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Por los pueblos (1981) clausura la tetralogía «Lento regreso» que inaugura la novela homónima (1979) y continúan, por este orden, La doctrina del Sainte-Victoire (1980) e Historia de niños (1981), todas ellas publicadas en esta colección. La obra culmina -en este caso en torno a la figura del personaje Gregor, que vuelve a casa de sus padres fallecidos para solucionar con su hermano y su hermana los asuntos de la herencia- el 'lento regreso' al 'hogar' que se inicia ya en la primera novela con el propio movimiento de autoexilio del geólogo Valentin Sorger. Los sentimientos encontrados que suscita, en este caso, el encuentro con los hermanos y todas las contradicciones que éste remueve -la familia, la contraposición entre el mundo del trabajo y el del pensamiento, el peso abrumador del hogar de la infancia...- provocan una catarsis en la que el autor apunta a una total renovación de la forma como vivir y contemplar la realidad.
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Seitenzahl: 129
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Peter Handke
Por los pueblos
Poema dramático
Traducción de Eustaquio Barjau
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Créditos
NOVA
GREGOR
LA ENCARGADA DE LA CASETA DE LA OBRA
HANS, hermano de Gregor
ANTON
}
Compañeros de trabajo de Hans
IGNAZ
ALBIN
SOPHIE, hermana de Gregor
VIEJA
UN NIÑO, hijo de Hans
Para los actores:
«Aquí estoy yo». Todos están en su derecho. Seguir actuando después de las palabras finales. Ironía interior.
Una lentitud tierna es el tempo de estos discursos.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Ecce homo
Rolling on the river...
CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL, Proud Mary
Gregor delante del telón. Llega Nova y señala a Gregor.
NOVA
No tenía oídos para el coro subterráneo de la nostalgia.
Hombre de ultramar, ciego para las gotas de sangre en la nieve.
Máscara de espectador sobre las mejillas, mano bajo manos cogidas en barras para aguantarse.
Caminante sin sombra –¡señor del Norte, del Sur, del Este y del Oeste!–. Pero ahora ya no sé más.
GREGOR
Mi hermano me ha escrito una carta. Habla de dinero, de más que de dinero: de la casa de nuestros padres, que han muerto, y de la parcela en la que está la casa. Las dos cosas las he heredado yo en calidad de hijo mayor. Mi hermano vive en la casa, con su familia. Me pide que renuncie a la casa y a la parcela con el fin de que nuestra hermana pueda independizarse y montar un negocio. Mi hermana trabaja en un supermercado. Mi hermano ha aprendido un oficio, pero desde hace tiempo trabaja sólo en grandes construcciones, muy lejos de la casa y del pueblo, y allí hace toda clase de cosas que ya no tienen que ver con su profesión originaria. Es una historia larga. No recuerdo ningún momento de amor franco y declarado hacia los hermanos, pero me acuerdo, sí, de no pocas horas de miedo y preocupación por ellos. Una vez, cuando todavía no iban a la escuela, desaparecieron y estuvimos un día entero sin saber dónde estaban; yo fui siguiendo el torrente, aguas abajo, a toda prisa, hasta más allá del pueblo vecino, donde desembocaba ya en el gran río. Es posible que no supiéramos hacer juntos nada especial, pero era una tranquilidad saber que estaban por los alrededores de la casa. Muchas veces no nos entendíamos, pero lo que nos reconciliaba era siempre este pensamiento: «¡Estamos todos aquí!». Luego yo quise que, al igual que yo, fueran más tiempo a la escuela; yo era el único que quería esto. Muchas veces, yendo a tomar el coche de línea para ir a la ciudad donde estaba la Universidad, pasaba con la maleta junto a la serrería, y veía allí a mi hermano, que apenas había ido a la escuela, con su mono azul; luego, con el autobús, pasaba por delante del colmado donde sabía que estaba mi hermana, con su bata de aprendiza, delante de las piezas de tela, o en la parte trasera, en el frío almacén, y luego sentía en el pecho un aguijón que no era la nostalgia de siempre. Voy a hacer algo, pensaba. Pero a lo largo de todos estos años que he estado fuera del pueblo, mis hermanos se han esfumado y yo he encontrado a otros parientes, a ti, por ejemplo, y esto me ha parecido bien. Los familiares eran sólo como voces lejanas en la nieve. Sólo una vez volvió a acercárseme uno de ellos. Una noche, por televisión, vi la historia de una muchacha adolescente que, marginada por el pueblo por haber sido violada, acabó matándose. Se envolvió en un velo, o en una pañoleta, y se dejó caer rodando por la margen de un río. Pero ocurría que, una y otra vez, se quedaba colgando, en los matorrales o en la hierba alta, o porque el terraplén no era lo bastante inclinado y el impulso no era suficientemente fuerte. Sin embargo, al final lo consiguió; cayó al agua con gran ruido y se hundió inmediatamente; y con la música de órgano que empezó a sonar en aquel momento me entró un ataque de llanto. En realidad no fue un ataque, sino una especie de solución o de liberación. La habitación nocturna de entonces es una pieza clara y espaciosa. La imagen de la muchacha que se ahogó, lanzándose sobre mí violentamente, hacía referencia a mi hermano y me ordenaba que le sacara de su casa, por lo menos para un lapso de tiempo breve, del ámbito rural que él todavía no había abandonado nunca, y que le mostrara algo del otro mundo. ¡Por lo menos una vez tenía que salir de su trabajo y dejarse ver con una indumentaria que no fuera su mono azul, y tener por lo menos una idea de lo que es el esplendor de las ciudades! No había que olvidar que hasta entonces sólo conocía la capital de la región, que estaba cerca, y ésta únicamente desde la cama de la «clínica de accidentes laborales» casi: cuando todavía no era adulto, tenía cicatrices y mutilaciones en los brazos y en las piernas, prácticamente más que un veterano. Aceptó pues obediente mi invitación. De aquello no salió nada especial; sin embargo: había ocurrido. Con todo, en los años que siguieron mi hermano y yo tuvimos desavenencias. El motivo fue que él causaba disgustos a nuestros padres, en una medida mucho mayor a lo que era habitual en el pueblo. Al fin yo logré que le echaran de casa. Llegó a producirse una escena en la que yo estaba en la puerta de la casa y el expulsado lejos, en el extremo de la parcela, delante de la casa vecina; entre él y yo, la bolsa de viaje, llena completamente con todas sus cosas, que, por la mañana, cuando él venía de no sé dónde, le habían puesto en medio del camino. ¡Detrás de mí, el silencio de la casa, donde hacía un momento todavía las lamentaciones por el hijo, casi en voz baja, habían llenado las habitaciones! Yo le gritaba a mi hermano: «Si te atreves a pasar otra vez por esta puerta, te pego un tiro». A esto él se limitaba a contestar con burlas; porque la verdad es que en casa no había ningún rifle y hasta entonces lo único a lo que yo había disparado habían sido las flores de plástico de las casetas que montaban en las festividades religiosas. «Ven y te dejo ahí tumbado», contestaba gritando. Y, no obstante, los dos nos quedábamos donde estábamos: yo en las escaleras de delante de la casa y él en el extremo de la parcela, y desde lejos intercambiábamos toda clase de amenazas y maldiciones; y la otra noche, efectivamente, vino a coger su bolsa y desapareció en el extranjero, como obrero foráneo alojado en alguna chabola de la periferia de alguna gran ciudad. A pesar de todo, a mí, después, aquella riña se me antojó como algo falso, puro teatro. En el curso del intercambio de insultos, en ocasiones yo ya tuve ganas de hacer un gesto de despedida y reírme. En cualquier momento hubiéramos podido terminar nuestra pelea y, sin acordarnos siquiera de lo que acababa de ocurrir, irnos juntos a tomar una cerveza. A pesar de todos los desastres de los que mi hermano era responsable, en el fondo no teníamos nada el uno contra el otro, absolutamente nada; ¡ni siquiera entonces, en aquella «hora de riña»! Pero probablemente no habíamos tenido más remedio que jugar aquel juego. Nada definitivo había ocurrido con aquello. No pocas imágenes oníricas versaban sobre él; y de este modo es como seguimos tratando el uno con el otro. Luego, el reencuentro, junto a las tumbas –todavía abiertas– de nuestros padres, no significó algo así como la reconciliación, sino que corroboró, afianzó, apaciguó y, además, dejó clara una cosa: nunca más volveríamos a decirnos una palabra malsonante. Yo sabía muy bien que tal vez yo hubiera hecho cosas mucho peores que las que hizo entonces mi hermano, si, por algún azar afortunado, no hubiera escapado a la vida que me tenían preparada. Mi hermano ama a su mujer y a sus hijos como a sus salvadores. Y la hacienda se ha convertido para él en una reserva: no quiere salir de allí nunca más, y en el entierro de nuestros padres ha pedido el derecho a quedarse en ella de por vida. En aquella ocasión, en el cementerio vi de nuevo al inútil como un hombre orgulloso y al mismo tiempo ajeno al lugar. Lo noté más con el olfato que con la vista, y este olor persiste. La carta a favor de la hermana es un acertijo, y al mismo tiempo no lo es: porque cuando en aquella ocasión nos abrazamos, en mi hermano sentí también el olor de la eterna víctima.
NOVA
Empezaste hablando de dos hermanos y al final se hablaba sólo de uno.
GREGOR
La hermana, de nosotros tres, era la inconcreta, la que carecía de misterio también, la cándida e inofensiva. En relación con su oficio, o con su puesto, no era un caso típico; jamás la hubieran podido llamar «vendedora». Cada vez que yo iba a verla, detrás del mostrador de la tienda, o después en la planta del supermercado, estaba más bien como alguien que está echando una mano o como una persona muy conocida del vendedor, de una persona además cuya conducta era a todas luces una conducta de circunstancias. A mi hermana, en cambio, se la veía con la despreocupación de quien está lejos de toda responsabilidad. No le disgustaba vender, pero lo hacía sin celo, o sin pasión. En las hojas de caja, su letra fue siempre una letra de niña. La verdad es que en serio tampoco quiso nunca pasar de ser una empleada a las órdenes de alguien. Jamás sentí por ella algo así como compasión. Y, sin embargo, había una cosa que en mí producía siempre un fuerte efecto: las miradas que desde lejos lanzaban sobre mi hermana los dueños de los distintos negocios en los que trabajó, o los encargados, siempre que tenía conmigo una conversación que durara más tiempo del necesario para un saludo. En aquellos momentos la luz del día parecía como desconectada: entonces no había más que las brillantes barras de metal, con las filas polícromas de vestidos, el suelo de material sintético y el aire de armario, cabellos de color muerto por todas partes, en vez de ojos sombras, y el rojo de herida de las uñas. Una vez me llamó la atención ver que mi hermana iba encorvada y quise sacarla de aquel antro. ¿Pero cómo? ¿Y adonde la llevaría? No podía imaginármela en ningún tipo de vida independiente. Una tienda hoy en día... sí: siempre que un antepasado colabore a modo, digamos, de espíritu doméstico. ¿Pero no es cierto que en las tiendas nuevas, incluso en las habitaciones viejas con más recovecos, todo lo que hay son meras imitaciones? Y a pesar de todo, en aquella época debí de ser yo precisamente quien le metió en la cabeza a mi hermana la idea de independizarse, proponiéndole que dejara el oficio y abandonara su clase, y no precisamente marchándose a una más alta, simplemente que se fuera. Que la hipoteca era ahora su oportunidad. Pero en estos momentos lo que ocurre no es sólo que no estoy seguro sino que además me siento culpable: como si hubiera convencido a mi hermana de que dejara una colocación que, a pesar de todo, era algo seguro, y con ello al mismo tiempo hubiera puesto en peligro para mi hermano un territorio que justamente a él le era tan necesario. Pues de antemano, ya doy por perdida la casa; de una estirpe de inútiles no puede salir ningún espíritu de negocios. Y esto no es todo aún: no puedo quitarme de la cabeza el hecho de que se trata de la casa de nuestros padres. La construyeron ellos solos casi, y con ello consumieron algunos años de su vida. Incluso la misma parcela se convirtió en un terreno útil gracias a sus manos: cogieron el agua de un manantial que había en una peña y desde allí, con largas tuberías, a varios metros por debajo de la tierra –¿tú sabes lo que esto significa?–, llevaron el agua hasta la casa y el jardín. Los pedruscos los apilaron para convertirlos en muros de contención de la terraza, y sobre la tierra libre de piedras se levantan ahora árboles frutales, o crece simplemente hierba, pero una hierba en la que cada una de las manchas tiene su nombre especial. Durante mucho tiempo el lugar ha significado poco para mí. Cuando en una ocasión me contaste que cada vez que volvías a tu primer círculo, desde lejos notabas ya, literalmente, una sensación de «beatitud», yo lo entendí y te envidié. De mí apenas hubiera podido decir algo parecido. Pero desde que recibí la carta el viejo lugar es para mí algo totalmente presente. Ha pasado a ser el principal lugar de mis sueños, de los que dan miedo y de los que tienen un carácter ejemplar. En la terraza más alta hay un árbol a modo de claro punto medio. Desde allí la mirada se extiende hacia el sur, hasta más allá de la frontera. El árbol pertenece ya al otro país. Delante de la montaña que marca la línea fronteriza se extiende una gran llanura con promontorios en forma de giba formados por morrenas terminales. A la hora del crepúsculo aquello es un desierto silencioso; las gibas humean; los glaciares se han fundido hace muy poco; son diez mil años antes de nuestro tiempo y es a la vez nuestro tiempo. El lugar donde está el árbol yo lo tenía destinado, en secreto, para mí. Tenía la intención de estar allí alguna vez, más tarde, en una casa de madera de la que incluso podría describirte todos y cada uno de sus rincones. Te lo digo: el lugar es bello. Y no es simplemente un edificio y un terreno, sino un humus, un campo de labor. En él he visto la serpiente con la corona, como el escudo de armas del lugar. No puede ser que la casa se convierta ahora definitivamente en casa mortuoria. Veo desaparecer la obra –sí, la obra– de nuestros padres. En cualquier casa de trabajadores, por insignificante que sea, en cualquier pueblo, por apartado que esté, veo brillar el letrero de una empresa o de un banco; y todas las casas de aquel paraje, las veo como tiendas; y delante de las tiendas ya no hay nunca una región determinada. Ya no veo caminos desiertos ni acceso alguno que lleve a la llanura abierta. Veo mi irresponsabilidad y mi condición de traidor. Ahora sé que ya no puedo hacer absolutamente nada por mis hermanos, por nadie. Sólo puedo recibir. Y esto es lo que quiero, al precio que sea: ¡recibir! Lo que me gustaría sería no contestar la carta y quedarme aquí, junto a lo único en lo que he demostrado fidelidad: junto a mi trabajo, que por lo demás está amenazado. Pero tú me vas a decir ahora lo que debo hacer.
NOVA
