Im-Perfecto - Jordi Sierra i Fabra - E-Book

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Jordi Sierra i Fabra

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Beschreibung

Jordi desea convertirse en el mejor escritor de todos los tiempos para demostrar, ante sí mismo, ante el mundo y en especial ante su padre, que ha triunfado. Cuando, a los veintisiete años, publica una primera novela perfecta, que es señalada como una obra maestra, Jordi parece haber logrado su objetivo. Pero nadie cuenta con Max, el oscuro secreto que el joven esconde en su piso y que ha decidido empezar a romper las reglas que Jordi le ha impuesto.

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Seitenzahl: 137

Veröffentlichungsjahr: 2022

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A los que sueñan con ser escritores.

Y para Ayn Rand, que me hizo fuertecuando leí El manantial en mi adolescencia.

Primera parte:2025

Capítulo primero

Ha nacido una estrella

LA recepcionista, habituada a tratar con escritores, se quedó mirándolo unos segundos mientras acababa de hablar por el auricular que le colgaba desde la oreja, junto a su boca. Era bonita. No guapa, bonita. Perfecta para estar allí. Una bocanada de aire fresco, ideal para una llegada y dulce para una despedida.

La llegada del novato, envuelta en esperanza. La despedida del derrotado, que le da la espalda a su sueño.

Llevaba su código de identificación en la blusa, a la altura del corazón, con el nombre luminoso visible sobre el fondo rojizo: Paqui. Nada de grandilocuencias: Paqui. Sin dejar de hablar hundió en él sus profundos ojos negros. Tenía los dientes perfectos y los labios de un violeta tentador.

Imposible no mirarla.

Lo hizo hasta que acabó la conversación.

–Dígame… –se enfrentó al visitante.

–Me espera el señor Munro.

–¿Su nombre?

–Jordi Salvador Mur.

–Un momento, por favor.

Paqui pulsó un dígito de su panel de comunicaciones. Bajó la voz, aunque no tanto como para que el recién llegado no la oyera.

–El señor Jordi Salvador Mur –la pausa fue muy breve–. Bien, de acuerdo, Estela –dejó de hablar y su sonrisa se hizo más abierta al volver a dirigirse a él–. Si quiere esperar ahí, por favor –le pidió, señalando una de las butacas de la sala, que estaba frente al mostrador de recepción.

Hubiera preferido seguir allí, de pie, pero la obedeció.

Faltaban tres minutos para las once de la mañana.

Tres minutos para su cita.

Fueron los que tardó la siguiente belleza en aparecer.

Alta, tacones de aguja, falda de tubo hasta las rodillas, chaqueta cruzada, escote perfecto, cuello de cisne y rostro meticulosamente maquillado bajo una calva a la moda más radical.

Un cráneo sin duda perfecto.

–Señor Salvador, soy Estela, la secretaria del señor Munro –le tendió la mano–. ¿Cómo está?

–Bien, muy bien.

Dedos largos, uñas rojas, piel suave.

–Si quiere acompañarme, el señor Munro le recibirá de inmediato.

–Gracias.

Caminaron por un pasillo no muy largo. A ambos lados colgaban de las paredes cuadros con los rostros de los grandes escritores de la editorial. Los grandes. Ni siquiera los medianos tenían cabida en aquel Paseo de la Fama.

Jordi Salvador Mur sonrió.

Sabía que muy pronto él estaría allí. En primera fila.

Aunque antes tuviera que parecer un lobo con piel de cordero.

Estela se detuvo ante una puerta. Escrita con letras de oro se leía la palabra DIRECCIÓN. El escáner la captó de inmediato y la madera se deslizó hacia un lado silenciosamente. Lo precedió y no dejó de caminar hasta la siguiente puerta. El despacho de la secretaria era enorme, de puro diseño, como ella. Media docena de paneles informáticos, media docena de pantallas conectadas a los distintos estamentos de la editorial, un sofá y tres butacas, todas adaptables, una mesa de trabajo y, por supuesto, libros.

Libros en papel, físicos, para tocar, oler, sentir… Y sobre todo para leerlos más allá de la nube o los implantes sinérgicos de última generación.

Se abrió la última puerta.

Y si el despacho de Estela era enorme, el de Patricio Munro le pareció una pista de tenis.

Cualquiera podía vivir allí eternamente, sin necesidad de salir al exterior. Un minicampo de golf, máquinas de juegos, viejas y modernas, una docena de paneles, pantallas, sensores de comunicación, entretenimiento o placer…

Patricio Munro, responsable de Ediciones Mun, tenía unos cincuenta y pocos años. Alguna operación correctora le hacía parecer, sin embargo, mucho más joven, en torno a los cuarenta. Llevaba el cabello largo. Al entrar él, se quitó sus gafas lectoras, las dejó sobre la mesa y se puso en pie.

Se puso en pie.

Todo un detalle.

Estela se retiró en silencio, como una mariposa aleteando en torno a un parque lleno de vida.

–¿Señor Salvador?

Más que la leyenda que lo envolvía o el peso de sus ojos acerados, lo que sintió Jordi fue la forma en que lo miró, la manera en que aquellas pupilas lo atravesaron, igual que si todavía llevase sus gafas lectoras y él fuese un libro invisible colgado de ellas.

La mano era firme.

El apretón, sincero.

Y también rendido.

–Es increíble –fue lo primero que dijo el editor.

Jordi no supo a qué se refería.

–Creo que los conozco a todos, a unos porque los he editado, a otros porque han estado aquí suplicándomelo, y a muchos más por el simple hecho de verlos aquí o allá. Pero usted…

–Desconcierto, ¿verdad? –se atrevió a decir él.

–Puede jurarlo –se echó a reír–. ¿Un néctar?

–No, gracias.

–Bien, bien, ¿nos sentamos?

Abandonó el amparo de su mesa, una reliquia del pasado de no menos de cien o doscientos años, lo único viejo de aquel lugar, y lo acompañó hasta una de las esquinas. Patricio Munro se sentó en la butaca de la pared. Jordi captó el detalle: para él la otra, con la luz de cara.

Significativo.

–¿Moldeado o libre? –preguntó el editor, señalando el mando operativo de la butaca.

–Libre. Está bien así. No me gusta que me opriman.

–Estoy de acuerdo –asintió el hombre–. Seré de la vieja escuela, pero esas butacas automáticas que nada más sentarte se acoplan a tu trasero… ¡Bah! –hizo un gesto de asco con la mano–. ¿De verdad no quiere un néctar?

–No, gracias.

–A mí me los traen de China. Ambrosía pura. Es de las pocas nuevas tendencias que aprecio –cabalgó una pierna sobre la otra y chasqueó la lengua.

Daba la sensación de que los prolegómenos habían terminado.

Llegaron los últimos segundos de silencio.

Las miradas finales.

Y de pronto…, el pistoletazo de salida.

–No parece nervioso.

–¿Tendría que estarlo?

–Ha escrito un libro, lo ha mandado a la mejor editorial y hoy recibirá el veredicto. Eso puede provocar muchos nervios.

–Si el libro fuera malo, ni me habrían contestado. Si fuera mediocre, lo habrían hecho con una amable carta excusando su publicación. Si fuera interesante, me habría citado alguno de sus editores para sugerirme cambios o darme consejos, sin que ello significara que fueran a publicarlo, solo abrir la posibilidad. En cambio estoy aquí, con usted, en su despacho. Cita a las once en punto. Y no he sido avisado por carta o correo electrónico. Me han avisado por teléfono, para estar seguros de que yo recibía el mensaje –Jordi sonrió–. No hay que ser muy listo para saber que el libro les ha gustado, y no solo a todos los que lo han leído, sino también a usted, que tiene fama de leerse únicamente el uno por ciento de lo que publica.

–¿Cómo sabe que lo he leído?

–Por la forma en que me mira.

–¿Y cómo sabe que me ha gustado?

–Por la forma en que no me mira.

–Explíquese.

–Me mira incrédulo. Mi novela es buena. Algo bastante insólito en una ópera prima, y más de un completo desconocido. Sí, yo soy el que la ha escrito. Y no me mira rendido porque espera mis nervios, o porque quiere negociar con ventaja, o porque antes quiere tantearme, o porque se supone que usted es el más experimentado y yo un simple pardillo. Es decir, casi una relación de padre a hijo.

Patricio Munro soltó una carcajada.

–Tiene huevos –reconoció.

–No. Solo supongo que soy joven. Pero también sé muy bien lo que he escrito.

–¿Tan seguro está?

–Sí.

–¿Por qué?

–Es cuestión de piel.

–¿Ha leído mucho?

–Desde que era niño. Todo lo que he podido. Por eso me consta que no hay nada como mi novela.

Patricio Munro movió la cabeza levemente, arriba y abajo, un par de veces.

–De acuerdo –claudicó el editor, levantando las dos manos en señal de rendición–. Las cartas sobre la mesa: estoy impresionado con su novela. Más aún: la considero una obra maestra.

–Gracias.

–No, no me las dé. Tiene todos los ingredientes, todos, para ser un best seller mundial, y sin renunciar a su enorme calidad, el estilo, la forma en que ha sido escrita. Yo… –pareció que le costaba reconocerlo– no encuentro parangón alguno en la narrativa actual. Es como si alguien hubiera corrido los cien metros libres un segundo más rápido de golpe, situando el récord mundial en un tope inalcanzable –lo miró con seriedad, muy fijamente, ya sin caretas–. Sin duda estamos ante una de las grandes obras de los últimos cien o doscientos años. Tal vez la mejor novela en lo que llevamos de siglo.

Jordi Salvador Mur no se inmutó.

No pareció vanagloriarse, ni actuar con prepotencia, ni mostrarse engreído.

Simplemente no se inmutó.

–Gracias –dijo.

–¿Por qué la ha escrito ya tanto en español como en inglés?

–Mejor así, ¿no? No quiero que un traductor estropee mi estilo.

–Es la misma obra con dos músicas diferentes. Y las dos funcionan, emocionan, son mágicas –ponderó Patricio Munro.

–Tendrá la versión china en unos días.

–¿También?

–Sí.

–¿Cuántos idiomas habla?

El escritor novel no respondió a la pregunta. Después de todo, los nuevos implantes favorecían las traducciones simultáneas, aunque eso no sirviera para escribir una novela como la suya.

–¿Puedo preguntarle cuándo la editará?

–¿No le interesa conocer antes las condiciones?

–No.

–¿No?

–Soy novato. Y ni siquiera tengo agente. ¿Para qué? Sé que hay un avance de derechos a la firma del contrato y que después ese avance se deduce de las liquidaciones. En lo único que sí quiero negociar es en los derechos cinematográficos, porque solo si yo apruebo el proyecto se podrán ceder. Lo demás…, burocracia, y la burocracia me aburre, se lo aseguro. Cuando un escritor lleva un libro a un editor es como si le vendiera parte de su alma al diablo. Hay que aceptarlo.

–Impresionante.

–Ni siquiera creo que editándomelo yo me fuera mejor. Prefiero el respaldo de una editorial grande que luego gestione mis asuntos.

–¿Seguro que no quiere un agente literario?

–No. Lo único que haré será llevar el contrato a un abogado.

La nueva mirada de Patricio Munro fue de desconcierto.

Absoluto.

–¿De dónde sale usted?

–Llevo años preparándome para esto, nada más.

–Pero una primera novela así…

–Se lo repito: no he hecho nada hasta estar seguro de ella.

–¿A qué se dedica?

–Soy informático. Diseño software, programas, sistemas robóticos… Cosas así, ya sabe.

–¿Un cerebrito?

–No, pero de niño caí dentro de un ordenador, como Obélix y la poción mágica.

Patricio Munro volvió a reír.

–Encima tiene sentido del humor.

–Es necesario; de lo contrario, el mundo se te come –unió las dos manos sobre el regazo–. En serio, ¿cuándo la publicará?

–Después del verano, para presentarla en las ferias de Frankfurt y de Guadalajara. ¿Sabe que son las dos ferias literarias más importantes del mundo?

–Sí.

–Una es a comienzos de octubre y la otra a fines de noviembre. Haremos un despliegue en ambas, se lo aseguro. Va a ser un lanzamiento a escala mundial.

–Me alegro.

–Va a ser rico, amigo mío.

–Eso no me importa. Lo que quiero es pasar a la historia de la literatura.

–Pues delo por hecho. ¿Qué edad tiene?

–Veintisiete.

–Dios… –mostró su impresión–. ¿Veintisiete?

–Sí.

–¿Naturales?

–Naturales.

–Por un momento he pensado que tal vez ya hubiera cumplido los treinta, o más, y que se había hecho alguna modificación.

–No, todavía no.

–Y ha escrito esto… con veintisiete años.

No fue una pregunta, fue una aseveración.

El último acto de rendición.

–Haremos el borrador del contrato de inmediato –adoptó finalmente su pose de empresario, pero sin abandonar la corriente de admiración y simpatía que sentía por él, y también de gratitud, por haberle confiado aquella novela–. Será el lanzamiento del año, de la década. Vamos a apostar por usted, créame. Prepárese para lo que le viene encima, amigo.

–Lo estoy. Siempre lo he estado.

El editor pulsó un recuadro de su reloj de muñeca. Casi al instante, Estela reapareció en la puerta de su despacho. La secretaria se hizo más diosa que la primera vez, enmarcada por la luz azulada de la entrada. Su cráneo brillaba con matices muy sensuales. Acariciarlo debía de ser la plenitud.

–Estela, enséñale a nuestro joven escritor toda la editorial –le ordenó Patricio Munro–. Y cuando digo toda, quiero decir toda. Sé su anfitriona. Llévale a diseño, promoción, edición… Ah, y a administración, para que ya les dé todos sus datos –apuntó a la mujer con un dedo y añadió–: Mímalo, porque desde ahora será nuestra nueva estrella, ¿de acuerdo?

–Sí, señor Munro –contestó Estela, mostrando una sonrisa muy comedida, tan elegante como profesional.

Luego lo miró a él de forma muy diferente.

Ojos como soles.

El editor se puso en pie. Jordi Salvador Mur lo imitó.

Se dieron la mano otra vez.

–Comeremos juntos.

–Gracias.

–Hemos de conocernos bien.

Quería decir: «Lo he de saber todo de ti, chico».

Cuando los vio salir de su despacho, no perdió ni un segundo. Regresó a su mesa y se colgó un teléfono del oído. Le bastó con decir el nombre de la persona con la que quería hablar.

–Nelia.

La espera fue breve.

–Hola, Patricio.

–Lo acabo de conocer.

–¿Y?

–Alucinante. Joven, tranquilo, despreocupado, seguro… Casi inquietante.

–¿Por qué casi inquietante?

–No parece real. ¡Y solo tiene veintisiete años! ¿Te das cuenta? Un genio así sale una vez cada cien años. Es un filón, Nelia, un filón de verdad. Vamos a ganar más dinero que en toda nuestra vida.

–Otras veces…

–No, esto es diferente. Las otras veces eran apuestas y dependían del mercado. Esta vez no. Todos los que hemos leído la novela estamos seguros. Nos ha hecho reír, llorar, emocionarnos, no nos ha dejado ni dormir… ¡Es lo más fantástico que he visto jamás! ¡Y es mía, mía! ¡Ese chico será inmortal, pero yo voy a ser su editor y descubridor! ¿Te das cuenta, Nelia? ¿Te das cuenta?

Capítulo segundo

Max

LLEGÓ a su casa, al pie del Tibidabo, y lo primero que hizo al meterse en el ascensor fue mirarse en el espejo.

Repitió la escena al entrar en su piso.

Los espejos.

Como viajar en el tiempo.

Estaba solo, así que sonrió largamente.

Tan largamente que acabó estallando en una carcajada.

–Luces.

La estancia se iluminó muy despacio.

–Tonalidad nueve.

La luz se estabilizó en un punto.

–Música, volumen siete. The Phantoms of Klingon Stars, canción Venus.

El tema era muy suave, aunque crecía lentamente a lo largo de sus siete minutos de duración. Llevaba algunas semanas siendo su favorito. La mezcla de guitarras y electrónica, de ritmos y estilos, la voz de Amanda DeLuxe…

Dejó la chaqueta en una silla y cruzó la ultramoderna habitación principal, con todos los sistemas incorporados. Se detuvo en la siguiente puerta y aguardó a que el lector visual lo reconociera. Después utilizó la voz, con su clave, para consolidar el acceso.

–Argon veintisiete.

La puerta se deslizó hacia un lado.

Cruzó el umbral y la habitación se selló a su espalda. La luz y la música pasaron de la primera estancia a la nueva.

Su universo.

Porque allí estaba todo.

Todo.

Sus equipos informáticos, sus superordenadores, la obra de su vida, la nueva inteligencia artificial, las máquinas que diseñarían el futuro… Cuando le llegase la hora a ese futuro, porque, de momento, eran solo suyas.

Exclusivas.

Jordi Salvador Mur se sentó en la única butaca del complejo.

Su trono.

Una vez en ella, dejó que la música siguiera sonando, y sonando, y sonando, hasta que el tema alcanzó el clímax y estalló en una orgía de sensaciones auditivas y emocionales.

Era como tener a Amanda DeLuxe dentro de su cabeza.

Pensó en poner uno de sus vídeos holográficos, pero se abstuvo.

Era su gran día.

No necesitaba compartirlo con nadie.

En unos meses podía conocer a Amanda, estar con ella, pedir que la incluyeran en la película de la novela, como actriz y cantante.

En unos meses sería un dios.

Con el mundo a sus pies.

Porque los buenos libros perduraban siempre.

Acabó la canción y el sistema enmudeció.

–Max –dijo entonces.

El gran ordenador central se iluminó.

Y con él, todos los sistemas conectados a su cerebro.

–Buenas tardes, Jordi.

Lo había construido como un fiel sirviente, educado y tranquilo. Un compañero con el que incluso discutía, pero siempre dentro de unos márgenes muy específicos. Max era más complaciente que una esposa, más fiel que un esclavo, más eficaz que mil criados, más rápido que…