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Una forma de convertir la lengua y la literatura en trepidantes y entretenidos pasatiempos. Gertru, conocida por sus alumnos como «la GEO», es una estricta profesora de lengua que está muy descontenta con los alumnos de la clase de tercero B. Cuando el resto de profesores hace una apuesta que perderá el que suspenda a más alumnos de la clase en cuestión, la mujer decidirá ponerse manos a la obra para no quedarse rezagada. Solo tres muchachos parecen resistirse a sus esfuerzos, así que les someterá a una serie de singulares pruebas para superar su asignatura.
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Seitenzahl: 97
Veröffentlichungsjahr: 2021
Querido Lector
El número uno
Dos años de vacaciones
Tres ratones ciegos
El signo de los cuatro
Cinco horas con Mario
Hermanito y hermanita y otros dieciséis cuentos que no están en los libros
El misterio de las siete esferas
La caza del snark: una agonía en ocho espantos
Los nueve libros de la historia
Diez días de junio
Once
Doce pistas falsas
Trece contra la banca
Catorce ciudades contando Brooklyn
El método 15/33
16 mujeres muy, muy importantes
Diecisiete
Usos amorosos del dieciocho en España
19 figuras de mi historia civil
Veinte años después
Agradecimientos
Créditos
Cansado de «matar» profes, aunque no en el sentido literal de la palabra, pensé dejarles algo de margen a ellos para que sacaran un poco de pecho. Por eso, después de cuatro asesinatos, me pasé a las venganzas. En El asesinato del profesor de matemáticas, se trataba de resolver un extraño crimen. En El asesinato de la profesora de lengua, una maestra enloquecía y era ella la que se convertía en presunta asesina. En El asesinato del profesor de música, la trama giraba en torno a un secuestro y a un posible deceso espantosamente orquestado (y nunca mejor dicho lo de orquestado, ya que hablamos de música). Finalmente, en El asesinato de la profesora de ciencias, otra maestra la emprendía a venenazos con los alumnos responsables de haberle destrozado el laboratorio. Tras esto, escribí La venganza del profesor de matemáticas, donde un respetable maestro decidía llegar a la jubilación dando un escarmiento a sus tres peores pesadillas en forma de estudiantes. Ahora le toca el turno de vengarse a la profesora de lengua. Pero, tranquilos, os vais a reír un buen rato. ¡Ojalá hubiera tenido yo una maestra como la GEO! ¡Qué envidia me dais! Hala, jugad y leed. Dicen que «la venganza es un plato que se sirve frío», pero este libro está lleno de calor y buen rollo.
Leopoldo Alas, Clarín
LA CULPA fue de «ellos».
Los «profes».
¡Oh, sí!
Como siempre, estaban en la sala de reuniones, su fortín privado, charlando distendidamente de sus cosas.
Diálogos y conversaciones de máxima erudición, por supuesto.
—No, si este año nos vamos a Segunda, como si lo viera.
—Tengo un dolorcillo aquí…
—¡Los del banco me han subido la hipoteca!
—Yo no sé lo que hago para engordar tanto. ¡Pero si apenas como!
—Hace calor, ¿verdad?
—Creo que he pillado algo.
Entonces se abrió la puerta y entró en escena ella: la profesora de lengua.
Gertrudis.
Los colegas la llamaban Gertru.
Los alumnos, GEO.
Por los GEO, claro. El Grupo Especial de Operaciones, la unidad de élite del Cuerpo Nacional de Policía.
Y eso que era un trozo de pan.
Con su genio, sí, pero pan, pan, pan.
—Gertru, estás roja —dijo una de las profesoras de Ciencias.
—Pareces a punto de estallar —dijo uno de los profesores de Matemáticas.
—¿Has tenido clase con los verdes?
Los «verdes» eran los de tercero B.
Los llamaban así por eso mismo, porque era el curso más verde de todos. Más o menos como frutas que no acababan de madurar.
Gertru se dejó caer sobre una silla. Parecía sobrepasada.
—¡Si es que hay para matarlos! —suspiró.
Primero, no se oyó una mosca. Unos estaban de pie, con una taza de café o un refresco en las manos. Otros, sentados en torno a la mesa llena de papeles. Contando los de todos los cursos, eran una docena y media de maestros y maestras.
Luego, se echaron a reír.
—¡Vaya novedad!
—¡Sí, noticia fresca: se vende hielo!
—¡Parece que se hayan juntado todos y todas las lumbreras del instituto en ese curso!
Más risas.
La expresión de la profesora de lengua era de dolor de estómago.
—Si es que para que lean un libro hay que… —Ni siquiera encontró una fórmula eficaz, por fantasiosa que fuera, de expresarlo—. ¿Para cuándo se inventará eso de inyectarles un chip con todo lo necesario?
Y, entonces, uno de los nuevos profesores de matemáticas, optimista y jovenzuelo él, lleno de buen ánimo y mejor voluntad, dijo aquello:
—¡Pues yo este año me he conjurado para que aprueben todos!
Se lo quedaron mirando.
—¿Y cómo vas a conseguir eso? —preguntó la profesora de educación física.
—Sí, ¿vas a aprobarles sin más? —gruñó uno de los profesores de sociales.
—Les diré que, si aprueban todos, les regalo algo, o los llevo a hacer un viaje, o… lo que sea. ¿Y qué os apostáis a que lo consigo?
Empezaron a discutir entre sí. Unos preguntándose qué viaje podría interesarles, otro riéndose de la peregrina idea del regalo. La única que no hablaba era la profesora de Lengua, la más veterana de las que impartían la asignatura allí.
Gertrudis, Gertru, la GEO, tenía muy pocas ganas de decir nada.
Pero sus compañeros y compañeras subían el tono.
Como niños y niñas en Nochebuena.
—¡Si tú consigues que los verdes aprueben, sin hacer trampa, yo también! —se puso chula una de ciencias.
De pronto, estalló un coro de voces.
—¡Lo mismo digo!
—¡Y yo!
—¡Yo también!
Después del respectivo alardeamiento, el joven profesor de matemáticas cruzó los brazos sobre el pecho, los barrió con una mirada felizmente despreocupada, y los retó:
—¡Vale, apostemos: el que catee a más ha de pagar un cenorrio!
Gertrudis, la profesora de lengua, que hasta este momento no había abierto la boca, frunció el ceño.
—¡Haz el favor de hablar bien, que no cuesta nada! —protestó.
—¿Yo? ¿Qué he dicho?
—«Cenorrio».
—Bueno, ¿qué pasa?
—Si nosotros hablamos mal, ¿qué harán ellos?
—Mujer, que aquí estamos en la sala de profes.
—«Profesores» —le corrigió de nuevo—. Y se dice «cena», no «cenorrio».
La profesora de lengua era cien por cien purista.
Decía que hablar bien no costaba nada.
—Bueno, ¿te sumas al reto o no?
Sabía que le tocaría pagar a ella.
Lo sabía.
Sobre todo teniendo en la clase de tercero B a aquellos tres elementos tan, tan, tan…
Ni siquiera encontraba una palabra para definirlos.
Bruno, Berta y Benito.
Las tres B.
—¿Vais a jugar limpio? —preguntó al resto de profesores.
—¡Pues claro! —Se hicieron los dignos—. ¡Nadie va a aprobar a ninguno de ellos solo por ganar una apuesta! ¿Verdad?
—¡Verdad! —anunciaron también todos.
—¡Somos unos profes estupendos! —se animó el de matemáticas.
—Y profas —se apresuró a poner la nota feminista la de gimnasia.
—¡Esta vez conseguiremos abrirles la molleja todo lo necesario! —proclamó una entusiasmada profesora de ciencias.
—¡Que se preparen! —agitó el puño el profesor de religión—. ¡Voy a meterles los dogmas por… por…!
Se lo quedaron mirando expectantes, esperando una barbaridad.
Gertrudis bajó la cabeza y cerró los ojos.
Se habían vuelto locos.
Y ella estaba sola.
Muuy sola.
Julio Verne
POR SUPUESTO, ningún estudiante supo nada de la apuesta, pero sí notaron todos, desde aquel día, que los profesores les ponían más empeño y ahínco a las clases.
—¡Venga, que podéis conseguirlo!
—¡Este año pasaréis el verano de fábula!
—¡Ni un suspenso!
—¡Será fantástico!
—¿Os imagináis llegar a casa con todo aprobado?
No. Los más recalcitrantes no podían imaginarlo. Era algo así como un sueño, una utopía. Siempre caía una. El que no flaqueaba en matemáticas flaqueaba en física, y el que no flaqueaba en química lo hacía en lengua.
¡Ah, la lengua!
Esa era la peor, porque la GEO no dejaba pasar ni una.
—¿Es que no veis que si no habláis bien se os cerrarán todas las puertas? —decía.
—¿Es que no os dais cuenta de que la incultura se huele? —decía.
—¿Es que no comprendéis que el lenguaje es la clave de todo? —decía.
—¿Es que no veis que saber leer bien, y entender lo que se lee, es básico para cualquier actividad? —decía.
—¿Es que no os dais cuenta de que saber escribir correctamente es la llave para mejorar? —decía.
Y sí, se daban cuenta, lo veían, lo comprendían, lo entendían, pero…
Las quejas eran constantes.
—¿Por qué he de escribir a mano? ¡Me canso y me duele! ¡Se me agarrotan los dedos! ¡Nadie escribe a mano! ¡Para eso están los ordenadores y las impresoras!
—¿Hacen falta quinientas páginas para contar una historia?
—¡Yo intento concentrarme, y leer, pero tengo tantas cosas en la cabeza que no puedo!
—¿Qué les cuesta a los escritores emplear un lenguaje más NORMAL, con palabras NORMALES que todo el mundo conozca? ¡Escriben raro para fastidiar, para que veamos lo listos que son!
La profesora de lengua se llevaba las manos a la cabeza.
—¡Saber escribir a mano y con buena letra es elemental! ¿Qué haréis el día que haya un apagón tecnológico y el mundo se quede sin nada? ¡Y, sí, hay novelas tan buenas que quinientas páginas incluso son pocas! ¡Los escritores no escriben raro, escriben como sienten las cosas! En cuanto a lo de la concentración… ¡Os distraéis con el vuelo de una mosca! ¡Lo único que tenéis en la cabeza es un agujero negro, como el de los móviles, por donde se os escapa la energía!
Gertrudis era muy, muy, pero que muy antimóviles.
Y anti redes sociales.
Y…, bueno, da igual.
Lo que más les afectaba era lo del «apagón tecnológico».
Imposible, claro.
Ni siquiera podían entender que ANTES no hubiera móviles, ni redes sociales, ni YouTube, ni…
¿PERO CÓMO VIVÍA LA GENTE?
Lo curioso es que era la más progre de los profesores y profesoras del instituto. Le gustaba la música, iba a conciertos de rock y de lo que fuera, bailaba, iba al cine, al teatro. A ellos les costaba imaginarla fuera de la escuela, pero corrían voces…
—Los fines de semana se desmelena.
—Dicen que la han visto en un karaoke.
—No, fue al cine a ver la última de Tarantino.
—Se pone una cazadora de cuero, unos vaqueros y buenooo…
Encima, resultaba que sus métodos de enseñanza eran bastante peregrinos. Tanto que la dirección del instituto a veces la llamaba al orden, para que se ciñera más al programa escolar. Ella se resistía. Para hacerles amar la poesía les ponía grandes canciones de rock. Para que comprendieran las palabras les ponía juegos tales como buscar las que tuvieran cinco aes, o todas las vocales, o las que fueran palíndromos, bifrontes…
En el fondo, la querían.
Todos y todas.
Incluso Bruno, Berta y Benito.
—Bruno, tú eres bueno en matemáticas. Berta, tú eres un genio con la física. Benito, lo tuyo es la química y mezclar potingues. No entiendo cómo la lengua no os entra.
Las tres B se esforzaban.
Entre unas cosas y otras, llegó el final de curso, los exámenes. Por si acaso, Gertrudis ya había ahorrado para pagar la cena a todos sus compañeros y compañeras. Algunos iban a suspender a uno de sus alumnos, o a dos. Pero a tres…
La profesora de Lengua les puso el examen final y una redacción. Para hacérselo más fácil, les anunció que no iba a ser sobre algo concreto, sino de tema libre.
Mejor, imposible.
Hicieron el examen.
Agatha Christie
NO SE oía una mosca en clase.
Todos y todas esperaban el veredicto.
Y la GEO se lo tomaba con calma.
¡Les hacía sufrir!
Los que esperaban una nota máxima, se preguntaban si la habrían conseguido. Los que confiaban en un notable, se preguntaban si, con suerte, habrían llegado un poco más allá o si, con menos suerte, solo habrían aprobado. Los que se contentaban con aprobar, cruzaban los dedos confiando en haber cumplido las expectativas. Y los que rozaban el suspenso…
Esos pedían un milagro.
Aunque no todos.
