Deseos imposibles - Allison Leigh - E-Book
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Deseos imposibles E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Cuando la hermana de Mallory Keegan falleció en el parto de su hija, la apenada doctora se juró que no descansaría hasta encontrar al padre de la niña. Mallory no podía imaginar que su larga búsqueda la llevaría hasta Weaver y al más misterioso de sus vecinos, Ryan Clay, un hombre perturbador que no parecía el padre más adecuado para Chloe, y que provocó en ella unos deseos inconfesables.Ryan había llevado una vida de secretos, aunque su experiencia como agente secreto no impidió que se llevara una gran sorpresa al saber que era padre. Pero se sorprendió aún más al descubrir que adoraba a Chloe y que sentía algo profundamente intenso por su atractiva tía.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Allison Lee Johnson. Todos los derechos reservados. DESEOS IMPOSIBLES, N.º 1871 - noviembre 2010 Título original: A Weaver Holiday Homecoming Publicada originalmente por Silhouette®Books. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9269-8 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

Prólogo

STA misión no se parece a ninguna de las que has cumplido hasta ahora; a ninguna de las que hemos cumplido.

El hombre, de cabello canoso, lo miró por encima de la mesa y añadió:

—Hasta hay menos garantías de lo habitual.

El pub donde se encontraban estaba abarrotado, pero nadie demostraba interés en lo que hacía o decía el resto de los clientes. La gente no iba a aquel local para que la vieran, sino para todo lo contrario: para no llamar la atención.

Era un lugar perfecto para las reuniones de Ryan Clay y su jefe, Cole.

Como Cole parecía estar esperando algún tipo de respuesta, Ryan lo miró, giró lentamente su vaso sobre la marca de humedad que había dejado en la mesa y dijo:

—Descuida. Me las arreglaré.

—No va a ser fácil —le advirtió.

A Ryan le pareció una advertencia innecesaria. Las misiones de la agencia no eran fáciles nunca; para ninguno de los agentes que estaban en la nómina ultrasecreta de Hollins Winword, entre los que había varios familiares del propio Ryan.

De hecho, su interés por la misión que Coleman Black le había resumido se debía precisamente a ese último factor. La organización de delincuentes en la que se iba a infiltrar estaba destruyendo su familia.

—Me las arreglaré —insistió.

Ryan habló con tono de impaciencia, porque era evidente que su jefe no le habría encargado ese trabajo de no haber estado completamente convencido de su capacidad.

Coleman Black era un hombre muy duro, pero también práctico. Sabía que los agentes buenos eran difíciles de encontrar y, en consecuencia, detestaba perderlos.

Además, cuando un agente llegaba al nivel de Ryan dentro de la organización, ya no tenía la obligación de aceptar todos los encargos; podía rechazar los que considerara oportunos sin que nadie se lo echara en cara.

Pero nadie los rechazaba. Nunca.

Ryan volvió a mirar a su jefe y declaró:

—Empecemos de una vez, Cole.

Coleman lo observó durante un momento, como calculando su determinación. Después, asintió y se echó hacia delante.

Sólo entonces, empezaron a hablar en serio.

Capítulo 1

Cinco años después

No podía con ello.

Ryan Clay contempló la oscuridad de su taza de café y deseó que fuera whisky, aunque había dejado de beber un año antes.

Pensó en sus posibles vías de escape y llegó a la conclusión de que la forma más fácil de huir era desaparecer, simplemente. Otra vez.

Ya le había funcionado antes. Al menos, durante una temporada.

Por supuesto, todavía se sentía culpable por haber permitido que sus seres queridos creyeran lo peor, pero su sentimiento de culpabilidad estaba fuera de lugar. Puestos a elegir entre permitir que supieran la verdad y dejar que lo creyeran muerto o desaparecido en el cumplimiento del deber, la segunda opción era la única aceptable.

Porque también era la única que estaba a la altura de las expectativas de los Clay.

En su familia se habrían llevado una decepción enorme si hubieran sabido que abandonaba una misión sin haberla terminado y que la abandonaba con las manos manchadas de sangre.

Pero en las justificaciones de Ryan había algo que fallaba. Si no quería disgustar a su familia, no habría vuelto; se habría quedado donde estaba, en un rincón apartado del mundo, entre seres tan desgraciados como él.

Se miró el talón de la bota, que había apoyado en la barandilla de metal de la barra del bar, y alzó la taza de café para echar otro trago.

Tabby Taggart, la camarera, se detuvo ante él con la jarra de cristal de la cafetera y le ofreció un poco más.

—¿Seguro que no quieres que te la rellene? — preguntó—. Hace una hora que das vueltas y más vueltas a esa taza de café, Ryan. Se te habrá quedado frío.

Era verdad.

Se le había quedado frío.

Y estaba tan amargo como su propio humor.

—No, gracias— contestó.

Tabby todavía estudiaba en el instituto la última vez que se encontraron. Desde entonces había pasado tanto tiempo que ya había terminado la carrera, pero Ryan tenía treinta y siete años de edad y la seguía viendo como una jovencita, como si no hubiera cambiado nada.

Por lo que sabía, estaba esperando a conseguir un empleo en un museo de Italia; entre tanto, se dedicaba a servir mesas en el restaurante Ruby, que tampoco había cambiado mucho desde que la madre de Ryan se había mudado a la pequeña localidad de Weaver, en Wyoming, cuando él sólo tenía nueve años.

Los taburetes de acero cromado de la barra seguían con el mismo almohadillado rojo de siempre; los apartados del establecimiento seguían tan llenos de gente como siempre; y el menú más popular, que no estaba precisamente en la carta, era también el mismo de siempre, el de toda la vida: el cotilleo.

Ryan imaginó lo que dirían las lenguas maliciosas cuando lo vieran allí, en el restaurante.

Sobre todo, porque estaba solo. Otra vez.

Igual que lo había estado la noche anterior en Colbys. Y la anterior de la anterior.

Por si eso fuera poco, también podían elucubrar con un detalle que hacía más sospechosa su presencia: en lugar de alojarse en casa de sus padres o en la de cualquiera de sus muchos familiares, dormía en un motel.

En ese momento sintió una punzada en la sien y cerró los ojos, intentando bloquear el tintineo de los cubiertos contra la vajilla blanca, los villancicos que sonaban de fondo y las conversaciones de la clientela, que en su mayoría versaban sobre las fiestas del pueblo, para las que faltaba poco, o sobre las andanzas de tal o cual persona.

En otra época, Ryan habría podido desconectarse con facilidad y concentrarse en un solo pensamiento, en una sola cuestión o en un solo objetivo.

Pero las cosas habían cambiado.

—Hola, Chloe...

Al oír la voz animada de Tabby, Ryan abrió losojos y volvió a mirar el líquido de su taza. Era vagamente consciente de la niña de cabello oscuro que se había acercado a la barra y se había detenido a un par de metros de él; hasta entonces, había estado sentada en uno de los apartados del restaurante en compañía de una anciana pequeña y de aspecto frágil que tenía el cabello blanco y muy rizado.

—La abuela y yo queremos llevarle a mamá una porción de tarta —dijo la niña.

—¿Qué tarta quieres?

La niña señaló una de las tartas que estaban en la barra, dentro de un expositor de cristal decorado con cintas plateadas y rojas, y contestó:

—Ésa —contestó Chloe.

—Ahora mismo corto una porción y te la envuelvo.

Mientras Tabby sacaba la tarta, la niña lanzó una mirada a Ryan y le explicó, como si él hubiera mostrado algún interés, por qué había elegido la tarta de pacana en concreto y no otra.

—Es que a mi madre no le gusta la de calabaza. Va a ser una sorpresa...

Él hizo un esfuerzo y respondió con una sonrisa que esperaba que no la asustara. Ya había asustado a demasiadas niñas a lo largo de su vida. Además, aquélla le pareció encantadora; iba vestida enteramente de morado, sin más excepción que sus botitas para la nieve, de color verde lima.

—Si a tu madre le gusta esa tarta, seguro que también le gustan los rollitos de canela que hacen aquí —dijo él—. Sé que les echan mucha pacana...

Ryan no supo por qué se molestó en dar explicaciones a la niña, pero él fue el primer sorprendido.

—La doctora Keegan ya se ha dado cuenta de eso —afirmó Tabby, mientras guardaba la porción de tarta en una cajita de color rosa—. Creo que los rollitos de canela le gustan casi tanto como a ti.

Tabby le dio la cajita a la niña con una sonrisa.

Chloe volvió a mirar a Ryan y se fijó en que sólo se estaba tomando una taza de café.

—¿No tienes hambre? —le preguntó.

—No.

—Aún queda tarta —observó la pequeña, señalando el expositor.

Ryan empezaba a arrepentirse de haber dado conversación a la niña. No estaba de humor para hablar con nadie, pero le dedicó otra sonrisa en un intento de resultar simpático que, a juzgar por la expresión de Chloe, fracasó miserablemente.

Tabby decidió intervenir nuevamente para romper el silencio antes de que se volviera incómodo.

—¿Dices que la tarta es una sorpresa para tu madre?

La niña asintió y sacó unos cuantos billetes arrugados y un poco de calderilla del bolsillo de sus pantalones.

A continuación, contó con mucho cuidado los billetes de dólar y añadió las monedas que faltaban.

—Sí —respondió—. Mi madre tiene que trabajar hasta los sábados... así que la abuela y yo hemos salido a hacer las compras de Navidad.

Tabby se apoyó en la barra.

—¿Y adónde habéis ido? —preguntó con interés.

—Oh, a muchos sitios —declaró la niña, que cambió el peso del cuerpo de un pie a otro—. Pero la tienda que me ha gustado más es la de Braden. Le hecomprado el regalo a mi madre y aún me ha sobrado dinero de mi paga.

Chloe volvió a mirar a Ryan y añadió:

—La gano por limpiar el polvo y todas las semanas ahorro lo que me dan. Aunque no he ahorrado mucho; no tenía suficiente para comprar el regalo de mi madre y el videojuego que yo quería,La princesa morada... en una tienda normal costaría cincuenta dólares, pero en la de segunda mano, vale veinte.

—Bueno, sólo faltan tres semanas para Navidad —le recordó Ryan—. Podrías poner ese videojuego en tu carta a Papá Noel.

—Normalmente no haría falta porque mi cumpleaños es dentro de poco —dijo la niña, que les informó de su edad enseñándoles siete dedos—; pero mi madre dice que cincuenta dólares es demasiado caro... De todas formas, voy a tener mi propia fiesta y he invitado a mis amigos. Es la primera vez que tengo una fiesta de cumpleaños.

La anciana de cabello blanco que había estado con la niña en uno de los apartados del local, se levantó de su asiento, caminó hacia la puerta y dijo:

—Chloe, cariño, llevamos mucho tiempo afuera y supongo que tu madre te echará de menos. Tenemos que marcharnos.

—Ya voy, abuela... —dijo la niña, cargada con su porción de tarta—. Muchas gracias, Tabby. Ah, y encantada de conocerlo, señor... por cierto, me parece que se le ha caído algo al suelo.

La niña corrió hacia su abuela y la acompañó al exterior del establecimiento. Ryan frunció el ceño, volvió a mirar su taza de café frío, se lo pagó a Tabbyy se levantó del taburete. Estaba harto de oír el tinti

neo de los cubiertos y los villancicos.

—Hasta luego, Tab.

La camarera, que estaba sirviendo en ese momento a otro cliente, se despidió de él sacudiendo una mano.

Justo entonces, cuando Ryan fue a recoger la chaqueta que había dejado en el taburete de al lado, vio un billete de un dólar en el suelo.

Lo miró durante unos segundos y tuvo la certeza absoluta de que no se le había caído a él. La tuvo porque todos los billetes que llevaba eran de veinte dólares.

Sólo cabía una explicación: que fuera de la niña de cabello castaño y ojos azules. Por eso le había dicho que se le había caído algo al suelo. Lo había tirado ella.

Se frotó la mandíbula, notó su barba de varios días y adivinó lo que había sucedido. Tenía tan mal aspecto que la inocente pequeña lo había tomado por un vagabundo y había querido ayudarlo de un modo increíblemente elegante, arrojando el billete al suelo para decirle después que se le había caído a él.

Maldijo para sus adentros, recogió el billete y se giró hacia la camarera.

—Tabby... ¿qué sabes de esa niña, Chloe?

Tabby se encogió de hombros y se secó las manos con un trapo.

—Es la hija de Mallory Keegan, la obstetra que sustituye al doctor Yarnell, que está de vacaciones...

—¿Dónde tiene la consulta?

—En la calle Sycamore —respondió.

Ryan reconoció el nombre de la calle, pero no elapellido Yarnell. Todavía se acordaba de la época en la que su madre era el único médico de la zona; ahora dirigía el hospital Weaver, y la localidad había crecido tanto que necesitaba de una obstetra suplente para que hiciera el trabajo de un doctor que se había marchado a disfrutar de unas largas vacaciones.

Por lo visto, algunas cosas habían cambiado mucho.

—Gracias, Tabby.

Se puso la chaqueta y se marchó.

La tarde era fría y el cielo estaba cubierto de nubes grises que amenazaban lluvia.

Miró hacia un lado y vio la oficina del sheriff, que durante mucho tiempo había sido la de su padre. Se había jubilado unos años antes, precisamente cuando a Ryan lo declararon desaparecido en acción; pero a pesar de ello, se acordaba de él cada vez que miraba el edificio de ladrillo.

Más tarde, cuando volvió de entre los muertos, descubrió que sus padres y el resto de sus familiares ya habían superado su supuesta pérdida y que vivían felices.

Al verlo vivo y coleando, se lo tomaron como un milagro.

Pero Ryan se sentía muerto por dentro.

No había ningún milagro en su vuelta.

No había ningún honor.

Sacó un cigarrillo del paquete de tabaco, lo encendió, se giró hacia la dirección contraria de la calle y se subió el cuello de la chaqueta.

Sycamore sólo estaba dos calles más abajo de Main, pero era una calle muy larga y desconocía el número de la consulta del médico; podía estar cercade allí, del casco antiguo de Weaver, o en la parte nueva de la localidad, que había crecido con un sinfín de torres de pisos, supermercados y tiendas durante sus años de ausencia.

Definitivamente, algunas cosas habían cambiado y algunas, no.

Pero Ryan estaba seguro de que encontraría a la pequeña Chloe Keegan antes de que el sol se pusiera.

A fin de cuentas, había dedicado tres años de su vida a rescatar a jovencitas no mucho mayores que Chloe e impedir que las vendieran al mejor postor, aunque con tantos fracasos como éxitos. Lo último que su conciencia necesitaba en ese momento era el peso añadido de una niña encantadora con un corazón enorme.

—¡Mamá!

Mallory Keegan alzó la cabeza para mirar a su hija y se pegó un golpe contra la parte interior del armario en el que se había metido. Pero eso no fue lo peor; con el susto, dejó caer la llave inglesa que tenía en la mano y el artefacto golpeó la tubería que goteaba y que acababa de arreglar.

Maldijo en voz baja e intentó bloquear el chorro de agua que surgió de la tubería, empapándole la cara, mientras intentaba salir.

—¡Estoy arriba! —gritó a la pequeña.

Mallory se giró hacia el toallero del baño, se secó la cara y lanzó la toalla al chorro, pequeño pero muy copioso.

Ella era obstetra, no fontanera.

Y no sabía arreglar cañerías.

Pero andaba tan corta de presupuesto, sobre todo con el cumpleaños de Chloe y las Navidades a la vuelta de la esquina, que se había animado a intentar arreglarla y evitarse otra factura.

Oyó los pasos Chloe en la escalera y supo que tardaría poco en aparecer. En otras circunstancias se habría levantado para recibirla, pero estaba tan cansada que se sentó en el suelo y se limitó a esperar.

Había tenido un día largo y duro en la consulta, con un aborto a una jovencita y una cesárea imprevista a una madre que esperaba su tercer hijo.

Chloe entró en el cuarto de baño, sosteniendo una cajita de color rosa. Sus botas resbalaron un poco en el suelo, que seguía húmedo porque Mallory no había conseguido secarlo.

En cuanto vio a su sonriente hija, se sintió más animada. Extendió los brazos hacia ella y la niña se apretó contra su cuerpo, borrando cualquier resto de frustración.

—¿Hoy has traído algún niño al mundo?

Mallory rió suavemente.

—Sí, he traído a uno —respondió.

Mallory se fijó en la cajita de su hija y añadió:

—¿Qué es eso?

Chloe se apartó de ella y se asomó al interior del armario.

—Una porción de tarta. ¿Ya has arreglado la tubería?

—No, pero no quites la...

La advertencia de Mallory llegó demasiado tarde. Iba a decir que no quitara la toalla de donde la había puesto, pero la curiosidad de la niña fue más rápida ytuvo la consecuencia imaginable: el chorro de agua le dio en la cara de lleno.

Chloe gritó y retrocedió a toda prisa.

Nunca le había gustado el agua. Toleraba los baños si no le quedaba otro remedio, pero odiaba nadar y ni siquiera se atrevía a chapotear en un arroyo, aunque estuvieran en verano e hiciera mucho calor.

Sin embargo, Mallory no había separado a Chloe de su familia de Nueva York ni la había llevado a una pequeña localidad de Wyoming porque tuviera miedo del agua. Tenía motivos más importantes.

Alcanzó otra toalla y se la dio.

—Toma, sécate.

Mientras Chloe se secaba, Mallory volvió a poner la toalla mojada en la tubería rota.

—Me temo que tendremos que llamar a alguien que sepa arreglar tuberías —continuó—. Yo no puedo hacer nada más.

Sacó a la pequeña del cuarto de baño y la llevó hacia la escalera. Por el camino, echó un vistazo a la generosa porción de tarta que había en la cajita y se relamió. Entre el trabajo en el hospital y el asunto de la tubería, había estado tan ocupada que no había tenido tiempo para comer.

—Tiene un aspecto delicioso...

Se inclinó sobre su hija y le dio un beso en la cabeza. Cuando bajaron al piso inferior, se dirigieron a la cocina.

Su abuela estaba allí.

—Gracias por la tarta —dijo Mallory.

—Dáselas a ella. La ha pagado con su dinero — contestó Kathleen con su fuerte acento.

Kathleen Keegan llevaba casi veinte años en losEstados Unidos, pero tenía el mismo acento irlandés que al principio.

Mallory dejó la tarta en la encimera y sacó un tenedor del cajón.

—¿Os habéis divertido de compras? —preguntó.

El interés de Mallory era real. Kathleen era famosa por encontrar gangas increíbles en los lugares más insospechados.

—Bueno...

Chloe y Kathleen intercambiaron una mirada de complicidad. Mallory, que ya se disponía a comerse el primer pedazo de tarta, se dio cuenta.

—¿Se puede saber qué habéis comprado?

—Oh, nada. Nada de nada —respondió Chloe con voz inocente—. Pero he visto el videojuego que me quería comprar y sólo vale veinte dólares.

Mallory intentó no sonreír y contuvo un gemido de satisfacción cuando probó la tarta de pacana. Su hija adoraba los videojuegos, pero estaban tan caros que generalmente no se los podía permitir.

—Y si es tan barato, ¿por qué no lo has comprado? Sé que llevabas más de veinte dólares encima cuando la abuela y tú habéis salido por la mañana.

En el fondo, Mallory se alegró de que su hija no hubiera comprado el videojuego. Si lo hubiera hecho, ella habría tenido que devolver el que había comprado unos días antes como regalo de cumpleaños.

Chloe volvió a mirar a su abuela y se ruborizó.

—Yo... esto... tengo que ir al cuarto de baño.

La pequeña salió corriendo de la cocina.

Mallory miró a Kathleen y preguntó:

—¿Qué esta pasando aquí?

—A mí no me preguntes, niña —contestó su abuela—. Si crees que te voy a contar los secretos de Chloe,

estás lista.

Mallory sonrió de oreja a oreja.

—Ah, comprendo... habéis ido a comprar los regalos de Navidad.

Kathleen no dijo nada. Se limitó a sonreír.

—Pues hablando de regalos, no me vendría nada mal que me regalaran un fontanero —continuó Mallory—. No he conseguido arreglar esa tubería.

—¿Por qué no llamas a la doctora Clay y le pides que te recomiende alguno?

Mallory se mordió el labio inferior. La idea de recurrir a Rebecca Clay no le agradaba demasiado; y no solamente porque sospechara que era quien la había recomendado para el trabajo en el hospital, sino porque estaban allí gracias a ella.

Pero Rebecca Clay no era el motivo por el que seis semanas antes habían llegado a Weaver. Rebecca se había limitado a facilitarles la mudanza.

El motivo era la niña cuyos pasos sonaban en ese momento en el piso superior.

El motivo era Chloe.

Mallory se angustió tanto que se le quitó el hambre de repente. Guardó el resto de la tarta y dejó el tenedor en la pila.

—Ya encontraré a alguien —murmuró.

Salió de la cocina y se dirigió a la parte trasera de la casa. Pero justo entonces, sonó el timbre de la puerta principal.

Su subió las mangas del jersey, que seguían mojadas por la fuga de la tubería, y abrió la pesada puerta de la casa sin la cautela que habría tenido en su antiguo piso de Nueva York.

Se encontró delante de un hombre alto, de espaldas anchas.

De un hombre de cabello oscuro, revuelto, y barba de dos días.

De un hombre cuyos ojos azules le resultaron muy familiares.

Tan familiares, que se quedó helada.

No estaba preparada para hablar con él. Había imaginado muchas veces el encuentro, porque sus planes exigían que lo conociera en persona. Pero al verlo allí, en la puerta de la casa, se quedó sin habla.

Él frunció el ceño y la miró con interés.

—¿La doctora Keegan? —preguntó con voz profunda.

Ella tragó saliva y asintió.

Él la miró con más intensidad y le estrechó la mano.

—Encantado de conocerla —dijo—. Soy Ryan Clay.

Mallory sostuvo su mano unos segundos más de lo normal, como si no fuera capaz de despegarse de él.

El contacto de su piel la estremeció a pesar del tiempo transcurrido.

Y aquel estremecimiento no tenía nada que ver con las palabras que estaba a punto de pronunciar, porque Mallory sabía lo que iba a decir.

—He venido por su hija.

Capítulo 2

IENTRAS observaba a la doctora Keegan, Ryan Clay tuvo la impresión de estar viendo un fantasma.

Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, con unos ojos muy peculiares, de un color miel que resultaba extrañamente translúcido.

Y no sólo translúcido, sino también familiar.

A Ryan le pareció muy extraño. Estaba seguro de que no se habían visto antes, de que no se conocían de nada.

—¿Por mi hija? —preguntó ella.

La voz de Mallory sonó tan débil que Ryan habría sospechado algo en otras circunstancias, pero achacó su reacción al hecho de encontrarse con un desconocido en la puerta de su casa.

Aun así, supo que aquella mujer ocultaba algo. Se llevó una mano al bolsillo, sacó el billete dedólar que Chloe había tirado al suelo del restaurante y un sobre.

—He venido a devolverle su dinero y a darle esto.

La doctora se humedeció los labios con la lengua, captando la atención de Ryan. Pero no era necesario; ya se había fijado en sus labios grandes, sonrosados y de aspecto suave.

Mallory tomó el sobre, que se arrugó un poco bajo sus dedos.

Ryan volvió a pensar que la conocía de algo.