BELLA Y VALIENTE - Nalini Singh - E-Book

BELLA Y VALIENTE E-Book

Nalini Singh

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Beschreibung

Sabía que era peligroso... pero accedió a casarse con él En el corazón de Hira comenzaba a brillar la esperanza. Quizá se había casado con un hombre con el que merecía la pena construir un futuro. A su madre le habían preocupado las cicatrices de Mark, pero a ella le resultaba increíblemente atractivo. De hecho, aquellas marcas de su rostro le daban un aire peligrosamente masculino que despertaba en ella sentimientos e ideas que la escandalizaban. ¿Qué importaba el rostro de un hombre si tenía corazón? Y por un hombre con corazón, ella sería capaz de arriesgarlo todo...

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Seitenzahl: 209

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Nalini Singh. Todos los derechos reservados.

BELLA Y VALIENTE, Nº 1424 - abril 2012

Título original: Craving Beauty

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0008-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

–Con este lazo, tomo mi vida y la pongo en manos de Marc Pierre Bordeaux. Desde ahora y hasta la eternidad.

Hira sintió que el corazón se le rompía en mil pedazos al repetir las palabras rituales.

Con una sonrisa en los labios, la anciana que acompañaba a la joven ató un lazo de seda de color rojo a su muñeca y pasó el extremo sobrante por una abertura en la pared que dividía la zona de los hombres de la de las mujeres. La ceremonia matrimonial casi había concluido.

El que debería haber sido el día más hermoso de su vida marcaba, sin embargo, la destrucción de sus sueños. Sueños de amor, de familia, de ternura. Y es que en vez de haber sido cortejada antes de aceptar la proposición matrimonial, Hira Dazirah no había sido más que parte de un negocio.

Notó un tirón en la muñeca y el lazo se tensó al tiempo que una de las mujeres decía:

–Ya estáis unidos.

Al otro lado de la pared, se alzó una voz cantando bendiciones a la unión.

Según las costumbres de su país, Zulheil, en unos segundos Marc sería su esposo. Un hombre de sonrisa pausada y ojos llenos de tentación. Un hombre con rostro de guerrero y caminar de cazador. Un hombre que la había pedido como esposa a su padre como broche final para cerrar un trato.

Al principio lo había considerado un hombre diferente. Desde el principio, se había sentido atraída por la fuerza que emanaba y la manera en que la miraba, como si fuera algo precioso. Entonces le sonrió con esa forma suya de hacerlo lenta y ardorosamente. Incapaz de resistirse, su cuerpo pareció ablandarse y hasta derretirse en respuesta al brillo apasionado que reflejaban aquellos ojos.

Creyendo que aquella sonrisa correspondida auguraba el comienzo de algo especial, había esperado un cortejo por su parte. Por primera vez desde que Romaz la engañara, sintió que la esperanza volvía a florecer en ella.

Dos días después, y sin haber hablado siquiera con ella, pidió su mano y sus ilusiones para con el hermoso americano se hicieron añicos. En vez de querer conocerla, Marc había quedado hechizado con su aspecto externo, con la hermosura de su rostro. La decepción era tan inmensa que pesaba como una losa en su corazón.

–Ya está hecho –dijo Amira, la madre de Hira–. Las bendiciones han cesado. Estás casada, hija mía.

Hira miró a su madre y asintió asegurándose de que su rostro no mostraba la angustia que sentía. Se sentaron entonces en la suntuosa habitación rodeadas de las mujeres de la familia Dazirah, mujeres de afilada mirada que no perdían detalle de nada. Nunca avergonzaría a su madre saliéndose de las costumbres marcadas.

–Sé que no es lo que querías –continuó Amira acariciándole la mejilla–, pero todo saldrá bien. Tu esposo no parece un hombre cruel, aunque está asustado.

–No –susurró Hira.

A menos que incitar esperanza para luego aplastarla sea una forma de definir la crueldad, pensó pero no dijo nada. Romaz tampoco parecía un hombre cruel y aun así, le había roto el corazón y se había reído de ella. Hira había creído estar enamorada de él, tanto que había huido de su casa para fugarse con él, dispuesta a casarse aunque no contara con el consentimiento de su padre.

Había sido la única vez en su vida que había pensado hacer algo indecoroso para su familia. Aquel fatídico día, su felicidad le había parecido tan brillante como un arco iris, hermoso y puro.

Pero en cuanto Romaz la vio en la puerta de su humilde apartamento, la realidad mostró su cara más dura. Romaz no la quería a ella sino a su fortuna, pues el bello Romaz no quería trabajar en la vida sino prosperar en ella gracias al dinero de su mujer.

Ahora, casi seis meses después de que Romaz la despreciara porque su cuerpo no era suficiente para él, era irónico que se hubiera casado con un hombre al que no le importaba para nada su dinero sino sólo su cuerpo.

–¿Hija?

–Sí –contestó ella dando un respingo al oír la voz de su madre.

–Ven, es hora de que vayas a esperar a tu marido –dijo Amira con una sonrisa.

Hora de dejar que un extraño la tocara, pensó Hira furiosa. Fascinada por él en un primer momento, el hecho de que la considerara un objeto con el que negociar había convertido el deseo en furia. ¿Cómo se atrevía a reducirla a un mero adorno en el trato que había hecho con su padre?

Puede que Marc Bordeaux la hubiera desposado, pero no la poseería. Así no. Sin alegría y ternura no. No lo haría hasta que llegara a conocer el corazón del hombre que era.

Marc se apoyó en el marco de la puerta abierta, el cuerpo tenso por la expectación.

–¿Por qué pones esa cara? Es tu noche de bodas, no una ejecución –dijo tratando de imprimir un tono animoso, pero le resultaba difícil teniendo la tentación personificada ante sus ojos.

Hira estaba en el centro de la cama con dosel al estilo árabe puramente decadente. De los postes colgaban cortinas de rico terciopelo en tonos dorados mientras que la cama estaba vestida con sábanas de blanco satén que invitaban al pecado y la seducción. El lujoso tejido de las cortinas susurraba suavemente con la cálida brisa del desierto que se colaba por las puertas abiertas del balcón, dándole la bienvenida.

Era como si Zulheil entero lo apremiara a satisfacer el ansia de poseer a su esposa. Para completar la invitación, sus delicados pies reposaban sobre pétalos de rosa de color rosa pálido, el mismo tono del camisón que llevaba puesto.

Debería parecerle un sueño. Pero en lugar de eso, no había sino una mirada fría en sus ojos. La mujer que lo había cautivado sólo con una sonrisa se encontraba ahora bajo una campana de fría sofisticación.

–¿Qué te prometió mi padre en el trato? –preguntó entonces alzando una ceja de forma muy aristocrática–. Dímelo y te lo daré.

La voz culta mezclada con su exótico acento lo atravesó incitándolo aún más. Al fondo sonaba su voz, una dentellada de calor rápidamente sofocada por el hielo.

Apretó los puños que tenía dentro de los bolsillos de sus pantalones de esmoquin; una sensación de terror invadió la alegría con la que había empezado la noche.

–Tú accediste a este matrimonio, princesa –azuzado por la frialdad de Hira, lo que podría haber sido un término cariñoso sonó más como insulto–. Nunca deseé tener una esposa que no se sintiera feliz de ser mía.

Había estado deseando que esa noche llegara desde la primera vez que la vio asomada al balcón de su casa familiar en Abraz, la ciudad principal de Zulheil. Contemplaba las estrellas con una sonrisa soñadora y optimista al tiempo que iluminaba su hermoso rostro.

–Tu padre se negó a que te cortejara antes –añadió–. Ya debes saber lo anticuado que está. Tenía que ser con un matrimonio o nada y tenías elección –dijo Marc recordando su asombro ante la respuesta de Kerim Dazirah de que su hija no saldría con ningún hombre a menos que hubiera un matrimonio de por medio, lo que lo obligó a elegir en el momento.

Sin comprender sus propios sentimientos, se vio empujado a aceptar un matrimonio sin cortejo previo, arriesgándose tan sólo por la sonrisa que habían cruzado y que había sido para él un instante de pura felicidad. Ninguna mujer lo había hecho reaccionar con semejante ímpetu en su vida. Sólo Hira.

–Sí –contestó ella con suavidad, sus extraños ojos color miel fijos en un punto por encima del hombro de él–. Tuve que elegir. Igual que cualquier otra mujer que no es independiente económicamente, que no tiene manera de luchar por su libertad, ni oportunidad de escapar –su tono estaba desprovisto de emoción–. Tú eras mejor que la alternativa –añadió con profundo disgusto.

–¿Quién era? –preguntó él a quien no le gustaba la idea de verla con otro hombre aunque no hiciera más de una semana desde que se conocían. Desde aquel momento, la había considerado suya y sólo suya.

–Lo has conocido. Marir –dijo ella frunciendo sus labios jugosos.

–Pero si es una reliquia –dijo Marc recordando el encuentro con el empalagoso hombre de negocios que era una réplica del padre de Hira. Desde el primer momento le había resultado desagradable porque no dejaba de mirar a Hira mientras hacía los honores como anfitriona del banquete en nombre de su padre Kerim. Marc había visto cómo el viejo verde apenas lograba contener el deseo de relamerse.

Poseído de una rabia posesiva para la que aún no tenía derecho alguno, había tenido que esforzarse mucho para no dar un puñetazo a Marir.

–¿Qué le hizo pensar a tu padre que ese hombre podía ser un buen partido para ti? –preguntó a continuación. A pesar de no tener un rostro bello, Marc sabía que él sí era valioso para la familia Dazirah por las riquezas que poseía.

–Tiene sangre real. Le viene de lejos, pero está presente igualmente –dijo ella curvando los labios en una sonrisa amarga–. Mi padre siempre quiso unir lazos con la familia real.

Sus palabras asestaron un nuevo golpe a Marc. En sus venas no había más sangre real que en la más baja de las ratas.

–¿Entonces por qué aceptó mi proposición?

–A los ojos de mi padre, tú perteneces a la «realeza» americana. Además de ser un hombre de considerable fortuna, tienes negocios con el jeque y eres bienvenido en su casa. Para él estás lo suficientemente cerca de la realeza.

Marc apretó los puños con más fuerza aún, frustrado y rabioso. Pero también herido. ¿Por qué le dolía tanto que aquella hermosa mujer lo rechazara? ¿Por qué tenía la sensación de que algo indefiniblemente precioso se le estaba escapando de las manos?

–¿Entonces eso fue lo único que te empujó a elegirme a mí? ¿Que no era viejo y gordo? –dijo él omitiendo a propósito lo que ambos sabían. Puede que no fuera viejo y gordo, pero estaba desfigurado.

Las cicatrices surcaban el lado izquierdo de su rostro trazando líneas blancas. Pero su cuerpo ocultaba marcas más profundas. Hacía tiempo que se había acostumbrado a ellas, su confianza en sí mismo se fundaba en aspectos más importantes, pero su hermosa princesa de hielo ya se habría dado cuenta. Cuando vio que ella aceptaba su proposición, había pensado que las cicatrices no le importaban. Ahora se daba cuenta de que se había estado engañando. Los ojos de esta Bella no daban la bienvenida a esta particular Bestia.

Hira asintió con aristocrático gesto y la luz centelleante del pequeño candelabro ensalzó el brillo de los diamantes que colgaban de sus orejas.

–No te conozco. Eres un extraño. ¡Puede que mi padre se negara a que me cortejaras, pero tú no intentaste hablar conmigo ni una sola vez!

Lo cierto era que Marc había pedido varias veces que se le concediera hablar con ella antes de la boda, pero había acabado por aceptar la palabra de su padre diciendo que tal cosa no era costumbre en Zulheil. No estaba familiarizado con el ritual matrimonial de aquel país y no quería ofender a Kerim y perder así la mano de Hira. No era una excusa, pensó con dureza. Tenía que haber insistido con más fuerza.

–¿Cambiarán tus sentimientos cuando nos conozcamos? –preguntó él. A pesar de todo, continuaba deseando la calidez que poco antes le había regalado, pero no tenía intención de tomar algo que no le dieran libremente, ni siquiera aunque el deseo lo estuviera atravesando con violencia y su cuerpo estuviera tan excitado que casi le producía dolor físico.

De pronto, una sombra oscureció el brillo dorado de sus ojos.

–Una vez amé a un hombre –dijo ella bajando las largas pestañas–, y no creo que pueda amar de nuevo.

Sus palabras se convirtieron en una flecha que apuntaba directamente a su corazón, a sueños que apenas había reconocido pero que en ese momento sabía eran vitales para su existencia.

–¿Por qué te casaste conmigo entonces? ¿Por qué hacer de los dos unas personas infelices?

Ella levantó la cabeza y él vio la ira en aquellos ojos en cambio permanente.

–Mi padre me dijo que no firmarías el trato si no me casaba contigo. Ese trato es muy importante para mi familia.

–Pero el acuerdo principal ya se había firmado antes de que pidiera permiso para cortejarte –dijo él furioso–. Sólo quedaban pequeños detalles auxiliares por cerrar –se preguntaba si su bella rosa del desierto le creería. Era su palabra contra la de su padre.

Para su sorpresa, le pareció ver el brillo de las lágrimas en sus ojos.

–Pensé que se preocupaba un poco por mí… pero para él todo el valor que poseo es mi aspecto –dijo Hira. Aunque controló perfectamente el dolor, a él le dolió oír sus palabras–. Ahora sé que no siente nada por mí, si es capaz de manipularme con esa sangre fría para obligarme a casarme con un hombre con el que quiere hacer negocios.

Marc no podía soportar ver a aquella mujer orgullosa tan humillada. No era así como su bella esposa tenía que hablar, como si se sintiera perdida y sola. Acercándose a la cama, se sentó a su lado. Cuando extendió la mano para acariciarle la mejilla, Hira se quedó petrificada.

–No tengo intención de hacer nada en contra de tu deseo, así que no me mires como si fueras un animalillo desvalido.

–No me hables así –dijo ella levantando la cabeza.

Aquélla sí era la mujer de la que se había enamorado, una mujer de fuego y no de hielo. El deseo se despertó en él de nuevo, con renovadas energías. Sin pensar, sus dedos descendieron hasta rozar la delicada piel de su cuello. Ella se estremeció al contacto avivando con ello las esperanzas de Marc. Empujado por sueños que jamás imaginó poder experimentar, se inclinó hacia ella para probar el dulzor de su boca.

La cruda realidad, sin embargo, cayó sobre él cuando Hira giró la cabeza con un rápido movimiento.

Marc dejó caer la mano y se levantó de la cama. Mientras se dirigía hacia la puerta, trató de convencerse de que no importaba que lo hubiera rechazado.

–¿Me deseas acaso, Hira? –preguntó él consciente de que no había sutileza en sus palabras pero que necesitaba saber la verdad. Y a juzgar por la lujuria en los ojos de Hira y su confesión de haber tenido relación con otro hombre, supo que tenía que ser una mujer experimentada.

Le repugnaba la idea de aquel cuerpo esbelto y bronceado entrelazado con el de otro hombre a pesar de no haber sido nunca un hombre que juzgara a una mujer por su vida sexual. No era tan hipócrita. Excepto, al parecer, con aquella mujer. Estaba siendo una noche de muchas y desagradables sorpresas.

Con los ojos muy abiertos, su esposa levantó la vista de la colcha que cubría la cama, mientras aplastaba entre los dedos un pétalo de rosa. El dulce aroma de las flores flotaba en el aire.

–Lo único que conoces de mí es mi cara y mi cuerpo, no hay nada más que nos una. No creo en el hecho de dormir con un hombre a menos que se compartan sentimientos –dijo ella con voz temblorosa de principio a fin.

Y había dicho que no volvería a amar. El dolor que atenazaba su pecho empezaba a ser insoportable.

–¿Esperas que no te toque nunca? –preguntó él. Quería asegurarse de lo que quería decir Hira con sus palabras, asegurarse de que él se había rendido de forma inexplicable al tremendo deseo de poseer a una mujer que había visto una sola vez a la luz de la luna.

–Mi padre siempre tenía otra mujer. ¿No pueden hacer lo mismo los americanos? –dijo ella sin dejar de estrujar pétalos entre los dedos.

–¿Es costumbre común en Zulheil tener amantes? –preguntó él deteniéndose de golpe. Había creído que era una tierra de honor e integridad, en la que un hombre podía encontrar una mujer leal y hermosa, una mujer que pudiera ver la belleza en un cielo estrellado pero también en el rostro lleno de cicatrices de un hombre.

–No –dijo ella, pero sólo le sirvió de alivio momentáneo–. Se considera deshonesto y la mayoría de nuestras mujeres no lo permitiría. Si no pueden luchar ellas solas por su derecho a ser honradas como esposas, su clan luchará por ellas, aunque eso signifique la disolución del matrimonio –dijo ella mirándolo a los ojos, un fiero alegato en defensa de su país. Después sonrió aunque no era más que una parodia de la belleza–. Pero en mi familia sí había amantes. El clan de mi madre no la ayuda porque ella nunca les ha pedido ayuda. Mi padre la tiene sometida. Sólo se acostó con ella lo suficiente para que le diera herederos: mis dos hermanos. Tú puedes hacer lo mismo –dijo con la frialdad más absoluta.

Aquello fue un golpe para su masculinidad.

–Es evidente que tú no quieres tener un hijo –dijo él paseando la vista por su espléndido cuerpo.

Había sido un completo estúpido. Incluso después de las heridas sufridas a manos de Lydia, se había casado con una hermosa mujer pensando que algo más precioso, algo que el niño perdido de los pantanos había estado buscando toda la vida, se ocultaba bajo la superficie. Pero en vez de ello, había recibido justo lo que merecía.

–No te preocupes. No necesitaré herederos de momento.

Y girándose, abrió la puerta con una fuerza del todo innecesaria. Le disgustaba tanto la locura que había cometido que no confiaba en que pudiera estar en la misma habitación que ella. Aunque bien pudiera ser también que no era la ira lo que temía sino el peligroso jirón de esperanza que seguía albergando en su corazón que lo empujaba a perseverar en su lucha por el amor de su esposa. Y era esa esperanza la que no le permitiría acabar con su matrimonio, no hasta que descubriera cómo era en realidad la mujer con la que se había casado. ¿Fría y sofisticada o cálida e inocente como la que una vez lo miró con ojos tímidos pero acogedores?

Hira se quedó mirándolo con un nudo en el estómago que amenazaba con destruir la máscara de frialdad que se empeñaba en mostrar. Cuando el eco de sus pasos se extinguió, saltó de la cama y echó el cerrojo de la puerta con dedos temblorosos. Sólo entonces se derrumbó sobre el suelo y se mordió los nudillos para que nadie escuchara los sollozos. Las lágrimas surcaban su rostro pero no se molestó en secárselas. Nadie podía verla.

«Es evidente que tú no quieres tener un hijo».

El eco de las amargas palabras de Marc, de su esposo, resonaba en su cabeza una y otra vez. Igual que cualquier otro hombre antes que él, sólo estaba interesado en su cuerpo y además Marc la culpaba por ello. Lo que era aún peor, la culpaba por algo que no era cierto.

Una vez había soñado con tener todos los hijos que su cuerpo pudiera dar, con un hombre al que amara, y que su amor fuera correspondido. Aquellos pensamientos eran los de una joven llena de esperanzas y alegría, una joven oculta hacía tiempo bajo la losa del dolor de un corazón tan hecho pedazos que dudaba pudiera sanar alguna vez.

Su experiencia con Romaz la había convertido en presa fácil para las maquinaciones de su padre. Kerim había utilizado el sentido del honor familiar para casarla con alguien por medio de engaños. A juzgar por lo que su marido había dicho, estaba claro que había sido Kerim quien la había empujado al matrimonio, no Marc. Para su padre era importante hacer negocios con Marc. Hira sabía que ese hombre jamás habría sucumbido a tales manipulaciones.

Las mentiras de Kerim no habían logrado otro propósito que el de casarla con un hombre que no la quería ahora que la tenía. Hira ni siquiera tendría el alivio de pensar que se había prendado de ella con sólo una mirada.

¿Pero entonces por qué se había plegado Marc a los deseos de su padre? Sólo se le ocurría una razón: quería poseerla. No le importaba el tipo de mujer que era, si tenía un buen corazón y también un cerebro. Había visto el envoltorio y le había gustado lo suficiente como para aceptar los requerimientos de Kerim.

Su padre la había vendido para cerrar una alianza y Marc la había comprado porque le gustaba su aspecto. Entre los dos la habían reducido a la categoría de mero objeto. No le sorprendía viniendo de su padre. No, era con Marc con quien estaba furiosa. Marc había traicionado el despertar de un sentimiento en ella al casarse sin cortejarla ni tratar de enamorarla. Por todo lo que ella sabía, ni siquiera había intentado saltarse las órdenes de Kerim.

La noche que se conocieron algo más que deseo se despertó entre ellos, pero con sus actos, Marc había destruido todo sentimiento amoroso que pudiera haber en ella.

Capítulo Dos

Hira se despertó más tarde de lo habitual después de un sueño intranquilo plagado de pesadillas. Se vistió rápidamente después de darse una ducha y se preparó para enfrentarse al mal humor de su marido porque sin duda no estaría muy contento después de haber sido rechazado en la noche de bodas.

Había sido un acto bochornoso por su parte pero no lo lamentaba. Copular con un hombre con el que apenas había hablado habría ido en contra de todos sus principios sobre lo que significaba para ella el acto más íntimo entre un hombre y una mujer.

«Incluso en el caso de que el hombre que había rechazado la hiciera sentir un deseo ciego e imparable que la hacía dudar de lo que dictaba su corazón».

Un escalofrío le recorrió la espalda con sólo pensarlo. Parpadeando furiosamente alejó el pensamiento de su cabeza aunque sabía que el calor del deseo no desaparecería tan rápidamente. No cuando era su propio marido quien causaba en ella tal confusión.

Apretó la mandíbula y se obligó a salir de su habitación dispuesta a una pelea, pero lo que encontró en el piso inferior fue todavía más perturbador que un marido enfadado. Una fila de maletas se alineaban junto a la entrada de la casa, algunas de ellas eran suyas.

Sorprendida, entró en la sala de estar y vio a Marc inclinado sobre una mesa firmando un documento.

–¿Nos vamos a algún sitio?

El cabello oscuro de Marc relucía a la luz del sol que se colaba por las ventanas cuando se irguió y se dio la vuelta para mirarla.

–Sí. Dentro de una hora –contestó él volviendo la atención a los papeles de nuevo y estampando con firmeza su firma en otro documento.

Desconcertada por la actitud despreciativa de Marc, apenas si encontró las palabras para preguntar.

–¿Adónde?

–A mi casa. A Louisiana. Cerca de Lafayette –dijo él con frialdad.

–En ese estado hay mucho agua, pero también tiene praderas y limita con el golfo de México. Lafayette está cerca de Baton Rouge. También es conocido como el País Cajún, ¿no es así?

–¿Te dedicas a estudiarte las enciclopedias en tu tiempo libre? –preguntó él mirándola.

–Son una gran fuente de información –dijo ella con desprecio hacia el tono sarcástico de Marc, ya que eso era lo que precisamente hacía. Bebía con avidez toda la información que pudiera conseguir.

Su padre no creía en la necesidad de dar educación superior a las mujeres, pero ella se las había arreglado para aprender de forma autodidacta primero con libros y después utilizando internet de forma clandestina desde el estudio. Cuando sólo era una adolescente, se había rebelado contra la injusticia de que se le negara la oportunidad de estudiar y sólo se lo permitieran a sus dos hermanos que además no mostraban ningún interés en ello, pero pronto se dio cuenta de lo inútil de sus súplicas.

–¿Y cuál es tu asignatura favorita? –preguntó Marc sin sarcasmo, algo que la sorprendió bastante.