En torno a la economía mediterránea medieval - AAVV - E-Book

En torno a la economía mediterránea medieval E-Book

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Beschreibung

Este libro es un reconocimiento y homenaje a la trayectoria científica y académica del profesor Paulino Iradiel, así como a su importante contribución a la historia económica y social de la Edad Media, justo cuando llega a los 75 años de edad y se cumplen también 40 de su llegada a Valencia. El libro reúne las aportaciones de quince historiadores españoles, franceses e italianos, entre los que se encuentran desde quien fue uno de sus maestros, José Ángel García de Cortázar, a su primer alumno, José María Monsalvo Antón, ambos en Salamanca; algunos de sus compañeros de generación en España, como Juan Carrasco, Alfonso Franco, José Enrique López de Coca, Antoni Riera Melis y J. Ángel Sesma Muñoz; una nutrida representación de medievalistas italianos, con Alberto Grohmann, Luciano Palermo, Giuliano Pinto, Giampiero Nigro, Amedeo Feniello, Gabriella Piccinni y Franco Franceschi, y la francesa Elisabeth Crouzet-Pavan, cuya área de estudio ha sido siempre Venecia y el norte de Italia. Con él, el Departamento de Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas de la Universitat de València quiere expresar su agradecimiento a quien ha sido su director durante tantos años y, siempre, un estímulo intelectual potente y un referente cercano del trabajo científico y académico bien hecho.

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Seitenzahl: 842

Veröffentlichungsjahr: 2020

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EN TORNO A LA ECONOMÍAMEDITERRÁNEA MEDIEVAL

ESTUDIOS DEDICADOS A PAULINO IRADIEL

EN TORNO A LA ECONOMÍA MEDITERRÁNEA MEDIEVAL

ESTUDIOS DEDICADOS A PAULINO IRADIEL

Antoni Furió, ed.

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, de ninguna forma ni por ningún medio, sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La publicación de este libro ha sido financiada por el Departament d’Història Medieval de la Universitat de València y los proyectos de investigación PGC2018-099275-B-100 del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España y PROMETEO/2019/072 de la Generalitat Valenciana.

© Del texto, los autores y las autoras, 2020

© De esta edición: Universitat de València, 2020

Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://[email protected]

Ilustración de la cubierta: Tavola Strozzi. Detalle

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: Iván García Esteve

Maquetación: María Aránzazu Pérez

ISBN: 978-84-9134-664-7

Edición digital

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

Antoni Furió

L’USO DELLE FONTI NELLA STORIA ECONOMICA DEL MEDIOEVO

Alberto Grohmann

ALLE ORIGINI DEL FATTORE ITALIA: LAVORO E PRODUZIONE NELLE BOTTEGHE FIORENTINE DEL RINASCIMENTO

Giampiero Nigro

L’ARTE DELLA LANA IN ITALIA (SECOLI XIII-XV): PESO ECONOMICO E FUNZIONE SOCIALE

Giuliano Pinto

LES METIERS AU TRAVAIL: VENISE A LA FIN DU MOYEN AGE

Élisabeth Crouzet-Pavan

SALARIATO URBANO E MARGINALITÀ.ITALIA CENTRO-SETTENTRIONALE, SECOLI XIV-XV

Franco Franceschi

ANTICHI E NUOVI PRESTATORI IN SIENA NEGLI ANNI TRENTA DEL TRECENTO. UNA BATTAGLIA PER IL POTERE TRA ECONOMIA E POLITICA

Gabriella Piccinni

DEUDA PRIVADA, TRIBUTACIÓN Y JUSTICIA REGIAS EN NAVARRA (1387-1403). APROXIMACIÓN AL CRÉDITO CRISTIANO

Juan Carrasco

DALLA VAL D’ORCIA ALLE CAMPAGNE VITERBESI. COLTURE E PAESAGGI LUNGO LA VIA FRANCIGENA ALLA FINE DEL MEDIOEVO

Alfio Cortonesi

DE VALLE DEL YANGTSÉ A LOS MARJALES VALENCIANOS: LA INTRODUCCIÓN DEL CULTIVO Y DEL CONSUMO DEL ARROZ ASIÁTICO (ORYZA SATIVA) EN EL LITORAL MEDITERRÁNEO IBÉRICO DURANTE LA BAJA EDAD MEDIA

Antoni Riera i Melis

MERCATO E IMPRENDITORI A NAPOLI NEL TRECENTO

Amedeo Feniello

LOS DESASTRES DE LA GUERRA. EL COLAPSO DEL COMERCIO DE CASTILLA Y ARAGÓN A MEDIADOS DEL Siglo XV

J. Ángel Sesma Muñoz

I PORTI TIRRENICI DELLO STATO DEI PAPI TRA MEDIOEVO E PRIMA ETÀ MODERNA

Luciano Palermo

ALONSO SÁNCHEZ Y EL MONOPOLIO DE LA CONTRATACIÓN DE ORÁN, 1510-1512

José Enrique López de Coca Castañer

LA HACIENDA DE MARÍA DE SAAVEDRA, HIJA DEL MARISCAL GONZALO DE SAAVEDRA

Alfonso Franco Silva

EL IMAGINARIO DE LOS LINAJES AMPLIOS DE LA CABALLERÍA URBANA DEL SUR DEL DUERO: EL CONTEXTO DE LOS RELATOS SOBRE BANDOS Y ORGANIZACIONES ESTAMENTALES (SIGLOS XIV-XV)

José María Monsalvo Antón

LAS IGLESIAS VIZCAÍNAS EN EL Siglo XV: ENTRE EL PATRONATO HIDALGO Y EL PATRONATO VILLANO

José Ángel García de Cortázar

PRESENTACIÓN

Antoni Furió

En un libro publicado hace tres años, El Mediterráneo medieval y Valencia. Economía, sociedad, historia, Paulino Iradiel reunía una amplia y representativa selección de sus trabajos, aparecidos originalmente en forma de artículos o de capítulos de libro a lo largo de más de treinta años. Difícilmente se podría haber encontrado un título que definiese mejor no solo el contenido del libro sino también la entera trayectoria investigadora del autor, un medievalista español cuya obra, todo un referente de la fecunda renovación de la disciplina en nuestro país en las últimas décadas, se nos presenta tan ligada al Gran Mar. Con todo, el Mediterráneo de Paulino Iradiel, es decir, su sección occidental en los siglos XIV y XV, es menos un escenario geográfico en el que transcurren los hechos históricos que una realidad en la que se evidencia la articulación de redes marítimas con diversa proyección geográfica, a diferentes escalas, con flujos comerciales de naturaleza e intensidad variable, con varias categorías y tipos de mercado, y en la que se desarrolla una cultura económica común, vehiculada por la circulación de personas, bienes e ideas y favorecida por la cada vez mayor integración de los mercados y los tráficos comerciales. Pero, más que espacio unitario de expansión económica y de confrontación política, Iradiel entiende el Mediterráneo como instrumento de análisis de historia global, como observatorio en el que examinar estos procesos y, a la vez, proponer un enfoque comparativo, contrastando las diferentes realidades locales y nacionales, convencido de que la historia no puede ni debe agotarse en el marco o el sesgo local o nacional, sino que debe aspirar a ser global, transnacional, conectada, cruzada... No se trata solo de comparar por comparar, o de verificar la expresión local de dinámicas generales, sino de construir una escala más amplia de conexiones múltiples –confluencias, pasajes, transferencias, continuidades–, a menudo ignoradas o minusvaloradas a causa de las divisiones impuestas por las fronteras estatales. Por el contrario, la apelación a amplias escalas de análisis, en una perspectiva incluso de globalización o de mundialización, no solo pretende superar las compartimentaciones nacionales de la investigación, y el eurocentrismo que las impregna, sino también restaurar una «historia ambiciosa» y «reencontrar el sentido global de los fenómenos sociales que constituye la verdadera carta de naturaleza de las ciencias sociales y de los métodos de investigación».

De estos y otros temas tratan precisamente dos de sus más recientes contribuciones, ambas con el Mediterráneo en el título: la conferencia que impartió en la Real Academia de la Historia, en junio de 2019, «Mediterráneo y Corona de Aragón (siglos XIV-XV). Una historia conectada y transnacional», y el texto, todavía en curso de publicación, «La historia del Mediterráneo en la era de la globalización. ¿Tiene sentido hablar del Mediterráneo como unidad a lo largo de la historia?», presentado al segundo seminario internacional Ciutats mediterrànies: l’espai i el territori, organizado por el Institut d’Estudis Catalans y el Institut Europeu de la Mediterrània, en noviembre de 2016. Por otra parte, pocos mejor situados que él para, precisamente a partir de este conocimiento sustantivo de la realidad mediterránea bajomedieval, refutar las tesis de aquellos historiadores económicos que en los últimos años han venido insistiendo en la creciente divergencia económica entre el norte y el sur de Europa, la llamada «Pequeña Divergencia», ya desde 1300 y en favor de la región del Mar del Norte, es decir, justo en un momento en que las economías inglesa y holandesa estaban todavía bastante atrasadas con respecto a las mediterráneas. La historia económica y social, que vivió sus tiempos de esplendor con Fernand Braudel y su gran obra sobre el Mediterráneo y en la que se inscribe también la producción historiográfica de tantos otros grandes historiadores, de Federigo Melis al propio Paulino Iradiel, no pasa hoy por sus mejores momentos, desplazada tanto por la historia cultural como, en su propio terreno, por la econometría –una historia económica más propia de economistas que de historiadores– y por los apriorismos y prejuicios no ya eurocéntricos, sino noroccideurocéntricos. Ni Braudel, ni Melis, ni Cipolla ni tantos otros grandes historiadores económicos de las últimas décadas, incluido el mismo Iradiel, parecen tener ya cabida en una historia económica que se escribe con ecuaciones y que traslada a la Baja Edad Media, sin el menor rigor histórico, los viejos clichés sobre el atraso del mundo mediterráneo en los tiempos modernos.

Podría pensarse que esta vinculación de Paulino Iradiel con el Mediterráneo comienza y está motivada por su incorporación al Departamento de Historia Medieval de la Universidad de Valencia, en 1981, y que se podrían distinguir dos partes en su producción historiográfica, separadas o impuestas por su adscripción académica, una primera centrada fundamentalmente en Castilla y una segunda en la que el observatorio de análisis se traslada decididamente al reino de Valencia, la Corona de Aragón y el Mediterráneo occidental. El hecho de que sus trabajos sobre la economía y la sociedad castellanas –de las estructuras agrarias a la organización industrial, o del feudalismo agrario al artesanado corporativo, pasando por sus incisivas reflexiones sobre cuestiones de método y de historiografía– daten en su mayor parte de la segunda mitad de los años setenta y la primera de los ochenta, mientras que desde entonces, es decir, en las últimas tres décadas y media, se haya ocupado preferentemente del escenario valenciano y mediterráneo, parecería abonar esta idea. En realidad, y dejando aparte que Castilla nunca ha dejado de estar presente en sus intereses historiográficos, como confirman otros estudios más tardíos y sus consideraciones a menudo aceradas sobre el medievalismo hispánico, lo cierto es que la vinculación mediterránea de Paulino Iradiel es bastante anterior a su llegada a Valencia y se remonta incluso a los años de la adolescencia, cuando cursaba el bachillerato en un instituto de Tortosa, el gran puerto de exportación, en la Baja Edad Media, del trigo que llegaba por el Ebro desde el interior catalán y, sobre todo, aragonés. Allí, en la capital del Bajo Ebro, en un colegio de la congregación a la que pertenecía un hermano suyo sacerdote, este navarro nacido en Miranda de Arga en 1945 conocería por primera vez el Gran Mar y entablaría con él una larga e intensa relación que dura ya más de sesenta años.

Más tarde, a mediados de los sesenta, se trasladó a Salamanca, en donde estaba instalado su hermano y en cuya universidad se licenciaría en 1969. Por entonces, la única universidad con que contaba Navarra era la privada del Opus Dei, y los inconvenientes no dejaban de ser los mismos en cualquier otra universidad para un estudiante que tuviese que desplazarse lejos de su residencia familiar. En Salamanca estaba ya su hermano, lo que facilitaba las cosas y además volvía a ser determinante en su formación. Y sobre todo estaba la universidad, una de las más antiguas y prestigiosas del país y en aquellos momentos, ya en los años finales del franquismo, de nuevo entre las más avanzadas intelectualmente y las más críticas con la dictadura. No es solo que el propio Iradiel recuerde con afecto –en una entrevista que concedió hace unos años– la vivacidad cultural, académica e incluso política de la universidad en que estudió, los aires de renovación historiográfica, de apertura a las grandes corrientes europeas, del marxismo a la escuela francesa de los Annales. Lo recuerda también en otra entrevista y con no menos fervor José Ángel García de Cortázar, profesor de historia medieval en la Universidad de Salamanca desde 1964, el mismo año en que llegó a ella como estudiante Paulino Iradiel. Cortázar había sido invitado por Miguel Artola, quien ocupaba la cátedra de Historia General de España, y en la misma facultad coincidieron también en aquellos años los filólogos Lázaro Carreter y Manuel Díaz y Díaz, el catedrático de historia antigua José María Blázquez y el geógrafo Ángel Cabo. Artola fue clave en la renovación historiográfica de la época y su influencia se haría notar tanto en García de Cortázar como, directamente o a través de éste, en la nueva generación de historiadores medievalistas y de otras épocas que se estaba formando en la universidad salmantina y en la española en general, instando entre otras cosas a superar los límites estrechos del puro empirismo a la vez que se recalcaba la necesidad de una buena teoría que guiase la investigación. «Nada hay más práctico que una buena teoría», le repetía a menudo Artola a García de Cortázar, a quien también aconsejaba leer a Max Weber. Todo ello fructificaría poco después en dos obras capitales del medievalismo español de principios de los setenta que encarnan muy bien la inflexión que se había producido en la disciplina: la Historia general de la Edad Media, publicada en dos volúmenes por José Ángel García de Cortázar y Julio Valdeón en 1971 y La época medieval, de García de Cortázar, que apareció en 1973 como volumen II de la Historia de España Alfaguara, dirigida por Miguel Artola.

En Salamanca Iradiel tuvo como compañeros de estudios a Pablo Fernández Albaladejo, discípulo directo de Artola, Luis María Bilbao, Miguel Ángel Quintanilla, Ángel García Sanz, Vicente Pérez Moreda y José Ignacio Fortea Pérez, y en 1969 leyó su tesis de licenciatura sobre la industria textil castellana bajo la dirección de José Luis Martín. Este último, salmantino pero formado en Barcelona junto a Emilio Sáez, había llegado a Salamanca tres años antes, en 1966, con un amplio bagaje de lecturas que incluían a Ramon d’Abadal, Jaume Vicens Vives y Pierre Vilar y un buen conocimiento de la historia de Cataluña y de la Corona de Aragón, a la que contribuyó con diversos estudios, en particular sobre la fiscalidad y las finanzas regias y sobre las cortes catalanas. José Luis Martín era, además, un hombre de fuertes convicciones cívicas que, en aquellos años finales del franquismo, no podían sino granjearle el aprecio de los estudiantes en una universidad muy movilizada en la lucha contra la dictadura. Martín fue también quien animó a Iradiel a solicitar una plaza en el Colegio Español de Bolonia, justo en el mismo momento en el que lo abandonaba otro medievalista, Salvador Claramunt.

La etapa boloñesa resultó crucial en la formación académica de Iradiel y en la ulterior orientación de su trayectoria investigadora. También en su propia experiencia vital. Fueron dos años intensos en una ciudad universitaria que vivía en aquellos momentos una gran efervescencia cultural y política. Como Salamanca, Bolonia unía al prestigio de su antigüedad y de su cuadro de profesores la vitalidad de una universidad en plena renovación. Fue en ella en donde leyó su tesis doctoral en noviembre de 1971, al final ya de sus dos años de estancia en Bolonia. La tesis, sobre la propiedad agraria del Colegio de España en los siglos XIV y XV, elaborada a partir de los fondos documentales de la propia institución, estuvo dirigida por Ovidio Capitani, uno de los medievalistas italianos más sobresalientes de la época, con un amplio registro de intereses que abarcaba desde la historia de la espiritualidad y las ideas al pensamiento económico medieval y el debate historiográfico. Su magisterio dejaría huella en la formación de Iradiel, así como el de Antonio Ivan Pini, «contraponente» en la lectura de la tesis, profesor también en Bolonia y un especialista tanto del mundo rural como del urbano, convencido como estaba de que «la storia agraria e la storia della città non son altro che le due facce della stessa medaglia». Para alguien que había dedicado su tesis de licenciatura a la manufactura textil en las ciudades castellanas y la tesis doctoral a la propiedad y el crecimiento agrario, tal enfoque no solo le confirmaba en su decantación por la historia económica, sino que le animaba a romper con los compartimientos estancos dentro de ésta.

En su primer año en Bolonia, Iradiel acudió en abril de 1970 a la Settimana di Studi organizada por el Istituto Internazionale di Storia Economica ‘F. Datini’ en la ciudad de Prato, cercana a Florencia y no muy lejos de Bolonia, y en el otoño del mismo año al Corso di alta specializzazione en historia económica dirigido y desarrollado casi exclusivamente por Federigo Melis durante tres meses. Era la segunda Settimana que se celebraba, y si la primera había estado dedicada a la lana, su producción y circulación, ésta lo estaba a los paños de lana, su producción, comercio y consumo, siempre en una larga perspectiva temporal, que cubría los tiempos medievales y modernos. El Instituto había sido fundado en 1967 por Federigo Melis, quien contó desde el principio con el respaldo de Fernand Braudel, todavía al frente de la escuela de los Annales y sin duda el mayor referente internacional de la historia económica. La primera Settimana, en abril de 1969, fue inaugurada por Braudel y la segunda, en abril de 1970, por Jacques Le Goff, y contaron con la participación, para la península ibérica, de Claude Carrère, Henri Lapeyre, Reyna Pastor de Togneri, Felipe Ruiz Martín y el propio Melis, en la primera, y de Ramón Carande, Miguel Gual Camarena, Jean-Paul Le Flem, Francisco Sevillano Colom, Valentín Vázquez de Prada y Pedro Molas Ribalta, además de la ya citada Claude Carrère, en la segunda. Si por un lado la historia económica española empezaba a asomar en los foros internacionales, por otro la lista de participantes en las primeras ediciones es impresionante, con todos los grandes nombres de la disciplina, tanto de Europa occidental como de la oriental, a los que no tardarían en unirse historiadores de otros continentes. Prato ha sido desde su fundación hace ya más de cincuenta años un lugar privilegiado de encuentro entre los mejores especialistas en historia económica, en donde se abordaban y discutían nuevas temáticas y nuevos enfoques desde una perspectiva claramente comparatista, hasta el punto de que el mismo Roberto Sabatino Lopez, uno de los asiduos asistentes de aquellos años, llegó a considerar las Settimane de Prato, junto a las de Spoleto, «i miei unici salvagente in un oceano costellato di inattese e nuove scogliere». Resulta difícil de exagerar la fascinación que representaba todo aquello para el joven Iradiel, en particular los estímulos y las afinidades con otros colegas que encontraba en aquella cita anual, a la que asistiría posteriormente con bastante regularidad, sobre todo tras su incorporación tanto al Comité Científico como a la Junta Ejecutiva. Prato –en todos estos años, y no solo en las dos ocasiones privilegiadas de 1970– le fue ratificando en algunas de sus convicciones como historiador: la historia económica, el Mediterráneo, el juego de escalas, las grandes unidades, el comparatismo, la interconexión, la necesidad de superar las fronteras nacionales en la investigación histórica, la curiosidad intelectual, la apertura e incluso la porosidad a los nuevos temas y las nuevas orientaciones historiográficas.

Bolonia y Prato marcarán profundamente su trayectoria como investigador. No fueron solo dos etapas más en su formación, sino una puerta de acceso permanentemente abierta al debate internacional –la «gran conversación», en palabras de Ranke– entre historiadores. Tras su paso por Italia, la investigación histórica ya no podía seguir siendo una empresa solo individual ni autárquica, encerrada en sus propios límites locales o nacionales. La misma tesis doctoral, aunque tomaba como observatorio el Colegio de España en Bolonia, distaba mucho de ser una tesis española, en sus planteamientos, sus fuentes de inspiración –fundamentalmente italianas, en la línea de las indicaciones generales ofrecidas en su día por Emilio Sereni y continuadas por Renato Zangheri, Carlo Poni y Giorgio Giorgetti– y su desarrollo. Quizá por ello su publicación, siete años más tarde, apenas tuvo eco en España. No se trataba solo de una cuestión de distribución editorial –el libro, aunque impreso en Zaragoza, fue publicado en Bolonia por el propio Colegio de España–, sino de desafección e incluso apatía intelectual, en un momento en el que las tesis doctorales en historia medieval en España, a pesar de haberse iniciado ya la transición política y de las ventanas que ésta abrió, seguían encerradas en sí mismas, absortas en el estudio de los dominios señoriales laicos y eclesiásticos, y refractarias a cualquier estímulo exterior, sin más notas al pie que las correspondientes a las fuentes archivísticas utilizadas o a unas cuantas referencias bibliográficas, en su mayoría circunscritas a la propia área de estudio o a grandes síntesis generales, y pocas, muy pocas, obras de autores no españoles o sobre otros países, siempre en su traducción castellana.

De regreso a Salamanca, ahora como profesor de historia medieval, Iradiel dedicó los primeros años setenta a la reelaboración y publicación de su tesis de licenciatura, que sigue siendo el libro por el que es más conocido. En parte porque su producción posterior ha visto la luz mayoritariamente en forma de artículos y actas de congresos y jornadas científicas, y en parte también porque no se trata propiamente de la tesis de licenciatura sino de un libro construido a partir de ella, en el que resultan claramente perceptibles tanto la influencia de su paso por Italia como la temprana madurez del autor. Bajo el título Evolución de la industria textil castellana en los siglosXIII-XVI y el subtítulo Factores de desarrollo, organización y costes de la producción manufacturera en Cuenca, la obra apareció finalmente en 1974, publicada por la propia Universidad de Salamanca, con una presentación de José Luis Martín, que había sido su director. En ella, a partir sobre todo de la documentación municipal de Cuenca, pero también de la de otros archivos y fuentes normativas impresas, especialmente fueros y ordenanzas, el autor se plantea el desarrollo de la producción textil castellana en los siglos bajomedievales y el inicio de los tiempos modernos, abordando, junto a las cuestiones técnicas (la lana como materia prima, la organización de la producción, la localización de los centros textiles), socioprofesionales (la reglamentación gremial) y de política económica (el dirigismo de la monarquía y de las ciudades) relacionadas con la producción que constituyen lo esencial del estudio, la comercialización (los mercados locales, regionales e interregionales, las ferias de Medina del Campo) e incluso el consumo y la moda. Todo ello en un marco analítico que no descuida el contexto internacional –la coyuntura europea– y que incorpora muchas de las ideas y sugerencias aportadas a las primeras Settimane de Prato, sobre todo la segunda, aunque no todavía las de la por entonces aún incipiente teoría de la protoindustrialización, formulada inicialmente por Franklin Mendels en 1972.

Muy crítico con el desolado panorama historiográfico de la época –«En resumen, la historia de la industria medieval castellana está por hacer, como lo está, en menor grado, la historia económica en general de la Baja Edad Media española. Y hasta el momento, por lo que respecta a Castilla, no parece que se hayan hecho serios esfuerzos por superar esta situación»–, Iradiel pretendía rebatir la presunta debilidad de la producción textil castellana, deducida de la masiva importación, especialmente a partir del siglo XIII, de paños de Flandes y Brabante y, más tarde, franceses, holandeses e ingleses, en contraste con su notable y mejor conocida expansión en el siglo XVI, lo que podría dar la impresión de un despegue espectacular y repentino, sobre todo a partir del reinado de los Reyes Católicos y de su dirigismo económico. Para Iradiel, por el contrario, no solo la expansión habría comenzado antes, sino que la clave habría que encontrarla en la salida a la crisis del siglo XIV, que en Castilla se habría adelantado a otras zonas peninsulares y europeas, dando lugar a un rápido desarrollo económico, basado en gran parte en el crecimiento demográfico y en los progresos de la reconstrucción agraria. Todo ello, en efecto, no dejaría de influir en el acceso de grandes masas de población al mercado textil, gracias al alza de los salarios en el campo y en la ciudad y a la subida de los precios agrícolas –al menos en las décadas que siguieron a las grandes calamidades de mediados del Trescientos–, a la vez que la necesidad de atender a la nueva demanda impulsaría la fabricación de paños de calidad media y bajo precio y a la imitación de los tejidos de lujo importados. Impulsaría, en definitiva, el desarrollo de la industria textil autóctona, en un contexto de expansión general de la economía castellana. La afluencia ininterrumpida de campesinos a las ciudades y la movilidad del sector artesanal contribuirían a la formación de un mercado urbano de mano de obra barata, mientras que el descenso de ésta en el campo obligaría a los propietarios a pagar salarios relativamente altos, modificando así tanto la distribución de mano de obra rural y urbana como la relación campo-ciudad. Con todo, la repartición regional de la pañería no fue homogénea por toda Castilla, como se desprende del predominio de la pañería rural de baja calidad en la submeseta norte (Burgos, Segovia y Palencia) y de la urbana de mayor calidad en la submeseta sur (Cuenca, Ciudad Real, Baeza y Córdoba), enmarcadas ambas en las variaciones de la demanda europea. Y si bien el alza brusca del precio de la lana a finales del Cuatrocientos llevó a un aumento del precio de los paños y, con él, a una cierta aristocratización de la producción, al concentrarse en los tejidos de mayor calidad, que eran los que resultaban más rentables para las manufacturas urbanas, la caída del número de consumidores y de la demanda real como consecuencia de la ruina de los campesinos y de una parte considerable de los habitantes de las pequeñas ciudades se acabaría traduciendo, en la segunda mitad del siglo XVI, en una disminución de la calidad de la producción. El libro concluye con las repercusiones sociales que tuvo todo este proceso, en particular la concentración manufacturera en manos del patriciado urbano, cuyos intereses coincidían con los de la nobleza, y el antagonismo entre estos grupos privilegiados y los pequeños productores, cada vez más empobrecidos. En todo caso, y en contraste con lo que sucedió en el resto de Europa, todos estos fenómenos apenas llegaron a tener relieve fuera de las ciudades, de lo que se seguiría la debilidad de la extensión del sistema de producción a domicilio y de la explotación de la pañería rural, bloqueando el desarrollo de un sistema de producción realmente capitalista.

Por muchos motivos, entre ellos la actualidad de sus planteamientos, es decir, su sintonía con lo que proponían las corrientes más avanzadas de la historia económica europea de la época, el libro ha sido y sigue siendo, casi cincuenta años después, una referencia inexcusable en los estudios sobre la industria textil bajomedieval, en Castilla y fuera de ella. Menor proyección tuvo, en cambio, y por las razones antes señaladas, la publicación cuatro años después, en 1978, y después también de un largo período de reelaboración, de la tesis doctoral, Progreso agrario, desequilibrio social y agricultura de transición. La propiedad del Colegio de España en Bolonia (siglosXIVyXV). En ella, el autor estudia la reconstrucción agraria en el centro-norte de Italia tras la salida de la crisis bajomedieval, a partir de la documentación del Colegio de España, en particular la relativa a su patrimonio agrario y las estructuras de explotación, valiéndose para ello tanto del análisis cuantitativo –la medición de los diversos indicadores económicos, de la población, la producción y la productividad a los precios, los salarios y la renta–, como de la teoría económica y de los planteamientos conceptuales y metodológicos desarrollados por la historiografía agraria italiana. La propia obra, la más «italiana» de Iradiel y no solo por el observatorio, se sitúa dentro de esta misma tradición historiográfica, en la línea, como ya he señalado anteriormente, de Sereni, Zangheri, Poni y Giorgetti, a quienes se alude explícitamente en la introducción. También conviene destacar que las sólidas y elaboradas conclusiones de la tesis no lo habrían sido tanto de no haberse apoyado en un riguroso trabajo empírico previo, basado en el análisis de múltiples indicadores. Indicadores que muestran sin duda la importancia de la coyuntura, de las fluctuaciones a corto plazo, de las crisis intercíclicas, pero que también confirman, por encima de éstas, el movimiento de fondo, el predominio de la estructura sobre la coyuntura. Y el predominio de la estructura reenvía en último término al predominio de lo social.

Tras dejar atrás la crisis bajomedieval, el campo boloñés parece experimentar entre 1465 y 1495 un verdadero crecimiento, que lo sitúa, al igual que a la vecina Lombardía, en la vía del progreso agrario, en lo que el autor llama una «agricultura de transición». En estos treinta años, en efecto, y a pesar de las enormes oscilaciones, de las fuertes subidas seguidas por caídas no menos drásticas, más acusadas en los precios que en la producción y en otros indicadores, todos ellos coinciden en un movimiento sostenido al alza. Aumento de la producción agrícola en primer lugar, sobre todo del trigo, en coincidencia con el incremento de los rendimientos por simiente y por hectárea, acompañado del retroceso de los cereales inferiores (centeno, sorgo, mijo) y de la aparición de nuevos cultivos (plantas industriales como el lino y el cáñamo, leguminosas como las habas y las vezas). El aumento de la producción y de los rendimientos es mayor e incluso anterior al de la población y los precios. Por tanto, las transformaciones agrarias no son producto del incremento demográfico y de la progresiva reducción de las reservas naturales, del desequilibrio entre producción y consumo. Malthus quedaba atrás. A partir de 1490, sin embargo, el aumento de la producción parece haber tocado techo. Demasiados obstáculos técnicos y sociales, demasiados cuellos de botella: rendimientos decrecientes, escaso progreso de la ganadería campesina... El progreso agrario había dado muestras de haber ido más allá de la mera recuperación del estancamiento secular o plurisecular, pero la vía al capitalismo todavía estaba lejos de quedar expedita o consolidada, como pondrían de manifiesto las recesiones económicas posteriores, el retorno al feudalismo, en particular con la crisis del siglo XVII. El movimiento de fondo también desvela una dramática paradoja para los campesinos: en las fases A, el aumento de la producción se amortigua con la baja de los precios, mientras que en las fases B, el retroceso de la producción no se compensa con el alza de los precios debido a la escasez de la oferta campesina. En años de crisis, la caída de los ingresos campesinos les obliga a contraer préstamos monetarios y cerealistas, sumiendo a la población rural en un endeudamiento generalizado y permanente. Es aquí, en la pauperización e incluso proletarización de los colonos –la mezzadria o aparcería era la forma contractual hegemónica en el campo boloñés–, en las prestaciones gratuitas e incluso el trabajo asalariado forzoso, en los condicionamientos sociales, en la «supervivencia del feudalismo», más que en el retraso tecnológico, en la coyuntura o en otro tipo de obstáculos, en donde Iradiel detecta los principales frenos a la expansión capitalista. Entre ellos, el peso del autoconsumo, la organización productiva y laboral de base familiar y patriarcal, un desarrollo fundado más sobre la intensidad del trabajo que sobre la intensidad del capital y las mismas condiciones de las masas campesinas, que, a pesar de ser mejores en general, no permitían una ampliación suficiente de la demanda interna de bienes no agrícolas. La tesis había permitido confirmar e incluso medir el progreso agrario y el desarrollo económico, el inicio de la transición hacia el capitalismo, pero también los obstáculos y las interrupciones, los retrocesos, cuya superación exigiría mayores y más profundas transformaciones sociales y políticas.

En los años siguientes, finales de los setenta y principios de los ochenta, que coinciden con su traslado de Salamanca a Valencia, Iradiel actualizará y refinará sus planteamientos tanto sobre las estructuras agrarias como sobre la organización industrial, e incluso combinándolos, en diversos artículos publicados en el Anuario de Estudios Medievales y, sobre todo, en Studia historica. Historia medieval («Estructuras de producción y de consumo de productos agrarios en los siglos XIV y XV. El modelo del Colegio Español de Bolonia»; «Bases económicas del Hospital de Santiago en Cuenca: tendencias del desarrollo económico y estructura de la propiedad agraria»; «Estructuras agrarias y modelos de organización industrial precapitalista en Castilla»; «Feudalismo agrario y artesanado corporativo»), centrándose de nuevo en Castilla e incorporando también los presupuestos de la teoría de la protoindustrialización, desarrollada por aquellos mismos años por, además de Mendels, Peter Kriedte, Hans Medick y Jürgen Schlumbohm. Son, por decirlo así, desarrollos ulteriores de sus dos libros, en diálogo o debate con las aportaciones historiográficas del momento, como lo serán también, ya en Valencia, su introducción al debate Brenner, publicado inicialmente enPast and Present y traducido parcialmente en la revista Debats; su presentación del congreso de Roma sobre el feudalismo mediterráneo y también traducido parcialmente en la misma revista; y su contribución al congreso de Zaragoza sobre Señorío y feudalismo en la Península Ibérica: «Economía y sociedad feudo-señorial: cuestiones de método y de la historiografía medieval», en la que, además de reclamar una aproximación conceptual más elaborada al feudalismo, arremetía contra la aversión del medievalismo español a la reflexión teórica y metodológica.

En Valencia, donde sigue residiendo, Iradiel ha pasado cuarenta años. Aquí ha desarrollado la mayor parte de su obra, ha hecho escuela y ha dotado a ambas de una gran proyección internacional, especialmente en el campo de la historia económica, que es también, en estos tiempos de declive de la disciplina, el principal signo distintivo del Departamento de Historia Medieval de la universidad valenciana. En el momento de su llegada, en 1981, la Universidad de Valencia no era ningún páramo. Todavía era patente la huella de los discípulos de Vicens Vives –Joan Reglà, en historia moderna; Emili Giralt, en historia contemporánea; Josep Fontana y Ernest Lluch, en historia económica–, quienes, junto con otros destacados catedráticos –Miquel Tarradell, en prehistoria y arqueología, y José María Jover, también en historia contemporánea– y del ensayista Joan Fuster, desde fuera de las aulas, pero con gran influencia intelectual entre profesores y alumnos, impulsaron la renovación historiográfica de los años sesenta, la apertura a las grandes corrientes historiográficas, en particular a la escuela de los Annales y al marxismo, y que alcanzaría uno de sus puntos culminantes con la celebración, en 1971, del Primer Congreso de Historia del País Valenciano. Aunque general en todas las especialidades, la renovación se dejaba sentir sobre todo en historia moderna y contemporánea. Medieval era otra cosa, refractaria a los nuevos estímulos que llegaban del exterior e incluso de las disciplinas vecinas en la propia universidad. En parte por las obsesiones anticatalanistas de Antonio Ubieto, director del Departamento durante veinte años, jaleadas por los sectores más reaccionarios de la sociedad valenciana durante los tensos años de la transición a la democracia, y en parte también por sus peregrinas teorías sobre los ciclos económicos. Iradiel llegó a Valencia cuatro años después de la partida de Ubieto a Zaragoza, en 1977. No hubo, pues, coincidencia entre ambos. Ni el Departamento que se encontró era exactamente el mismo que había creado el medievalista aragonés, puesto que muchos de sus miembros habían acabado enfrentados con él. Iradiel venía precedido por su reputación como investigador, su cada vez mayor proyección internacional, encarnaba la esperanza de cambio y renovación y pudo contar desde el principio con la colaboración de todos los miembros del Departamento, tanto de los que habían sido discípulos directos de Ubieto como de quienes se habían ido incorporando tras la partida de éste. Muy pronto, en 1984, se leyeron las primeras tesis doctorales dirigidas por él, la de Rosa Muñoz sobre la Generalitat Valenciana y la de Enric Guinot sobre la orden de Montesa.

Las primeras publicaciones de Iradiel en Valencia, también muy tempranas, son las dos introducciones ya citadas al debate Brenner y al congreso de Roma sobre el feudalismo mediterráneo, ambas en el número 5, de 1983, de la revista Debats, de cuyo consejo de redacción formaba parte Antoni Furió. Y poco después, en 1986, llegaba un artículo importante, «En el Mediterráneo occidental peninsular: dominantes y periferias dominadas en la Baja Edad Media», publicado en la revista Áreas. Es muy probable que en la elección de Valencia como destino profesional influyesen tanto la riqueza de los fondos archivísticos locales como el atractivo que suponían el Mediterráneo, la historia económica mediterránea y el debate historiográfico internacional en torno a ambos, sobre todo con los medievalistas italianos. En cualquier caso, este artículo suponía la plena inmersión del autor en el debate sobre la economía mediterránea bajomedieval, al cuestionar, desde una perspectiva muy crítica, la pretendida relación de dependencia del área mediterránea ibérica y meridional italiana («las periferias coloniales») respecto de las economías dominantes del norte de Italia. La misma Valencia había acabado convertida en «una auténtica colonia de los italianos» (Del Treppo), después de haber sido colonia de la pañería del Languedoc (Romestan) y, antes, frontera colonial de la expansión territorial europea (Burns). El reino de Murcia, por su parte, era una periferia para Génova (Menjot). En ambos reinos, como también en otras áreas –subperiferias– más extensas de la España litoral (Alicante, Málaga, Cádiz, Sevilla) o del interior (Córdoba, Cuenca, Alcalá, Valladolid), las colonias mercantiles toscanas, genovesas, lombardas, venecianas y hasta alemanas habrían creado situaciones de dependencia, afianzadas por el control del capital y la masiva importación de paños de lujo extranjeros. Lo que supondría la existencia de áreas de diferente desarrollo económico, diferentes fases o grados de evolución en la formación del capitalismo, basadas en las relaciones de intercambio de la circulación mercantil y en el desigual desarrollo de la manufactura preindustrial y de sus condiciones de distribución, que habrían dificultado, si no impedido, la industrialización de la periferia. Es decir, que los paños de lana de calidad superior importados de los polos pioneros del capitalismo europeo (la Toscana, Génova, el norte de Francia, Flandes y, más tarde, Inglaterra) habrían actuado como un drenaje sistemático de los recursos agrícolas y de las materias primas de las regiones periféricas, hasta el punto de poder concluir que «la industrialización del centro europeo supondría la desindustrialización de las áreas periféricas». Para Iradiel, tal esquema no dejaba de presentar incorrecciones, tanto desde el punto de vista teórico –frente a la noción de dependencia, aboga por la perspectiva del desarrollo desigual y aun de un sistema económico integrado, en el sentido que lo formulaba Melis–, como de la investigación empírica, al no tener en cuenta los trabajos más recientes sobre el considerable progreso de las actividades manufactureras en las presuntas áreas periféricas. En apoyo de sus afirmaciones, Iradiel recurría en primer lugar al caso de Valencia, en donde se habría desarrollado desde las primeras décadas del Trescientos una pañería de buena calidad («a la francesa», es decir, nordeuropea transmitida a través del eje Lenguadoc-Narbona-Perpiñán-Lleida), aunque no de lujo, sin que ello supusiese el cese de las importaciones de paños flamencos, y, al igual que en Murcia, la capital del reino habría jugado un papel de centro comercial e industrial regional, respecto a una periferia rural interna, que, justamente por ello, habría tardado más en desarrollarse. El artículo también reivindicaba la importancia de los mercaderes locales como intermediarios de los extranjeros, tanto en la compra de materias primas para los mercados internacionales como en la distribución de productos industriales elaborados en los países de la periferia. Por otra parte, el hecho de que el capital extranjero encontrase tantos obstáculos de orden institucional con el poder real o señorial, con la política económica urbana, con las medidas proteccionistas o con la realidad económica del territorio, tampoco abona la tesis de la periferización y la dependencia colonial, que en su opinión sería preferible substituir por la de una interdependencia económica en el interior de un mismo sistema con distintos niveles de integración. Frente a las explicaciones unilaterales, que oponían las sociedades avanzadas del norte a las más atrasadas del sur, sin tener en cuenta el distinto desarrollo histórico de unas y otras, Iradiel insistía –y ésta era la tesis de fondo tanto del artículo como de sus trabajos anteriores y posteriores– en la reducción de la distancia que separaba a los países de Europa occidental y en particular en los importantes progresos internos experimentados por las regiones peninsulares situadas en la orilla del Mediterráneo.

Se podría decir que toda la obra de Paulino Iradiel, en todos estos cuarenta años, si no ya desde antes, ha girado en torno a esta idea central, que ha desarrollado y particularizado en numerosos trabajos, tanto propios como de sus discípulos. No es difícil, por otra parte, identificar entre ellos cuatro o cinco grandes líneas de investigación, claras y definidas, aunque también interconectadas, con muchos cruces entre ellas y también con varias sublíneas con entidad propia. Sin duda, las más importantes son las referidas a la industria textil y el artesanado, incluyendo las corporaciones de oficio y la política económica; el comercio, los mercaderes y los hombres de negocios en general, con particular atención a las redes económicas y las estructuras institucionales, la organización empresarial y financiera, la promoción social y la cultura de las élites mercantiles; y las ciudades y el patriciado urbano, ampliando la mirada al mercado inmobiliario, las formas de poder y las identidades urbanas. A ellas se añaden las relacionadas con el feudalismo, las estructuras agrarias y la crisis bajomedieval, y, no menos importantes, las relativas a cuestiones metodológicas e historiográficas, fundamentalmente sobre la historia económica, el medievalismo –histórico e historiográfico– y el mundo urbano. Y aún se podría hacer mención de algunos trabajos más dispersos, es decir, no incluidos en la relación anterior, pero que, aunque no tuvieron continuidad ni llegasen a constituir una línea de investigación en sí misma, fueron en su día incursiones importantes y sugerentes en temas como la función económica de la mujer (en actividades no agrarias), los paradigmas de la belleza femenina, el estudio como inversión (sobre los estudiantes valencianos en Italia), el crecimiento económico y la clientela política de los Borja. En todos ellos, siempre omnipresente, el Mediterráneo y el mundo mediterráneo, y también, en gran medida, Valencia y su reino. Y una gran apertura intelectual, siempre receptiva a nuevas propuestas metodológicas, como por ejemplo la prosopografía, aplicada en este caso a artesanos y mercaderes, y teóricas, aun proviniendo de historiadores más jóvenes, como Stephan R. Epstein, por quien sentía verdadera estimación.

Algunos de estos trabajos, pocos, han visto la luz en forma de libros, principalmente los de carácter más general (entre ellos, Las claves del feudalismo), los manuales y los que han sido resultado de los proyectos de investigación que ha dirigido. La mayoría, sin embargo, han sido publicados en revistas especializadas y, sobre todo, en actas de congresos y reuniones científicas. Aquí cabría hacer mención de los cuatro o cinco foros en los que Iradiel ha participado regularmente en todos estos años, hasta el punto de constituir una cita obligada de su calendario académico y un punto de encuentro, además de intercambio y discusión científica, con amigos y colegas. A la Settimana de Prato, cuya alma ha sido y continúa siendo Giampiero Nigro, se añaden el coloquio internacional de Pistoia, organizado cada dos años por el Centro Italiano di Studi di Storia e d’Arte e impulsado por Giovanni Cherubini y, tras la jubilación de éste, por Gabriella Piccinni; la Semana de Estudios Medievales de Estella, de cuyo comité científico han formado parte Juan Carrasco, José Ángel Sesma y Juan Ignacio Ruiz de la Peña, todos ellos amigos muy cercanos de Paulino Iradiel y miembros de la misma generación historiográfica; y los Congresos de Historia de la Corona de Aragón, en cuya comisión permanente ha participado durante años en representación de Valencia, además de ocuparse, junto con Rafael Narbona, de la organización de la XVIII edición que, bajo el título de El Mediterráneo de la Corona de Aragón, siglosXIII-XVI, se celebró en Valencia en 2004. Y aún habría que señalar los Cursos de Especialización de Historia Medieval, que, durante diez años, hasta 2014, se celebraron en el monasterio de Valldigna, dirigidos también por Iradiel y Narbona. Por último, habría que destacar igualmente la importante contribución que supuso en su día la publicación de la Revista d’Història Medieval, editada por el Departamento de Historia Medieval de la Universidad de Valencia, bajo la dirección de Iradiel, y de la que llegaron a salir doce números, entre 1990 y 2002. La revista dedicó varios de sus números monográficos al Mediterráneo, las ciudades y las élites urbanas, actuando a la vez como vehículo de difusión de la investigación propia –de Iradiel y de su escuela– y como lugar de encuentro y discusión entre historiadores de diferentes países.

La trayectoria investigadora de Iradiel no se agota en su propia obra, sino que se extiende, a través de los temas sugeridos, los planteamientos teóricos y metodológicos y, sobre todo, los estímulos y las incitaciones intelectuales, a las numerosas tesis doctorales que ha dirigido. Veintiuna en veinticinco años, de 1984 a 2008, entre las que, además de las ya citadas de Enric Guinot y M. Rosa Muñoz Pomer, que fueron las primeras, se cuentan las de Antoni Furió (el campesinado valenciano bajomedieval), Ferran Garcia-Oliver (el monasterio de Valldigna), Mateu Rodrigo (la revuelta de la Unión), Manuel Ruzafa (la morería de Valencia), Rafael Narbona (el patriciado de la ciudad de Valencia), José María Cruselles (los notarios valencianos), Pau Viciano (la oligarquía urbana de Castellón), Germán Navarro (la industria de la seda), David Igual (las relaciones comerciales entre Valencia e Italia), Enrique Cruselles (los mercaderes valencianos), Carles Rabassa (el desarrollo comercial de Morella), Josep Torró (la colonización feudal), Joaquín Aparici (la manufactura rural y el comercio interior), Francisco Cardells (la organización del territorio y la cultura material), José Bordes (la primera fase del desarrollo industrial en Valencia), Nieves Munsuri (el clero secular desde una perspectiva socioeconómica), Francisco Javier Marzal (la esclavitud bajomedieval) y Antoni Llibrer (la industria textil rural, en el valle de Albaida y el condado de Cocentaina). A pesar de su aparente heterogeneidad, del amplio y variado registro temático que abordan, todas estas tesis, así como los demás trabajos de los diferentes autores, tienen en común el haber profundizado, desde los más diversos ángulos, en la estructura económica de la sociedad valenciana bajomedieval y, a partir de ella, de la Corona de Aragón en general e incluso, en algunos casos, del conjunto del Mediterráneo occidental. El observatorio local y regional es solo eso, un observatorio, en el que analizar problemas más generales y comunes a otros territorios. De aquí la importancia tanto del enfoque comparativo como de las escalas de análisis amplias y las explicaciones globales, con múltiples conexiones. Esto es, al fin y al cabo, junto con su empeño por la reflexión teórica y metodológica que guíe y de sentido al trabajo empírico y su voluntad de renovación y actualización, de mantenerse siempre atento y abierto a lo mejor y más útil de las nuevas tendencias historiográficas, lo que ha caracterizado a la producción investigadora de Paulino Iradiel a lo largo ya de más de cincuenta años, lo que le ha permitido entablar un diálogo permanente y fructífero con historiadores de otros países, lo que ha cimentado su proyección internacional y el respeto que merecen su figura y su obra, y lo mejor también que ha podido legar a sus discípulos y al medievalismo español y mediterráneo.

Este es un libro de reconocimiento y homenaje a la trayectoria científica y académica de Paulino Iradiel, a su importante contribución a la historia económica y social de la Edad Media. Hace dos años, en 2018, David Igual y Germán Navarro recogían en otro libro, El País Valenciano en la Baja Edad Media. Estudios dedicados al profesor Paulino Iradiel, el homenaje de sus discípulos directos, de aquellos a quienes había dirigido la tesis doctoral. El que ahora se publica, justo cuando llega a los 75 años de edad y cuando se cumplen también 40 de su llegada a Valencia, reúne las aportaciones de quince colegas y amigos de diferentes países que han querido, con ellas, presentar también su testimonio de afecto y consideración. Quince historiadores españoles, franceses e italianos, entre los que se encuentran desde quien fue uno de sus maestros (José Ángel García de Cortázar) a su primer doctorando (José María Monsalvo Antón), todavía en Salamanca, aunque finalmente no terminaría su tesis con él al trasladarse Iradiel a Valencia; sus compañeros de generación en España (Juan Carrasco, Alfonso Franco, quien desgraciadamente ya no podrá ver publicado este libro, José Enrique López de Coca, Antoni Riera Melis y J. Ángel Sesma Muñoz); una nutrida representación de medievalistas italianos (Alberto Grohmann, Luciano Palermo, Giuliano Pinto, Giampiero Nigro, Amedeo Feniello, Gabriella Piccinni y Franco Franceschi, que representan ambos el recuerdo especial de su gran amigo Giovanni Cherubini), en su mayoría del centro-norte de la península, con quienes Iradiel ha mantenido una larga y estrecha relación; y la francesa Elisabeth Crouzet-Pavan, cuya área de estudio ha sido siempre Venecia y el norte de Italia. A todos ellos les queremos agradecer su participación en este libro y también su paciencia durante la dilatada gestación del mismo. Hoy finalmente ve la luz y, con él, el Departamento de Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas de la Universidad de Valencia quiere expresar también su agradecimiento a quien ha sido su director durante tantos años y, siempre, un estímulo intelectual potente y un referente cercano del trabajo científico y académico bien hecho.

Valencia, abril de 2020

L’USO DELLE FONTI NELLA STORIA ECONOMICA DEL MEDIOEVO

Alberto GrohmannUniversità di Perugia

Alla domanda del bambino: «Papà, spiegami allora a che serve la storia», com’è noto il grande Marc Bloch rispondeva che la storia non è semplicemente la scienza che studia il passato, la storia è «la scienza degli uomini nel tempo», e la sua conoscenza è fondamentale per gli individui per «comprendere il presente mediante il passato» e allo stesso tempo per «comprendere il passato mediante il presente». Lo storico è come l’orco delle favole, sempre alla ricerca di nuove prede, per lui le prede sono i documenti, di cui non è mai sazio. Documenti che, intrecciati sempre tra loro, consentono al ricercatore di individuare elementi, dati, fatti da sottoporre a un’incessante analisi critica, onde poter giungere alla ricostruzione degli elementi fondamentali della civiltà di una fase temporale che ci ha preceduti, al fine di comprendere quella in cui viviamo e operiamo, nella piena consapevolezza che ciò che il suo lungo lavoro di analisi può fargli apparire connotato di verità potrà in futuro essere modificato e ribaltato da lui stesso o da altri, indagando su altre fonti e altri documenti.1 Il che implica che la storia, come ebbe ad affermare Lucien Febvre,2 debba essere considerata «come studio condotto scientificamente e non come scienza» in quanto si tratta di una ricerca effettuata sulla base di documenti raccolti con grande pazienza, criticamente valutati e costantemente messi a confronto gli uni con gli altri. In tal senso la storia in tutte le sue varianti e declinazioni è scienza degli uomini, che nel mutare del tempo e dello spazio hanno attribuito al «vero» un valore che si è andato modificando.

Va anche chiarito che il lavoro dello storico, per quanto accurato esso sia, è un continuo divenire e non termina mai. Lo storico è alla costante ricerca di nuovi documenti e d’inedite interpretazioni di quelli già noti, fonti che devono essere sottoposte a un’incessante analisi critica. Un serio studioso deve, però, avere la piena consapevolezza che, per quanto le sue ricerche saranno accurate, le fonti utilizzate –sia archivistiche, sia letterarie, sia iconografiche, sia cartografiche, sia bibliografiche, sia quelle più attuali delle grandi «banche dati»– saranno molteplici e continuamente tra loro poste a confronto, esisterà sempre la possibilità che altri documenti o altri modi e metodi d’approccio all’analisi potranno in futuro modificare anche sostanzialmente le conclusioni alle quali è giunto con il suo lavoro. Le nuove ricerche non toglieranno valore a quelle che le hanno precedute, ma saranno in grado di fare luce su diversi aspetti, su differenti comportamenti d’individui, gruppi, ceti, istituzioni, arricchendo il livello della conoscenza della collettività civile, dando nuovo peso a strutture ed elementi economici, sociali, politici e culturali dei quali a volte, anche nella memoria collettiva, si è perso il significato e il valore.

Va anche aggiunto che la storia non è semplicemente una scienza che studia il passato, è soprattutto un ambito culturale tramite il quale si possono comprendere le differenti opzioni che gli uomini che ci hanno preceduto hanno effettuato nel variare del tempo, dello spazio e delle loro esigenze, al fine di far sì che nel presente gli individui e le istituzioni siano in grado di effettuare le proprie scelte con maggiore consapevolezza. Se ciò è vero per la storia generale lo è ancor più per la storia economica e lo è stato in tempi passati anche per l’economia, basti ricordare la nota affermazione di John Maynard Keynes: «l’economista deve studiare il presente alla luce del passato per fini che hanno a che fare con il futuro».3 Sono convinto che un’indagine per essere effettivamente di natura storico-economica debba fare essenzialmente uso di strumenti concettuali, di categorie analitiche, di tipo di logica propri della teoria economica. Come ebbe a sottolineare Luigi Einaudi, «Per scrivere storia economica o per elaborare […] gli scarsi materiali del passato, non occorre davvero una raffinata preparazione matematica. L’essenziale è di essersi fabbricata una testa atta a comprendere in che cosa consista il problema economico, a snidarlo di mezzo alla farragine di fatti o dati secondari, di dottrine inconsistenti, artefatte o ridicole».4 In ciò lo storico economico come soggetto e la storia economica come disciplina, a mio avviso, hanno stretti rapporti con l’economista teorico, anche se quest’ultimo, purtroppo, è sempre più attratto dalle previsioni utili al futuro e tende a limitare il numero delle variabili da prendere in considerazione.

Occorrerebbe ricordare che nel significato originario del termine storia economica il sostantivo è ‘storia’ e l’aggettivo è ‘economica’. Il che comporta che in questo ambito di ricerca bisogna leggere il passato, con tutta la sua complessità e i suoi problemi, muovendo da fatti, eventi, andamenti, congiunture di carattere economico, interpretati alla luce delle teorie che avevano fatto sì che quegli eventi si realizzassero, si potessero controllare o anche indirizzare verso nuovi orizzonti, senza però tralasciare l’esigenza di comprendere perché e in qual modo gli andamenti dell’economia in ogni tempo e in ogni spazio siano stati condizionati da una pluralità di fattori, anche di natura non economica, e in primo luogo dal potere politico e da quel sistema di valori che connota ogni civiltà in una data fase temporale e in un determinato contesto spaziale. È anche indispensabile che i dati raccolti possano essere inseriti in delle serie quantitative, utili a porre in evidenza le fasi di crescita, di declino e/o di stasi dei fenomeni che vengono sottoposti all’analisi.

Va anche sottolineato che spesso nell’utilizzazione dei dati quantitativi vi è una distinzione tra gli storici generali e gli storici economici. Per lo storico generale, che tende ad adoperare come categorie principali della sua analisi la politica, le istituzioni e la cultura, i dati strutturali sono essenzialmente uno strumento per contribuire alla ricostruzione degli eventi di una data epoca e per comprendere meglio l’operato delle istituzioni e il determinarsi dei rapporti sociali. Per lo storico economico gli stessi dati strutturali sono la base di partenza imprescindibile per indagare su un determinato sistema economico, sull’andamento e sul determinarsi dei cicli, delle fasi di espansione, regressione, ristagno, sviluppo, sono le variabili storiche da applicare a un modello teorico, onde comprendere la funzionalità dello strumento concettuale della teoria. In tal senso, anche in relazione alle indagini sul Medioevo, non è l’inserimento di dati quantitativi nell’analisi che distingue il lavoro di un medievista puro da quello di uno storico economico del Medioevo, ma il metodo e la finalità dell’indagine.

Se accettiamo questa sorta di postulato –ma so bene che molti storici generali e forse anche studiosi ufficialmente addetti alla storia economica non condividono la mia ipotesi– la storia economica come disciplina e gli storici economici come ricercatori hanno più stretti rapporti con i teorici dell’economia che con gli storici in senso lato. Anche se va sottolineato che tra economisti e storici economici esistono delle differenze, che si sono andate approfondendo con il tempo e specialmente si sono acuite negli ultimi decenni. Questi divari d’impostazione metodologica hanno portato le metodologie degli storici e degli economisti a divergere: mi riferisco al periodo breve o lungo che viene posto a base dell’analisi; a un certo carattere di ripetibilità, direi di supposta razionalità, che l’economista tende ad attribuire alle sue variabili; all’esigenza propria dello storico economico di dover tenere continuamente presente la variabile istituzionale-sociale.

Detto tutto ciò, a mio avviso, va ulteriormente sottolineato che per comprendere la reale struttura del passato, le sue coordinate, i suoi cicli, la sua evoluzione, occorre necessariamente aver chiare quali siano le categorie dominanti della nostra ricerca, altrimenti si rischia di frammentare la civiltà che intendiamo studiare e la sua organizzazione di produzione, di scambio e di consumo in una miriade di piccoli settori che, per quanto singolarmente interessanti, non consentono di cogliere i tratti salienti di quella data spazialità e diacronia in cui determinati uomini sono vissuti, né di effettuare comparazioni spaziali e temporali, senza le quali la nostra ricerca non ha ragione di essere. Non bisogna nemmeno dimenticare, come ha sottolineato C.M. Cipolla, che lo storico economico, a differenza dell’economista teorico, per comprendere una data epoca e i suoi uomini, «deve prendere in considerazione tutte le variabili, tutti gli elementi, tutti i fattori in gioco. E non solo le variabili ed i fattori economici». Aggiungendo che «in altre parole, lo storico economico deve tener conto di tutte le n variabili di una data situazione storica»,5 perfino del comportamento a volte irrazionale degli uomini vissuti in una data epoca, influenzati da credenze e paure.

Come scriveva J.A. Schumpeter, per chiarire il valore fondamentale della storia anche per l’economista,6

Non si può sperare di comprendere i fenomeni economici di una qualsiasi età, compresa quella presente, senza un’adeguata misura di senso storico o di quella che può essere chiamata ‘esperienza storica’. [E aggiungeva] Il secondo modo è che l’esposizione storica non può essere puramente economica ma riflette, inevitabilmente, anche fatti ‘istituzionali’ che non sono puramente economici: perciò lo studio della storia costituisce il metodo migliore per comprendere come i fatti economici e non-economici sono in relazione gli uni con gli altri e come le varie scienze sociali debbono essere messe in rapporto fra loro

Michel Foucault ci ha mostrato che i frammenti di memoria che recuperiamo lungo il viaggio che dal presente ci conduce al passato ci forniscono la base interpretativa del significato del nostro percorso verso la conoscenza del presente e anche del nostro stesso essere. Scriveva Foucault: «L’obiettivo […] è quello di tracciare la storia dei diversi modi in cui, nei vari ambiti della nostra cultura […], gli uomini hanno sviluppato una conoscenza di sé».7 Riferendosi alla lezione metodologica di Foucault annotava P. H. Hutton: «Scandagliare il passato deve insegnarci che esistono opzioni tra le quali siamo liberi di scegliere, e non solo continuità alle quali conformarci».8 In tal senso la storia, indipendentemente dall’arco cronologico e dallo spazio sottoposti ad analisi, consente di comprendere il presente mediante il passato e allo stesso tempo di comprendere il passato mediante il presente. Scriveva saggiamente Antonio Gramsci nei Quaderni del carcere:9

Come (e perché) il presente sia una critica del passato, oltre che un suo «superamento». Ma il passato è perciò da gettar via? È da gettar via ciò che il presente ha criticato «intrinsecamente» e quella parte di noi stessi che a ciò corrisponde. Cosa significa ciò? Che noi dobbiamo aver coscienza esatta di questa critica reale e darle un’espressione non solo teorica, ma politica. Cioè dobbiamo essere più aderenti al presente che noi stessi abbiamo contribuito a creare, avendo coscienza del passato e del suo continuarsi (e rivivere).

Come chiariva Marc Bloch, nella prima nota a pie’ di pagina dell’Introduzione alla sua splendida opera già citata,10

Sono stato discepolo di due autori [Charles-Victor Langlois e Charles Seignobos] e, in particolare, di Seignobos. Mi hanno dato entrambi preziosi segni della loro benevolenza. La mia formazione di base deve molto al loro insegnamento e alla loro opera. Ma essi non ci hanno soltanto insegnato, tutti e due, che lo storico ha come primo dovere la sincerità; non ci nascondevano neppure che il progresso medesimo dei nostri studi è dato dalla necessaria contraddizione fra le successive generazioni di studiosi. Rimarrò dunque fedele alla loro lezione se li criticherò liberamente là dove lo crederò utile, come mi auguro che un giorno i miei discepoli, a loro volta, mi critichino.

Gli stessi Langlois e Seignobos, ci aveva ricordato C.M. Cipolla, avevano scritto nel 1898, che «senza documenti non vi è storia»; e anche che G.R. Elton nel volume The Practice of History, del 1967, aveva ribadito: «conoscenza di tutte le fonti e competente valutazione critica delle stesse: questi sono i requisiti di base di una attendibile storiografia».11 Ma, come sottolineava Fernand Braudel:12

L’importanza assunta dalle fonti documentarie ha fatto credere allo storico che tutta la verità stesse nell’autenticità documentaria. [Aggiungendo] «È sufficiente» scriveva solo ieri Louis Halphen [il testo citato di Halphen era del 1946] «lasciarsi in qualche modo portare dai documenti, letti uno dopo l’altro, così come ci si offrono, per vedere ricostituirsi quasi automaticamente la catena dei fatti».

A mio avviso, in questo contesto il primo punto sul quale occorre far chiarezza è il seguente: cosa intendiamo quando parliamo di storia economica relativamente al Medioevo? Ed ancora, esiste una specifica o almeno largamente condivisa metodologia storico-economica in relazione al Medioevo?