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Este libro acerca de la hipertensión arterial fue escrito para los colegas cuya vocación los inclina hacia el ejercicio de una actividad médica, independientemente de que su formación provenga de una escuela de medicina o de psicología. Pero también para las personas que, sin ninguna formación en esas disciplinas, sienten la curiosidad y el deseo de comprender cuáles son los avatares de la vida que conducen a la enfermedad. La consiguiente obligación de escribir de un modo que sea claro condujo a la necesidad de exponer y fundamentar conceptos generales que trascienden el caso particular de la hipertensión arterial y pueden aplicarse a la comprensión de otras enfermedades. No fue escrito con el propósito ingenuo de que constituya una ayuda suficiente para "superar" la hipertensión. Se propone, en cambio, contribuir a que pueda ser contemplada en un panorama más amplio que ofrece posibilidades distintas.". Decimos de algunos pacientes que "son" diabéticos, y de otros que "están" con una insuficiencia cardíaca, afirmando de este modo la diferencia entre un estado que se considera permanente y otro transitorio. La pregunta "¿soy o estoy hipertenso?", que constituye el subtítulo de este libro, sugiere examinar la idea de que el diagnóstico de hipertensión descubre, en todos los casos, un modo de "ser" que durará toda la vida.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Luis Chiozza
Hipertensión
¿Soy o estoy hipertenso?
Chiozza, Luis Antonio
Hipertensión : ¿Soy, o estoy, hipertenso? . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.
E-Book.
ISBN 978-987-599-233-7
1. Medicina . 2. Hipertensión.
CDD 612.132
Imagen de tapa: Silvana Chiozza
© Libros del Zorzal, 2011
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Índice
Prólogo | 8
Capítulo I | 11
La enfermedad silenciosa | 11
Una ingrata noticia | 11
¿Qué es la hipertensión? | 12
¿Cuáles son las consecuencias de la enfermedad hipertensiva? | 17
¿La hipertensión se cura? | 18
Capítulo II | 20
La historia natural de la enfermedad | 20
El nacimiento de la hipertensión esencial como entidad nosológica | 20
Acerca de los factores que condicionan su desarrollo | 21
La evolución de la hipertensión esencial | 23
Capítulo III | 25
Los alcances del conocimiento estadístico | 25
Casuística y estadística | 25
Una relación estadísticamente predominante no implica una relación causal | 27
La acumulación de casos implica la homologación de variables distintas | 28
La probabilidad estadística rige para una población y no para un particular individuo | 30
Capítulo IV | 33
Los factores que influyen en la presión arterial | 33
Acerca de causas, mecanismos y factores | 33
En síntesis | 46
Capítulo V | 50
El tratamiento del paciente hipertenso | 50
Evaluación y diagnóstico de la hipertensión arterial | 50
Prescripciones que se refieren al estilo de vida | 54
La prescripción de fármacos en la hipertensión esencial | 58
Algunas dificultades frecuentes | 61
Capítulo VI | 64
¿Enfermedad de algo o enfermedad de alguien? | 64
Acerca de lo físico y lo psíquico | 64
Acerca de causas y de finalidades | 69
Una parte del alma que permanece inconsciente | 73
Capítulo VII | 78
El significado inconsciente de la hipertensión | 78
Acerca de la relación entre el cuerpo y el alma | 78
La hipertensión como expresión de un conflicto inconsciente | 81
Capítulo VIII | 85
El significado inconsciente específico de la hipertensión | 85
Las distintas “formas” de la especificidad | 85
La dependencia de la asistencia ajena y la autoestima | 88
Acerca de merecer el suministro y de la prodigalidad | 89
Los cambios físicos que son propios del enojo y de la ira | 92
Entre la indignidad y la indignación | 93
En síntesis | 96
Capítulo IX | 99
Una historia que transcurre entre la indignidad y la indignación | 99
Capítulo X | 104
¿Qué puede lograr la psicoterapia del paciente hipertenso? | 104
La incidencia del factor emocional | 104
¿La hipertensión se cura? | 105
¿Qué nos ofrece la psicoterapia? | 108
Ventajas e inconvenientes de un estudio patobiográfico | 109
Capítulo XI | 112
Un feriado particular | 112
Gianni | 112
El arreglo | 113
Marina y… la tía María | 114
Tuvo algunas simpatías pero no llegó a nada | 116
Estoy en una situación | 117
La cena | 120
Cuando lo que se añora predomina | 122
El almuerzo | 124
Capítulo XII | 128
Las huellas tenues de una indignación ausente | 128
La indignidad de Gianni | 128
Los indicios de una indignación que no se desarrolla | 129
El reflejo de nuestro protagonista en su propia galería de espejos | 131
Bibliografía | 133
Glosario | 138
A mis pacientes,
compañeros en la mayor parte
de las horas de mi vida.
Prólogo
En 1986, en la primera edición de ¿Por qué enfermamos?, comenzaba diciendo: “Todo médico necesita y debe hablar de lo que ve en sus enfermos. Es algo que duele no decir... y es además una deuda... pero ‘cómo decir’ ha sido siempre el principal problema de toda convivencia, y cada nuevo intento no es más, ni es menos, que una nueva esperanza...”. Hoy, veinticinco años después, sigo sintiendo esa necesidad, ese deber, y esa esperanza de encontrar “la forma”; y este libro sobre la hipertensión es también un producto de ese compromiso. Fue escrito para los colegas cuya vocación los inclina hacia el ejercicio de una actividad médica, independientemente de que su formación provenga de una escuela de medicina o de psicología. Pero también para las personas que, sin ninguna formación en esas disciplinas, sienten la curiosidad y el deseo de comprender cuáles son los avatares de la vida que conducen a la enfermedad. La consiguiente obligación de escribir de un modo que sea claro (facilitada sin lugar a dudas por la decisión editorial de incluir un glosario) me condujo a la necesidad de exponer y fundamentar conceptos generales que trascienden el caso particular de la hipertensión arterial y pueden aplicarse a la comprensión de otras enfermedades.
Es comprensible que las investigaciones realizadas sobre el significado inconsciente de los trastornos que afectan a la estructura y al funcionamiento del cuerpo, atrapadas por su interés principal, no siempre dediquen suficiente espacio a la exposición y discusión de los conceptos, muchas veces polémicos, que fundamentan los hallazgos de la patología y de la clínica médicas. Esto suele conducir a que, vistas desde afuera de la disciplina psicoanalítica, se tienda a contemplar sus conclusiones como un punto de vista parcial e incompleto, entre tantos posibles, acerca de la enfermedad que se investiga. Por este motivo, he dedicado los primeros cinco capítulos de este libro, que incluye entre sus destinatarios a lectores que no son médicos ni psicoterapeutas, a “llenar el hueco” dejado por esa omisión frecuente. No he pretendido realizar una exposición completa, que quedaría fuera del ámbito de mi competencia y del propósito de este libro, de los conocimientos y la experiencia acumulados por la patología y la clínica médicas acerca de la hipertensión arterial. Esos cinco capítulos obedecen a la necesidad de subrayar, tanto en los fundamentos como en las conclusiones actuales, algunos puntos claros y algunos puntos oscuros.
No es difícil comprender que el intento de curar una enfermedad del cuerpo (o de cambiar los rasgos del carácter) durante el tiempo en que se tarda en leer un libro que expone sus significados inconscientes, tiene posibilidades de éxito parecidas a las de pretender tocar el violín limitándose a la lectura de un manual de instrucciones. No podemos dejar de recordar aquí las palabras de Hamlet: “Tapa estos agujeros con los dedos y el pulgar, dale aliento con la boca y emitirá una música muy elocuente […] Vaya, mira en qué poco me tienes […] quieres arrancarme el corazón de mi secreto […] y, habiendo tanta música y tan buen sonido en este corto instrumento, no sabes hacerle hablar […] ¿Crees que yo soy más fácil de tocar que esta flauta?”. Este libro no fue escrito, por lo tanto, con el propósito ingenuo de que constituya una ayuda suficiente para “superar” la hipertensión. Freud, sin embargo, se ocupó de señalar que “a la larga”, lo intelectual también es un poder, queriendo subrayar con esto que, desde una convicción del intelecto, puede surgir la determinación que conduce a recorrer el pedregoso camino de una transformación profunda. Podemos decir entonces que, en íntimo acuerdo con esas palabras de Freud, las páginas que siguen se proponen contribuir a que la hipertensión arterial pueda ser contemplada en un panorama más amplio que ofrece posibilidades distintas.
El hábito psicoanalítico que conduce a prestar atención a las sutilezas del lenguaje verbal es una fuente inagotable que enriquece permanentemente la comprensión del significado que asignamos a las experiencias que vivimos. Vale la pena reparar en las expresiones lingüísticas que los médicos utilizamos de un modo habitual cuando hablamos de los acontecimientos patológicos. Solemos decir, por ejemplo, que un enfermo “hizo” una complicación, un forúnculo o una tuberculosis, pero es más difícil que digamos que hizo una dificultad respiratoria o una varicela. En esas expresiones habituales se esconde una implícita “teoría” acerca del origen de la enfermedad que se menciona. También decimos de algunos pacientes, gracias a una sutileza del idioma castellano de la cual carecen otras lenguas, que “son” diabéticos, y de otros que “están” con una insuficiencia cardíaca, o simplemente resfriados, y allí lo que se afirma es la diferencia entre un estado que se considera permanente y otro transitorio. Dado que el diagnóstico de hipertensión en un paciente conduce con frecuencia a que se afirme que “es” hipertenso, la pregunta “¿soy o estoy hipertenso?”, que constituye el subtítulo de este libro, sugiere examinar la idea de que el diagnóstico de hipertensión descubre, en todos los casos, un modo de “ser” que durará toda la vida.
Luis ChiozzaAbril de 2011
Capítulo I
La enfermedad silenciosa
Una ingrata noticia
Pedro está sentado en la mesa del bar y, malhumorado, piensa que cuando termine de tomar el café cruzará la calle y comprará el remedio que le recetó Palombo. Acaba de cumplir cincuenta y siete años y ha visitado a su oculista para ajustar sus anteojos, porque, otra vez, cuando la letra es chica, tiene que alejar el libro para poder leer. Hace ya unos años tuvo que comenzar a usarlos para ver bien de cerca, por la presbicia que, según le han dicho, ocurre normalmente con la edad, y que, hasta que se estabilice, suele acrecentarse con los años. Son cosas de la edad, y hay que aceptarlas, pero no es lo mismo que sentirse enfermo. Siempre se ha sentido sano. Viviendo, comiendo y durmiendo bien, sin achaques ni trastornos que lo obligaran a tomar medicamentos. Es cierto que últimamente ha dejado casi por completo los deportes que siempre ha practicado y ha engordado algunos kilos, pero ese sobrepeso no alcanza para que haya dejado de sentirse en forma.
García es un buen oftalmólogo, y además de cambiarle la graduación de los lentes, durante la consulta le examinó los ojos. Fue entonces, cuando ya se despedían, que le preguntó si hacía mucho que no se tomaba la presión sanguínea. García no podía estar seguro, porque lo que observaba en el fondo de ojo era muy leve y tal vez no fuera un indicio de hipertensión arterial, pero era conveniente que lo consultara con su clínico. Tres días más tarde, cuando salió de la consulta con Palombo, todo había cambiado. Tenía (sin duda, porque se la midió tres veces) 15,6 de máxima y 9,5 de mínima. Una hipertensión leve –le había dicho Palombo–, pero debía evitar la vida sedentaria, moverse un poco más, disminuir la ingesta de sal en lo posible y tomar todos los días un comprimido que lo ayudaría a bajar su presión sanguínea, porque la hipertensión, aunque no se traduzca en síntomas (insistió especialmente en ese punto) es un enemigo solapado que aumenta mucho el riesgo de sufrir enfermedades graves.
Palombo le había dicho que necesitaba emprender un tratamiento y controlarse periódicamente la presión sanguínea, pero ahora, mientras piensa que cruzará la calle y entrará en la farmacia, Pedro siente que también necesita saber cómo es la enfermedad que le han diagnosticado. Su mente se llenó de preguntas. ¿Qué podía esperar de su futuro? ¿Es una enfermedad que se cura? ¿Le sucedería tal vez como a su madre, que después de un ataque empezó a arrastrar la pierna y ya no fue la misma de antes? ¿O como a su tío, que empezó a sufrir de los riñones y le subió la urea? La hipertensión que le habían encontrado… ¿era una herencia de familia? ¿Qué le había dicho Palombo? Que “agarrándola a tiempo” no había peligro. Pero tal vez no había querido que se quedara intranquilo. Además le había dicho que era importante que se controlara, que se cuidara, que llevara una vida sana… ¡Y que no dejara de tomar las pastillas! Pero entonces la vida que llevaba no era “sana”… ¿Podría alguna vez volver a estar como antes? ¿O debería resignarse a tener que luchar, siempre, por el resto de su vida, con esa enfermedad?
¿Qué es la hipertensión?
El aumento de la presión de la sangre en las arterias más allá de los límites y de las variaciones que se consideran normales es lo que se denomina hipertensión. Si bien la hipertensión puede ser una consecuencia “secundaria” de otra alteración del organismo, como, por ejemplo, una enfermedad renal o un trastorno endócrino, esto ocurre sólo en el 5 o en el 10% de los casos. La inmensa mayoría (el 90 o el 95%) de los pacientes en los cuales se registra una elevación habitual de la presión sanguínea recibe, como ocurrió con Pedro, el diagnóstico de hipertensión “primaria” o “esencial”. La medicina usa palabras como “esencial” o “idiopático” para referirse a procesos patológicos que se manifiestan como alteraciones “típicas”, que ha aprendido a identificar por la forma en que frecuentemente evolucionan, y acerca de los que dispone de algunas posibilidades en cuanto al tratamiento, pero cuyo origen (su etiología) ignora.
La hipertensión esencial es extraordinariamente frecuente. Hart y Bakris1 consignan que afecta a más del 29% de los adultos americanos (lo cual implica no menos de setenta millones de personas) y que es el motivo de la mayoría de las consultas médicas en los EE.UU. Kaplan y Victor2 afirman que el porcentaje de personas con hipertensión esencial aumenta significativamente con la edad y se ha incrementado en los últimos diez años. Claudio Majul3 consigna que entre las personas mayores de sesenta y cinco años la cantidad de hipertensos alcanza al 70%. Samuel Mann4 señala que, de acuerdo con los hallazgos del National Health and Nutritional ExaminationSurvey, sólo el 69% de las personas a las cuales se les encuentra una hipertensión arterial, era previamente consciente de su condición, y que sólo el 27% de los casos tratados logra normalizar su tensión.
El médico, durante su examen clínico, o a través de medios auxiliares como radiografías o análisis de laboratorio, percibe signos que, gracias a sus conocimientos, puede interpretar como indicadores de una alteración en la función o en la estructura del organismo que examina. A veces esos signos son suficientes para diagnosticar una particular enfermedad, pero lo más frecuente es que, para completar el diagnóstico, necesite interrogar al paciente acerca de sus síntomas. Las enfermedades suelen producir síntomas. Los síntomas no son algo que el médico puede percibir examinando al enfermo. A lo sumo, puede suponerlos; sea mediante los signos que percibe, o sea porque sabe que es frecuente que acompañen a la alteración que diagnostica. Los síntomas son molestias o trastornos que el paciente “siente” (a través de sensaciones propioceptivas o interoceptivas) y que el médico sólo puede conocer cuando escucha su relato.
El aumento de la presión sanguínea es un signo que el médico de antaño percibía de un modo aproximado en el pulso del enfermo y que hoy se registra mediante el aparato que se denomina esfigmomanómetro. Como le ha sucedido a Pedro, el paciente con el cual iniciamos este capítulo para exponer una de las formas típicas en que se descubre (es decir, como “enfermedad silenciosa”) la hipertensión arterial, especialmente en sus fases iniciales, no suele acompañarse de síntomas, y cuando sí aparecen, como sucede por ejemplo con los dolores de cabeza (y también con las hemorragias nasales, los zumbidos en los oídos, o los mareos) que a veces la acompañan, cabe señalar que, tal como ha sido subrayado por diversos autores, no son más frecuentes entre los hipertensos, de modo que no puede asegurarse (y en rigor de verdad nada induce a suponer) que sean una consecuencia de la hipertensión arterial.
El diagnóstico de la mayoría de las enfermedades se realiza mediante el reconocimiento de un conjunto de signos y síntomas que “marchan juntos” constituyendo lo que la medicina denomina un síndrome. El diagnóstico de la hipertensión esencial en sus fases iniciales, en cambio, se basa en la constatación de un solo signo, el aumento de la tensión arterial, unido a la ausencia de los elementos que permitirían afirmar que se trata de una hipertensión secundaria. El hecho de que el diagnóstico de hipertensión arterial dependa del registro de un único signo, es lo que ha conducido al gran clínico alemán Franz Volhard5 a calificar al esfigmomanómetro como un invento diabólico. La medición de la tensión arterial en distintas personas, o en distintos momentos (se trate de diferentes días, horas, estaciones, o durante el sueño, el ejercicio físico, el trabajo mental o distintos estados emocionales) muestra, como es natural, variaciones que pueden considerarse normales, y no ha sido fácil llegar a un acuerdo acerca de cuál es la cifra que permite afirmar que estamos en presencia de un paciente hipertenso. Cuestión especialmente importante ya que, ante la ausencia de lesiones agregadas que puedan atribuirse al trastorno hipertensivo, será el único signo en que se basará el diagnóstico. Es muy significativo el hecho de que los tratados de mayor prestigio, entre los que se han escrito sobre la hipertensión, dedican un espacio importante al tema de cómo debe medirse, detallando condiciones que no siempre son tenidas en cuenta. Kaplan y Victor, por ejemplo, le dedican un capítulo con 163 referencias bibliográficas.
Se ha discutido durante mucho tiempo acerca de cuáles son las cifras de una tensión normal. Comencemos por decir que, si bien la media estadística oscila entre 12 y 14 de máxima (120 y 140 mm) y 7 y 9 de mínima (70 y 90 mm), cada sujeto, como sostiene con buen criterio Jiménez Díaz,6 tiene “su normal”, y algunos que están ligeramente fuera de esas cifras no son por eso menos normales que los que coinciden con las cifras del promedio. Los valores numéricos de la tensión arterial aumentan con la edad, sobre todo después de los cuarenta años; son un poco más bajos entre los chinos que entre los occidentales, y también menores entre las personas de constitución asténica. También se constatan hipertensiones lábiles, muy influenciables por los agentes exteriores, y otras que se han descripto como paroxísticas en sujetos que experimentan grandes variaciones tensionales. Por último, hay quienes consideran que en algunos casos, y especialmente en los pacientes seniles, la hipertensión no sólo se ha vuelto permanente, sino que además, debido a las alteraciones estructurales que la acompañan, se ha trasformado en necesaria. Se ha sostenido, por ejemplo, que cuando el corazón se contrae y las grandes arterias no se dilatan como antes debido a la pérdida de su elasticidad, que acontece habitualmente con la edad, un cierto aumento de la presión correspondiente (la que se denomina “máxima”) debe considerarse normal. Y de hecho, durante años se sostuvo que la máxima era normal cuando su segundo número coincidía con el primero de la edad del paciente, de modo que a una persona de setenta años le correspondía una máxima de 17.
Los conceptos que acabamos de mencionar se conocen desde hace mucho tiempo. En cuanto a la situación actual, Majul señala que “el valor numérico de la presión arterial se asocia en forma lineal y continua con el riesgo cardiovascular”, y que “el umbral con el cual se hace el diagnóstico y se establece la terapéutica es arbitrario y está basado en una relación costo beneficio que varía según las poblaciones consideradas.” En esa misma línea, Rose7 afirma que “la definición operacional de la hipertensión es el nivel en el cual el beneficio […] de la acción excede al de la inacción.” A despecho de todas estas consideraciones, la necesidad de poder intercambiar experiencias y criterios de acción terapéutica condujo a establecer una cifra definitoria de lo que debe catalogarse como hipertensión arterial. De acuerdo con lo que consignan Kaplan y Weber,8 “la hipertensión se define por una presión sanguínea máxima (sistólica) igual o mayor de 140 mm Hg, o una mínima (diastólica) igual o mayor de 90 mm Hg, basadas sobre el promedio de dos o más lecturas tomadas en dos o más visitas después de la consulta inicial.” La presión máxima se alcanza cuando la contracción del corazón (sístole) rellena las arterias, y la mínima cuando el corazón se relaja (diástole) entre latido y latido. Es importante señalar que, debido al reconocimiento de la influencia de los factores psíquicos (que han llevado a caracterizar una hipertensión de “bata blanca” que sólo se registra frente a la presencia del médico) cuando la presión arterial se mide en condiciones que se han denominado “ambulatorias”, es decir, fuera de la situación creada por la consulta, las cifras que definen la hipertensión se reducen a 135 / 85 mm Hg.
De acuerdo con algunos estudios estadísticos que todavía no son concluyentes,9 no más de un 43% de los pacientes que evidencian una hipertensión de “bata blanca” llegarán a manifestarse hipertensos en un plazo de diez años. También se ha descripto una hipertensión enmascarada10 para referirse a un 10% de pacientes que “inversamente” a la hipertensión de “bata blanca”, muestran cifras menores a 140 / 90 en el consultorio del médico y mayores de 135 / 85 en mediciones ambulatorias. El FifthJoint National Committee Report on the Detection, Evaluation and Treatment of High Blood Pressure ha clasificado a la hipertensión en tres estadios y establecido su porcentaje dentro de la población de hipertensos: leve, 21% (140-159 / 90-99); moderada, 35% (160-179 / 100-109); y severa, 44% (más de 180 / más de 110). Cabe agregar además un hecho digno de ser tenido en cuenta: de acuerdo con lo que Samuel Mann consigna, existe lo que denomina una “epidemia de sobrediagnóstico”, ya que por lo menos un 25% de las personas a las cuales se les ha diagnosticado una hipertensión no requiere tratamiento y no son hipertensos.