Obras morales y de costumbres (Moralia) IX - Plutarco - E-Book

Obras morales y de costumbres (Moralia) IX E-Book

Plutarco

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Beschreibung

Componen el grueso de este volumen varios escritos dedicados a las ciencias naturales y "Sobre comer carne", una de las más destacadas defensas del vegetarianismo de toda la Antigüedad. Empieza el volumen con un tratado de crítica literaria ("Sobre la malevolencia de Heródoto"), en el que Plutarco censura, de manera tendenciosa, la exposición que el historiador hace de la participación de los griegos en las Guerras Médicas. "Cuestiones sobre la naturaleza" es una colección de preguntas (con sus correspondientes respuestas) sobre ciertos aspectos de interés en el ámbito de las ciencias naturales, materia sobre la que versan los tratados restantes, pero centrándose cada uno en un tema: "Sobre el principio del frío" y "Sobre si es más útil el agua o el fuego", trata de cuestiones físicas; "Sobre la cara visible de la Luna" es una mezcla de física, antropología y misticismo escatológico; "Sobre la inteligencia de los animales" y "Grilo", por su parte, tratan cuestiones de psicología animal (en el "Grilo" se parte de un episodio mítico, la estancia de Ulises en la isla de Circe); finalmente, el "Sobre comer carne" es un auténtico alegato en favor de la dieta vegetariana, el más importante de toda la Antigüedad junto con "Sobre la abstinencia", de Porfirio.

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BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 299

Asesor para la sección griega: CARLOS GARCÍA GUAL .

Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha sido revisada por CONCEPCIÓN MORALES OTAL(Sobre la malevolencia de Heródoto, Sobre el principio del frío, Sobre si es más útil el agua o el fuego y Sobre comer carne) , DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE(Cuestiones sobre la naturaleza y Sobre la cara visible de la luna) y MARIO TOLEDANO VARGAS(Sobre la inteligencia de los animales y Los animales son racionales o Grilo) .

© EDITORIAL GREDOS, S. A.

Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 2002.

www.editorialgredos.com

Las traducciones, introducciones y notas han sido llevadas a cabo por: VICENTE RAMÓN PALERM(Sobre la malevolencia de Heródoto, Cuestiones sobre la naturaleza, Sobre la cara visible de la luna, Sobre el principio del frío, Sobre si es más útil el agua o el fuego y Sobre comer carne) y JORGE BERGUA CAVERO(Sobre la inteligencia de los animales y Los animales son racionales o Grilo) .

REF. GEBO382

ISBN 9788424933289

SOBRE LA MALEVOLENCIA

INTRODUCCIÓN

El presente tratado constituye un modelo acabado del quehacer plutarqueo en cierto grupo de opúsculos. En efecto, Sobre la malevolencia de Heródoto es un alegato vehemente, de fuerte tono retórico, en que Plutarco censura de modo tendencioso la exposición que Heródoto de Halicarnaso realiza sobre las Guerras Médicas y, concretamente, sobre la participación de los distintos estados griegos en las mismas. El caso es que, apoyado en razones de índole patriótica, Plutarco efectúa un vituperio constante de la figura de Heródoto dado que, al decir del queroneo, nuestro historiador desprestigia a los pueblos griegos que intervinieron en la conflagración, con particular aversión hacia corintios y beocios1 . En tal sentido, Plutarco estructura la obrita de la siguiente manera: en primer lugar, nos ofrece una serie de características axiomáticas merced a las cuales es posible detectar la presencia de un escritor malevolente. Acto seguido, se centra en la parte troncal de su narración en la que procede a la relación de paradeígmata, de ejemplos que vienen a avalar quod demonstrandum erat: a saber, que el estilo sencillo, fluido, natural de Heródoto oculta en realidad su talante malintencionado, proclive a tergiversar la realidad histórica.

Censura. Vituperio. Son términos que he empleado con anterioridad. Y es que, como se desprende de los estudios recientes sobre esta obrilla (diríase libelo), el propósito de Plutarco aquí es palmario, en su deseo de ofrecer una creación literaria de estilo muy elaborado, con una notable utilización de toda suerte de recursos anejos a la preceptiva retórica. Efectivamente, hasta la fecha, las contribuciones sobre la estructura, el estilo y la técnica compositiva de la obra han adoptado dos vías de exégesis. Por un lado, contamos con interpretaciones del tenor de Seavey, quien explica el tratado como un discurso judicial y, más tarde, precisa su pertenencia a la epistolografía forense2 . Vendría a confirmar este análisis la abundancia de términos —sensible en el tratado— que se corresponden con el campo semántico del género judicial3 . Por otro lado, y más recientemente, Marincola enfatiza la circunstancia de que nos encontramos ante un ensayo sobre la metodología histórica de Heródoto, convencido de que la crítica historiográfica prima en nuestra obrilla4 .

Por mi parte, y sin perjuicio de las opiniones que anteceden, considero que la intención polémica y retórica sobresale por encima de cualquier otro aspecto de importancia. En realidad, todo apunta a que Plutarco compone en buena medida un ejercicio retórico de carácter demostrativo a los que, por otro lado, es dado el de Queronea en sus Moralia5 . Así sucede, entre otros, con Sobre la fortuna o virtud de Alejandro Magno, como ha examinado M. R. Cammarota6 . En efecto, Plutarco se hallaba avezado en la enseñanza retórica desde su juventud y, especialmente en los tratados juveniles —entre los que cabe incluir la presente composición7 —, hacía gala de ella con profusión. Así las cosas, con la documentación y los recursos técnicos pertinentes, Plutarco pudo realizar una exhibición retórica en la cual despliega los artificios de escuela más adecuados para la consecución de su objetivo. En efecto, Plutarco traza una epídeixis retórica que, como es de rigor, tiene por objeto la alabanza cumplida o el denuesto tenaz (circunstancia esta última en la que nos hallamos) de una persona, una ciudad, un objeto, etc. Y por cierto que el de Queronea se ajusta con celo a esa actitud de larga tradición: para la inventio del tema, se sirve de Heródoto, quien, si había pasado a la historia literaria con el título de pater historiae8, no es menos cierto que contaba con una dilatada trayectoria de autor denostado9 . Por ello, habida cuenta del tema, Plutarco pudo establecer un ensayo en el que cuida exquisitamente de los aspectos formales. En este opúsculo interesa particularmente la exposición de tópicos que se orientan a enfatizar la actitud malevolente de Heródoto en su modo de hacer historia. De esta manera, Plutarco recurre a un vituperio, un psógos, el cual paso a ilustrar brevemente merced a una selección de las características historiográficas que deplora el queroneo en las líneas primeras de su opúsculo.

Es un hecho que la preceptiva retórica grecolatina de época helenística e imperial presenta ya los cánones del género epidíctico10 . Pues bien, a este respecto, debemos al rétor Elio Aristides un inventario pormenorizado sobre los lugares de argumentación para el género del encomio11 . El rétor cita en concreto la aúxēsis o amplificación merced a la cual se enfatizan las virtudes del personaje correspondiente; también estaba prescrito el recurso a la paráleipsis u omisión de las características negativas de un personaje cuyo elogio se desea incluir; un tercer registro era el de la eufēmía o exposición benevolente de la trayectoria biográfica del personaje en cuestión; por último, el orador debía ceñirse a la parabolḗ o comparación ilustrativa. Sucede que, al tratarse Sobre la malevolencia de Heródoto de un vituperio encendido, Plutarco se servirá de los tópicos en sentido contrario. Así, el de Queronea indica los aspectos programáticos que, en su opinión, permiten detectar la presencia de un historiador malintencionado: me limito a señalar las más significativas (cito entre paréntesis los parágrafos de la obra [854E-874C] en que se emiten los juicios correspondientes).

Al decir de Plutarco, es malevolente:

I.

El historiador que se sirve de expresiones desafortunadas y calumniosas (2 y 7).

II.

El escritor que imputa acciones irrelevantes en el ámbito de la investigación histórica (3).

III.

El historiador que omite la realización de hechos correctos y nobles (4).

IV.

El historiador que combina alabanzas y vituperios para, en realidad, dar crédito a los segundos (8 y 9).

Si bien se mira, esta declaración de Plutarco se ajusta perfectamente a las convenciones retóricas propias del género epidíctico. Más aún, sucede que la utilización de los tópicos adecuados por parte de Plutarco está presente no sólo en el método programático de Sobre la malevolencia de Heródoto sino también en el conjunto de nuestra obrita12 . En suma, el inventario que aquí hemos sintetizado —unido, como sugiero, a un número considerable de datos adicionales que constan en el opúsculo todo, extremo este que el lector podrá verificar— confirma la realidad de que Plutarco compone una verdadera epídeixis retórica13 .

Por lo que respecta a la tradición manuscrita correspondiente de nuestra composición (la cual figura con el número 122 en el Catálogo de Lamprias), contamos con dos códices que han transmitido el texto: son el E (Parisinus 1672), redactado probablemente a mediados del siglo XIV , y el B (Parisinus 1675), del siglo XV cuyas lecturas resultan, por lo general, de mayor fiabilidad14 .

Para concluir, una nota sobre la presente traducción: en su momento, la profesora A. I. Magallón y quien esto suscribe realizamos una primera versión de esta obra (Plutarco. Sobre la malevolencia de Heródoto, Monografías de Filología Griega, 1, Zaragoza, 1989). Ante tal circunstancia, y ateniéndome a las indicaciones de originalidad que prescribe la Editorial Gredos, he revisado la versión anterior y procedido a las correcciones o modificaciones necesarias15 .

NOTA AL TEXTO

1 Para una introducción general al tratado, véase A. I. MAGALLÓN , V. RAMÓN PALERM , Plutarco. Sobre la malevolencia de Heródoto , Monografías de Filología Griega, 1, Zaragoza, 1989, págs. 3-19. Vid. asimismo A. BOWEN , The malice of Herodotus, Warminster, 1992.

2 W. SEAVEY , «The Rhetorical Genre of Plutarch’s De Herodoti malignitate», resumen en Ploutarchos 4, 2 (1988), 5-7; «Forensic Epistolography and Plutarch’s De Herodoti malignitate», Hellas 2 (1991), 33-45.

3Vid. una relación de términos y acepciones representativa en A. I. MAGALLÓN , V. RAMÓN PALERM , Plutarco…, págs. 13-14.

4 J. M. MARINCOLA , «Plutarch’s Refutation of Herodotus», AW 25.2 (1994), 191.

5 He defendido esta perspectiva de análisis en «El De Herodoti malignitate de Plutarco como epídeixis retórica», en L. VANDER STOCKT (ed.), Rhetorical Theory and Praxis in Plutarch, Acta of the IVth International Congress of the International Plutarch Society, Lovaina, 2000, págs. 387-398.

6 M. R. CAMMAROTA , «Il De Alexandri Magni fortuna aut virtute come espressione retorica: il panegirico», en I. GALLO (ed.), Ricerche plutarchee, Nápoles, 1992, págs. 105-124.

7 Cf. A. I. MAGALLÓN , V. RAMÓN PALERM , Plutarco…, págs. 14-15.

8 CICERÓN , De legibus I 1, 5.

9 Como demuestra A. MOMIGLIANO , La storiografia greca, Turín, 1982, págs. 145-146, carecemos desgraciadamente de la literatura antiherodotea helenística. Sin embargo, todo apunta a que se producían ataques críticos de tono elevado.

10 En seguimiento de una dilatada tradición clásica: cf. GORGIAS , Enc. Hel., 1; ARISTÓTELES , Ret. 1358b.

11 Cf. Rhetores Graeci, editados por L. SPENGEL y C. HAMMER (vol. II), Leipzig, 1894, págs. 109-112.

12 Para una relación detallada de la utilización de estos tópicos en el opúsculo, véase V. RAMÓN PALERM , «El De Herodoti malignitate de Plutarco…», cit.

13 El opúsculo ha merecido entre la crítica otras clasificaciones, parcialmente complementarias de las aquí proponemos: cf. K. ZIEGLER , Plutarco [= «Plutarchos von Chaironeia», RE XXI 1, 1951], trad. it., Brescia, 1965, pág. 278; I. GALLO , «Strutture letterarie dei Moralia di Plutarco: aspetti e problemi», en J. A. FERNÁNDEZ DELGADO , F. PORDOMINGO (eds.), Estudios sobre Plutarco: aspectos formales (Actas del IV Simposio español sobre Plutarco), Madrid, 1996, pág. 10.

14 Para más información sobre la cuestión, cf. V. RAMÓN PALERM , «Lengua, texto e ironía en Plutarco. Notas críticas al De Herodoti malignitate», en C. SCHRADER , V. RAMÓN , J. VELA (eds.), Plutarco y la Historia. Actas del V Simposio Español sobre Plutarco, Monografías de Filología Griega, 8, Zaragoza, 1997, pág. 417, n. 7.

SOBRE LA MALEVOLENCIA DE HERÓDOTO

1. Alejandro1 : el estilo de Heródoto ha decepcionado a [854E] muchas personas en la idea de que es fácil, sencillo y se dirige de un tema a otro con naturalidad; pero son más quienes [F] han sufrido esa decepción atendiendo a su talante. En efecto, como afirma Platón2 , no sólo es la peor de las injusticias dar la impresión de justo cuando no se es, sino que —más aún— es acto de malevolencia aguda simular buena disposición y una ingenuidad desconcertante. Considerando que se ha pronunciado así sobre los beocios y corintios en especial (aunque sin exclusión de ningún estado), creo oportuno que salgamos en defensa de nuestros antepasados y de la verdad a un tiempo, ciñéndonos a ese preciso apartado de su obra. Quienes pretendieran exponer sus falacias e invenciones restantes precisarían, sin duda, de numerosos libros. Sin embargo, como afirma Sófocles3 ,

portentoso el rostro de Persuasión,

[855A] máxime cuando, en un relato que presenta encanto y fuerza tales, posibilita el resto de absurdos y enmascarar el talante del escritor. Así es, Filipo indicaba4 , a los griegos que le habían hecho defección y abrazado la causa de Tito, que habían cambiado una cadena más fina por otra más gruesa. Pues bien, la malevolencia de Heródoto es indiscutiblemente más sutil y refinada que la de Teopompo5 , pero también resulta más capciosa y dañina (como los vientos que soplan lateral y furtivamente por un estrecho desfiladero en comparación con los que se expanden a campo abierto).

[B] No obstante, creo que resulta preferible someter a cierto esquema cuantos rasgos y signos distintivos se avienen, en líneas generales, a una narración que no es sincera y bienintencionada, sino malévola, para luego clasificar cada uno de los pasajes examinados, si se ajustan al esquema, bajo esas indicaciones.

2. En primer lugar, el autor que se vale de los calificativos y expresiones más desafortunados, cuando dispone de algunos más razonables para exponer los hechos (por ejemplo, si tildara a Nicias de «supersticioso»6 pudiendo decir que «es proclive a las profecías», o si, refiriéndose a Cleón7 , hablara antes de «temeridad y locura» que de «verbo irreflexivo»), no tiene buena intención, sino que —diríase— se divierte con la narración pormenorizada del asunto.

3. En segundo lugar, si, por algún motivo, a un individuo [C] le es imputable una mala acción —irrelevante, no obstante, para la investigación histórica—, y el escritor se aferra a ella, la introduce en sucesos que en nada la precisan y prolonga la narración con excursos a fin de abarcar el infortunio de alguien o una acción absurda e indecorosa, es evidente que gusta de la maledicencia. Por esta razón, Tucídides no relata con pormenores los errores, aun siendo numerosos, de Cleón y, cuando se ciñe al demagogo Hipérbolo8 , lo califica, en dos palabras, como «persona perversa» y se desentiende de él. Asimismo Filisto9 obvia todas las iniquidades, de Dionisio contra los bárbaros, no vinculadas [D] a los acontecimientos griegos. En efecto, las digresiones y paráfrasis de la investigación histórica se dan con mayor profusión en los mitos y relatos de épocas antiguas, e incluso en relación con los encomios, pero el autor que incluye un paréntesis con el propósito de calumniar y vituperar causa la impresión de caer en una imprecación de la tragedia

De los mortales recogiendo las desgracias10 .

4. Más aún, el reverso de la conducta citada es —resulta a todas luces evidente— la supresión de algo digno y noble; [E] parece asunto de escasa trascendencia, pero resulta malévolo si la omisión afecta a un pasaje relacionado con la investigación histórica. El caso es que elogiar sin desearlo no es más elegante que disfrutar con el vituperio; al contrario, además de inelegante, acaso es peor.

5. A continuación, propongo un cuarto indicio de actuación malintencionada en historia: aceptar la versión más desfavorable cuando existen dos o más sobre el mismo acontecimiento. En efecto, a los sofistas se les permite adoptar el peor argumento para ornato literario, ya por su profesión o por prestigio; y es que ellos no pretenden corroborar una acción ni niegan que, con frecuencia, disfrutan con sarcasmo de lo absurdo en defensa de tesis inverosímiles. Pero el historiador, por su parte, es ecuánime si dice la verdad cuando la conoce y, ante la duda, interpreta que la versión favorable se ajusta a la verdad más que la desfavorable. Muchos autores omiten, por completo, la versión más desfavorable; así, Éforo dice11 , sin más, que Temístocles supo de la traición de Pausanias y sus acuerdos con los generales del soberano y añade «pero, cuando Pausanias le comunicó e invitó al proyecto, no quedó persuadido ni aceptó». Tucídides, por su parte, obvia la totalidad del relato a modo de condena.

6. Cuando hay acuerdo sobre la realización de un hecho pero la causa y la intención que lo han motivado no están claros, el escritor que deja sospechar la explicación más desfavorable es malintencionado y malévolo. Por ejemplo, los cómicos representaron que Pericles avivó la llama de la [856A] guerra debido a Aspasia o a Fidias —más que por su deseo de humillar a los peloponesios y no ceder en modo alguno a las pretensiones de los lacedemonios, llevado por cierto afán de gloria y belicismo. Efectivamente, si un autor sugiere una interpretación mezquina para empresas afamadas y acciones de renombre, e induce mediante calumnias a sospechas infundadas sobre la intención velada del ejecutor —ante su incapacidad de censurar abiertamente la ejecución del hecho—, es evidente que no puede ser superado en odio y malevolencia (por ejemplo, quienes proponen que el asesinato del tirano Alejandro a manos de Tebe12 no se perpetró por altruismo ni desprecio de la maldad, sino por celos y pasiones [B] de mujer; o incluso quienes defienden que Catón se suicidó por temor a una muerte cruel instigada por César).

7. Más aún, en lo tocante al modo de una acción, el relato histórico fomenta la malevolencia si viene insistiendo en que el hecho se llevó a cabo por dinero, y no por bondad, como hacen algunos con Filipo; o fácilmente y sin esfuerzo alguno, como con Alejandro; o por suerte y no por astucia, como hicieron con Timoteo13 sus adversarios, quienes dibujaron en tablillas que las ciudades entraban por sí mismas [C] en una trampa mientras él dormía. En suma, está claro que los autores infravaloran la grandeza y nobleza de los hechos cuando suprimen la posibilidad de obrar merced a una causa noble, amor al trabajo, valía o iniciativa personal.

8. A los autores que vituperan tranquilamente a quienes les apetece, se les puede tildar de malhumorados, temerarios e incluso locos, si no son prudentes. Pero quienes, insidiosamente, desde —por así decir— su escondite, se sirven de calumnias como armas arrojadizas y, más tarde, vuelven sobre sus pasos y se retractan para ir diciendo que no dan crédito precisamente a lo que pretenden que se dé crédito, al negar su malevolencia se inculpan de vileza, a la que unen la malevolencia.

9. Próximos a éstos son quienes presentan ciertas alabanzas [D] entre vituperios, como Aristóxeno14 cuando, tras tildar a Sócrates de inculto, ignorante y libertino, añade: «pero no había en él injusticia». Al modo de los aduladores que combinan, con cierto ingenio y sagacidad, vituperios futiles y numerosas alabanzas de importancia, y se sirven de la franqueza como aderezo para la adulación, la malevolencia antepone una alabanza para dar crédito a los vituperios.

10. Podríamos enumerar más características, pero bastan las mencionadas para dar una idea de la intención y el modo de operar de esta persona.

11. De entrada, comienza —digámoslo así— por el seno de su hogar, por Ío, hija de Ínaco, de quien los griegos consideran, [E] unánimemente, que recibió honores divinos de los bárbaros15 , que su nombre perduró en muchos mares y en muy importantes estrechos por mor de su fama, y que sirvió de principio y venero de las familias reales más notables; el bueno de Heródoto dice de ella que se entregó en persona a comerciantes fenicios, seducida por el armador con pleno consentimiento ante el temor de que se descubriera su embarazo. Acto seguido, calumnia a los fenicios sugiriendo que decían tales cosas de ella y, tras afirmar que los eruditos persas eran su testimonio (en el sentido de que los fenicios raptaron a Ío junto con otras mujeres), revela a continuación [F] que, en su opinión, la más noble e importante empresa de Grecia, la guerra de Troya, tuvo su origen por una torpeza, a causa de una mala mujer. «Porque está claro» —afirma— «que no las hubieran raptado si ellas no hubieran querido»16 . Pues bueno, digamos también que los dioses cometen torpezas cuando se enojan con los lacedemonios por el rapto de las hijas de Leuctro17 y cuando castigan a Áyax por su ultraje a Casandra18 . Porque está bien claro, siguiendo a Heródoto, que si no hubieran querido no las habrían ultrajado. Además, afirma a título personal que Aristómenes fue capturado [857A] vivo por los lacedemonios19 ; más tarde, Filopemén20 , general aqueo, sufrió el mismo percance y los cartagineses prendieron a Régulo, cónsul romano21 . Ardua cosa encontrar a hombres más combativos y belicosos. Mas no debe sorprendernos, ya que hay personas que capturan leopardos y tigres vivos; sin embargo, Heródoto —que sale en defensa de los raptores— acusa a las mujeres violadas.

12. Y es tan filobárbaro22 que absuelve a Busiris de la imputación de realizar sacrificios humanos y de asesinar a extranjeros; además, testimonia una piedad y sentido de la justicia notable en todos los egipcios, y atribuye a los griegos la conducta criminal —hecho repugnante éste— que sigue. En efecto, afirma en su libro segundo que Menelao, [B] después de recibir a Helena de Proteo y ser honrado con ricos presentes, se convirtió en el más injusto y malvado de los hombres. Amarrado ante la imposibilidad de navegar «maquinó un acto impío: tomó a dos niños de unos nativos y practicó un sacrificio con ellos; sintiéndose, desde entonces, odiado y perseguido por tal razón, se dio a la fuga con sus naves en dirección a Libia»23 . Ignoro qué egipcio le ha contado este relato, ya que contradicen esta opinión los numerosos honores que se tributan en Egipto, con todo escrúpulo, tanto a Helena como a Menelao.

13. Pero el escritor —contumaz— afirma que los persas aprendieron de los griegos la práctica de la pederastia24 [C] (veamos ¿cómo van a deber los persas a los griegos la instrucción de tamaño desenfreno cuando existe el acuerdo prácticamente unánime de que los persas practicaban la castración de muchachos antes de conocer el mar griego?); y también que los griegos aprendieron de los egipcios las procesiones, fiestas solemnes y el rendir culto a los doce dioses, que el nombre de Dioniso lo aprendió Melampo25 de los egipcios y lo enseñó al resto de los griegos; e incluso que los misterios y los ritos iniciáticos de Deméter fueron importados de Egipto por las hijas de Dánao26 . Afirma asimismo que los egipcios se golpean y se conduelen pero declina [D] mencionar el nombre de la divinidad pertinente «para permanecer en silencio en lo concerniente a las cuestiones divinas»27 . Sin embargo, no adopta la misma cautela al presentar a Heracles y Dioniso, que son dioses antiguos a quienes los egipcios veneran, como hombres envejecidos a quienes veneran los griegos. Dice, sí, que el Heracles egipcio pertenece a la segunda generación de dioses y el Dioniso a la tercera porque tienen principio de creación y no son eternos. Con todo, a estos los considera dioses pero, a los otros, cree necesario honrarlos como a difuntos o héroes pero no rendirles sacrificios como a dioses. Es más, dice lo [E] mismo sobre Pan al subvertir la absoluta solemnidad y pureza de la religión griega con las fruslerías y leyendas de los egipcios.

14. Y esto no es lo peor, sino que remontando el linaje de Heracles a Perseo dice que, según la versión de los persas, Perseo fue asirio: «se revelaría» —sostiene— «que los mandatarios dorios son egipcios de pura raza si se enumerasen sus antepasados a partir de Dánae, hija de Acrisio»28 . El caso es que ha soslayado a Épafo, Ío, Yaso y Argos29 en su deseo de mostrar no sólo la existencia de un Heracles egipcio y fenicio sino también de desterrar, de Grecia a territorio [F] bárbaro, al Heracles aquí presente del que afirma pertenece a la tercera generación. Lo cierto es que, entre los sabios antiguos, ni Homero, ni Hesíodo, ni Arquíloco, ni Pisandro, ni Estesícoro, ni Alcmán, ni Píndaro mencionan un Heracles egipcio o fenicio, sino que todos reconocen sólo a uno, a éste, el beocio y argivo a la vez.

15. Más aún: de los Siete Sabios30 , a quienes personalmente tilda de sofistas, a Tales lo presenta oriundo de Fenicia, de ascendencia bárbara. Y, para calumniar a los dioses, dice por boca de Solón lo siguiente: «Creso, me formulas preguntas sobre asuntos humanos y me consta que la divinidad [858A] es absolutamente envidiosa y perturbadora»31 . En efecto, al atribuir a Solón sus propios pensamientos sobre los dioses, añade malevolencia a la blasfemia. Además, menciona a Pítaco en relación con detalles nimios e irrelevantes32 , pero obvia la mayor y más noble de sus hazañas cuando se ocupa de esos acontecimientos. Sucedía que atenienses y mitileneos se enfrentaban por Sigeo, y Frinón, general de los atenienses, retó en duelo singular a quien así lo [B] deseara; compareció Pítaco y, tras envolver con una red a este individuo que era robusto y corpulento, lo mató. Entonces, los mitileneos le tributaron presentes de importancia mas él arrojó su lanza y solicitó únicamente el terreno que el lanzamiento abarcó. De ahí que, hasta la fecha, se denomine Pitaceo a este lugar. ¿Qué hace Heródoto llegado a este punto? En lugar de la proeza de Pítaco, relata la huida de la batalla del poeta Alceo una vez que arrojó su panoplia; al evitar escribir acciones decorosas y no omitir las indecorosas, testimonia en favor de quienes afirman que la envidia y la fruición en la malicia son producto de una misma y única maldad.

[C] 16. A continuación, e imputando el cargo de traición a los Alcmeónidas —hombres valerosos que liberaron a su patria de la tiranía—, afirma que éstos acogieron a Pisístrato del exilio y propiciaron su restauración a condición de que se casara con la hija de Megacles33 . Luego —prosigue—, la muchacha habría indicado a su madre: «¿ves, mamá? Pisístrato mantiene conmigo una relación antinatural»34 . Por esta razón expulsaron al tirano los Alcmeónidas, indignados ante el ultraje.

17. Con el propósito de que los lacedemonios no sufrieran su malevolencia en menor medida que los atenienses, mira cómo ha mancillado a quien goza de mayor admiración [D] y crédito entre ellos, Otríades. «El único superviviente de los trescientos» —afirma—, «por el deshonor de su regreso a Esparta cuando sus compañeros habían desaparecido, allí mismo, en Tirea, se suicidó»35 . Con anterioridad afirma que la victoria había sido reivindicada por ambos bandos pero en este pasaje, sacando a colación el deshonor de Otríades, testimonia sin ambages la derrota de los lacedemonios. Efectivamente, que un derrotado viva resulta indecoroso, pero que un vencedor sobreviva constituye el más alto honor.

18. Bien, dejo a un lado el hecho de que llame a Creso36 ignorante, fanfarrón y ridículo en toda ocasión y luego diga de él, cuando cayó prisionero, que fue maestro y mentor de Ciro —quien parece ser el primero con creces, de todos los [E] monarcas, en prudencia, valía y magnanimidad. El único dato positivo que testimonia sobre Creso no es otro que el de rendir culto a los dioses con numerosas e importantes ofrendas; sin embargo, señala esta conducta, precisamente, como la más irreverente de todas. El caso es —dice Heródoto— que su propio hermano Pantaleón rivalizó con él por la monarquía, cuando el padre de ellos aun vivía; y que, en efecto, tras tomar posesión como monarca, Creso mató a [F] uno de los nobles, camarada y amigo de Pantaleón, sometiéndolo a la carda37 ; acto seguido, convirtió la fortuna de este sujeto en ofrenda que consagró a los dioses. Afirma igualmente que Deyoces el medo38 , quien se hizo con el mando supremo por mor de su valía y sentido de la justicia, no era tal por naturaleza sino que, cautivado por el poder absoluto, se había procurado una reputación de hombre justo.

19. No obstante, soslayo los ejemplos bárbaros ya que es pródigo en ejemplos griegos: así —dice—, los atenienses y la mayoría de los otros jonios se avergüenzan de este nombre, de suerte que no quieren —al contrario, rechazan— la denominación de jonios; es más, quienes provienen del Pritaneo ateniense, los cuales se tienen por los más nobles de todos, engendraron en mujeres bárbaras de cuyos padres, maridos e hijos eran ellos los asesinos; por este motivo, las mujeres instituyeron el precepto, que incluso sancionaron con juramentos y transmitieron a sus hijas, de no comer [859A] nunca con sus esposos ni llamar al marido por su nombre39 . Los milesios actuales descienden de estas mujeres. Añade que son jonios genuinos quienes celebran la fiesta de las Apaturias y afirma: «todos la celebran, a excepción de efesios y colofonios»40 . Así ha despojado a estos pueblos de su prosapia.

20. De Pactias, quien se sublevó contra el poder de Ciro, afirma que los cimeos y mitileneos se disponían a entregarlo «a cambio de cierta cantidad, si bien no puedo fijarla con exactitud» (bonita cosa no precisar la cantidad de la suma y cubrir de baldón tamaño a la ciudad griega como si él tuviera una certeza fehaciente de ello)41 ; «ahora bien, los quiotas, [B] cuando Pactias llegó al país, lo expulsaron del santuario de Atena Poliuco y lo entregaron; hicieron esto para tomar Atarneo como recompensa». Pues bien, Carón de Lámpsaco42 , un escritor notablemente antiguo, no imputa nada del mencionado tenor ni a los mitileneos ni a los quiotas cuando su relato incide en Pactias; escribe, literalmente, lo siguiente: «cuando Pactias se percató de que el ejército persa se aproximaba en su avance, emprendió la fuga inmediatamente hacia Mitilene, y luego a Quíos; a continuación, Ciro lo capturó».

21. En el libro tercero, cuando relata la expedición de [C] los lacedemonios contra el tirano Polícrates, afirma que —a tenor de las opiniones y manifestaciones de los propios samios— salieron en expedición para corresponder el favor de la ayuda prestada contra los mesenios43 , y que, en su lucha contra el tirano, repatriaron a los ciudadanos exiliados; pero —prosigue— que los lacedemonios desmentían tal explicación y sostenían que no habían salido en expedición para socorrer o liberar, sino para castigar a los samios, quienes les habían sustraído una crátera enviada a Creso y un escudo que procedía de Ámasis. En realidad, no tenemos noticia de una ciudad que, por esas fechas, fuera tan proclive al honor u hostil a la tiranía como lo era la de los lacedemonios44 . [D] Porque ¿a causa de qué escudo o de qué otra crátera expulsaron a los Cipsélidas de Corinto y Ambracia45 , de Naxos a Lígdamis46 , de Atenas a los hijos de Pisístrato47 , a Esquines de Sición, de Tasos a Símaco, a Áulide de Fócide, a Aristógenes de Mileto, y derrocaron a la familia regente en Tesalia tras derrotar a Aristomedes y Agelao por intervención del monarca Leotíquidas48 ? Se trata de hechos que otros autores han relatado con mayor rigor; en cambio, al decir de Heródoto, los lacedemonios no pueden ser superados en maldad y bajeza si renuncian a la explicación más noble y justa de la expedición, y acuerdan —basándose en una cuestión baladí, de rencor mezquino— dirigir un ataque a personas sumidas en la miseria y en el infortunio.

22. Por si fuera poco, descalifica a los lacedemonios [E] cuando, por cualquier circunstancia, caen en poder de su pluma; sin embargo, a la ciudad de los corintios, que en ese pasaje quedaba fuera del curso narrativo, la incluyó en su itinerario, como suele decirse, y la mancilló, de paso, con una terrible acusación y la calumnia más perversa. «Por cierto» —afirma— «que los corintios colaboraron en la expedición [F] contra Samos de modo particularmente decidido por haber recibido con anterioridad un ultraje a cargo de los samios. Y sucedió lo siguiente: el tirano Periandro de Corinto envió a la corte de Aliates a trescientos muchachos de notables familias corcireas para que los castraran. Durante el desembarco en la isla, los samios los aleccionaron para que se instalasen en calidad de suplicantes en el templo de Ártemis; les suministraron diariamente tortas de miel y sésamo, y consiguieron salvarlos»49 . A este asunto llama el escritor «la afrenta de los samios a los corintios» y, en virtud de ello, sostiene que los lacedemonios se habían ensañado con los samios, no pocos años después, inculpándolos de preservar la virilidad de trescientos muchachos griegos. Pues bien, quien imputa a los corintios tal baldón presenta a la ciudad peor que al tirano (según consta, el famoso Periandro se vengó de los corcireos por haber matado a su hijo). Pero ¿qué les sucedió a los corintios para castigar a los samios porque suponían un obstáculo a ilegalidad tan cruel, cuando además, dos generaciones después, conservaban la cólera y [860A] el resentimiento hacia la tiranía, y, tras su extinción, no cesaban de intentar la completa erradicación de su memoria y huella al juzgarla un régimen intransigente y opresor?

He ahí la afrenta de los samios a los corintios. Entonces, ¿de qué índole fue la represalia de los corintios contra los samios? Pues, si realmente se encolerizaron con los samios, no debieron instar a los lacedemonios sino, más bien, disuadirlos [B] de una expedición contra Polícrates a fin de que, una vez derrocado el tirano, los samios no fueran libres y abandonaran la esclavitud. Pero la cuestión de mayor importancia es: ¿por qué, en definitiva, los corintios se encolerizaron con los samios —quienes deseaban pero no pudieron salvar a los hijos de los corcireos— y, en cambio, no culparon a los cnidios —que sí los salvaron y los devolvieron a su país50 ? De hecho, los corcireos, en esta ocasión, apenas mencionan a los samios, pero conmemoran la actuación de los cnidios en cuyo beneficio conceden honores, exención fiscal y decretos; efectivamente, éstos arribaron con sus naves, [C] expulsaron del santuario a los guardianes de Periandro y, tras recoger personalmente a los muchachos, los devolvieron a Corcira, según refieren Anténor en su Historia de Creta y Dionisio de Calcis en sus Fundaciones51 .

Y es que los lacedemonios no emprendieron la expedición en represalia contra los samios sino para liberarlos y salvarlos del tirano (disponemos del testimonio de los propios samios). En efecto, dicen que Arquias, guerrero espartiata que a la sazón luchó y cayó heroicamente, tenía, en Samos, un túmulo construido con fondos del erario público al que los propios samios rendían culto. Precisamente, por esa razón, los descendientes del guerrero viven siempre en cordiales relaciones con los samios y observan una estrecha amistad, según datos que, esta vez sí, Heródoto ha testimoniado52 .

23. En su libro quinto afirma que Clístenes, quien pertenecía a una de las más nobles y destacadas familias atenienses, [D] persuadió a la Pitia para falsear su vaticinio —ella instaba reiteradamente a los lacedemonios a que libraran Atenas de los tiranos53 . De este modo, vincula la calumniosa acusación de tan importante impiedad y delito a la más correcta y justa de las acciones; por otro lado, desacredita el vaticinio de la divinidad, noble, correcto y digno de Temis, de quien se decía que tomaba parte en la profecía. Además —sigue diciendo—, Iságoras se hallaba en connivencia con Cleómenes quien frecuentaba a la mujer de aquél; y, para resultar fiable, alterna algunas alabanzas con denuestos y [E] recriminaciones, según es en él costumbre; «Iságoras, hijo de Tisandro» —afirma—, «era miembro de una reputada familia, si bien no puedo verificar su remoto origen; los miembros de su familia, con todo, ofrecen sacrificios en honor de Zeus Cario»54 .

Burla graciosa y diplomática la del escritor, a fe que sí: expulsa a Iságoras al país de los carios como si lo mandara a un estercolero. Eso sí, no expulsó a Aristogitón con alusiones malvadas e indirectas sino por la puerta, de forma expeditiva, en dirección a Fenicia, diciendo que por su origen era [F] gefireo; y es que afirma que los gefireos no son oriundos de Eubea ni de Eretria, como creen algunos, sino que son fenicios merced a sus pesquisas personales55 .

Ahora bien, ante la imposibilidad de negar que los lacedemonios liberaron a Atenas de los tiranos y movido por un sentimiento de todo punto infame, se atreve a suprimir y denigrar el acto más glorioso. Afirma, en efecto, que se arrepintieron de inmediato porque no habían obrado correctamente (en la idea de que, conmocionados por falsos oráculos, expulsaron a los tiranos de su patria, quienes eran sus huéspedes y habían prometido someter Atenas para ellos) y que entregaron la ciudad a un pueblo ingrato. A continuación —añade— mandaron a buscar a Hipias, que se hallaba en [861A] Sigeo, para reinstaurarlo en Atenas, pero los corintios se opusieron y les disuadieron merced a Socles56 quien expuso cuantas desgracias causaron Cípselo y Periandro, durante su tiranía, a la ciudad de Corinto. Lo cierto es que no se describe ningún hecho más brutal y cruel de Periandro que el envío de aquellos trescientos muchachos pero, dado que los samios los habían retenido e impedido que corrieran aquella suerte, afirma que los corintios, como si fueran ellos los ultrajados, estaban encolerizados y resentidos con los samios. De confusión y desajuste tamaños ha contaminado su propia obra la malevolencia, que menudea en la narración bajo cualquier pretexto.

24. Sin embargo, cuando relata los sucesos acaecidos en Sardes, minusvalora y desprecia la empresa lo máximo posible57 ; tiene la osadía de decir que las naves que los atenienses habían enviado a los jonios para protegerlos de su defección del monarca fueron el comienzo del desastre, ya que habían intentado liberar de los bárbaros a tan numerosas [B] y renombradas ciudades griegas; en cambio, su mención de los eretrieos es totalmente incidental, incluso silencia su magnífica y épica hazaña. En efecto, cuando se había producido la revuelta en Jonia y una flota real había emprendido la navegación, se presentaron desde el exterior para vencer, en batalla naval, a los chipriotas en el Mar Panfilio; acto seguido se retiraron y dejaron sus naves en Éfeso para caer [C] sobre Sardes y sitiar a Artafernes, quien se había refugiado en la acrópolis, con el deseo de levantar el asedio de Mileto: lo llevaron a cabo y expulsaron de allí a los enemigos, los cuales sufrieron un pánico cerval; no obstante, cuando se precipitó sobre ellos un número superior de efectivos, se batieron en retirada. Entre otros autores, cita estos hechos Lisanias de Malos58 en su Historia de Eretria; habría sido bonito señalar esta heroica gesta, si no por otro motivo, al menos por la toma y destrucción de la ciudad. Y aunque afirma que, dominados por los bárbaros, fueron empujados hacia las naves, nada de semejante cariz expresa Carón de Lámpsaco sino que escribe, literalmente, lo siguiente59 : «los [D] atenienses se hicieron a la mar con veinte trirremes para socorrer a los jonios, despacharon una expedición a Sardes y se apoderaron de todo el territorio de Sardes con la salvedad de la fortaleza real; efectuada esta misión, emprendieron el regreso a Mileto».

25. En el libro sexto, al relatar los asuntos concernientes a los plateos (éstos son: cómo se entregaron personalmente a los espartiatas quienes les instaban ante todo a experimentar un giro hacia los atenienses «que eran vecinos suyos y no desdeñables para protegerlos»), añade, no como conjetura u opinión sino como verificación precisa, que «eso les aconsejaban los lacedemonios, no tanto por simpatía a los plateos cuanto por la pretensión de que los atenienses, enfrentados con los beocios, tuvieran problemas»60 . De este [E] modo, si no es malevolente Heródoto, los malevolentes —e intrigantes— son los lacedemonios, los atenienses engañados como necios y los plateos tratados ni con benevolencia ni con respeto, sino intercalados como pretexto bélico.

26. En realidad, ya ha quedado fehacientemente demostrado que falsea la cuestión del plenilunio de los lacedemonios cuando afirma que éstos lo aguardaban para no socorrer a los atenienses en Maratón61 . Así es, no sólo habían recorrido algunas millas del itinerario y habían luchado en el curso del mes sin aguardar el plenilunio, sino que faltaron, [F] por poco, a esta batalla que tuvo lugar en el sexto día del mes de Boedromión, de manera que incluso pudieron contemplar, a su llegada, los cadáveres sobre el escenario de la lucha. Con todo, escribe lo siguiente sobre el plenilunio: «sin embargo, les resultaba imposible hacerlo de inmediato, porque no deseaban infringir el precepto (en efecto, era el noveno día del mes en curso y declararon que no saldrían en expedición el día nueve, sin que el ciclo lunar estuviera completo). Así pues, los lacedemonios esperaron al plenilunio».

De modo que retrotraes, sí tú, el plenilunio de la mitad del mes a su principio, y confundes a un tiempo el cielo, los [862A] días y todos los sucesos. Y eso que anuncias pertinazmente que escribes la historia de Grecia al objeto de que sus hazañas no queden sin renombre pero, a pesar de ocuparte con particular atención de los asuntos de Atenas, no has referido la procesión de Agra, que sale todavía hoy el día sexto cuando se celebra la acción de gracias por la victoria62 .

En cualquier caso, he aquí un argumento que secunda a Heródoto contra esa conocida acusación que se le imputa en el sentido de haber recibido de los atenienses, merced a sus halagos, una cuantiosa suma de dinero: en efecto, si hubiera participado este relato a los atenienses, no le hubieran consentido ni pasado por alto que Filípides63 , en el noveno día del mes, reclamara el auxilio de los lacedemonios para la [B] batalla, una vez que ésta había concluido, máxime cuando había llegado a Esparta un día después de haber salido de Atenas, según afirmación del propio Heródoto; de no ser que los atenienses enviaran a solicitar aliados después de haber derrotado a sus enemigos. En realidad, la hipótesis de que recibiera diez talentos como regalo de Atenas, por decreto escrito de Ánito, la refiere Diilo, un ateniense, persona no irrelevante en el ámbito de la investigación histórica64 .

Además, tras relatar la lucha de Maratón, Heródoto, en opinión mayoritaria de los autores, minimiza la hazaña al computar los cadáveres65 . En efecto, se dice que los atenienses prometieron sacrificar en honor de Ártemis Agrótera un número de cabras equivalente al de los bárbaros que hubieran matado, pero que después, tras la batalla, cuando [C] fue patente la masa innúmera de cadáveres, decretaron suplicar a la divinidad66 que les eximiera de su voto a condición de que ellos sacrificarían quinientas cabras con periodicidad anual.

27. Independientemente de lo comentado, veamos los acontecimientos que sucedieron tras la batalla; «sin embargo, con el remanente de la flota» —afirma— «los bárbaros reanudaron la navegación y, tras recoger a los esclavos apresados en Eretria de la isla en que los habían dejado, doblaron Sunio con el deseo de llegar a la ciudad antes que los atenienses. Entretanto, en Atenas, circulaba la acusación de que los bárbaros habían proyectado tales operaciones a instancias de los Alcmeónidas. Resulta que habrían acordado con los persas enarbolar un escudo cuando éstos se encontraran a bordo de sus naves. En fin, los persas doblaron Sunio de este modo»67 . Obviemos el que califique de esclavos, [D] aquí, a los de Eretria pese a no haber mostrado un arrojo y pundonor inferior a ningún griego, y sí haber corrido una suerte indigna de su valía; y cuestión menor es la acusación lanzada contra los Alcmeónidas, entre quienes se encontraban las familias más nobles y los hombres de mayor reputación; ahora bien, la dimensión de la victoria queda desbaratada y el desenlace de la celebrada batalla se convierte en nada; tampoco da la impresión de haber sido una lucha o una operación importante, sino un breve escarceo con los bárbaros tras su desembarco (como dicen los ridiculizadores [E] y envidiosos), de ser cierto que no huyen tras la batalla, cortando las amarras de las naves y confiándose al viento para que les lleve lo más lejos posible del Ática; al contrario, se les levanta un escudo en señal de traición, navegan rumbo a Atenas con la esperanza de tomarla y, tras doblar Sunio en una atmósfera de calma, llegan a la altura de Falero mientras que los hombres más destacados y reputados entregan a traición la ciudad en su desesperanza. Y es que, incluso cuando más tarde absuelve a los Alcmeónidas, imputa a otros la traición: «A fe que un escudo fue enarbolado, y el hecho es incontrovertible»68 . Lo afirma él, que vio personalmente [F] el suceso. Resulta imposible que esto ocurriera, porque los atenienses habían obtenido una victoria aplastante; pero, si hubiera ocurrido, la señal no habría sido avistada por los bárbaros, que huían hacia las naves a duras penas, entre heridas y proyectiles, y abandonaban su puesto según la presteza de cada cual. Sin embargo, cada vez que pretende hacer apología de los Alcmeónidas se retracta de los reproches que fue el primero en lanzar y dice: «Con todo, me resulta asombroso —considero inaceptable tal explicación— que los Alcmeónidas pudieran haber enarbolado un escudo, según lo acordado con los persas, en su deseo, claro, de que los atenienses quedaran sometidos a Hipias»69 . Estoy recordando un verso paremíaco:

espera, cangrejo, y te soltaré.

¿Por qué te obcecas en prender algo si prefieres, una vez prendido, soltarlo? Primero acusas y después haces apología; [863A] es más, escribes calumnias, que luego retiras, contra personajes ilustres; entonces, es obvio que no te crees ni a ti mismo. Si te das cuenta, dices que los Alcmeónidas enarbolaron un escudo ante los bárbaros que, vencidos, huían. E indudablemente te muestras como un delator falsario cuando haces apología de los Alcmeónidas; pues si los Alcmeónidas «han demostrado abierta aversión a la tiranía tanto o más que Calias, el hijo de Fenipo y padre de Hipónico», según escribes en el mismo pasaje, ¿cómo vas a sostener aquella conspiración que has reseñado en las primeras citas? [B] Dices que reinstauraron a Pisístrato en la tiranía, tras su exilio, a fin de trabar un vínculo matrimonial con él, y no lo iban a derrocar otra vez hasta que fuera acusado de mantener relaciones ilegítimas con su mujer.

En suma, tantas contradicciones presenta este relato; porque, en efecto, cuando entre calumnias y suspicacias sobre los Alcmeónidas depara alabanzas a Calias, hijo de Fenipo, y añade el nombre de su hijo Hipónico quien, en palabras de Heródoto, se hallaba entre los atenienses más adinerados, está reconociendo que inserta el nombre de Calias no porque guarde relación con los hechos sino por servilismo y agradecimiento a Hipónico70 .

28. Aunque, como todos saben, los argivos no rehusaban la alianza con los griegos, sino que solicitaban comandar [C] la mitad del grueso de la alianza para no quedar subordinados a los lacedemonios, sus más enconados enemigos, y seguir a sus órdenes, —es que, además, no podía ser de otro modo—, apunta una explicación sumamente malevolente cuando escribe: «como los griegos intentaban recabar su ayuda, ellos reclamaron, en la perfecta inteligencia de que los lacedemonios no les harían partícipes del mando, a fin de tener un pretexto para adoptar una política de neutralidad»71 . Añade que, tiempo más tarde, embajadores argivos se acercaron a Susa para recordar su conducta a Artajerjes y éste les contestó que «consideraba a Argos, más que a ninguna, su mejor aliada»72 . Acto seguido, retractándose con circunloquios —como tiene por costumbre—, afirma que carece de un conocimiento detallado sobre tales cuestiones; sin embargo, sí conoce que hay acusaciones para todos: [D] «tampoco los argivos incurrieron en el comportamiento más denigrante. Y aunque yo tenga el deber de explicar lo que se ha dicho, al menos no me veo obligado a creérmelo en su globalidad (y esta afirmación se tenga presente ante mi obra toda), pues incluso se dice que eran los argivos, naturalmente, quienes lanzaron su llamada al Persa para invadir Grecia, puesto que su enfrentamiento con los lacedemonios había resultado calamitoso y preferían, ante el cariz desfavorable de la presente situación, aceptar cualquier solución»73 .

Pues bien, lo que afirma a título personal que contestó el etíope ante las esencias y el manto de púrpura: «qué falsos [E] son los ungüentos de los persas y qué falsas sus ropas»74 , se le podría aplicar —¿o no?— al propio Heródoto: «qué falsas son las expresiones y la forma de los relatos herodoteos»;

retorcido e insano todo en derredor75 ;

del mismo modo que los pintores proporcionan a las luces mayor claridad merced al sombreado, él intensifica las calumnias mediante negativas y suscita más hondas suspicacias mediante ambigüedades. Con todo, es irrefutable que los argivos hicieron escarnio de Heracles y su noble origen [F] si no colaboraron con los griegos y, por un problema de liderazgo, cedieron su parte de valía a los lacedemonios. En verdad que habría sido preferible liberar a los griegos bajo el mando de los sifnios y citnios76 a, dada la rivalidad con los espartiatas por el mando absoluto, abandonar contiendas de aquella magnitud y relevancia. Pero si hubieran sido ellos mismos quienes lanzaron su llamada al persa para invadir Grecia debido a su calamitoso enfrentamiento armado con los lacedemonios, ¿cómo es que no tomaron partido por el persa cuando llegó? Y si no tenían el propósito de colaborar con el monarca en la expedición, ¿cómo es que, al quedar atrás, ni siquiera dañaron Laconia u ocuparon de nuevo Tirea [864A] 77 , o se valieron de otra táctica para incomodar a los lacedemonios? Podían haber causado grandes estragos entre los griegos si hubieran impedido que los lacedemonios efectuaran una expedición a Platea con tamaño contingente de hoplitas.

29. No obstante, magnifica a los atenienses en este pasaje de su obra y los proclama liberadores de Grecia; desde luego, habría procedido con corrección y justicia de no haber añadido a sus alabanzas también un sinfín de expresiones injuriosas. Y en el siguiente caso llega a afirmar que los lacedemonios se habrían visto traicionados por el resto de los griegos: «una de dos, o habrían determinado, al quedar solos, morir generosamente realizando nobles empresas, o se habrían servido de un pacto con Jerjes al verificar que, a la vista de las circunstancias, el resto de los griegos abrazaba la causa persa»78 ; resulta evidente que su afirmación antedicha no obedece a una alabanza de los atenienses, sino que cuando alaba a los atenienses es para hablar mal de todos [B] los restantes pueblos griegos. Así es, ¿cómo va uno, todavía, a indignarse por los constantes vituperios —de una acritud desproporcionada— hacia tebanos y focenses, cuando incluso acusa de traición a quienes arrostraron el peligro en defensa de Grecia, traición que no se llegó a producir pero que él sospecha se produjo? Sin esclarecer la situación de los lacedemonios, crea la duda de si cayeron en batalla con los enemigos o si se entregaron a ellos, y desconfía de la demostración (insignificante sin duda, por Zeus) que dieron en las Termópilas.

30. Cuando refiere el naufragio que sufrieron las naves [C] del monarca, dice que «tras caer de las naves numerosas riquezas, Aminocles, hijo de Cretines, natural de Magnesia, obtuvo pingües beneficios gracias al apresamiento de una cantidad descomunal de oro y otros objetos de valor»; pero no lo deja ir sin dentellada: «sin embargo» —concluye—, «pese a que sus actividades le enriquecieron notablemente, la fortuna no le sonreía en el resto de facetas; efectivamente, un desgraciado incidente, también a este individuo, le afectó: mató a un hijo suyo»79 . Al cabo, es de todo punto evidente por qué introduce en el relato los objetos de oro, las ganancias halladas y la riqueza procedente del mar: configura un pasaje y un marco en que ubicar el infanticidio de Aminocles.

[D] 31 . Aristófanes de Beocia80 escribe que Heródoto no obtuvo de los tebanos la suma monetaria que solicitó y que, cuando intentó conversar con los jóvenes e instruirlos, se vio imposibilitado por los magistrados debido a la rusticidad y aversión al saber de éstos; aunque no existe ningún otro argumento probatorio, el propio Heródoto ha testimoniado en favor de Aristófanes mediante las afirmaciones vertidas, falsas unas, por adulación otras, y las restantes para vituperar a los tebanos con toda su inquina y difamación.

Revela, en efecto, que, ante todo bajo coacción, los tesalios [E] abrazaron la causa persa (y dice la verdad). Además, cuando vaticina cómo el resto de los griegos habría traicionado a los lacedemonios, insinúa que «no por voluntad propia sino bajo coacción cuando hubieran sido capturados ciudad por ciudad»81 . Sin embargo, no concede a los tebanos la misma deferencia cuando se trata de la misma coacción. En realidad, enviaron a Tempe quinientos hombres con Mnamía en calidad de estratego, y a las Termópilas cuantos solicitó Leónidas, quienes precisamente fueron los únicos, además de los tespieos, que permanecieron junto a él, mientras que todos los demás lo abandonaron tras el cerco. Y cuando el bárbaro se hizo con el control de los pasos, ocupó sus límites, y el espartano Demarato82 , quien merced a sus vínculos [F] de hospitalidad favorecía a Atagino83 , adalid de la oligarquía, logró hacerse amigo y huésped del monarca —en tanto que los griegos se hallaban en sus naves sin que nadie descendiera a tierra—, los tebanos, en esas circunstancias, aceptaron las condiciones de paz apremiados por una necesidad inexorable. Dado que no disponían de mar y naves como los atenienses, ni residían como los espartiatas en la zona más recóndita de Grecia, apostados en los desfiladeros y con el único apoyo de espartiatas y tespieos, sucumbieron en su combate contra el monarca persa, que se encontraba [865A] tan sólo a día y medio de camino. He aquí la imparcialidad del escritor, al extremo de afirmar: «los lacedemonios, al ser abandonados por sus aliados y quedar solos, se habrían valido de un pacto con Jerjes»84 . En cambio, a los tebanos, que se enfrentaban con las mismas desgracias por idéntica necesidad, los ultraja. Ante la imposibilidad de mutilar la grandeza y gloria de la acción —y de negar que ellos la hubieran realizado—, escribió lo siguiente para injuriarlos con una insinuación y acusación mezquina: «en consecuencia, los aliados que fueron enviados emprendieron la marcha accediendo a las indicaciones de Leónidas; sólo los tespieos y tebanos se mantuvieron del lado de los lacedemonios: y de [B] ellos, los tebanos permanecieron muy a su pesar, pues no lo deseaban; sucede que Leónidas los retenía en calidad de rehenes; los tespieos, empero, lo hicieron con absoluta convicción y afirmaban que jamás iban a hacer defección de Leónidas ni de los que con él habían partido»85 .

En suma, ¿no resulta evidente que observa una especial inquina y animadversión contra los tebanos, de ahí que no sólo arroje falsedades e inicuas afirmaciones sobre la ciudad, sino que ni siquiera se preocupe de la fiabilidad de su calumnia ni de, a consecuencia de su contradicción, parecer incoherente en opinión de ciertas personas? Así es, anticipa [C] que «Leónidas, tras haber percibido el desánimo existente en los aliados y su rechazo a arrostrar el peligro conjuntamente, les ordenó que se retiraran»86 , pero acto seguido asegura que retuvo a los tebanos87 —pese a la voluntad de éstos—, a quienes habría sido razonable expulsar, incluso aunque desearan permanecer, en el supuesto de haber recibido la acusación de abrazar la causa persa. Porque, cuando no había necesidad sino de hombres valerosos, ¿qué utilidad había en mezclar hombres de lealtad dudosa entre los combatientes? Parece claro que el rey de los espartiatas y mandatario de los griegos no tenía el desatinado propósito de «retener en calidad de rehenes» a cuatrocientos hombres armados entre sus trescientos, máxime cuando los enemigos [D] efectuaban un acoso frontal y de retaguardia al mismo tiempo. De hecho, si inicialmente los llevó consigo en calidad de rehenes, era probable que en el momento culminante ellos, despreocupándose de Leónidas, pretendieran huir así como que Leónidas albergase mayor temor ante el cerco practicado por ellos que ante el de los propios bárbaros.

Al margen de cuanto antecede, ¿cómo no podría antojarse ridículo que Leónidas ordenara batirse en retirada al resto de los griegos, porque tenían pronta la muerte, pero se lo impidiera a los tebanos a fin de conservarlos para Grecia, cuando la muerte del propio Leónidas era inminente? Si, en efecto, es cierto que llevaba en torno suyo a estos guerreros en calidad de rehenes —más bien de esclavos—, no debió retenerlos junto con las tropas que iban a morir sino confiarlos [E] a los griegos que se batían en retirada. Y la última de las explicaciones factibles, «que tal vez los retenía porque iban a morir», ha sido eliminada, en la práctica, por el historiador cuando, en lo concerniente al honor de Leónidas, escribe textualmente: «con todo, es obvio que Leónidas expulsó a los aliados porque, reflexionando sobre estos asuntos, pretendía que la gloria recayera estrictamente en los espartiatas, no por disparidad de criterios»88 . En efecto, sería el colmo de la ingenuidad retener a los enemigos para hacerles partícipes de la gloria que negaba a los aliados. Es harto [F] evidente, a tenor de los hechos, que Leónidas no se enemistó con los tebanos sino que, incluso, los tuvo por fieles amigos89 . Y es que, además, llegó a Tebas al frente del ejército y con sus súplicas obtuvo un privilegio a ningún otro concedido, a saber, pernoctar en el templo de Heracles; describió minuciosamente a los tebanos la visión que contempló en sueños: creyó ver que, en un mar de grueso oleaje, las más notables e importantes ciudades griegas disputaban y se agitaban en contienda desigual mientras que Tebas sobrepasaba a todas y se elevaba hasta el cielo para, a continuación y de improviso, desvanecerse. Además, estos sucesos eran similares a los que, mucho tiempo después, acontecieron en la ciudad90 .

[866A] 32 . Heródoto, en su relato de la batalla, ha ensombrecido el supremo acto de Leónidas cuando afirma que la totalidad de sus efectivos sucumbió en el desfiladero emplazado en los aledaños de La Colina91 ; sucedió, sin embargo, de otra manera. En efecto, cuando descubrieron durante la noche la maniobra envolvente del enemigo, en pie de guerra movieron sus líneas hacia el campamento enemigo y hasta las inmediaciones de la tienda del monarca para matar al famoso mandatario y, después, morir a cambio. En consecuencia, llegaron hasta la tienda asesinando a todo el que les hacía frente y obligando a replegarse a los demás; pero, al [B] no hallar a Jerjes, comenzaron a buscarlo entre el campamento, de enorme extensión, y se extraviaron, hasta ser exterminados a manos de los bárbaros que caían sobre ellos por todas partes92 . El resto de valerosas acciones y expresiones de los espartiatas que, sobre el particular, Heródoto omite se relatará en la Vida de Leónidas93 ; mas no parece mala cosa exponer, ahora, una pequeña muestra de ellos. Resulta que concurrieron a su propio concurso funerario antes de partir y que, al certamen, comparecieron sus padres y madres; entonces, el propio Leónidas repuso a quien le indicaba que tomaba un número exiguo de hombres para acometer la batalla: «en realidad, son muchos para morir»94 ; y dirigiéndose a su mujer que inquiría, en el momento de partir, si tenía algún consejo que dirigirle, respondió: «casaos [C] con hombres honrados y engendrad una descendencia próspera»95 . Ya en las Termópilas, tras el cerco, como su deseo era preservar a dos hombres de noble familia, entregó a uno de ellos una misiva y lo despachó; sin embargo, éste declinó con palabras de enojo: «como guerrero te he seguido, no como mensajero»96 ; a continuación, encomendó al segundo dar un informe a los magistrados espartiatas, pero él objetó: «desempeñaré mejor mi cometido aguardando y, si aguardo, serán mejores las noticias»97 ; luego, abrazando su escudo, se incorporó a la formación.

Podría ser uno comprensivo si fuera otra persona la que soslayara tales hechos, pero quien saca a colación y rememora el cuesco de Ámasis, el instante en que el ladrón arrea a los asnos, el obsequio de los odres y otros muchos relatos [D] de esta naturaleza98 , no da la impresión de que obvie nobles hechos y dichos por descuido o desdén, sino que la causa de ello reside en su falta de bondad e imparcialidad respecto de ciertas personas.

33. Es el primero en afirmar que los tebanos «trabaron combate entre las filas de griegos aunque fuese bajo coacción»99 . Pues no sólo Jerjes, según parece, sino que incluso Leónidas disponía de agentes provistos de látigo entre sus subordinados; azotados por ellos, los tebanos se vieron constreñidos a entablar combate contra su voluntad. ¿Qué delator sería más sañudo que el individuo que afirma, de un lado, que quienes tenían la posibilidad de marcharse y huir entablaron combate bajo coacción y, de otro, que abrazaron voluntariamente la causa persa sin contar con apoyo alguno a su lado? De inmediato, escribe que «cuando el resto del [E] contingente griego se batía en retirada hacia La Colina, los tebanos, separados de ellos, se aproximaron con las manos extendidas a los bárbaros aduciendo la pura verdad: que abrazaban la causa persa y que habían ofrecido al monarca tanto tierra como agua, que su llegada a las Termópilas era, en realidad, bajo coacción y que declinaban la responsabilidad del quebranto sucedido al monarca; con esas afirmaciones lograron salvarse porque tenían también a los tesalios como testigos de estos relatos»100 . Con semejantes condiciones, entre clamores persas y alborotos multirraciales, huidas y persecuciones, tú piensa: el desarrollo de un juicio, la instrucción de testigos, y a los tesalios, en medio de muertes y vejaciones de unos y otros, haciendo apología de los tebanos [F] junto al estrecho desfiladero y explicando que los tebanos los habían expulsado del territorio que dominaban, en Grecia, hasta la zona de los tespieos, tras imponerse en la batalla y haber matado a su general Latamías101 . Efectivamente, esas eran las relaciones, a la sazón, entre beocios y tesalios, sin ningún esfuerzo de diplomacia o de amistad en sus relaciones interestatales.

No obstante, admitamos como testigos a los tesalios. ¿De qué modo lograron salvarse los tebanos? «A unos, cuando intentaban pasarse a las filas del persa, los bárbaros los exterminaron» (según indica personalmente), «mientras que a la mayoría, a instancias de Jerjes, los estigmatizaron con la marca regia, comenzando por su general Leontíadas»102 . [867A] Ahora bien, Leontíadas no era estratego en las Termópilas, sino Anaxandro, a tenor de las investigaciones de Aristófanes en sus Comentarios sobre los magistrados103 y de Nicandro de Colofón104 , ni, con anterioridad a Heródoto, ninguna persona tiene noticias de que los tebanos fueran estigmatizados por orden de Jerjes. Por lo demás, ésta era la más poderosa defensa contra la acusación imputada y la ciudad tenía motivos para, en justicia, ufanarse por aquellos estigmas, prueba de que Jerjes había resuelto que se considerase tanto a Leónidas como a Leontíadas sus más encarnizados enemigos; de hecho, ordenó mutilar el cuerpo del primero ya muerto y el del segundo lo marcó al rojo aún en vida. Sin embargo, [B] Heródoto presenta una muestra terriblemente cruel de que el bárbaro se ensañó con Leónidas, mientras vivía, como no lo hizo con otro hombre, pero dice que los tebanos, pese a abrazar la causa persa, fueron estigmatizados en las Termópilas y que —así, estigmatizados— volvieron a abrazar la causa persa, con resolución de ánimo, en Platea. Tengo la impresión de que Heródoto gusta de hacer bailar la verdad y diría, como Hipoclides105 cuando hacía pantomimas con las piernas encima de una mesa, «no es problema de Heródoto».

34. En el libro octavo afirma que los griegos, presos de un pánico cerval, proyectaron la huida desde Artemisio con el propósito de refugiarse en el interior de Grecia, y que, ante la petición de los eubeos de aguardar cierto tiempo para evacuar sus familias y esclavos, ellos la desaprobaron hasta [C] que Temístocles dio parte del dinero106 que había recibido a Euribíades y a Adimanto, estratego de los corintios; sólo entonces los griegos permanecieron en sus posiciones y libraron batalla naval contra el bárbaro. El propio Píndaro, que procedía de una ciudad no aliada sino inculpada de abrazar la causa persa, no obstante, conmemora Artemisio,

donde los hijos de los atenienses establecieron

el brillante cimiento de la libertad.