Cómo escuchar - Plutarco - E-Book

Cómo escuchar E-Book

Plutarco

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Beschreibung

Corren tiempos de dispersión en los que es muy necesario escucharnos. Sentirse escuchado significa conectar con otras personas casi íntimamente; supone crear vínculos. Ser un buen oyente, nos dice Plutarco, es un arte que todos deberíamos aprender. Saber escuchar es tan importante como saber hablar bien. El placer que se alcanza al escuchar a otra persona depende tanto de quien habla como de quien escucha. Hoy día proliferan manuales, cursos y consejos para hablar en público, ser elocuentes, convencer a los demás o impresionarlos con nuestros discursos. Pero Plutarco nos revela que más importante que saber hablar, es saber escuchar. En un tiempo de ruido constante, de palabras que se lanzan como dardos contra los que no piensan como nosotros, la educación a través de la palabra es todavía una actividad tan necesaria como lo era en tiempos de Plutarco. Con su manera de escribir y educar siempre amena, con esa sabia erudición que nos sorprende y deleita en cada párrafo, Plutarco ofrece en este breve pero intenso tratado las claves para una escucha inteligente. Una edición enriquecida con el sugerente ensayo «El arte de escuchar… a los demás» de Daniel Tubau, que recoge la visión de los clásicos sobre la escucha. «Por eso, es preciso escuchar benévola e indulgentemente al que habla, como si a uno lo hubieran invitado a un banquete sagrado…»

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Derechos exclusivos de la presente edición en español

© 2024, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.

Cómo escuchar

Primera edición: marzo de 2024

© 2024, Daniel Tubau, por la edición y comentarios

© 2024, Paloma Ortiz García, por la traducción de Cómo escuchar

Imagen de cubierta: composición a partir de la fotografía de Town45 Can you hear me?, con escultura en terracota de Teddy Cobeña; y fragmento de una cabeza de mujer (Grecia, Italia, c. 440-430 a. C.), fotografiado por Dave & Margie Hill / Kleerup. En solapa, retrato de Plutarco del siglo II a. C., Museo Arqueológico de Delfos, tomada por Zde. Todas ellas con CC SA-2.0 o 4.0.

Imagen de interior: reinterpretación de la ilustración de la página 294 de Collection of Etruscan, Greek and Roman antiquities from the cabinet of the Honourable William Hamilton, publicado en 1766, y que hoy se encuentra en la biblioteca pública de Boston (domino público)

Imagen de interior: ilustración de interior de Stories of Persons and Places in Europe (1887) de E.L. Benedict.

ISBN (papel): 978-84-128182-0-8

ISBN (ebook): 978-84-128182-1-5

Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

Compaginación: M. I. Maquetación, S. L.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

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[email protected]

www.rosameron.com

Índice

Cómo escuchar

Introducción

PRIMERA PARTECómo escuchar, Plutarco

SEGUNDA PARTE El arte de escuchar… a los demás

TERCERA PARTE Elogio del pensamiento y el estilo de Plutarco

Apéndices

Elenco de personajes y lugares

Bibliografía

Notas

INTRODUCCIÓN

La buena fortuna de Plutarco

Entre los escritores griegos y latinos de la época romana, tres de ellos han atravesado los siglos sin apenas verse afectados por los cambios de costumbres y la sucesión de modas intelectuales. Todavía se leen con gusto, tanto por las élites intelectuales como por el lector común y, además, han tenido la suerte de que sobrevivieran muchos de sus libros.

Sus obras pocas veces logran ser bestsellers, pero casi siempre son longsellers: raramente nos miran desde los escaparates de una librería, pero nunca abandonan sus estantes.

Ya habrás adivinado, lector, que uno de estos tres autores es Plutarco, puesto que estás leyendo este libro. Los otros dos son Séneca y Cicerón.

En los últimos años se ha apagado un poco el brillo de Cicerón, quien durante dos milenios fue el escritor latino más influyente, pero no ha disminuido el interés hacia Séneca y Plutarco, de los que casi cada mes se anuncia una nueva edición, ya que sus títulos logran el raro prodigio de ser publicados por muchas editoriales y, sin embargo, no saturar el mercado, privilegio que solo comparten algunos clásicos como El arte de la guerra de Sun Tzu, el Libro del Tao de Lao Tse, las Rubbayat persas de Omar Jayyam o El príncipe de Maquiavelo.

El mérito de Plutarco quizá sea mayor que el de Séneca, ya que no posee el encanto y la cercanía del romano y es sin duda más erudito. Sus libros están trufados de citas y frases de otros autores (se han contado ni más ni menos que entre siete y diez mil citas), lo que no suele agradar al lector moderno, que prefiere pensar que todo lo que escribe un autor ha nacido de su propia imaginación. Pagar las deudas, es decir, mencionar las fuentes de las que se bebe, parece restar originalidad, y suele considerarse «vana erudición». ¿Cómo explicar entonces el extraño caso de Plutarco, o el de su discípulo, separado de él por océanos de tiempo, Montaigne?

La respuesta es que no se trata de vana erudición, sino, en todo caso, de provechosa erudición. A primera vista puede parecer que esos textos repletos de citas de Plutarco o Montaigne son como las actuales tesis doctorales, en las que opina todo el mundo excepto el que firma la investigación, o que se parecen a aquellos centones del Imperio romano tardío y la Edad Media, densos volúmenes en los que se reunían las opiniones más curiosas, ingeniosas o sabias de la Antigüedad, salvando del olvido a autores de los que ahora apenas conservamos el nombre. Aquellas antologías de fragmentos y testimonios explican sin duda el gusto por el aforismo que encontramos siglos más tarde en un Lichtenberg o un Nietzsche, porque parecía que para convertirse en un clásico había que ofrecer sabiduría en dosis minúsculas y construir un pensamiento fragmentario. Sin embargo, lo que hace que los ensayos de Plutarco y Montaigne no sean confundidos con centones, florilegios o antologías es que todas esas citas no son perlas dispersas en un plato, sino que están unidas por un hilo que les confiere sentido, unidad y belleza. Son hermosos collares de perlas.

A pesar de que suele considerarse a Plutarco un escritor menor en cuanto al estilo, esta opinión empezó a ser cuestionada cuando Donald Russell publicó en 1972 una nueva biografía en la que reivindicó el arte literario de este, que por lo general había sido menospreciado o que había pasado desapercibido, aunque existen notables excepciones como Ralph Waldo Emerson, quien dijo que era imposible leer a Plutarco «sin sentir un hormigueo en la sangre». Si un autor es capaz de provocar esa reacción en sus lectores, y no cabe duda de que Plutarco lo consigue a menudo, entonces quizá deberíamos redefinir la excelencia literaria, no prestando atención tan solo a los brillos retóricos más llamativos. El propio Plutarco, al que se ha acusado más de una vez de falta de aticismo —es decir, de no alcanzar la elegancia de los autores clásicos del Ática (Atenas)—, parece haber sido muy consciente de que a menudo es preferible sacrificar la brillantez del estilo para no entorpecer el sentido y el efecto buscado, como él mismo lo dice con toda claridad precisamente en este ensayo que nos atañe, donde previene a los jóvenes de ocuparse más del envoltorio que de la sustancia:

Pues si bien es propio de los que hablan el no descuidar en absoluto una elocución placentera y convincente, el joven ha de preocuparse de ello lo menos posible, al menos al principio… El que de inmediato desde el principio, cuando aún no ha echado raíces en los asuntos, da importancia a que la elocución sea ática y sutil, es semejante al que no quisiera beber un antídoto si la vasija no estuviera modelada en arcilla ática de Colias1.

En cualquier caso, detrás de los ensayos de Plutarco y Montaigne, casi siempre podemos descubrir al autor y su intención. Hay que reconocer que el francés se hace notar más que el griego y que, como él mismo dice, quien toca sus libros toca a un hombre. Plutarco es más escurridizo, quizá porque sus gustos son más convencionales o conservadores y porque su moderación y su deseo de ajustarse a lo adecuado, rehuyendo el escándalo, lo hacen menos llamativo, aunque es un tema digno de investigación descubrir la personalidad que se esconde bajo su aparente neutralidad. Esa investigación tal vez nos depare algunas sorpresas que dejamos para más adelante, en una breve defensa que se incluye tras «El arte de escuchar... a los demás»: «Elogio del pensamiento y el estilo de Plutarco» (en la página 148). Ahora tenemos que situar a Plutarco en su época.

La vida

Plutarco nació en Queronea, ciudad de la región griega de Beocia, apenas a una distancia de treinta kilómetros del santuario de Delfos, en el año 46 de nuestra era. La ciudad de Queronea presumía de un pasado glorioso, pues fue allí donde tuvo lugar la última resistencia de los Estados griegos contra los macedonios de Alejandro Magno. También, como tebanos que eran, podían presumir de su protagonismo en los tiempos antiguos, como su heroica participación en la lucha contra los persas. Por otra parte, Beocia es la región vecina del Ática, y sus capitales, Tebas y Atenas, siempre fueron rivales. En Beocia estaba el santuario de Delfos, del que Plutarco llegaría a ser sumo sacerdote; los montes Parnaso y Helicón, donde las musas se aparecieron al poeta Hesíodo; también era beocio el rey Edipo, el hombre que resolvió el gran enigma de la Esfinge y que dio su nombre, milenios después, a un célebre complejo freudiano. Tebano era también el poeta Píndaro, y en aquella región se sitúa el mito de Narciso y la sangrienta epopeya de Los siete contra Tebas. Se ha llegado a pensar que el nombre de Grecia procede de la ciudad beocia de Graea.

Aunque Plutarco habla a menudo de su familia, e incluso los hace aparecer en sus diálogos, en especial a sus hermanos Lamprias y Timón (por el que muestra un gran afecto), pero no está del todo claro el árbol genealógico. Ni siquiera sabemos con seguridad cuántas veces se casó, aunque el erudito francés Jean Ruault logró en su Vida de Plutarco, publicada en 1624, deducir que la mujer llamada Timoxena era su esposa. Se conserva una carta de consolación de Plutarco a su esposa con motivo de la pérdida de una de las hijas del matrimonio. Tuvieron al menos dos hijos varones, Autóbulo y Plutarco, y probablemente un tercero llamado Soclaros. Sabemos que su abuelo Lamprias fue un referente para él, y que otro Lamprias, del que se ha dicho que podría ser también hijo suyo, da su nombre al catálogo de las obras de Plutarco. Sobrino o nieto suyo era Sexto de Queronea, al que el emperador Marco Aurelio elogia como uno de sus maestros más queridos. Lo que no es seguro es si este Sexto es el célebre filósofo escéptico conocido como Sexto Empírico.

Los tiempos de gloria de los griegos quedaban ya lejanos cuando nació Plutarco. Las grandes potencias, como Atenas, Esparta o Tebas, ya no jugaban ningún papel en el tablero de eso que hoy llamamos geopolítica. Grecia había quedado bajo el dominio de Roma, aunque, al mismo tiempo, como se expresa en la célebre frase, la derrota de Grecia fue la victoria de la cultura griega: «Graecia capta ferum victorem cepit» («La Grecia conquistada conquistó a su fiero conquistador»).

Parece que Plutarco aceptó la tutela romana casi con agrado, porque, como expresa en varias ocasiones en sus Vidas paralelas, cuando las ciudades griegas estaban en su esplendor militar, pasaban gran parte del tiempo luchando unas contra otras, en guerras continuas, fratricidas desde el punto de vista de una cultura compartida, y tan solo en raras ocasiones, como ante la invasión persa o en la lejana y quizá mítica guerra de Troya, pudieron unirse para hacer frente a un enemigo común. Ni siquiera ante la amenaza de Filipo y su hijo Alejandro, las ciudades griegas habían sido capaces de formar un frente común. Tras la rendición de Atenas y Esparta, Tebas fue la última gran ciudad que se enfrentó a Alejandro, con su célebre ejército de parejas de amantes, uno joven, otro maduro. Fueron derrotados, pero pudieron presumir de que, al fin y al cabo, ellos habían educado al joven Alejandro en las artes militares. Pero, como ya se ha dicho, todo aquello ahora quedaba muy lejano y los griegos se habían acostumbrado a vivir cómodamente bajo la tutela del Imperio Romano.

Es cierto que se habían perdido muchas de las instituciones antiguas, de las que los griegos se sentían orgullosos, pero también ahora, tras la ya lejana guerra civil romana entre Octavio y Marco Antonio, o la tiranía de Nerón y el año de los cuatro emperadores (Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano) que Plutarco presenció en su juventud, los griegos vivían en paz, lejos de aquellas peleas continuas por la hegemonía entre atenienses, tebanos, corintios, espartanos, tracios o macedonios. Además, la más sagrada de las instituciones griegas, el oráculo de Delfos, había sido reconstruida, y precisamente bajo la guía de uno de sus dos sacerdotes, el propio Plutarco conocía un nuevo esplendor. No es extraño, en consecuencia, que adquiriese de buen grado la ciudadanía romana, tomando el nombre de Lucius Mestrius Plutarchus, a pesar de que nunca menciona esta circunstancia en sus obras.

Un rasgo de Plutarco ha llamado la atención de los estudiosos, pues es junto al filósofo neoplatónico Porfirio, el único autor grecolatino del que se han conservado escritos en los que se rechaza el comer carne de animales y, en consecuencia, se defiende el vegetarianismo. A pesar de que se ha dicho que sus ideas vegetarianas son influencia de la creencia pitagórica en la metempsicosis, puesto que los seres humanos se podrían encarnar también en animales, la lectura de su tratado Acerca de la inteligencia de los animales, muestra claramente que sus razones son más bien la certeza de que los animales, y en especial los mamíferos, poseen cierto grado de inteligencia y, lo que es más importante, incluso poseen un lenguaje articulado que les hace pronunciar, en el momento del sacrificio, «llantos por la justicia» (dikaiologias)2. Es decir que sufren de manera espantosa en los mataderos y en los altares, pues esos gritos no son, como dirían más de mil años después el español Gómez Pereira y el francés René Descartes, simples «chirridos de la maquinaria».

Se sabe que Plutarco visitó Roma bajo la protección del senador Floro, que en Grecia fue iniciado en los misterios de Delfos, y probablemente también en los de Eleusis, y que él mismo consiguió para la ciudad y el santuario de Delfos varios privilegios otorgados por el emperador Vespasiano, al que conoció personalmente. Además, vivió bajo el mandato de otros cuatro o cinco emperadores: Tito, Domiciano, Nerva, Trajano y tal vez Adriano.

La carrera política de Plutarco fue muy exitosa. Ejerció como magistrado en Queronea, representó a su ciudad como embajador, fue arconte varias veces y también epimeletes o administrador de la Liga Anfictonia al menos en cinco ocasiones, organizando incluso unos Juegos Píticos.

El historiador bizantino Jorge Sincelo asegura en su exhaustiva cronología del mundo que el emperador Adriano lo nombró Procurador de la región griega de Acaya, y también se dice que ya antes Trajano lo había nombrado procurador de Iliria, aunque persisten ciertas dudas acerca de ambos cargos, en especial del segundo. Lo que sí es seguro es que se convirtió en uno de los dos sacerdotes de Delfos, de un santuario reconstruido que los romanos veían como un destino turístico un poco folclórico, pero que Plutarco se tomó muy en serio, buscando recuperar la gloria perdida.

Paideia, la educación integral del individuo

En Plutarco, la intención moralizadora, el empeño en convertir cualquier anécdota, poesía o relato en un aprendizaje, es una muestra tardía, pero todavía intensa, de la gran importancia que se daba en Grecia a la paideia, un concepto que va más allá de la simple enseñanza escolar, pues se refiere a la formación integral del individuo, tanto desde el punto ético o moral como de sus deberes como ciudadano. Werner Jaeger, en su ya clásico libro Paideia, dedicado íntegramente a la importancia de la educación en Grecia, nos recuerda que las obras de Homero, la Ilíada y la Odisea, fueron la referencia cultural más importante para los griegos, y que al propio Homero se le consideraba «el educador de Grecia». En este sentido, dice Jaeger acerca de Plutarco:

En la obra de Plutarco, correspondiente a la época imperial, sobre la vida de los poetas, nos encontramos todavía con el mismo modo realista-escolar de enfocar la poesía homérica como la fuente de toda sabiduría3.

Si abrimos cualquier libro de Plutarco, da igual cuál escojamos, descubriremos siempre esa preocupación por la educación. Sus Vidas paralelas, en las que compara a célebres estadistas, poetas, artistas, reyes o militares de Roma con su contraparte griega, tienen como motivación principal ser exempla, es decir, servir de modelo ejemplar, decirnos, mediante la imagen vivaz y la anécdota reveladora, qué es lo que debemos imitar y qué es lo que debemos rechazar. Esas vidas son un espejo en el que mirarnos y componer en ese reflejo nuestra estatura moral, como quien se arregla el cabello o se ajusta la vestimenta. En cuanto a su otra gran colección de ensayos, los que se agrupan bajo el término Moralia, el nombre, que es traducción latina del griego Ética, señala también a las claras este carácter moralizante de las obras de Plutarco.

En este ensayo, el propósito educativo está presente desde las primeras líneas, pues el libro está dedicado al joven Nicandro, para que, ahora que va a entrar en el mundo adulto con pleno derecho, no olvide que debe seguir formándose y que su nuevo maestro va a ser su propia conciencia. Por eso será de especial importancia que sepa escuchar a todos aquellos que puedan enseñarle algo o con quienes deba debatir en el futuro, pues antes que a hablar se debe aprender a escuchar.

Plutarco después de su época

En el Catálogo de Lamprias, en el que se enumeran sus obras, se alcanza un número asombroso: doscientas veintisiete. A ellas hay que sumar al menos dieciocho títulos que han llegado a nosotros a través de distintas fuentes, y algún libro más que sabemos que escribió, por la sencilla pero contundente razón de que lo conservamos o que él mismo lo menciona. De esa inmensidad de textos han sobrevivido alrededor de ochenta, además de fragmentos dispersos de varias decenas más.

Los ensayos al parecer no fueron muy conocidos en su época y es bastante sorprendente que no mencione ni sea apenas citado por muchos de sus contemporáneos, como Plinio el Viejo.

Pero su fama se hizo inmensa en Francia e Inglaterra. En Francia porque Michel de Montaigne imitó el estilo de Plutarco, aunque añadiendo una mayor implicación personal, en sus Essais, que son el origen del ensayo moderno. Montaigne no solo adoptó el estilo claro y ligero de Plutarco y su afición a la cita, sino que menciona al propio Plutarco más de cuatrocientas veces.

Thomas North tradujo las obras de Plutarco al inglés y esos libros fueron la inspiración de varias obras de Shakespeare, como Marco Antonio y Cleopatra, Coriolano, Julio César o Timón de Atenas.