El pensamiento de los dominicos novohispanos e el siglo XVI - Mauricio Beuchot - E-Book

El pensamiento de los dominicos novohispanos e el siglo XVI E-Book

Mauricio Beuchot

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Desde que los dominicos llegaron a la Nueva España, junto con su labor evangelizadora y misionera, estuvo presente el trabajo apostólico de la teología; primero en cartas, consultas y memoriales; después, a partir de 1540, en los colegios de la provincia dominicana, y en 1554, en la universidad. Los tratados teológicos conservados, los cursos de teología y algunas obras menores, como opúsculos y cartas de contenido doctrinal, ofrecen un material considerable y suficiente para dar cuenta de la pujanza que tuvo la orden en el terreno intelectual de la colonia. No estamos hablando de una obra caduca. Los autores estudiados en este libro, sus teorías y sus tesis, conservan una actualidad impresionante. Es mucho lo que pueden enseñar al mundo contemporáneo.

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ColecciónForo Hispanoamericano

Director

Francisco Javier Gómez Díez (Universidad Francisco de Vitoria)

Comité científico asesor

Paolo Bianchini (Universidad de Turin)

Perla Chinchilla Pawling (Universidad Iberoamericana - México)

Alex Coello de la Rosa (Universidad Pompeu Fabra)

Fermín del Pino Díaz (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC)

José Eduardo Franco (Universidade Aberta/CLEPUL - Universidade de Lisboa)

Almudena Hernández Ruigómez (Universidad Complutense de Madrid)

Ana María Martínez Sánchez (Academia Nacional de la Historia - Argentina)

Igor Sosa Mayor (Universidad de Valladolid)

© 2021 Mauricio Beuchot

© 2021 Francisco Javier Gómez Díez del prólogo

© 2021 Editorial UFVUniversidad Francisco de Vitoriawww.editorialufv.es // [email protected]

Diseño de cubierta: Cruz más Cruz

Imagen de portada: Detalle de los motivos en la entrada al cementerio del Ex Convento Dominico de la Natividad, Tepoztlán, Morelos, México

Primera edición: febrero de 2021

ISBN edición impresa: 978-84-18360-77-0

ISBN edición digital: 978-84-18360-78-7

ISBN Edición EPUB: 978-84-10083-13-4

Depósito legal: M-3548-2021

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Calprint, S. L.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Este libro puede incluir enlaces a sitios web gestionados por terceros y ajenos a EDITORIAL UFV que se incluyen solo con finalidad informativa. Las referencias se proporcionan en el estado en que se encuentran en el momento de la consulta de los autores, sin garantías ni responsabilidad alguna, expresas o implícitas, sobre la información que se proporcione en ellas.

Impreso en España - Printed in Spain

Índice

PRÓLOGO DE FRANCISCO JAVIER GÓMEZ DÍEZ

INTRODUCCIÓN

TEOLOGÍA HUMANISTA EN LA ORDEN DE PREDICADORES AL COMIENZO DE LA COLONIA

CONVENTO DE SANTO DOMINGO, EN MÉXICO

LABORES UNIVERSITARIAS

DOCENCIA TEOLÓGICA

PROFUNDIZACIÓN Y DIFUSIÓN

CONTINUADORES

CONVENTO DE SANTO DOMINGO, EN OAXACA

CONVENTO DE SANTO DOMINGO, EN YANGÜITLAN

CONVENTO DE SANTO DOMINGO, EN PUEBLA DE LOS ÁNGELES

COLEGIO DE SAN LUIS, EN PUEBLA

APÉNDICE: LA RACIONALIDAD ANALÓGICA EN LOS DOMINICOS DEL SIGLO XVI

BIBLIOGRAFÍA

Prólogo

Cuando Mauricio Beuchot me propuso escribir unas líneas para presentar su trabajo sobre los dominicos novohispanos del siglo XVI, junto con el incuestionable honor que para mí implicaba la oferta, se me planteó un problema. Presentar al profesor Beuchot no tiene mucho sentido. Es bien conocida la calidad intelectual de su obra, y todos los que tenemos la suerte de haberlo tratado conocemos también su gran humanidad. Resumir su trabajo no pasaría de un pobre remedo. Mi intención es bien distinta. Las páginas que ha escrito ponen sobre la mesa tres cuestiones: la evangelización de la inteligencia, la vitalidad del mundo universitario novohispano y la existencia de una sólida tradición escolar estructurada en torno a las enseñanzas de un maestro que nunca abandonó Europa: Francisco de Vitoria. Solo construiré una reflexión en torno a estos hechos.

«La Orden de Predicadores —comienza diciendo Beuchot— trajo a la Nueva España su gran tradición de estudio y trabajo intelectual. Siguiendo a santo Tomás de Aquino, comprendió que una de sus principales funciones es la santificación de la inteligencia». Siguiendo a santo Tomás. No por casualidad es este el patrón de la Universidad. Fue religioso, fue dominico y es santo, pero no en menor grado, desde su entrada con quince años en la Universidad de Nápoles hasta su muerte, fue un universitario. Como en su momento Francisco de Vitoria, no es un universitario por pasar la vida entre las aulas y los libros; lo es por el espíritu intelectual que cultivó. Un espíritu que implica innovación, racionalidad y compromiso.

Antes de entrar en materia, una nota solo aparentemente marginal. La innovación está en las preocupaciones, no en los métodos. Guillermo de Tocco, alumno y primer biógrafo de Tomás de Aquino, insiste en cómo este, en sus lecciones, abordaba nuevas cuestiones, hallaba un modo nuevo de plantearlas y aportaba nuevas razones para resolverlas. Innovar no fue nunca dejarse arrastrar por los fuegos de artificio que solo llevan a sustituir el rigor de la profundidad por el atractivo de la brillantez. Cuando uno se aproxima a maestros como Tomás y Vitoria, se reafirma en una creencia: la actividad universitaria se fundamenta en el discurso, en la exposición ordenada de unas ideas. Luego, el alumno, buscando comprender todo su alcance, entra en diálogo con el maestro y con los libros. Para volver a ser innovadores, regresemos, como pedía Jordi Llovet, a la palabra oral y escrita en todos los niveles de la educación, a la articulación de los discursos para avanzar por la senda de cualquier conocimiento (Adiós a la Universidad, Barcelona, 2011).

Como si hubiera escrito estas líneas, Tomás de Aquino puso sus excepcionales dotes docentes —que le permitieron obtener la plena licencia para enseñar dos años antes de la edad mínima establecida— al servicio de una ingente obra, donde, dice García Baró, priman el esfuerzo por lograr la máxima claridad y la lucha por salvar la proposición del pensador al que ha de terminar oponiéndose (Sócrates y herederos, Salamanca, 2009).

Consciente de la compleja realidad que le ha tocado vivir, Tomás de Aquino no se acomoda a los moldes ya establecidos. En una época en la que el pensamiento de Aristóteles desafía a la tradición cristiana occidental, y esta parece no tener otro recurso defensivo que tachar de herética a la novedad aristotélica, santo Tomás inicia un amplio y fructífero diálogo con el Estagirita. Fruto de la aceptación de esta novedad, distingue la teología de la filosofía, no por el papel que en ambas juega la razón, que sería el mismo, sino por su punto de partida: las verdades de fe, en el primer caso, y la realidad sensible, lo que puede ser conocido por el ser humano de forma directa, en el segundo. Sin abandonar ni por un momento sus convicciones religiosas y rechazando cualquier tentación de recurrir a una doble verdad, Tomás de Aquino —confiado en las capacidades del ser humano— hace de la razón un instrumento universal en la búsqueda de la verdad. Así, junto con la reflexión teológica, levanta su Suma contra gentiles, donde, recurriendo exclusivamente a una argumentación universalmente aceptable, inicia un diálogo con el no cristiano.

El mismo espíritu de Tomás de Aquino define a Francisco de Vitoria. Su pensamiento está firmemente anclado en los principios establecidos por santo Tomás, pero, si este debió responder a la complejidad de siglo XIII, Vitoria debió enfrentarse a los desafíos de la primera modernidad.

En la Universidad de París, Vitoria entra en contacto con las corrientes intelectuales del momento y, al mismo tiempo, con los límites de una institución en crisis. De un valor inmenso sigue siendo la obra de Ricardo García Villoslada, La universidad de París durante los estudios de Francisco de Vitoria (Roma, 1938). En estos años, Vitoria se deja influir por Peter Crockaert y Jean de Feynier, a los que considera maestros y, especialmente en colaboración con el primero, se interesa por dar a conocer la obra de Tomás de Aquino. En los primeros años del siglo XVI, Crockaert impuso como texto universitario la Suma teológica. Posteriormente, pese a las reticencias de las autoridades salmantinas, será imitado por Francisco de Vitoria en España. La Suma, aparte de una estructura más ordenada, estaba pensada para el estudio del alumno, y no como apoyo del profesor, como las Sentencias.

Vitoria conoce, en París también, las corrientes nominalistas. Recordará, años después, a Juan de Celaya y no dudará en citar a Jacques Almain y a John Mair. Si la firmeza del tomismo le llega por Crockaert, la corriente nominalista lo hizo más sensible a la problemática jurídica y a los efectos de los abusos eclesiásticos y romanos; lo aproximó —sin hacerle perder su característica prudencia y su atención a los matices— a las tesis conciliaristas y a las reflexiones sobre el origen del poder. Más aún, Mair fue el primero en preguntarse por la legitimación de la ocupación de América por España, y es probable que Vitoria conociera sus tesis, como defendieron Leturia y Beuchot.

Por último, su brillante formación le permitió tratar de igual a igual con los humanistas. Luis Vives lo aprecia y admira. Años después, incluso llega a recomendar a Erasmo, cuando en España empieza a ser visto con reticencia, que busque el apoyo de Vitoria. De todas formas, este marca distancia. Señala Beuchot, a propósito de la presencia del humanismo en la teología de los dominicos novohispanos, que no se trata de humanistas tan extremos como los que se dieron en Italia y en otros países nórdicos, sino como los que hubo en España: escolásticos que buscan corregir los excesos de su tradición y recuperar las fuentes grecorromanas y bíblicas.

Concluida su etapa parisina, Vitoria asume —como siglos antes Tomás de Aquino— que no debe abandonar el estudio. La universidad se convierte entonces casi en una forma de entender la existencia, en una vocación de servicio.

El universitario, por supuesto, está centrado en sus alumnos. Se ha hablado mucho de las dotes oratorias de Vitoria. Melchor Cano insiste en que, si no era el que más sabía, sí era el que mejor enseñaba. Ramón Hernández, en su biografía Francisco de Vitoria (Madrid, 1995), ha analizado este hecho en torno a sus dotes de exposición, su claridad y concisión, la imposición del dictado, la modificación de los ritmos de la explicación dependiendo de los temas, su permanente interés por las preguntas y dudas de sus alumnos o su atención a la realidad cotidiana.

Vitoria merece todos los elogios por estar atento a las dudas y preguntas de sus alumnos e intentar responderlas, y por buscar el mejor texto, no para su lucimiento, para la claridad de sus clases y el aprovechamiento de sus discípulos. Tiene muy claro que universitario sin libros es como soldado sin espada. De ahí su interés, ya en París, por editar las obras de santo Tomás y por volver a las fuentes: a la Sagrada Escritura y a los clásicos grecolatinos. Este leer y releer lo lleva a someter el argumento de autoridad a la lógica y a la experiencia; una actitud claramente humanista que Domingo de Soto le reconoce como lector de santo Tomás.

La lectura, el estudio, es el fundamento, la condición de posibilidad del hecho universitario, pero no es su misión. No se trata de encerrarse ni en la vanidad del aula ni en la soledad del despacho. He señalado al comenzar estas líneas la función del compromiso. Aquí es donde entra en juego lo que hoy llamaríamos trabajo en equipo, la independencia de juicio y, en último término, la creación de una escuela. Tres rasgos que fácilmente se pueden rastrear en la obra de Vitoria.

Tiene claro que el saber se comparte y, así, se multiplica. Por eso, desde su juventud, fomentó el trabajo en equipo, algo que solo es posible cuando olvidamos nuestro curriculum vitae y ponemos delante el saber y al alumno. Así, Vitoria reconoce a sus maestros, se enfrenta al emperador en defensa de la Universidad (contra los deseos del César, se opuso a que Alfonso Parra fuera nombrado médico de Catalina de Aragón sin perder su cátedra y, años después, a que Martín Azpilcueta fuera enviado a Coímbra en idénticas condiciones) y, en definitiva, crea escuela.

Fue consejero del emperador y consultor del papado, pero mantuvo también doctrinas contrarias a los intereses de ambos: rechazó la pretensión del dominio universal del imperio y la intervención del papa en los asuntos temporales; sin ser conciliarista, pensaba que, en el caso extremo de los abusos de poder, los obispos deberían ponerse de acuerdo para resistir y oponerse a esos abusos; consideró injusta la guerra contra Atahualpa, y cuestionó los títulos a los que la monarquía recurría para afirmar el dominio sobre América.

Tampoco fue la suya una labor solitaria. En el Colegio de Valladolid, entró Vitoria en contacto con Matías de Paz, Miguel de Salamanca, Francisco de Córdoba, Juan Álvarez de Toledo, Alberto de las Casas, Fray Diego de Pineda, Miguel de Arcos, Sebastián de Olmeda o Diego de Astudillo. En Salamanca, coincidió con Hernán Núñez de Guzmán, Bernardino Vázquez de Oropesa, Martín de Frías o Martín de Azpilcueta. Fue maestro de Martín de Alquiza, Martín de Ledesma, fray Jerónimo de Loaysa, Vicente de Valverde, Bartolomé de Carranza y muchos misioneros y profesores americanos.

Con independencia de lo que entendamos por su escuela (cfr. Miguel Anxo Pena, La escuela de Salamanca, Madrid, 2009), es menester comenzar observando un dato: Vitoria nace en 1483 y muere en 1546. Vive en un mundo marcado por tres procesos decisivos: la Reforma, la afirmación del Estado moderno y la expansión atlántica, y a este mundo nuevo ha de responder, y responde, desde su condición y experiencia universitarias.

Nos encontramos en una fase decisiva en la génesis del Estado moderno, que en el caso español, por obra de los Reyes Católicos, se va a caracterizar por la objetivación del poder soberano como garante de la justicia, salvaguarda de la paz interior, protector del bien común y rector de la política exterior. Un Estado de cuya concreción en el ámbito americano realizó el profesor Pérez Prendes un brillante análisis: La monarquía indiana y el Estado de derecho (Madrid, 1989). Si, por un lado, este Estado desarrolla, como instrumentos de su poder, un nuevo modelo de ejército, la Real Hacienda y la burocracia —donde Iglesia y Universidad serán capitales—, ante todo desarrolla un discurso legitimador apoyado en la tradición, en el respeto a las libertades del país y, sobre todo, en la religión, que impone límites al poder. Por eso, son decisivas las implicaciones de la Reforma luterana. La preocupación reformista, desde el siglo xv, es un impulso de purificación que nace del corazón de la Iglesia y se hace presente en multitud de predicadores, en reacciones monásticas, en preocupaciones teológicas y en ansias humanistas, pero será también una ruptura donde confluyen el pesimismo espiritual de Lutero, las tensiones políticas entre los príncipes alemanes, las pretensiones fiscales de la curia romana, la amenaza turca y tantos otros factores que hacen de lo que originalmente fue un pleito de frailes un conflicto político terrible que termina partiendo Europa, desangrada en guerras de religión.

A estos dos procesos —el Estado y la Reforma—, hay que añadir un tercero de no menores implicaciones: la aventura atlántica y el Descubrimiento. Por una parte, como analizó Isabel Soler (El nudo y la esfera, Barcelona, 2003), una osada aventura que altera la idea tradicional del héroe y, con ella, la del hombre. El humanismo, en su sentido más genuino, tiene tanto o más que ver con esto que con los clásicos. Esta misma aventura puso de manifiesto todo lo que los antiguos, faltos de experiencia, ignoraron y, por lo tanto, como observan José de Acosta o Galileo, la experiencia fuerza una mutación profunda de la idea misma del conocimiento. Y este nuevo tipo de hombre, enfrentado a un nuevo mundo, conocerá también al otro, a un hombre distinto con el que pronto se identificará y, no sin resistencia, se verá obligado a defender, reconociéndole una dignidad, por mucho que pareciese, sin culpa propia, condenado al infierno, al desconocer explícitamente el mensaje salvador de Cristo.

A todos los problemas implicados en esta realidad va a enfrentarse Vitoria en sus clases, en sus cartas y dictámenes y, especialmente, en sus famosas relecciones, que nos ponen en contacto con su profundo sentido de la vocación universitaria.

Si las constituciones de la Universidad de Salamanca (1422) imponían a «todos los doctores y maestros asalariados» la obligación de impartir una relección anual, la obligación había sido ignorada o eludida durante décadas. Vitoria descubrió todo el sentido de esta obligación. Sería una forma de exponer a un auditorio más amplio la actualidad de sus reflexiones. Consciente de las preocupaciones de su época, estudiará el poder civil (1528), el poder de la Iglesia (1532 y 1533), la relación entre el papa y el Concilio (1534), los problemas internacionales y la cuestión americana (1539), el matrimonio, en torno al pleito promovido contra Catalina de Aragón por Enrique VII (1531), o la simonía (1536), relacionada con problemas asociados a la crisis luterana. Otros muchos aspectos fueron objeto de su análisis. Cuestiones de índole económica, como han estudiado recientemente José Luis Cendejas y María Alférez (Francisco de Vitoria sobre justicia, dominio y economía, Madrid, 2020); la posible salvación de los indígenas americanos antes de ser evangelizados, cuyos análisis fueron continuados por Melchor Cano y Domingo de Soto, y estudiados por Teófilo Urdánoz (1940), o la conveniencia de ordenar sacerdotes indígenas.

Tomás de Aquino había dado luz a una escuela, a una tradición intelectual que no pretende repetir las enseñanzas del maestro, sino, como hizo Vitoria, desarrollar sus doctrinas a la luz de nuevas realidades y nuevos problemas. Aquí se inserta la pretensión de Beuchot. No busca la reproducción curiosa de viejas tesis, sino su aprovechamiento actual. Reseñar las figuras y movimientos principales, dice, para dar cuenta de la pujanza intelectual de la orden dominica, así como la actualidad de sus reflexiones. Habla de Ledesma, discípulo de Vitoria; de fray Pedro de Pravia, amigo de Soto; de Tomás de Mercado, cuyas obras, producto de su experiencia novohispana, se imprimieron en España; de Fray Juan Ramírez, y de tantos otros. Una verdadera escuela que no se dedicó solo a investigar, sino también a orientar desde sus cátedras, como apunta la obra de Beuchot. Aquí entra la última gran cuestión.

Solo treinta años después de la conquista de Tenochtitlán, se erigía la primera universidad del continente americano en la capital de la Nueva España. Con independencia de su posterior evolución y de otras implicaciones, hay algo evidente —y lo destacó hace años Pilar Gonzalbo Aizpuro—: el trasplante de una institución tan respetada como era la Universidad no parecía necesario ni urgente desde el punto de vista práctico, al menos así lo demostraron otras potencias colonizadoras, para las que la explotación y soberanía de sus dominios no requirió del establecimiento de estudios superiores en ellos (Historia de la educación en la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, México, 1990). Es decir, tiene mucho menos que ver con una cuestión práctica que con la concepción que de la política tienen la Monarquía y la sociedad españolas. La Universidad, como corporación de maestros y alumnos, se insertó en la vida de la ciudad y condicionó el desarrollo de la Nueva España: difundió a través de los sermones sus tesis, formó a las elites religiosas y gobernantes y, por supuesto, definió todo un modo intelectual.

En último término —y concluyo estas atropelladas reflexiones—, estamos hablando de una triple vocación que debemos mantener: una vocación americana, que se relaciona con la misma vocación de Vitoria, del tiempo y de la sociedad en la que vive y del alto número de discípulos suyos que trabajaron en la Administración real, en la Iglesia y en la Universidad americanas; una vocación universitaria, porque Vitoria, y buena parte de sus discípulos, son antes que ninguna otra cosa maestros que han hecho de la vocación de servicio el centro de su ideal universitario, y una vocación católica y universal, reflejada —nuevamente entre otras muchas dimensiones— en su preocupación por el hecho evangelizador y, al mismo tiempo, por la dignidad del infiel, del hereje y del neófito.

FRANCISCO JAVIER GÓMEZ DÍEZUniversidad Francisco de Vitoria

Introducción

La Orden de Predicadores trajo a la Nueva España su gran tradición de estudio y trabajo intelectual. Siguiendo a santo Tomás de Aquino, comprendió que una de sus principales funciones es la santificación de la inteligencia. Dentro de ese espíritu, y a pesar de que en ella se cultivan la filosofía y otras ciencias, es sobre todo la teología la que atrae su dedicación.1 Trataré de reseñar las figuras y movimientos principales, tanto en los conventos y colegios de la orden como en la universidad, principalmente en la Cátedra de Santo Tomás, la cual fue exclusiva de los dominicos.

Desde que los dominicos llegaron a la Nueva España, junto con su labor evangelizadora y misionera, estuvo presente el trabajo apostólico de la teología. Primero, en cartas, consultas, memoriales, etc., después, a partir de 1540, en los colegios de la provincia dominicana y, en 1554, en la universidad. No contaré la magna labor de los catecismos en lenguas indígenas, que —además del trabajo lingüístico— suponen un fuerte trabajo teológico; tampoco tomaremos en cuenta —por ser casi inabarcable— la aplicación teológica que se hacía en los sermonarios, aunque son muy importantes si pensamos que el sermón, después de predicado, se publicaba, y venía a ser como en la actualidad los artículos de revista teológica. Ya simplemente con los tratados teológicos que conservamos, los cursos de teología y algunas obras menores, como opúsculos y cartas de contenido doctrinal, bastará para ofrecernos un material considerable, y suficiente para darnos cuenta de la pujanza que siempre tuvo la orden en el terreno intelectual de la colonia.

Dentro de las observancias de la orden, se halla la del estudio, y fue cumplida en la Nueva España desde los inicios, aun con graves dificultades, e incluso con épocas de no mucho esplendor. Se nota siempre el esfuerzo; aunque haya habido periodos de decadencia —como suele suceder en todo—, nunca se llegó a tal punto que no hubiera quien pusiera en alto el nombre de la orden en el campo de la teología. Veremos esto ahora en el México del siglo XVI.

Al final de nuestro estudio, añadiré un anexo o apéndice en el que trataré de señalar el uso que estos filósofos y teólogos hicieron de la doctrina de la analogía, que ha sido peculiar de la orden, especialmente en contra de los que la han negado o los que la han disminuido o alterado. Es algo muy importante, pues nos muestra que se poseía una hermenéutica analógica, e incluso toda una racionalidad analógica, que era aplicada a los problemas tan grandes y candentes que los rodeaban.

Así, los filósofos y teólogos del siglo XVI no son piezas de museo, nos brindan paradigmas vivos, modelos para llevar a nuestra práctica de hoy en día. Si estamos atentos a su doctrina, podremos beneficiarnos a nosotros mismos y al pensamiento contemporáneo. Tanto sus teorías como sus prácticas, o sus tesis aplicadas a la praxis, conservan una actualidad impresionante. Por eso, vale la pena estudiarlos, no solamente por la importancia que tuvieron en su momento histórico, como si ya no tuvieran nada que darnos. Más bien hay que atender a lo que nos pueden enseñar para hoy, para este pensamiento contemporáneo que atraviesa por tantas crisis.

Es allí donde veo la pujanza que puede tener esa racionalidad analógica que esos tomistas nos enseñan. Tuvieron un tomismo vivo, que aplicaron a los problemas candentes de su momento. Algo parecido debemos hacer nosotros: incrementar el contenido del pensamiento tomista, pero, sobre todo, aplicarlo adecuadamente a las cuestiones de hoy, pues es precisamente con la práctica como mejor se avala una teoría filosófica o teológica.