Atrápame: La trilogía completa - Anna Zaires - E-Book

Atrápame: La trilogía completa E-Book

Anna Zaires

0,0
9,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

—Yulia —susurra mirándome y sé que siente también esta atracción, esta conexión tan visceral entre nosotros. Quizás tenga todo el poder, pero, en este momento, es tan vulnerable como yo, atrapado en la misma locura.

Obligada a unirse a una agencia secreta de inteligencia a una edad muy temprana, la espía e intérprete rusa Yulia Tzakova no es ajena a los hombres peligrosos. Pero nunca ha conocido a uno tan despiadado y cautivador como Lucas Kent. El mercenario de carácter impetuoso la asusta, pero se siente atraída por él, por un hombre al que no tiene más remedio que traicionar.

Lucas Kent es la mano derecha de un poderoso traficante de armas y nunca ha conocido a una mujer a la que desee tanto como a Yulia. Está obsesionado con esa preciosa rubia, por lo que no se detendrá ante nada para atraparla y hacerle pagar su traición.

Desde las calles gélidas de Moscú hasta la jungla húmeda de Colombia, esta oscura pasión cautivadora los destruirá o los hará libres.

Este práctico paquete rebajado contiene los tres libros de la serie Atrápame:  Atrápame, Átame y Tómame.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Atrápame

La trilogía completa

Anna Zaires

♠ Mozaika Publications ♠

Índice

Atrápame

I. La misión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

II. La captura

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

III. La prisionera

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Átame

I. Su Cautiva

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

II. La Huida

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

III. La Ruptura

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Tómame

I. La Huida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

II. La Pista

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

III. El Cuidador

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

IV. El Nuevo Cautiverio

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Epílogo extra: Nora y Julian

Extracto de Secuestrada

Extracto de El titán de Wall Street

Sobre la autora

Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, y situaciones narrados son producto de la imaginación del autor o están utilizados de forma ficticia y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, establecimientos comerciales, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.

Copyright © 2020 Anna Zaires

www.annazaires.com/book-series/espanol

Traducción de Scheherezade Surià

Todos los derechos reservados.

Salvo para su uso en reseñas, queda expresamente prohibida la reproducción, distribución o difusión total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, sin contar con la autorización expresa de los titulares del copyright.

Publicado por Mozaika Publications, una marca de Mozaika LLC.

www.mozaikallc.com

Portada de Najla Qamber Designs

www.najlaqamberdesigns.com

e-ISBN: 978-1-63142-595-0

Print ISBN: 978-1-63142-596-7

Atrápame

primer libro

I

La misión

1

Yulia

Los dos hombres que hay frente a mí encarnan el peligro. Lo exudan. Uno rubio, otro moreno: deberían ser polos opuestos, pero de alguna manera se parecen. Emanan las mismas sensaciones.

Esas sensaciones que me congelan por dentro.

—Quiero hablar de un asunto delicado con vosotros —dice Arkady Buschekov, el oficial ruso que está a mi lado. Su mirada pálida se centra en la cara del hombre moreno. Buschekov habla en ruso e inmediatamente repito sus palabras en inglés. Mi interpretación es fluida y mi acento, indetectable. Soy una buena intérprete, aunque no sea este mi verdadero trabajo.

—Adelante —dice el moreno. Se llama Julian Esguerra y es un traficante de armas de gran éxito. Lo sé por el archivo que he repasado esta mañana. Es el tipo importante aquí hoy, el tipo al que quieren que me acerque. No debería ser muy difícil. Es un hombre increíblemente atractivo, de ojos azules y penetrantes en un rostro muy bronceado. Si no fuera por esa sensación escalofriante, me sentiría atraída por él. Dada la situación, lo fingiré, pero él no lo sabrá.

Nunca lo saben.

—Seguro que conocéis las dificultades en nuestra región —dice Buschekov—. Nos gustaría contar con vuestra ayuda para resolver este asunto.

Traduzco sus palabras haciendo todo lo posible por ocultar mi creciente emoción. Obenko tenía razón. Algo se cuece entre Esguerra y los rusos. Lo sospechó al oír que el traficante iba a viajar a Moscú.

—¿Qué tipo de ayuda? —pregunta Esguerra. Parece solo ligeramente interesado.

Cuando traduzco sus palabras para Buschekov, echo un vistazo al otro hombre de la mesa: el del pelo rubio corto, de corte tipo militar.

Lucas Kent, la mano derecha de Esguerra.

He procurado no mirarle. Me pone aún más de los nervios que su jefe. Por suerte, no es mi objetivo, así que no tengo que simular interés por él. Por alguna razón, sin embargo, mi mirada no deja de sentirse atraída por sus duros rasgos. Con su cuerpo alto y musculado, su mandíbula cuadrada y su mirada feroz, Kent me recuerda a un bogatyr: un noble guerrero de los cuentos tradicionales rusos.

Me descubre mirándole y le centellean los pálidos ojos al fijarse en mí. Enseguida miro hacia otro lado y reprimo un escalofrío. Esos ojos me hacen pensar en el hielo del exterior, azul grisáceo y de un frío glacial.

Gracias a Dios no es a él a quien tengo que seducir. Será muchísimo más fácil fingirlo con su jefe.

—Hay ciertas partes de Ucrania que necesitan nuestra ayuda —dice Buschekov—. Pero con la opinión internacional que hay ahora mismo, sería problemático ir a ofrecer esa ayuda.

Enseguida traduzco lo que ha dicho, otra vez centrada en la información que tengo que dar. Esto es importante; es la razón principal por la que estoy hoy aquí. Seducir a Esguerra es secundario, aunque probablemente siga siendo inevitable.

—Así que quieres que lo haga yo —dice Esguerra, y Buschekov asiente cuando lo traduzco.

—Sí —dice este—. Nos gustaría que un cargamento considerable de armas y otros suministros llegase a los luchadores por la libertad en Donetsk. Que no puedan rastrearlo y relacionarlo con nosotros. A cambio, se os pagarían los honorarios habituales y garantizamos un salvoconducto hasta Tayikistán.

Cuando le transmito las palabras, Esguerra sonríe con frialdad.

—¿Eso es todo?

—También preferiríamos que evitarais tratos con Ucrania de momento —añade Buschekov—. Dos sillas para un solo culo, ya me entiendes.

Hago lo que puedo al traducir esa última parte, pero en inglés no suena ni de lejos tan contundente. También me guardo absolutamente todas las palabras en la memoria para poder trasladárselas a Obenko más tarde. Esto es exactamente lo que mi jefe esperaba que oyera. O, mejor dicho, lo que temía que oyera.

—Me temo que necesitaré una compensación adicional para eso —dice Esguerra—. Como sabes, no suelo tomar partido en esta clase de conflictos.

—Sí, eso hemos oído. —Buschekov se lleva un trozo de selyodka, pescado salado, a la boca y lo mastica despacio mientras mira al traficante de armas—. Quizás quieras replantearte esa postura en nuestro caso. Puede que la Unión Soviética haya desaparecido, pero nuestra influencia en la región sigue siendo bastante significativa.

—Sí, lo sé. ¿Por qué crees que estoy aquí? —La sonrisa de Esguerra me recuerda a la de un tiburón—. Pero la neutralidad es un lujo caro y difícil de abandonar. Estoy seguro de que lo entiendes.

La mirada de Buschekov se torna más fría.

—Lo entiendo. Estoy autorizado a ofrecerte un veinte por ciento más del pago habitual por tu cooperación en este asunto.

—¿Veinte por ciento? ¿Cuando estás reduciendo a la mitad mis beneficios potenciales? —Esguerra ríe en voz baja—. Va a ser que no.

En cuanto lo traduzco, Buschekov se sirve un poco de vodka y le da vueltas en el vaso.

—Un veinte por ciento más y la custodia del terrorista de Al-Quadar capturado —dice tras unos instantes—. Es nuestra última oferta.

Traduzco lo que dice y echo otro vistazo al rubio, con una inexplicable curiosidad por ver su reacción. Lucas Kent no ha dicho una sola palabra en todo este rato, pero noto cómo lo mira todo, cómo lo absorbe todo.

Y noto cómo me mira a mí.

¿Sospecha algo o simplemente le atraigo? En cualquier caso, me preocupa. Los hombres como él son peligrosos y tengo la sensación de que este puede serlo incluso más que la mayoría.

—Pues trato hecho —dice Esguerra, y me doy cuenta de que está ocurriendo. Lo que Obenko temía va a pasar. Los rusos van a conseguir las armas para los llamados luchadores por la libertad y el desastre de Ucrania alcanzará proporciones épicas.

Bueno, eso ya es problema de Obenko, no mío. Lo único que tengo que hacer es sonreír, estar guapa e interpretar; y eso hago durante el resto de la comida.

Cuando termina la reunión, Buschekov se queda en el restaurante para hablar con el propietario y yo salgo con Esguerra y Kent.

En cuanto ponemos un pie fuera, un frío cortante se apodera de mí. El abrigo que llevo es elegante, pero no sirve para un invierno ruso. El frío atraviesa la lana y me llega hasta los huesos. En cuestión de segundos, los pies se me convierten en témpanos de hielo porque las finas suelas de mis zapatos de tacón no sirven de mucho para protegerlos del suelo helado.

—¿Te importaría llevarme al metro más cercano? —pregunto cuando Esguerra y Kent se acercan al coche. Se nota que tirito y cuento con que ni siquiera unos criminales despiadados dejarían a una mujer guapa congelarse sin motivo—. Creo que está a unas diez manzanas de aquí.

Esguerra me observa durante un segundo, entonces le hace un gesto a Kent.

—Regístrala —ordena con brusquedad.

Mi corazón se acelera cuando el rubio se acerca a mí. Sus duras facciones no muestran ninguna emoción, su expresión no cambia ni cuando sus grandes manos me registran de la cabeza a los pies. Es un cacheo normal —no intenta manosearme ni nada así—, pero cuando acaba estoy tiritando por un motivo distinto; una sensación extraña e inoportuna me ha calado hondo.

No. Me esfuerzo por respirar con normalidad. Esta no es la reacción que necesito y él no es el hombre ante el que debo reaccionar.

—Está limpia —dice Kent mientras se aleja de mí, y procuro controlar una exhalación de alivio.

—Vale. —Esguerra me abre la puerta del coche—. Sube.

Entro y me siento junto a él en la parte de atrás, agradeciendo mentalmente que Kent se haya quedado delante con el conductor. Por fin puedo pasar a la acción.

—Gracias —digo, dedicándole a Esguerra mi sonrisa más cálida—. Te lo agradezco de verdad. Está siendo uno de los peores inviernos de los últimos años.

Para mi decepción, la cara del apuesto traficante de armas no muestra ni un ápice de interés.

—Sin problema —contesta, mientras saca el teléfono. Aparece una sonrisa en sus sensuales labios cuando lee el mensaje que ha recibido y empieza a teclear una respuesta.

Lo observo y me pregunto qué lo puede haber puesto de tan buen humor. ¿Un trato que ha salido bien? ¿Una oferta mejor de la esperada por parte de algún proveedor? Sea lo que sea le está distrayendo de mí, y eso no es bueno.

—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo? —pregunto, poniendo una voz suave y seductora. Cuando me mira, sonrío y cruzo las piernas, cuya longitud enfatizan las medias de seda negra que llevo puestas—. Te puedo enseñar la ciudad, si quieres. —Le miro a los ojos al hablar, poniendo una mirada lo más invitadora posible. Los hombres no saben diferenciar entre esto y un deseo genuino; mientras parezca que una mujer les desea, ellos creen que es así de verdad.

Y, para ser justa, la mayoría de las mujeres sí desearían a este hombre. Es más que atractivo; guapísimo, en realidad. Muchas matarían por tener la oportunidad de estar en su cama, incluso con ese punto cruel y oscuro que emana. El hecho de que a mí no me diga nada es problema mío, uno en el que tendré que trabajar si quiero completar la misión.

No sé si Esguerra sospecha algo o simplemente no soy su tipo, pero en lugar de aceptar mi oferta, me responde con una fría sonrisa.

—Gracias por la invitación, pero nos iremos pronto y me temo que estoy demasiado cansado para visitar la ciudad como se merece.

«Mierda». Oculto mi decepción y le devuelvo la sonrisa.

—Claro. Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme. —No puedo decir nada más sin levantar sospechas.

El coche se detiene delante de mi parada de metro y yo salgo intentando pensar cómo voy a explicar mi fracaso en este asunto.

«¿No me deseaba?». Sí, seguro que eso podría funcionar.

Respiro hondo y me ciño con fuerza el abrigo sobre el pecho; corro hacia la estación de metro, decidida, al menos, a alejarme del frío.

2

Yulia

Lo primero que hago al llegar a casa es llamar a mi jefe y trasladarle todo lo que he descubierto.

—Así que es lo que yo sospechaba —dice Vasiliy Obenko cuando termino—. Van a usar a Esguerra para armar a los putos rebeldes de Donetsk.

—Sí. —Me quito los zapatos y entro a la cocina para prepararme un té—. Y Buschekov ha exigido exclusividad, así que Esguerra está ahora totalmente aliado con los rusos.

Obenko lanza una ristra de insultos, la mayoría de los cuales incluye alguna combinación de putos, putas e hijos. Lo ignoro mientras echo agua a un hervidor eléctrico y lo enciendo.

—Vale —dice Obenko cuando se calma un poco—. Vas a verlo esta noche, ¿verdad?

Respiro hondo. Ahora llega la parte incómoda.

—No exactamente.

—¿«No exactamente»? —La voz de Obenko se vuelve peligrosamente suave—. ¿Qué cojones significa eso?

—Me ofrecí, pero no estaba interesado. —Siempre es mejor decir la verdad en este tipo de situaciones—. Dijo que se iban pronto y que estaba muy cansado.

Obenko empieza a maldecir de nuevo. Aprovecho el tiempo para abrir el envoltorio de una bolsita de té, ponerla en una taza y echarle agua hirviendo.

—¿Estás segura de que no lo vas a volver a ver? —pregunta cuando acaba con los insultos.

—Razonablemente segura, sí. —Soplo el té para enfriarlo—. No estaba interesado y punto.

Obenko se queda callado unos instantes.

—Vale —dice por fin—. La has cagado, pero ya resolveremos eso más tarde. De momento tenemos que averiguar qué hacer con Esguerra y las armas que van a inundar el país.

—¿Eliminarle? —sugiero. Mi té todavía está un poco caliente, pero aun así le doy un sorbo y disfruto del calor que me baja por la garganta. Es un placer muy simple, pero las mejores cosas de la vida siempre son muy simples. El olor de las lilas que florecen en primavera, el suave pelaje de un gato, el jugoso dulzor de una fresa madura… En los últimos años he aprendido a atesorar estas cosas, a exprimir cada gota de alegría en la vida.

—Del dicho al hecho hay mucho trecho. —Obenko parece frustrado—. Está más protegido que Putin.

—Ya. —Doy otro sorbo al té y cierro los ojos, esta vez paladeando el sabor—. Estoy segura de que encontrarás la forma.

—¿Cuándo ha dicho que se iba?

—No lo ha dicho. Solo ha dicho que pronto.

—Vale. —De repente, Obenko se impacienta—. Si contacta contigo, avísame de inmediato.

Y, antes de que pueda responder, cuelga.

Como tengo la tarde libre, decido disfrutar de un baño. Mi bañera, como el resto del apartamento, es pequeña y lóbrega, pero las he visto peores. Engalano la fealdad de ese baño estrecho con un par de velas perfumadas en el lavabo y burbujas en el agua y entonces me meto en la bañera; dejo escapar un suspiro de felicidad cuando me envuelve el calor.

Si pudiera elegir, siempre haría calor. Quienquiera que dijese que en el infierno hace mucho calor se equivocaba. El infierno es muy muy frío. Frío como un invierno ruso.

Estoy disfrutando en remojo cuando suena timbre. Se me disparan los latidos al instante y la adrenalina se me propaga por las venas.

No espero a nadie; lo que significa que solo pueden ser problemas.

Salgo de la bañera de un salto, me envuelvo en una toalla y corro hasta la sala principal del estudio. La ropa que me he quitado sigue en la cama, pero no tengo tiempo de ponérmela. En lugar de eso, me pongo un albornoz y cojo un arma del cajón de la mesita de noche.

Entonces respiro hondo y me acerco a la puerta, arma en ristre.

—¿Sí? —digo, y me paro a un par de pasos de la entrada. La puerta es de acero reforzado, pero la cerradura no. Podrían disparar a través de ella.

—Soy Lucas Kent. —La voz profunda, hablando en inglés, me sobresalta tanto que el arma me tiembla en la mano. El pulso se me vuelve a acelerar y me tiemblan las piernas.

¿Qué hace aquí? ¿Sabe algo Esguerra? ¿Alguien me ha traicionado? No dejo de darle vueltas a esas preguntas y el corazón me late desbocado, pero justo entonces se me ocurre el procedimiento más lógico.

—¿Qué pasa? —pregunto, procurando que mi voz no pierda su firmeza. Hay una explicación para la presencia de Kent sin que quiera matarme: Esguerra ha cambiado de opinión. En cuyo caso, tengo que actuar como la inocente civil que se supone que soy.

—Quiero hablar contigo —dice Kent, y oigo en su voz un deje divertido—. ¿Vas a abrir la puerta o vamos a seguir hablando a través de ocho centímetros de acero?

«Mierda». Eso no suena a que Esguerra lo haya enviado a por mí.

Barajo rápidamente mis opciones. Puedo quedarme encerrada en el apartamento y esperar que no consiga entrar —o cogerme cuando salga, algo que es inevitable porque en algún momento tendré que salir— o puedo correr el riesgo de suponer que no sabe quién soy y actuar con normalidad.

—¿Por qué quieres hablar conmigo? —pregunto para ganar tiempo. Es una pregunta lógica. Cualquier mujer en esta situación sería precavida, no solo si tiene algo que ocultar—. ¿Qué quieres?

—A ti.

Esas dos palabras, pronunciadas con su voz profunda, me asestan un golpe. Los pulmones dejan de funcionarme y miro a la puerta, poseída por un pánico irracional. No me equivocaba, cuando me preguntaba si yo le atraía. Sí, al parecer la razón por la que no dejaba de mirarme era tan simple como la naturaleza misma.

Sí. Me desea.

Me esfuerzo por respirar. Debería ser un alivio. No hay motivo para entrar en pánico. Los hombres me han deseado desde que tenía quince años y he aprendido a lidiar con ello, a volver su lujuria a mi favor. Esto no es diferente.

«Salvo que Kent es más duro y más peligroso que la mayoría».

No. Silencio esa vocecilla y respiro hondo mientras bajo el arma. Al hacerlo, vislumbro mi imagen en el espejo del pasillo. Los ojos azules abiertos como platos en una cara pálida, el cabello recogido de cualquier manera con varios rizos húmedos que me caen por el cuello. Con el albornoz abrochado y el arma en la mano, no me parezco en nada a la chica elegante que había intentado seducir al jefe de Kent.

Tomo una decisión y grito:

—¡Un momento!

Podría intentar negarle a Lucas Kent la entrada a mi apartamento —no sería muy sospechoso tratándose de una mujer sola—, pero lo más sensato sería aprovechar esta oportunidad para conseguir algo de información.

Como mínimo, puedo intentar averiguar cuándo se va Esguerra y contárselo a Obenko, para compensar parte del fracaso anterior.

Con rapidez, escondo el arma en un cajón bajo el espejo del pasillo y me suelto el pelo para dejar que los gruesos y rubios mechones me caigan por la espalda. Ya me he quitado el maquillaje, pero tengo la piel suave y mis pestañas son marrones al natural, así que tampoco estoy tan mal. En cualquier caso, así parezco más joven e inocente.

Más como «la chica de al lado», como les gusta decir a los estadounidenses.

Ya segura de estar presentable, me acerco a la puerta y abro la cerradura, tratando de no hacer caso del fuerte y frenético latido de mi corazón.

3

Yulia

Entra a mi apartamento en cuanto la puerta se abre. Sin dudar, sin saludar; entra sin más.

Sorprendida, doy un paso atrás; el pasillo, corto y estrecho, de pronto se me antoja tan pequeño que me agobia. Había olvidado lo grande que es Kent, lo anchos que son sus hombros. Yo soy alta para ser mujer —lo bastante para fingir ser modelo si la tarea lo requiere—, pero él me saca una cabeza. Con el grueso abrigo que lleva, ocupa casi todo el pasillo.

Aún sin mediar palabra, cierra la puerta tras él y se me acerca. Me aparto de manera instintiva, sintiéndome como una presa acorralada.

—Hola, Yulia —murmura, y se detiene cuando salimos del pasillo. Su pálida mirada está fija en mi rostro—. No esperaba verte así.

Trago saliva, tengo el pulso disparado.

—Acabo de darme un baño. —Quiero parecer tranquila y segura, pero me tiene totalmente desconcertada—. No esperaba visitas.

—No, ya lo veo. —Sus labios forman una leve sonrisa que suaviza las duras líneas de su boca—. Y, aun así, me has dejado entrar. ¿Por qué?

—Porque no quería seguir hablando a través de la puerta. —Respiro para serenarme—. ¿Quieres un poco de té? —Es una pregunta estúpida, teniendo en cuenta para qué está aquí, pero necesito unos instantes para recomponerme.

Alza las cejas.

—¿Té? No, gracias.

—¿Te guardo entonces el abrigo? —Parece que no puedo dejar de hacer de anfitriona; uso la cortesía para ocultar la ansiedad—. Tiene pinta de dar calor.

Me mira con aire divertido.

—Claro. —Se quita el abrigo y me lo da. Quedan a la vista un jersey negro y unos vaqueros oscuros remetidos en unas botas negras de invierno. Los vaqueros se le ciñen a las piernas y le marcan unos muslos musculosos y unas pantorrillas fuertes; y veo que en el cinturón lleva una funda con un arma dentro.

De manera irracional, se me acelera la respiración al verla y me las veo y me las deseo para que no me tiemblen las manos cuando cojo el abrigo y me acerco a colgarlo en el armarito. No me sorprende que vaya armado —me sorprendería que no lo estuviese—, pero el arma es un potente recordatorio de quién es Lucas Kent.

De qué es Lucas Kent.

No es para tanto, me digo, intentando calmar mis nervios crispados. Estoy acostumbrada a los hombres peligrosos. Me crie entre ellos. Este hombre no es tan distinto. Me acostaré con él, conseguiré la información que pueda y después saldrá de mi vida.

Sí, eso es. Cuanto antes lo haga, antes acabará todo.

Cierro la puerta del armario, esbozo una sonrisa ensayada y me doy la vuelta para mirarlo, al fin lista para retomar el papel de seductora segura de sí misma.

Pero él ya está a mi lado, ha cruzado la habitación sin hacer un solo ruido.

Mi pulso se vuelve a disparar y mi compostura se va al garete. Está lo bastante cerca para ver las estriaciones grises de sus ojos azul pálido, lo bastante cerca para tocarme.

Y, al cabo de un segundo, me toca. Levanta la mano y me roza la mandíbula con los nudillos.

Le miro, confundida por la respuesta instantánea de mi cuerpo. Me aumenta la temperatura y se me endurecen los pezones, mi respiración es cada vez más rápida. No tiene sentido que este extraño rudo y despiadado me ponga tanto. Su jefe es más atractivo, más llamativo y, sin embargo, es a Kent a quien mi cuerpo reacciona. Lo único que me ha tocado hasta ahora es la cara. No debería ser nada, pero, de alguna manera, me resulta íntimo. Íntimo y perturbador.

Vuelvo a tragar saliva.

—Señor Kent, Lucas, ¿estás seguro de que no quieres algo de beber? Quizás un café o…

Mis palabras terminan con un suspiro jadeante cuando me coge el cinturón del albornoz y tira de él con tanta facilidad como sin abriera un paquete.

—No. —Mira cómo se abre el albornoz, que deja expuesto mi cuerpo desnudo—. Nada de café.

Y entonces me toca de verdad; con la palma de la mano, grande y fuerte, me recoge el pecho. Tiene los dedos encallecidos, ásperos. Fríos de estar en la calle. Mueve el pulgar sobre mi pezón endurecido y noto una sensación muy intensa desde lo más profundo de mi alma, una espiral de deseo tan desconocida como su roce.

Luchando contra el deseo de apartarme, me humedezco los labios.

—Eres muy directo, ¿no?

—No tengo tiempo para juegos. —Los ojos le resplandecen cuando vuelve a mover el pulgar sobre mi pezón—. Los dos sabemos por qué estoy aquí.

—Para acostarte conmigo.

—Sí. —No se molesta en suavizarlo, en ofrecerme algo más que la cruel verdad. Sigue sujetándome el pecho, tocando mi carne desnuda como si fuera su derecho—. Para acostarme contigo.

—¿Y si digo que no? —No sé por qué lo pregunto. No es así como se supone que deberían ir las cosas. Tendría que estar seduciéndolo, no intentando alejarlo. Pero algo en mi interior se rebela ante la suposición de que soy suya y puede hacerme lo que quiera. No es el primer hombre que lo supone, pero nunca me había molestado tanto. No sé qué ha cambiado esta vez, pero quiero que se aparte de mí, que deje de tocarme. Lo deseo con tanta fuerza que aprieto los puños y se me tensan los músculos por la necesidad de luchar.

—¿Estás diciendo que no? —Lo pregunta con calma, su pulgar rodea ahora mi areola. Mientras busco una respuesta, desliza su otra mano hasta mi pelo y me agarra posesivamente la nuca.

Lo miro y recupero el aliento.

—¿Y si fuera así? —Para mi disgusto, me sale una voz débil y asustada. Es como si fuera virgen otra vez, acorralada por mi entrenador en el vestuario—. ¿Te irías?

Esboza una media sonrisa.

—¿Tú qué crees? —Aprieta los dedos alrededor mi pelo y tira lo justo para que se note pero no duela. Su otra mano, la de mi pecho, continúa con suavidad, pero no importa.

Tengo mi respuesta.

Así que cuando quita la mano de mi pecho para deslizarla hasta mi vientre, no me resisto. En su lugar, separo las piernas para dejar que me toque el coño, recién depilado. Y cuando me introduce un dedo con brusquedad, no intento apartarme. Me quedo de pie, intentado controlar la respiración, intentando convencerme de que esto no es diferente de cualquier otro encargo.

Pero lo es.

No quiero que lo sea, pero lo es.

—Estás mojada —murmura, y me mira mientras me introduce aún más el dedo—. Muy mojada. ¿Siempre te excitas tanto con hombres a los que no deseas?

—¿Qué te hace pensar que no te deseo? —Para mi alivio, la voz me sale más firme esta vez. Lo pregunto con suavidad, casi con diversión, mientras sostengo su mirada—. Te he dejado entrar, ¿no?

—Te acercaste a él. —Kent tensa la mandíbula y me quita la mano de la nuca para agarrarme un mechón de pelo—. Antes le deseabas a él.

—Eso es. —Esa muestra de celos típicamente masculina me tranquiliza porque me coloca en un terreno que conozco. Consigo suavizar el tono, hacerlo más seductor—. Y ahora te deseo a ti. ¿Te molesta?

Kent entrecierra los ojos.

—No. —Me introduce un segundo dedo mientras presiona el pulgar contra mi clítoris—. Para nada.

Quiero decir algo inteligente, soltar una réplica ágil, pero no puedo. Me sacude un placer agudo y sorprendente. Se me tensan los músculos interiores aferrándose a sus dedos ásperos e invasores, y tengo que contenerme muchísimo para no gemir en voz alta. Alzo las manos involuntariamente para agarrarle el antebrazo. No sé si intento apartarle o hacer que siga, pero no importa. Bajo la suave lana del jersey noto que en su brazo hay músculos de acero. No puedo controlar sus movimientos; solo puedo aferrarme a él mientras empuja cada vez más en mi interior con sus dedos despiadados.

—Te gusta, ¿verdad? —murmura mirándome a los ojos y jadeo cuando empieza a mover el pulgar sobre mi clítoris, de lado a lado y después de arriba a abajo. Curva los dedos en mi interior y reprimo un gemido cuando alcanza un punto que envía una punzada de sensaciones aún más intensas a mis terminaciones nerviosas. Noto una espiral de sensaciones en mi interior, el placer se intensifica y me doy cuenta, sorprendida, de que estoy al borde del orgasmo.

Mi cuerpo, normalmente lento en responder, palpita de deseo ante el roce de un hombre que me da miedo; algo que me sorprende tanto como me perturba.

No sé si me lo ve en la cara o nota la tensión en mí, pero se le dilatan las pupilas y se le oscurecen los ojos.

—Sí, eso es. —Su voz es un murmullo grave y profundo—. Córrete para mí, preciosa. —Presiona con fuerza el pulgar contra mi clítoris—. Eso es.

Y lo hago. Con un gemido ahogado, alcanzo el clímax alrededor de sus dedos; los bordes de sus uñas cortas y afiladas se me clavan en la carne. Se me nubla la vista y siento un hormigueo en la piel mientras surco esta ola de sensaciones. Y entonces me dejo caer sobre él, solo sujeta por su mano en mi pelo y sus dedos dentro de mí.

—Muy bien —dice con voz profunda; y, cuando vuelvo a enfocar, veo que me mira atentamente—. Ha estado bien, ¿verdad?

No soy capaz ni de asentir, pero parece que no necesita confirmación. ¿Por qué iba a hacerlo? Noto la humedad en mi interior, que ahora cubre esos dedos duros y masculinos; unos dedos que aparta de mi lentamente, mirándome a la cara todo el tiempo. Quiero cerrar los ojos, o al menos apartar la vista de su penetrante mirada, pero no puedo. No sin demostrarle lo mucho que me asusta.

Así que, en lugar de echarme atrás, le observo yo a él y veo señales de excitación en sus fuertes rasgos. Tiene la mandíbula muy apretada al mirarme, un pequeño músculo palpita cerca de su oreja derecha. E, incluso a través de su bronceado tono de piel, veo el color intenso de sus afilados pómulos.

Me desea con todas sus fuerzas y saberlo me alienta a actuar.

Extiendo el brazo para agarrar el duro paquete de su entrepierna.

—Sí que ha estado bien —susurro, alzando la vista para mirarle—. Y ahora te toca a ti.

Se le dilatan aún más las pupilas e hincha el pecho con una inspiración profunda.

—Sí. —Su voz está cargada de lujuria, me acerca más a él agarrándome del pelo—. Sí, creo que me toca.

Y, antes de poder replantearme la prudencia de mi insolente provocación, baja la cabeza y atrapa mi boca con la suya.

Jadeo y entreabro la boca por la sorpresa, y él enseguida aprovecha la situación para besarme con pasión. Su boca, de apariencia dura, resulta sorprendentemente suave en la mía; sus labios son cálidos y delicados mientras su lengua explora con ansia el interior de mi boca. En ese beso hay habilidad y confianza; es el beso de un hombre que sabe cómo satisfacer a una mujer, cómo seducirla con el solo roce de sus labios.

El calor que hierve en mi interior se intensifica, la tensión dentro de mí vuelve a aumentar. Me sujeta tan cerca de él que mis pechos desnudos presionan contra su jersey, la lana me roza los duros pezones. Noto su erección a través de la áspera tela de sus vaqueros; presiona contra mi vientre y demuestra así cuánto me desea, lo frágiles que son en realidad sus pretensiones de control. Ni me doy cuenta de que el albornoz se me ha resbalado y me ha dejado completamente desnuda y me olvido de ello cuando él emite un gruñido gutural y me empuja contra la pared.

La inesperada superficie fría en mi espalda me aclara la mente por un instante, pero él ya se está desabrochando los pantalones, me separa las piernas con las rodillas y levanta la cabeza para mirarme. Oigo el rasgado de un paquete de aluminio y entonces me rodea el trasero para levantarme del suelo. Me agarro a sus hombros y se me acelera el corazón cuando me ordena con voz ronca:

—Rodéame con las piernas. —Y me baja hasta su rígido pene, todo esto mientras me sostiene la mirada.

La embestida es fuerte y profunda, me penetra hasta el fondo. Me tiembla la respiración por su fuerza, por esa brutalidad intransigente. Se me tensan los músculos internos a su alrededor, tratando en vano de impedir que entre. Su polla es tan grande como el resto de su cuerpo, tan larga y gruesa que me estira hasta llegar a doler. Si no estuviera tan mojada, me habría desgarrado. Pero estoy mojada y, tras unos instantes, mi cuerpo empieza a relajarse, a amoldarse a su grosor. De manera inconsciente, levanto las piernas y abrazo con ellas sus caderas tal y como me había dicho; la nueva postura hace que se deslice aún más dentro de mí, la sensación me hace gritar.

Entonces comienza a moverse, le centellean los ojos mientras me mira. Cada embestida es tan fuerte como la primera, pero mi cuerpo ya no intenta luchar contra ellas. Estoy más mojada aún y eso facilita las penetraciones. Cada vez que me embiste, su ingle presiona contra mi sexo y me presiona el clítoris; vuelvo a sentir la tensión de mi interior, que aumenta a cada segundo. Me doy cuenta, anonadada, de que estoy a punto de alcanzar mi segundo orgasmo… y entonces sucede, la tensión alcanza su clímax y explota, diluyendo mis pensamientos y electrificando mis terminaciones nerviosas.

Noto mis propias palpitaciones, noto cómo mis músculos aprietan y liberan su pene, y entonces veo su mirada desenfocada cuando deja de embestir. Un gemido ronco y profundo se escapa de su garganta mientras presiona contra mí y sé que él también se ha corrido: mi orgasmo lo ha llevado al límite.

Estoy jadeando, lo miro, observo que sus pálidos ojos azules vuelven a centrarse en mí. Sigue en mi interior y, de repente, me abruma la intimidad de la situación. Él no es nadie para mí, es un extraño, pero aun así me ha follado.

Me ha follado y yo se lo he permitido porque es mi trabajo.

Trago saliva y le empujo en el pecho mientras separo las piernas de su cintura.

—Por favor, déjame bajar. —Sé que debería hacerle arrumacos y alimentar su ego. Debería decirle lo fantástico que ha sido, que me ha dado más placer que nadie. No mentiría; nunca me había corrido dos veces con un hombre. Pero no consigo hacerlo. Me siento demasiado desnuda, demasiado expuesta.

Pero con este hombre no tengo el control y saberlo me asusta.

No sé si lo nota o solo quiere jugar conmigo, pero en sus labios aparece una sonrisa sarcástica.

—Ya es tarde para arrepentirse, guapa —murmura; y, antes de poder responderle, me baja y deja de agarrarme el culo. Su suave pene sale de mi cuerpo cuando se aleja y veo, todavía respirando de manera irregular, cómo se quita el condón con indiferencia y lo tira al suelo.

Por algún motivo, esa acción me hace ruborizar. Hay algo malo, sucio, en ese condón ahí tirado. Puede que sea porque me siento como él: usada y desechada. Veo el albornoz en el suelo y voy a recogerlo, pero la mano de Lucas sobre mi brazo me detiene.

—¿Qué haces? —pregunta, mirándome. No parece preocupado en lo más mínimo por seguir con los vaqueros desabrochados y la polla al aire—. Todavía no hemos acabado.

Se me corta la respiración.

—Ah, ¿no?

—No —dice mientras se acerca. Para mi sorpresa, noto cómo se le pone dura contra mi estómago—. Ni de coña.

Y, sujetándome del brazo, me lleva hacia la cama.

4

Yulia

Agitada, me siento en el borde de la cama y veo a Lucas desvestirse.

Primero, se quita el jersey, bajo el que lleva una camiseta ajustada sobre el pecho musculoso. Luego, se quita los zapatos y se baja los vaqueros y los calzoncillos negros. Tiene las piernas tan fuertes como le adivinaba a través de la ropa, de músculo grueso e igual de bronceadas que el rostro. Su polla, ya dura de nuevo, sobresale del nido de pelo rubio en su ingle, y cuando se quita la camiseta, le veo unos abdominales bien definidos y un pecho esculpido.

Lucas Kent tiene el cuerpo de un atleta, bonito y de una fuerza contundente.

Mientras lo miro, me doy cuenta de las ganas extrañas que tengo de tocarlo. No por complacerlo o porque sea lo que espera de mí, sino porque me apetece. Quiero saber cómo es tocar sus músculos con la yema de los dedos, si su piel bronceada es lisa o áspera. Quiero lamerle el cuello, colocar la lengua en el hueco por encima de su clavícula y descubrir cómo sabe esa piel de aspecto cálido.

No tiene sentido, pero lo deseo. Lo deseo a pesar de estar dolorida por su sexo duro e incluso sabiendo que esto solo es una misión y nada más.

Se quita los vaqueros y los calzoncillos y los aparta para luego acercarse a mí. No me muevo cuando se acerca. Apenas respiro cuando lo tengo al lado, se detiene y se pone en cuclillas.

—Túmbate —murmura, agarrándome las pantorrillas y, a la que me doy cuenta de lo que está haciendo, me empuja hacia él hasta que mi trasero sobresale parcialmente del colchón.

—¿Qué estás...? —comienzo a decir, pero me ignora, usando una mano fuerte para empujarme sobre el colchón. Caigo sobre la espalda, el corazón me late muy fuerte, y luego lo noto.

Su cálido aliento sobre mi sexo mientras me separa los muslos.

Mi respiración se acelera de nuevo, el calor surge a través de mi cuerpo mientras presiona un beso en mis pliegues cerrados, sus labios suaves y dulces.

Apenas ejerce presión sobre mi clítoris, pero soy tan sensible a causa de mis orgasmos anteriores que incluso ese toque ligero me vuelve loca. Jadeo, me arqueo hacia él, y se ríe suavemente; ese sonido grave y masculino crea vibraciones que viajan a través de mi carne, aumentando el creciente dolor dentro de mí.

—Lucas, espera. —Me quedo sin aliento, aterrada por la necesidad que está creando dentro de mí. El techo desaparece frente a mis ojos—. Espera, no…

Me ignora una vez más, su lengua se desliza sobre mi coño y se adentra en mi abertura. Cuando comienza a follarme con la lengua, me olvido de lo que iba a decir. Me olvido de todo. Cierro los ojos y el mundo a mi alrededor desaparece, dejando solo la oscuridad y la sensación de su lengua penetrando mi coño empapado, hacia dentro y hacia fuera. El fuego que arde dentro de mí es candente, tengo la carne tan hinchada y sensible que su lengua se me antoja grande como una polla. Salvo que es más suave y más flexible. A medida que mueve la lengua más arriba, dando vueltas alrededor de mi clítoris, me tenso y noto como si una cuerda se enrollara cada vez más.

—Lucas, por favor... —Las palabras salen en un gemido suplicante. No sé lo que estoy pidiendo... porque cierra los labios alrededor de mi clítoris palpitante y lo chupa. Ligeramente, suavemente, usando solo sus labios mientras su lengua lame la parte superior. Y es suficiente. Con eso basta. Se me curvan los dedos de los pies, la tensión se acumula en una bola palpitante en mi sexo mientras me arqueo y luego me viene un grito ahogado cuando el orgasmo me atraviesa con una fuerza cegadora. Cada célula de mi cuerpo se llena con el placer vibrante y el corazón me late a toda velocidad en el pecho.

Antes de que pueda recuperarme, me da la vuelta boca abajo, inclinándome sobre el borde de la cama. Luego oigo un paquete de papel aluminio rasgarse y un segundo después, se me acerca, su gruesa polla me atraviesa, estirándome una vez más. Jadeo, me agarro a las sábanas mientras me folla con un ritmo duro y rápido, penetrándome tan fuerte que debería doler, aunque ahora no pienso en eso. Lo único que siento es deseo. Estoy inundada, borracha de las sensaciones que me despierta. Mientras me penetra, sus movimientos fuerzan mi sexo contra el borde del colchón, presionando rítmicamente mi clítoris, y exploto de nuevo, gritando su nombre. Pero no se detiene.

Sigue follándome, me clava los dedos en las caderas mientras sigue introduciéndose en mí, una y otra vez.

Me despierto enredada con él, con nuestros cuerpos pegados por el sudor pegajoso. No recuerdo haberme quedado dormida en sus brazos, pero debe de haber sido así, porque ahí es donde estoy, rodeada por su fuerte cuerpo.

Está oscuro y él está dormido. Oigo su respiración regular y siento el ascenso y caída de su pecho mientras mi cabeza descansa sobre su hombro. Tengo la boca seca y la vejiga llena, así que intento salir de debajo de su brazo pesado, que de inmediato se ciñe a mi alrededor.

—¿A dónde vas? —La voz de Lucas suena ronca por el sueño.

—Al baño —le digo con cautela—. Tengo que orinar.

Levanta el brazo y saca la pierna de mis pantorrillas.

—Vale. Ve.

Me alejo de él y me siento, haciendo una mueca por el dolor que siento en mi interior. No sé cuánto tiempo me folló la segunda vez, pero podría haber sido una hora o más. Perdí la cuenta de cuántas veces me corrí; los orgasmos se fusionaron en una ola interminable de subidas y bajadas.

Me tiemblan las piernas mientras me pongo de pie, los muslos internos me duelen de abrirlos de par en par. Después de cogerme por detrás, me dio la vuelta y me agarró por los tobillos, manteniendo mis piernas abiertas mientras me follaba, empujando con tanta fuerza que le supliqué que parara. No lo hizo, por supuesto. Simplemente movió las caderas, cambiando el ángulo de sus embestidas para llegar a ese punto sensible dentro de mí y me olvidé del dolor, perdida en el placer abrumador del sexo.

Respirando profundamente, me obligo a volver al presente, la vejiga me recuerda otra necesidad abrumadora. Temblorosa, voy al baño y hago mis necesidades. Luego me lavo las manos, me cepillo los dientes y me lavo la cara con agua fría, tratando de recuperar el equilibrio.

Todo está bien, me digo a mí misma mientras me miro la cara pálida en el espejo. Todo va según el plan. El buen sexo es una ventaja, no es un problema. ¿Y si este extraño despiadado me hace responder de esta manera? No significa nada. Es solo follar, un acto físico sin sentido.

Excepto que con él sí lo tiene.

No. Cierro los ojos con fuerza para alejar esa vocecilla y me echo más agua en la cara para limpiarme las dudas. Tengo trabajo que hacer y no hay nada de malo en tratar esta noche como una ventaja del trabajo.

No hay nada de malo en permitirme sentir placer, siempre y cuando no signifique nada.

Cuando ya me siento algo mejor, vuelvo a la cama, donde Lucas me está esperando. En cuanto me acuesto a su lado, me empuja contra él, curvando su cuerpo a mi alrededor desde la parte posterior y cubriéndonos a ambos con una manta. Dejo escapar un suspiro de placer mientras su calidez me rodea. Este hombre es como un horno, genera tanto calor que me abrasa; no hace el frío que suele hacer en mi apartamento.

—¿Cuándo te vas? —pregunto con tiento mientras me acomoda, colocando mi cabeza sobre su brazo extendido y cubriendo con su otro brazo mi cadera. Esto es lo que necesito saber, lo que le debo decir a Obenko por mi fracaso, pero algo se remueve dentro de mí mientras espero la respuesta de Lucas.

Esa punzada de emoción… espero que no sea pesar por saber que se irá.

No tendría sentido.

Lucas acaricia mi oreja.

—Por la mañana —susurra, con los dientes me roza el lóbulo de la oreja. Su aliento envía un escalofrío cálido—. Tengo que estar fuera de aquí en un par de horas.

—Oh.

Hago caso omiso a la punzada irracional de tristeza y hago una rápida operación mental. Según el reloj digital de mi mesita de noche, son algo más de las cuatro de la mañana. Si tiene que salir de mi departamento alrededor de las seis, entonces su avión debe de salir a las ocho o nueve de la mañana.

Obenko no tiene mucho tiempo para hacer lo que tiene planeado para Esguerra.

—¿No puedes quedarte más tiempo? —Giro la cabeza para rozar con los labios el brazo extendido de Lucas. Es el tipo de pregunta que hace una mujer que siente algo por un hombre, así que no tengo miedo de que pueda sospechar.

Se ríe suavemente.

—No, bonita, no puedo. Deberías alegrarte. —Alarga el brazo y desliza la mano hasta acariciarme el sexo—. Con lo dolorida que me dijiste que estabas...

Trago saliva, recordando cómo supliqué misericordia al final de esa sesión maratoniana de sexo, tenía el interior en carne viva de tanto follar. Increíblemente, siento una sensación renovada al recordarlo y al recordar el contacto de esa mano grande y fuerte entre mis piernas.

—Lo estoy —le susurro, con la esperanza de que se detenga y, al mismo tiempo, espero que no lo haga.

Para mi alivio y decepción, mueve la mano hacia mi cadera, a pesar de que nota su polla apretada contra mi culo. El tipo es una máquina sexual de lujuria imparable. Según el archivo que me dieron, tiene treinta y cuatro años. La mayoría de los hombres que han pasado la adolescencia no quieren tener relaciones sexuales tres veces por noche. Una vez o dos, quizá. ¿Pero tres veces? Su polla no debería ponerse así de tiesa con tan poca provocación.

Y eso hace que me pregunte cuánto tiempo ha pasado desde que Lucas Kent estuvo con una mujer.

—¿Regresarás pronto? —pregunto, dejando de lado ese pensamiento. Es ridículo, pero la idea de que esté con otras mujeres, dándoles la clase de placer que me ha dado a mí, hace que se me contraiga el pecho de una manera desagradable.

—No lo sé —dice, moviéndose para que su erección se apoye más cómodamente contra mi trasero—. Tal vez algún día.

—Ya veo. —Miro la oscuridad, luchando contra esa parte de mí que quiere gritar como un niño al que se le priva de su juguete favorito. Esto no es real, nada de esto es real. Incluso si fuera una intérprete de verdad sabría que esto no es más que un lío de una noche. Pero no soy la chica despreocupada y fácil que finjo ser. No he follado con él por diversión; lo he hecho para obtener información y, ahora que la tengo, debo llevársela a Obenko de inmediato.

Cuando la respiración de Lucas se apaga, lo que significa que se ha vuelto a quedar dormido, cojo mi teléfono cuidadosamente. Está en la mesita de noche, a menos de treinta centímetros de distancia, y me las arreglo para agarrarlo sin molestar a Lucas, que todavía me tiene agarrada. Ignorando el creciente dolor en mi pecho, escribo un mensaje codificado a Obenko, haciéndole saber que Kent está conmigo y a qué hora piensa irse.

Si mi jefe planea atacar a Esguerra, este momento es tan bueno como cualquier otro, ya que al menos un hombre del equipo de seguridad de Esguerra está fuera de juego.

En cuanto se envía el mensaje de texto, lo borro del teléfono y vuelvo a dejar el móvil en la mesita de noche. Luego cierro los ojos y me obligo a relajarme contra el duro cuerpo de Lucas.

Mi trabajo está hecho, para bien o para mal.

5

Lucas

Me despierto con la sensación poco familiar de un cuerpo bonito en mis brazos y el leve olor a melocotones en mi nariz. Al abrir los ojos, veo el pelo rubio enmarañado extendido sobre la almohada frente a mí y un hombro delgado y pálido asomándose por debajo de la manta.

Me sobresalto, pero al poco me acuerdo.

Estoy con Yulia Tzakova, la intérprete contratada por los rusos para la reunión de ayer.

Me vienen los recuerdos de anoche y me arde la sangre. Joder, fue superexcitante.

Todo en ella era perfecto, solo pensar en ese sexo tan intenso me la pone dura. No sé qué esperaba cuando aparecí en su puerta, pero no era lo que sucedió anoche.

La había observado durante toda la reunión, disfrutando de la forma en que tradujo sin esfuerzo, con una voz suave y sin acento. No fue una sorpresa que llamara mi atención. Siempre me han gustado las rubias altas y con piernas largas, y Yulia Tzakova es tan bella como ellas, con esos ojos claros azules y su fina estructura ósea. No comió gran cosa durante la comida, solo mordisqueó un par de aperitivos, pero bebió té y me vi mirando cómo sus labios rosados y brillantes tocaban el borde de su taza de porcelana… en la suave columna blanca de su garganta, que se movía mientras tragaba. Quería sentir esos labios cerrándose alrededor de la base de mi polla y ver su garganta moverse mientras tragaba mi semen. Quería quitarle esa ropa elegante y doblarla sobre la mesa, para agarrarle ese cabello largo y sedoso mientras la penetraba, follándola hasta que gritara y se corriera.

La deseaba a ella… y ella solo parecía tener ojos para Esguerra.

Incluso ahora, saber que se acercó a mi jefe me deja un sabor amargo en la boca. No debería importarme, Esguerra siempre ha sido un imán para las chicas y eso siempre me ha dado igual. De hecho, me divierte la forma en que las mujeres se le echan encima, aun cuando sospechan cómo es de verdad. Incluso su nueva esposa, una bonita y pequeña niña estadounidense que secuestró hace casi dos años, parece haberse enamorado de él. Es lógico que Yulia intente seducirlo, o al menos eso es lo que me dije a mí mismo mientras miraba cómo ella se comía a Esguerra con los ojos durante toda la reunión.

Si ella lo deseaba, para él sería bienvenida.

Pero él no la deseaba. Me sorprendió esa última parte, aunque en los últimos dos años no lo he visto liarse con ninguna mujer. Si por él fuera, se pasaría todo el tiempo en su isla privada. Hasta hace unos meses no supe que tenía a su chica estadounidense allí, con la que terminó casándose. La chica, Nora, debe de haber satisfecho sus necesidades todo el tiempo. Seguro que aún lo hace y excepcionalmente bien, dado que Esguerra no le dedicó ni una mirada a Yulia.

Estuve tentado a olvidarme también de la intérprete, pero él me pidió que la cacheara. Ella estaba allí temblando con su elegante abrigo y tuve la oportunidad de sentirla, de pasar mis manos sobre su cuerpo en busca de armas. No había ninguna, pero su respiración cambió cuando la toqué. No me miró, no se movió, pero noté un ligero tirón en su respiración y vi que se le enrojecían las mejillas pálidas. Hasta ese momento, no pensé que se hubiera fijado en mí, pero entonces me di cuenta de que así era y que, por algún motivo, había estado forcejeando contra esa atracción hacia mí. Así pues, cuando Esguerra rechazó su invitación, tomé la decisión impulsiva de seducirla.

Solo una noche y solo para aplacar el deseo.

No fue difícil obtener su dirección, lo que tardé en llamar a Buschekov, y luego me presenté en su puerta, esperando ver a la misma mujer soltera y confiada que coqueteaba con mi jefe.

Pero no fue la misma quien me saludó.

Era una niña que parecía poco más que una adolescente, con su hermoso rostro sin maquillar y su cuerpo alto y esbelto envuelto en una bata nada elegante. Me dejó entrar en su piso después de decirle explícitamente lo que quería, pero la mirada de sus grandes ojos azules era la de un conejillo asustado. Durante un instante, dudé de si me quería allí; parecía tan nerviosa como un animalillo frente a un zorro. Su ansiedad era tan palpable que me pregunté si había cometido un error al ir, si de alguna manera había interpretado mal su experiencia o el nivel de su interés en mí.

Solo una caricia, me dije mientras me cogía el abrigo. Solo una caricia y si ella no quiere, me voy, pensé. Nunca había forzado a una mujer en mi vida y no tenía la intención de hacerlo con ella, con una chica que parecía extrañamente inocente a pesar de sus conexiones corruptas con el Kremlin.

Una chica a la que deseaba más con cada segundo que pasaba.

Me dije que me limitaría a esa caricia, pero en cuanto la toqué, supe que mentía. Su piel cremosa era suave como la de un bebé, los huesos de su mandíbula tan delicados que eran casi frágiles. Mi mano parecía marrón y áspera en comparación con su perfección pálida; mi palma se veía tan grande que podría haberle aplastado la cara con un apretón fuerte.

Se quedó inmóvil cuando la toqué y noté el pulso latiendo a un lado de su cuello. Cuando la registré antes, olía caro, como un perfume elegante, pero ese ya no era el caso. De pie frente a mí, con las mejillas coloradas, olía a melocotones e inocencia. Lógicamente, sabía que tenía que ser por el gel de ducha, pero aún se me hacía la boca agua por las ganas de lamerla, de probar esa carne limpia y con aroma a fruta.

De ver lo que escondía debajo de esa bata grande y tan poco sexi.

Dijo algo acerca de una copa, o tal vez era café, pero apenas la escuché, toda mi atención estaba en la piel pálida que se veía por la parte superior de su bata.

—No —le dije automáticamente—, nada de café.

Y luego alcancé el lazo de su bata, mis manos parecía que actuaban por su propia cuenta. La prenda cayó con un leve tirón, revelando un cuerpo sacado de mis sueños más húmedos. Pechos altos y grandes con pezones rosados duros, una cintura lo suficientemente pequeña para agarrar con las manos, caderas suavemente curvas y piernas muy largas. Y entre esas piernas, ni siquiera un indicio de vello, solo el montículo liso y desnudo de su coño.

Se me puso tan dura la polla que dolió.

Ella se sonrojó aún más, un rubor apareció en su rostro y su pecho, y se evaporó cualquier autocontrol que yo pudiera tener. Acaricié su pecho, moví mi pulgar sobre su pezón y observé sus pupilas expandirse, oscureciendo sus ojos azules.

Estaba respondiendo. Todavía asustada, quizás, pero respondía al tacto.

No era mucho, pero bastaba. No podría haberme marchado en ese punto ni aunque una bomba hubiera explotado junto a nosotros.

—Eres muy directo, ¿verdad? —susurró, mirándome, y le dije que no tenía tiempo para jugar. Era cierto, aunque solo fuera porque notaba que me sentía más intenso, más violento que cualquier cosa que hubiera conocido antes. En ese momento, hubiera hecho lo que fuera necesario, cruzar cualquier línea y hasta cometer algún crimen.

—¿Y si digo que no? —preguntó, su voz temblaba ligeramente, y pensó en todo lo que podía pasar si, de hecho, decía que no.

—¿A ti qué te parece? —pregunté, deteniéndome mientras intentaba adivinar la respuesta, pero no respondió. Debía de notar esas ganas enormes dentro de mí y decidió no seguir jugando. Vi la aceptación en sus ojos, sentí la forma en que se inclinaba hacia mí, como si me concediera permiso.

Entonces la toqué y sentí el calor suave entre sus piernas. La penetré con un dedo y noté su humedad.

Me deseaba… a no ser que no estuviera húmeda por mí. A no ser estuviera pensando en Esguerra en ese momento. Esa idea me llenó de rabia.

—¿Siempre te mojas tanto con los hombres que no deseas? —le pregunté, incapaz de ocultar mis celos irracionales, y ella me dijo que sí me deseaba. Antes había deseado a Esguerra y ahora me deseaba a mí.

—¿Te molesta eso? —preguntó, y por primera vez desde que llegué a su apartamento, parecía la mujer experimentada y segura del restaurante en vez de la chica asustada que me había saludado en la puerta.

La dicotomía me fascinó y me excitó, incluso cuando la rabia continuaba ardiendo en mis venas.

—No —le dije, empujando otro dedo en su sexo resbaladizo y encontrando su clítoris con mi pulgar—. Para nada.

Su mirada se suavizó y se desenfocó un poco; noté que me apretaba los dedos con el sexo y que se volvía aún más húmedo al tacto. Me agarró el brazo como si quisiera detenerme, pero su cuerpo dio la bienvenida a mis caricias. La miré atentamente, observando cada expresión en su rostro, escuchando cada jadeo y gemido mientras movía mis dedos dentro y alrededor de su coño. Estaba receptiva, tanto, que no tardé en aprender lo que le gustaba, lo que hacía que se me mojaran los dedos. Notaba su cuerpo empezando a tensarse, su respiración acelerada y se me puso la polla tan dura que parecía que iba a estallar.

—Sí, eso es. —Presioné su clítoris con fuerza—. Córrete para mí, preciosa, así.

Y lo hizo. Su mirada se volvió distante, ciega, y su coño se estremeció entre mis dedos. La sostuve hasta que sus contracciones se detuvieron, mi mano todavía agarraba su cabello sedoso, y le dije con satisfacción:

—Muy bien. No ha estado mal, ¿no?

Al principio no me respondió y, por un momento, volví a preguntarme si la había malinterpretado, si de algún modo la estaba forzando a ello. Pero luego extendió la mano y con atrevimiento me agarró las pelotas por encima de los vaqueros.

—Ha estado bien —susurró, mirándome—. Ahora te toca a ti.

Y no necesité nada más. Me sentía como una bestia desatada, pero de alguna manera me las arreglé para besarla de una manera casi civilizada, saboreando sus labios en lugar de devorarlos, mientras por dentro moría por hacerlo. Su boca era deliciosa, como el té caliente y la miel y, por un instante, pude mantener algo de control, fingir que no era un salvaje lleno de lujuria.

Pero realmente lo era y cuando se le resbaló la bata por los hombros, estallé; la empujé contra la pared. Gracias a las dos décadas de experiencia, me acordé de ponerme un condón y al momento la estaba levantando y diciéndole que me envolviera con sus piernas mientras la embestía, incapaz de esperar ni un segundo más.

Se ceñía a mi alrededor, tan increíblemente prieta y caliente que casi me corrí, sobre todo al notar que contraía el coño y se tensaba todo su cuerpo ante mi embestida. Preocupado por si le había hecho daño, me detuve un momento, esperando hasta que subiera bien las piernas y se agarrara a mis caderas, y luego comencé a follarla duro, con un deseo intensísimo que no había experimentado nunca. Quería estar dentro y no volver a salir, tomarla tan fuerte hasta dejar mi huella en sus carnes.

La observé mientras la follaba y supe el momento exacto en que alcanzaba el clímax. Sus ojos se agrandaron, como por sorpresa, y luego noté que se le estremecía el sexo y le entraban espasmos. La sensación era tan intensa que no pude contener mi propio orgasmo. Me inundó incontrolablemente y hundí mi pelvis en ella; necesitaba metérsela tan adentro como pudiera, fundirme con ella en este placer explosivo y alucinante.

Fue el mejor clímax de mi vida. Me sentía drogado, consumido por su sabor y su tacto, y por unos momentos, pensé que para ella habría sido igual, pero luego me empujó.

—Déjame bajar, por favor —dijo, con expresión angustiada, y fue como un cubo de agua fría.

Le di dos orgasmos y ella me miraba como si la hubiera violado. Como si la hubiera asaltado en un callejón.

Algo dentro de mí se retorció y se endureció. Curvando mis labios en una sonrisa sardónica, dije:

—Ya es tarde para arrepentirse, guapa. —Bajándola para ponerme de pie, aparté mis manos de su culo firme y bien proporcionado. Mi polla se deslizó hacia fuera de ella cuando di un paso atrás y el condón, lleno de mi semen, comenzó a soltarse.

Lo saqué y lo dejé caer al suelo. Sus ojos siguieron el movimiento y se puso colorada de nuevo. Estaba avergonzada por lo que había sucedido, me di cuenta, y me enfadé aún más.

Me invitó a entrar, dijo que me deseaba, su puto cuerpo me dijo que me deseaba, y ahora hacía como si todo hubiera sido un gran error.

Como si le faltara tiempo para huir de mí.