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Un ejemplo de cómo llegar a ser lo que uno desea. Pachi tiene clara su vocación desde muy jovencito: quiere ser payaso. Pero primero tendrá que encontrar su especialidad en el arte de hacer reír. Enseguida descubrirá que lo suyo son los chistes malos, y a partir de ese momento hará todo lo posible por lograr su sueño, enfrentándose a su propia familia si es preciso. Menos mal que su abuelo creerá en él y le echará una mano para que logre su objetivo.
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Seitenzahl: 94
Veröffentlichungsjahr: 2022
No hay nada mejor que un chiste «tonto». Uno de esos chistes cortos que te hacen reír por simples y porque casi siempre te pillan desprevenido. Sueles decir a quien te lo haya contado: «¡Qué malo!»… Pero te ríes, y mucho, no lo niegues. Hay verdaderos expertos en contar chistes tontos y malos. Pueden soltarlos a montones.
Yo soy uno de ellos.
Y por esta razón he escrito este libro.
¿Os imagináis a un payaso capaz de contar chistes breves como una ametralladora, y además de hacerlo imperturbable, como si tal cosa? Pues este es el personaje de esta novela. Vais a reíros un buen rato y tenéis licencia para apuntaros los chistes, memorizarlos y sorprender al personal en cualquier cena familiar, fiesta o en la escuela para quedaros con todos ellos.
Tontos o malos, no hay nada mejor que hacer reír a la gente. Muchos lo necesitan, en serio. No tenéis más que salir a la calle y ver cuánta cara avinagrada anda suelta por ahí. Un buen chiste es mejor que una aspirina.
Palabra de payaso.
EN EL QUE SE CUENTA CÓMO PATRICIO, NACIDO PARA SER FELIZ, PASÓ A LLAMARSE PACHI Y SU VIDA EMPEZÓ A CAMBIAR
PATRICIO NACIÓ un 20 de marzo, Día Mundial de la Felicidad. Y eso le marcó para siempre. Uno nace el 14 de febrero y está hecho para el amor, pero si nace el 28 de diciembre entra en un bucle anual de bromas y si lo hace un 7 de julio, ya sabe lo que le toca: ir a los Sanfermines. O peor, un 19 de marzo, y te queman en las Fallas. Nació al día siguiente y se libró por un pelo. También pudo haber nacido en abril, mes de fiestorros sevillanos, o en Nochebuena, en plan Niño Bueno Jesusito de mi vida. Pero no, no: nació el 20 de marzo.
Así que estaba condenado a ser feliz.
Y le puso empeño, desde que nació.
Oh, sí.
Lo malo es que su cara no daba para mucho.
Desde que empezó a darse cuenta de la realidad, y entendió lo que decían sus mayores, comprendió que la vida no siempre era justa ni ayudaba a los que, como él, estaban predestinados a ser felices.
¿Quién está tranquilo oyendo cosas como estas?:
—Tiene las orejas demasiado separadas, ¿verdad?
—Sí, en la escuela se meterán con él.
—Y los dientes tan torcidos…
—Bueno, eso se arregla con hierros y esas cosas.
—¿Por qué será tan pálido? Parece un draculín.
—Querrás decir vampirín.
—Tiene la piel blanca, qué le vamos a hacer.
—¿Tú crees que crecerá más?
—Un poquito sí, seguro.
—A lo mejor de mayor puede operarse la nariz.
—Eso fijo. Hoy en día hacen milagros.
—Menos mal que es listo.
Era listo.
Patricio se miraba en el espejo y se veía normal. Bueno, sí, no era tan guapo como el primo Enrique, ni como el niño de los del quinto, con sus ricitos de oro, ni como el guaperas del hijo del prota de la serie favorita de su madre, pero normal normal… sí era.
Vamos, que tenía dos ojos, dos brazos, dos piernas…
Cuando fue a su primera escuela, se encontró con la dura realidad.
—¿Cómo te llamas?
El nombre completo era Patricio Fernando Alberto. Él prefería:
—Patricio.
—¿Patricio qué más?
—Chinarro.
—¿Chi… qué?
—Chinarro.
Los niños y las niñas se echaron a reír. Todos. Se quedó muy desconcertado porque no esperaba aquello. Una niña se llamaba Mula, un niño Ballesta, otro Sordo y otra Monteverde. Sin embargo, se reían de él por apellidarse Chinarro.
Entonces uno dijo:
—¡Te llamaremos Pachi!
—¿Por qué? —preguntó.
—¡Pa de Patricio y Chi de Chinarro! ¡Pachi!
Y, mira por donde, lejos de enfadarse, le gustó.
Tenía… música.
Cuando llegó a casa se lo dijo a su madre:
—En la escuela me llaman Pachi.
—¡Qué tontería! —exclamó ella—. ¡Eso no es un nombre!
—Pues a mí me encanta —aseguró él.
—¡A ti no puede encantarte que te llamen Pachi! —se enfureció su madre—. ¡Iré a ver a la directora para quejarme!
—Mamá, si te quejas será peor.
No hubo forma. Su madre fue a quejarse y, cuando corrió la voz, lo de Pachi fue ya una institución. Peor aún.
—¡Pachi el mariachi!
—¡Pachi el chachi!
—¡Pachi llama a un taxi!
Tampoco fue tanto. Las aguas se calmaron y ya está. Pero Patricio ya no era Patricio. Era Pachi.
EN EL QUE SE CUENTA CÓMO PATRICIO, YA PACHI, DECIDIÓ SER ARTISTA DE CIRCO (Y ADEMÁS PAYASO)
EL SEGUNDO día más importante en la vida de Patricio…, perdón, de Pachi, después del de su segundo bautizo y cambio de nombre, fue cuando sus abuelos lo llevaron al circo.
Ya no había elefantes, ni leones, ni ningún bicho que pudiera alarmar a las asociaciones en defensa de los animales o los ecologistas, pero seguía habiendo trapecistas, malabaristas, funámbulos, magos y, sobre todo, payasos.
Los payasos, con sus coloristas ropas estrafalarias y sus enormes zapatones, eran patosos, tropezaban, se caían, daban vueltas sobre sí mismos, se les trababa la lengua, se equivocaban, pero hacían reír a todo el mundo. Todos tenían algo propio, personal, hasta los de apariencia más triste.
Sí, porque una cosa que impactó a Patricio…, perdón, a Pachi, fue que el maquillaje de casi todos los payasos, en lugar de reflejar alegría, lo que reflejaba era eso: tristeza. Incluso había uno con una lágrima pintada en la mejilla. Por encima de sus caras blancas se veían labios rojos con las comisuras caídas o exageradas cejas que les proporcionaban semblantes esperpénticos.
Los payasos parecían las personas más tristes.
Quizá por eso hacían reír.
La gente les tomaba cariño.
La idea de ser payaso de circo comenzó a anidar en Pachi aquella misma noche. Cuando llegó a casa se encerró en su habitación y se miró al espejo. Vio la cara de siempre, la tez pálida, las orejas salidas, los dientes mal distribuidos a la espera de los hierros-tortura que se los enderezarían, la nariz grande… Para ser payaso no importaba ser feo.
Lo único que valía era ser gracioso.
—¿Y qué gracia tengo yo? —se preguntó Pachi.
No tenía ni idea, pero, como era un niño, pensó que tampoco había prisa. Ya lo descubriría con el tiempo.
Desde aquel día vio muchas películas en las que salían payasos y entró en Internet en busca de referencias. Vio en YouTube vídeos de los payasos más famosos del mundo. Le encantó uno llamado Charlie Rivel. Comprendió algo esencial: no bastaba con salir a escena y tropezar o tener de compañero al payaso listo para hacer el tonto. Los mejores payasos trabajaban solos y tenían sus propios números. Su especialidad.
Siguió mirándose al espejo cada noche.
¿Cuál podría ser su especialidad?
Por si acaso, no dijo en casa que iba a ser payaso. Sus padres, como todos los padres, tenían altísimas y elevadísimas expectativas depositadas en él.
—Yo creo que es listo, ¿no?
—Sin duda.
—No lo parece, aunque…
—Lee mucho.
—Sí, y eso es buena señal.
—Tiene mucha vida interior.
—Muchísima.
—Habla poco, pero, cuando lo hace, siempre es para decir algo… inteligente, ¿verdad?
—Igual es un genio y no lo sabemos.
Esto último hizo que sus padres se miraran fijamente.
Por soñar…
Pachi trataba de vivir ajeno a todo ello.
Pero, claro, una cosa era tener cuatro o cinco años, y luego seis o siete, y otra muy distinta superar ya los ocho, tener nueve, estar a punto de llegar a los diez. Entonces los mayores hacían siempre la consabida pregunta:
—¿Y tú qué vas a ser de mayor, Patricio?
Un amigo les había dicho a sus padres que quería ser astronauta. Los dos comentarios fueron impagables:
—¡Ay, y lo que voy a sufrir yo cuando estés ahí arriba, en el espacio, solo, con todos esos meteoritos sueltos! —se alarmó la madre.
—¿Astronauta? ¡De la patada en el trasero que te voy a dar te pondré ya en órbita sin necesidad de que estudies! —gritó el padre.
Otro amigo anunció que le molaría ser buzo. Y lo mismo:
—Hijo, con lo pesado que eres no vas a necesitar escafandra para irte al fondo —se burló el padre.
—¿Y vas a estar todo el día en el agua? ¡Pues empieza por lavarte, guarro! —le soltó la madre.
Otros, ya se sabe, dijeron que querían ser policías, bomberos, youtubers o influencers.
Pachi, aunque solo fuera por tantear el terreno, dijo por primera vez:
—Voy a ser payaso.
Las respuestas de sus padres no se diferenciaron mucho de las de los padres del astronauta y el buzo.
—¿Payaso?
—¿Tú?
—¡No digas tonterías!
—¡Eso no es un trabajo!
—¡Todo el día de aquí para allá, en un circo!
—Y, además, tú no haces reír ni a una piedra.
—¡Dale duro a las matemáticas, eso has de hacer!
—¡Estudia algo con salida!
Lo de la «salida» le hizo gracia.
Se imaginó que era una autopista.
Sí, porque solo las autopistas tenían salidas. Yendo por un camino de cabras se podía salir por cualquier parte.
Pero lo que le hizo daño fue lo de que él «no tenía gracia».
Aquella noche, una vez más mirándose en el espejo, se repitió que tenía que encontrar «su gracia», su truco, su habilidad, lo que fuera.
Y, vaya por donde, lo descubrió entre los diez y los once años.
EN EL QUE SE CUENTA DE QUÉ MANERA DESCUBRIÓ PACHI QUE ERA UN GRAN CONTADOR DE CHISTES
EN REALIDAD, fueron una sucesión de pequeños hechos, encadenados, pero sorprendentes para la voracidad intelectual de Pachi, que ya tenía la parabólica puesta en aras de su vocación de payaso.
Hasta ese día, había visto a muchos payasos, pero ni quería copiarlos ni quería ser uno más.
Quería ser diferente.
Estaba en el patio de la escuela cuando su mejor amigo, Virgilio, le anunció:
—Me van a comprar un hámster.
—¡Qué bien! —dijo Pachi.
—¿Tú sabes de dónde vienen esos bichos?
—¿Un hámster? ¡Pues de Hámsterdam! —le soltó rápido de mente.
—¡Serás burro! —se echó a reír Virgilio.
Pero se rio tanto, tanto, que acabó con los ojos llorosos, dolor de estómago y de mandíbulas.
Una vez más, delante del espejo, aquella noche, Pachi repitió lo que acababa de decir por la mañana. Y se dio cuenta de algo: más que por el chiste en sí, lo gracioso era la forma en que lo había dicho, tan serio.
Con su cara blanca, la nariz grande, las orejas salidas y los dientes desordenados, a pesar de que ya le habían puesto los malditos hierros correctores.
Unos días después de lo del hámster, vio el monólogo de un cómico por televisión. El tipo era una especie de espárrago, larguirucho, alto y delgado, con cuatro pelos de punta en la cabeza y cara de alucinado. Contó varios chistes seguidos y muy rápidos. Tanto que, en casa, ni su madre ni su padre se rieron, porque no los pillaron. Pachi sí. Y se desternilló.
—¿De qué te ríes? —le preguntó ella.
—¡Ese tipo es buenísimo! —aseguró Pachi.
—Yo no le he visto la gracia —opinó su padre.
—Lo más importante de un chiste no es el chiste en sí, sino cómo contarlo —aseguró él.
Y, nada más acabar de decirlo, se quedó parado.
