El caballero de Olmedo - Lope de Vega - E-Book

El caballero de Olmedo E-Book

Лопе де Вега

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Beschreibung

El caballero de Olmedo es una obra de teatro de Lope de Vega basada en una leyenda y canción popular que narra un crimen que ocurrió entre Medina y Olmedo. Se trata de una tragicomedia romántica, con elementos propios de este género en su tradición clásica, como los celos, el amor, el desenlace fatal de su protagonista o la temática del destino como fuerza que se impone a los variopintos personajes.

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Seitenzahl: 175

Veröffentlichungsjahr: 2024

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El caballero de Olmedo
El siglo de oro del teatro español
Lope de Vega
Joaquín de Entrambasaguas
Manuel Carrión
Century Carroggio
Derechos de autor © 2024 Century publishers.es
Reservados todos los derechos.Presentación de joaquin de Entrambasaguas.Estudio preliminar de Manuel Carrión.Portadada:El caballero de la mano en el pecho, de El Greco.Isbn: 978-84-7254-549-6
Contenido
Página del título
Derechos de autor
PRESENTACIÓN
ESTUDIO PRELIMINAR
EL CABALLERO​ DE OLMEDO
ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
ACTO TERCERO
PRESENTACIÓN
LOPE  DE VEGA Y CALDERÓN DE LA BARCA
EN EL TEATRO DE LA EDAD DE ORO
por
JOAQUÍN DE ENTRAMBASAGUAS
Catedrático de Literatura Española 
de la Universidad de Madrid
Si se tratara de destacar en la Literatura Española el tema más inconfundiblemente suyo, el de mayor extensión y el menos estudiado en el fondo, habría de elegirse, sin posible error, el Teatro de la Edad de Oro -con razón llamado Teatro Nacional, mejor que Clásico, ya que es barroco en su casi totalidad- porque es lo más característico de aquella, a la vez que el más superficial y tópicamente conocido, aunque gran parte de la crítica lo ignore, dándolo por sabido y repitiendo siempre lo mismo sobre las mismas comedias. El Teatro de la Edad de Oro es de por sí un traslúcido espejo en que se refleja el pasado complicadísimo de nuestra nación, en una de sus épocas de mayor esplendor, cuya trascendencia nos llega, por su especial carácter, hasta nuestros días, explicándonos muchas cosas del vivir español.
I.  La creación cervantina del teatro español.
Tras una inquietud preceptista, de duda y de ensayo, durante una buena parte del siglo XVI, con los dispares y fecundos antecedentes de Juan del Encina y sus seguidores y la poderosa influencia de La Celestina como un punto de partida ya seguro, se intenta hallar una orientación determinativa de un teatro español, en un mar fructífero de contradicciones orientadoras: Torres Naharro, Gil Vicente, Lope de Rueda, Alonso de la Vega, Timoneda, Juan de la Cueva, Rey de Artieda.
Cervantes, genial en todo, es el que crea verdaderamente el teatro español, con una técnica propia, como la de su coetáneo Shakespeare.
El teatro de Cervantes es lo que hoy llamaríamos un teatro de ensayo; una adecuación de todos los precedentes elementos dramáticos, considerados así por su autor, dándoles forma definitiva.
En el prólogo de sus Ocho comedias y ocho entremeses, cuida Cervantes de hacer constar sus aportaciones propias y esenciales al teatro de su tiempo: su indudable éxito, antes de que le desplazara el Fénix; la reducción de «las comedias a tres jornadas de cinco que tenían», utópica renovación que se atribuyen asimismo Cristóbal de Virués y Rey de Artieda, respectivamente -ambos, por cierto, militantes con Cervantes en la batalla de Lepanto, en cuyos descansos pudieran haber tratado de ello, atribuyéndoselo cada uno a sí-  que ya había realizado, al menos, Francisco de Avendaño en 1551; el haber mostrado al público, en figuras morales, «las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma», esto es, la psicología de los personajes; si bien afirma que duda si las comedias que compuso fueron veinte o treinta, como si esta indecisión fuera posible en un autor... Pero se olvida de señalar otras innovaciones de mayor envergadura, como la creación de la «comedia de cautivos», de tono testimonial y realidad problemática; la invención del «entremés» -aceptando una vulgar designación, pero sin antecedentes ni consecuentes en su contenido- con su sentido protestatario y social; el hallazgo imponderable de la única posibilidad hispánica de tragedia pura, sin desvirtuar su concepción clásica, en cuyo tema nadie había pensado hasta él... Con razón podía sostener firme «el cetro de la Monarquía Cómica», como él dirá, con la única mano que podía mover, para empuñarlo, hasta que desapareció de ella, arrebatado por el arrollador Lope de Vega, al que dirige elogios, entre acusatorios e irónicos, teñidos de una justa amargura ...
II.   Lope de Vega y su nuevo Arte dramático.
Lope no es, contra lo que se viene diciendo, el creador del teatro español de la Edad de Oro, sino el extraordinario propulsor y difusor de su carácter nacional -para lo cual inventa una nueva técnica dramática que cumplirá su propósito-, digno, por su esfuerzo no menos genial que el de Cervantes, de que se le considere, como a este, «Monstruo de Naturaleza», con certera designación.
El teatro creado por Lope, con el triunfo del Barroco sobre el Renacimiento, le da sus características esenciales: una nueva ideología individualista de lo nacional frente a lo ecuménico; una realidad del vivir que ha de transformar en realismo literario estéticamente; un abandono de los cánones renacientes, mas no de sus formas; el fingir respetar un preceptismo que no sigue, para resguardarse de la reacción de la crítica culta -esto es, renacentista-; el apoyarse, además, en la reacción favorable con que cuenta y le hace gallear de «soy tan de veras español» como su obra, que fascina al pueblo y a la vez desata crecientemente la crítica de los preceptistas aristotélicos -a la que él sale al paso, presintiéndola en ataques públicos, porque pone en peligro su teatro, el modus vivendi con que cuenta, aunque finja hacerlo por complacer al público-; el dar extrañamente más importancia a su labor de poeta narrativo y el considerar su lírica pasmosa como un divertimento literario al servicio del amor humano y divino esencialmente...
Cuando la presión enemiga está a punto de estallar, poco antes de 1609, trata de acallarla con la meditada Jerusalén Conquistada, que titula nada menos que «epopeya trágica» -con el alarde pedante y erudito de sus preliminares y sus notas-, y sobre todo con el Arte Nuevo de hacer comedias en este tiempo, ambas aparecidas casi a la vez en ese 1609: la primera respaldada por un poderoso mecenas, el conde de Saldaña, hijo del prepotente duque de Lerma; la segunda, leída primero a la reducida Academia de Madrid -también mediatizada por el hijo de Lerma-, en donde expone lo que pueda contener a algunos de sus difamadores, más que halagarles. El Arte Nuevo, en efecto, ha de juzgarse como la más hábil y mejor farsa teatral del Fénix, que, en el fondo, si no tres actos, presenta tres aspectos entre su aparente didáctica y su disimulada contradicción: primero, demostrar que conoce toda la preceptiva dramática del Renacimiento y, que si no la sigue es porque, en sustancia, hay que escribir para el vulgo, para el pueblo, que es quien ha de verla principalmente; segundo, dar unas cuantas normas de lo que es esa «comedia nueva», en una discreta penumbra, si no nos deslumbran sus fulgurantes razones, que confirman en parte sus propósitos y en parte, también, dejan indecisos a quienes le oyen; y, tercero, una continuada burla de cuanto dice porque, queden o no satisfechos -al menos los contendrá hasta la Spongia (1617), en que la vanidad de Torres Rámila encubría a muchos de sus enemigos y envidiosos, como Suárez de Figueroa, y no, en cambio, a Góngora por su señorío y su desprecio-, en cierto modo se ha humillado ante ellos; no sé hasta qué punto porque se lo manda o se lo recomienda alguien que, amigo y admirador del Fénix, trata de conjurar la tormenta. Burla, también, porque Lope sabe que tiene detrás, de su parte, a todo un pueblo que no ha oído su poema, dedicado a una minoría, y que tampoco lo leerá cuando se publique, pasado el peligro, como raro apéndice de una edición de sus Rimas, a modo de relleno; a un pueblo que escucha, arrobado, sus comedias: «el senado», el público que le aplaude porque le idolatra -como un precedente de los «fans» de hoy, en mal hablar extranjerizante...-, los que tienen el retrato del poeta en su casa junto al del Rey  «Nuestro Señor», porque él lo es de la escena; los que fanáticamente le han dedicado un herético Credo a Lope, «poeta del Cielo y de la Tierra»; los que le saludan y le aclaman al cruzarse con él por la calle, ciegos a su arbitrario vivir; los que, según él, llaman a todo lo mejor «de Lope», hasta una pobre mujer a su entierro porque, cuando muere, le sigue en masa doliente Madrid, la Babilonia en que había nacido -como él dijo-, y también España entera, con resonancia en todo el universo. Porque a ese pueblo español, desde el Monarca al mendigo, le ha inundado para siempre de espíritu y poesía de España y de un acervo de todo lo nuestro que constituirá por sí mismo un siglo de opulencia nacional.
Y ante esto, de nada sirven las justas indignaciones de Cervantes, el hombre más claro de mente de la renacentista «generación de Lepanto», contenidas en reticencias continuas ante la audacia y el triunfo de aquel fecundo escritor de la barroca «generación de la Invencible»; ni aun el desdén de Góngora, que, siendo un docto humanista, trata de contener el Barroco con el Neorrenacentismo, aunque se halle inmerso con su obra en el mundo cotidiano, dentro del Barroco en que vive, y quiera imitar, como Cervantes, en alguna comedia, el prodigio lopiano.
Pero veamos, brevemente, las concesiones que Lope hace a la crítica sobre el inexplicable milagro para ella de su éxito evidente, ya que el gran descubrimiento de Lope es la certera interpretación del público.
Con no pequeño esfuerzo sacamos del Arte Nuevo, aparte de las conclusiones dichas, que sin su arte dramático propio -que voluntariamente transforma en espectro, rodeado de insufrible pedantería y de hábil falsedad las más veces- no se hubiera podido escribir ninguna de sus comedias «de qué modo las querría», sino dejando sólo entrever, para satisfacer la natural o acuciante curiosidad de quienes escucharían tan enrevesadas ideas del teatro, su indiscutible genio de la escena, más que de la literatura dramática -novedad indiscutible en la época-: «lo trágico y lo cómico mezclado», que perdura desde el nuevo concepto tragicómico de La Celestina:
«Harán grave una parte, otra ridícula, 
que aquesta variedad deleita mucho...»
«Pero no vaya a verlas quien se ofende», si no admite «pasar años, en cosa que un día artificial tuvo de término», al compás de «la cólera de un español», esto es, en tal caso, la impaciencia.
«Ponga la conexión desde el principio
hasta que vaya declinando el paso;
pero la solución no la permita 
hasta que llegue a la postrera escena,
porque en sabiendo el vulgo el fin que tiene
vuelve el rostro a la puerta y las espaldas
al que esperó tres horas cara a cara;...»
«Se imita la verdad sin duda» y el lenguaje, «que se tome del uso de la gente», «sea puro, claro, fácil»...
«En el acto primero ponga el caso,
en el segundo enlace los sucesos
de suerte que hasta el medio del tercero
apenas juzgue nadie en lo que para.
Engañe siempre el gusto, y donde vea
que se deja entender alguna cosa,
de muy lejos, de aquello que promete.»
En fin, El engaño a los ojos, la comedia fingida en burlas por Cervantes con la que pensaba tanto para el lector como para el maldiciente que, según galanes enamorados, bucólicas pastoras y porquerizos, soldados, él, le atacaba, «si no me engaño le ha de dar contento», a quien la conozca, porque merecía ser de Lope, como pensaría.             
El «engaño a los ojos», de Lope y del Barroco, que es el prodigioso teatro del Fénix. Pero este advierte en su poema que así, como le acusan, ha escrito –ojo para el que dude del éxito- cuatrocientas ochenta y tres comedias, y llegará a las mil ochocientas, sin duda ya para nosotros, aunque solo se conserven de él unas cuatrocientas.             
Y, para dar final digno a tanta servil preceptiva, unos versos en latín que acaso le diera alguno de los amigos latinistas que tenía, como propio remate              del Arte Nuevo, tan antiguo como difícil en el teatro: tener éxito de público, guste o no a la crítica.            
Pero esto que se nos ha quedado en la criba del recuerdo, después de​tantas lecturas del Arte Nuevo, desdeñando por ahora la granza de sus burlas e invenciones -con citas que le harían reírse de labios adentro-, ¿es lo que da la clave de la teoría dramática de Lope?             
¿Basta con la doctrina de su poema, en que se dirige, como en una comedia, a «los ingenios nobles, flor de España», a los cuales se muestra tan sabihondo y respetuoso, al parecer, para hacerles luego la higa, afinada en humor madrileño, con estos graciosísimos versos últimos:
«Oye atento y del arte no disputes,
que en la comedia se hallará de modo
que en oyéndola se puede saber todo.»?
III.    La creación y las fórmulas dramáticas del Fenix
Y si en el Arte Nuevo se concreta por el poeta su arte dramático con los recovecos señalados, a lo largo de sus comedias hay numerosas afirmaciones explicativas, contradictorias, que no aportan gran cosa a lo dicho. Pero de la lectura de la inagotable obra del propio Fénix se llega a una cierta conclusión de fórmulas que quedan patentes por su reiteración.
En su sincera y póstuma Égloga a Claudio nos da en un verso la base que rige su teatro:
«siempre ocupado en fábulas de amores»,
que nos descubre su característica más permanente y general: la trama amorosa, que intensifica, según las normas convenientes, hasta convertirla en el excipiente de su teatro, cuya dosificación se acoplaba en cada caso al argumento y a la acción, dando lugar a unos personajes fundamentales, representativos de las dos actitudes -seria y cómica- que conviven como antes se dijo. He aquí esta proporción geométrica, que desarrolla de modo literario y no matemático:
Dama    Galán
Criada    Gracioso
Planteada de esta forma la trama argumental, siempre lozana, es decir, la fábula de amores, en los dos planos simultáneos, la convivencia de la dramática lopiana adquiere una realidad vital y una doctrina; una fórmula escénica.
Ya no importa qué clase de personajes sean los de cada comedia, si concretos o abstractos, religiosos, históricos, mitológicos, caballerescos, coetáneos, fantásticos..., ni qué derivaciones puedan tener, desde desdoblar los términos de la fórmula en una acción principal y otra secundaria, paralela a ella, en que se distribuye armónicamente la acción, hasta sustituir los términos por otras potencias interpretativas que guarden la misma proporción y equilibrio, incluso creándose fórmulas derivativas de esta principal, según las necesidades argumentales de la obra, si es siempre esta fórmula impulsora de análoga cimentación arquitectural de la obra la que los mueve. El excipiente es el mismo, que se dosifica en cada caso: la trama amorosa que se intensifica hábilmente hasta ser lo dominante o reducirse al mínimo en caso contrario, pero siempre dando cohesión dramática, para el público, a los distintos elementos argumentales.
Porque otra fórmula característica de Lope en su arte escénico es la peculiar utilización de los argumentos, en relación con el formulismo dramático indicado, el cual le permite incorporar a su teatro no sólo toda clase de temas, sino incluso aquellos que, por su brevedad o su longitud, por su lejanía o su cercanía a la época del poeta, presentan distintos climas emotivos, que nunca otro dramaturgo se hubiera atrevido a dramatizar. Simplemente: a menos argumento, más «fábula de amores», y viceversa.
Las numerosísimas fuentes totalmente diferentes que esto requiere y, a la vez, Lope halla a su paso, más en la imaginación que en la vida o los libros, las trata unificando su complejidad en un escenario intemporal, donde su simultaneidad se hace posible; convirtiendo el pasado en presente y el presente en la trascendencia que lo llevará a la historia; fórmula esta que fue la clave de la interminable procesión de personajes que desfilan por el teatro de Lope, dándole una permanente y perdurable vitalidad.
Al seguir el Fénix su técnica dramática, al servicio de lo que se había propuesto, y mucho más estrecha y rigurosa, para conseguirlo, de lo que superficialmente se cree; considerándose al poeta sistematizador de un Teatro Nacional y de una extensísima escuela dramática, como a un desordenado improvisador -cuyo genio poético disculpa los defectos de su precipitación característica, y discutibilísima en muchos casos, no sujeta a normas ningunas, más que a las suyas-, había de suceder, sin remedio, que no se percibieran por la crítica sus demás fórmulas escénicas, como sus conceptos de los sentimientos y de los seres que los interpretan en sus obras, y se consideraran, estas, en tópicos reiterados.
Y, efectivamente, las situaciones dramáticas, provocadas por argumentos y acciones que siguen idéntico desarrollo, se reiteran, pero porque son inmejorables; las pasiones, y singularmente el amor, siguen los previstos cauces que las llevarán al desarrollo dramático y que no han de variarse porque se ha llegado en ellos a lo más perfecto; los personajes, de tal modo han sido cuidados psicológicamente -en lo que el amplio público de Lope puede percibir, que aparecerán como dechados en la máquina general de su teatro; en tipos que se han concebido ya para su papel en el desarrollo de la acción que fuere: la dama, el galán -no poco autobiográfico-, la criada, el gracioso -con donaire peculiar, con muy diversos matices-, el padre viejo, la madre que no quiere serlo... Los distintos personajes, tomados de la realidad, en una superposición de varios, hasta lograr la concentración de lo característico de cada uno, se reiterarán, como insustituibles, a lo largo del teatro lopiano. Hasta sus palabras, expresiones, sus situaciones escénicas son a menudo las mismas; sobre todo en cada período de su producción. Mas no se piense por esto que el Fénix no crea caracteres dramáticos. Por el contrario, pocos alcanzarán su altura psicológica en el teatro de su tiempo. Lo que sucede es que, conseguido el perfeccionamiento de cada uno, se reiteran casi siempre; y cuando un argumento o la acción de él, por circunstancias especiales, requieren situaciones o personajes análogos, sentimientos extraños a los habituales o tipos insólitos, el gran dramaturgo que es Lope no los evita: se emplea en ellos y procura convertirlos también en la creación formulística acostumbrada, que repetirá indefectiblemente si vuelven a surgir en su creación dramática, como igual los adoptarán sus discípulos. El espectador o lector de un número limitado de comedias de Lope se creerá ante un tópico continuo, sin descubrir ni paladear los maravillosos y delicados matices diferenciales que en cada caso dan vida a las situaciones, a los sentimientos, a los personajes, a todas las cosas, para las que el Fénix ha hallado una fórmula como para el armazón esencial de sus comedias, según percibía finamente Hebbel. Para el lector total y continuo del teatro de Lope -que exige, en verdad, este espectador permanente-, serán los innumerables y prodigiosos hallazgos de belleza dramática que en líneas generales quedan esbozados, y no tópicos, sino dechados que, además, el arte del dramaturgo convierte en poesía continua y popular.
IV.La escuela de Lope de Vega.
Sólo con un teatro de fórmula dramática puede surgir y desarrollarse una escuela teatral, en que pongan sobre ella su propia personalidad creadora, en mayor o menor intensidad, los autores que la constituyen; y así sucedió con la escuela de Lope de Vega, que llenó plenamente el siglo XVII, en que los autores dramáticos llegaron a ser legión y sus obras una cantidad increíble y única en la literatura del mundo, en que, entre mucho malo, aparecen figuras y obras de excepción.
Para no perdernos en este inabarcable mar de la escuela de Lope, haré una clasificación de los más importantes discípulos que la integran, prescindiendo de las derivaciones secundarias de cada uno, que, aunque de carácter general, es más científica que otras que se utilizan habitualmente:
a) Dos discípulos del Fénix con poderosa personalidad dramática, que no coinciden entre ellos, ni con el maestro, más que en seguir el formulismo lopiano que dominan hasta la rivalidad: Tirso de Malina y Ruiz de Alarcón.
b) Seguidores de la escuela de Lope de Vega en determinados aspectos y momentos de su evolución dramática: Guillén de Castro y el grupo valenciano que él corroboró y afirmó, y Francisco de Rojas Zorrilla, entre varios.
c) Imitadores del Fénix de fidelidad absoluta a su técnica y estilo dramáticos, incluso reflejando elementos concretos de Lope, hasta surgir, a veces, la confusión de alguno con el maestro, cuando no colaboran incluso con él: Luis Vélez de Guevara, Antonio de Mira de Amescua y Juan Pérez de Montalbán, los más conocidos.
d) Imitadores de Lope y de sus grandes discípulos -lindando, a veces, en el plagio descarado-, que no sólo siguen sus fórmulas y normas, sino que copian a menudo argumentos, escenas, diálogos, elementos diversos, sin dominar la técnica dramática del Fénix e imitando algunos de los últimos, asimismo, a Calderón de la Barca en su expresión poética, muy por debajo de ella: Salucio del Poyo, Jiménez de Enciso, Felipe Godínez, Belmonte Bermúdez, Cubillo de Aragón, Matos Fragoso, Diamante, Hoz y Mota, etc., etc., hasta constituir una verdadera muchedumbre de poetas dramáticos, que recuerdan más o menos lo superficial de sus modelos, convirtiéndolos, esta vez, en auténticos tópicos, aunque en ocasiones nos sorprendan con el hallazgo de una buena y original comedia.
e) Un refundidor del teatro de Lope de Vega y de su escuela, de excepción, que logra, muchas veces, perfeccionar diversas obras en una sola, Agustín de Moreto y Cabana, último dramaturgo importante, en cuanto a técnica, del Teatro Nacional, al que suceden ya los ridículos plagiarios de él, como Cañizares y otros.