Parco - Jordi Sierra i Fabra - E-Book

Parco E-Book

Jordi Sierra i Fabra

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Beschreibung

"Parco" no es una novela usual. "Parco" es un grito. "Parco" es una historia diferente, al límite, afilada, cortante como una cuchilla, contundente, directa, un pulso en tiempos oscuros. "Parco" podría hablar de cualquiera de nosotros, marginales, reales, situados en el extremo de una vida. Una historia que arranca en un reformatorio, con un joven asesino, un misterio y un camino por recorrer. Por el camino: el miedo, la angustia, unas circunstancias desesperadas, una búsqueda sin recompensa. Huir, salir, defenderse, luchar, y al final... (Libro ganador del X Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, 2013)

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Seitenzahl: 106

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Jordi Sierra i Fabra

Parco

X PREMIO ANAYA DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Contenido

Capítulo 1

Inciso 1

Capítulo 2

Inciso 2

Capítulo 3

Inciso 3

Capítulo 4

Inciso 4

Capítulo 5

Inciso 5

Capítulo 6

Inciso 6

Capítulo 7

Inciso 7

Capítulo 8

Inciso 8

Capítulo 9

Inciso 9

Capítulo 10

Inciso 10

Capítulo 11

Inciso 11

Fin

Agradecimientos

Créditos

Ahora, por qué no viene uno de vosotros y me pone en libertad.

(Been down, so long – JIM MORRISON, THE DOORS)

CAPÍTULO 1

ERES parco.

¿Y eso qué es?

Pues que no hablas mucho.

No.

Entonces eres parco.

Se encoge de hombros.

No es una mala palabra.

LA HABITACIÓN es pequeña. Tiene una ventana. Tiene una cama. Tiene un inodoro. Tiene un lavamanos. Tiene unos estantes. En la ventana hay barrotes. En la cama dos mantas dobladas. El inodoro está sucio. El lavamanos roto. En los estantes hay grasa.

No hay espejo.

Y se lo dice al hombre:

No hay espejo.

El hombre fuerza una sonrisa de media boca. Todas las sonrisas irónicas son de media boca. Cuelgan de un lado, cabalgan sobre el vacío, muestran desprecio.

¿Para qué lo quieres?

¿Para qué quiere usted el culo?

Al hombre se le acaba la sonrisa. Mete su corpachón en la habitación —¿por qué no llamarla celda?— y le empuja contra la pared. Le mete el antebrazo en la garganta. Está gordo y es fofo. Le bastaría con levantar la rodilla. O con darle un puñetazo. O con soplarle.

Solo eso.

Soplarle.

Pasa.

¡No hay espejo para que no puedas ver la que cara que te vamos a dejar llena de hostias, chaval!

Vale.

Lo piensa y lo dice:

Vale.

El hombre cincela una sonrisa de boca entera. Se aparta y regresa a la entrada.

Ahí afuera la cagaste, dice, no la cagues también aquí o lo pasarás mal. Las chulerías, dice, te las guardas.

Se va y cierra la puerta.

Ya está.

Comienza el silencio.

El silencio y la espera.

EL MÉDICO parece cansado.

Los ojos, el semblante, la composición del cuerpo, la energía que destila.

O mejor decir la que no destila.

Lleva bata blanca y sus manos están cuidadas y huele a colonia barata y le mira como se mira a una sardina cuando se ha ido de pesca y la bodega rebosa de sardinas y todas son iguales.

Desnúdate.

Se desnuda.

Saca la lengua.

Se la saca.

Tose.

Tose.

Mira la punta de mi bolígrafo.

Mira la punta de su bolígrafo yendo de un lado a otro de su cara.

¿Te duele algo?

No.

¿Tomas drogas?

Silencio.

¿Tomas drogas?, se lo repite.

A veces.

¿Duras, blandas?

Fumo.

¿Hierba?

Sí.

¿Pastillas?

A veces.

Vamos, no tengo todo el día. ¿Qué clase de pastillas?

Algún éxtasis, para el desparrame.

¿En la discoteca?

Sí, miente.

Date la vuelta y agáchate.

Tacto rectal. O así lo llaman. Una humillación más. Duele. Duele porque más que una exploración es un símbolo. El tipo se pone guantes. ¿Y qué?

Duele, duele, duele.

En la dignidad.

¿Has tenido enfermedades?

Sarampión.

Me refiero a venéreas.

No.

O sea que eres un santo.

El diablo fue ángel antes que diablo, ¿no?

Ya puedes irte.

Se viste, pantalones, camisa. Adiós.

TIENE más o menos su misma edad, dieciséis y pico, mes más mes menos. Es más alto, menos fornido, más delgado, menos fuerte, más moreno, menos atractivo, más esto, menos lo otro. Algunos lo llaman el equilibrio de la vida. Él piensa que es la puta suerte, lo que toca, toca, y ajo y agua. Las malditas cartas. Solo hay dos comodines por baraja.

Y todos juegan.

¡Eh, parco!

Ya le han puesto el mote.

¿Qué hay, tuerto?

¿Por qué me llamas tuerto?

Porque como vuelvas a llamarme parco te dejo solo con uno.

Vale, vale, levanta las dos manos formando una pantalla, es que no sé tu nombre.

Le mira a los ojos.

¿Para qué quiere saber su nombre?

¿Para qué quieres saber mi nombre?

Para llamarte de alguna forma, tío.

¿Y para qué quieres llamarme?

El otro se resigna.

Murmura algo.

¿Qué has dicho?

Con esa actitud aquí no irás a ninguna parte.

No pienso ir a ninguna parte.

Me refiero a que nos necesitamos. Todos. Somos nosotros y ellos. Los presos y esa jauría de médicos, pedagogos, cuidadores y demás especies.

No somos nosotros. Somos tú, yo, este, ese, aquel. No hay un nosotros. Estamos solos, chaval.

Aprenderás.

Por los…

Cuidado.

Se vuelve y se encuentra con uno de ellos, vigilante, lo que sea. Le mira como si esperase una reacción.

No les gustan los tacos, dice su compañero.

No se mueve.

¿Ves cómo nos necesitamos?

El hombre se aparta. Él también. Caminos divergentes. Hace calor y en el patio el sol golpea de lleno. Un patio como de colegio. No hay hombres, hay muchachos. Algunos forman grupos, otros caminan solos. Apenas se mueve una hoja bajo el peso de los treinta grados.

Y le miran.

Es el nuevo y le miran.

Le valoran.

Le calibran.

Es el nuevo y es un asesino.

Tiene pedigrí.

Cuidado.

CIERRA los ojos y por un momento, por un maldito momento, imagina que extiende sus brazos y echa a volar por encima del muro.

Solo un momento.

Allí no se pueden tener los ojos cerrados mucho tiempo.

INCISO 1

NO SOY parco.

No tenéis ni idea.

Veis a una persona y ya creéis saberlo todo sobre ella. Os montáis la película. Esto, y aquello, y lo otro. Todos sois psicólogos. Oh, sí. Hasta el más tontolculo se cree especial. Pero si ni siquiera os conocéis a vosotros mismos, ¿cómo esperáis saber ni tan solo un poco de los demás? ¿A qué jugáis? Cada menda es un triángulo y tiene tres lados: uno, cómo cree que es; dos, cómo piensa que le ven los demás; y tres, cómo es en realidad. Y ninguno coincide.

¿Qué vais a contarme?

Yo no juego a nada. Solo estoy.

De momento, aquí.

Y no soy parco.

Tal vez raro. O eso dicen. Raro de narices. Porque pienso, porque leo, porque soy diferente y lo sé, porque me gusta la música de los 60, y, sobre todo, la de los primeros 70, la buena música, la de los tiempos gloriosos. Me llaman «antiguo». La madre que los parió… Antiguo por preferir al Boss, a Hendrix, a Dylan, al Morrison, y a Queen, Pink Floyd o Led Zeppelin por encima de los caretos de hoy, esos mamoncillos raperos cargados de oro que repiten rimas idiotas y machistas. Antes había honestidad. Hoy todo es marketing, falsa gloria.

Memeces.

No, no soy parco.

Si pudierais entrar en mi cabeza, si pudierais abrirme en canal, como a los tiburones para ver la de mierda que son capaces de tragar, os encontraríais con un torrente. Pero no pienso regalaros mi tiempo, mi vida, mi sangre, mi energía. ¿Para qué? Ya habéis decido. Vosotros a un lado del muro, y yo al otro. Sobro.

Sobré desde el primer día en que llegué.

¿Verdad, mamá?

¿Cuántas veces pensaste que tenías que haber abortado?

¿Por qué no lo hiciste?

Y ahora va ese gilipollas y me llama parco.

¿Qué quiere, una fiesta?

No soy duro, tengo miedo, pero eso ellos no lo saben. Y es bueno que sea así. No tengo nada. Mis manos desnudas. Si supieran que hasta el más valiente se caga de miedo alguna vez, o siempre, aunque finja pasar de todo igual que los payasos lloran por dentro mientras ríen por fuera…

Cabrones, los payasos.

Por lo menos son transparentes.

¿Parco?

De cada tres palabras que se dicen siempre sobran dos.

Y con la que queda te la ganas.

Te dan de hostias.

Jueces, curas, políticos, policías, tertulianos, padres, maestros, guías, profetas, demagogos, dioses, ya hablan por todos nosotros desde sus estrados, púlpitos, tribunas, radios, salas de estar, centros de meditación, libros sagrados, oráculos y cielos. Todos a una.

Y te dan consejo.

Yo te aconsejo, hijo mío…

Y el dedo que sacuden delante de ti te saca un ojo.

Todo Dios quiere salvar al prójimo y ni siquiera se da cuenta de que no puede ni salvarse a sí mismo.

Tranquilo.

Respira.

Me comeré toda la rabia y luego…

Sssh…

CAPÍTULO 2

EL CENTRO Tutelar de Menores no parece una cárcel.

No hay guardias.

No hay tipos con porras en la mano y hielo en los ojos.

Solo disciplina.

Biblioteca, sala de juegos, televisión, un huerto… Parece un campamento juvenil vigilado.

Vigilado.

Porque a fin de cuentas hay un muro, una verja, una puerta que se abre para entrar, no para salir, salvo para ir a la cárcel cumplidos los dieciocho o acudir al juzgado o atender los mandados del Juez de Menores o el Fiscal General de Menores.

La primera noche es la peor.

La cárcel es la cárcel, pero el Centro Tutelar de Menores va a ser su casa los próximos meses.

Meses.

Eso es mucho tiempo.

Un día puede ser una eternidad.

Una semana el infinito.

Un mes, un año… Años…

Se cierran las puertas, se hace el silencio, en el ambiente se palpan los hedores del miedo, porque los miedos huelen, y huelen peor que la mierda. Los miedos saben a muchas cosas, a vómito, a pánico, a bilis, a vértigo, a oscuridad, a voces, a pesadillas, a violencia, a depresión, todo un diccionario de angustias.

Intenta poner la mente en blanco.

Vamos, ¡vamos!, se dice.

Tu puedes, se dice.

Aguanta, se dice.

El miedo es igual que una alarma. Los que te rodean lo captan, lo huelen, y entonces estás perdido. Es el miedo el que acentúa su violencia. Es el miedo el que les dispara la adrenalina. Sí, tu miedo da el pistoletazo de salida para la carrera, para ver quién te golpea primero, para ver quién te golpea más duro, para ver quien te golpea más y se lleva el gran premio. Sin miedo eres neutro, no hay espejos en los que reflejarse. Sin miedo eres invisible. Con miedo se acabó todo.

Cadáver.

Eres un cadáver prematuro.

Se apaga la luz.

La luz de la pequeña habitación, con su ventana de barrotes, la cama en la que duerme, el inodoro sucio, el lavamanos roto, los estantes vacíos.

Vacíos.

Ese es el golpe definitivo.

No tiene nada.

Y no van a verle el miedo porque si no estará tan muerto como El Topo.

EL PSICÓLOGO —¿o es psiquiatra?— es un tipo joven.

Treinta y algunos.

Pelo cortito, cara de media luna, ojos quietos, manos quietas, cuerpo quieto. Lleva un anillo de casado. Hasta él ha encontrado a alguien. Hasta él tiene quien le quiera. Hasta él descansa su anatomía médica junto a otro ser que le da calor.

Quizá sea listo.

Quizá ya le haya juzgado, como todos.

Comienza el juego.

Siéntate.

Todos le tutean. No hay respeto. Sonríe.

El psicólogo —¿o es psiquiatra?— se da cuenta.

¿Por qué te ríes?

No me río.

¿Y eso qué es?

Una sonrisa.

Es lo mismo.

No.

¿Tú crees?

Y toma nota, ya ha empezado el examen, pronto le sacará manchas de tinta y él verá mariposas, o el imponente culo de la señora Mercedes, su maestra de lengua, la misma que se empeñaba en que leyera El Quijote porque decía que él tenía algo de su protagonista.

La buena de la señora Mercedes, anclada en la prehistoria.

¿El guardián entre el centeno? ¿Qué era eso?

¿Salinger? Sonaba a detergente, o a desinfectante.

Ah, pero Cervantes…

Una sonrisa es una sonrisa y una risa es una risa.

¿Y de qué te sonreías?

Cosas mías.

Ya no son cosas tuyas, ahora son nuestras.

¿Quién me ha comprado?

¿Crees que se trata de eso, de que tú te has vendido y alguien te ha comprado?

Los psicólogos —¿o él es psiquiatra?— nunca responden. Siempre preguntan. Les pagan por metro cuadrado de pregunta. O por kilómetro. Es absurdo discutir con ellos. Hagas lo que hagas te ponen en un cuadro, arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, en el centro. Y emplean palabras muy sufridas: paranoia, esquizofrenia, manía, bipolaridad, negativo, delirio, disociación, síndrome, desorden, y las mezclan adecuadamente, esquizofrenia paranoide, manía persecutoria, disociación neural, personalidad múltiple, trauma psíquico, multipersonalidad poliforme… Al infeliz de Psicosis lo habrían catalogado de simple perturbado.

Otra sonrisa.

Pareces relajado.

¿He de estar nervioso?

Sabes que te estoy evaluando, ¿no?

Sí.

¿Y eso no te hace estar intranquilo?

De él depende que el juez o el fiscal le crean loco o cuerdo. De él depende que lo manden a un sitio o a otro. De él depende casi su futuro más inmediato.

Quiere meterse en su cabeza y jugar a ser Dios.

Pero es el diablo.

¿Intranquilo? No, para nada.

Bien, dice, y asiente, y finge tener controlada la situación, y leer sus notas, y tomarse su tiempo, y minarle, y convertir cada segundo en una losa de espera. Bien, sí, y vuelve a dejar escapar otro puñado de segundos, y luego agrega: ¿Quieres que hablemos ya de ello?

¿De qué?