. ¿Y Boston? ¿Cómo se supone que debo conocer a esta Emmeline si no vive en Nueva York?

Empiezo a escribirle a Victoria diciendo que no puedo, pero me detengo en el último instante. Esto es lo que yo quería: que Victoria me presentara a una mujer a la que nunca sería capaz de conocer por mí mismo. Dado el historial de la casamentera, puedo permitirme darle una noche para ver si hay algo que valga la pena estudiar allí.

Antes de que pueda cambiar de opinión, envío un mensaje de texto rápido a Victoria para aceptar la cita, y vuelvo a dirigir mi atención a la pantalla.

Si mañana tengo que salir de la oficina más temprano, esta noche tendré que trabajar algunas horas más.

3

Emma

Estoy casi dando saltitos por la emoción mientras me acerco al café Sweet Rush, donde se supone que he de encontrarme con Mark para cenar. Esta es la cosa más loca que he hecho en mucho tiempo. Entre mi turno nocturno en la librería y su horario de clases, no hemos tenido la oportunidad de hacer más que intercambiar algunos mensajes de texto, así que todo lo que tengo son esas dos imágenes borrosas. Aun así, tengo un buen presentimiento.

Siento que Mark y yo realmente podríamos conectar.

Llego unos minutos antes, así que me paro junto a la puerta y me tomo un instante para quitarme el pelo de gato de mi abrigo de lana. El abrigo es beige, lo cual es mejor que negro, pero el pelo blanco es visible en todo lo que no sea blanco puro. Supongo que a Mark no le importará demasiado, sabe cuánto pelo sueltan los persas, pero aun así quiero estar presentable para nuestra primera cita. Me costó alrededor de una hora, pero conseguí que mis rizos más o menos se comportaran, e incluso llevo un poco de maquillaje, algo que sucede con la frecuencia de un tsunami en un lago.

Respirando profundamente, entro en el café y miro a mi alrededor para ver si Mark podría estar ya por allí.

El sitio es pequeño y acogedor, con asientos estilo reservado dispuestos en semicírculo alrededor de una barra. El olor a granos de café tostados y productos de panadería es delicioso, y hace que mi estómago retumbe de hambre. Planeaba tomarme solo un café, pero también decido comprar un cruasán; mi presupuesto debería llegarme para eso.

Solo hay ocupados unos cuantos reservados, probablemente porque es martes. Los escaneo, buscando a cualquiera que pueda ser Mark, y me fijo en un hombre sentado solo en la mesa más alejada. Está de espaldas a mí, así que todo lo que puedo ver es la parte posterior de su cabeza, pero su cabello es corto y de color marrón oscuro.

Podría ser él.

Haciendo acopio de todo mi coraje, me acerco al reservado.

—Disculpa —digo—. ¿Eres Mark?

El hombre se da vuelta para mirarme y mi pulso se dispara hacia la estratosfera.

La persona frente a mí no se parece en nada a las imágenes de la aplicación. Su cabello es castaño y sus ojos son azules, pero esa es la única similitud. No hay nada redondeado o tímido en los marcados rasgos del hombre. Desde la mandíbula de acero hasta la nariz aguileña, su rostro es audazmente masculino, estampado con una seguridad en sí mismo que raya en la arrogancia. Un toque de barba sin afeitar ensombrece sus delgadas mejillas, haciendo que sus pómulos altos se marquen aún más, y sus cejas son gruesas barras oscuras sobre unos ojos penetrantes y pálidos. Incluso sentado detrás de la mesa, se ve alto y poderoso. Sus hombros parecen kilométricos enfundados en su traje hecho a medida, y sus manos son dos veces más grandes que las mías.

De ningún modo puede ser este el Mark de la aplicación, a menos que se haya pasado un montón de tiempo en el gimnasio desde que se hicieron esas fotos. ¿Es posible? ¿Podría una persona cambiar tanto? No indicó su altura en el perfil, pero supuse que la omisión significaba que era “verticalmente poco agraciado”, igual que yo.

El hombre al que estoy mirando no es poco agraciado en ningún sentido, y ciertamente, no lleva gafas.

—Soy... soy Emma —tartamudeo, mientras el hombre continúa mirándome, con rostro serio e inescrutable. Estoy casi segura de que me he equivocado de persona, pero aun así me obligo a preguntar—: ¿Tú no serás Mark, por casualidad?

—Prefiero que me llamen Marcus —me responde, dejándome anonadada. Su voz tiene un sonido profundamente masculino que despierta algo femenino y atávico dentro de mí. El corazón me late todavía más deprisa, y las palmas de mis manos empiezan a sudarme cuando él se pone en pie y me suelta sin rodeos: —No eres lo que me esperaba.

—¿Yo? —¿Qué demonios? Una oleada de furia desplaza de un empujón a todas las otras emociones mientras miro boquiabierta al gigante maleducado que tengo delante de mí. El gilipollas es tan alto que tengo que estirar el cuello para mirarlo—. ¿Y tú? ¡No te pareces en nada a tus fotos!

—Creo que los dos hemos sido engañados —dice él, apretando la mandíbula. Antes de que pueda responder, hace un gesto hacia el reservado—. De todos modos, puedes sentarte igualmente y comer conmigo, Emmeline. No he venido hasta aquí para nada.

—Es Emma —corrijo, echando chispas—. Y no, gracias. Me voy a ir yendo.

Sus fosas nasales se ensanchan, y da un paso a la derecha para bloquearme el camino.

—Siéntate, Emma. —Hace que mi nombre parezca un insulto—. Tendré una charla con Victoria, pero por ahora, no veo por qué no podemos compartir una comida como dos adultos civilizados.

Las puntas de mis orejas arden de furia, pero me deslizo en el reservado en lugar de montar una escena. Mi abuela me inculcó la cortesía desde una edad temprana, e incluso siendo una adulta que vive por su cuenta, me resulta difícil ir en contra de sus enseñanzas.

Ella no aprobaría que pateara a este idiota en las pelotas y le dijera que se fuese a la mierda.

—Gracias —dice, deslizándose en el asiento frente al mío. Sus ojos brillan con un azul gélido mientras coge el menú—. No ha sido tan difícil, ¿verdad?

—No lo sé, Marcus —digo, haciendo especial hincapié en su nombre formal—. Solo llevo cerca de ti dos minutos y ya tengo ganas de asesinar a alguien. —Suelto el insulto con una sonrisa propia de una dama, que mi abuela aprobaría, y arrojando el bolso a la esquina del reservado, cojo el menú sin molestarme en quitarme el abrigo.

Cuanto antes comamos, antes podré salir de aquí.

Una risita profunda me sobresalta, y levanto la vista. Para mi sorpresa, el imbécil se está riendo, con sus dientes lanzando blancos destellos desde su rostro ligeramente bronceado. Noto, con envidia, que no tiene ninguna peca; su piel tiene un tono uniforme, sin un lunar de más siquiera en la mejilla. No es guapo al estilo clásico, sus rasgos son demasiado marcados para poder describirlo de ese modo, pero es asombrosamente atractivo de una forma potente y puramente masculina.

Para mi disgusto, una pequeña punzada de calor me lame las entrañas, haciendo que mis músculos internos se tensen.

No, de ninguna manera. Este gilipollas no me está poniendo caliente. Apenas puedo soportar sentarme en la mesa frente a él.

Apretando los dientes, miro mi menú, notando con alivio que los precios en este lugar son realmente razonables. Siempre insisto en pagar mi propia comida en mis citas, y ahora que he conocido a Mark, perdón, a Marcus, no estaría fuera de lugar pensar que sería propio de él que me arrastrara a algún sitio lujoso donde un vaso de agua del grifo costase más que un chupito de tequila Patrón. ¿Cómo es posible que me haya equivocado tanto con este tío? Claramente, había mentido sobre lo de trabajar en una librería y ser estudiante. Con qué fin, no lo sé, pero todo lo relacionado con el hombre frente a mí grita riqueza y poder. Su traje a rayas se amolda a su figura de hombros anchos como si estuviera hecho a medida para él, su camisa azul está almidonada y estoy bastante segura de que su corbata de sutiles cuadros es de un diseñador que hace que Chanel parezca una de las firmas de Walmart.

Mientras noto todos esos detalles, una nueva sospecha brota en mi mente. ¿Pudiera ser que alguien me esté gastando una broma? ¿Kendall, tal vez? ¿O Janie? Las dos conocen mis gustos en cuanto a chicos. Tal vez una de ellas decidió atraerme a una cita de esta manera, aunque el por qué me han organizado una cita con él, y él ha accedido, es un gran misterio.

Frunciendo el ceño, levanto la vista del menú y estudio al hombre frente a mí. Ha dejado de sonreír y está examinando el menú, con la frente fruncida en un ceño que lo hace parecer mayor que los veintisiete años que figuran en su perfil.

Esa parte también debe de haber sido una mentira.

Mi ira se intensifica.

—Entonces, Marcus, ¿por qué me has escrito? —Dejando caer el menú sobre la mesa, lo fulmino con la mirada—. ¿Tienes gatos siquiera?

Él levanta la vista, y su ceño se hace más profundo.

—¿Gatos?... No, por supuesto que no.

Su tono burlón me hace querer olvidarme del todo de lo que mi abuela desaprobaría y darle una bofetada en su cara delgada y angulosa.

—¿Es esto algún tipo de broma pesada para ti? ¿Quién te ha convencido para esto?

—¿Perdona? —Sus pobladas cejas se elevan en un arco arrogante.

—Oh, deja de hacerte el inocente. Me mentiste en tu mensaje y tienes el descaro de decir que yo no soy lo que esperabas. —Prácticamente puedo sentir como el humo se escapa de mis oídos—. Tú me enviaste un mensaje a mí, y yo fui completamente sincera en mi perfil. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y dos? ¿Treinta y tres?

—Tengo treinta y cinco años —dice lentamente, volviendo a mostrarme su ceño—. Emma, ¿de qué estás hablando?...

—Ya está bien. —Agarrando mi bolso por la correa, me deslizo fuera del reservado y me pongo de pie. Enseñanzas de la abuela o no, no voy a comer con un imbécil que admite haberme engañado. No tengo idea de qué haría que un tipo así quisiera jugar conmigo, pero no voy a ser el blanco de alguna broma—. Disfruta de tu comida —gruño, dándome la vuelta, y me voy andando a grandes zancadas hacia la salida antes de que pueda cerrarme el paso otra vez.

Tengo tanta prisa por irme que casi derribo a una morena alta y delgada que se acerca al café y al chico bajo y regordete que llega detrás de ella.

4

Marcus

Agarrando el borde de la mesa, veo a la pequeña pelirroja salir volando del restaurante, con su culo curvilíneo bamboleándose. Incluso con ese abrigo de lana sin forma, su figura pequeña y exuberante es inconfundiblemente femenina... y extrañamente sexy. Nunca me han gustado especialmente las mujeres con curvas, pero en el momento en que Emma se me acercó, mis hormonas se dispararon y mi polla se endureció.

Si no hubiera llevado traje, la situación habría sido francamente vergonzosa.

En realidad, todas mis habilidades sociales me abandonaron en cuanto puse mis ojos en ella. Con sus rizos rojos salvajes y su sentido del estilo sacado de las tiendas de segunda mano del Ejército de Salvación, Emma era tan diferente de las imágenes que me había formado en mi mente, y aun así tan extrañamente atractiva, que le dije directamente que no era lo que me esperaba. En cuanto esas palabras salieron de mi boca, quise retirarlas, pero ya era demasiado tarde. Sus ojos gris claro se entornaron, su boca como un capullito de rosa se apretó, y su pelo brillante como las llamas del fuego pareció expandirse, con todos sus rizos vibrando de indignación. Entonces ella replicó que yo era diferente de como aparecía en mis fotos, y las cosas se volvieron exponencialmente más tensas desde ese punto. No recuerdo la última vez que había sido menos cortés con una mujer, pero con Emma, fue como si me hubiera convertido en un hombre de las cavernas.

Casi le ordeno que se uniera a mí, yendo tan lejos como para usar mi tamaño para intimidarla y hacer que me obedeciera.

¿Por qué me la habría enviado Victoria?... si es que lo había hecho, claro está. Ahora que toda mi sangre ya no está concentrada en correr por mis ingles, el comportamiento de la pelirroja me parece extremadamente extraño. Sus acusaciones y divagaciones sobre gatos no tienen ningún sentido... a menos que haya habido algún tipo de malentendido.

Mierda.

Me deslizo fuera del reservado para seguir a la mujer, pero antes de que pueda dar dos pasos, una morena alta y sofisticada se interpone en mi camino.

—Hola, Marcus —dice con una sonrisa fría y elegante—. Soy Emmeline Sommers. Siento mucho llegar tarde.

Incluso antes de que ella diga su nombre, sé quién es ella y sé que la he cagado a lo grande.

Esta es la mujer de la que Victoria me había hablado, cuyo archivo no tuve la oportunidad de descargar antes de que me llamaran a una reunión de emergencia con mis gestores de carteras. Victoria me ha enviado las fotos y la biografía de Emmeline esta tarde, y entre la reunión y coger el metro para evitar el tráfico de la hora punta, me había presentado en el café sin estar preparado en absoluto, algo que normalmente nunca haría. Me imaginé que no tendría importancia, simplemente le confesaría mi falta de preparación a Emmeline y pasaríamos un buen rato conociéndonos... pero no conté con una mujer de nombre similar que, por alguna extraña coincidencia, también debe haber venido al café para una cita a ciegas con un chico que comparte mi nombre. ¿Cuáles eran las jodidas probabilidades de eso?

Mirando a la morena frente a mí, no me puedo creer que haya confundido a Emma con ella. Sería imposible encontrar dos mujeres que fuesen más diferentes. Emmeline es la princesa Diana, Jackie Kennedy y Gisele, todas juntas en un paquete impresionante. Puedo imaginarla fácilmente en las actividades sociales y eventos políticos que forman cada vez más parte de mi vida. Ella sabría qué tenedor usar y cómo tener charlas triviales con senadores y camareros por igual, mientras que Emma... Bueno, puedo verla rebotando en mi polla, y eso es todo.

Apartando las imágenes pornográficas de mi mente, le sonrío a la morena alta.

—Ningún problema —digo, estirando la mano para estrechársela—. Yo solo llevo aquí unos minutos. Es un placer conocerte.

Los dedos de Emmeline son largos y delgados, su piel fresca y seca al tacto.

—Lo mismo digo —me contesta, apretando mi mano con la cantidad justa de fuerza antes de bajar con gracia su brazo—. Gracias por venir hasta aquí para reunirte conmigo. Mi hermana estudia en el Conservatorio de Música de Brooklyn, así que me quedaré por aquí hasta mi vuelo de mañana por la mañana.

—No hay de qué. Gracias a ti por sacar tiempo para quedar conmigo —digo mientras nos sentamos a la mesa.

Durante los siguientes minutos, hablamos un poco y empezamos a conocernos. No le cuento nada sobre la confusión con Emma: no hay necesidad de que Emmeline piense que soy un completo idiota; pero sí le cuento que no he tenido ocasión de revisar el archivo que me ha enviado Victoria. Como esperaba, Emmeline le quita importancia a mis disculpas, diciendo que es mejor que podamos llegar a conocernos sin nociones preconcebidas. Sin embargo, es obvio que ella sí ha revisado su archivo sobre mí. Ella lo sabe todo sobre mí, desde mi Máster en Administración de empresas por Wharton hasta mi cargo actual como jefe de uno de los fondos de cobertura más importantes de la ciudad de Nueva York.

Después de hacerle nuestro pedido al camarero, averiguo que Emmeline tiene treinta y un años y está graduada en derecho por Harvard. Durante los últimos tres años, ha dirigido una fundación sin ánimo de lucro que brinda servicios legales a mujeres y niños maltratados. Le apasiona su trabajo y pasa más de ochenta horas a la semana en la fundación; no es solo un pasatiempo para ella, aunque su familia es lo suficientemente rica como para que ella hubiera podido hacer absolutamente cualquier cosa en términos laborales... o nada.

—Mi tatarabuelo hizo una fortuna en los ferrocarriles mucho tiempo atrás —dice sonriendo—. Y mi familia de alguna manera ha logrado conservarla y hacerla crecer durante el último siglo y medio. Así que sí, soy uno de esas niñas bien que viven de las rentas de fondos fiduciarios. —Su sonrisa posee un encanto cargado de modestia que suaviza los rasgos aristocráticos de su rostro, y siento que realmente me gusta.

Emmeline es de verdad, la mujer que había estado esperando conocer desde que había decidido poner mis miras en obtener otro indicador más de éxito: la esposa trofeo definitiva.

Mientras el camarero nos trae la comida, hablamos de todo un poco, desde las noticias que pasan en el mundo hasta la reciente volatilidad de los mercados, y veo que Emmeline tiene opiniones estrechamente cercanas a las mías. Está bien informada y es reflexiva en sus opiniones; su formación legal se hace evidente en su enfoque bien razonado sobre la mayoría de las cuestiones. Disfruto escuchándola, y ella también parece interesada en lo que tengo que decir.