El cine de pensamiento - AAVV - E-Book

El cine de pensamiento E-Book

AAVV

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Beschreibung

La imagen en movimiento, que nació inaugurando un nuevo régimen de la representación visual, implica la aparición de una novedosa forma de retórica audiovisual que supera los límites del lenguaje cinematográfico clásico y favorece el desarrollo de formas de pensamiento inéditas que amplían el régimen del pensar basado en la palabra. Este volumen presenta una serie de aproximaciones a distintas facetas del fenómeno cinematográfico que van desde la práctica de las vanguardias, pasando por el acercamiento a cineastas relacionados con el ensayo fílmico, como Herzog, Farocki o Rossellini, así como por el análisis de territorios conectados con la memoria o con el cine popular. Mediante estos enfoques diversos, se cubren las distintas facetas del pensar cinematográfico, que van desde la posibilidad de un pensamiento esencialmente fílmico al desarrollo de un pensar con el cine.

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Seitenzahl: 505

Veröffentlichungsjahr: 2014

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EL CINE DE PENSAMIENTO

FORMAS DE LA IMAGINACIÓN TECNO-ESTÉTICA

 

aldea global

27

 

CONSEJO DE DIRECCIÓN

Dirección científica

Josep Lluís Gómez Mompart (Universitat de València)

Javier Marzal (Universitat Jaume I)

Carles Pont (Universitat Pompeu Fabra)

Joan Manuel Tresserras (Universitat Autònoma de Barcelona)

Dirección técnica

Mònica Figueres (Universitat Pompeu Fabra)

Joan Carles Marset (Universitat Autònoma de Barcelona)

M. Carme Pinyana (Universitat Jaume I)

Maite Simon (Universitat de València)

 

CONSEJO ASESOR INTERNACIONAL

Armand Balsebre (Universitat Autònoma de Barcelona)

José M. Bernardo (Universitat de València)

Jordi Berrio (Universitat Autònoma de Barcelona)

Núria Bou (Universitat Pompeu Fabra)

Andreu Casero (Universitat Jaume I)

Maria Corominas (Universitat Autònoma de Barcelona)

Miquel de Moragas (Universitat Autònoma de Barcelona)

Alicia Entel (Universidad de Buenos Aires)

Raúl Fuentes (ITESO, Guadalajara, México)

Josep Gifreu (Universitat Pompeu Fabra)

F. Javier Gómez Tarín (Universitat Jaume I)

Antonio Hohlfeldt (Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre, Brasil)

Nathalie Ludec (Université París 8)

Carlo Marletti (Università di Torino)

Marta Martín (Universitat d’Alacant)

Jesús Martín Barbero (Universidad del Valle, Colombia)

Carolina Moreno (Universitat de València)

Hugh O’Donnell (Glasgow Caledonian University, Reino Unido)

Jordi Pericot (Universitat Pompeu Fabra)

Sebastià Serrano (Universitat de Barcelona)

Jorge Pedro Sousa (Universidade Fernando Pessoa, Oporto, Portugal)

Maria Immacolata Vassallo (Universidade de São Paulo, Brasil)

Jordi Xifra (Universitat Pompeu Fabra)

 

EL CINE DE PENSAMIENTO

FORMAS DE LA IMAGINACIÓN TECNO-ESTÉTICA

Josep M. Català (Ed.)

Universitat Autònoma de Barcelona. Servei de Publicacions

Publicacions de la Universitat Jaume I

Universitat Pompeu Fabra

Publicacions de la Universitat de València

Bellaterra; Castelló de la Plana; Barcelona; València

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni grabada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per­miso previo de los editores.

Edición electrónica

http://dx.doi.org/10.7203/PUV-ALG27-9432-8

Universitat Autònoma de Barcelona

Servei de Publicacions

08193 Bellaterra (Barcelona)

[email protected]

ISBN: 978-84-490-4454-0

Publicacions de la Universitat Jaume I

Campus del Riu Sec

12071 Castelló de la Plana

[email protected]

ISBN: 978-84-15444-12-1

Universitat Pompeu Fabra

Departament de Comunicació

Roc Boronat, 138

08018 Barcelona

[email protected]

Publicacions de la Universitat de València

C/ Arts Gràfiques, 13

46010 València

[email protected]

ISBN 978-84-370-9432-8

Primera edición en papel: febrero 2014

Imagen de la cubierta

Silla tranquilizadora de Benjamin Rush (1746-1813)

Diseño de cubierta

 

Índice

Prólogo

Josep M. Català

Bibliografía

El cine y la hermenéutica del movimiento: retórica y tecnología

Josep M. Català

1. ¿Pensar?

2. El cine y las máquinas

3. Cómo pensar el cine de pensamiento

4. ¿Qué es el pensamiento?

5. El film-ensayo

6. Imagen y pensamiento

7. Cine y filosofía

8. Eppur si muove

9. Retórica del pensamiento audiovisual

Bibliografía

Epistemología de la imagen mecánica en los años 20. De la vanguardia revelacionista a la ironía de retaguardia

M.ª Soliña Barreiro

1. Dispositivo y posibilidad de conocimiento

2. Movimiento, primer plano y percepción

3. Epistemología y regímenes escópicos de la modernidad

4. Vanguardia, autor y pensamiento

Bibliografía

Perder la cabeza al ritmo de la máquina

Jacobo Sucari

1. Imaginar el pensamiento: tecnologías del pensar

2. Pensar la imagen: ¿soñamos con imágenes o con proposiciones lingüísticas?

3. Pensar la emoción: pasividad y acción

4. El pensamiento hace imagen: el vídeo

5. Desplegar la pantalla, abrir el pensamiento

Bibliografía

El cine de lo real. La huella de Alexander Kluge, Werner Herzog y Harun Farocki

Fabiola Alcalá

1. Los orígenes

2. Pensar la guerra y sus consecuencias

Bibliografía

El cine en tv pensado por Rossellini

Ludovico Longhi

1. Introducción: Per pensare bisogna sapere

2. Todo empieza por un final

3. Siempre le quedará París

4. Renoir, Rouch y Tonti: la clepsidra afectiva

5. Un final abierto: las conclusiones imposibles

Bibliografía

James Bond en el diván: psicoanálisis y cinefilia en el 50 aniversario de la saga cinematográfica del agente 007

Elisabet Cabeza

Bibliografía

Segura al 95 %. La reintroducción del sujeto en la ficción detectivesca a partir de Zero Dark Thirty

José Antonio Palao Errando

1. 2012 y la CIA: ¿funciona Hollywood como un think tank?

2. La trama policíaca posclásica: la ficción forense

3. Zd30: Maya, la verdad y el sujeto

4. La imagen y el saber

5. La poética del making of y la función contexto

6. La transparencia barroca: pensar en la época de la imagen del mundo

Bibliografía

La memoria del cine o el cine que recuerda

Efrén Cuevas Álvarez

1. La memoria narrativa en el cine de ficción

2. La memoria en el cine de no ficción

Bibliografía

El lugar de la heterotopía en la mirada documental

Maria Luna

1. Justificación

2. Heterotopía, cronotopo y no lugar: alternancias y dislocaciones

3. La heterotopía documental

Bibliografía

El enigma paisajístico de «Acorazado Potemkin»: Eisenstein, Balázs y el origen de la estética del paisaje en el cine ruso

Carlos Muguiro

1. El pensamiento paisajístico de Béla Balázs

2. El pensamiento paisajístico de Eisenstein

Conclusión

Bibliografía

LOS AUTORES

Prólogo

Josep M. Català

Una de las suposiciones más arriesgadas de Griffith acerca del cine era que podía hacer que el público «viera pensamientos» en la pantalla.

Joyce E. Jesionowski

 

No deja de ser curioso el hecho de que la promoción del concepto de sociedad del conocimiento, por parte de los poderes fácticos durante la última década, haya coincidido con un claro retroceso del valor que se otorga al pensamiento en la mayor parte de los ámbitos donde ese tan alabado conocimiento debe ser producido, desde la academia a la política, pasando por el arte y la tecnología. ¿Será quizá porque el conocimiento que se pretende impulsar ya no es el mismo que aquel que antes de la promoción se apreciaba? Seguramente, puesto que da la impresión de que el conocimiento que circula ahora diligentemente por la sociedad se parece más a una mercancía que a un verdadero saber.

Este ejercicio no debe resultarnos sorprendente en un mundo en el que se dan con frecuencia transmutaciones de este tipo, un mundo que está viendo por ejemplo cómo la idea de democracia se expande poderosamente al tiempo que se vacía de contenido real, de la misma manera que la universidad se dispone a colmar el sueño democrático de poner el saber al alcance de todos cuando la mentalidad académica y política, fomentando al unísono un mismo delirio, confunde las necesidades sociales con las empresariales. El fenómeno concierne a unas sociedades como las nuestras que no han sabido articular su creciente complejidad y se han encontrado prisioneras de una dialéctica perversa por la que cualquier acción con voluntad generalizadora se debe efectuar, al parecer compulsivamente, en detrimento del valor particular de lo que se generaliza. La evolución de la oferta televisiva es un buen ejemplo de esta deriva, pero ni mucho menos el más importante. Estamos ante un caso claro de relación entre el todo y las partes cuyo desenlace Edgar Morin considera fundamental para articular cualquier modelo de pensamiento complejo.

Hago este inciso para poner de manifiesto que nuestra racionalidad ha alcanzado lo que Patrick Chabal denomina «los límites de su valor instrumental» (2012: 23). Ello le impide hacerse cargo de muchos de los problemas que la nueva situación –global, poscolonial y por lo tanto compleja– le plantea. Unas palabras del sociólogo alemán Ulrich Beck acerca de la figura trágica de la canciller Angela Merkel ilustran certeramente el problema: «como persona formada en las ciencias naturales, Merkel parece incapaz de ver las consecuencias laterales de su política» (El País, 5-5-2013). Este libro no trata directamente de estos fenómenos, pero su intención de estudiar el cine como forma de pensamiento se instala en la frontera de la racionalidad actual para vislumbrar lo que puede haber al otro lado, un lugar en el que es urgente adentrarse.

Puede que parezca insólito emprender una reflexión sobre el pensamiento cinematográfico en medio de un panorama cultural caracterizado por el travestismo y en el que el conocimiento ha llegado a interpretarse precisamente como lo opuesto del pensamiento. Sin embargo, hay varias razones que no solo justifican esta tentativa sino que además advierten sobre su imperiosa necesidad. Para empezar, el cine ha sido la referencia a partir de la cual se han desarrollado a lo largo del siglo XX las distintas formas de la expresión audiovisual: todos los medios surgidos con posterioridad al invento del cinematógrafo y a la implantación de sus lenguajes han evolucionado desde los presupuestos estéticos, narrativos y cognitivos que instauró esa formación paradigmática. Por ello, cuando la imagen digital y las estructuras en red parecen anunciar el establecimiento de nuevos territorios formales y mentales, que suponen un salto cualitativo con respecto a la situación anterior, se hace más necesario que nunca regresar al cine para pensarlo de nuevo, a través de parámetros que parecen serle ajenos pero que en realidad le incumben directamente, puesto que en gran medida las nuevas herramientas tecnológicas nos impelen a pensar cinematográficamente o quizá, mejor dicho, poscinematográficamente, entendiendo que el prefijo pos no implica superación sino continuación ampliada y paulatinamente transformada.

A la pregunta de qué significa pensar cinematográficamente pretenden responder los artículos que componen este volumen desde muy distintas perspectivas e intereses no menos diversos. Pero la cuestión principal que debe ser planteada de inicio es la de la importancia del pensamiento en momentos de crisis y transición como los que estamos viviendo. La ciencia y la tecnología nos han llevado hasta las orillas de un nuevo mundo pero no nos dejan allí con la sensación de estar a las puertas de un deslumbrante descubrimiento, sino con el desasosiego que supone intuir que se viene de un fatal naufragio. A pesar de su aparente oposición, ambas impresiones están fundamentadas y son, de alguna forma, complementarias.

La ciencia ha desarrollado una nueva y poderosa forma de pensamiento a lo largo de más de cuatro siglos, pero a la postre el proceso ha culminado en una negación del pensamiento creativo cuando esa misma ciencia se ha aliado con la tecnología para formar una tecnociencia destinada fundamentalmente a satisfacer los intereses del poder financiero. Al mismo tiempo, durante el último siglo, la tecnología se ha desarrollado a una velocidad cada vez más creciente, poniendo en nuestras manos instrumentos que unidos a la imaginación en cuyo potencial se basan nos están abriendo horizontes hasta hace poco insospechados. Sin embargo, el uso que se da a esa tecnología tiende a ser en gran parte alienante y empobrecedor de las verdaderas capacidades humanas a las que está destinada a servir. El problema principal reside en que hemos creído, al amparo de la desquiciada idea modernista de que un progreso a ultranza era necesariamente progresista, que la tecnociencia podía reemplazar al humanismo y a las formas de pensamiento con él relacionadas.

El indicio más destacado de esta tendencia se ha dado en las ciencias sociales, que en su empecinamiento por parecerse a las ciencias puras, se han convertido en el caballo de Troya que ha facilitado el desmantelamiento del edificio humanista, cuando hubieran tenido que promover su necesaria renovación y a través de ella su supervivencia.

La supuesta disputa entre las ciencias sociales y las ciencias puras, que en su fase moderna se remonta por lo menos a Dilthey, no es tal, desde el momento en que aquellas han decidido entregarse con armas y bagajes en las manos de estas, a cambio de un pálido reconocimiento formal. Se trata de un debate que, como digo, es antiguo pero que ha sido enfocado erróneamente desde sus inicios tanto por la facción de los críticos como por la de los conversos. No se trata de parecerse forzadamente a la ciencia ni tampoco de renunciar a ella o a la tecnología que produce y que tantos beneficios aporta y sobre todo augura, sino de utilizar esta tecnología en beneficio de un proyecto humanista irrenunciable, al tiempo que se diseña una nueva racionalidad para estas mal llamadas ciencias sociales. Si, como indica Habermas, el proyecto de la modernidad aún no ha sido culminado, será porque debe prolongar ineludiblemente sus ideales por los ámbitos de una posmodernidad aliada con las formas tecnológicas y con ello promover el surgimiento de nuevas formas de pensar. No puede ser de otra manera, a menos de adoptar una postura reaccionaria que a nada conduce. Estas nuevas formas de pensar y de imaginar, tecnológicamente promocionadas, se sitúan más allá del método científico, que solo permite pensar, científicamente, el perfil científico del mundo, pero oscurece, al tiempo que desdeña, su vertiente social y humanista. En una situación como esta, es necesario recuperar la libertad de pensamiento y emplearla a fondo a través de la palabra pero también por medio de la imagen tecnológicamente activada. Y este proyecto parte forzosamente del paradigma tecno-artístico que inauguró el cinematógrafo.

El cine, en sus distintas variantes, nunca se apartó por completo (quizá solo lo hicieron en cierta medida las vanguardias) del humanismo a pesar de que sus raíces maquínicas e industriales podían hacer temer todo lo contrario. Y no se desvió de esa tradición ancestral puesto que, entre otras cosas, se propuso adaptar gran parte de sus productos. Pero está claro que ese seguimiento se hacía al tiempo que se iban desarrollando poderosas formas de representación de base tecnológica y ello pudo producir la creciente ilusión de que el futuro estaba en una razón tecnológica de carácter instrumental que se avenía muy bien con las formas mecanicistas del pensamiento científico exportado a otros ámbitos del conocimiento. El error estaba en considerar que en la razón científica estaba la medida de todas las cosas, sin apercibirse que esa misma razón había fabricado su antídoto y que este se encontraba en las nuevas tecnologías basadas en procedimientos fluidos, opuestos al funcionamiento maquinal que anteriormente fundamentaba tanto la técnica como el pensamiento. Decía Bachelard que si «la ciencia occidental hubiera empezado históricamente con el estudio de la electricidad –lo cual era epistemológicamente posible–, y no por la mecánica de los sólidos, tendríamos hoy una física cuyos conceptos serían muy distintos de los heredados de Galileo y Descartes» (2011: 50). Pues bien, el cine, que confecciona imágenes espacio-temporales de carácter fluido, es un arte que corresponde a esa física posible en cuyo universo nos adentramos ahora, puede que con casi quinientos años de retraso, aunque seguramente ese retraso era inevitable e incluso necesario.

La estética cinematográfica, así como su dramaturgia, ha evolucionado a través de una constante alianza entre arte y tecnología, de manera que una y otra no solo se han complementado, sino que también se han alimentado mutuamente, permitiendo la aparición de nuevas formas expositivas a la vez que se desarrollaban herramientas insólitas acorde con esas necesidades, o viceversa. El cine promovía, pues, en su esencia, una superación sintética del célebre enfrentamiento entre las dos culturas que pasado el ecuador del siglo pasado diagnosticaba Charles Snow. Este, sin embargo, recetaba un remedio que, si bien no era peor que la enfermedad, por lo menos sí que la prolongaba por otros derroteros al recomendar que los humanistas aprendieran ciencia sin demandar a los científicos un esfuerzo consecuente en sentido contrario. Los ecos de esta sesgada receta resuenan todavía hoy en cada nuevo plan de estudios que pergeña el ministerio de turno, a medida que la cultura se va hundiendo en la miseria, ya que no comprenden los detentadores de esa utopía cientifista a la que Snow le puso titular que la única forma en que la ciencia puede penetrar en la cultura general es por la vía de la mentalidad humanista. La práctica de la ciencia solo es útil a los profesionales de la ciencia, pero eso no es cultura en el sentido estricto. La cultura implica algo más que acumulación de conocimientos, supone instrumentos para pensar, y en este sentido la ciencia ya ha penetrado en la cultura produciendo un tipo de racionalidad hegemónica y finalmente problemática. Solo una mentalidad humanista abierta prepara la mente humana para asumir los avances de todo tipo sin caer prisionera de la instrumentalidad de los mismos. La ciencia no puede penetrar en la escuela, o en la universidad, mecánicamente como suponen los políticos de la pedagogía, excepto en aquellos ámbitos que se enseñe de forma expresa una ciencia determinada y aun entonces hay que suministrar también un antídoto. Cuando se reclaman más matemáticas o más física en detrimento de la historia, la literatura o la música para salvar no se sabe qué, se está haciendo un flaco favor a la ciencia y a sus intentos de formar parte básica de la cultura. La creación de legiones enteras de operarios científicos puede que aumente la competitividad industrial de las naciones y, en última instancia, puede que también produzca aumentos de sueldo, aunque esto no es ni mucho menos tan seguro como el aumento de los beneficios de las grandes y pequeñas corporaciones multinacionales. Pero este no es el camino del progreso y el bienestar de la humanidad, que pueden lograrse mediante mentalidades armónicas, basadas en una imaginación creativa y crítica, algo que la ciencia empresarial, la tecnociencia, en estos momentos no puede generar.

Nos encontramos, pues, ante una aporía, la aporía científica según la cual el progreso científico no puede seguir creando progreso «científico» por agotamiento de la mentalidad y la razón que sustentaba ese progreso. Pero al mismo tiempo, el resultado de ese progreso científico nos ha suministrado una tecnología en la que se encuentran los gérmenes de la solución al problema. Y esta solución se materializa por primera vez con el cinematógrafo.

El cine ofrecía, pues, la solución a las contradicciones de la modernidad con su sola existencia: de hecho era precisamente esa existencia, el invento del cine, la solución a la dicotomía modernista entre las dos culturas cuyos perfiles más severos estaban aún por plantear. Y lo hacía justo en un momento en que el progreso parecía señalar un camino hacia el que la tecnología y, con ella, la razón científica a ultranza, debían avanzar arrasando todo cuanto obstaculizara su avance. Algunas voces, entre ellas la de Walter Benjamin, ya indicaron alarmadas lo que implicaba esta historia de vencedores y vencidos.

El paradigma cinematográfico, con su alianza entre humanismo, tecnología y estética (visualidad), fue desarrollando, pues, a lo largo de su historia una poderosa formación expresiva que, en el futuro (es decir, ahora), serviría de base para establecer y pensar las nuevas racionalidades. En este sentido, el cine fue siempre pensamiento, aunque este se situara en la base del proceso de sus formas, sin verdadera conciencia de su efectividad. En este sentido, no se diferenciaría demasiado de las otras artes, lo cual no deja de ser significativo, puesto que la tendencia de nuestra cultura ha sido la de suponer que arte e irracionalidad estaban íntimamente relacionados, sobre todo cuando el método artístico se contraponía al método científico o incluso al método filosófico: en resumidas cuentas, cuando empezó a enfrentarse a cualquier metodología después de haber culminado su fase neoclásica intrínsecamente ligada a la Ilustración. Como indica Chabal, «nuestra forma de pensar, refinada durante las pasadas centurias, se basa en la noción de que es racional aquello que puede ser testado por la teoría, tal como la definen las ciencias duras» (2011: 27). Todo cuanto queda fuera de esta razón limitada, se considera prácticamente irracional, promoviendo así otra de las típicas aporías de la modernidad que solo se resuelven en la posmodernidad. Decían Adorno y Horkheimer en su Dialéctica del Iluminismo que Kant había anticipado «intuitivamente lo que ha sido realizado conscientemente por Hollywood: las imágenes son censuradas de forma anticipada, en el momento mismo en que se las produce, según los modelos del intelecto conforme al que deberán ser contempladas», y con ello definían acertadamente los planteamientos de la razón ilustrada a los que, en efecto, Hollywood se adaptó fielmente aunque fuera a nivel de la epidermis cinematográfica.

El cine se vio naturalmente imbuido por la racionalidad ilustrada y su deriva tecno-científica, e incluso por la razón industrial concomitante, aunque ello iba a ser filtrado por los temas humanísticos de los que se alimentaba y por las formas artísticas que debía ampliar. Ahí, en el seno de esa nueva conformación, se gestaba la posibilidad de renovadas racionalidades que no alcanzarían su verdadero potencial hasta que la digitalización y las estructuras en red se desarrollaran satisfactoriamente. Y en este momento, en el que nos encontramos, sería necesario comprender un territorio desconocido, el territorio que ahora se despliega ante nuestros ojos.

Avanzar por esta terra incognita sin perdernos solo será posible si recogemos los frutos que el paradigma cinematográfico nos ha legado, pero para ello es necesario que repasemos el proceso más allá del arte, la tecnología y la temática estricta de los films que conforman la historia del cine: hay que contemplar el fenómeno cinematográfico desde la vía de los procesos de pensamiento que alberga, para fundamentar con las intuiciones extraídas de este procedimiento las posibilidades de una nueva e imprescindible racionalidad.

Pero ello no puede lograrse, obviamente, acudiendo a metodologías ajenas y, en gran medida, periclitadas. La razón, afirmaban Adorno y Horkheimer en el escrito citado, «se ha convertido en una finalidad sin fin que, precisamente por ello, se puede convertir en cualquier fin» (1971: 111). Y es por ello que la razón restringida y hegemónica de la actualidad ha derivado hacia fines insostenibles. La alternativa no es la irracionalidad como se pregona a veces catastróficamente y otras veces con satisfacción. Es cierto que la posmodernidad puede considerarse, en este sentido, un nuevo romanticismo, de la misma manera que, desde otro ángulo, se contempla como un episodio neobarroco. La clave se encuentra en cómo leamos esas definiciones, si como un regreso a una idealidad perdida o como una alternativa a una situación estancada. Tanto el Barroco como el Romanticismo, tantas veces denigrados, pueden ser ahora, mediante una comprensión distinta y más profunda de sus presupuestos, el antídoto a una Ilustración que no solo no ha cumplido sus promesas, sino que nos ha sumido en la bancarrota. Las promesas siguen siendo válidas, pero hay que buscar otra forma de cumplirlas. Según Todorov, Goya ya manifestaba algo muy nuevo e inquietante para la razón ilustrada en su apogeo, que «lo imaginario no se opone a lo real, sino que, al contrario, permite ponerlo de manifiesto». ¿No fue el cinematógrafo –melodramático, abarrocado y onírico en sus formas básicas– el primer agujero, sociológicamente importante, que se produjo para bien y para mal en el tejido impoluto de la modernidad ilustrada?

Este libro recoge distintas perspectivas sobre el cine a partir de una voluntad de pensarlo como forma de pensamiento. En primer lugar, he intentado establecer, en un amplio texto que puede servir a modo de introducción al problema, los parámetros a través de los que es posible comprender un pensamiento genuinamente cinematográfico, es decir, un pensamiento generado por un sujeto que utiliza el dispositivo cinematográfico, la imagen en movimiento, para reflexionar. He querido explorar estas zonas limítrofes para esbozar con ello un primer mapa de un territorio cuya extensión solo puede ser de momento intuida.

A partir de este marco inicial, animé al resto de autores a que se acercaran al pensamiento cinematográfico libremente, sin ideas preconcebidas, como no podía ser de otra manera en los prolegómenos de una era que será posmetodológica o no será. La respuesta ha sido una serie de artículos que han acudido al cine para reflexionar a través del mismo sobre aspectos y problemas que atañen muy directamente a nuestra cultura, como son el sujeto, la memoria, la relaciones con la tecnología, el inconsciente cinematográfico, el espacio real y el espacio fílmico, las posibilidades del ensayo fílmico, etcétera.

M.ª Soliña Barreiro y Jacobo Sucari plantean, en sendos capítulos en cierta manera simétricos y complementarios, la importancia de las vanguardias en la elaboración de una determinada forma de pensamiento cinematográfico: uno de ellos centrándose más en el trabajo de las vanguardias históricas, el otro, en la expansión de estas hacia nuevas fronteras. Barreiro analiza la función del dispositivo fílmico en la configuración de la conciencia moderna en relación a la posibilidad de conocimiento del entorno. Para ello estudia el trabajo de tres cineastas de vanguardia concernidos por esta capacidad cognoscitiva y revelacionista de la imagen fílmica: Jean Epstein, Dziga Vértov y Nemesio Sobrevila. Sucari, por su parte, se plantea el fin de algunas dualidades que nos han acompañado en nuestras propuestas sobre el arte y su relación con la realidad: la solución estará en la imagen técnica como forma de acomodar la expresión al ritmo del propio pensamiento. En su texto, se acerca acertadamente a la figura un tanto olvidada de Hugo Münsterberg, que asoció el cine y la experiencia cinematográfica a procesos mentales y que, por lo tanto, supone un destacado antecedente de los planteamientos que hace este libro.

Los escritos de Fabiola Alcalá y de Ludovico Longhi examinan la obra de varios cineastas diversos que tienen en común su interés por las posibilidades que contiene el cine para ir más allá de su simple mimetismo de carácter espectacular. Así, mientras Longhi repasa la figura alegórica de Rossellini, Alcalá acude a los planteamientos ensayísticos de Kluge, Herzog y Farocki. Mediante una contraposición básica entre los conceptos de cine documental y cine de lo real, Alcalá se adentra en la obra de esta serie de cineastas alemanes que buscan reflexionar sobre la realidad desde un plano filosófico transportado por la imagen. Longhi, por su parte, efectúa un ejercicio biográfico complejo que no desdeña articular ninguno de los factores que determinan las decisiones humanas, sobre todo cuando estas coinciden en un punto de inflexión que, como sucedió con Rossellini al final de su etapa neorrealista, sobrepasa el alcance de lo individual y refleja problemas sociales muy diversos. De esta manera, Longhi efectúa una radiografía del pensamiento del director italiano en el momento de su cambio de registro del cine a la televisión, un pensamiento que se genera, entre el entusiasmo y el desánimo, en los últimos estertores de un episodio amoroso que tuvo repercusión popular.

Los escritos de Elisabet Cabeza y José Antonio Palao se dedican a «psicoanalizar», cada cual a su manera, dos películas muy contemporáneas y referidas a dos mitos: uno de ficción, James Bond, y el otro de la realidad, la figura de Bin Laden y su repercusión en la cultura apocalíptica norteamericana. Skyfall de Sam Mendes, la última película de la serie de Bond, nos muestra un cine que se ve impelido no solo a autorreflexionar, sino también a autoanalizarse, mientras que Zero Dark Thirty, la inquietante propuesta de Kathryn Bigelow, plantea la recomposición estética de formas alegóricas y sintomáticas que constituyen el sustrato de lo real, un inconsciente que solo el cine puede sacar a relucir de forma adecuada. Así como Cabeza nos advierte de que las sagas cinematográficas acaban creando una realidad propia que es necesario acotar en todas sus dimensiones cuando penetran profundamente en los imaginarios sociales, Palao denuncia la operación contraria por la que cierta cultura contemporánea elimina el pensamiento y lo sustituye por un recurso a los archivos de datos. Si por un lado, Skyfall propone la recuperación del sujeto más allá del mito estereotipado, Palao indica hasta qué punto determinada cultura pretende eliminarlo infructuosa y traumáticamente.

Efrén Cuevas, por su parte, se plantea el problema de la memoria en el cine, a través de un film emblemático en este sentido como es Memento de Christopher Nolan. El problema del sujeto, constituido por su memoria o desestructurado por la descomposición de la misma, da paso al problema del rememorar en el propio cine. Se trata de una incursión intensa en los procesos memorísticos de las ficciones fílmicas que se acaba convirtiendo en una reflexión sobre la esencia de la memoria cinematográfica y sus modos de recordar y olvidar.

Por último, los planteamientos de Maria Luna y Carlos Muguiro nos acercan al problema de la representación del espacio en el cine, pero lo hacen desde la perspectiva de su pensamiento. Muguiro efectúa su incursión a través de una comparación entre la idea de paisaje en Eisenstein y Béla Balázs, teniendo en cuenta que este último consideraba precisamente que los rusos siempre tienden a hacer del cine una operación de pensamiento. El paisaje, un elemento comúnmente olvidado en los análisis fílmicos, se revela así como una figuración esencial para comprender en profundidad algunas elaboraciones fílmicas. Por otro lado, el acercamiento al concepto de paisaje que efectúa Muguiro permite barajar las ideas de dos autores como Eisenstein y Balázs que no podían faltar en un volumen que se propone examinar las relaciones entre cine y pensamiento, puesto que ambos representan dos hitos de la teoría fílmica más ambiciosa que se planteó, desde un principio, las necesarias relaciones entre el cine y otras disciplinas. Luna, por su parte, se propone trascender la tendencia a encarar el texto ficcional cinematográfico desde la perspectiva del discurso y la narración para llevarlo al terreno de una mirada documental que potencia el espacio físico donde se producen los acontecimientos. Aquí aparece de nuevo el concepto de paisaje y muestra de forma más fehaciente sus valores alegóricos que le permiten a la autora transcender el simple mimetismo y proceder a un análisis antropológico por medio del cual relaciona la forma del paisaje con las heterotopías, es decir, con un espacio-otro, o no lugar, relacionado con el denominado cine del mundo, a través del que se universalizaría la mirada sobre lo local.

Se trata, como se ve, de acercamientos muy diversos que, a pesar de su profundidad y alcance, no pueden ni mucho menos cubrir todos los rasgos de una problemática, la de las relaciones entre cine y pensamiento, cuya importancia en estos momentos solo puede ser intuida, si bien muchos cineastas ya han plasmado a través de sus producciones algunas de sus posibilidades. Pero, como he indicado al principio de este prólogo, el tema es crucial, ya que solo el cine y sus derivados actuales pueden iluminar el camino que conduce a la necesaria hibridación entre las culturas humanista y científica a través de una tecnología de la imaginación, cuyo alcance apenas si empieza a comprenderse. Como también he dicho antes, el tiempo apremia puesto que las tendencias sociales y políticas de la actualidad van en una dirección que solo conduce a un mayor desconcierto y a un incremento de la frustración en muchos ámbitos. La resistencia tiene, por supuesto muchos rostros, pero el estético, en un sentido amplio, no es el menos importante, algo que resulta obvio si se examinan atentamente las variables que confluyen en la crisis actual, dominada por un pensamiento económico que ha sido deshumanizado por una idea deshumanizada de la ciencia y su sirvienta, la matemática. Puede parecer extraño que a esto se le pueda oponer el cine y, en concreto, un hipotético pensamiento cinematográfico, pero no lo resulta tanto si se tiene en cuenta que el cine baraja un tecno-humanismo antitético a la tecnociencia del capitalismo financiero y sus adláteres. Pensar el cine es pensar la realidad, del mismo modo que pensar cinematográficamente es, como lo demuestran las tecnologías digitales, comprender mejor esa misma realidad.

Deseo expresar mi agradecimiento a todos los autores por haberse sumado tan entusiásticamente a este proyecto y haber contribuido al mismo con sus magníficos textos, a pesar de que la propuesta no era fácil ni se ajustaba a los temas que tradicionalmente frecuentamos los que nos dedicamos a escribir sobre el cine. Además, quiero agradecer especialmente a M.ª Soliña Barreiro el haberse preocupado por leer el original y hacer las oportunas correcciones tipográficas, aparte de haber contribuido al mismo con su escrito. Pero me gustaría destacar sobre todo la labor de Fabiola Alcalá, que es la verdadera alma de este proyecto. Es ella quien con su tesón y su entusiasmo, generado primero en Barcelona y continuado después desde México, ha hecho posible que el libro, que en su momento fue solo una conversación posdoctoral entre nosotros, acabara siendo una realidad.

 

Bibliografía

ADORNO, T. W. y M. HORKEIMER (1971 [1944]): Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sur, p. 105.

CHABAL, P. (2012): The End of Conceit, Londres, Zed Books, p. 23.

DURAN, G. (2011): La crisis espiritual de Occidente, Madrid, Siruela, p. 50.

JESIONOWSKI, J. E. (1987): Thinking in pictures, Berkeley, University of California Press.

TODOROV, T. (2011): Goya, a la sombra de las luces, Barcelona, Galaxia Gutenberg, p. 40.

El cine y la hermenéutica del movimiento: retórica y tecnología

Josep M. Català

La forma del cine solo puede ser

forma de un movimiento.

Jean Epstein

 

El filósofo es la forma de la filosofía.

Franz Rosenzweig

 

Es conocida la idea de John Austin de que al hablar hacemos cosas con palabras, que las frases que componemos no solo implican afirmaciones o descripciones, sino que tienen también una función performativa. Lo cierto es que la posibilidad de que las palabras tengan un poder directo sobre la realidad parece, de entrada, algo misterioso, incluso mágico. Sin embargo, es obvio que, si una de las funciones primordiales del lenguaje es la comunicación, no cabe duda de que el valor comunicacional de las palabras implica siempre la posibilidad de una incidencia en el mundo, aunque solo sea el mundo del interlocutor. Pero Austin va más allá al insistir en una función directamente performativa del habla por la cual ciertas frases equivaldrían a acciones. Según ello, el habla incidiría en el orden de las cosas, o por lo menos en el orden mental de las mismas, aunque a veces también en su orden fáctico. Lo cual implica la posibilidad de un tipo de pensamiento que no sería únicamente interno, privado, sino que se ejercería a través de la realidad externa, a través de las cosas: emergería de la interioridad a través del habla, incurriría en el orden de las cosas, y regresaría a partir de ellas y su transformación a la subjetividad primaria. No es seguro que Austin estuviera del todo de acuerdo con esta interpretación de su propuesta, pero creo que es una posibilidad que se desprende efectivamente de la misma.

Si las palabras son capaces de hacer cosas, ¿no podrán las imágenes hacer lo mismo con mayor motivo? Pero este planteamiento topa de inmediato con la concepción tradicional de las imágenes, según la cual estas parecen destinadas solo a constatar los actos efectuados por las palabras o a certificar la presencia de un mundo esencialmente ajeno a su visualización. Sin embargo, es precisamente con las imágenes que realmente hacemos cosas o, según Nelson Goodman, mundos (1990). Cualquier imagen, al ser confeccionada, construye un mundo propio y, por lo tanto, hace muchas cosas relacionadas con ese mundo, aunque luego al ser contemplada dé la impresión de que solo lo describe o constata su presencia real o imaginaria. Sin embargo, en el campo de las imágenes, el nexo entre los términos de la ecuación que componen el pensamiento, la acción y el mundo es parecido al que se establece en el del lenguaje entre los mismos procesos. Y en ambos casos, se construyen mundos que mantienen una relación compleja con el mundo real. En este sentido, las ideas de Goodman matizan la aserción de Austin, en el sentido de que no está claro que la acción performativa de las palabras tenga que producirse directamente en un mundo autónomo, sino que es más plausible que se realice a través de un mundo construido al que las imágenes otorgan visualidad. Tanto la acción de las palabras como la de las imágenes sobre el mundo se efectúa, pues, a través de zonas imaginarias que, a veces, se materializan en imágenes concretas.

Pero el problema se acentúa en el momento en que damos un paso más y nos planteamos si es posible pensar mediante imágenes. Es entonces cuando se alza frente a nosotros un imponente muro de incomprensiones y no pocos prejuicios. Para salvar este muro, se puede dar un rodeo por el campo de las relaciones de la ciencia con el pensamiento. Heidegger afirmaba, por ejemplo, que la ciencia no piensa, lo cual puede ser cierto si le adjudicamos al pensamiento esa espontaneidad y libertad –es decir, esa inmanencia– que reclama Deleuze, pero deja de serlo en el momento en que consideramos un aspecto de la ciencia que pocas veces se contempla adecuadamente: me refiero al trabajo en el laboratorio al que Bruno Latour ha dedicado una acertada mirada antropológica (2001). Es en el laboratorio donde la ciencia piensa, a veces tentativamente, otras metodológicamente, pero siempre a través de objetos, máquinas e imágenes; a través de redes, conexiones y desplazamientos (Latour, 2011). En este sentido, el pensamiento científico-técnico se acerca al posible pensamiento visual y sobre todo a un hipotético pensamiento cinematográfico, ya que los conceptos científicos se construyen a través del movimiento de los hechos, de su traslación por redes de conocimiento. La solución, pues, está en considerar las imágenes como si fueran máquinas u objetos conectados con la realidad a través del imaginario, y en considerar el movimiento que contienen o que se puede implantar en ellas como forma de pensarlas, es decir, como proposiciones formalizadas sobre su relación con la realidad. Visto así, el cine aparece como un gran laboratorio en el que se proponen y experimentan ideas sobre lo real.

Pero la tarea de establecer esta posibilidad del pensamiento mediante el cine, así como su operatividad, no es tan fácil como parece cuando se plantea como acabo de hacer. En realidad, hay que remover muchas áreas de conocimiento y alterar muchas ideas establecidas antes de poder confrontar directamente esa posibilidad y, lo que es más importante, describir su funcionamiento. A esta tarea dedicaré las próximas páginas, pero antes quiero proponer la obra de tres directores como ejemplo de la práctica del pensar mediante el cine, no porque ellos sean los únicos que la hayan ejercitado, ni mucho menos, sino porque creo que entre los tres cubren un espectro bastante amplio en este sentido. Solo al final discutiré sus planteamientos fílmicos desde esta perspectiva, pero de momento vale la pena tener en mente sus respectivos estilos para que nos sirvan de referencia a la hora de seguir el avance de mis reflexiones y poder compensar así su relativa abstracción. Estos directores son Peter Greenaway, Jean-Luc Godard y Joe Wright. Quizá la presencia de Joe Wright en esta terna llame la atención por el vínculo que la obra de este director mantiene con el cine comercial, lo que en cierta manera lo aparta de los otros dos. Pero precisamente por ello creo que es útil su presencia en una reflexión en torno a una fenomenología que no quiere, ni debe, circunscribirse a las operaciones de las vanguardias fílmicas. Un ámbito este al que, no obstante, los otros dos directores tampoco puede decirse que pertenezcan de forma indiscutible, sin que ello implique, por otro lado, su pertenencia al cine comercial. Godard y Greenaway ocupan una zona no demasiado cartografiada, que está entre lo comercial y lo experimental y a la que el cine denominado posmoderno añade cada día más representantes, provenientes de ambos lados: Wright sería uno de ellos.

De Greenaway es conocida su animadversión hacia un cine, según él, excesivamente dependiente del lenguaje, lo que le ha llevado a establecer una nueva retórica fílmica de la que todavía no se ha probado totalmente su efectividad, si bien abre todo un elenco de posibilidades para el pensamiento fílmico. En cuanto a Godard, tomaré en consideración especialmente sus ensayos cinematográficos, aquellos que culminan en la ahora célebre, aunque todavía enigmática, Histoire(s) du cinéma (1988-1998), en la que el director reflexiona efectivamente a través de las imágenes. Y finalmente trataré de recuperar para esta causa la a veces denostada obra del director inglés Joe Wright, famoso por su labor de adaptación de obras destacadas de la literatura inglesa, y al que no parece que se le haya perdonado su voluntad de experimentar sin haber recibido el certificado de cineasta vanguardista. En realidad, sus películas son la prueba palpable de que en la simple relación de las imágenes con el movimiento, al margen de posibles experimentos y rupturas formales, se encuentra la esencia de esta reflexión fílmica que trataré de acotar.

Las obras de estos tres directores acaban confluyendo en lo que podríamos denominar la posvanguardia, a partir de tres trayectorias muy distintas, aunque cada una de ellas bastante inclasificable. Para mí son tres directores que piensan mediante el cine, pero antes de llegar a explicar por qué, debemos recorrer algunas etapas previas. Empecemos.

 

1. ¿Pensar?

Cuando se trata de hablar sobre algo tan difuso como el pensamiento se acostumbra a encaminar la discusión o bien hacia el contenido del pensamiento o hacia la metodología del pensamiento, o sea, hacia las ideas o hacia los sistemas filosóficos que las articulan. Pocas veces se avanza lo suficiente como para captar algo más fundamental como es la forma del pensamiento, es decir, los parámetros esenciales a través de los que se piensa y que establecen la base objetiva para el pensar: las herramientas, podríamos decir, del pensar en sí, aquellas que como conjunto operativo constituyen su esencia en un momento determinado de la historia. El lenguaje constituye, sin duda, una de estas formas operacionales y, según Cassirer, el mito sería otra de las plantillas básicas. Para llegar a la posibilidad de un pensamiento cinematográfico, hay que plantearse de entrada si la imagen, como forma orgánica de lo visual, sería una más de estas herramientas.

Estos tres campos no son tan dispares como parece. Y lo que los une no es que los tres puedan ser considerados lenguajes, según una determinada tendencia cuya moda ha sido ya superada. Por el contrario, me gustaría plantear su equivalencia por el lado opuesto: constatando la relación de las tres formas con lo visual. Es decir, que la imagen puede relacionarse con el pensamiento no porque sea posible reducirla a una forma de lenguaje, sino porque tanto el lenguaje en sí como el mito actúan en zonas activadas por lo visual.

Aun así, me interesaría ir un poco más lejos, a un sustrato en el que todas esas formas operacionales se combinan, a un crisol cuyas características son de carácter histórico y por tanto cambiante, aunque impliquen un mecanismo cognitivo consustancial al ser humano. Esta zona es claramente de carácter visual, de una visualidad que se complica a medida que las formas de visión se van haciendo cada vez más complejas.

Si el pensamiento es pensamiento de las cosas, también ha de ser pensamiento a través de las cosas, lo cual implica que la forma de las cosas o del conjunto de cosas, de sus relaciones, moldea la forma de pensar. Pero no solamente los objetos y los paisajes sociales que los mismos confeccionan, sino también las propias herramientas técnicas son utensilios de pensamiento, aunque parezca que la operación de pensar se realiza siempre en un limbo separado de cuanto le rodea. A veces este orden de cosas interviene en el pensamiento directamente, como interviene, por ejemplo, el ordenador cuando estoy escribiendo esto; en otros casos, esta intervención es indirecta, a través de imágenes que han asimilado en sí mismas un determinado paisaje epistemológico o tecnológico. Aunque se asemejen, no es lo mismo razonar por ejemplo a través de las imágenes emblemáticas del Barroco que hacerlo mediante las imágenes publicitarias de la actualidad: en un caso el pensamiento se mueve entre ideas visualizadas, en el otro entre visualidades idealizadas. Tampoco puede ser lo mismo pensar a través de un universo de imágenes fijas que hacerlo en el mundo de las imágenes móviles. Hay que observar la disposición de las cosas para detectar esa forma del pensamiento que actúa a la vez por encima y por debajo del acto en sí de pensar: por debajo porque constituye una estructura básica por entre la que este acto se desarrolla; y por encima porque es también vehículo de pensamiento, un vector que lo arrastra y lo conduce. El publicista, por ejemplo, no solo no piensa según Platón como el emblemista, sino que lo hace, aunque sea inadvertidamente, según Hobbes. Pero es que además tiene a su disposición dispositivos tecnológico-mentales que le permiten avanzar decididamente por esos territorios hobbesianos para presentar sus peculiares emblemas publicitarios a través del movimiento del spot televisivo, algo a lo que el emblemista no tenía acceso para potenciar su platonismo. Pero para poder detectar correctamente la disposición de este ámbito básico debemos ir más allá del pensamiento filosófico y sus sistemas: debemos tratar de adivinar qué mecanismos materiales y mentales facultaban, por ejemplo, el propio pensamiento de Platón y el de Hobbes, de modo que podamos adivinar lo que de ese sustrato operacional ha podido llegar a nosotros tras múltiples transformaciones y añadidos. De todas formas, lo interesante para nosotros ahora no es establecer este tipo de genealogías, que constituirían en todo caso una nueva forma de comprender la historia de la filosofía, sino que de lo que se trata es de acotar un espacio donde el pensamiento se gesta en sus principios básicos o a dónde regresa sin quizá saberlo desde una supuesta y problemática autonomía.

Cuando hablamos, pues, de herramientas del pensamiento, nos referimos a una forma del mismo que se basa en las características de las que son usadas en unas circunstancias o en una época determinada como auxiliares del pensamiento. Estamos delimitando así un espacio operativo que en un principio se halla situado entre el sistema cognitivo y lo que podríamos denominar estilos o géneros de pensamiento, o sea, entre la psicología y la filosofía. Uno de los acercamientos a este campo prácticamente inadvertido podría ser el concepto de imagen del pensamiento acuñado por Deleuze y Guattari (2005), pero esta imagen del pensamiento tal como la pensaban ellos no deja de ser un simple eje conceptual en torno al que gira el pensamiento de una determinada época: por ejemplo, la orientación hacia la verdad en la época clásica o la orientación hacia el conocimiento en la era moderna. No cabe duda de que estos atractores determinan la forma de pensar tanto como los objetos o las técnicas y sus instrumentos, pero no por ello puede decirse que la referencia a los mismos alcance realmente la cota en la que se sitúa la forma básica del pensamiento que pretendo concretar. Otro acercamiento posible sería el que proponen las ideas de Latour acerca de la construcción del saber a través de su circulación por circuitos o por redes (2011). En este caso, deberíamos resaltar la función del movimiento en el proceso por el que la realidad se convierte en conceptos mediante lo que es sin duda una operación claramente relacionada con el pensamiento. Tengámoslo presente para cuando más tarde hayamos de acudir a esta potencia reflexiva del movimiento en el cine.

El psicólogo británico D. W. Winnicott, al teorizar sobre lo que denominaba objetos transicionales y espacios potenciales (1993), delimitó una región mental similar a la concepción de la forma del pensamiento relacionada con lugares y objetos, esa que yo trato de hacer visible. También las ideas de Baudrillard sobre el sistema de objetos (1987) podrían ser utilizadas para comprender la operatividad de esta forma, especialmente cuando el propio autor se encarga de ampliar sus planteamientos señalando las vías adecuadas para ello a través de autores tan cruciales como Gilbert Simondon y Siegfried Giedion, que estudiaron el mundo de las máquinas y el diseño de los objetos en el siglo XX. Tenemos, pues, por un lado un espacio de pensamiento, un espacio mental, delimitado por Winnicott, y unas herramientas de pensamiento de carácter material y visual como las máquinas y los objetos producidos y utilizados a lo largo del siglo. No cabe duda, y la obra de estos autores lo confirma, que todo ello opera como un dispositivo a través del que ha transitado el pensamiento durante el pasado siglo, aunque consideremos que este era solo propiedad de la filosofía o de algún tipo de reflexión no regulada pero en todo caso vehiculada exclusivamente por el lenguaje.

Aunque sea de pasada, me gustaría apuntar que, en este sentido, valdría la pena efectuar un repaso a la utilización de los objetos por parte de insignes representantes del cine cómico como Chaplin, Keaton, Linder, Laurel y Hardy, Tati o Pierre Etaix, por citar aquellos realmente originales y cuya originalidad se basa precisamente en la peculiar relación que cada uno de ellos establece con el mundo de los objetos. Ello nos permitiría comprobar cómo la confección del gag a través de los objetos expresa diferentes estilos de pensamiento, es decir, que implica una forma básica de pensamiento a través de objetos. Gran parte de las producciones artísticas del arte de vanguardia del siglo XX, desde el surrealismo a los estilos posmodernos, pasando por el arte conceptual, mantienen con los objetos una relación a grandes rasgos equiparable a la de estos cineastas. Duchamp es el primer ejemplo, y el más determinante, de este proceso. En este sentido, tanto podemos considerar a Duchamp humorista como filósofos a los cómicos cinematográficos.

En cualquier caso la concepción relativa a una forma del pensamiento es escurridiza, como el mismo espacio que ella pretende delimitar. No puede decirse que exista una teoría concreta que pueda dar cuenta de esta fenomenología, sino que solo podemos esperar acercamientos parciales más o menos acertados. Ello no quita que sea necesario incidir en el tema a la hora de establecer relaciones entre cine y pensamiento, especialmente en la situación en la que nos encontramos en la actualidad: rodeados de dispositivos relacionados con la mente y la imaginación cuya posible operatividad reflexiva tiene en el cine sus raíces más directas.

Dos factores resultan cruciales cuando examinamos a fondo el fenómeno del pensamiento en general: la imagen y la tecnología. Consideremos, en primer lugar, el factor tecnológico. La idea de Roger Bartra referente a las relaciones entre la tecnología y el cerebro (2006) supone un avance significativo con respecto a la concepción clásica de McLuhan, según la cual la tecnología es una extensión de los sentidos: para Bartra es el cerebro el que se ha ido expandiendo a través de su interrelación con los instrumentos surgidos del desarrollo tecnológico. De ello se deduce que una parte del «cerebro» está situada en el mundo material, al tiempo que una parte de este puede considerarse «cerebral». El problema con esta afirmación reside en la concepción que tenemos del cerebro en estos momentos, ya que siendo un órgano material no parece que pueda escindirse tal como acabo de plantear, de la misma manera que su materialidad y especificidad tampoco parecen hacerlo proclive a aceptar la introducción de prótesis así como así. La solución se encuentra en esa entidad que los actuales partidarios de las neurociencias se empeñan en ignorar: me refiero a la mente. Lo más interesante de la concepción de Bartra es que nos permite intuir el lugar que ocupa esta región tan inaprensible, al tiempo que la hace necesaria para comprender las hibridaciones entre cerebro y tecnología social que apunta. Si aceptamos que el potencial del cerebro se va ampliando al ritmo que avanza la tecnología, puesto que establece vínculos operativos con ella, debemos considerar que lo que realmente se desarrolla no es tanto el órgano en sí, que de todas formas es la base imprescindible de la operación, como la esfera de la mente que de esta forma aparece claramente situada entre el cerebro y lo social, con una pata en cada uno de estos extremos materiales y una región intermedia de carácter virtual-operativo que hace de interfaz entre ambas. La tecnología, considerada desde esta perspectiva, se sitúa en una doble vertiente: primero como una articulación de lo social que comprende desde los medios a las instituciones, pasando por el orden de los objetos en el amplio sentido de la palabra, y segundo, los instrumentos y los aparatos en sí, que tienen su particular manera de funcionar y en su funcionamiento establecen formas de conexión con lo real y lo social. Es decir, por un lado, tenemos los dispositivos (estructuras a través de las que circula el significado) y por el otro, los aparatos que lo gestionan de una forma determinada.

¿Cuál es, pues, el papel de la imagen en estas configuraciones? La imagen aparece aquí como verdadera imagen del pensamiento, pero una imagen del pensamiento que se sitúa en las antípodas de la concepción acuñada por Deleuze. En la imagen, o deberíamos decir ya en las imágenes por el hecho de que estas siempre actúan en plural, confluyen los distintos vectores considerados hasta ahora: la tecnología-aparato y la tecnología-sociedad, así como el espacio de la propia mente, formateado por esos condicionantes del mismo modo que se ha venido considerando que lo estructuraba fundamentalmente el lenguaje. En cada imagen o conjunto de imágenes aparece el eco de ese sustrato complejo, no de manera completa ni definitiva, sino como rastro que puede conducir a esas formaciones. Cuanto más amplio sea el conjunto de imágenes considerado y más compleja su interacción, ya sea en forma de constelación o como articulación funcional (narrativa, dramatúrgica, expositiva, etc.), más cerca se hallará el mismo de constituir una radiografía de la forma del pensamiento, radiografía que nunca será, como la misma forma que expresa, ni absoluta ni estable. Las imágenes pueden considerarse, pues, mapas del pensamiento, pero mapas operativos ya que actúan como máquinas de pensar, a un nivel semejante al de los propios dispositivos tecnológicos, solo que en un grado superior, puesto que en ellas, individualmente o en sus conjuntos, se encuentran visualizadas las operaciones que en los aparatos propiamente dichos se hallan solo en potencia.

 

2. El cine y las máquinas

En este punto aparece el cine como medio fundamental del entramado que constituye la mente (cerebro-sociedad) y el pensamiento (tecnología-cultura) que la hace operativa. El cine surge históricamente cuando el desarrollo tecnológico ha llegado a un punto en que, en su dialéctica con el espacio mental, ha pasado de gravitar sobre un impulso básico por el que la mente se expande a medida que el ámbito tecnológico se desarrolla y se complica, a una hibridación compleja con ese sustrato mental: ahora la mente se tecnifica, su basamento lingüístico, hasta ese momento esencial, se ve transitado por una serie de formaciones tecnológicas que se manifiestan principalmente a través de imágenes, y de manera específica de imágenes cinematográficas. El cine inicia así el camino hacia el ámbito crucial de las imágenes-mente que se alcanzará con el ordenador, la digitalización y su consecuencia inmediata, las imágenes-interfaz (2010).

Sostienen Deleuze y Guattari que las máquinas de las que ellos hablan en El antiedipo no son metafóricas, que su concepción maquinista del mundo es literal. A propósito de los delirios del célebre presidente Schreber, indican por ejemplo que «algo se produce, efectos de máquina, pero no metáforas» (1972: 11). De acuerdo, sus máquinas no son metafóricas en el plano del mundo que ellos contemplan, sin embargo debemos concluir que la conversión de ese mundo en un conjunto de máquinas por parte de los dos filósofos es claramente sintomática de un determinado estado de conciencia social, aquel en que se intuye por vez primera la relación del pensamiento con las máquinas. Pensar la realidad en forma de máquinas que se interconectan, como hacían Deleuze y Guattari, es posible cuando el imaginario se estructura a partir de la toma de conciencia acerca del papel que las máquinas –los aparatos en particular y la tecnología en general– juegan en el funcionamiento de la mente, algo que empieza a hacerse posible a partir de finales del siglo XIX, como lo atestigua el hecho de que en muchos de los delirios esquizofrénicos de la época la máquina juega un papel determinante, desde Schereber a Tausk. Pero no se trata solo de una cuestión imaginaria, sino que, con la misma intensidad que emplean Delueze y Guattari para afirmar que sus máquinas no son metafóricas, debo anunciar que el fenómeno que señalo no tiene una simple validez metafórica, sino que efectivamente, a principios del siglo XX y con el cine como punta de lanza, la relación entre la mente y la tecnología experimenta una profunda transformación, y ello en un mundo que a la vez empieza a ser transitado intensamente por esta tecnología. Ahora bien, no se toma conciencia inmediata de esta nueva condición mental, sino que la absorción de la misma se efectúa paulatinamente, y puede rastrearse en el arte y la literatura, así como en los estudios fílmicos a lo largo del siglo. Günther Anders denunciaba, desde una perspectiva comprensiblemente apocalíptica en los años cuarenta, la realidad de estas transformaciones indicando que «el triunfo del mundo de los aparatos consiste en que ha eliminado la distinción entre estructuras técnicas y sociales y ha dejado sin objeto la distinción entre ambas» (2011: 115). Esta mezcla que Anders detecta en el ámbito de lo social, yo la amplío al de lo mental, algo que de todas formas es inevitable si, siguiendo al autor, consideramos que no hay distinción entre sociedad y tecnología, puesto que la sociedad es parte de lo mental, de lo imaginario, de acuerdo a la citada propuesta de Bartra. Pero para Anders el predominio de los aparatos implica claramente lo contrario del pensamiento como agencia humana: «no resultaría imposible que nosotros, que producimos estos productos, estemos a punto de establecer un mundo cuyo paso no somos capaces de seguir, y “aprehenderlo” supera absolutamente la capacidad de comprender, la capacidad tanto de nuestra fantasía como de nuestras emociones» (2011: 33). Más recientemente Sloterdijk propuso algo semejante en sus Normas para el parque humano (2011). En parte puede que tengan razón, pero solo en cuanto a que la introducción del factor tecnológico crea una nueva ontología, una segunda realidad, que debe ser desentrañada igual que la primera. Con la ventaja, si es que puede considerarse así, de que para este nuevo proceso hermenéutico pueden utilizarse las mismas herramientas, la misma tecnología, que ha fundado la nueva realidad.

No pretendo colocarme en el bando de los integrados ni en el de los apocalípticos, puesto que ambos pueden llegar a ser igualmente conservadores. Pero sí quiero, frente a los que celebran o deploran el fin del humanismo, indicar que es posible encontrar un espacio para el humanismo en el ámbito de la tercera revolución industrial, donde la presencia de la tecnología no es solo inevitable, sino incluso necesaria. En este sentido, proponer la posibilidad de un pensamiento, siempre humano, a través de esas tecnologías, es una forma de conservar ese impulso humanista, por mucho que en otros ámbitos su validez dé la impresión de palidecer ante actuaciones estructuralmente potentes pero también interesadamente activadas, es decir ideológicas, puesto que en el fondo de todo ello, además de un problema del ser, se encuentra una cuestión de poder.

La entrada en esa íntima hibridación entre la tecnología y la mente humana solo pudo iniciarse con el nacimiento del cine, de ahí que cuando Deleuze y Guettari, décadas más tarde de ese inicio, pretendan teorizar lo que en su momento apenas si era algo más que material de delirio, esquizofrénico o no (me refiero a Schreber y Tausk, pero también a Roussel y Duchamp), y apelen también a los flujos como un intento de superación conceptual del aspecto más farragosamente mecánico de sus máquinas no metafóricas. Con el cine se inicia, entre otras cosas, el régimen de la imagen fluida, que supera la condición de la imagen-movimiento y de la imagen-tiempo tal como Deleuze las teorizará más tarde en las obras que llevan estos mismos títulos. De la cuestión de los flujos se ocuparon, casi al mismo tiempo, tanto el filósofo Bergson como el fotógrafo experimental Étienne-Jules Marey, este por medio de una relación muy estrecha con los aparatos, que le servían para pensar acerca de esos flujos, como también le eran de utilidad para ello las imágenes fotográficas que resultaban del uso de esos mismos aparatos. Como dice Didi-Huberman, «es así que por medio de ejercer procesos de bricolaje y de acciones metafóricas sobre algunos aparatos fotográficos con sus teatros de operaciones concomitantes –laboratorio, acuario, estación fisiológica, máquina de humo…–, el “mecánico” Marey confiere a los problemas fundamentales de la física y la geometría un renovado frescor» (2004: 206). El paradigma en el que Marey actuaba era el de la inmovilidad fotográfica, pero una inmovilidad presionada por el movimiento y tendente a constatar la presencia de esa fluidez que el cine acabaría representando de forma adecuada.

Uno de los elementos que hacen que el cine se constituya en la puerta de entrada a un nuevo régimen de las imágenes en relación a la mente y en consecuencia al pensamiento es su vínculo con el movimiento. El movimiento en el cine es básicamente de dos tipos: el movimiento naturalista por el que se activa la región anterior de la fotografía y, en cierta forma, la hace desaparecer, y el movimiento-imagen, que como veremos es un fenómeno distinto a la imagen-movimiento de Deleuze, y por el cual la imagen, a través de la tecnología, se entronca directamente con el pensamiento como forma de actividad mental. No cabe duda de que esta operatividad del movimiento-imagen está relacionada, histórica y funcionalmente, con la citada imagen-movimiento de Deleuze, pero incide en la existencia de regiones fenomenológicas que esta no acierta a detectar, de la misma manera que su imagen-tiempo se relaciona con una superación del movimiento-imagen por medio de un tiempo-imagen. Es decir, movimiento-imagen y tiempo-imagen van más allá de la fenomenología acotada por la imagen-movimiento y la imagen-tiempo.