Clima, naturaleza y desastre - AAVV - E-Book

Clima, naturaleza y desastre E-Book

AAVV

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Los estudios que integran el presente volumen constituyen resultados de investigaciones de primera mano desarrolladas por los componentes del Grupo de Investigación en Historia y Clima de la Universidad de Alicante, a las que se incorporan contribuciones de expertos de otras universidades españolas. Meteorología extrema, naturaleza desatada, desastres, crisis de subsistencias y religiosidad popular son elementos, entre otros, con los que se construyen las diferentes aportaciones. En algunas de ellas se ofrecen propuestas metodológicas para afrontar el análisis que, en última instancia, pretende dar a conocer ?cuanto más y mejor sea posible? el modo en que las sociedades del Antiguo Régimen y sus precarias economías soportaron estos problemas y también cómo intentaron hacerles frente y mitigar sus efectos.

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CLIMA, NATURALEZA Y DESASTRE

ESPAÑA E HISPANOAMÉRICADURANTE LA EDAD MODERNA

Armando Alberola Romá, Eduardo Bueno Vergara, Adrián García Torres,Pablo Giménez Font, Enrique Giménez López, Cayetano Mas Galvañ,Jorge Olcina Cantos, M.a Eugenia Petit-Breuilh Sepúlveda,Francisco Sanz de la Higuera, José Miguel Viñas

CLIMA, NATURALEZA Y DESASTRE

ESPAÑA E HISPANOAMÉRICADURANTE LA EDAD MODERNA

Armando Alberola Romá (coord.)

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Los estudios que integran el presente volumen se han realizado en el marco del proyecto de investigación HAR2009-11928, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© De los textos: los autores, 2013© De esta edición: Universitat de València, 2013

Coordinación editorial: Maite SimónMaquetación: Inmaculada MesaCorrección: Pau VicianoCubierta:

Diseño: Celso Hernández de la Figuera

Ilustración: Figuración histórica del terremoto de Messina de 1783 (grabado de 1908)

ISBN: 978-84-370-9312-3

Edición digital

A Ramiro Muñoz Haedo.Amigo, compañero, ejemplo.

In memoriam.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN, Armando Alberola Romá

EL CLIMA EN LA CORRESPONDENCIA DE CARLOS III (1759-1765):CARTAS A FELIPE DE PARMA Y BERNARDO TANUCCI, Cayetano MasGalvañ

UN INDICADOR CLIMÁTICO PARA EL ALICANTE DEL SIGLO XVIII:LOS «MANIFIESTOS DEL VINO», Eduardo Bueno Vergara

ANOMALÍAS HIDROMETEOROLÓGICAS, PREVENCIÓN DE RIESGOSY GESTIÓN DE LA CATÁSTROFE EN LA FACHADA MEDITERRÁNEAESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XVIII, Armando Alberola Romá

VÍCTIMAS DEL MIEDO: CULPABILIDAD Y AUXILIO DEL CIELO FRENTEA LA CATÁSTROFE, Adrián García Torres

CRISIS CLIMÁTICA EN BURGOS A FINES DEL SETECIENTOS: EL APEDREOY CONTINUAS LLUVIAS DE 1794 Y 1796, Francisco Sanz de la Higuera

UN ENEMIGO IMPREVISIBLE: EL EBRO EN LAS CONSULTAS DEL CONSEJODE CASTILLA, Pablo Giménez Font y Enrique Giménez López

LA INVESTIGACIÓN HISTÓRICA SOBRE LA ACTIVIDAD VOLCÁNICADE LA EDAD MODERNA EN HISPANOAMÉRICA, M.a Eugenia Petit-BreuilhSepúlveda

CLASIFICACIÓN DE LAS NUBES: DE LAMARCK Y HOWARD AL ATLASINTERNACIONAL DE NUBES, Jorge Olcina Cantos

EL CLIMA DE LA TIERRA A LO LARGO DE LA HISTORIA, José MiguelViñas

PERFIL DE LOS AUTORES

INTRODUCCIÓN

Armando Alberola Romá

Universidad de Alicante

Los estudios que integran el presente volumen forman parte de los resultados del proyecto de investigación HAR2009-11928 financiado por el Gobierno de España a través del MICIIN, en su comienzo, y del MINECO, en su fase final. Responden a investigaciones de primera mano desarrolladas por los componentes del Grupo de Investigación en Historia y Clima de la Universidad de Alicante a las que se incorporan contribuciones de expertos invitados a participar en los seminarios que, sobre esta temática y cada mes de mayo, se vienen celebrando de manera ininterrumpida en el campus alicantino desde hace ya una decena de años.

Meteorología extrema, naturaleza desatada, desastre, crisis de subsistencias y religiosidad popular constituyen elementos, junto con otros de diversa índole, con los que se construyen las diferentes aportaciones. En algunas de ellas se ofrecen propuestas metodológicas para afrontar el análisis que, en última instancia, queremos que nos conduzca a conocer –cuanto más y mejor sea posible– el modo en que las sociedades de Antiguo Régimen y sus precarias economías soportaron estos problemas y también, en qué medida, intentaron hacerles frente y suavizar sus efectos.

La contribución de Cayetano Mas muestra las posibilidades que puede deparar el estudio concienzudo de los epistolarios para obtener información meteorológica durante una secuencia temporal amplia. En un ensayo previo tuvimos ocasión de exponer los resultados logrados tras el análisis de varios cientos de cartas cruzadas entre personalidades relevantes de la España ilustrada.1 En el caso que nos ocupa se trata de la relación epistolar mantenida, entre los años 1759 y 1765, por Carlos III de España con su hermano Felipe de Parma y con Bernardo Tanucci, su ministro en Nápoles. Si de la correspondiente a este último se halla publicada una porción de misivas, la relativa a los dos hermanos permanecía inédita hasta el momento en el Archivio di Stato di Parma. Podemos decir que la explotación de la correspondencia como fuente de datos climáticos (proxy-data) apenas acaba de iniciarse, y el estudio de Cayetano Mas ofrece, aparte de una reflexión de tenor metodológico, los resultados de índole climática que su concienzuda pesquisa ha conseguido alumbrar y que vienen a enriquecer los conocimientos que sobre la percepción del «tiempo» nos legaron quienes vivieron en España a comienzos del último tercio de la centuria ilustrada. En este caso se trata de personajes de enorme relevancia que, con una frecuencia semanal, proporcionan sistemática información meteorológica componiendo una serie que, por su extensión y regularidad, resulta de un interés excepcional.

Eduardo Bueno ofrece, asimismo, una excelente aproximación metodológica a la explotación de una fuente no empleada hasta la fecha para estudiar el comportamiento del clima en el Alicante del siglo XVIII. Partiendo de la base de que la producción vinatera constituyó durante la centuria ilustrada parte esencial de los intercambios comerciales que contribuyeron al enriquecimiento de la ciudad en este período, el trabajo de Bueno estudia las fluctuaciones de las cosechas de vid y los datos pormenorizados de lo declarado por los diferentes propietarios cada año. Al no disponer, como sucede en otros lugares, de la fecha exacta en que tenían lugar las vendimias ha sido necesario trabajar de manera sistemática los denominados Manifiestos del vino, documentación de complejo y minucioso vaciado que, al cabo, le ha permitido elaborar una propuesta de interpretación de sus contenidos e información así como caracterizar, con las cautelas correspondientes, el comportamiento del clima en Alicante entre 1709 y 1799.

Los trabajos de Armando Alberola, Francisco Sanz de la Higuera y de Pablo Giménez Font y Enrique Giménez López analizan las fluctuaciones climáticas y sus desastrosas consecuencias en diferentes espacios de la geografía española durante el siglo XVIII. Alberola efectúa una aproximación a los destructivos efectos que las anomalías hidrometeorológicas ocasionaron en la vertiente mediterránea peninsular a lo largo de la centuria, los medios de prevención arbitrados y el modo de gestionar la calamidad una vez producida. Para ello destaca las principales fuentes de información, tanto documentales como impresas, de las que el historiador se puede servir; reflexiona acerca de las condiciones medioambientales que gravitaban sobre la agricultura y el trabajo de los campesinos e incide en los dos grandes problemas para éstos: la sequía y los excesos hídricos que, en última instancia, eran causantes directos de la pérdida de cosechas que desencadenaban las crisis. Por su parte, Sanz de la Higuera, utilizando múltiples e interesantes variables –precios de trigo, préstamos de semillas, consumo de leña y carbón, etc.–, desarrolla su estudio en las postrimerías del siglo XVIII y analiza dos episodios de extremismo hidrometeorológico especialmente significativos en tierras burgalesas, comparables a los igualmente padecidos en otros lugares de España por las mismas fechas. Se trata de las intensísimas precipitaciones acompañadas de granizo que descargaron sobre muchas poblaciones de la actual provincia de Burgos en los primeros días de junio de los años 1794 y 1796, destruyendo buena parte de la cosecha de cereal y ocasionando trastornos muy serios a sus vecinos. El estudio, prolijamente documentado, con abundante y preciso aparato estadístico y gráfico y perfectamente contextualizado, constituye un magnífico ejemplo de cómo afrontar el análisis de este tipo de acontecimientos atmosféricos de rango extraordinario acaecidos en época pre-instrumental.

Desde la desaparición en 1707 del Consejo de Aragón sus competencias consultivas pasaron al de Castilla. No fueron infrecuentes las intervenciones del alto Tribunal en cuestiones relacionadas con el río Ebro y su cuenca, en particular para paliar la destrucción de infraestructuras ocasionada por diversas riadas. Giménez Font y Giménez López analizan la intervención del Consejo de Castilla, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, en la gestión y supervisión de las reparaciones de los puentes dañados o destruidos por las avenidas del río Ebro y sus afluentes. Es el caso del puente de piedra de Zaragoza, muy necesitado de trabajos de consolidación tras la tremenda riada del 23 de junio de 1775 al ser enclave fundamental en el camino real que unía Barcelona con Madrid y cuyo complejo proceso de financiación de las obras se desvela. Es objeto de atención, asimismo, la reconstrucción de los de Bubierca, destruido por la avenida del río Reatillo en las mismas fechas, y de similar trascendencia para garantizar el tránsito por la misma ruta, y el de Villafeliche, de gran valor estratégico para el transporte de pólvora desde sus fábricas a la Corte y arruinado por el ímpetu de las aguas del río Jiloca a primeros de junio de 1794. Junto con el tratamiento otorgado por el Consejo de Castilla a otros puentes de importancia comarcal, como los de Jaca, Oliete y María de Huerva, los autores refieren la construcción del de Barbuñales como ejemplo de obra de utilidad pública promovida por un particular, Francisco Antonio de Azara. La contribución concluye analizando dos interesantes proyectos de modificación de cauces; el del Ebro en Pina de Ebro, y el del río Jiloca en Daroca, con el acondicionamiento de la mina construida en el siglo XVI y el plan de Domingo Mariano Traggia para profundizar el lecho y limitar la acumulación de derrubios en las zonas cultivadas.

Adrián García Torres estudia los episodios extremos vinculados al clima y al medio desde la impotencia con que la sociedad de la época contemplaba sus desastrosas consecuencias y el recurso inmediato a los mecanismos que ofrecía la religiosidad popular. Como ello siempre suponía establecer una relación directa entre castigo divino y pecado, García Torres ofrece diversos ejemplos observables en tierras meridionales alicantinas durante el siglo XVIII en los que se busca hallar «culpables» entre los enemigos políticos, en las representaciones teatrales por su –se decía– desprecio hacia «lo moral» o en la reiterada inasistencia de la población a las celebraciones religiosas. También ahonda en los procedimientos establecidos para elegir a los intercesores que debieran contribuir a poner fin a la sequía y refiere lo complicada que podía resultar la celebración de una rogativa a poco que hubiera roces entre los poderes civil –municipal, en este caso– y eclesiástico. Por último enumera los rituales ejecutados para obtener el perdón divino y así poder hacer frente con garantías a desgracias tales como una poderosa avenida del río Vinalopó –mediante una rogativa pro serenitate–, a la persistente sequedad –con la celebración de una rogativa de penitencia– y, finalmente, a la terrible plaga de langosta que, a mediados del Setecientos, azotó los campos de la geografía española y para cuya aniquilación se emplearon conjuros y exorcismos; amén de contar con la presencia fugaz de la reliquia de san Gregorio Ostiense, en tránsito por esas fechas por buena parte del territorio peninsular.

María Eugenia Petit-Breuilh, una de las grandes expertas en sismología y volcanismo históricos para los territorios hispanoamericanos durante la edad moderna, reflexiona ampliamente en su estudio sobre la necesidad de conocer la historia eruptiva de los volcanes del continente sudamericano, especialmente entre los siglos XVI y XVIII, por tratarse de una etapa casi desconocida para la mayoría de los investigadores. Señala que un elevado número de comunidades ignoran la verdadera magnitud que tendría la catástrofe si, a día de hoy, se repitieran algunas de las erupciones volcánicas que sucedieron en el pasado. También destaca el papel que el historiador puede desempeñar en este tipo de trabajos que, en última instancia, ofrecen a la sociedad no sólo los resultados de acontecimientos extraordinarios en un momento determinado de la Historia sino la posibilidad de que, convenientemente analizados y aplicados, sirvan a quienes tienen la responsabilidad de gobernar y administrar la «cosa pública» para, además de salvar vidas, contribuir a la planificación sostenible de áreas potencialmente indefensas. Asimismo hace notar Petit-Breuilh la especial relevancia que, en la actualidad, cobran los estudios de volcanismo histórico. Si antiguamente este tipo de procesos naturales perjudicaban sólo a los lugares más cercanos al centro de emisión, ahora los mercados globales, las telecomunicaciones y, en particular, los vuelos comerciales se han visto afectados por las consecuencias de erupciones explosivas que incluso han llegado a paralizar la circulación aérea y cerrado aeropuertos en varios lugares del mundo.

Las nubes son, seguramente, el hidrometeoro que mayor interés despertado en el ser humano desde siempre. A lo largo de la historia, diferentes autores han incluido referencias a las nubes en sus trabajos destacando la originalidad de sus formas o su vinculación con otros fenómenos que ocurren en el aire. La fascinación por ellas se ha plasmado, asimismo, en la obra de los grandes artistas desde la Edad Media hasta el siglo XX. Jorge Olcina establece en su estudio que fue a comienzos del siglo XIX cuando tuvo lugar el desarrollo de una serie de propuestas de clasificación de los tipos de nubes, erigiéndose en principales protagonistas de estas primeras clasificaciones el naturalista francés Jean-Baptiste de Monet de Lamarck y el farmacéutico inglés Luke Howard. El sistema de clasificación de nubes de éste último, basado en el empleo de denominaciones expresivas en latín, sería, a la postre, la base del actual sistema de clasificación de nubes seguido por la Organización Meteorológica Mundial en su Atlas Internacional de Nubes (1896). Desde los años setenta del pasado siglo, los satélites meteorológicos han mejorado el conocimiento de la estructura interna de las nubes y son la base de nuevos intentos de clasificación.

Cierra el volumen la amena y documentada contribución de José Miguel Viñas referida a la evolución del clima de la Tierra a lo largo de los tiempos, elaborada a partir de la conferencia que impartió en el IX Seminario de Historia y Clima celebrado en la Universidad de Alicante en mayo de 2012.2 Viñas llama la atención acerca de lo determinante que ha sido para la historia de la humanidad la evolución del clima terrestre. Precisamente por ello, y a pesar de las dificultades, el conocimiento sobre el clima del pasado remoto no ha cesado de crecer; hasta el punto de que podemos estar razonablemente seguros de algunos hitos que ocurrieron en esa historia del clima. Tras efectuar un recorrido por los diferentes períodos de la Historia, José Miguel Viñas advierte que desde mediados del siglo XX ha aumentado la variabilidad climática; esto es, que el clima ha ido agudizando su carácter extremo e influyendo sobremanera en las sociedades humanas las cuales, pese al grado de desarrollo actual, son cada vez más conscientes de su vulnerabilidad ante las fluctuaciones climáticas. Y concluye advirtiendo de que hemos entrado en un nuevo ciclo climático, nunca antes conocido por los seres humanos aunque sí por la Tierra, al que debemos de adaptarnos de la mejor manera posible para evitar lo peor.

En la elaboración de este libro han participado de manera destacada, con sus contribuciones, los integrantes del Grupo de Investigación en Historia y Clima de la Universidad de Alicante. Pero sin el concurso de otras personas e instituciones el trabajo no habría llegado a buen fin. Por ello, al margen de recordar que las tareas de investigación desarrolladas a lo largo de los tres últimos años han sido posibles gracias a la concesión por parte del antiguo Ministerio de Ciencia e Innovación de un proyecto dentro del Plan Nacional de Investigación de I+D+I, quiero agradecer la ayuda que desde los vicerrectorados de Investigación y de Extensión Universitaria de la Universidad de Alicante hemos recibido para poder completar nuestras actividades y darles una adecuada difusión. En última instancia, quiero dejar constancia expresa de nuestro reconocimiento a Publicacions de la Universitat de València, personificado en su editora Maite Simón, pues desde el primer momento acogieron con entusiasmo e interés este libro y, con su reconocida profesionalidad, lo han hecho realidad. En estos tiempos difíciles que corren, sin la complicidad y ayuda de editoriales universitarias como PUV, resultaría harto difícil hacer llegar a los círculos académicos interesados y a la sociedad en su conjunto algunos de los resultados de años de investigación.

Alicante, diciembre de 2012

Notes

1. A. Alberola Romá: «No puedo sujetar la pluma de puro frío, porque son extremados los yelos: el clima en la España de los reinados de Felipe V y Fernando VI a través de la correspondencia de algunos ilustrados», Investigaciones Geográficas, 49 (2009), pp. 65-88.

2. IX Seminario Historia y Clima: Clima, Naturaleza, riesgo y desastre. Contribuciones recientes y propuestas de estudio para la España de los siglos XVI al XIX, Universidad de Alicante, 7-9 de mayo de 2012.

EL CLIMA EN LA CORRESPONDENCIADE CARLOS III (1759-1765)

CARTAS A FELIPE DE PARMA Y BERNARDO TANUCCI

Cayetano Mas Galvañ

Universidad de Alicante

INTRODUCCIÓN

La importancia de los epistolarios no necesita de ponderación entre los historiadores. Sin embargo, en España su explotación como fuente de datos climáticos (proxy-data) apenas acaba de iniciarse: aunque era sabido que proporcionaban informaciones de este tipo, generalmente quedaban orilladas en estudios que tenían otro centro de interés. De ahí la importancia de ir revisando los epistolarios conocidos, incorporando otros nuevos, y sobre todo, de desarrollar métodos adecuados para su explotación e interpretación como recurso en la investigación de la historia del clima.1

Ya sus biógrafos ochocentistas (Ferrer del Río, Danvila y Collado...)2 pusieron de manifiesto que la amplia correspondencia generada por Carlos III a lo largo de su vida resultaba imprescindible para establecer un perfil bien fundado del monarca.3 Dos de estos epistolarios han llamado especialmente nuestra atención. Por una parte, era conocida la existencia de las cartas enviadas por D. Carlos a Bernardo Tanucci, a la sazón en Nápoles, entre 1759 y 1783, de las cuales se ha publicado una pequeña porción: la comprendida entre 1759 y 1763.4 Totalmente ignoradas, sin embargo, permanecían las cartas que obran en el Archivio di Stato di Parma, correspondientes a la correspondencia enviada, entre 1759 y 1765, por Carlos III a su hermano Felipe, por entonces titular de aquel ducado cisalpino; es decir desde la llegada del primero a España para hacerse cargo de la corona, hasta poco antes de la muerte del segundo.5

Como veremos, se trata de epistolarios muy estrechamente relacionados, incluso redactados de forma simultánea, y que por encima de sus diversos matices y naturaleza intrínseca (amistoso y más político el primero; esencialmente familiar el segundo), presentan una característica en común: redactadas las cartas puntualmente cada semana, D. Carlos –debido a su afición cinegética, que le ponía en constante contacto con la Naturaleza– acostumbraba a indicar a su interlocutor cuál era el tiempo reinante en cada uno de los Reales Sitios donde se hallaba en el momento de escribirlas. Disponemos así, a través de un observador atento y cualificado, de una serie que –sin ser científica– por su extensión y regularidad resulta de un interés excepcional. Es más, en lo que se refiere a las cartas enviadas a su hermano, D. Carlos acostumbraba a acusar recibo del tiempo que aquél le había comunicado que hacía en Parma, con lo cual aporta también unos datos de interés –aunque indirectos– acerca del tiempo en aquellas tierras.

Como quiera que el epistolario completo con Tanucci sólo ha sido publicado parcialmente y está pendiente de un estudio completo y detenido, el presente trabajo tiene como objeto analizar las informaciones meteorológicas contenidas en las cartas de Carlos III a su hermano D. Felipe entre 1759 y 1765 (el fondo de Parma), utilizando sólo como fuente complementaria las cartas a Tanucci ya publicadas. Se describen igualmente las características de la fuente y las cuestiones metodológicas relacionadas con su explotación.

CARACTERÍSTICAS DE LA FUENTE DOCUMENTAL

El epistolario entre Carlos III y Felipe de Parma consta de un total de 222 cartas, escritas entre el 17 de octubre de 1759 y el 2 de abril de 1765. Por lo que hace a las cartas enviadas a Tanucci, las publicadas suman 167 hasta el 28 de junio de 1763, sobre un conjunto aproximado de 1.200.6 La correspondencia con este último, por tanto, no sólo es más abundante en cifras absolutas, sino que hasta dicho año 1763, las que tienen Nápoles como destino nos proporcionan información sobre 31 semanas en las que, o no hubo carta a D. Felipe, o se ha perdido.7 Carlos III databa siempre los martes,8 desde los distintos Reales Sitios donde a la sazón se hallaba la corte, las cartas que en perfecto –y en ocasiones castizo– castellano, enviaba a ambos destinos. Este hecho evidencia que ambas series iban siendo redactadas sin solución de continuidad, como se desprende no sólo de la fecha, sino de la similitud de contenidos. Bien es verdad que las dedicadas a Tanucci tienen mayor extensión (unas 8 páginas por término medio9) que las enviadas a D. Felipe (que muy raramente sobrepasan las 4 páginas): ello explica en parte que las del primero, amén de más densas, resulten menos ordenadas y de redacción más apresurada que las del segundo.10

De lo que acabamos de apuntar, y de la propia lectura de las epístolas a D. Felipe se intuye que se produjo alguna pérdida documental en los legajos parmesanos. Esta impresión queda muy reforzada gracias a las cartas a Tanucci, que por así decirlo, representan la serie completa: estando encuadernadas en sucesivos libros a razón de aproximadamente uno por semestre, adquirimos plena conciencia de que D. Carlos escribía semanalmente a Tanucci, y muy probablemente también a su hermano. Son esas posibles pérdidas las que explicarían las irregularidades en la distribución temporal de las conservadas en Parma. Así, las 11 primeras corresponden al periodo que media entre la llegada de D. Carlos y el fin de 1759; 47 fueron escritas en 1760; 37 en 1761, 49 en 1762; 35 en 1763; 34 en 1764; y 9 en los primeros meses de 1765. Afortunadamente, 1762 es el año más completo, lo que nos permite salvar los inconvenientes que podría haber producido la referida pérdida de las expedidas a Tanucci en el primer semestre de ese año. Siempre –salvo las contadas ocasiones en las que no las tenía ante sus ojos por el retraso de los correos– el rey acusaba recibo y efectuaba breves alusiones al contenido de las cartas que ambos corresponsales le iban remitiendo. En el caso de D. Felipe, sus cartas llegaban regularmente datadas tres domingos antes del día de la contestación; es decir, que la dilación habitual en la respuesta de Carlos a Felipe era de 16 días, con lo que podemos contar que se necesitaba en torno a un mes para que el emisor de una carta tuviese en sus manos la respuesta.11 Por lo que hace a Tanucci, sus cartas tardaban en llegar habitualmente cinco días más que las de Parma.

El profesor M. Barrio efectuó una descripción de los grandes temas abordados en las cartas a Tanucci que, con los matices del caso, resulta de aplicación para las cartas a D. Felipe. De acuerdo con el carácter de éstas, destaca en primer lugar todo lo relacionado con la vida familiar (estado de salud y enfermedades, matrimonios, defunciones...). Prácticamente, toda la familia desfila por las páginas de la correspondencia, y de ello podemos extraer algunas claras impresiones respecto del carácter del propio rey, así como de sus relaciones con sus más directos familiares. Las cartas manejadas no desmienten la imagen de un Carlos III metódico y de invariables costumbres, apasionado de la caza hasta lo increíble pero consciente cumplidor de sus responsabilidades de gobierno, muy piadoso pero firme defensor de la dignidad regia. Ese rey, al que G. Anes dibuja elogiosamente como «concreto en su forma de expresarse, claro en manifestar su parecer y decidido cuando imponía su criterio».12 De hecho, la máscara de las fórmulas epistolares (quizá más empleada con D. Felipe que con Tanucci y sólo abandonada en situaciones excepcionales, como las de la muerte de sus respectivas esposas), no oculta sino que incluso potencia la figura de un hombre sinceramente afectuoso y preocupado por los suyos, pero que ejerce firmemente ante todos ellos (hijos, hermanos y sobrinos) su papel de cabeza y padre; un papel que tan solo cede –apenas lo necesario– ante la absoluta adoración que sentía por su venerada madre y señora, según los términos con los que invariablemente la menciona, y a la que no dejaba de visitar a diario. A fin de cuentas, cómo él mismo decía, a doña Isabel de Farnesio «después de Dios la devo todo».13 Esa actitud profundamente paternalista es muy evidente y se acrecienta en especial en la relación con su hermano Felipe. Hombre de carácter más débil, al frente de un Estado que necesitaba del constante apoyo de España y de la Casa de Borbón, la política de D. Felipe estaba evidentemente tutelada bajo la atenta mirada de Carlos III... y de la reina madre, que en todo lo relativo a Parma respaldaba, por supuesto, a su primogénito. A fin de cuentas, la correspondencia es familiar, pero el principal asunto que inspira estas cartas, amén de la perpetuación biológica, consiste en la conservación de sus dominios italianos. Por supuesto, la reina doña María Amalia ocupa también su lugar, mencionada sobre todo en lo referente a su delicada salud, hasta que su inminente muerte es comunicada a D. Felipe en una breve pero muy emotiva carta.14 No faltan las referencias a algunos otros hermanos: en concreto a D. Luis, por estos años compañero permanente de las cacerías de D. Carlos; y a doña María Antonia, esposa del rey de Cerdeña y por tanto duquesa de Saboya. Como es natural, también se menciona a los hijos de D. Carlos y D. Felipe, sobre todo al príncipe de Asturias y a María Luisa, cuyo proyecto de matrimonio está claramente dibujado en la correspondencia.15 De hecho, una vez se hizo público el compromiso, los preparativos de la boda (comenzando por el intercambio de retratos de los novios) acapararán cientos de renglones, muchos de ellos de una ñoñería sonrojante. Las menciones a la esposa de D. Felipe, sin embargo, son muy escasas dado que falleció el 6 de diciembre de 1759. También se alude a doña Isabel, la hija mayor de D. Felipe y esposa del entonces archiduque de Austria (futuro emperador José II), tanto por su boda como por su óbito ocurrido en noviembre de 1763.

Al hablar de la familia, no podemos olvidar a la rama francesa, con nuestro primo el rey a la cabeza, tratamiento con el que invariablemente se refiere a Luis XV. D. Carlos distaba de confiar en él, no tanto por la persona del Rey Cristianísimo, como por la influencia que juzgaba tenían sobre él sus ministros, con Choiseul a la cabeza.16 Por supuesto, no son los únicos personajes que aparecen en la correspondencia. Los propios ministros y estadistas (Wall y Grimaldi en España,17 Du Tillot en Parma y Tanucci en Nápoles), entre otros, así como una nutrida lista de embajadores y representantes políticos de todo tipo tienen también su mayor o menor plaza, sobre todo en la correspondencia con Tanucci. Lo que cabe resaltar, en cualquier caso, es que todas estas cartas ponen de manifiesto la –por otra parte bien conocida– existencia de otras correspondencias epistolares paralelas entre dichos ministros cruzadas de orden de sus respectivos señores. La existencia de este «segundo nivel» explica que en materia de ejecución de órdenes y actuaciones concretas, unas cartas como las de Carlos III a su hermano sean –con bastante más frecuencia de la que el lector desearía– poco concretas en múltiples asuntos, tanto como abundantes en sobreentendidos y remisiones a esas otras cartas: si queremos conocer a Carlos III, hemos de estudiar a fondo –en esta época– las cartas de Wall o de Grimaldi.

Esto vale especialmente para los grandes asuntos políticos de la época. Como se ha dicho, el eje central de las cartas no es otro que asegurar las posesiones borbónicas en el marco de las complejidades de la política italiana y europea. En este sentido, quizá fueron las amenazas que pesaban sobre el ducado de Piacenza (parte integrante de los dominios de D. Felipe) las que más esfuerzos requirieron hasta 1763. Ya hace bastantes años que el profesor Palacio Atard –sin hacer uso de la documentación que estamos utilizando– se ocupó de estudiar la cuestión con detenimiento.18 Tuvo Carlos III que emplearse a fondo ante las reclamaciones del rey de Cerdeña sobre este territorio, lo que le exigió jugar con las veleidades de las distintas potencias y en particular con las dobleces de la posición francesa. Y para lograr tal fin, D. Carlos reclamó de su hermano una entrega absoluta y terminante, que le facilitase el entero ejercicio de la tutela sobre la posición de Parma en el concierto internacional. Es un concepto que el rey repite hasta la saciedad de diversas formas: en ocasiones con notables enfados,19 por lo general con suavidad y fórmulas bastante gráficas («como se dize aquí échame las cabras a mí, pues yo me las veré con ellos»20). El asunto se vino a resolver definitivamente, y de manera favorable para los intereses borbónicos, mediado el año 1763.21 Por otro lado, en este periodo inicial del reinado carolino las cuestiones relativas al regalismo reformista se hacen más notables en la correspondencia con Tanucci, tal como destacó M. Barrio;22 en cuanto a Parma, aunque aún están lejos de alcanzarse las cotas causadas por el famoso Monitorio –muerto ya D. Felipe–, sobran las alusiones a las dificultades que ya se estaban experimentado con Roma, si bien ninguno de los corresponsales parece conceder excesiva urgencia a estos problemas.23

El otro gran bloque de asuntos de naturaleza política internacional que aparece en las cartas es, sin duda, el relacionado con la Guerra de los Siete Años, la firma del Tercer Pacto de Familia, la entrada de España en el conflicto, las operaciones militares subsiguientes y la consecución de la paz. Por lo que hace a la correspondencia de Parma,24 sorprende que antes de comenzada –y aun después– las noticias de la guerra, tanto europeas como de ultramar, lleguen por lo corriente a ambos corresponsales a través de las gacetas europeas, razón por la cuál raramente las comentan, pues dan por entendido que el receptor de la carta ya las sabría por dicho conducto. Pero no por sabido, se nos hace menos sorprendente que, por ejemplo, Carlos III espere enterarse de lo sucedido en La Habana y Manila a través de fuentes inglesas y no propias... De hecho, las noticias de las colonias, adversas o favorables, llegaron siempre con el suficiente retraso como para resultar poco significativas: de la caída de La Habana (ocurrida en junio de 1762), D. Carlos no se hace eco hasta mediados de noviembre, lo que le da pie a comunicar a su hermano en la misma carta, y primeramente, que acababan de firmarse –el día 3– los preliminares de paz;25 la caída de Manila, ocurrida en octubre, no es mencionada hasta mayo del año siguiente, cuando la Paz de París ya estaba firmada desde febrero;26 incluso la victoria conseguida con la toma de la colonia del Sacramento y la derrota de los anglo-portugueses a finales de 1762 y principios de 1763, no llegó a conocimiento del rey hasta finales de marzo, lo cual «me tiene lleno de gozo por el honor de mis Armas, pues por lo demás ya no es del caso».27 De modo, que al igual que también hiciera con Tanucci, las relaciones más detalladas en las cartas a D. Felipe son las que hace de la campaña de Portugal, aunque sólo sea por la cercanía y la inmediatez de las noticias. Los preliminares de la campaña (con el seguimiento de la actitud del rey de Portugal), su inicio en abril, las operaciones que terminaron con la toma de Almeida, los problemas por los retrasos y la lentitud del ejército, el cambio de mando de Sarria a Aranda... son prolijamente descritas por el rey en un tono no exento de cierta ingenuidad heroica. Sin embargo, determinados hechos adversos son considerados de poca relevancia (así, la pifia sobrevenida en Valencia de Alcántara28) o relatados como victorias propias (como el combate de Vila Velha).29

Por lo demás, la versión de los sucesos relatada a D. Felipe tendrá sus propios matices si se compara con la enviada a Tanucci. A modo de ejemplo: aunque ya anticipada su preparación (por someras alusiones) en correos anteriores, la noticia de la firma del Pacto de Familia es comunicada a Tanucci y Felipe de Parma el mismo día de la ratificación.30 Sabedor el rey de que Tanucci no era partidario de tal alianza familiar, apenas le había conferido un escueto espacio en sus cartas al italiano.31 Cuando éste fue informado, tampoco reflejó excesiva alegría: en efecto, se abría así la puerta a la guerra con Inglaterra, que en sus cartas a ambos de 15 de diciembre de 1761, D. Carlos manifiesta ya declarada por la parte británica. En las cartas a D. Felipe, sin embargo, las alusiones a la preparación del Pacto son frecuentes, y una vez firmado el rey no ocultaba su satisfacción considerándolo «tan útil, y necesario para todos nosotros».32

EL CLIMA EN LAS CARTAS DE CARLOS III

Aspectos cuantitativos, problemas cualitativos

De las 222 cartas enviadas a D. Felipe de Parma por Carlos III, 204 contienen algún tipo de información sobre las condiciones del tiempo en las localizaciones desde donde fueron escritas (esto es, los Reales Sitios de Buen Retiro, El Pardo, Aranjuez, Granja de San Ildefonso y El Escorial).33 Gracias a las cartas enviadas a Tanucci –que contienen noticias similares34– hemos podido sumar información sobre el tiempo para otras 22 semanas,35 de modo que en conjunto, hemos completado referencias para 226 semanas diferentes: 6 de las 11 transcurridas desde la llegada del rey a Barcelona hasta fin de 1759; 46 de 1760; 46 de 1761; 47 de 1762, 40 de 1763, 32 de 1764, y 9 de las 14 primeras de 1765. Si el extravío de las enviadas a Tanucci en el primer semestre de 1762 no tiene la menor incidencia en la densidad de la serie, puesto que ese era el año mejor representado en las cartas conservadas en Parma, sí se observa que la no inclusión de las inéditas a Tanucci comporta un claro menoscabo a partir de la segunda mitad de 1763. No obstante, entre los años 1760 y 1763, hemos logrado información en porcentajes superiores al 75% de las semanas del año (llegando al 90% en 1762), y en torno al 60% para los restantes ejercicios. Ello pone de manifiesto la importancia de la serie desde el punto de vista de su cobertura temporal, que consideramos excepcional.

Cuestión diferente y problemática es la de la calidad de las informaciones suministradas. El rey (como también su hermano y, ocasionalmente Tanucci) efectúan indicaciones acerca del estado del tiempo y los fenómenos atmosféricos, pero evidentemente se trata de un conjunto de noticias suministradas por observadores individuales derivadas, no de una serie de datos instrumentales, sino de sensaciones o percepciones subjetivas.36 Es una consideración suficiente para tomar con precaución cualquier información de este tipo: como es sabido, un mismo valor meteorológico (v. gr.: la temperatura) puede generar en el sujeto percepciones muy variables, dependiendo del grado de humedad o del viento (el conocido wind chill o sensación térmica). Esta sensación puede acrecentarse o disminuir, y no poco, dependiendo del umbral personal de sensibilidad (que a su vez está en relación con factores como la edad, estado de salud, hidratación, experiencia personal o tipo de actividad habitual...). Por otra parte, los intereses personales, la formación, cultura, o incluso la posición social del observador, influirán de manera determinante en el modo en que refleje las percepciones meteorológicas.

Carlos III no fue, ni mucho menos, un científico; pero eso no resta interés a sus informaciones sobre el tiempo. Desde una atalaya única, y con una amplia formación, está en contacto con un amplio número de interlocutores capaces de transmitirle sus propias percepciones acerca del tiempo y de sus valores medios. A fin de cuentas, por mucho que prácticamente él sólo informe acerca del tiempo que experimenta en los Reales Sitios, de algún modo debe estar transmitiéndonos el resultado del consenso existente en sus círculos inmediatos acerca del tiempo que estaba haciendo en un momento concreto y de su necesaria comparación con los que se estimaban como valores medios esperables. En repetidas ocasiones, –como lo hace cualquier observador– el monarca indica precisamente qué cabe esperar de cada estación, y nos informa sobre si el tiempo está respondiendo o no a tales expectativas. Pero además, existen otros factores estrictamente personales. Así, hemos de tener en cuenta que D. Carlos se hallaba ausente de la Península Ibérica nada menos que desde 1731, razón por la cual su horizonte personal de referencia climática se hallaba situado tres décadas atrás, lo cual también pudo entrañar algunas peculiaridades en sus apreciaciones. Y sobre todo, cazador cotidiano y acostumbrado a soportar todo tipo de temperies, es de suponer que no fuese hombre especialmente pusilánime y sí observador avezado y sensible a la evolución del estado atmosférico. Quizá por eso, el monarca puso su interés no sólo en la habitual preocupación por las precipitaciones (tanto su ausencia, como su exceso), sino también en los valores térmicos, que le merecen anotaciones constantes: toleraba la lluvia –que le dificultaba sus cacerías– como un mal necesario para la agricultura; gustaba muy poco del calor, y prefería el tiempo fresco e incluso frío, aunque se le hiciese difícil de soportar.

Consideraciones sobre el léxico meteorológico

Se hace también fundamental, en el estudio de este tipo de fuentes, comprender plenamente el lenguaje en que nos son transmitidas las informaciones. Este es uno de los puntos más delicados al abordar su análisis. Faltos de un vaciado completo de todos los epistolarios del monarca, hemos de dejar para futuros trabajos la elaboración de un corpus lexicográfico sobre términos meteorológicos que –por otra parte– tampoco existe para las fuentes españolas de la época, y cuya elaboración, sino urgente, consideramos necesaria para avanzar en estas investigaciones. El lector puede conocer el conjunto íntegro del vocabulario que Carlos III emplea en el anexo I, donde hemos transcrito en su integridad todas las citas de las cartas que estamos manejando. Es posible efectuar, no obstante, una primera ordenación tomando como base las definiciones que aporta el Diccionario de autoridades de la Real Academia.

La mayoría de los tipos de tiempo con los que Carlos III define la situación atmosférica parten del hecho de la existencia o no de precipitaciones. Así, en primer lugar aparecen aquellos que pudiéramos considerar como secos o sin precipitación, y que se referirían a un tipo general apacible o agradable. Son los que califica con los términos hermoso, bello, bueno, y compuesto, con sus correspondientes aumentativos, superlativos y comparativos; no obstante, pueden ir acompañados de calificativos sobre el estado térmico, generalmente cuando éste se aparta de valores de confort (v. gr.: hermoso aunque ha hecho calor, bueno pero frío). En raras ocasiones, el buen tiempo presenta sus inconvenientes: tan bueno que ya desearía que lloviera. Los tipos de tiempo variable o inseguro son cubiertos mediante los calificativos vario, descompuesto e inconstante; en ocasiones, los considera como situaciones de transición hacia mejor tiempo. Finalmente, aquellos que son calificados como malos, horribles y horrorosos, también con sus correspondientes aumentativos, y que se emplean para periodos de lluvia, generalmente intensa o persistente.

Si la precipitación es el factor principal con el que define el tipo de tiempo, Carlos III también emplea la caracterización por el estado térmico cuando éste se impone como rasgo más llamativo, bien por ser excesivo, bien por ser impropio de la estación. Así hallamos el tiempo frío (bien frío, bastante frío, como en invierno); fresco (por lo general, podemos asimilarlo a un tipo de temperatura agradable, si no ideal, aunque estos años con frecuencia se asocia también a episodios rayanos en el frío); templado, blando o dulce (raramente usado, y que se corresponde con ausencia de precipitación); y caliente (también infrecuente) o calor (éste con toda una larga cohorte de calificaciones (casi, no muy fuerte, no mucho, algo, algo más, bastante, muy fuerte, muy buen, feroz...).

Si, por así decirlo, tales son los tipos de tiempo comunes, en no pocas ocasiones, por separado o junto con los anteriores, el rey define la situación mencionando o destacando meteoros particulares: heladas, nevadas, escarchas, granizos, vientos, nieblas, tempestades... El interés de este tipo de anotaciones, frente al carácter genérico y más impreciso de las anteriores, se debe al hecho de resultar las más cercanas a lo que podríamos considerar como datos objetivos. Para cerrar esta breve mención a las cuestiones léxicas, deben tenerse en cuenta aquellas expresiones –bastante frecuentes– en las que el rey hace alusión a su idea de un tiempo medio para cada estación, y según ello juzga que algo es demasiado temprano o tardío, o propio de esa u otra estación (tiempo ya de otoño, o de primavera, como es natural en esta estación, se nos acabó el calor, como en invierno...).

Como se ve a través de esta rápida ojeada, tanto la terminología como los conceptos empleados por el rey a la hora de describir el tiempo atmosférico no salen de los usos propios del lenguaje común; lo cual no hace menos interesante la necesidad de la investigación lexicográfica a la que nos referimos, máxime cuando hemos podido comprobar, no sin sorpresa, las escasas acepciones climáticas que contiene el referido Diccionario de autoridades de la Academia.

Las jornadas reales

Como modo de entrar directamente en el contenido de la información meteorológica de los epistolarios manejados, y como factor a tener en cuenta pues sin duda introduce un matiz adicional, es básico recordar que, tratándose de una pues móvil, las cartas iban redactándose a lo largo del año en unos Reales Sitios que presentan caracterizaciones climáticas disímiles.

Las pautas que regían estas jornadas reales resultan bien conocidas, por lo que nos queda aquí precisar sus detalles durante el periodo estudiado. Ciertamente, el nuevo rey se aprestó a recuperar una itinerancia cortesana que había quedado interrumpida durante los últimos tiempos vividos por su viudo y enloquecido hermanastro. Salvo en el año 1760, en que la corte no visitó El Pardo ni El Escorial, y en que la estancia en San Ildefonso fue más breve de lo habitual –todo ello seguramente por el delicado estado de salud de la reina María Amalia37–, se hacen fácilmente reconocibles los inveterados ritmos de estos desplazamientos. Durante este periodo, la corte empezaba el año en el aún existente Palacio del Buen Retiro, donde se pasaban las festividades de Navidad, Año Nuevo y Reyes, para de inmediato marchar a El Pardo, sitio en el que transcurría la mayor parte del mes de enero y todo febrero.38 Marzo era un mes de transición que, bien se pasaba completamente en el Retiro (1760 y 1761), bien en El Pardo (1762), o bien en ambos sitios, dependiendo de las fechas de la Semana Santa.39 En todo caso, la corte estaba en El Retiro para las funciones de Semana Santa y Pascua,40 lo cual explica la variabilidad en el posterior desplazamiento a Aranjuez.41 La residencia a orillas del Tajo se alargaba regularmente hasta mitad de junio. Es cierto que en repetidas ocasiones, el rey indica que el regreso a Madrid se produce a causa del inicio del calor,42 pero no lo es menos que este traslado se verificó estos años con total regularidad, dentro de la estrecha horquilla comprendida entre los días 14 y el 18 de junio.43 No se trataba, por tanto, de un traslado causado por las especiales características con las que se pudo presentar cada año, sino de una fecha determinada con fijeza por el conocimiento de las características climáticas a largo plazo, así como por la costumbre. El mes siguiente se pasaba de nuevo en El Retiro madrileño, implícitamente reputado como lugar menos caluroso que el fondo del valle del Tajo, pero ya en expectativa de efectuar el traslado a San Ildefonso. Así pues, mediado julio se completaba la jornada más larga de la corte, que la llevaba desde Madrid al palacio de La Granja de San Ildefonso, en dos etapas en las que se pernoctaba en El Campillo (Escorial)44 y se alcanzaba el palacio de La Granja por el puerto de la Fuenfría. Al menos durante estos años, la reina madre doña Isabel de Farnesio y el infante D. Luis efectuaban el viaje con un día de antelación, aunque como el rey indica repetidamente, coincidían en el lugar de pernocta, de modo que así no pasaba día sin –según la propia expresión del monarca– poder postrarse a los pies de su madre. La fecha del traslado a San Ildefonso fue un poco más tardía durante los dos primeros años, respectivamente el 24 de julio en 1760,45 y el 23 de julio en 1761;46 pero en 1762 se adelantó al 14,47 en 1763 al 13,48 y en 1764 al 12.49 Para el primer año, los actos de la entrada pública del rey y los festejos a que dio lugar, celebrados en Madrid los días 13 de julio e inmediatos posteriores, explican el retraso.50 El progresivo adelanto de las fechas del desplazamiento a San Ildefonso puede indicar una voluntad clara del rey por esquivar el calor madrileño, al que en 1764 se refiere indicando en carta de 3 de julio que «ya nos burla de poco». Pero debe tenerse en cuenta que estos viajes necesitaban de una cierta preparación, como lo indica la anticipación (en torno a dos o tres semanas) con que D. Carlos llega a anunciarlos, de modo que además de la costumbre y la experiencia antes mencionadas, quizá pesaban otros factores relacionados con las preferencias personales del rey y su madre. En La Granja efectuaba la corte su estancia continua más larga, pues en estos años (salvo, como se ha dicho, el de 1760, en que se dio por terminada a mitad de septiembre a causa de las recomendaciones médicas sobre la salud de la reina doña Amalia) permanecían allí hasta entrado octubre: en 1764, la última carta datada en San Ildefonso lleva la fecha del 23 de ese mes, insólito retraso causado por los problemas de salud de doña Isabel, que le dificultaban el viaje de regreso, lo que combinado con un otoño gélido hizo que D. Carlos llegase a quejarse muy expresivamente del frío.51 De nuevo, el regreso a Madrid se efectuaba pasando por El Escorial, pero en este desplazamiento otoñal la corte hacía una parada de aproximadamente un mes en este Real Sitio.52 Finalmente, a mitad de noviembre tenía lugar el regreso a Madrid,53 donde transcurría al menos todo diciembre y –como ya hemos dicho– las festividades navideñas y de año nuevo. Una última novedad cabe apuntar en 1764: el 27 de noviembre, desde el Escorial, D. Carlos escribía que «el sábado primero del que viene si Él quiere nos hiremos a Madrid a abitar por la primera vez el Palacio nuevo»; un palacio que, por carta posterior, sabemos que encontró «muy bueno».54

Así pues, lo más llamativo en estas jornadas reales era precisamente el constante movimiento, de manera que difícilmente se permanecía más de tres meses seguidos en un mismo sitio. La estancia en La Granja era la que más se aproximaba a este límite; el Buen Retiro era el palacio más visitado, pero nunca se pasaba en él mucho más de un mes seguido. Junto con las estancias en El Pardo, se conseguía así que la presencia de la corte en Madrid o sus más directas inmediaciones alcanzase en torno al medio año; pero el otro medio se repartía entre Aranjuez (unos dos meses), El Escorial (aproximadamente un mes), y La Granja (en torno a tres meses).

Sin descartar otros factores, como las preferencias personales y comodidad del rey y su familia (no podemos olvidar a su madre), es indudable que las jornadas se adaptaban, a la postre, a las condiciones climáticas a largo plazo, por encima de las características específicas del año en curso. Desde luego, D. Carlos tenía perfecta conciencia de la diferencia de clima entre uno y otro de los Reales Sitios, y de lo que cabía esperar según la estación en cada uno de ellos. Así, el 7 y el 21 de julio de 1761 el monarca decía que, dado que no hacía demasiado calor en Madrid, en La Granja haría bastante fresco; el 27 de julio de 1762 achacaba al calor las tempestades que se habían producido sobre San Ildefonso; el 1° de marzo de 1763 esperaba que continuase bueno el tiempo, «como es ya natural en lo adelantada que está la estación»; el 7 de junio, desde Aranjuez, esperaba a que viniese el calor «de un día para el otro»; y el 6 de diciembre (siempre del mismo año) escribía desde el Buen Retiro anotando que le parecía natural el frío que hacía en ese momento de la estación; y reflexionando desde El Escorial –donde había hallado un tiempo más clemente– sobre el frío pasado el otoño de 1764 en San Ildefonso, escribía a su hermano: «Tienes muchísima razón en decir que San Ildefonso no es bueno para este tiempo, pues quanto es bueno para el Verano, es malo para éste».55

El clima en la primera mitad de los años de 1760, según Carlos III

Podemos considerar que la década de 1760 se corresponde con el periodo crítico en el que comienzan a hacerse evidentes las manifestaciones de la denominada «oscilación Maldà» (1760-1800), definida por Barriendos y Llasat56 «por una fuerte irregularidad interanual, episodios de signo contrario que se suceden en poco tiempo y alcanzando valores de gran intensidad»,57 con inversión en el comportamiento de los patrones barométricos de algunas estaciones del año (especialmente acusado en los veranos), y fuertes y persistentes patrones de circulación meridiana, con bloqueos anticiclónicos intensos y persistentes.58 Ya anteriormente, Font Tullot había caracterizado esta década como de transición a una nueva fase fría dentro de un siglo que en general se había mostrado mucho más benigno que el anterior.59 Como prueba, este autor se refería a las intensas heladas en el interior peninsular de diciembre de 1763; en cuanto a precipitaciones, Font mencionaba un claro aumento, comenzando por la vertiente mediterránea en la primera mitad de la década, y en la segunda en la Meseta. Sin embargo, no se habrían producido grandes sequías o avenidas fluviales en esos años. Esta imagen ha sido profundamente matizada en trabajos posteriores. Al margen de la identificación de la «Anomalía Maldà» efectuada por Barriendos y Llasat, A. Alberola ha llamado la atención sobre la intermitente sequía que desde comienzos de los años sesenta provocó una sucesión de malas cosechas y escasez de granos tanto en el interior peninsular como en el litoral mediterráneo, poniendo como claro ejemplo de sus consecuencias las graves crisis de subsistencias de 1762 y 1765, que vinieron acompañadas de la crisis de mortalidad más extensa e intensa de todo el siglo. Sequía extrema que convivió con episodios meteorológicos de signo contrario (precipitaciones intensas, inviernos rigurosos, pedriscos y heladas), como las heladas de diciembre de 1763, el gélido invierno de 1765-1766, abundantes nevadas, y un verano anómalamente frío en 1766 en todo el norte peninsular, entre otros muchos testimonios. Es bien conocido que, la mala cosecha de 1765 derivaría en los graves motines de 1766.60 En la vertiente mediterránea, Valencia y su huerta habían sufrido en 1761 durante cerca de seis meses intensas lluvias, fenómeno que se repetiría en el otoño de 1763 y al final de 1765, con violentas inundaciones a principios de 1766.61 Las dificultades meteorológicas, con el incremento de la variabilidad, no cesaron de aumentar en los años sucesivos.

¿En qué medida la correspondencia de Carlos III, hasta principios de 1765, responde a estos modelos?

Previamente a responder esta cuestión, y tras haber expuesto más arriba las precauciones que son del caso en el análisis de este tipo de fuentes –que por naturaleza son cualitativas–, la cuestión de su tratamiento cuantitativo ha cristalizado en un conjunto de debates y propuestas metodológicas ampliamente aceptadas en el ámbito de la climatología histórica. Por nuestra parte, emplearemos la concretada por M. Barriendos, elaborando índices hídricos y térmicos a resolución mensual con valores comprendidos entre –3 y +3.62

Una primera y llamativa nota viene dada por el hecho de que tan extenso conjunto de cartas no refleja ningún suceso de signo catastrófico o con graves consecuencias humanas o sociales. Así, no se efectúa –salvo en lo que se refiere a las operaciones militares en Portugal en la primavera y el verano de 1762, detenidas por intensas lluvias y desbordamientos de ríos–, la menor indicación a sucesos climáticos catastróficos o de extensión generalizada: sin ir más lejos, no hay la menor indicación a las referidas heladas ocurridas en el interior peninsular en diciembre de 1763, mes del que conservamos todas las misivas semanales.63

Hecha esta apreciación general, y siguiendo el método indicado, hemos trasladado las impresiones de Carlos III sobre el clima en los Reales Sitios a sendos cuadros (1 y 2), reducidos a escala mensual, donde respectivamente reflejamos precipitaciones y temperaturas.

CUADRO 1Precipitaciones en los reales sitios (1759-1765)

Fuente: ASP, Carpette borboniche.

CUADRO 2Temperaturas en los reales sitios (1759-1765)

Fuente: ASP, Carpette borboniche.

El rey alude a las precipitaciones (lluvias, nieves, granizo) por motivos contados. El más repetido: porque dificultaban sus cacerías. Esta –por así decirlo– queja, sólo cede cuando la ausencia puede perjudicar a las cosechas; en otras ocasiones, porque retrasaban los correos o hacían difíciles los desplazamientos; finalmente, porque suponían graves obstáculos a las operaciones militares ofensivas. A menudo, cuando habla de lluvias, el monarca añade que ha sido admirable para los campos. Pero no deja de resultar un mero formulismo: sólo en cuatro momentos manifiesta explícitamente que la falta de lluvias se había convertido en preocupante. Así ocurre en el otoño de 1760, cuando, superando la fórmula habitual, le dice a su hermano que: «ha estado muy lluvioso estos días, pero doy mil gracias a Dios por ello pues ha sido admirable para los campos que ya lo necesitaban» (47;64 la cursiva es nuestra). Idéntica expresión se repite en el otoño del año siguiente (90). Pero sobre todo en 1764, quizá el año más anómalo de todos los estudiados aquí. En abril decía: «Nos continúa el buen tiempo, pero desearíamos que lloviese algo, pues aría gran provecho para los campos, y assí espero que Dios nos envíe el agua si conviniesse» (191); como sabemos, la sequía dio lugar a la celebración de rogativas en abril y mayo de ese mismo año en Toledo.65 Pero es sobre todo en noviembre, cuando en tres cartas sucesivas escritas desde El Escorial (213, 214, 215) y en el contexto de un otoño especialmente frío, el rey expresa su claro deseo de que llueva, impetrándolo del mismo Dios en la última de ellas, para que «nos embíe presto el agua que se desea para los campos» (215).

En honor a la verdad, si atendiéramos sólo a las cartas, estas sequías habrían sido de breve consideración, pues las precipitaciones (en forma de lluvia o de nieve) no tardaron en producirse, si es que no da ya en el mismo correo la noticia de haberlo hecho, salvo en el caso de la de la primavera de 1764.66 De hecho, el extremo contrario, representado por el exceso de precipitaciones, no está ausente del epistolario, especialmente a comienzos de 1763, cuando desde El Pardo decía que: «Quitados tres días que hemos tenido buenos [desde su llegada allí] los demás ha llovido muchísimo», por lo que volvía a pedir a Dios que se compusiese el tiempo, «pues aquí ya se necesita para los campos» (149). En este caso, también sabemos que en febrero tuvieron lugar en Toledo rogativas pro serenitate.67

En cuanto al resto de los meses, ciertamente es imposible conocer exactamente las intensidad y la extensión de las precipitaciones mencionadas en las cartas, pero de los 65 meses comprendidos entre diciembre de 1759 y abril de 1765, en al menos 37 de ellos (el 57%) tiene lugar alguna lluvia o nevada, 17 de los cuales han sido trasladados a la tabla con un valor +1 debido a que el rey juzgaba que el agua caída había sido mucha, o a que las precipitaciones se repiten durante varias semanas.68 Si consideramos que de los restantes meses, en 6 no contamos con información suficiente (ya que sólo se conserva una carta mensual), por lo tanto tan sólo podríamos considerar que 22 de los 65 totales (el 34%) fueron enteramente secos. Siete de ellos se concentraron en 1760, que resultaría por tanto el año más seco, mientras que en 1761 julio es el único mes en el que no habría llovido. En el resto de los años, no se excede de los 5 meses sin precipitación, ni en ningún caso se suceden más de tres meses sin que ésta se produzca. Así pues, no transmite la correspondencia de D. Carlos la imagen de unos años especialmente secos, de donde la necesidad de contrastar esta fuente con otras adicionales.

Hemos insistido en que una de las peculiaridades que ofrecen los epistolarios manejados viene representada por la existencia de abundantes referencias a las temperaturas. Más aún si cabe, con las prevenciones metodológicas antes formuladas, consideramos que como en el caso de las precipitaciones –o en combinación con ellas– es posible identificar algunos episodios de indudable significación (cuadro 2).

En conjunto, se producen un total de 11 menciones a nevadas, bien en los lugares donde D. Carlos se hallaba, bien en las montañas cercanas. Nada especialmente llamativo, pues de hecho resultaría un promedio incluso inferior al de los días de nieve que en la actualidad puede tener una ciudad como Madrid, que en el último período internacional de referencia arroja una media de 4 días de nieve al año. Lo que sí llama la atención, en cambio, son las fechas de las nevadas, resultando algunas bastante tempranas o tardías. Así, se habla de ellas entre finales de octubre en La Granja (1764) y mediados de abril en Madrid y las cercanías de Aranjuez (1761).69 Lo que es más, se apreció «algo» de nieve en la sierra a finales de septiembre de 1762,70 y repetidas escarchas y «un dedo de hielo en los charcos» de La Granja a finales de septiembre de 1764: el mismo rey dice que es «demasiado temprano».71 El frío, ese año, fue persistente. Demorada la corte inusualmente en San Ildefonso por las indisposiciones de su madre, finalmente el rey tuvo que marchar, pues:

Ha querido [doña Isabel de Farnesio] que yo me viniese por no poder aguantar el frío que hazía en mi cuarto, lo que bien puedes creer que no huviera echo si no fuese por obedecerla como devo [...]. Espero en Dios que hayas tenido [...] un tiempo tan hermoso como el que tenemos aquí [...]; y te diré que en San Ildefonso nos nevó muy bien el sábado, y ayer aún hallamos algo de nieve en el puerto, y después volvió hallá a nevar un poco [...] De este lado [Escorial] azía un tiempo hermosísimo, y menos frío, y le continúa.72

Cabe destacar, sin embargo, que estos episodios no necesariamente fueron siempre acompañados por fríos intensos y persistentes. La del 30 de marzo de 1760, por ejemplo, fue la típica nevada primaveral, pues tras ella el tiempo se puso de inmediato «muy blando, y dulce» (20).