Las historias del mago Setne y otros relatos del Egipto fantástico - Plutarco - E-Book

Las historias del mago Setne y otros relatos del Egipto fantástico E-Book

Plutarco

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«Una antología que mezcla textos emblemáticos del antiguo Egipto fantástico con otros poco conocidos, desde la época faraónica hasta la actualidad». Jacinto Antón, El País Esta antología, que traza un recorrido literario desde la época helenística hasta nuestros días, va desplegando a la vez el riquísimo imaginario que Occidente ha ido construyendo a lo largo de dos mil años en torno a la antigua y brillante civilización del Nilo. El volumen se abre con dos cuentos egipcios redactados en época ptolemaica —con el personaje del mago Setne Khaemwaset como protagonista—, donde se ha querido ver el germen de esos motivos que se expandirían más adelante al resto del mundo: pirámides, jeroglíficos, momias y maldiciones, el abismo de los milenios o el misterio de lo arcano. Y continúa, a través de otras épocas, de otros autores y sus relatos, siguiendo ese rastro fabuloso que, a modo de mítica quête d'Isis, atraviesa toda nuestra historia. La literatura fantástica, la arqueología y el estudio de las religiones encuentran en este libro singular un perfecto equilibrio entre lo riguroso y lo popular, avivando en nosotros la fascinación por una cultura y un tiempo por los cuales nunca hemos dejado de sentirnos poderosamente atraídos. Luciano, Plutarco, Pseudo Calístenes, Dióscoro de Alejandría, Juan el Anciano, Al-Masudi, Franceso Colonna, Horace Walpole, Friedrich Schiller, Edgar Allan Poe, Théophile Gautier, Eduard Toda, Arthur Conan Doyle, Apeles Mestres, Ada Goodrich-Free, Algernon Blackwood, Vicente Risco, H. P. Lovecraft y Harry Houdini, Tomàs Rúfol, Rafael Llopis y Alberto Laiseca.

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Edición en formato digital: marzo de 2023

En cubierta: George Barbier, imagen de cubierta de La novela de la momia (ed. de 1929), de Théophile Gautier, xilografía de Gasperini © Biblioteca Nacional de Francia

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© De la edición, prólogo y traducciones de los relatos no asignados a otros traductores, Roger Fortea Bastart

© De «El novísimo Algazife», Rafael Llopis, por cortesía de David Llopis Aragones

© De «La momia del clavicordio», Alberto Laiseca, por cortesía de Julieta Eva Laiseca

© De «El caso que aconteció al doctor Alveiros», Vicente Risco, Fundación Vicente Risco

© De la traducción de «Nostalgias de obeliscos», Judit de Diego Muñoz

© De la traducción de «Textos coptos» (junto a Roger Fortea), «Conversaciones con una momia», «El anillo de Thoth», «Impresiones de Egipto», «En compañía de faraones» (junto a Montse Basté), Hara Kraan Basté

© De la traducción de «El rey y sus tres hijas», Luis Alberto de Cuenca

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19553-91-1

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo. Una momia recorre Europa…

LAS HISTORIAS DEL MAGO SETNE

Setne, Naneferkaptah y el Libro de Thoth

Las aventuras de Setne y su hijo Si-Osiris

OTROS RELATOS SOBRE EL EGIPTO FANTÁSTICO

Philopseudeis, o los cuentistas. LUCIANO DE SAMÓSATA

Vida de Marco Antonio (fragmentos). PLUTARCO

De la divina concepción y nacimiento de Alejandro Magno. PSEUDO CALÍSTENES

El Physiologus. Anónimo

Sobre el enudris y el icneumón

Sobre el ave fénix

Historias coptas

Apotegmas de los padres del desierto. Anónimo

La destrucción del templo pagano. DIÓSCORO DE ALEJANDRÍA

Pisentius y la momia. JUAN EL ANCIANO

Las praderas de oro. AL-MASUDI

El sueño de Polífilo (fragmento del capítulo IV). Atribuido a FRANCESO COLONNA

El libro de las perlas ocultas. Anónimo

El rey y sus tres hijas. HORACE WALPOLE

La imagen velada de Sais. FRIEDRICH SCHILLER

Conversación con una momia. EDGAR ALLAN POE

Nostalgias de obeliscos. THÉOPHILE GAUTIER

Amenti. EDUARD TODA

El anillo de Thoth. ARTHUR CONAN DOYLE

La nana de Isis. APELES MESTRES

La sacerdotisa de Amón-Re: Un estudio sobre coincidencias. ADA GOODRICH-FREER

Impresiones de Egipto. ALGERNON BLACKWOOD

Del caso que aconteció al doctor Alveiros. VICENTE RISCO

Encerrado con los faraones. H. P. LOVECRAFT y HARRY HOUDINI

Segundo cuaderno intermediario: Textos sin rey. TOMÀS RÚFOL

El novísimo Algazife, o Libro de las postrimerías (fragmentos). RAFAEL LLOPIS

La momia del clavicordio. ALBERTO LAISECA

 

Para Maruxa, ,

para que disfrute leyéndolo como yo he disfrutado haciéndolo

 

¡Alegrad vuestros corazones, Tierra entera, pues los buenos tiempos ya están aquí!

Ha aparecido el Señor —¡vida, prosperidad y salud!— de todas las tierras y la sensatez ha descendido a su lugar.

Él, el rey del Doble País por millones de años, ¡sublime en la realeza como Horus!

Todos vosotros, los justos, ¡venid y contemplad! Maat ha sometido a Isfet,

los malvados han caído de bruces y todos los codiciosos han tenido que retroceder.

El agua dura, no falta, y el Nilo lleva una crecida alta; los días son largos, las noches tienen horas

y los meses se suceden en orden; los dioses están contentos y sus corazones satisfechos, y la vida pasa entre risas y maravillas.

«Himno de coronación de Merneptah»

(1212-1202 a. n. e.), papiro Sallier I 8, 7-8, 11

Cerca de estas pirámides, a un tiro de flecha, hay una extraña figura de piedra que se yergue como un minarete, con facciones humanas de terrible aspecto, la cara girada hacia las pirámides y de espaldas hacia el sur, lugar por donde serpentea el Nilo. Se la conoce como Abu-l-Ahwal (el Padre del Terror).

IBN YUBAIR, A través del Oriente (s. XII)

¡Egipto! ¡Egipto! ¡Tus grandes dioses inmóviles tienen las espaldas blancas por las heces de las aves, y el viento que pasa por el desierto arrastra la ceniza de tus muertos! Anubis, guardián de las sombras, ¡no me abandones!

GUSTAVE FLAUBERT, Las tentaciones de san Antonio (1874)

Yo, también yo, conocí los caminos

que atraviesan el cielo, y por eso el viento es mi cuerpo.

EZRA POUND, De Aegypto (1912)

Las pirámides hacen jorobado al desierto.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Greguerías (1910-1960)

UNA MOMIARECORRE EUROPA…

Al dormir lo veo claro…

J. V. FOIX

¡En cualquier lugar, con tal que sea fuera de este mundo!

¡En cualquier lugar!…

CHARLES BAUDELAIRE

Lector, quiero hilvanar para ti, en esta charla milesia, una serie de variadas historias y acariciar tu oído benévolo con un grato murmullo; dígnate tan solo recorrer con tu mirada este papiro egipcio escrito con la fina caña del Nilo…

APULEYO, El asno de oro

En su relato «A Descent into Egypt» (1914), Algernon Blackwood cuenta cómo el narrador protagonista es testigo impotente de la desaparición espiritual de su amigo George Isley, un personaje brillante y sensible que por sus inquietudes personales se convierte en egiptólogo neófito. Los dos, dandis instalados en un exilio dorado a orillas del Nilo, sienten cómo una fuerza numinosa, inefable e imparable los va atrayendo hacia una realidad otra, fascinante y rapaz al mismo tiempo. Pero solo Isley acaba cediendo, atraído por algo que lo va absorbiendo hasta transformarlo en un individuo anodino, mera carcasa: su cuerpo continúa existiendo, pero su alma ha desaparecido para siempre. Esta pujanza succionadora, seductora y mortal como el más terrible de los vampiros, cautivadora como un hechizo, no es otra cosa que el Egipto milenario, que acecha bajo la superficie profana del Egipto moderno. Como una sarna imposible de curar, los esqueletos ruinosos brotan aquí y allá sembrando la piel del país de costras y pústulas supurantes de mil promesas embriagadoras para quien se decida a hurgar un poco. Y a fe que se ha escarbado —primero con verdadera desazón y zarpas largas de expoliador— y se continúa escarbando —ahora ya con los guantes profilácticos de la ciencia arqueológica—, en busca de los vestigios de un mundo desaparecido hace, como quien dice, dos mil años. Y así la profecía del Asclepio, texto hermético de los primeros siglos de nuestra era, anunciaba el fin de ese Egipto que había sido imagen misma del cielo en la tierra —templum mundi— y donde habían residido los mismos dioses arropados por sus piadosos habitantes. El abandono de los ritos sumiría el mundo en las tinieblas, y con los dioses ya exiliados en las lejanías del cielo, Egipto habría de tornarse un pálido reflejo de lo que antaño fue1… Solo un futuro diluvio de fuego, agua y pestilencia ha de regenerar el cosmos y retornarlo a su verdadero sentido divino. A la espera de esta vuelta definitiva de los dioses, el Egipto arcano y muerto aguarda soñando, y despliega su poder encantador por entre los despojos desparramados a lo largo del país, desde los desiertos deshabitados y desde los mensajes grabados en los jeroglíficos… Este libro es una crónica de ese influjo. Todos somos George Isley.

Hete aquí, pues, otro aspecto de esa obsesión del hombre occidental —¿o es tal vez patrimonio de toda la humanidad?— de proyectar en una realidad que ya no es, o que tal vez nunca ha sido —en cualquier caso, un no-lugar, realidad intangible—, una tierra imaginada a base de sueños donde residiría el meollo definitivo de las cosas, y que nos ha convertido en unos perseguidores de fantasmas de primer orden. Una esquizofrenia ontológica de la que han brotado idealismos excelsos, utopías variadas, amores platónicos, mundos supra- y sublunares, países del ultrasueño y realidades a las que escapar… N’importe où! n’importe où! pourvu que ce soit hors de ce monde! Nuestro territorio fantasmático es el de Aigyptos, que no es ni el Egipto de nuestros mapas ni el Misr de sus actuales habitantes, sino aquel otro país que empezaron a vislumbrar los griegos —unas veces con los ojos abiertos como platos, otras con los ojos entrecerrados como quien sueña despierto— que viajaron a las tierras del Nilo. Pero sus antiguos pobladores no le dieron jamás a su país semejante nombre. Para ellos fue las Dos Tierras, las Dos Orillas, la Tierra Amada, el Ojo de los Dioses o, como muestra del dualismo que atraviesa todo su pensamiento, la combinación de Kemet, la Tierra Negra, y Desheret, la Tierra Roja2. La primera se refiere a las tierras fértiles y cultivadas a orillas del río, el espacio civilizado donde impera la ley de Horus. La segunda, a los vastos desiertos estériles que se extienden a un lado y a otro del Nilo, el espacio agreste del violento Seth. Nuestro Aigyptos sería la voz griega que derivaría —y aquí empieza ya la leyenda— de uno de los epítetos de Menfis, la primera capital del país unificado: hut-ka-Ptah (seguramente pronunciado [hikuptah]), la «Morada del ka de Ptah», el dios patrón de la ciudad y divinidad cosmogónica.

Tras esta dudosa etimología, Occidente empieza a forjar el mito de una cultura ancestral, cuna de la civilización, poseedora de saberes arcanos y de conocimientos espirituales elevadísimos, de misterios celosamente ocultos, sede de construcciones desmesuradas y de otros mil y un prodigios. Esto, por un lado, porque, desde la cultura judeocristiana y a través de la Biblia, nos llega la imagen de Egipto como la patria de la idolatría, las malas artes y el gobierno despótico e injusto que sometió a la esclavitud al pueblo elegido. De hecho, la historia de Israel empieza con el Éxodo, esto es, con la salida de una tierra impía hacia la Tierra Prometida bajo el auspicio de la Ley de Yavé. Regido por este doble signo contradictorio, va desplegándose un imaginario ininterrumpido y vastísimo. Cada lugar y cada época ha ido vertiendo en él sus propias obsesiones y se ha ido configurando así un Aigyptos fantástico, hijo bastardo de tradiciones diversas.

Hay que tener en cuenta las peculiaridades del final de la civilización faraónica, pues ayudan a explicar su posterior recepción: por un lado, el hecho de que su desaparición no se debe a grandes catástrofes; más bien se va apagando sin aspavientos, en un proceso de varios siglos en los que se va dejando paso a nuevos protagonistas que la van vaciando de su fuerza original, articulada fundamentalmente alrededor de una realeza divina que funcionaba como bisagra entre los dioses y los hombres. Así, en la última época, los faraones lágidas —que, si bien adoptaron el papel tradicional de la monarquía, no dejaron de ser basileos macedonios instalados en una Alejandría que miraba al Mediterráneo y daba la espalda al resto del país—, la administración romana —para la que Egipto fue el granero del Imperio— y, finalmente, el cristianismo, que se aposentó rápidamente en una sociedad que buscaba ávidamente nueva savia vital. Por otro lado, la aparente ausencia de herederos del legado faraónico. Sobre esta pérdida profunda, una zanja insalvable ha permitido, paradójicamente, que se levanten reconstrucciones fantásticas, no por falsas menos ciertas. Restos de su cosmovisión y bagaje cultural sobrevivirán, debidamente reinterpretados, como también veremos en este libro.

En el año 535 de nuestra era (n. e.), Justiniano ordena clausurar el último templo pagano de Egipto, el de Philae, dedicado a Isis, en la frontera con Nubia, y sus sacerdotes son enviados, fuertemente encadenados, a Constantinopla. Por aquel entonces, aquel templo era ya una anomalía enclavada en un rincón remoto de un país cristiano, y, con dichos sacerdotes, desaparecía definitivamente, si es que no lo había hecho ya antes, el conocimiento de la antigua escritura jeroglífica. Es precisamente en ese templo donde se tienen registradas las dos últimas inscripciones en demótico —con fecha 11 de diciembre de 452— y en jeroglífico —del 24 de agosto de 394—. Este sistema escriturario, que había nacido con la realeza faraónica en el Abidos del IV milenio antes de nuestra era, quintaesencia de toda la civilización egipcia, se convierte a partir de entonces en un misterio insondable y en terreno abonado para las más osadas especulaciones. El olvido de su razón de ser y las interpretaciones que se realizaron de esta escritura posteriormente vienen a resumir toda la aventura de la egiptomanía: a pesar de haber perdido la voz, de haberse extraviado la llave que nos habría permitido oír sus palabras, su apariencia fascinante no deja de producir más y más fantasmas. Y eso fue así hasta que las tropas napoleónicas tomaron el Egipto otomano en 1798, se halló el fragmento de una estela con caracteres griegos, demóticos y jeroglíficos en Rosetta, y en 1822 el joven erudito Jean-François Champollion conseguía descifrar la antigua escritura de los faraones. Da comienzo entonces la ciencia de la egiptología, y las ruinas pueden empezar a ser escuchadas. Paralelamente se irán configurando los estereotipos del egiptólogo, tipo que devendrá fecundo en el imaginario popular: desde el sabio victoriano, aristócrata barbudo que vive encerrado en su obsesión, hasta el arqueólogo intrépido con su salacot —o, mejor todavía, con el fedora del doctor Jones—.

Podría pensarse que, después de la hazaña de Champollion, la imaginación ensoñada dejaría de producir monstruos, y que la recién desvelada razón vendría a iluminar todo aquello que había permanecido entre las sombras del misterio. La era de la especulación fantástica, el Aigyptos soñado, podía dar paso a la realidad revelada del Egipto positivo, relegando así el primero al olvido o, como mínimo, al escepticismo metódico de lo paracientífico. No obstante, el misterioso y esotérico personaje Agliè, argonauta atemporal de los saberes ocultos en Il pendolo di Foucault (1989), aseguraba que la peor calamidad que se había abatido sobre Egipto eran los egiptólogos. ¿Dónde encajar entonces a Athanasius Kircher, ese otro misterioso personaje con un pie en la ciencia y el otro bien aposentado en el pensamiento mágico que aseguraba haber dado muerte a la esfinge al interpretar, en su obra Oedipus Aegyptiacus (1652-1654), los signos grabados en el obelisco que se alza en la plaza Minerva de Roma? ¿Qué cara habría puesto al enterarse de que en ese cartucho donde él había leído «Los beneficios del divino Osiris deben conseguirse por medio de ceremonias sagradas y de la serie de los Genios, con el fin de que puedan obtenerse los beneficios del Nilo» tan solo había escrito el nombre del faraón Apries de la XXVI dinastía? Egiptosofía y egiptología: he aquí dos nociones opuestas de la verdad que comparten un mismo objeto de estudio con tantas capas como el hojaldre. Y, aun así, cada una por su lado —porque hay que decir que la ciencia no solo no ha conseguido hacer desaparecer las ilusiones esotéricas, sino que a menudo se ha confundido con ellas—, van acumulando relatos maravillosos sobre un Egipto que se mantiene, en esencia, inefable. Para los unos, porque tienen por norma principalmente considerar Aigyptos como el misterio por excelencia sobre el que se podrán ir acumulando los más variados fenómenos inexplicables. Y para los otros, porque, aunque puedan leer sus mensajes y sacar a la luz sus vestigios sepultados, son conscientes de que hay una cosa que jamás podrá ser encontrada en ninguna excavación, tumba o papiro: esa chispa vital que nos permita entender o, mejor, aprehender y vivir la realidad de aquella Tierra Amada. Como una nueva Isis, los egiptólogos van recogiendo los pedazos dispersos del cuerpo de Osiris descuartizado por su hermano Seth, sabiendo de antemano que no se conseguirá el ensamblaje definitivo, ya que el miembro capaz de generar la vida, aquel falo que tan solo la magia de Isis fue capaz de reemplazar para engendrar a Horus, fue lanzado al río y se lo tragaron para siempre los peces del Nilo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 «¡Ay, Egipto, Egipto!, de tu religión solo sobrevivirán fábulas y estas resultarán increíbles para tus descendientes, las palabras que cuentan tus piadosos hechos solo permanecerán grabadas en las piedras; tu tierra se verá invadida por el escita, el indio o cualquier otro vecino bárbaro. Los dioses volverán al cielo, los hombres, abandonados, morirán en su totalidad y entonces, oh, Egipto, privado de dioses y de hombres, te convertirás en un desierto» (Asclepio, 24). (N. del E.).

2 Para transcribir las palabras del egipcio hemos optado, por un lado, por seguir las formas transcritas por el griego o el copto con una tradición bien afianzada. Por ejemplo, antropónimos como Tutmosis, teónimos como Ptah, topónimos como Tebas, u otras voces genuinas —en cursiva— como ka y ba. Para otros términos —también en cursiva—, hemos decidido recurrir a transcripciones de la transliteración —la atribución de una letra latina a cada sonido egipcio— del original egipcio siguiendo la convención estándar que bebe de las soluciones gráficas inglesas. Asimismo hemos añadido una [e] entre los sonidos consonánticos para facilitar la lectura, ya que las escrituras del egipcio antiguo —jeroglífico, hierático y demótico— no anotaban las vocales, a excepción del copto, que adoptó el alfabeto vocálico griego. (N. del E.).

LAS HISTORIAS DEL MAGO SETNE

Thoth, el dos veces grande, señor de Hermópolis,

el corazón de Re,

la lengua de Ptah

y la garganta de aquel cuyo nombre está oculto.

Templo de Opet en Karnak

Las historias de Setne Khaemwaset ocupan un brillante lugar en los últimos momentos de la tradición literaria del antiguo Egipto. Están escritas en demótico, estadio de la lengua egipcia y a la vez sistema escriturario original desgajado del sistema hierático —que fue casi desde los inicios una escritura cursiva de la jeroglífica—, de donde procedía. El demótico se impone desde el siglo VII a. n. e., con la XXVI dinastía saíta, y va generando una producción vastísima de textos administrativos, oraculares, narrativos, mágicos… hasta que va cediendo su lugar a favor del griego y el copto hacia el siglo II n. e. Nos hallamos, pues, en los últimos siglos de una cultura faraónica productiva que va desde la Baja Época hasta la plena dominación romana. Los dos papiros de nuestras historias, «Setne I» (papiro Cairo 30646) y «Setne II» (papiro British Museum 604), se datan, respectivamente, hacia mediados del siglo III a. n. e. —hilando fino, posiblemente durante el reinado de Ptolomeo II Filadelfo o el de Ptolomeo III Eugertes— y el primer siglo de nuestra era —probablemente durante el reinado del emperador Claudio—. Parece que el personaje literario disfrutó de cierto éxito, pues disponemos de otros fragmentos menores de los mismos relatos y de otras aventuras protagonizadas por Setne o por su hijo, configurando lo que podría haber sido un verdadero ciclo. Hasta Heródoto, que visitó Egipto en el s. V a. n. e., parece hacerse eco de una leyenda con Setne como protagonista en el segundo libro de sus Historias (II, 141-142).

Por otro lado, podemos suponer que el origen de estas historias se remonta a épocas muy anteriores, pues el príncipe Khaemwaset (1286-1220 a. n. e.) —literalmente «la aparición en Tebas»— fue un personaje real y regio. Cuarto hijo de Ramsés II (1303-1213 a. n. e.), el gran faraón del Reino Nuevo, y de su esposa real Isis-Neferet, fue ya en vida un personaje singular: en su juventud lo encontramos luchando junto a su padre en campañas militares contra los hititas y las ciudades de Levante, para consagrarse después al sacerdocio del dios Ptah en Menfis, culto del que llegaría a ser sumo sacerdote con el título de sem ur kherep hemut («sacerdote-sem, Gran Administrador de los Artesanos»). Es precisamente del título de sem, un sacerdocio antiquísimo vinculado al culto funerario y a los ritos sucesorios del mismo faraón, de donde provendrá el nombre de «Setne». A causa de la evolución fonética del vocablo sem (setem > seten…) y del olvido del sentido original de dicha palabra, en época demótica se tomó el título de la función sacerdotal por parte del mismo nombre del príncipe, y surgió así el personaje Setne Khaemwaset.

Como sumo sacerdote de Ptah, Khaemwaset fue el responsable de convertir el Serapeum de Saqqara dedicado al culto del toro Apis en gran parte del complejo subterráneo desenterrado por Mariette y que todavía hoy puede visitarse. Durante un breve periodo de tiempo figuró como sucesor de su padre, pero falleció antes que Ramsés II y fue su hermano Merneptah quien finalmente ocupó el trono. También, y esto es lo más singular de su biografía, se dedicó a la restauración de varios monumentos funerarios reales de la necrópolis menfita: podemos rastrear su huella en la pirámide escalonada de Netjerkhet, en la de Unis o en el templo solar de Niuserre, entre otros. ¡Estos monumentos en su época acumulaban ya mil años de historia! Otro curioso legado que da prueba de su dedicación a los asuntos religiosos como sacerdote y escriba, así como también del prestigio que debió de disfrutar en vida y después de muerto, es la inclusión en el Libro de la salida al día —compendio de fórmulas mágicas rituales destinadas a que el difunto pudiera conseguir la condición de akh, de espíritu transfigurado— de un conjuro que el mismo Khaemwaset habría encontrado en el transcurso de sus labores de restauración e investigación en el interior de una tumba. Es la fórmula 167, que empieza así:

Escrito de un cuenco que encontró el hijo del rey, sacerdote jefe lector Khaemwaset, bajo la cabeza de un transfigurado [de la momia de un difunto] en la necrópolis de Menfis. Este cuenco es más divino que cualquier otro cuenco de la Casa del Tesoro, pues fue fabricado en la Puerta de Fuego para separar a los transfigurados de los difuntos y para evitar que los alcanzase el Perseguidor. Esto ha sido eficaz millones de veces.

Un par de comentarios sobre este texto: el primero es acerca de la extraña intertextualidad que se produce entre este hallazgo, en principio real, y la búsqueda del Libro de Thoth que Setne emprende en la tumba de Naneferkaptah en la primera de nuestras historias. El otro tiene que ver con la concepción egipcia del poder mágico de los textos (el hecho de hallar textos de un origen remoto es un tópico recurrente). La palabra ritual, la que está fijada en la escritura jeroglífica —en egipcio medu netjer («palabras divinas»)—, tiene un poder performativo, y aquello que se dice/escribe deviene real en tanto que es la fuerza de la divinidad —o la divinidad misma como fuerza— la que se despliega en el mundo habitándolo y dándole sentido desde la palabra/letra. El origen de los textos no es nunca, pues, la invención humana, ni tan siquiera la revelación divina —como en el caso de la cultura judeocristiana—, sino, y en última instancia, la esfera divina y el primer momento de la creación cuando devino todo lo existente por el poder del dios hacedor conforme a Maat, el orden justo, bueno y verdadero. Las fórmulas mágicas son auténticas teofanías —y así recibían el nombre de bau en Ra, «manifestaciones poderosas de Re»— que el hombre encuentra y que se transmiten de generación en generación de sacerdotes, en el secreto de la biblioteca del templo y en la Casa de la Vida, institución sagrada y misteriosa donde las haya.

Ello explica el hecho de que Khaemwaset pasara a la posteridad como un gran escriba y reputado mago aureolado por la piedad y la sabiduría, y de que empezaran a circular de forma oral historias fabulosas populares con él como protagonista. El fenómeno no era nuevo. Otros personajes ilustres de la historia egipcia, como el arquitecto Imhotep, el príncipe Hordjedef hijo de Keops o el sabio Amenhotep hijo de Apu, habían permanecido en la memoria colectiva, y se habían erigido cultos y leyendas alrededor de ellos. Sin embargo, el Setne de nuestras aventuras no se caracteriza por ser un gran héroe digno y de actitud noble. En la primera historia, se deja llevar por el afán desmesurado por el conocimiento, y en la segunda se mantiene en un discreto segundo plano mientras observa cómo su hijo despliega sus poderes mágicos. Los textos que presentamos corresponden a la época helenística: nuestro personaje ha vivido casi mil años de evolución y Egipto vive una realidad cultural bien distinta a la de la época ramésida.

El helenismo —producto de la expansión imperialista de Alejandro Magno a partir de la segunda mitad del siglo IV a. n. e.— supone, además del contacto entre diversas tradiciones culturales del Mediterráneo oriental —que, a buen seguro, hacía ya siglos que se producía—, la percepción de pertenecer a una supracultura auspiciada y determinada por una base griega. Nos referimos, no ya a la base griega de la Grecia clásica, sino a la de aquella Grecia en la que, más allá de las poleis, existe una aspiración universalista. El lector atento podrá reconocer, en las dos historias, elementos griegos, pero también del Próximo Oriente, judíos y hasta cristianos. No obstante, por encima de todo, el fondo es netamente egipcio, pues, en aquel Egipto sincrético donde convivían las antiguas tradiciones con poblaciones judías, griegas, romanas, levantinas, etc., la fuerza cultural autóctona latía aún bien viva.

Por eso consideramos las dos historias de Setne como una de las últimas muestras —un penúltimo escalón que brilla con luz propia— de la larga tradición literaria egipcia, con ecos de una herencia milenaria que abarca los cuentos de magos del papiro Westcar, los espectros de la historia de Khonsuemheb, los demonios de la princesa de Bakhtan, el viaje a ultratumba del mago Merira…3. Se trata de una literatura donde es fácil que aflore lo maravilloso y lo fantástico, no como irrupción de algo excepcional, tal como sucede en nuestra tradición moderna, sino porque los antiguos egipcios percibían la presencia ultramundana en lo cotidiano: en los fenómenos naturales y sus ciclos, en las estatuas de los dioses que había en los templos y en las procesiones festivas, en el poder de las palabras y los nombres divinos y, tal como queda reflejado en la cita que encabeza este libro, en el mismo orden cósmico que posibilitaba y hacía visible la autoridad del faraón. Y, más allá del rastro de obras concretas, se percibe la presencia del mito de Osiris: su asesinato a manos de su hermano Seth, la recuperación y resurrección de su cuerpo por parte de Isis, Neftis y Anubis, la concepción de Horus y su posterior disputa y venganza contra Seth para hacerse coronar, finalmente, como soberano legítimo de Egipto. De alguna manera este mito fundacional de la cultura egipcia es un sustrato presente en muchas de sus historias literarias, entre las cuales cabe citar «Los dos hermanos», «La disputa entre Verdad y Mentira» y también «Setne I» y «Setne II»4.

Por otro lado, hemos querido ver en estos dos últimos relatos, y de ahí la razón de este libro y de que lo encabecen, los motivos principales que configuran el imaginario que Occidente se ha ido forjando durante dos milenios en torno al antiguo Egipto. Las Dos Tierras fueron consideradas desde la Antigüedad como el país de la magia por excelencia, y sus magos, como los más sabios y poderosos, conocedores de saberes arcanos y con una íntima conexión con lo divino. «Diez porciones de magia han sido dadas al mundo. Egipto ha recibido nueve, y el resto del mundo una», nos dice el Talmud. Y nuestras dos historias giran alrededor, precisamente, de protagonistas magos y de conocimientos ocultos relacionados con Thoth, maestro de la magia y la escritura. Egipto también fue y es conocido aún por su singular relación con la muerte. Sus pirámides y tumbas construidas en piedra para perdurar eternamente parecen hablarnos de una civilización obsesionada con la muerte, aunque tal vez fueran su vitalidad y ansias de pervivencia las que impulsaron su cultura funeraria en un intento de negar la traumática guadaña de la Parca. Entre la magia y la muerte, hay todo un abanico de fenómenos que han resultado fecundos en Occidente: las momias, maldiciones y conjuros secretos para hacer revivir, las tumbas misteriosas que ocultan trampas y tesoros, sus espíritus guardianes… Y finalmente la conciencia del insondable abismo temporal que nos provoca la antigüedad de lo egipcio. Una sensación que el mismo príncipe Khaemwaset podría haber experimentado en sus labores de estudio e investigación de los monumentos pretéritos, pero también el Setne de nuestros cuentos, que interpela a un pasado remoto con el que trata de entenderse. Porque el vértigo que nos aborda ante lo egipcio no lo es tanto por el tiempo que nos separa de esa civilización como por la durabilidad casi insultante de una cultura que fue sucediéndose, crecida tras crecida del Nilo, durante más de tres mil años. A su lado, las demás producciones humanas parecen palidecer aguardando a que el torbellino del tiempo las barra del mapa mientras las pirámides de Guiza, símbolo impertérrito de todo ello, permanecen quietas, inmutables y desafiantes.

Y de todo esto, os lo aseguramos, rebosan nuestras historias.

«Setne I» es la historia de una transgresión y de su castigo divino. Los protagonistas de las dos partes que configuran el cuento, los príncipes Naneferkaptah y Khaemwaset, desdoblamiento especular de un mismo tipo, son dos personajes obsesionados por el conocimiento («no tenía otra ocupación en este mundo que vagar por la necrópolis de Menfis leyendo los escritos de las tumbas de los reyes, las estelas de la Casa de la Vida y las inscripciones de sus tumbas», se nos dice tanto del uno como del otro). Esta curiosidad singular —y parece que malsana— se convierte en verdadera obsesión cuando se presenta la posibilidad de acceder a un libro de magia escrito por el mismísimo Thoth y que contendría los sortilegios que permitirían el conocimiento y dominio últimos del mundo. Los griegos llamaban hýbris a cierta locura que conlleva soberbia, arrogancia y presunción, que arrastra al mortal a la pretensión de superar la esfera humana y de ocupar el lugar de los dioses. Esta manía infausta y tan faustiana implica, pues, la ruptura de la estricta separación entre lo sagrado y lo profano, pero también de la jerarquía inamovible en el acceso al conocimiento propia de las culturas tradicionales, donde el saber es un bien altamente ritualizado, exclusivo de quienes tienen el monopolio del contacto con lo numinoso.

Así se entiende que tanto Setne como Naneferkaptah, que se saltan a la torera todos los preceptos, despierten la ira divina. De todas maneras, la relación especular entre los dos personajes no es perfecta: Naneferkaptah paga con su vida y la de sus seres queridos el saber mágico que efectivamente hace suyo, mientras que Setne, que consigue hacerse con el libro, mas no acceder a su poder —pues el tiempo de los auténticos magos pertenece siempre al pasado—, únicamente termina por sufrir un castigo humillante. Quisiera realizar aún un breve apunte sobre el agente de ese castigo, que toma la terrible forma de una mujer, de una femme fatale avant la lettre. También de forma especular, Ihweret, la esposa de Naneferkaptah, y Tabúbue, la sacerdotisa de la Casa de Bastet, responden a la duplicidad de las divinidades femeninas sublimadas en la forma de diosas felinas. Por un lado, son las amorosas madres y esposas —como la Isis, que vela a Osiris y protege a su hijo Horus; como la afectuosa gata Bastet—, pero, por otro, también pueden ser las aterradoras y violentas leonas Sekhmet, Tefnut y Hathor, todas ellas personificaciones del Ojo del Sol, protector y agente vengador y destructor del dios Re.

«Setne II» contiene, como mínimo, dos historias. La primera parte nos descubre el imaginario egipcio sobre el Más Allá. Se nos narra una auténtica catábasis —mitema recurrente en la Antigüedad desde Gilgamesh, Ishtar, Perséfone, Odiseo, Orfeo, Lázaro, Jesús… y que tanto juego dará en el futuro— donde no solo encontramos la tradicional escena del juicio al difunto mediante el pesaje de su alma en la Sala de las Dos Verdades, sino también, y entremezclados, elementos griegos y de la tradición judeocristiana. En la segunda parte se nos narra una aventura maravillosa donde, con una contorsión del tiempo profano que señala el verdadero y eterno sentido cíclico del tiempo cósmico, se reproduce el permanente conflicto entre Horus y Seth, entre Re y la serpiente Apofis, o, si se prefiere, entre las formas constitutivas del orden y las del caos desestabilizador; entre la pervivencia del cosmos y su disolución en las tinieblas.

En los dos cuentos juega un papel decisivo la existencia de un libro escrito por el mismísimo Thoth. En el primero, el libro se convierte en el motor mismo de la historia, revelándose como la materialización de los límites de la condición humana y como objeto de perdición. En el segundo, es el arma que con el beneplácito de Thoth ha de permitir vencer a la eterna enemiga, la vil Kush, que busca sin descanso el oprobio de Egipto. Pero, entonces, ¿qué es ese misterioso libro tan bien guardado como deseado? Thoth, el dios de Hermópolis —la egipcia Khemnu, «la de los Ocho» seres que personificaban la realidad amorfa anterior a la creación—, que tomaba la forma de un ibis o de un babuino plateado, era la personificación de la luna y, como tal, era el vicario del Sol Re cuando este emprendía su viaje nocturno de regeneración para iluminar el subterráneo Más Allá, el Amenti o Duat regido por Osiris. Fue el inventor de la escritura y, de manera íntimamente ligada a esta, era maestro del poder mágico, la energía heka, que, como emanación del dios creador, permitió el nacimiento del mundo y de los dioses. La magia-heka es aquella fuerza, dynamis divina, que impregna el mundo y que es su condición de posibilidad.

En la Teología menfita, texto cosmogónico de la XXV dinastía, el dios Ptah emerge de las aguas indiferenciadas del Nun para crear el mundo en un acto de generación intelectual. Se nos dice que Horus es su corazón —sede del pensamiento—, mientras que Thoth es su lengua. Y así, aquello pensado por el corazón de Ptah se vuelve real cuando es pronunciado, articulado como palabra, por su lengua. En un mismo gesto se aúnan voz y escritura (Thoth va recitando y escribiendo el mundo). La escritura jeroglífica, con sus signos icónicos, funciona como modelo arquetípico de las cosas de la esfera profana. Escribir y decir mágicamente significa insuflar lo divino en las cosas del mundo, infundirles su sentido y hacerlas reales, efectivas, verdaderas. Todo el saber egipcio gira alrededor del dominio de esta heka, que no es tanto un saber teórico sobre el cosmos como, por encima de todo, un saber práctico y activo que incide sobre el mundo. Su práctica en los rituales diarios del templo aseguraba el buen funcionamiento del cosmos, ratificando el vínculo originario entre lo divino y lo mundano, el asentamiento del uno en el otro. Y así, el misterioso Libro de Thoth contendría la realidad del mundo entero tal como fue pensada por el mismísimo dios hacedor…, la esencia de todo lo existente registrada en caracteres físicos sobre la materialidad de un papiro. Una quimera, en resumidas cuentas; la piedra filosofal, la permutación cabalística definitiva, el misterio alquímico que justificará cada una de las búsquedas de la alocada aventura humana. O, si se nos permite, aquella stuff that dreams are made of que Sam Spade espetaba al final de The Maltese Falcon (1941).

Más allá de estas consideraciones, los dos cuentos son artefactos de primer orden: aventuras trepidantes, humor, misterio, amor, sexo y magia se entrelazan en unos textos que, desde el momento en que fueron descubiertos y publicados en Occidente a caballo entre los siglos XIX y XX, han despertado el interés de eruditos y profanos al mismo tiempo. Es sorprendente comprobar cómo ese mundo maravilloso y fantástico puede arrebatarnos dos mil años después de haber quedado fijado en un papiro.

Decía George Isley en el relato de Blackwood, tomado ya por el hechizo egipcio, que «el verdadero Egipto se encuentra bajo tierra, sumido en la oscuridad». Y no conseguirá salir nunca a la luz, me atrevo a añadir yo. Como egiptólogo, me reconozco en un estado de perpetua insatisfacción, y me cuesta pensar en algún egiptólogo que no lo esté. La reconstrucción imaginaria o científica de algo que ha desaparecido para siempre está condenada al fracaso. Emergen nombres, se acumulan datos, encajan piezas…, mas el significado de todo ello se resiste a salir a la luz. Como aficionado a la literatura y a la escritura, vislumbro una grieta por donde se atisban cosas: retazos en movimiento, voces, fragmentos oxigenados de una vida extinta. Es tal vez a través de los relatos literarios como toda la avalancha de información acumulada durante años de investigación egiptológica cobra un nuevo sentido, un débil chispazo que infunde aliento —el de nuestra lectura— a un cadáver, un halo mágico que de golpe dibuja una atmósfera más sugerente que todas las toneladas pétreas de una pirámide. Como si las historias de Setne fueran un susurro vivo, un brillo remoto que brotara de entre aquella oscuridad inefable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3 Existe en castellano una traducción directa del egipcio —la única, que sepamos— de la mayor parte del corpus cuentístico del antiguo Egipto, realizada por uno de los pioneros de la egiptología española, el profesor Jesús López (1933-2002): Cuentos y fábulas del Antiguo Egipto, Trotta, Madrid, 2005. (N. del E.).

4 Para un análisis crítico de nuestros dos textos nos remitimos a la primera edición conjunta de los dos cuentos realizada por Francis Llewellyn Griffith (Stories of the High Priests of Memphis, Oxford, 1900). Más recientemente, Steve Vinson ha elaborado una nueva traducción y un amplio e interesantísimo estudio sobre «Setne I» (The Craft of a Good Scribe, Leiden/Boston, 2017). (N. del E.).

Setne, Naneferkaptahy el Libro de Thoth

El príncipe Setne Khaemwaset, hijo del rey Ramsés II y sumo sacerdote de Ptah en Menfis, era un instruido mago y escriba que dedicaba su tiempo al estudio de los antiguos monumentos e inscripciones. Un día supo de la existencia de un Libro mágico escrito por el mismísimo Thoth, dios de la escritura y la magia, y que estaba oculto en la tumba de un príncipe llamado Naneferkaptah que había vivido hacía muchísimo tiempo y había sido enterrado en algún lugar de la vasta necrópolis de Menfis.5Después de una larga búsqueda, el príncipe Khaemwaset, acompañado por su hermano Inaros, encontró la tumba y penetró en ella. Tras vagar mucho rato por entre corredores oscuros y tortuosos, un extraño resplandor los guio hasta la cámara funeraria. Allí yacía la momia de Naneferkaptah, acompañada por los espíritus de su esposa Ihweret y de su hijo Meribptah. Sus cuerpos no estaban enterrados en aquella tumba, sino en la lejana Coptos, donde habían perdido la vida. Setne vio el Libro de Thoth, el cual desprendía una luz radiante, e hizo el gesto de tomarlo. Pero el espíritu de Ihweret se alzó para proteger su preciada posesión, se interpuso entre los dos y suplicó que no se lo arrebatara. Había sido por causa de ese Libro mágico por lo que los tres habían perdido la vida, le dijo, y se dispuso a contarle la historia de sus desventuras:

Ella y Naneferkaptah habían sido hermanos en vida, los dos únicos hijos de un Faraón llamado Mernebptah. Se amaban muchísimo y querían esposarse. Pero el Faraón quería casar a su hijo con la hija de un jefe del Ejército, y a su hija con el hijo de otro jefe del Ejército. En su desasosiego, Ihweret pidió al más cercano al rey, el Supervisor de Palacio, que suplicase al Faraón a su favor. Y así lo hizo. Pero el Faraón quedó en silencio y entristecido. A las palabras del Supervisor contestó:

—¡… eres tú quien me ofende! ¿Acaso sería justo que se casasen entre ellos cuando no tengo más hijos? Haré que Naneferkaptah se espose con la hija de un jefe del Ejército, e Ihweret con el hijo de otro jefe del Ejército, y así nuestra familia crecerá.

Cuando llegó el momento del convite y todo estaba a punto en presencia del Faraón, fueron a buscarme para llevarme ante él. Pero, al ver mi triste semblante, tan diferente al de la vigilia, el Faraón me preguntó:

—Ihweret, ¿has sido tú quien ha hecho llegar ante mí este dislate: «Permite que me espose con Naneferkaptah, mi hermano mayor»?

Yo le respondí:

—¡Más vale que hagas que me case con el hijo de un jefe del Ejército y que Naneferkaptah se case con la hija de otro jefe del Ejército, y así nuestra familia crecerá!

Y entonces me puse a reír, y el Faraón también rio. Se ordenó entonces que acudiera el Supervisor de Palacio, y el Faraón dijo:

—Que Ihweret sea conducida esta misma noche a la casa de Naneferkaptah y que lleve con ella todo lo que le plazca.

Y así fui transportada como una novia a la casa de Naneferkaptah aquella misma noche. El Faraón me hizo traer regalos de oro y plata, y asimismo hicieron todos los Miembros de la Casa del Faraón sin excepción. Naneferkaptah lo celebró conmigo y después recibió a los Miembros de la Casa del Faraón. Entonces se acostó conmigo esa misma noche, y me encontró tan deliciosa que yacimos juntos noche tras noche. Y nos amábamos el uno al otro.

Cuando llegó el momento de mi periodo, no me bajó la regla. Se hizo saber la buena nueva al Faraón, y su corazón se alegró inmensamente. Me hizo traer magníficos regalos de su tesoro: plata, oro y lino real. Era todo, en verdad, hermoso. Y, cuando llegó el momento de dar a luz, alumbré este niño que tienes delante, Meribptah6, cuyo nombre fue inscrito en la Casa de la Vida7.

Sucedía que mi hermano Naneferkaptah no tenía otra ocupación en este mundo que vagar por la necrópolis de Menfis recitando las inscripciones grabadas en las tumbas de los Faraones, en las estelas de los escribas de la Casa de la Vida y en las demás tumbas. ¡Era grande la pasión que sentía por esos escritos!

Poco después tuvo lugar una procesión consagrada a Ptah, y Naneferkaptah fue al templo para participar en ella. Mientras caminaba tras el cortejo leyendo los escritos de las capillas de los dioses, un viejo sacerdote se le acercó y se puso a reír. Naneferkaptah le preguntó:

—¿Por qué te ríes de mí?

Y el sacerdote respondió:

—No me río de ti. Río porque las inscripciones que estás leyendo no tienen ningún valor. Si lo que deseas es leer escritos poderosos, acompáñame y te llevaré al lugar donde se encuentra el Libro que el mismísimo Thoth escribió con sus propias manos cuando bajó a la tierra tras los demás dioses. Contiene dos conjuros. Si recitas la primera fórmula, encantarás el cielo, la tierra, el Inframundo, las montañas y los mares; podrás entender todo lo que los pájaros del cielo y las bestias que se arrastran dicen, y verás los peces de las profundidades que se encuentran bajo los veintiún codos divinos de agua8. Si recitas la segunda fórmula, sucederá que tanto si te hallas en el Amenti como bajo tu forma terrenal podrás contemplar al mismísimo Re cuando aparece en el cielo con su Enéada9, y aun la Luna en su despuntar.

Naneferkaptah exclamó:

—¡En el nombre de quien ha de vivir para siempre! ¡Pídeme todo lo que desees y yo te satisfaré! ¡A cambio, llévame al lugar donde se encuentra ese Libro!

El sacerdote contestó:

—Si eso es lo que quieres, deberás darme cien piezas de plata para mi funeral y harás que mis dos hijos sean nombrados sacerdotes sin pagar impuesto alguno.

Naneferkaptah hizo llamar a un sirviente. Ordenó que se le dieran al sacerdote las cien piezas de plata. Hizo preparar los documentos para que sus hijos fueran nombrados sacerdotes sin tener que pagar impuesto alguno. Entonces el sacerdote le dijo:

—Este Libro se encuentra en medio del mar de Coptos, dentro de un cofre de hierro. El cofre de hierro contiene un cofre de bronce, el cofre de bronce contiene un cofre de madera de pino, el cofre de madera de pino contiene un cofre de marfil y ébano, el cofre de marfil y ébano contiene un cofre de plata, y el cofre de plata contiene uno de oro donde se halla el Libro. Una multitud de serpientes, escorpiones y todo tipo de bestezuelas reptantes guardan el cofre, y también una Serpiente Eterna10.

Cuando el sacerdote acabó la explicación, Naneferkaptah no sabía ni en qué lugar se encontraba. Salió del templo y vino a contarme todo lo que el sacerdote le había dicho. Y añadió:

—Iré a Coptos a buscar ese Libro y regresaré al norte sin demora.

Entonces empecé a maldecir al sacerdote exclamando:

—¡Que la maldición de Neith caiga sobre ti por haberle dado a conocer estas cosas nefastas! ¡Me has empujado a la guerra, me has traído la discordia! ¡La abominación se ha cernido sobre Tebas!

Extendí la mano hacia Naneferkaptah para evitar que fuera a Coptos, pero no me escuchó. Se presentó ante el Faraón para darle a conocer todo lo que le había contado el sacerdote. Y el Faraón le dijo:

—Y bien, ¿qué es lo que quieres?

Él respondió:

—Haz preparar para mí la barcaza real con todo su equipamiento. Me llevaré a Ihweret y al joven Meribptah al sur y me haré con el Libro sin demora.

Le fue preparada la barcaza real con todo su equipamiento y entonces zarpamos y navegamos hasta llegar a Coptos. Mientras tanto se había enviado un mensaje a los sacerdotes de Isis de Coptos y a su lesonis11. A nuestra llegada bajaron deprisa a recibir a Naneferkaptah, y las esposas de los sacerdotes se presentaron ante mí. Entonces desembarcamos y nos condujeron al templo de Isis de Coptos y Horus Infante, y Naneferkaptah mandó traer un buey, una oca y vino. Los ofreció en holocausto e hizo una libación frente a Isis de Coptos y Horus Infante. Después fuimos llevados a una casa preciosa repleta de cosas buenas. Naneferkaptah pasó cuatro días muy agradables con los sacerdotes de Isis de Coptos, y yo con sus esposas.

Al despuntar el alba del quinto día, Naneferkaptah hizo que le llevaran un gran montón de cera virgen, con la que moldeó un esquife con sus remeros y marineros. Entonces recitó un hechizo y los dotó de vida, los hizo respirar. Inmediatamente los puso sobre el agua, llenó la barcaza real con arena y montó en el esquife. Entonces yo me senté en la orilla del mar y me dije:

—Esperaré aquí hasta tener noticias de él.

Por su parte, Naneferkaptah ordenó:

—¡Remeros, llevadme hasta el lugar donde se encuentra el Libro!

Remaron día y noche y al tercer día se detuvieron. Entonces Naneferkaptah echó la arena de la barcaza ante él, y abrió así una brecha entre las aguas divididas. Se encontró entonces frente a una multitud de serpientes de todo tipo, escorpiones y bestezuelas reptantes que guardaban el cofre donde se encontraba el Libro, y, tal y como le había sido predicho, había una Serpiente Eterna enroscada alrededor del arca. Recitó entonces un conjuro contra las serpientes, escorpiones y bestezuelas que reptaban en torno al cofre e impidió que pudieran alzarse. Fue a enfrentarse con la Serpiente Eterna y luchó con ella hasta matarla. Pero al instante la Serpiente recuperó su forma y volvió a la vida. Se enfrentó a ella una segunda vez y la mató de nuevo, pero la bestia volvió igualmente a revivir. Luchó con ella una vez más, pero en esta ocasión la cortó por la mitad y puso arena entre las dos partes, y así la Serpiente no pudo recuperar su forma.

Naneferkaptah se acercó entonces al cofre y vio que era de hierro. Lo abrió y se encontró con uno de bronce dentro. Lo abrió y se encontró con uno de madera de pino. Lo abrió y se encontró con uno de ébano y marfil. Lo abrió y se encontró con uno de plata. Lo abrió y se encontró con uno de oro. Lo abrió y encontró, finalmente, el Libro. Lo sacó del cofre de oro y leyó la primera fórmula que tenía escrita. De repente encantó el cielo, la tierra, el Inframundo, las montañas y los mares. Y Naneferkaptah se dio cuenta de que podía entender todo lo que decían los pájaros del cielo, los peces de las profundidades y todas las bestias del desierto, sin excepción. Después recitó la segunda fórmula, y pudo ver cómo Re aparecía en el cielo con su Enéada, y a la Luna, que ascendía junto con las estrellas en su forma verdadera. Y vio a los peces de las profundidades bajo los veintiún codos divinos de agua. Entonces recitó otro conjuro sobre las aguas e hizo que retornaran a su lugar. Subió a bordo del esquife y espetó a los remeros:

—¡Remad hasta el lugar del que partimos!

Y remaron día y noche hasta llegar al lugar en el que yo me encontraba, sentada a la orilla del mar de Coptos, donde había permanecido sin comer ni beber, sin hacer nada. Mi apariencia era la de una persona que ha entrado en la Hermosa Casa12. Entonces le dije a Naneferkaptah:

—¡Déjame ver este Libro que nos ha hecho padecer tantas desdichas!

Puso el Libro en mis manos y entonces recité la primera fórmula que tenía escrita. De repente encanté el cielo, la tierra, el Inframundo, las montañas y los mares. Me di cuenta de que entendía todo lo que decían los pájaros del cielo, los peces de las profundidades y todas las bestias del desierto, sin excepción. Después recité la segunda fórmula, y pude ver cómo Re aparecía en el cielo con su Enéada, y a la Luna mientras ascendía junto con las estrellas en su forma verdadera. Y vi a los peces de las profundidades bajo los veintiún codos divinos de agua. Vi todo esto, aun sin saber yo escribir.

Quisiera decir que mi hermano Naneferkaptah era un escriba en verdad más que bueno y sabio13. Hizo que le trajeran un trozo de papiro nuevo donde copió absolutamente cada una de las palabras que contenía el Libro. Al terminar quemó el papiro e hizo disolver las cenizas en agua. Después se tragó el mejunje y aprehendió así todo el conocimiento que contenía.

Volvimos a Coptos ese mismo día y lo celebramos en presencia de Isis de Coptos y Horus Infante. Luego subimos a bordo de la barcaza real y navegamos río abajo hasta llegar a un punto a una distancia de un iter14 al norte de Coptos.

Pero ocurrió que Thoth había ya descubierto la aventura de Naneferkaptah con el Libro y, sin dudarlo un instante, fue a quejarse ante Re:

—¡Defiende mis derechos en este caso contra Naneferkaptah, el hijo del Faraón Mernebptah! ¡Ha sido él quien ha profanado mi Casa del Tesoro, ha robado el cofre con mi escrito y ha matado al guardián que lo custodiaba!

Y se le respondió:

—¡Dispón de él y de todas las personas que le acompañan!

Y entonces fue enviado un espíritu maligno desde el cielo con las siguientes instrucciones: «No permitas que Naneferkaptah ni ninguno de los suyos llegue a Menfis sano y salvo».

Una hora después de nuestra partida, el niño Meribptah abandonó la marquesina de la barcaza real bajo la que se encontraba y se precipitó al río, transformándose en un bendito de Re15. Toda la tripulación exclamó un gran grito y Naneferkaptah salió de su cabina. Pronunció entonces un hechizo e hizo que su hijo emergiera de las profundidades, pese a hallarse bajo veintiún codos divinos de agua. Pronunció otra fórmula, e hizo que Meribptah le contase todo lo que había sucedido, sin omitir ningún detalle. Supo entonces de la acusación que Thoth había presentado ante Re. Volvimos con su cuerpo a Coptos y lo llevamos a la Hermosa Casa, donde fue atendido y embalsamado como un noble. Lo colocamos en un sarcófago de piedra para que descansara en la necrópolis de Coptos.

Mi hermano Naneferkaptah me dijo:

—Vayamos río abajo sin demora y que el corazón del Faraón se entristezca al saber lo que ha ocurrido.

Subimos a bordo y partimos río abajo. Nos dirigimos sin demora hacia el norte de Coptos, hasta llegar a un iter de distancia, justo allí donde el niño Meribptah había caído. Entonces abandoné la marquesina bajo la que me encontraba y me precipité al río, transformándome en una bendita de Re. Toda la tripulación exclamó un gran grito y avisaron a Naneferkaptah, que salió de la cabina de la barcaza real. Pronunció entonces un hechizo e hizo que yo emergiera de las profundidades, pese a hallarme bajo veintiún codos divinos de agua. Me había traído de vuelta. Pronunció otra fórmula e hizo que le contara todo lo que me había sucedido, así como la acusación que Thoth había presentado ante Re. Volvió conmigo a Coptos y me llevó a la Hermosa Casa, donde fui atendida y embalsamada como una noble. Me colocó en la misma tumba donde reposaba el niño Meribptah.

Entonces Naneferkaptah subió a bordo y navegó río abajo sin demora hacia el norte de Coptos, hasta llegar a un iter de distancia, justo allí donde Meribptah y yo habíamos caído. Y se puso a hablar con su corazón diciendo:

—¿Tendría que volver y quedarme en Coptos? ¿O acaso partir a toda prisa hacia Menfis? Y cuando el Faraón me preguntara por sus hijos… ¿qué debería responderle? ¿Seré capaz de decirle: «He sido yo quien llevó tus hijos hasta la provincia de Tebas, los he matado y, en cambio, yo sigo vivo y he vuelto a Menfis»?

Entonces mandó que le llevaran una cinta de lino real con la que hizo una venda de momificación, y envolvió con ella el Libro alrededor de su cuerpo. Después abandonó la marquesina de la barcaza real y se precipitó al río, transformándose en un bendito de Re. Toda la tripulación exclamó un gran grito:

—¡Qué dolor, qué terrible dolor! ¡El gran escriba ha partido! ¡El hombre sabio como no ha existido otro igual!

La barcaza real navegó río abajo, y nadie en toda la tierra sabía dónde se encontraba Naneferkaptah. Llegaron a Menfis y se informó al Faraón, que bajó hacia la proa de la barcaza vistiendo ropas de duelo. Toda la población de Menfis iba de duelo, y los sacerdotes de Ptah, así como el lesonis, el Consejo y todos los Miembros de la Casa del Faraón. Y fue entonces cuando hallaron a Naneferkaptah enredado al timón de la barcaza gracias a sus artificios de buen escriba. Izaron su cuerpo, y todos se quedaron mirando el Libro que llevaba contra su cuerpo, atado con una venda alrededor. Y el Faraón dijo:

—¡Sacadle ese Libro que lleva prendido al cuerpo!

Entonces el Consejo del Faraón, con los sacerdotes de Ptah y su lesonis, dijeron en presencia del Faraón:

—¡Oh, nuestro gran señor! ¡Que puedas satisfacer el perdurar de la vida de Re! ¡Naneferkaptah ha sido un escriba excelente y un sabio como no ha habido otro igual!

El Faraón ordenó que Naneferkaptah fuera consagrado en la Hermosa Casa durante dieciséis días, vendado en el que hace treinta y cinco, y enterrado en el septuagésimo16. Fue colocado entonces en su sarcófago de piedra, en su lugar de reposo.

Estos son los espantosos acontecimientos que nos golpearon por causa del Libro que ahora tú nos exiges. No se te ha perdido nada en este asunto. ¡Es por culpa de este Libro por lo que nuestra vida en este mundo se ha esfumado!

A pesar de ello, Setne dijo:

—¡Dame el Libro que veo entre tú y Naneferkaptah, Ihweret, o lo tomaré por la fuerza!

De repente, la momia de Naneferkaptah se incorporó sobre su lecho funerario y exclamó:

—¿Eres tú, Setne, aquel a quien esta mujer ha contado estas tristes palabras que no has querido escuchar? ¿Cómo pretendes hacerte con el Libro, dime, con tus conocimientos de buen escriba o tal vez ganándome a una partida al tablero17? ¡Anda, juguémonoslo!

Y Setne respondió:

—¡Estoy a punto!

El tablero fue dispuesto entre los contrincantes con sus fichas en forma de perro, y empezaron el juego:

Naneferkaptah ganó la primera partida a Setne, y entonces recitó un hechizo contra él, le golpeó la cabeza con el estuche del juego que tenía enfrente y lo hundió en el suelo hasta las rodillas. Pasó lo mismo con la segunda partida: Naneferkaptah se la arrebató a Setne. Esta vez lo hundió hasta la altura del falo. De nuevo sucedió en la tercera partida: entonces lo hundió hasta las orejas. Después de esto, la situación de Setne era muy grave; se encontraba en manos de Naneferkaptah. Entonces Setne llamó a su hermano Inaros, su hermano de leche, y le dijo:

—¡Date prisa, sube a la tierra y corre a informar al Faraón de todo lo que me ha sucedido! ¡Y tráeme los amuletos de Ptah, mi padre, y mis libros de magia!

Inaros subió a la tierra en un santiamén y corrió a contar ante el Faraón todo lo que le había sucedido a Setne. Y el Faraón dijo:

—¡Llévale los amuletos de Ptah, su padre, y sus libros de magia!

Inaros se apresuró a bajar de nuevo a la tumba. Colocó los amuletos sobre el cuerpo de Setne, que en ese mismo instante salió disparado hacia el cielo. Entonces Setne alargó su mano hacia el Libro y lo tomó. Y, mientras Setne huía de la tumba con la luz ante él, sucedió que las tinieblas iban tomando el lugar que abandonaba, e Ihweret lloraba diciendo:

—¡Bienvenida, oh, Oscuridad! ¡Y que Horus te proteja, oh, Luz! Todo lo que había en esta tumba se desvanece…

Pero Naneferkaptah dijo a Ihweret:

—Que no se entristezca tu corazón. Haré que devuelva el Libro, aunque tenga que hacerlo con una horca en la mano y un brasero encendido sobre su cabeza18.

Setne salió de la tumba y la dejó bien cerrada, tal como la había encontrado. Entonces Setne fue ante la presencia del Faraón y le contó todo lo sucedido a causa del Libro. Pero el Faraón le dijo:

—Devuelve humildemente este Libro a la tumba de Naneferkaptah, o te lo hará retornar, aunque sea con una horca en la mano y un brasero encendido sobre tu cabeza.

Pero Setne no le escuchó. Porque Setne no tenía otra cosa que hacer que desenrollar el Libro y recitar su contenido ante todos los presentes19.

Tiempo después de estos hechos, Setne se encontraba paseando por la avenida principal del templo de Ptah, cuando de repente vio una mujer preciosa como nunca había habido otra. Era muy hermosa y lucía muchas joyas de oro. Iban tras ella varias doncellas y un par de hombres de la casa a su servicio. Desde el momento en que Setne tuvo esa visión, no sabía en qué lugar se encontraba. Ordenó llamar a su sirviente y le dijo:

—¡Aprisa, ve al lugar donde se halla esta mujer y averigua qué es lo que ha venido a hacer aquí!

El joven sirviente se apresuró hasta el lugar en que se encontraba la mujer, llamó la atención de una de las doncellas que iban tras su séquito y le preguntó:

—¿Quién es esta mujer?

Y ella contestó:

—Ella es Tabúbue20, la hija del sacerdote de Bastet, señora de Ankhtawy. Ha venido hasta aquí para orar ante Ptah, el gran dios.

El sirviente regresó a donde se encontraba Setne y le contó todo lo que le habían dicho. Y Setne ordenó al sirviente:

—Ve y dile a la sirvienta que es Setne Khaemwaset, el hijo del Faraón Usermaatre, quien me ha ordenado decirte: «Te daré diez piezas de oro si accedes a pasar una hora conmigo. ¿O es que tal vez te preocupa hacer lo no conveniente? Si es así no te preocupes, pues haré que seas llevada a un lugar oculto donde nadie en la tierra podrá encontrarte».

El sirviente partió hacia el lugar donde se hallaba Tabúbue, llamó a la doncella y habló con ella. De repente la criada cacareó alguna cosa, como si considerase que lo que había sido propuesto fuera un insulto.

Entonces Tabúbue se dirigió al sirviente diciendo:

—¡Deja de dirigirte a esta sirvienta inmunda y ven a hablar conmigo!

El sirviente se apresuró a ir hasta donde se encontraba Tabúbue y repitió:

—Te daré diez piezas de oro si accedes a pasar una hora con Setne Khaemwaset, el hijo del Faraón Usermaatre. ¿Te preocupa acaso hacer lo no conveniente? No te preocupes, pues hará que seas llevada a un lugar oculto donde nadie en la tierra podrá encontrarte.

Tabúbue respondió:

—¡Regresa y hazle saber a Setne que no soy una cualquiera, sino una sacerdotisa! Si lo que realmente quieres es yacer conmigo, deberás venir a mi casa, al Bubasteion21. Allí hay todo lo necesario. ¡Si de verdad quieres yacer conmigo, tiene que ser en un lugar donde nadie pueda descubrirme haciendo de ramera a la vista de todos!

El sirviente regresó con Setne y le contó absolutamente todo lo que ella le había dicho. Y él exclamó:

—¡Eso es!

Sin embargo, todos los que se encontraban cerca de él se indignaron.

Setne mandó que le trajeran un bote, embarcó en él y se dirigió a toda prisa al Bubasteion. Llegó al oeste de la zona cultivada y se encontró con una casa muy alta rodeada por un muro. En la parte norte había un jardín y, delante de la puerta, una escalinata. Setne preguntó: