Identidad y disidencia en la cultura estadounidense - AAVV - E-Book

Identidad y disidencia en la cultura estadounidense E-Book

AAVV

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Los artículos que componen este volumen pretenden ilustrar la compleja naturaleza de la producción cultural estadounidense. Desde diferentes perspectivas, se analizan los rasgos singulares de este país, que desde sus orígenes muestra múltiples fracturas. Los muchos y diversos diálogos conflictivos, surgidos a lo largo de su historia, son origen de infinitas creaciones artísticas en el terreno de lo literario, pictórico, teatral y fílmico, además de reflejo de cómo la disidencia es uno de los elementos esenciales de la identidad norteamericana.

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IDENTIDAD Y DISIDENCIAEN LA CULTURA ESTADOUNIDENSE

 

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

http://www.uv.es/bibjcoy

Directora

Carme Manuel

IDENTIDAD Y DISIDENCIA

EN LA CULTURA ESTADOUNIDENSE

Candela Delgado y Cristóbal Clemente, ed.

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València

Identidad y disidencia en la cultura estadounidense

© Ed. Candela Delgado y Cristóbal Clemente

1ª edición de 2013

Reservados todos los derechos Prohibida

su reproducción total o parcialISBN: 978-84-9134-152-9

Imagen de la portada: Sophia de Vera Höltz

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Índice

CARMELO MACHÍNPrólogo: Las paradojas de la política estadounidense: de George W. Bush a Barack Obama

CANDELA DELGADOLa insalvable frontera de la nación estadounidense: la aislada identidad sureña en la literatura norteamericana

JESÚS LERATE DE CASTRONaturaleza y medioambiente:De la Escuela del río Hudson a Moby-Duck

JUAN MANUEL GÓMEZArte dramático en los Estados Unidos: mitos y realidades de la formación actoral

YIYI LÓPEZ GÁNDARALa ruptura como eje vertebrador de la primera vanguardia norteamericana

Mª ÁNGELES TODA IGLESIA¿Ritos Comunes? Etnia, género y adolescenciaen las novelas estadounidenses de formación

ALFONSO CEBALLOS MUÑOZUnidos pero no revueltos: la identidad gay en el teatro norteamericano contemporáneo

MAR GALLEGO DURÁNLa reinvención de Estados Unidos a través de las escritoras y críticas afroamericanas contemporáneas

INMACULADA GORDILLODiversidad y ruptura en el cine norteamericano contemporáneo

PrólogoLas paradojas de la política estadounidense:de George W. Bush a Barack Obama

Carmelo Machín

“Los Estados Unidos son un mundo que merece la pena conocerse”. Esto, ni más ni menos, es cuanto me gustaría decir como introducción al conjunto de trabajos al que estas pocas líneas sirven de presentación. Como introducción y como conclusión. Tecleo la frase en el buscador de Google para comprobar quién antes que yo ha escrito semejante obviedad y veo, perplejo, que nadie lo ha hecho. Me apunto, pues, la frase como propia y os la regalo a cuantos queráis hacer uso de ella libremente porque creo que es cierta. La repito y la resalto para hacerla más visible.

El hilo conductor de los ensayos de este volumen que han editado Candela Delgado y Cristóbal Clemente ha sido la “diversidad y la ruptura” en la literatura y la cultura de los Estados ¿Unidos?, entre signos de interrogación, para sugerir la permanente búsqueda y cambio que el país, u otro posible término que se desee atribuir al mismo, experimenta desde sus orígenes y seguirá experimentando mientras exista. Creo que es un hilo conductor sugerente que, de la mano de sus autores, nos conduce por la historia, el cine, la literatura y el arte en general de los Estados Unidos, a través de conflictos como la esclavitud, la relación de sexos, la lucha norte/sur, en definitiva, la historia.

“La creación de los Estados Unidos es la más grande de las aventuras humanas” (23), afirma el historiador Paul Johnson en el inicio de su obra Estados Unidos: la historia.1 Y, aunque puede resultar excesivo, no le falta razón ya que supone lisa y llanamente que un “puñado” de colonos aventureros visionarios consiguieron crear el hasta ahora imperio más poderoso del mundo a partir de muy poco y en muy poco tiempo. Alrededor de trescientos años hay desde que el navegante inglés Walter Raleigh puso sus pies en lo que ahora es el estado de Virginia hasta que los ya independientes Estados Unidos, en Cuba, en 1898, derrotaron y sustituyeron a España como gran potencia en la zona. Norteamérica quedó para los norteamericanos.

Desde ese año hasta nuestros días, un poco más de otro siglo, los Estados Unidos se han convertido una de las primeras potencias económicas, militares, industriales, científicas, culturales, artísticas y algunos adjetivos más. Es cierto que en este camino hacia su triunfo los Estados Unidos han dejado también un reguero de destrucción que comienza al mismo tiempo que su epopeya y que llega hasta estos momentos en los que, tal vez, ha iniciado su declive, como otros imperios antes que él. El exterminio de los pueblos indios en primer lugar y la esclavitud después son dos pecados originales, dos rupturas, que acompañarán siempre esta sin duda gran aventura humana. No las únicas, pero sí las más importantes.

Luces, sombras, hazañas, crímenes, logros, desastres y todos los múltiples puntos intermedios que existen entre estos extremos se cuentan por miles en la historia de los Estados Unidos. Y todos ellos, o casi todos ellos, están documentados y son accesibles sin demasiadas dificultades a quien esté interesado. Un ejemplo, sólo uno, de este poderío cultural es la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, una de las más grandes instituciones del mundo, en el corazón de la democracia del pueblo americano. ¿Hay algún otro estado en el mundo en el que estos dos pilares de la sociedad, el poder democrático y la cultura, estén tan unidos? Es posible, pero yo no lo conozco. He hecho la pregunta en público y alguien me ha sugerido que tal vez el Vaticano pudiera ser algo parecido…. Si fuese un estado democrático, que evidentemente ni lo es ni lo ha sido y mucho tiene que cambiar para que alguna vez lo sea.

Los Estados Unidos son un mundo que merece la pena conocer y, añado ahora un nuevo verbo, merece la pena estudiar. Y los nueve trabajos a los que estas torpes palabras sirven de presentación pueden ser un buen comienzo para quien se inicie con ellos en el camino de conocer los Estados Unidos, o un buen complemento para los ya iniciados. Hay que leerlos. Algunos de ellos proceden de un seminario celebrado en la Universidad de Sevilla en septiembre de 2012. Pero falta el que yo en aquel encuentro dediqué a “Las paradojas de la política estadounidense: de George W. Bush a Barack Obama”. No está porque soy un vago empedernido, me cuesta mucho esfuerzo ponerme a escribir y casi nunca quedo satisfecho con lo escrito. Además, como sucede siempre con el periodismo, el paso del tiempo deja viejo, muy viejo nuestro trabajo a veces en cuestión de minutos. Pero aprovecho esta oportunidad para esbozar y recordar a muy grandes rasgos mi experiencia personal como corresponsal de Televisión Española en Washington D.C., la capital, que no el alma, de los Estados Unidos. Aquellos años y aquel trabajo me permitieron ser testigo de este nuevo cambio experimentado por la sociedad norteamericana, aunque no acabo de tener claro si fue una ruptura o una más de las muchas variaciones constantes de aquella sociedad tan conservadora y tan cambiante al mismo tiempo.

Llegué un día de junio del 2004, cuando el país —o por lo menos su parte WASP— lloraba la muerte de Ronald Reagan y se preparaba para reelegir a George W. Bush. Me marché en agosto de 2009, cuando Barack Obama, el primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos, llevaba más de medio año en el cargo. El país al que llegué era, por tanto, bastante distinto del que dejaba a mis espaldas y el cambio se había producido en apenas cinco años.

La caída de George W. Bush desde el pedestal de popularidad al que ascendió tras los atentados del 11 de septiembre estuvo provocada, sobre todo, por la guerra de Irak. Ahora está claro que fue una guerra de elección, en la que Bush y sus asesores se metieron porque quisieron; sin tener el apoyo de esas “razones de estado” con las que los poderosos intentan justificar las guerras. Un error de cálculo que se saldó con una tragedia para el pueblo iraquí y el mundo, y con una derrota para los Estados Unidos.

Y si hay algo que la historia difícilmente perdona son las derrotas. Si añadimos la pésima actuación que la administración Bush tuvo frente a la catástrofe del huracán Katrina, más la crisis financiera que estalló en su último año de mandato y que todavía nos ahoga, hay pocas dudas de que el final del ciclo republicano había llegado a su fin y que el próximo inquilino de la Casa Blanca sería un demócrata. “Una demócrata” para ser más exactos, llamada Hillary Clinton.

La gran pelea de aquella campaña no fue demócratas y republicanos, los dos partidos de poder en los Estados Unidos, sino entre dos candidatos a la presidencia del partido demócrata, que, además, se presentaban bajo una de las pancartas que más atrae a los norteamericanos: ser los primeros, hacer historia. Hillary, la primera mujer, frente a Barack, el primer negro, ambos compitiendo por la presidencia de los Estados Unidos.

Cinco años después de aquella lucha de titanes todavía resulta difícil explicar con claridad cómo aquello fue posible. Hillary Clinton tenía prácticamente todo a su favor: el mejor equipo electoral, todo el dinero necesario y el viento de la historia.

La personalidad de Barack Obama y su oratoria entre doctor y predicador tuvieron sin duda mucho que ver en su victoria, especialmente en los momentos complicados de la campaña cuando fue capaz de salvar con limpieza escollos que parecían imposibles. Y hay que citar el llamado “discurso de la raza”2 pronunciado el 18 de marzo en Filadelfia, con el que desactivó la mina que para su carrera suponía el hecho de que el pastor de la parroquia a la que él y su familia iban, en Chicago, defendía unos puntos de vista indefendibles3 para el americano medio.

Pero también influyeron mucho en la victoria de Obama otros factores como el equipo de geniales “segundones” que le llevaron la campaña y que se empeñaron en derrotar a los especialistas números uno que Hillary había contratado; sin olvidar el hecho de que los Clinton, Hillary y Bill, tenían tantos enemigos acérrimos como fieles seguidores y despertaban filias y fobias casi a partes iguales. Frente a la esperanza que Barack Obama intentaba repartir, Hillary en algunos inspiraba miedo.

Pero si buscamos el factor determinante y clave en la llegada del primer negro a la Casa Blanca, le tenemos que situar en Iowa, el estado que tal vez mejor representa la Norteamérica profunda, blanca, netamente conservadora, y cuya mayor aportación al sistema, al margen de producir maíz, es decidir quién puede y quién no puede ser presidente de los Estados Unidos. Y en el caso que nos ocupa, el duelo Clinton-Obama, un friísimo día de enero de 2008, Iowa dio la victoria a Obama y lo invistió como “presidenciable”. A partir de ahí, algunos sectores del electorado americano, empezando por los negros hasta entonces reacios en su mayor parte a creer que el sueño de Obama fuese otra cosa que un sueño, empezaron a creer en Obama y a votar por él.

El duelo fue largo, muy largo, no siempre noble y limpio pero sí interesante y preñado de emociones, y acabó inclinándose por Barack Obama un sábado de junio del año entonces en curso, 2008, cuando Hillary Clinton arrojó finalmente la toalla.

La elección de Barack Obama frente al candidato republicano John McCain fue más un trámite que un duelo y se saldó con una contundente victoria de Obama, que podía haberse cantado en cuanto se supo que New Hampshire había votado por él. Y eso se supo muy pronto. Si las televisiones aguantaron algunas horas más sin cantar victoria fue por respeto y, sobre todo, por miedo a volver a equivocarse como sucedió ocho años antes, en el duelo Bush-Gore, cuando los resultados en Florida fueron tan dudosos (todavía lo son) que hubo que esperar semanas para declarar ganador.

¿Fue una “ruptura” la elección de Obama o un “cambio” como en su día lo fue la elección de J.F. Kennedy, el primer presidente católico en la historia de los Estados Unidos, y lo será más pronto que tarde la elección de la primera mujer?

Con la perspectiva que dan los cuatro años que Barack Obama lleva de presidente y sabiendo ya que continuará por otros cuatro más, no es arriesgado afirmar, creo, que Barack Obama no supone una ruptura aunque sí suponga un gran cambio. Los americanos, una sociedad profundamente religiosa y conservadora en general, huyen de los grandes cambios. El propio sistema político, ideado para escapar del Impero británico, está plagado de controles y equilibrios que dificultan mucho los cambios radicales. El presidente de los Estados Unidos es, sin duda, uno de los hombres más poderosos de la tierra en estos momentos, pero tiene siempre que contar con los otros poderes, empezando por el Congreso, siguiendo por los estados, el Tribunal Supremo, etc y los intereses de los Estados Unidos que no suelen cambiar de la noche a la mañana. Y no olvidemos que los imperios no tienen ni amigos ni enemigos; tienen intereses.

De cara al mundo exterior, los cuatro años de Barack Obama en la presidencia no han sido muy distintos a otras presidencias. Y en los Estados Unidos el único gran cambio de la presidencia ha sido la reforma sanitaria, que ha conseguido extender la atención médica a todos los ciudadanos. Desde un punto de vista europeo y hasta universal, llamar “ruptura” a este importantísimo avance social suena excesivo.

Pero hay algo que sí ha cambiado de forma radical con la presidencia de Barack Obama y que supone una completa ruptura con el pasado de los Estados Unidos: la familia presidencial. Barak, su esposa Michelle y sus hijas Sasha y Malia presentan ante el mundo una imagen que rompe con el pasado. Descendientes de esclavos (Barack Obama no lo es pero sí lo son su mujer y sus hijas) ocupan ahora el vértice más alto de la sociedad norteamericana y sirven de modelo a esa misma sociedad en la que hace unas décadas tenían prohibida la entrada.

Recomiendo encarecidamente la lectura atenta de los trabajos que vienen a continuación sobre todo porque, como decía al principio, los Estados Unidos son un mundo que merece la pena conocerse.

 

1 Paul Johnson, Estados Unidos: la historia. Trad. Fernando Mateo y Eduardo Hojman. Barcelona: Javier Vergara Editor, 2001.

2 Barack Obama, “Discurso sobre la raza”. Trad. Alberto Supelano. Revista de Economía Institucional. Vol. 10, nº 19 (Segundo semestre, 2008): 385-396.

3 El pastor Jeremiah Wright declaró que la politica exterior estadounidense y la intensa lucha contra el terrorismo únicamente podían generar más violencia; sugeriendo así que la nación debía por tanto aceptar las consecuencias de sus acciones como inevitables.

La insalvable frontera de la nación estadounidense:la aislada identidad sureña en la literatura norteamericana

Candela Delgado

En un trabajo minucioso de arqueología cultural en la historia de los Estados Unidos de América, se detecta sin dificultad que su sociedad nunca ha producido obras de arte, independientemente del género, que representen una identidad global homogénea. La cohesión que exporta la nación se torna cuestionable al percibir la fractura que aleja el Norte y el Sur del país. Dicha fragmentación comienza ya en los primeros estadios de la formación de la sociedad americana como tal. El continente americano del norte no puede borrar de su pasado los acontecimientos violentos que han contribuido a forjar su propia identidad, en la que han dejado cicatrices visibles. Toda nación pretende silenciar pasajes ignominiosos sin éxito, pero el intento se dificulta cuando precisamente los productos culturales que dan honra a la entidad social y política versan, reiteradamente, sobre aquello que en el proceso de construcción propia se quiso ignorar.

Al respecto, el primer caso claro en los Estados Unidos lo constituye el trato dado a las culturas nativas, aquellas que fueron acosadas, aisladas y sometidas a ocultación en el sistema de reservas. La diversidad, sin embargo, prevalece con persistencia y firmeza tanto en la conciencia del ciudadano como en el imaginario popular. En particular, este artículo se preocupa de analizar la dualidad Norte/Sur, distinguida por sus desemejanzas.

Al plasmar en narraciones, bien orales o escritas, los testimonios de los hombres y mujeres que experimentaron la creación y el desarrollo de las colonias en estados y estos en nación, se puede observar que tanto el Norte como el Sur comparten la mencionada herencia de desolación. Dichos testimonios, recogidos en crónicas o relatos de ficción, muestran la complejidad de un proceso en el que conviven la voluntad colonizadora, las diferencias según territorios y la resistencia de las culturas indígenas. El colono que se esfuerza por crear una nueva civilización en Jamestown, Virginia, a principios del siglo XVII, se ve rodeado de un entorno extraño en el que no halla significantes adecuados para representar, por un lado, los nuevos elementos que encuentra, y por otro, los híbridos culturales que se van creando.

Así, la herencia literaria norteamericana deberá convivir con un sentimiento de culpa, derivado del exterminio o deterioro de valiosos bienes culturales e, igualmente, superar las carencias de una civilización reciente que sufre cambios continuos y muy acelerados. Este último factor provocará una tendencia al recuerdo obsesivo de los orígenes; una perpetua nostalgia transmitida en el futuro a generaciones que, paradójicamente, experimentarán tristeza por la ausencia de una patria, un paisaje y costumbres que ni siquiera llegaron a conocer. Por lo tanto, al convertirse este padecimiento moral en una parte integrante del folclore nacional, se reflejará, inevitablemente, en su producción artística.

La culpa y sentimiento de melancolía constante perduran como legado común a todos los estados, si bien ambas características se acentúan en las regiones del Sur. Se pueden identificar hechos y procesos fácilmente perceptibles en el pasado de esta región de los Estados Unidos que marcan de manera progresiva una narrativa de identidad, unas pretensiones y actitudes sociales y culturales muy diversas a aquellas del Norte, siendo además esto producto de un esfuerzo consciente de aserción de independencia.

 

El Sur exento desde el origen

Retomando el periodo colonial y el mencionado Jamestown, se advierte en este territorio la imposición de unas estructuras sociales y económicas que encauzan al Sur, desde sus principios, en una dirección diferente a las colonias del Norte. A medida que fueron creciendo las colonias del sur a lo largo del siglo XVII, se establecieron como cultivos preferentes el tabaco, el algodón y el arroz, con una mano de obra dependiente de la servidumbre y la esclavitud de nativos americanos, africanos y blancos carentes de propiedades o soporte económico. En los primeros escritos de americanos se describe al esclavo como un ser carente de humanidad:

[E]sto sugería simultáneamente que el esclavo era incapaz de ser leal, bondadoso o de experimentar la felicidad —o la compasión. De este modo pasaba a representar la pesadilla sureña de insurrección de los esclavos, criaturas que podían levantarse en la noche y asesinar a sus amos y a sus familias sin ningún tipo de compasión o sentimiento.1 (Taylor, 7)

Con el avance de la institución de la esclavitud, surge el ideal de la plantación sureña, sustentada en gran medida por el comercio de vidas humanas, con la aparición y desarrollo conjuntos de una alta burguesía terrateniente y feudal, que en un principio, imitaba las maneras y costumbres de la nobleza inglesa. Este aspecto primario marcará el mito del Sur y, obviamente, las visiones románticas del mismo que procurarán redefinir estos comienzos como un paraíso que jamás se debió haber perdido. Pero, del mismo modo, se convertirá en un estigma que durante los siglos venideros deberá aprender a articular, integrando estrategias en su retórica que excusen esta parte de su historia, hasta elaborar incluso exaltaciones enmascaradas de la misma a través de retrospectivas idealizadas. Sin embargo, resultará innegable, en un análisis histórico del Sur, la siguiente declaración de William Harris: “Fue la alianza entre la esclavitud de africano-americanos y la economía de la plantación lo que funcionó como cimientos para la creación del Sur” (23).

Aunque diferentes historiadores aseguran que la plantación, como base de la economía sureña, resultó un lastre para su desarrollo en comparación con el Norte, parece innegable que paralelamente aseguró la extrapolación de la estratificación social al sistema jurídico, con la creación de leyes que afianzaron la supremacía blanca. La paradoja de este rasgo histórico de los Estados Unidos quedará plasmada en el proceso de gestación de la Declaración de la Independencia (1776), una vez que las sociedades coloniales evolucionaron, reconociendo una mayor necesidad de autorregulación. Thomas Jefferson como redactor principal y tercer presidente de la nación, ejemplifica bien esta incongruencia, pues teniendo origen sureño, poseía esclavos pero rechazaba públicamente la esclavitud, si bien mostrando su naturaleza racista al establecer comparaciones entre ambas razas, tanto en carácter y emociones como en anatomía, en una tentativa de racionalizar su concepto racial tanto desde el punto de vista psicológico como del científico. Así afirmaba lo siguiente de los africano-americanos, adjudicándoles características animales: “segregan más por las glándulas de la piel y menos por los riñones, lo que les da un olor fuerte y desagradable [. . .] sus penas son transitorias” y “su existencia parece basarse más en sensaciones que en reflexiones” (cit. en Magnis, 494).

Por lo tanto, la carrera hacia la independencia incluía una contradicción inherente que gradualmente produjo el desdoro del Sur como principal usuario y productor de la esclavitud. Aunque, por supuesto, la representativa e influyente aristocracia sureña llenó sus escritos de discursos elaborados que se esforzaron en disfrazar lo aberrante de esta ideología o en excusarla, como en la cita previa, mediante discursos adoctrinantes y demagógicos que apelaban al miedo ignorante de la raza blanca.

Un amplio número de escritos retrataron la desigualdad social, como en las cartas ficticias de William Wirt, escritor de Maryland, donde critica Virginia desde los ojos de un supuesto espía británico, quien proporciona la siguiente descripción:

Creo que no existe ningún otro lugar en el que la propiedad esté distribuida de manera más desigual que en Virginia. […] Aquí y allá se pueden ver majestuosos palacios aristocráticos, con todos sus accesorios, llamando la atención, mientras alrededor, en millas, nada más que chozas que echan humo y cabañas de madera de pobres trabajadores ignorantes en alquiler. (100-1)

En la ironía de estas líneas, que causaron un gran interés en su publicación, se mencionan otros rasgos distintivos del Sur que no favorecieron tampoco su integración en el discurso mayoritario del Estado nacional. El supuesto espía retrata una economía estancada, muy polarizada y muy dependiente del sistema agrícola de la plantación, sin apenas industria y con una población empobrecida. Todo esto unido a la presencia de una elite que incrementaba sus posesiones. Igualmente, el texto señala la sensación de extrañamiento que un ciudadano del Norte experimentaba en un Sur que le resultaba atrasado con respecto al sistema educativo y económico propio. Dicha sensación sólo constituye el principio de una oposición entre un Norte democrático y un Sur clasista y primitivo, que ya quedaba delineada incluso antes de la independencia. De este modo, se comienza muy temprano a proyectar en la literatura una imagen decadente de esta región a la que escritores como Henry David Thoreau, por ejemplo, llegaron a calificar más tarde de “hongo moral” (cit. O’Brian, 21).

El siguiente elemento que trazó una barrera infranqueable entre el Norte y el Sur, se puede identificar en crónicas que se centran en su entorno natural. Junto con el hecho de que el Sur, en el discurso de la independencia, ya comenzaba a convertirse en una parte desarraigada de la política mayoritaria y dominante en el resto del país, el paisaje sureño adquiría en el imaginario nacional una peculiar fuerza que debe ser recalcada. Las zonas de pantanos, por ejemplo, provocaban la elaboración de imágenes de misticismo y de elementos sobrenaturales. La descripción realizada por William Bedford Clark del Sur, desde la perspectiva del imaginario nacional, en su artículo de 1974 “The Serpent of Lust in the Southern Garden”, resulta relevante al enfrentar el pantano al mito dominante del idealizado Sur. Clark afirma que “en la mente de muchos americanos, existen dos Sur;” uno es “una tierra ideal de abundancia [. . .] habitada por gentes felices y hospitalarias para las que la vida es placentera y el placer es un modo de vida”. Y el otro Sur es un “mundo de pesadilla de calor tórrido y asfixiante en el que pasiones incontrolables e insensibles actos de violencia se convierten en los síntomas visibles de una corrupción interna infecciosa; un secreto pecado que envenena los mismos cimientos de la vida sureña” (291). El calor húmedo de las zonas pantanosas, la oscuridad, que provoca un entorno de misterio amenazante y aguas estancadas asociadas a enfermedades, materializan las reacciones de rechazo al Sur.

De este modo, esta región comienza a adoptar asociaciones trascendentales alegóricas, que la cargan de connotaciones que permanecerán como recurso bien de crítica, como en el ejemplo precedente, o por el contrario, de inspiración. Así, la topografía es una barrera que aleja al Sur en sus representaciones artísticas, como en el siguiente poema colonial. Richard Lewis es considerado uno de los mejores poetas durante la consolidación del Nuevo Mundo. Alrededor de 1731, el escritor compone el poema “Comida para los críticos”, en el que describe el paisaje de Maryland:

[…]el grácil cambio del escenario coloridoel rico bordado de la llanura verdesus árboles y el crujir de sus ramaslos susurros silenciosos del aire al pasarel solemne rugido de la caída de las cataratasenviando un eco en murmullos de orilla a orillamezclado con la música del coro aladohacen despertar la imaginación y el fuego del poeta.[…]. (cit. Jehlen y Warner, 1046)

La descripción pastoral evoca un mundo idealizado y con matices espirituales que parecen llamar a los bienaventurados y a las musas. En resumen, una descripción que en nada coincide con la despectiva categorización de Thoreau, mencionada anteriormente, en la que el Sur se presenta como el origen de una infección que podía acabar con la bondad y las artes del país en formación. Ésta, de hecho, será una crítica recurrente referida al Sur: un territorio presentado como la rémora económica y cultural de los Estados Unidos.

Como consecuencia de estos principios, la unión de los trece estados, una vez firmada la paz tras la guerra de la independencia con el Tratado de París en 1783, no acabará con las relaciones conflictivas entre el Norte y el Sur. Teniendo esto en cuenta, podemos afirmar el gran error cometido por Thomas Paine en Common Sense en 1776 donde afirma que aquellos que temían que la independencia pudiera llevar a una guerra civil hablaban sin conocimiento (39). De este modo, las diferencias regionales y la influencia de los conflictos y cambios en Europa separaron de manera irreversible a las dos mitades norteamericanas como identidades opuestas, culminando años más tarde, entre 1861 y 1865, en la guerra civil de los Estados Unidos.

La paradoja reside en el hecho de que el rechazo percibido funcionará como lazo de unión entre las comunidades sureñas, alimentando un espíritu separatista y una visión de uniformidad interna. Wilbur J. Cash, uno de los autores más influyentes con su obra sobre el Sur, escribe en The Mind of the South (1941) lo siguiente: “el sentimiento de comunidad y la uniformidad en sus orígenes, [. . .] ayudó a cortar a todos los hombres según un único patrón [. . .] y el efecto final del mundo de la plantación fue unirles con un único objetivo que fue defendido con una intensidad peculiar” (91).

De hecho, este sentimiento de colectividad y el fiero orgullo que sentían por su identidad activará los primeros discursos que anunciaban intenciones de secesión y lucha en contra del concepto de democracia ideal en el que no tenían cabida el racismo y las fuerzas discriminatorias. Éstas fueron descritas en la novela Uncle Tom’s Cabin de Harriet Beecher Stowe, publicada en 1852. Aunque su trabajo se ha criticado extensamente por contener una propaganda simplista y obvia, llena de estereotipos despectivos, personajes planos y argumentos y diálogos predecibles, representa, aún así, un retrato de la antigua mentalidad de este país. La autora no consigue eludir el tono adoctrinador del narrador en tercena persona que, frecuentemente, interrumpe el ritmo del argumento para incluir sus valoraciones éticas y reflexiones religiosas. Es interesante analizar cómo el dueño de los esclavos describe su actitud hacia los trabajadores:

Te diré de una vez, y para que te sirva de gobierno, que nosotros, los amos, nos dividimos en dos clases: en opresores y oprimidos. Los que están dotados de un buen corazón y detestan la severidad se exponen a graves inconvenientes. Tenemos por precisión que alimentar a una cáfila de perezosos é ignorantes y que sufrir, por consecuencia, todos sus defectos. Vemos también, aunque raramente, amos dotados de un tacto particular para establecer el orden doméstico, sin necesidad de recurrir á medidas rigurosas, pero yo no pertenezco a esta clase. [. . .] No quiero castigar ni hacer apalear á esos desgraciados, cuya triste condición les hace ya demasiado infelices; con todo debo añadirte que ellos lo saben, y abusan casi siempre de mi indulgencia. (Trad. Orihuela, 161)

La primera frase de su parlamento resume de manera concisa la ironía de la perspectiva del hablante, quien percibe, en el hombre adinerado blanco, la existencia de un patrón sometido por aquellos que, en condiciones infrahumanas, eran explotados para mejorar la ya generosa situación de bienestar de la familia blanca. La corrupción de valores se sitúa en el esclavo africano-americano, mientras que la inocencia es presentada como virtud inherente al amo. Del mismo modo, la supuesta inteligencia del blanco percibe el intento de beneficio indebido del ignorante sirviente.

Por el contrario, como se mencionó en párrafos anteriores, el Sur previo a la guerra es despreciado con frecuencia por su actitud casi anti-intelectual por el resto de la nación, y aunque es cierto que la producción literaria del Sur hasta los 60 del siglo XIX no es prolífica, merece la pena mencionar que muchas de las obras producidas en estos años fueron creadas por mujeres. Una de las figuras más importante es la escritora sureña Augusta Evans Wilson que con frecuencia culpa al Norte por sus actitudes prepotentes y el desdén con el que trata al Sur. En su obra The Speckled Bird, culpa al Norte por haber aniquilado el paraíso que ella conoció con “el despiadado mildiú de la pobreza que robó el lustre del esplendor de antes de la guerra” (cit. Ayres, 231). Y así los escritores sureños se aferraron a esta imagen de un Norte infeccioso que acabó con la pureza del Sur que proporcionaba el deleite espiritual que podría haber sido el espejo de la nación. Resulta evidente que la percepción mutua de la mitad opuesta en el antagonismo Norte/Sur coincide. Ambos perciben al “otro” como una amenaza para el progreso de la entidad cultural.

Harriet A. Jacobs publicó en 1861 Incidents in the Life of a Slave Girl: Written by Herself. En estos escritos recoge sus memorias como esclava, detallando el maltrato y los abusos sufridos. El libro sigue siendo material esencial dentro de la protesta en contra de la esclavitud americana desde el punto de vista femenino. La voz narrativa traza el camino interminable hacia la libertad que no se logra únicamente al convertirse en un ciudadano independiente del amo, sino al conseguir ser dueña de su cuerpo. En el siguiente fragmento, la escritora parte de la pregunta base del alegato por la abolición y lo plantea desde una perspectiva minoritaria ya que el Norte ya no se presenta como la panacea para sufrimiento del sometido, pues se dibuja cómplice cobarde del Sur:

Admito que el hombre negro es inferior. ¿Pero qué es lo que lo hace inferior? ¿Es la ignorancia en la que el hombre blanco lo obliga a vivir?; ¿es el látigo torturador que azota su hombría hasta acabar con ella? ¿Son los fieros sabuesos del Sur y los sabuesos humanos del Norte apenas menos crueles, que imponen la ley del esclavo fugitivo [. . .] el hombre del Norte no es bienvenido al Sur de la línea Mason y Dixon a no ser que se reprima cada pensamiento y sentimiento que difiera de su “peculiar institución” y no es suficiente permanecer en silencio. Los amos no están complacidos a no ser que obtengan un mayor grado de sumisión que este. (45)

La escritora comienza con una enunciativa afirmativa que parece establecer el hecho de manera categórica para, a continuación, y mediante una serie de interrogativas, demostrar el error del que parte el dogma racista. La violencia, el aislamiento, la censura y el miedo son las armas mencionadas empleadas para mantener al esclavo sometido y para robarle su dignidad.

El intento de secesión y la reconstrucción del mito

El Sur se enfrentaba desde un principio a la guerra civil en desventaja por la ausencia de un ejército suficientemente organizado, habiendo partido del erróneo principio de que conseguirían la secesión sin grandes dificultades. Sin embargo, sus tierras, su economía y su ánimo se vieron rápidamente mermados, añadiendo a esto los incontables daños colaterales. Por lo que en las narraciones del conflicto bélico los sureños expresan su sufrimiento pero siempre culpando a las manos armadas salvajes del Norte.

Mary Boykin Chesnut, mujer de un oficial confederado, recoge en su diario su estancia refugiados en Carolina del Sur: “Estamos aquí encerrados, castigados mirando a paredes muertas, sin correo… Todos los ferrocarriles han sido destruidos y han desaparecido los puentes. Estamos desconectados del mundo aquí para morir de sufrimiento, consumiendo nuestros corazones” (542). Ante esta sensación de aislamiento, el sureño parece perder su alma y cae en la desesperanza ante un entorno en el que el progreso, simbolizado por el ferrocarril y el puente, ha sido destruido por una mano ajena. Al presentar el agente como pasivo, la estrategia de la redactora resulta efectiva al permitirle no incluir a los confederados como participantes activos en los destrozos.

Bien por omisión o por crítica despectiva explícita, el relato de los hechos desde el otro bando se encauza con la intención clara de establecer equivalencias entre el Sur y lo salvaje y el Norte y el progreso y la razón. Incluso, simplemente a través de la diferencia en el ecosistema y paisaje, pues ésta llevaba a los soldados del Norte a un estado de ostracismo psicológico; estas connotaciones se atribuyen a la naturaleza del Sur ya en textos que relatan la Revolución:

Las Carolinas y Georgia eran increíblemente salvajes en la época de la Revolución; exceptuando algunos tramos en los alrededores de las ciudades, que, en general, los partisanos Patriotas evitaban, la jungla quedaba siempre a tiro de mosquete [. . .] las montañas les obligaban a descartar todas las tácticas bélicas formales de la época, teniendo que ser adaptadas al entorno para que tuvieran éxito. (Weller, 123)

Por otro lado, independientemente del carácter radical de las imágenes que ambas partes sostenían del enemigo, se debe tener en cuenta que una de las características principales de las crónicas y remembranzas sureñas de la guerra civil es la reevaluación de la validez de los principios que los llevaros a reclamar la secesión, debido a las pérdidas sufridas y a la confluencia de argumentos conflictivos incluso dentro de los estados del Sur, por más que pretendieran presentarse como una unidad indivisible (Channing, 219). La existencia de diferentes grupos raciales y clases sociales significa que no todos los segmentos de la población podían abanderar los mismos principios. El blanco pobre, el aristócrata dueño de plantaciones y esclavos de varias generaciones componían un frente forzado que inevitablemente presentaba fracturas que dejaban entrever dudas sobre la identidad sureña como ente sólido. Este conjunto desordenado de intereses resultó en una doble pérdida, ya que como dice el reconocido historiador C. Van Woodward: “cuando los objetivos ideológicos se encuentran en conflicto con fines egoístas y pragmáticos, son los ideales los que tienen más posibilidades de ser sacrificados” (552-3). Por lo que los daños materiales, naturales y humanos deberán sumarse al deterioro de la pureza de convicción en los discursos acerca del conflicto.

Tanto en textos escritos por soldados de la Unión, como en la novela de la guerra civil de Stephen Crane, The Red Badge of Courage, como desde la perspectiva de sureños confederados como Gone with the Wind de Margaret Mitchell, se percibe la decepción, el terror y, sobre todo, el legado de tierras baldías, muertes e incertidumbre que las batallas dejaron en el país y, sobre todo en el Sur. Crane narra la experiencia traumática de la guerra en la que el joven soldado oscila de los espasmos de valor a una angustiosa catatonia; en ambos polos se imposibilita cualquier intento de contar la experiencia bélica con tonos generosos, soñadores o sentimentales:

El muchacho se hallaba paralizado por el horror. Miraba fijamente, lleno de agonía y asombro. Se olvidó de que se hallaba ocupado combatiendo el universo. Arrojó a un lado sus folletos mentales sobre la filosofía de los que se retiran y sus reglas para guía de los condenados. La lucha se había perdido. Los dragones avanzaban con pasos invencibles y continuos. El ejército, sin fuerzas en los espesos matorrales y cegado por la noche inminente, iba a ser devorado. La guerra, aquella bestia roja; la guerra, aquel dios henchido de sangre, iba a saciarse hasta hartarse. Algo en su interior le obligó a gritar. Sintió el impulso de pronunciar un discurso de aliento, de cantar un himno de batalla, pero sólo pudo lograr que su voz preguntara al aire: —Pero..., pero..., ¿qué... qué sucede? (Trad. Micaela Misiego, 101-2)

La inocencia del convencido inexperto se corrompe al experimentar la soledad, el pánico, la crueldad, el hastío, el agotamiento, el dolor y lo inhumano de la batalla.

Por el contrario Walt Whitman en su colección de poemas publicada en 1865 bajo el título Drum-Taps, incluye el poema “The Wound-Dresser” que endulza en la voz de un anciano un periodo de fracaso casi absoluto, si no fuera por haber significado el primer paso hacia la libertad de los ciudadanos africano-americanos. El veterano cuenta a su audiencia sus recuerdos entre heridos:

[…]así en silencio, en proyecciones de sueños,vuelvo, comienzo de nuevo,me abro camino en el hospital,el dolorido, el herido,los calmo con mi mano que funciona como bálsamo.Me siento junto a los pacientes agitados en la noche oscura,algunos son tan jóvenes, otros sufren tanto.Recuerdo la experiencia dulce y triste.Muchos brazos afectuosos se han entrelazado alrededor de este cuello,descansando, muchos besos de soldados habitan en estos labios barbados. (229)

El poeta es fiel en su retrato del padecimiento extremo y las condiciones pésimas, pero la comunión entre los participantes en el horror parece convertir ese capítulo del pasado en una experiencia merecedora de un relato. La participación de un proyecto común es una conocida táctica política y parte de la conciencia cívica de los Estados Unidos, que sigue presente en las reflexiones nacionales más recientes.

Mitchell, por otro lado, nos describe de la siguiente manera a su protagonista tras ver destruida la que fue la plantación de su familia:

Para Scarlett, el silencio de Tara era insoportable porque le recordaba demasiado vivamente el silencio mortal de toda la comarca que había tenido que atravesar aquel largo día de camino a casa desde Atlanta. La vaca y el ternero pasaban horas y horas sin exhalar un mugido. Los pájaros no piaban cerca de su ventana, e incluso la alborotada familia de estorninos que habían vivido entre el crujir constante de las hoja de los magnolios durante generaciones, no tenían canción aquel día. Scarlett arrastró una silla junto a la ventana abierta de su cuarto, que daba al camino principal de entrada, al césped y a los verdes pastos vacíos al otro lado del camino, y allí permaneció sentada, con la falda por encima de las rodillas y la barbilla apoyada en las manos sobre el alféizar de la ventana. Tenía junto a ella un cubo de agua del pozo, y de vez en cuando metía en él el pie ulcerado, haciendo una mueca de dolor cada vez que sentía la punzante sensación. (413)

La imagen de la mujer herida que contempla la desolación y la falta de toda compañía reflejan el venidero Sur del periodo de la Reconstrucción (1865-1877).

La intrusión del gobierno federal en el Sur durante este periodo, implicaba para los perdedores renegar de principios fundamentales. Por ejemplo, para poder ser aceptados en la Unión tenían que comprometerse a cumplir con la emancipación. La confusión de intereses contrarios, junto a la experiencia traumática de tener que redefinir su identidad política, social y cultural marcará dos caminos diferentes en la literatura del y sobre el Sur. Ciertos autores utilizarán la nostalgia como la musa para sus escritos en los que la mirada al pasado embellecía y camuflaba tanto las crueldades de las plantaciones y el Viejo Sur, como los desastres del conflicto. Otros optarán por críticas, en casos estereotipadas, en otros certeras, de los defectos de una sociedad rica en su folclore pero con errores imborrables.

En cualquier caso, los intentos radicales de intentar integrar al Sur en la conciencia y política de la nación no hicieron más que aumentar no sólo el rechazo de medidas hacia la igualdad como la decimocuarta enmienda de la Constitución Americana, sino incluso el aumento de actos violentos infligidos a los ciudadanos africano-americanos. Como consecuencia, la frontera ideológica se cerró aún más, haciendo que intentos abolicionistas previos siguieran siendo relevantes por las dificultades que debió afrontar dicha revolución. William Faulkner en su novela The Unvanquished, enfrenta a una serie de personajes en favor y en contra de los cambios impuestos y adoptados tras la guerra de secesión. Una joven que ha luchado con los confederados, Drusilla, afirma lo siguiente sobre un proyecto de igualdad social: “No es un sueño cosa demasiado segura de la que estar cerca [. . .]. Es como una pistola cargada con un gatillo de la firmeza de un cabello” (471). Cualquier propuesta de alteración del antiguo statu quo se recibía como exánime y, lo que es aún más llamativo, como peligrosa.

Por consiguiente, la Reconstrucción no se vivió como un camino de libertad sino de ocupación, en el que el Sur se comenzaba a diluir entre componentes del Norte. En un tono de humor el editor sureño de la revista Constitution de Atlanta, Henry Grady, describe de la siguiente manera el entierro de un granjero durante este periodo:

Lo enterraron en una cantera de mármol; sin embargo, pusieron una pequeña lápida sobre él que era de Vermont. Lo enterraron en el corazón de un bosque de pinos, pero la madera de pino del ataúd era importada de Cincinnati. Lo enterraron a tiro de piedra de una mina de hierro, aunque los clavos en su cofre y el hierro de la pala que cavó su tumba eran importados de Pittsburgh. Lo enterraron en un abrigo de Nueva York, en unos zapatos de Boston [. . .] bombachos de Chicago y camisa de Cincinnati. (cit. Carter, 49)

Una interpretación metafórica de esta irónica declaración pública en contra de un nuevo proceso de colonización por parte del Norte, desvela la queja y exigencia del autor. El periodista expresa su malestar por la hegemonía industrial y económica impuesta como una fuerza que esconde bajo tierra cualquier vestigio de cultura sureña.

En este periodo y de la interpretación distorsionada del sentimiento reprimido, surgen actos criminales movidos por la ignorancia visceral y el odio. El Ku Klux Klan, que nació en Tennessee en 1865, vive su clímax durante estos años. La obra The Clansman del sureño Thomas Dixon Jr., publicada en 1905, intenta, desde la exacerbación de la supremacía blanca, convencer al Norte de mantener la segregación racial. El escándalo y agitación que provocó su obra no sorprende al leer las siguientes líneas del escritor:

Por la raza negra únicamente siento lástima y compasión, a pesar de que cada gran convención de negros desde la publicación de mi primera novela histórica sobre el conflicto racial se ha complicado la vida denunciando que mis novelas caricaturizan y difunden calumnias sobre su gente. Su error es natural. Mis novelas son lecturas difíciles para los negros, y sin embargo, los negros, al denunciarlas, están denunciando inconscientemente a uno de sus mejores amigos. (8-9)

Es innecesario recalcar su intento de otorgarse la autoridad de restringir la libertad del que considera subordinado, con el objetivo de presentarlo como no merecedor de la calidad de ciudadano.

La decadencia ideológica y las continuas barreras encontradas por los abolicionistas se unieron con una economía desesperada por recuperarse. En ese intento asomaron una tendencia capitalista sin moral, un crecimiento en la producción industrial sin escrúpulos, especulaciones corruptas y sobreexplotación de recursos que proyectaban una aparente mejora y un lujo superficial que Mark Twain denomina “la época dorada”, es decir, que copia su color o lo asemeja mas no equivale al valor del metal precioso. Acuña el término en la obra escrita con Charles Dudley Warner, The Gilded Age: A Tale of To-Day, publicada en 1873 y situada en los años después de la guerra civil, satirizando la avaricia y corrupción de este periodo. Uno de sus personajes afirma: “Lo que el Sur necesitaba [. . .] eran trabajadores cualificados; sin ellos será incapaz de avanzar en sus minas, construir sus ferrocarriles, trabajar sus tierras fructíferas para sacarles partido y, sin grandes pérdidas, establecer fabricantes o entrar en una carrera industrial próspera” (150). Y a pesar de lo certero de este consejo, el Sur y sus agricultores y campesinos lucharán por preservar los valores asociados a la vida en la granja, las plantaciones y la convivencia con la tierra.

Así el Sur se adentra en el siglo XX y el conflicto con el Norte parece no apaciguarse. El autor Albion W. Tourgee le da voz a un veterano de la Unión en su novela A Fool’s Errand, describiendo la pugna política y cultural así:

[A]ntes de la guerra, era como una corriente de agua con rápidos enojados aquí y allá; luego, durante un tiempo, fue como una cascada espumosa; y desde entonces ha sido el amenazador, oscuro, profundo pero silencioso torbellino [. . .] con susurros enfadados, con corrientes invisibles y fuerzas escondidas, cuyo curso futuro no puede predecirse, sólo se puede saber que debe continuar. (379)

La inquietante descripción pesimista, tristemente, se cumple en la historia contemporánea del Sur.

El Nuevo Sur

No obstante, la denominación de Nuevo Sur sí demostraba ciertos cambios hacia políticas más justas y con cierto carácter progresista para favorecer la igualdad de las razas, en una rápida industrialización de estos estados, y un crecimiento de las zonas urbanas en deterioro de las rurales. Pero el absurdo aparece de nuevo cuando se analizan los datos del crecimiento de linchamientos en los años 20 en el sur de los Estados Unidos. Otra de las vergüenzas con las que tendrá que convivir esta región. El poeta Claude McKay dedica un poema “The Lynching”, de 1919, a dicha atrocidad:

[…]El día cayó, y pronto la multitud plural llegó para observar el cuerpo espectral balanceándose al sol las mujeres llegaban en tropel para mirar, pero nunca ni siquiera una mostró pena es sus ojos de azul acero; y pequeños chiquillos, futuros ejecutadores de linchamientos, bailaban alrededor de aquella cosa terrible en regocijo diabólico. (176-7)

Una evolución económica, un cambio en infraestructura, y gestos propagandísticos hacia los derechos civiles no podían coexistir con tales atrocidades sin provocar un estancamiento social, incrementado por la Gran Migración de africano-estadounidenses a estados del norte y oeste del país en busca de mayores posibilidades de mejora en su calidad de vida y libertad. Todo esto, junto a la perduración de las leyes de segregación de Jim Crow, no ayudaron a evitar la nacionalización del término despectivo hill-billie, acuñado por The New York Journal en 1900, estereotipando al blanco sureño pobre como un individuo carente de intelecto, de naturaleza visceral y atávica, culturalmente estéril y degenerado. Por lo que aparece otro grupo social olvidado en el Sur, el pobre blanco, “La gente olvidada de Dixie” los llama Wayne Flynt.

La Gran Depresión de 1930 tendrá un impacto aún mayor en un Sur ya empobrecido, alejándolo aún más del Norte. El Sur, obviamente, no experimentó los locos años veinte de la manera que pudieron ser retratados por F. Scott Fitzgerald en The Great Gatsby y que fielmente retrata la escritora sureña Eudora Welty es su faceta como fotógrafa. Sin embargo, paradójicamente, entre los años 20 y 30 comienza el Renacimiento del Sur con William Faulkner como principal representante. En “A Rose for Emily”, el viejo Sur, representado por una casa, resiste a pesar de su innegable declive:

Era una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas, ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla. (Trad. Cecchi, 258)

El blanco sin lustre de la fachada de la casa, la dañada arquitectura con pretensiones que ahora yace en una zona urbana sin ningún prestigio, delatan los intentos elitistas de mantener elementos anacrónicos que resultan ya ridículos. Concluye el fragmento con la imagen de paz e igualdad de los bandos que únicamente se alcanza después de la muerte.