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La profesora de lengua, Soledad, está harta de que sus alumnos no se esfuercen en clase. Su desesperación ha llegado a tal límite, que les comunica una seria noticia: antes de acabar el día, asesinará a uno de ellos, si no consiguen detenerla antes. A los alumnos les va la vida en ello, así que no perderán un solo segundo. La búsqueda ha comenzado...
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Seitenzahl: 124
Veröffentlichungsjahr: 2012
Jordi Sierra i Fabra
El asesinato de la profesora de lengua
Ilustraciones de Pablo Núñez
Índice
Cubierta
Querido Lector
Capítulo Silvia y BrUNO
Capítulo Historia de DOS ciudades
Capítulo Los TRES mosqueteros
Capítulo Los CUATRO jinetes del apocalipsis
Capítulo CINCO semanas en globo
Capítulo SEIS personajes en busca de autor
Capítulo SIETE noches
Capítulo El OCHO
Capítulo Treinta y NUEVE escalones
Capítulo DIEZ negritos
Capítulo ONCE minutos
Capítulo DOCE cuentos peregrinos
Capítulo Viernes TRECE
Capítulo Las SIETE partidas + El misterio de las SIETE esferas
Capítulo Un capitán de QUINCE años
Capítulo DIECISÉIS esbozos de mí mismo
Capítulo DIECISIETE cuentos y dos pingüinos
Capítulo DIECIOCHO hoyos
Capítulo DIECINUEVE rosas
Capítulo VEINTE mil leguas de viaje submarino
Agradecimientos y otras historias
Créditos
Hace unos años publiqué aquí mismo, en esta colección, «El asesinato del profesor de matemáticas». Fue mi venganza por lo mal que me trataron mis profes de mates en la infancia. Lo cierto es que las matemáticas son hermosas... si te dicen que son un juego maravilloso. Pero nadie te lo dice. Lo descubrí de mayor y por eso creé el personaje de un profe fantástico que quiere que sus alumnos aprueben.
Ahora tienes en las manos «El asesinato de la profesora de lengua». Este caso es distinto. Yo amo la literatura, la palabra escrita, escribir, leer. Tenemos la suerte de estar vivos y de tener libros. ¿Se puede pedir algo más? Yo creo que no. Es cierto que de niño ya escribía como un loco, dejando volar mi imaginación. También tuve, eso sí, una profesora de lengua que me ponía ceros por tener fantasía, pero son cosas que pasan. Hoy el único motivo de que una maestra de lengua se vuelva loca (como sucede en este libro) y amenace con espachurrar a uno de sus alumnos, es que ellos no lean. ¿Es tu caso?
¿Es vuestro caso? Pues cuidado: el día menos pensado la profesora o el profesor de lengua puede que se harten y que hagan como la de esta novela.
Yo os aviso.
De todas formas, si leéis esto y descifráis las pruebas despacio, sin saltároslas, veréis que no es tan fiero el león como lo pintan. Quería demostraros que escribir y leer también es un juego.
De ingenio, claro, y sin mandos ni tres vidas.
Que os vaya muy bien en esta experiencia literaria.
EN el mismo momento en que la SOS entró en clase, se dieron cuenta de que algo sucedía.
Era una mujer menuda, frágil, llena de entusiasmo y bondad, con un rostro suave y amable. La llamaban SOS, por esa razón. Parecía estar pidiendo socorro. En realidad, eran las iniciales de su nombre: Soledad Olmedo Sánchez.
A la mayoría de los que tenían el nombre formado por iniciales curiosas, les bautizaban con ellas o con su significado. Un juego que en el caso de la profesora de lengua se reservaba solo para los alumnos, aunque estaban seguros de que ella lo sabía. Los profesores siempre sabían más de lo que aparentaban, pero eran un mundo en sí mismos, impenetrable. El poderoso mundo que les aprobaba o suspendía a fin de curso.
—Seño, tiene mala cara —dijo Matilde Sempere, siempre preocupada por la salud de los demás.
La señorita Soledad alcanzó la mesa, dejó los libros que siempre cargaba sobre ella y los abarcó con una mirada de agotamiento antes de dirigirse a Matilde y responderle:
—Sí, no me encuentro muy bien.
—¿Por qué no se ha quedado en la cama? —propuso Estanislao Costa, sin ocultar ni disimular su interés de que tal probabilidad se confirmase.
—No es una enfermedad de las de guardar cama —suspiró rendida, apoyándose en la mesa—. Es más bien... frustración —les abarcó de nuevo con sus ojos empequeñecidos, como si un peso insondable tirase de ella desde el interior, a punto de arrastrarla al abismo—. Los exámenes de ayer...
El silencio fue ominoso.
Los exámenes, claro.
—Pero bueno, ¿qué os pasa? —exclamó la profesora de lengua.
El silencio se hizo aún más espeso.
—La mitad de la clase ha hecho más de diez faltas en una redacción de un folio. ¡Un folio! —estalló—. Únicamente dos no habéis hecho ninguna falta, y al menos un tercio no ha leído el libro que os mandé leer —su voz sobrevoló el silencio igual que un pájaro de mal agüero. No recordaban haberla visto así jamás, tan... abatida. Sí, mucho más que enfadada: abatida—. ¡Sois tan tontos que incluso copiáis tal cual esa página de internet que os sopla las chuletas! ¡Tal cual! ¡Ni os molestáis en hacer el menor esfuerzo por cambiar una palabra! ¡Es que no ponéis nada de vuestra parte! —hizo una breve pausa antes de volver a preguntar—: ¿Qué os pasa?
Los rostros, por raro que pareciera, se mostraron graves. Si hasta la SOS se ponía mal y en su contra...
—Tú, Tasio —se dirigió a TNT.
El chico se quedó blanco.
—A mí no me pasa nada —respondió asustado.
—¿Ah, no? —insistió ella—. ¿Por qué no leíste el libro?
—No tuve tiempo.
—¡No digas tonterías!
—En serio —insistió él.
—¿Y tú, Gaspar? —le tocó el turno a GOL.
—No me gusta leer —fue sincero.
—Eso ya lo sé.
—Pues ya está —pareció desafiarla, aunque no era esa su intención.
—¡Es una novela genial, divertida, que se lee en un plis plas! —gritó la profesora—. ¡Por Dios, a mí me hacían leer El Quijote!
—A usted le gusta leer, pero a mí no —se mantuvo en sus trece Gaspar—. Y eso de que se lee en un plis plas... Tiene cien páginas, y sin dibujos.
La señorita Soledad se sintió desfallecer.
—¿Dibujos? ¡Que tienes catorce años, hijo!
Tasio Nerea Tarrago, alias TNT, y Gaspar Oñate Lamela, alias GOL, se miraron entre sí. Eran los más peleones de la clase. Si se sorteaba una torta, se la llevaban al alimón. Ni las matemáticas ni la lengua iban con ellos. Por lo demás, todos les apreciaban. Eran sinceros, directos, legales... Y encima inteligentes. Los maestros lo decían. Su frase predilecta era: «Si pusierais algo de vuestra parte...». Y ya lo intentaban, ya. Lo malo es que no lo conseguían.
La profesora de lengua se pasó una mano por los ojos.
Envejeció diez años de golpe.
—¿No os dais cuenta de que a los treinta años tendréis esto seco? —se llevó una mano a la frente con doloroso patetismo—. No sabréis pensar y seréis tontos. Pero no tontos a secas, sino rematadamente tontos. Y no me digáis que falta mucho para eso y que tal y cual. Los tendréis. ¿Queréis ser unos idiotas, sin poder hablar con nadie, con un trabajo asqueroso porque careceréis de un mínimo de cultura? —aumentó el tono de voz al irse caldeando—. ¡Se aprende más leyendo que estudiando! ¡Un día llegaréis a los 70 años y entonces, ¿qué?! ¿Os sentaréis en un parque mirando al infinito, jubilados pero no felices, muertos en vida y dándoos cuenta, demasiado tarde, de que habéis tirado lo único que teníais: la existencia? ¡Santo cielo, no seáis unos frustrados, porque es lo peor que hay! ¡Os estáis jugando el futuro, aquí, ahora! ¡Todo está en los libros! ¡La cultura no es venir a clase cada día, aprenderos las lecciones como loros, que os pongan un cinco pelado y pasar el curso! ¡La cultura es absorber la vida, aquí dentro y ahí afuera, estar abiertos a todo, no pasar de nada, tener curiosidad, y por encima de todo leer y leer, para ser felices, aprender, entender las cosas, hacer que el cerebro se engrase!
Dejó su agitada perorata y se enfrentó a sus semblantes serios.
Nunca la habían visto así.
¡La SOS gritando!
—Pues se acabó —recuperó su tono más sereno, aunque no exento de tensión—. Ya sé que todo esto que os he dicho os suena a paliza, así que yo... me rindo. Fin del buen rollo, como decís vosotros. Me voy a poner más que dura. Desde ahora, nada de cuatros con esperanza o cincos pelados. ¡Una sola falta será un cero!
Hubo un murmullo.
Un revuelo.
—Oiga, que así suspendemos todos —protestó Elvira Roca.
—Ni más ni menos —la señorita Soledad se cruzó de brazos.
—¿Eso es legal? —preguntó Pablo Antonio Valero Orihuela, al que por supuesto llamaban PAVO.
—Esta es mi clase.
—Pero no es justo —intervino Eulalia Rincón.
—Menos justo es que castiguéis así vuestra vida y vuestro futuro. Yo... no puedo más. Lo siento. Nopue-do-más —lo deletreó sílaba por sílaba para dejarlo aún más claro—. Si fuerais tontos, lo entendería, pero no lo sois. Vagos, inconscientes y estúpidos sí, pero tontos, no. He fracasado en la misión de haceros entender que podéis, y sin mucho esfuerzo, aunque no lo creáis. Por lo tanto...
Dejó la parte frontal de la mesa y se sentó en su silla. Luego tomó una novela que llevaba entre sus libros y se puso a leerla como si tal cosa, pasando de ellos.
Primero, les pareció divertido.
Transcurrieron los primeros segundos, casi un minuto.
Hasta que llegó el primer rumor.
—¡Callaos! —ordenó ella—. Por lo menos dejadme leer en paz.
La estupefacción aumentó.
—Señorita... ¿no damos clase? —preguntó por fin Manuel Martínez.
—¿Clase? —levantó los ojos del libro y alzó las cejas—. ¿Para qué? No sirve de nada. Y a mí, desde luego, no me gusta perder el tiempo.
Continuó leyendo su novela.
Ya no se oyó ni una mosca.
A la hora del recreo, no se hablaba de otra cosa.
—Qué fuerte, ¿no?
—Una pasada.
—¿Ya no vamos a dar clase de lengua lo que queda de curso?
—¿Cómo no vamos a dar clase de lengua, hombre?
—Pues ya me dirás.
—Mañana estará bien.
—¿Y si no lo está? A la Úrsula tuvieron que llevarla al hospital.
—Porque se le cruzaron los cables y se volvió loca de golpe.
—Pues la SOS está en camino.
—No seáis bestias, va. A todos nos cae bien, ¿no?
Tuvieron que admitir que sí, que de largo era la mejor.
—Ya, pero caen como moscas.
La reflexión de Ana Álvarez Aroca, rebautizada como Triple A, les alcanzó de lleno. Por sus mentes pasaron no solo la señora Úrsula, hospitalizada de urgencia, sino también el profesor Sancho y la profesora Asunción, de baja por depresiones de caballo.
—Parecemos asesinos en serie —admitió Sonia Romero.
—Menuda racha llevamos.
Salvo Ana, que era del grupo de las listas, se habían quedado solos los peores de la clase: Tasio, Gaspar, Sonia, Pedro y Fernando. Los seis intercambiaron miradas culpables.
—El otro día dijeron en la tele que ser profe tiene casi tanto riesgo como ser corresponsal de guerra. A muchos los acosan, y los alumnos más bestias van a por ellos. Ruedas pinchadas, pintadas, bromas pesadas...
—Nosotros no hemos llegado a eso —quiso dejarlo claro Gaspar.
—Pues en el fondo es lo mismo —suspiró Ana—. La señorita Soledad se siente muy herida, como si le hubiésemos fallado. Yo nunca la había visto así.
—¿Y qué quieres que le hagamos, Triple A? —se ensombreció Tasio.
—Tampoco nos pide tanto.
—Yo iba a leerme el libro —dijo sin mucho convencimiento Gaspar.
—Y yo —le secundó Tasio.
—Ya —bufó Ana.
—¿Por qué no me decíais que lo habíais sacado todo de internet? —refunfuñó Sonia.
—¿Y tú? ¿Por qué no lo decías tú? —protestó Pedro.
—No se me ocurrió —admitió la chica.
—Si lo malo no es sacarlo de internet. Lo malo es copiarlo tal cual —puso el dedo en la llaga Fernando—. Ahí sí se ve lo burros que somos.
—Pues ahora vamos a pringar todos, está claro.
El abatimiento les pudo.
Un panorama gris, casi negro, se cernía sobre ellos.
Y la crisis parecía no haber hecho más que empezar.
—A mi padre, si le llevo un cuatro, siempre puedo decirle que metí la pata, y que en septiembre recupero, pero un cero...
—Un cero pesa.
—Jo, si pesa.
Siguieron deprimidos.
Tasio y Gaspar miraron a Ana. Siempre estaban juntos, inseparables, TNT, GOL y Triple A, pero a diferencia de los dos chicos, a ella le gustaba leer.
—Yo es que cojo un libro y empiezo a ver palabras que no tengo ni idea de lo que significan y me pierdo y... —musitó sin esperanza Tasio.
—¿Cómo vas entenderlo si no lees nunca? —dijo Ana—. Las palabras se hacen familiares a medida que lees, y entonces ya no se olvidan. Y tampoco cuesta tanto mirar de vez en cuando el diccionario si una palabra es importante para comprender algo esencial.
—Así de fácil —protestó Gaspar.
—Pues sí —insistió Ana—. Y ya sabéis lo que pienso yo: que no leéis por miedo al qué dirán —sus ojos fueron de Gaspar a Tasio—. Yo pienso que hoy en día es lo más progre que hay. La autentica rebeldía. Mi hermano mayor me dijo ayer que yo era rara porque leía, y se rio de mí, pero el raro es él, que hace lo que la mayoría, como un borrego. Hoy toca fútbol, hoy toca emborracharse, hoy toca tal y mañana cual, sin personalidad propia, sin iniciativa. Leer un libro es el acto más individual que existe hoy en día. ¿No estamos todos en contra de la globalización y nos manifestamos hace unas semanas por ello? Pues leer es el equivalente de esa rebeldía.
Tasio y Gaspar contemplaron a su amiga con admiración.
Era estupenda.
—Bueno —insistió en el tema que les ocupaba Fernando—. Tenemos un problema con la SOS. ¿Qué hacemos?
—Sí, ¿qué hacemos? —le apoyó Sonia.
Ninguno tenía una respuesta para eso, y menos con los hechos tan recientes. Solo confiaban en que al día siguiente las aguas hubieran vuelto a su cauce.
Una esperanza.
O eso, o lo pasarían mal.
LA señorita Soledad no se encontraba en la sala de profesores. Eso sí era raro. La buscaron por el instituto hasta dar con ella. Seguía leyendo su novela, concentrada, ajena al mundo en general, sentada en una mesa del bar del centro escolar, frente a una taza de café. Una vez localizada, no supieron muy bien si seguir o no.
—¿Y si se enfada más? —susurró Tasio.
—Hemos dicho que hablaríamos con ella, ¿no? —le empujó por detrás Gaspar.
—Y por qué no te pones tú delante, ¿eh?
—A la hora de sacar las castañas del fuego... —se enfadó Ana tomando la delantera.
Los otros cinco, Gaspar, Tasio, Sonia, Fernando y Pedro se apretaron tras su compañera.
—Señorita Soledad...
La profesora de lengua alzó la vista. Vio a Ana, y a su espalda el complejo núcleo formado por los otros cinco.
Sus cinco joyas más relevantes.
—¿Qué quieres? —preguntó en un tono de lo más aséptico.
—La hemos visto tan disgustada que no sé... —vaciló Ana.
