Diálogo - Peter Handke - E-Book

Diálogo E-Book

Peter Handke

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Texto dramático que puede leerse como prosa o prosa que puede llevarse al teatro, "Diálogo" se estrenó en el Burgtheater de Viena en 2022. Imaginemos a dos actores, como Bruno Ganz y Otto Sanders, a quienes está dedicado el libro, ambos ángeles en la célebre película "El Cielo sobre Berlín", dos hombres ya mayores, amigos, cómplices, dialogando sobre la fuerza y la actualidad del teatro, sobre el hecho de envejecer, sobre los recuerdos y las vivencias que dejan una huella indeleble en la memoria... Texto rítmico, en la línea del último Handke, que rehúye las lecturas cómodas y uniformes; larga conversación, construida con una riqueza textual prodigiosa, que se abre paso mediante imágenes reveladoras, relatos del pasado y referencias a la propia obra, a la cultura popular y a la alta cultura. Y también, entre juegos de palabras y evocaciones evanescentes, hay espacio en "Diálogo" para la reflexión histórica y política, a propósito del relato espurio con que trató de nublarse la adhesión al Tercer Reich de los abuelos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 48

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Peter Handke

Diálogo

Traducido del alemán por Núria Molines Galarza

Para Otto Sander y Bruno Ganz

Basta de mirar al vacío.

Ni hablar del vacío. O sí. Pero en el intermedio se ha habitado. Diría: está concurrido. Aunque se toma su tiempo. Pero ¿qué clase de impulso, de salida a escena habrá, ahora y ahora? El mundo —bueno, o yo— no ha visto, en ningún momento, en ningún lugar, ni una concurrencia ni una escena como esta. Por lo demás, tú también has contemplado todo este tiempo el vacío, salvo ese par de veces en las que caíste en la contemplación. Una vez hasta pestañeaste, como si le guiñaras el ojo a alguien invisible. Singular majadero ante su singular humilladero.

A decir verdad, viejo amigo: vaya par de majaderos estamos hechos, cada cual a su manera. Tú, que aún esperas un levantamiento popular jamás soñado y aquí servidor, que les guiña un ojo a sus ancestros en sus ensoñaciones, por no decir a sus antepasados, y, en las ensoñaciones del presente, a uno solo, al único que le acompañó en vida: a mi abuelo.

Pero ¿acaso no hace mucho que murió?

Sí. ¿Y?

Pues también es verdad. Y bien que está: hala, volvamos a hacernos los majaderos.

Sí, venga. Arr. La Paloma.

Pero primero hablo yo. Alerta, relato. Un poco de paciencia para el relato, por favor. ¡Y luego mientras relate! Que yo, ya desde pequeño, esperase que un escenario vacío se fuese habitando como por arte de magia, fue por algo así: de niños, al menos una vez al año, éramos espectadores de teatro. Íbamos en horas de clase y, por lo general, las funciones eran en el mismo colegio, en el pabellón de gimnasia o donde fuera, y los actores pertenecían a una compañía itinerante de las que recorren el país, pueblo a pueblo. Con o sin proscenio, con o sin telón, cada vez era como si viésemos la obra y se hubiese levantado el telón. Para nosotros, que éramos niños, poco importaba qué se representase, bastante emocionante era ya. Para mí, otra cosa emocionante, desde luego —y ahora hablaré de ello—, era, como niño aislado, como niño que ya no formaba parte, o eso me parecía, del grupo de los niños, sino que estaba en singular, que, en quizá la única visita organizada a la ciudad con el colegio fuésemos al edificio en sí, al lugar oficialmente destinado para las obras de teatro. Y esa otra cosa que me emocionaba, una emoción expectante y hasta hoy insatisfecha, no era ver a los actores actuar, sino, solamente, el decorado. Se representaba una obra infantil y el decorado, siendo la historia siempre la misma, era el típico que se hallaba en un teatro infantil de los de entonces. La obra la he olvidado, pero el decorado, no. Lo veo, lo tengo delante, ahí en el vacío. Había, hay una casa al fondo del escenario y en mi imaginación he esperado, mi yo de niño, de principio a fin de la obra, para que la puerta de la casa se abra y salga una persona, una persona extraordinaria, alguien que yo jamás he visto , que salga y venga hacia mí, no, hacia nosotros, los espectadores. Ahora la puerta de la historia lleva tiempo cerrada. Y esa casa, con su puerta y ventanas, unas pocas, para mí era una casa real. Parecía, parece habitada, con luz en las ventanas, extrañamente tranquila, todas las ventanas igual. La espera de una sombra por fin allí adentro. Pero no apareció en aquel momento ninguna sombra humana, ni una, y tampoco se proyecta ahora. Al fin y al cabo no es un teatro de sombras lo que espero en la ventana de allá detrás y tampoco una sombra aislada. Y sin embargo espero, ¡ay si espero! Espero que, en aquella casa del teatro, salten por los aires los antiguos, los destartalados cachivaches, se abran de golpe todas las puertas y ventanas y… y… y…

¿… que sea algo serio?

… Sí, por fin serio. Recientemente serio. Y, sin embargo —ay, otra vez sin embargo, mira que te gusta el «sin embargo»— un juego, un juego serio, la seriedad hecha juego. No hay seriedad más seria que la del juego serio, todo serio, lo más serio de lo serio, lo más lúdico de todo lo serio, lo más juguetón. ¿Y cómo lo sé? ¡Lo huelo!

Juguemos de nuevo. ¡Arena ardiente y caliente del desierto!

¡Sí, pista libre!

Mi abuelo era de natural juguetón. Pero ese juego del abuelo quizá no era, pensándolo en retrospectiva y, quizá por primera vez, mirándolo cara a cara, lo suyo. Claro que de buena gana se unía, se dejaba enredar, participaba, incluso se divertía jugando con nosotros. Claro que, como jugador, estaba siempre ahí, si bien, al mismo tiempo, mera marioneta. Daba vueltas con nosotros, la familia, los nietos, cada vez, con pulsar un botón, y ahora se lo noto en la cara, en los ojos: sus vueltas, sus giros, eran intrínsecamente diferentes. Su juego principal era completamente distinto. Mi abuelo se volvió de otra manera distinta a la de todas las fotografías supervivientes de abuelos, y no de otro modo completamente distinto, en la dirección diametralmente contraria, y no en otra, en más direcciones contrarias, donde fuera. Si echo la vista atrás y pienso en él, el juego del abuelo se vuelve dudoso a lo largo del año. Y también en un sentido positivo. Pues en ese juego no hay nada que comprender, nada que desarmar, nada que analizar, ni siquiera que abolir. Mi culto a los antepasados es un juego primigenio, primitivo. Idealizar a los antepasados es parte de la materia; es objeto. Preguntarme por ello en relación con otros «nietos», tanto de mi tierra como de otros lares, de mi generación o de una futura, me permite, al relativizar e incluso al establecer relaciones, aquí y allá, de vez en vez, adivinar algo parecido a un par de rasgos esenciales de un drama completamente imposible de escribir, a menos que, por lo demás, regresara Friedrich Schiller.

¿Adivinar? ¿Antepadivinar?