Ensayo sobre el Lugar Silencioso - Peter Handke - E-Book

Ensayo sobre el Lugar Silencioso E-Book

Peter Handke

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Beschreibung

Peter Handke, Premio Nobel de Literatura 2019 El Lugar Silencioso al que se refiere Peter Handke es el cuarto de baño. Medita sobre esos lugares, alejados de las masas y el ruido, de los que Handke ha descubierto a lo largo de su vida que tienen un carácter protector, además de animar a la reflexión, sin importar el lugar o continente en el que se hallen. Tras recordar la novela "Las estrellas miran hacia abajo", de A. J. Cronin, en la que un personaje busca siempre refugio en dichos cuartos, Handke nos habla del Lugar Silencioso de su infancia en el internado en el que estudió y en la granja familiar en Carintia, de una estación de trenes en la que pasó una noche, de un parque portugués, de un templo budista en Japón al igual que Tanizaki en "El elogio de la sombra"... Lugares de libertad y soledad, de encuentros imprevistos, donde uno puede escucharse a sí mismo, auscultarse, esconderse, divagar, imaginar, pensar, reflexionar, recordar, observar..., sentirse seguro, casi invulnerable, donde puede hacerse realidad el espíritu de la escritura. En la línea de libros que le encumbraron, como "Ensayo sobre el cansancio" o "Ensayo sobre el jukebox", Peter Handke persigue en "El ensayo sobre el Lugar Silencioso" su exploración literaria de lo cotidiano, del recuerdo, la identidad, la ausencia, la propia presencia en una fecha y lugar determinado...Hace arte del hablar de algo de lo que todo el mundo se mofa en un texto tan sorprendente como seductor."La literatura alemana es inconcebible sin Peter Handke."Die Zeit "Sin lugar a dudas uno de los mejores ejemplos de postmodernismo (...)La prosa de Handke pone continua y magníficamente a prueba nuestras convicciones sobre la naturaleza del arte y la realidad."The New York Times Book Review "El poder del arte de Peter Handke es hacernos sentir que estamos en el inicio de un nuevo inicio. Leyendo este último libro, sentimos la ligereza y la novedad de un exordio." Frankfurter Allgemeine Zeitung

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Seitenzahl: 93

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Peter Handke

Ensayo sobreel Lugar Silencioso

Traducido del alemán por Eustaquio Barjau

Índice

Ensayo sobre el Lugar Silencioso

Créditos

ENSAYO SOBRE EL LUGAR SILENCIOSO

HACE MUCHO TIEMPO, leí una novela del escritor inglés A. J. —«Archibald Joseph», si no me equivoco— Cronin, en una traducción alemana que llevaba por título Las estrellas miran hacia abajo. Era un libro bastante gordo, pero ni el autor ni su historia, que en aquel momento me llegó del todo y me entusiasmó, son el motivo por el cual ahora apenas pueda acordarme de unos pocos detalles. Lo que recuerdo de la novela, junto con las estrellas que miran continuamente desde arriba, es esto: una región minera de Inglaterra y la crónica de una familia de mineros que pasa hambre, una historia que alterna con la de unos propietarios adinerados («si no me equivoco»). Mucho más tarde, al ver la película de John Ford Qué verde era mi valle, como por arte de magia, en el buen sentido de la palabra, desfilaron ante mis ojos las imágenes de los rostros y los paisajes, de tal modo que, aunque yo lo sabía muy bien, no se trataba de una versión cinematográfica del How Green Was My Valley de Llewellyn, sino del The Stars Look Down de Cronin. Y esto que de esta epopeya de las estrellas que miran desde arriba sólo me ha quedado un único detalle. Pero éste me ha estado persiguiendo hasta el día de hoy y es además el que constituye el punto de partida de mis rodeos y mis circunvalaciones en torno al Lugar Silencioso1 y a los lugares silenciosos y, consecuentemente, a partir de aquel detalle tiene que empezar el ensayo sobre esta cuestión.

YA SEA EN MI memoria o en mi imaginación, aquel detalle cuenta lo siguiente: uno de los héroes de Las estrellas miran hacia abajo —me parece que son dos, y ambos niños, y luego adolescentes, hijos de una casa de gente rica uno y de una casa de gente pobre el otro— ha cogido la costumbre de ir al servicio, al retrete, sin tener necesidad de ello. Y además esto ocurre siempre que está harto —que se ha cansado— de la compañía de los otros, de los adultos, de la familia, siempre que aquélla se convierte para él en una carga, en una tortura. Se encierra en el retrete («como su nombre indica») para dejar de oír la cháchara y se queda allí por más tiempo del que es normal.

LA HISTORIA —¿O bien esto es ahora la narración de lo que cuenta la historia?— quiere que sea el descendiente de los ricos el que se siente atraído por el Lugar Silencioso y que este lugar esté lejos de todos los salones y estancias de la casa señorial, y que el muchacho no haga allí otra cosa que escuchar el silencio que allí reina. Y es bastante probable que no sea tanto la historia, la novela, como la narración de lo que ésta cuenta lo que haga ahora que el joven héroe, en el encierro y en la lejanía de los más próximos, tenga una imagen, y también un sentimiento, a la cual y al cual el libro debe su nombre: allí las estrellas lo miran desde arriba. Su Lugar Silencioso no tenía techo, estaba abierto al cielo.

TAMBIÉN PARA MÍ, aquí, el Lugar Silencioso tiene una historia, una historia que difiere en algunas cosas, pero comparable precisamente a la que, partiendo de aquélla, acabo de contar; una historia que, a la vista del lugar, que ni siquiera es «monótono», tiene una viva pluralidad. Esta historia es lo que yo, ahora, y no de un modo exhaustivo, quisiera intentar seguir, guardando un cierto paralelismo y con el contrapunto de esbozos de historias e imágenes que éste y aquél me han hecho llegar.

FUE EN EL UMBRAL entre la infancia y la adolescencia cuando el Lugar Silencioso empezó a significar algo para mí, algo más allá de lo acostumbrado y habitual. Cuando hoy, aquí, junto a mi mesa de trabajo, tan lejos de las regiones de la infancia como de la infancia misma, quiero evocar los váteres de después de la Segunda Guerra Mundial, en Berlín Este, en Niederschönhausen, luego en Pankow, y luego el retrete de la casa de mi abuelo, una casa de campesinos, al sur de Carintia, sólo me vienen a la mente unas cuantas imágenes —de la gran ciudad ni una—, y además, y sobre todo, yo no existo en ellas, ni como niño ni como ser humano; en ellas falta un yo, o falto yo mismo; estas imágenes carecen de ser.

SÓLO LO ACOSTUMBRADO: los fajos, más o menos gruesos, de periódicos, cortados convenientemente con la mano, agujereados y, sujetos por una cuerda, colgando de un clavo en la pared de tablas de madera, con la variante de que los recortes estaban escritos casi siempre en esloveno, del semanario Vestnik («El mensajero») al que estaba suscrito el abuelo. El pozo que, desde el agujero para sentarse, descendía verticalmente en dirección al estercolero, que formaba parte del establo del ganado que había abajo —¿o no será que llevaba más allá, a una especie de fosa séptica?—, con la particularidad de que aquel pozo era de una longitud inhabitual, o por lo menos al niño que era yo entonces se lo parecía, al encontrarse como se encontraba el retrete en el primer piso de una casa de campo que estaba en medio del pueblo, construida sobre una pendiente muy pronunciada, al estar al final de una larga galería de madera, en el paso de ésta al granero, a la vez parte o ángulo de éste, así como de la galería, sin que nada llamara la atención en absoluto, porque tenía el mismo color gris, debido a la intemperie, que las tablas de la galería y los tablones de la era, pasaba totalmente inadvertido como lugar especial, ni siquiera como cobertizo, y no digamos como «retrete», sobre todo porque en la puerta no estaba el corazón, que es más o menos habitual en el país, y además porque la puerta tampoco era reconocible como tal puerta, sólo aparecía como pared de tablas que sobresalía un poco entre la galería y la era; a los ojos de uno que no fuera del país podía ser tal vez el hueco donde se guardaban las herramientas de carpintería del abuelo. Sin embargo, raras veces había visitas en la casa; todo lo más, una vez al año, el representante regional de la Compañía General de Seguros, las «Assicurazioni Generali», y para éste, en el caso de que se hubieran producido daños por un incendio o por la caída de un rayo, un espacio como éste hubiera sido insignificante. Lo que, de un modo u otro, llamaba la atención era hasta qué punto aquel retrete rural estaba lejos de todo lo demás, en el día a día así como en las fiestas; era difícilmente imaginable que en el pueblo esloveno de Stara Vara, a diferencia de lo que ocurría en las pequeñas aldeas con mercado que había abajo, en el llano, la gente hiciera sus necesidades en público, como se ve por ejemplo en algunos cuadros holandeses del siglo XVII.

PERO AHORA, DE aquel Lugar Silencioso me llama la atención también algo especial: la luz que había en aquel pequeño cobertizo, incluso los dos tipos de luz (sin interruptor, naturalmente, y no sé cómo, por la noche, aquella familia de tantos miembros podía encontrar aquel lugar recorriendo la galería, oscura como estaba; ¿con una lámpara de petróleo?, ¿una linterna de mano?, ¿una vela?, ¿a tientas?): la primera de las luces, la de arriba, estaba, por decirlo así, donde debía estar —¿cómo llegaba a través de las hendiduras del cobertizo de madera?, no, el abuelo tenía la suficiente profesionalidad como para que, al armar aquel cobertizo, dejara espacio para aunque fuera una sola hendidura—, era una luz que más bien penetraba a través de la madera y desde la madera misma, como filtrada, puntiforme y atravesando los agujeros, que apenas tenían el tamaño del ojo de una aguja, de los puntos más o menos redondos que dejaba la rama del árbol, aserrada para convertirla en tablas, las cuales, en un medio seco como aquél, quedaban quizás más reducidas que el mismo tronco del árbol. Extraña luz indirecta aquella, como no la había en ninguna otra parte de la casa; indirecta, es decir, sin que hubiera ninguna ventana, y en cambio más material; una luz que te rodeaba —por la cual uno, en el Lugar Silencioso, se encontraba rodeado; ¿uno?, yo, ¿así que ya entonces estaba «yo» allí?

¿Y LA SEGUNDA DE las luces? La que, al mirar hacia abajo por el largo pozo vertical, había en el sector del montón de estiércol, como si dijéramos en las profundidades. Es ésta una luz que sube pozo arriba —por favor, no esperéis ningún «junto con el mal olor», ningún recuerdo de éste, ni hablar de tal cosa—; no sube hasta el que mira por el agujero, hasta «mí», sino todo lo más hasta media altura del pozo, no, ni siquiera hasta ahí, apenas llega hasta la altura de una brazada, y, concentrada allí abajo, es un brillo de una materialidad completamente distinta del brillo que rodea al que está arriba mirando, un brillo intensificado probablemente por el gran amarillo de la paja que, en aquella profundidad, se mezcla con el estiércol del ganado y que hace plásticas las paredes interiores del pozo, siguiendo la forma de éstas, el círculo: geometría viviente, natural. ¿Y por qué ahora, en relación con esto, me viene a la mente otra vez la anécdota del lugar que contaba mi madre en la que un niño, al presentarle al cura del pueblo un cesto de peras relucientes y bien formadas, hace esta observación: «Señor párroco, mis padres me mandan que le salude con estas peras del árbol de mierda de la casa»?

COMO SEA, Y SEA cual sea la razón: a diferencia del joven héroe de Las estrellas miran hacia abajo, yo, en mi infancia, no necesité ni una sola vez el váter como lugar para retirarme. De entonces, si tengo en la memoria el Lugar Silencioso, los Lugares Silenciosos, es sólo como observador, como mirón, justamente como mirón, como una especie de médium. Ni siquiera como silencioso ni como secreto ni como lo que fuera llegué a vivir yo aquel lugar: los ruidos, fueran los que fueran, no hacían ni hacen al caso. (Y no digamos los olores, algo extraño, o no.) ¿Mirón? ¿Estación de paso? Figura al margen, sin cuerpo, invisible; el lugar, vacío; sólo mirar, entonces como ahora.

LA PRIMERA VEZ QUE