Intimidad, sexo y dinero - Luis Chiozza - E-Book

Intimidad, sexo y dinero E-Book

Luis Chiozza

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Beschreibung

Frente al acoso de dos perniciosas enfermedades del espíritu, el materialismo y el individualismo, cabe preguntarse si podremos desandar el camino equivocado que conduce a sobrevalorar –muchas veces en secreto– el sexo desaprensivo y el dinero fácil. La mayor parte de la sexualidad, más allá de la finalidad de reproducir individuos de la misma especie, trasciende la búsqueda del placer para alimentar los sentimientos de amistad y de simpatía que nos permiten convivir en una comunidad civilizada. Además, dado que en los asuntos de la vida el óptimo nunca coincide con el máximo, nadie debería acumular una suma de dinero que supere demasiado la cantidad que su ingenio le permite emplear como un medio para alcanzar otros fines. No todas las cosas que se anhelan son cosas que se pueden comprar, y las desmesuradas ansias de poder menoscaban los influjos del deber y del querer en nuestra convivencia cotidiana. De nada vale pensar cómo se vive si no se está dispuesto a vivir como se piensa. Aunque funcionamos indisolublemente unidos a un sentimiento de identidad y a un derecho de autodeterminación que son inalienables, la vida de uno es demasiado poco como para que uno le dedique, por completo, su vida. Vivimos "cableados" con las personas que son "copropietarias" del entorno afectivo que, abusivamente, consideramos nuestro. Sólo disponemos de un punto de vista determinado por el lugar que ocupamos. Podemos comprender entonces que otros ojos nos ayuden a contemplar dónde estamos, y que los necesitemos para saber quiénes somos. Así, con el anhelo de encontrar quien nos conozca y nos acepte, nace la pregunta: ¿alguien sabe quién soy?

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Seitenzahl: 233

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Luis Chiozza

Intimidad, sexo y dinero

¿Alguien sabe quién soy?

Chiozza, Luis

Intimidad, sexo y dinero : ¿alguien sabe quién soy? . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014.

E-Book.

ISBN 978-987-599-393-8

1. Psicoanálisis. I. Título

CDD 150.195

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2013

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a:

<info@delzorzal.com.ar>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

Prólogo | 9

Intimidad

Capítulo 1. La intimidad custodiada | 15

La identidad de uno | 15

Acerca de las vidas pública, privada y secreta | 18

Los habitantes de la intimidad | 21

Acerca de la razón y la intuición | 24

Capítulo 2. El desasosiego interior | 27

Las fuerzas en pugna | 27

Los fundamentos íntimos de la conducta | 29

Los problemas de conciencia | 31

Los subterfugios de la culpa | 33

Las alternativas del proceso psicoanalítico | 35

La crisis axiológica | 37

Capítulo 3. La incertidumbre de acertar | 41

La universalidad de los valores | 41

Acerca de las relaciones entre la razón y la intuición | 43

Los fundamentos racionales de la certidumbre | 45

Hasta qué punto se puede confiar en la intuición | 47

¿Y entonces, cómo? | 51

Sexo

Capítulo 4. Sexualidad | 56

Sexualidad y genitalidad | 56

El sexo en la evolución de la vida | 58

¿En qué consiste, entonces, el sexo? | 61

El gen egoísta | 63

Sobre la actividad sexual humana | 67

Capítulo 5. El amor que buscamos y el amor que encontramos | 70

La unión progenitora | 70

¿Qué significa amar? | 72

Sobre lo que nos hace falta | 75

El encuentro entre el amor y el odio | 78

Capítulo 6. Entre lo habitual y lo sublime | 81

La intimidad sexual de cada uno | 81

¿Qué significa sublimar? | 83

Condena y defensa de la promiscuidad | 85

La diferencia entre ser individuo y ser completo | 88

Dinero

Capítulo 7. Acerca de las relaciones entre el valor y el dinero | 92

La diferencia entre lo que las cosas son y lo que representan | 92

¿En qué consiste el dinero? | 94

El valor del dinero y el valor de los bienes | 95

¿Qué representa el dinero? | 97

¿Cómo se constituye el valor del dinero? | 99

Capítulo 8. Las distorsiones en la función del dinero | 102

Cuando el poder nunca alcanza | 102

El dinero y la culpa | 104

El uso perverso del dinero en algunas instituciones | 106

Algunas distorsiones institucionales frecuentes | 108

Los excesos del materialismo y el individualismo | 111

Capítulo 9. Hacia una intimidad saludable en una convivencia armónica | 115

Las relaciones del dinero con la salud y el amor | 115

La soledad y la compañía | 118

La necesidad de compartir los valores | 121

El difícil equilibrio entre la transparencia y la opacidad | 122

Poder, deber y querer

Capítulo 10. A manera de epílogo y resumen | 127

Intimidad, identidad e incertidumbre | 127

Sexo, genitalidad y convivencia | 130

Dinero, opacidad y transparencia | 133

Poder, deber y querer | 136

Capítulo 11. Relato del filme Appaloosa | 139

La ley y el orden | 139

Allie | 141

El malhumor de Allie y la fuga de Bragg | 145

La cacería | 148

El ajuste de cuentas | 150

El indulto | 152

Un gesto noble | 154

Capítulo 13. La quintaesencia de convivir mejor | 158

La diferencia entre amistad y relación amistosa | 158

La mujer | 161

Poder, deber y querer | 163

Índice de autores citados | 167

Para Silvana, que me inició en el amor paterno,con admiración y gratitud.

…el hombre civilizado actual observa en lascuestiones de dinero la misma conducta que en las cuestiones sexuales, procediendo con el mismo doblez, el mismo falso pudor y la misma hipocresía.

Sigmund Freud, “La iniciación del tratamiento”

Prólogo

Los libros, como las personas, tienen una historia que explica, en parte, su manera de ser, aunque no siempre pueda decirse que los justifica. Antonio Porchia escribió en Voces: “Las cosas, unas conducen a otras. Son como caminos, y son como caminos que sólo conducen a otros caminos”. Así nació este libro, a continuación de otro (El interés en la vida) en el cual me ocupaba, fundamentalmente, de lo que su subtítulo expresa (que sólo se puede ser siendo con otros) y de la crisis actual, tanto en lo que atañe a los valores como en todas las formas de la convivencia.

Vivimos en una época que, desde un punto de vista, nos fascina con sus adelantos científicos y tecnológicos, algunos de los cuales no sólo nos deleitan sino que, además, nos permiten resolver cuestiones espinosas y difíciles entre aquellas que nos deparan dificultades, sufrimientos o enfermedades. Desde otro punto de vista, sin embargo, también es cierto que sufrimos hoy calamidades antiguas que en nada han mejorado, a las que se agregan otras nuevas que a veces conducen a temer por el destino de la raza humana. Duele ver que eso suceda pero, dado que me he dedicado al psicoanálisis, es muy poco lo que, de una manera solvente y seria, podría decir acerca de ideas filosóficas, sociológicas, económicas o políticas, que pudieran contribuir a mejorar la crisis general que nos aqueja. Un tema sobre el cual, además, se ha escrito tanto. Este libro, como continuación de El interés en la vida, no se justificaría, pues, si no fuera por otra circunstancia.

También duele ver la escasa participación que tiene el psicoanálisis (excepto con algunos, muy pocos, de sus conceptos esenciales) en los frecuentes intercambios entre distintas ramas del conocimiento que se influyen y se enriquecen recíprocamente en campos interdisciplinarios. Más allá de las razones que conducen a que así suceda, importa subrayar ahora que hay trastornos en las colectividades y en las instituciones, que el psicoanálisis puede ayudar a comprender a partir de lo que sucede en las personas. Profundizar en los temas abordados en El interés en la vida me ha llevado pues a escribir Intimidad, sexo y dinero, tres asuntos que se entretejen de manera muy estrecha en la convivencia humana, que se expresan con ocultamientos y reservas en las vidas pública, privada y secreta, y que conducen al conmovedor enigma de la identidad, al cual alude el subtítulo: ¿Alguien sabe quién soy? No cabe duda de que si la pregunta surge, es porque nace de la esperanza que nos sostiene cuando sufrimos sintiéndonos diferentes, incomprendidos y solos.

Detrás de cada ventana hay un mundo. El mundo particular de una persona o el mundo particular de una familia. Y en los mundos distintos de tantas ventanas, siempre habrá un lugar donde se esconden maneras de vivir que nunca imaginamos, caminos que tal vez jamás recorreremos, que pueden despertar fantasías, temores y anhelos ocultos que llevamos dormidos. Es un mundo íntimo, que cada uno lleva “debajo de la piel”, y cuyas “ventanas” son nuestros sentidos, nuestras actitudes, nuestros gestos y nuestras palabras. Se trata de un mundo que, más allá de los innumerables aspectos que suele adoptar, es el reino indiscutido de dos grandes señores –el sexo y el dinero– que, estrechamente relacionados entre sí, funcionan como los motivos poderosos que alimentan su movimiento.

La indagación psicoanalítica en los tres asuntos que se mencionan en el título –intimidad, sexo y dinero– nos ha llevado a la necesidad de nutrirnos en conceptos desarrollados en otras disciplinas, muchos de los cuales, dado que subvierten ideas que son clásicas, contribuyen, desde un nuevo ángulo, a enriquecer el psicoanálisis.

Entre los bienes que pueden disfrutarse, hay algunos que, como el azúcar, pueden utilizarse a medida que se adquieren, aunque no se haya reunido la cantidad necesaria para satisfacer por completo la demanda. Pero hay otros, como, por ejemplo, una bicicleta, que si se adquieren por partes, sólo pueden funcionar cuando se los ha integrado. Aunque los conceptos que se desarrollan en este libro pueden ser comprendidos mientras se recorren sus páginas, hay una parte de su contenido que surge de su conjunto entero, y que sólo “funciona” cuando se ha completado. ¿En qué consiste pues ese “contenido” que, como el hilo rojo que recorre los cabos de la marina inglesa y los caracteriza, impregna el trasfondo de las páginas que conforman este libro?

La cuestión prosigue en el camino de lo que decíamos en El interés en la vida, donde citábamos a Maurice Maeterlinck, quien escribe que cuando una abeja sale de la colmena, “se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como el nadador en el océano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte, es menester que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable, expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad”. Llegamos entonces a percibir, a través de la metáfora de la abeja y su colmena, que no sólo se trata de que el cuerpo y el alma sean dos aspectos, inseparables, de una misma vida y que, más allá de las apariencias, cuando se enfermen, siempre se enfermen juntos. Se trata sobre todo de que los seres vivos “sólo pueden ser siendo con otros”, y que esa, su forma de ser conviviendo, constituye su espíritu. Un espíritu que, inseparable del cuerpo y del alma, también, cuando se enferman, se enferma con ellos.

El estudio de los fines que la sexualidad persigue nos ha llevado a comprender que la actividad genital destinada a la reproducción no alcanza para satisfacer los poderosos motivos sexuales que impregnan la vida de los seres humanos. La cuestión no se detiene en este punto, porque más allá de la búsqueda del placer que encontramos en el ejercicio de la sexualidad, existen otros desenlaces que derivan de dos importantes recursos. Uno de ellos es la coartación de la satisfacción “directa”; el otro, la sublimación. El primero da lugar a los sentimientos de amistad, cariño y simpatía. El segundo substituye las metas originales encaminándolas hacia los logros culturales y las buenas obras que enriquecen el espíritu de una comunidad.

Sorprende ahora enfrentarse, de pronto, con que la mayor parte del caudal de los impulsos que surgen de la sexualidad, trascendiendo la finalidad de reproducir individuos de la especie humana, constituya el alimento de los sentimientos que, a despecho de las tendencias destructivas, conducen a la unión y a la colaboración. Son los sentimientos y las actitudes que, junto con el anhelo, insospechadamente pertinaz, de realizar “obras buenas”, nos permiten convivir en una comunidad civilizada. Y no ha de ser casual que una consciencia nueva de la trascendencia de esos valores que la sexualidad motiva nos alcance en una época en donde nos acosan dos perniciosas enfermedades del espíritu: el materialismo y el individualismo.

¿Podremos desandar el camino equivocado que conduce a sobrevalorar –la mayoría de las veces, en secreto– el sexo desaprensivo y el dinero fácil, pensando que constituyen las fuentes primordiales de la satisfacción? Frente a los cada vez más impresionantes panoramas que los estudios interdisciplinarios nos arrojan a la cara, nos damos cuenta de que la pregunta “¿hacia dónde vamos?” no es algo que se puede ver con claridad ni depende esencialmente de quienes asumen un gobierno o la cátedra de la más sofisticada de las disciplinas. Hoy vemos a la multitud como a una ola con una fuerza propia. Reparemos, pues, en que una cosa es surfear una ola, y otra muy distinta es creer que uno la está conduciendo hacia donde uno quiere. Pero también es cierto que no sólo hay olas y surfistas, también hay caballos y jinetes; y que si no fuera por Cristóbal Colón, el descubrimiento de América no hubiera sido lo mismo en tiempo y forma.

Finalizamos el libro incluyendo las reflexiones que nos suscita el filme Appaloosa, porque las vicisitudes de su trama nos muestran desequilibrios entre el poder, el deber y el querer, que son frecuentes y que se traducen en conflictos de lo que nos pide el cuerpo con lo que llevamos en el alma, o con el espíritu que nos impregna. Sólo me resta agregar lo que ya escribí una vez, hace muchos años, al iniciar el libro ¿Por qué enfermamos?: “Cómo decir” ha sido siempre el principal problema de toda convivencia, y cada nuevo intento no es más, ni es menos, que una nueva esperanza…

Buenos Aires, diciembre de 2012

Intimidad

Capítulo 1.La intimidad custodiada

La identidad de uno

En los edificios que veo desde mi ventana, viven personas que no conozco. Sus viviendas se ven, desde lejos, como las celdas de un panal de abejas; con ventanas y antepechos que intentan lucir sus diferencias mínimas, salvaguardando de algún modo ese valor indispensable de toda vida humana que solemos llamar identidad.

A veces, cuando miro esos edificios, me surgen cuestiones como esta: ¿quién usará ese sillón que descansa vacío, habitando el lugar que se divisa, enfrente, a medias perceptible, detrás de una cortina entreabierta? Pienso que la existencia de esa cortina representa muy bien uno de los motivos principales que me llevan a escribir este libro, pero es un asunto –el de la cortina– sobre el que volveré más adelante, porque son otras las preguntas que en este momento atrapan mi atención.

¿Quién será el habitante que “se protege” con ella? ¿Será hombre o mujer? ¿Será joven o estará recorriendo los últimos años de su vida? ¿Cómo transcurrirán sus días? ¿Ha constituido una familia y se reúnen en la mesa cuando cenan? ¿De qué habla cuando comen? ¿Comparte, en cambio, sus horas hogareñas únicamente con un perro, un gato o con algún canario? ¿Cómo se gana la vida? ¿Cuáles serán sus penurias y sus afanes? ¿En dónde depositará sus esperanzas y en qué consistirán sus logros?

La persona que habita el lugar que contemplo podría ser alguien como yo; o como tú, que estás leyendo ahora este libro porque somos, hasta un cierto punto, “semejantes”. Pero también podría ser muy diferente; alguien que, tanto a ti como a mí, nos desconcierte, nos intrigue o, inclusive, nos disguste.

Sin embargo, se trate de un alma que podamos considerar gemela o de otra cuya diversidad nos sorprenda, se trate de que podamos reconocernos en ella o de que nos encontremos con una manera de vivir que nos resulte extraña o inclusive antipática, en nuestros sentimientos se mezclarán, en proporciones diferentes, la satisfacción y la carencia. Porque en la similitud solemos encontrar compañía, pero también a veces la sensación de encierro y la noción de una carencia, que surgen de un convivir monótono, mientras que en las diferencias es frecuente que encontremos soledad e incomprensión, pero también novedad y esperanza.

De acuerdo con lo que afirma el diccionario, la identidad de algo o de alguien se configura como un conjunto peculiar de propiedades que lo caracterizan y distinguen de sus semejantes. También se dice que dos existentes son idénticos cuando son iguales de manera completa y absoluta. Pero esa igualdad absoluta es un género ideal, ya que en la realidad cada existente sólo es idéntico a sí mismo. Los seres humanos, como las hojas de otoño que tapizan el suelo de un bosque (el ejemplo es de Leibniz), podemos ser muy parecidos, pero nunca idénticos.

Hay veces, sin embargo, en que nos sentimos idénticos con alguien o con otros, hasta alcanzar el punto en que nos encontramos mancomunados en ese tipo de identidad conjunta a la que solemos referirnos usando la palabra “uno”. Uno sufre…, uno se alivia…, uno se esmera… y, como dice Discépolo, “uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias”. Otras veces tú eres tú, y yo soy yo, cada cual a su manera, con una identidad distinta, y sucede, como ya hemos dicho, que eso puede disgustarnos, pero también puede llegar a complacernos.

Nuestra identidad, nuestro modo de ser, adquiere su estructura en un proceso constituido como un conjunto de asimilaciones que denominamos identificaciones. Un proceso mediante el cual “copiamos” algunas de las cualidades que encontramos en las personas con quienes convivimos. Ese proceso adquisitivo, que se inició en el instante en que fuimos una célula surgida del amor que logró la fusión de un espermatozoide con un óvulo, permanece siempre abierto; y sólo concluye cuando concluye nuestra vida.

Conmueve darse cuenta, de pronto, que, en la constitución de nuestra identidad, la importancia de los seres que nos rodean es tan grande como para que nuestro nombre –uno de los representantes privilegiados de la identidad– sea ante todo, por su origen, y mucho antes de que lo asumamos como nuestro distintivo, la manera en que “se nos llama”. Podemos ser al mismo tiempo, por ejemplo, para nuestros padres, Tito; para algunos amigos, Alberto; y para la empresa en donde trabajamos, el ingeniero González. Y –dicho sea de paso– no ha de ser casual que una de las formas en que se nos llama dependa de la tarea que desempeñamos, porque es la tarea con la que nos inscribimos en la comunidad a la que pertenecemos.

Una parte muy importante de las identificaciones ocurre en la convivencia que pertenece a la vida íntima, que en parte es privada y en parte es secreta. Algunos reflejos de la intimidad que se perciben “desde afuera” configuran una imagen nuestra que continuamente “retocamos” para una vida pública, también nuestra, que constantemente nos influye, mejorando o empeorando nuestra propia estima.

Dado que la etimología nos aclara que íntimo es “lo de más adentro”, es atinado pensar que cuando hablamos de nuestra intimidad estamos usando la metáfora de un presunto lugar recóndito (es decir, escondido, reservado y oculto) para aludir a sentimientos, pensamientos y recuerdos que identificamos como nuestros hasta el punto en que nos cuesta separarlos de lo que llamamos “yo”. La experiencia nos muestra que sólo aceptamos compartirlos con muy pocas personas y en algunas ocasiones, y que vivimos apresados entre la necesidad y la dificultad de lograr “un lugar” en donde nuestros afectos más entrañables puedan florecer en su mejor manera.

Es precisamente allí, en el solar de nuestra convivencia íntima, en donde nuestra vida, como sucede con los farolitos chinos cuando se sopla en ellos, despliega algunas de sus estructuras fundamentales en el proceso con el que nuestra identidad intenta alcanzar la plenitud de su forma.

Es claro que entre aquello que celosamente guardamos y lo que disponemos para presentarnos ante el mundo que habitamos como una persona que se integra en una comunidad social, no existe una delgada línea fronteriza. Existe todo un amplio territorio limítrofe, privado, en donde la familiaridad suele engendrar una familia, y la convivencia estrecha desemboca siempre en amistades y enemistades cercanas.

Acerca de las vidas pública, privada y secreta

La palabra “persona” surge en el teatro antiguo, en donde era el nombre de la máscara que se usaba para caracterizar a los distintos actores del drama representado. Pienso que lo que constituye nuestro carácter, la personalidad que nos hace personas, tiene, como aquella careta teatral, dos superficies. Una destinada a la contemplación exterior, construida y dispuesta para establecer los vínculos que sostienen nuestra imprescindible convivencia pública. Otra interior, colocada de un modo que se oculta a la vista, como una especie de ámbito privado que se nutre de un armazón “visceral”, escondido, que cotidianamente sustenta y construye a la persona que se integra en el mundo. Entre esas dos superficies, hay un amplio territorio “doméstico” que separa nuestra vida pública de nuestra vida secreta.

Podemos contemplar nuestra máscara desde afuera cuando, como hace Narciso al ver su reflejo en el estanque, procuramos mirar “con otros ojos” nuestra propia imagen, preparada para afrontar el mundo. Más allá de los entornos de esa corteza exterior, prosigue el enorme dominio de una vida pública, en donde nos encontramos con los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos que otros seres construyen. A pesar de que entre esos pensamientos, sentimientos y recuerdos ajenos habrá, sin duda, algunos que nos incluyen o que nos incumben, no podemos evitar ignorar a la mayor parte de ellos, ya que pertenecen a una red de magnitud inabarcable.

Vivimos cotidianamente dentro de esa vida pública que necesitamos gestionar, pero también es cierto que todos los días, en breves intervalos, con más decisión por las noches y durante los fines de semana, nos salimos de ella para volver a ingresar en una vida que denominamos privada porque la compartimos con muy pocas personas. En el borde interno del territorio limítrofe, comienza, en cambio, nuestra vida secreta (reservada y oculta) que casi nadie conoce y que, sin solución de continuidad, se interna en zonas de nuestra intimidad que a veces intuimos y que, en su mayor parte, ignoramos.

En los últimos cincuenta años, ha ganado consenso la idea de que vivimos integrados en una red multifocal y compleja que nos trasciende, y que arroja en nuestra consciencia sólo algunos de sus innumerables reflejos. Una red que no logramos percibir con la mirada más allá del panorama estrecho de nuestro entorno local. Es inútil negarlo, llevados por una arrogancia que pretende hacernos dueños de una independencia que en realidad es ficticia. Vivimos impregnados por un entorno que nos contagia los pensamientos y los hábitos que imaginamos propios. Los integrantes de nuestra original combinación de virtudes y defectos –de la manera de ser que por ser nuestra preferimos o, inclusive, amamos– son lugares comunes, universales y ubicuos. Las “melodías” de cada carácter podrán ser muy distintas, pero las notas que las constituyan siempre serán las del piano que nos ofrece el entorno en la época dentro de la cual vivimos.

Es obvio que los pájaros que vuelan en bandadas, o los peces que integran un cardumen, no perciben la forma que adquiere su conjunto cuando respetan sus distancias relativas. Y, sin embargo, es posible pensar que, como ocurre con una formación de aviones o con una carrera de ciclistas, la configuración que los agrupa es la que mejor penetra en el medio en que se mueven. El hecho de que los conjuntos de seres humanos que espontáneamente se reúnen para un funcionamiento colectivo se constituyan, como Internet o el hormiguero, de acuerdo con parámetros que están lejos de la consciencia de sus participantes, permite comprender que esos conjuntos organizados no sean igualmente “transparentes” en las distintas direcciones interiores que sus integrantes procuran divisar.

La biología conduce a sostener que la opacidad no es un defecto, sino que, por el contrario, disponer la permeabilidad “comunicativa” en una forma heterogénea, configurando conductos o canales, para lograr que no trascurra en todas direcciones con igual facilidad, es un requisito ineludible de toda organización funcional. Así se establecen, en los seres vivos, las estructuras internas de las células o de los tejidos; de órganos tan complejos como el cerebro o del cuerpo entero. Pero también se establecen, de la misma manera, la trama de la vida en su conjunto, las instituciones sociales, y las interrelaciones minerales que configuran la ecología del planeta que habitamos.

Somos producto de una distribución primordial constitutiva que libera a las tareas habituales de nuestra consciencia humana, de vigilar estructuras y funciones que se controlan a sí mismas. Nuestro interior vive, como el de las células, físicamente “envuelto” con una especie de membrana que lo pone a cubierto de un contacto indiscriminado con el mundo exterior. Nuestra piel, opaca, esconde nuestras vísceras. Nuestros sentidos son ventanas especialmente dedicadas a determinados intercambios. Nuestras ropas esconden nuestra piel y nuestra forma corporal. ¿Ha de extrañarnos entonces que convivamos usando biombos y cortinas, que nuestras casas se construyan con paredes aislantes salpicadas con algunas ventanas, y que en nuestras habitaciones usemos cerraduras en las puertas y en los muebles?

La cortina a la cual nos referimos, entonces, como símbolo de todas las opacidades, no sólo se nos revela útil, sino que también se nos presenta como imprescindible. Apenas acabamos de encontrarle ese, su fundamental sentido, y ya nos queda claro que todavía falta comprender cuándo y cómo funciona aportando perjuicio o beneficio. Se trata de una cuestión importante que impregnará al libro entero, ya que las opacidades entre la consciencia y lo inconsciente, o entre el mundo y el organismo, se manifiestan de distintas maneras: como represión, como relación del ego con sus tres “amos” (la realidad –sea física o social–, el superyó y el ello), o como formaciones del carácter.

Los habitantes de la intimidad

Si tuviéramos que elegir un tema en el cual la producción científica (como representante de la percepción objetiva y del pensamiento racional) y la producción artística (como representante de la sensación subjetiva y de la convicción intuitiva) se han encontrado llegando al colmo de la coincidencia o de la disidencia, de la simpatía o de la antipatía, caben pocas dudas de que el sexo es uno de los principales candidatos.

El otro, que le sigue muy de cerca, es el tema del dinero, y no ha de ser casual que ambos sean justamente asuntos principales que generan emociones y recuerdos que sustraemos de la vida pública y, celosamente custodiados, los reservamos para la intimidad. Freud, en “La iniciación del tratamiento”, escribe:

El analista no niega que el dinero debe ser considerado en primera línea como medio para la conservación individual y la adquisición de poderío, pero afirma, además que en su valoración participan poderosos factores sexuales. En apoyo de esta afirmación puede alegar que el hombre civilizado actual observa en las cuestiones de dinero la misma conducta que en las cuestiones sexuales, procediendo con el mismo doblez, el mismo falso pudor y la misma hipocresía.

El significado original de la palabra “sexo” (del latín sexus) es el de seccionar o separar. Designa lo que hoy también suele denominarse “género”, es decir, la condición que diferencia “separando” a una gran cantidad de seres vivos en las clases masculina y femenina; pero también a los órganos que se disponen para la unión genital que conduce a una de las formas de la reproducción. Es precisamente el sexo, con su estructura, sus funciones y sus propósitos, lo que nos permite comprender al conjunto de procesos biológicos que, sea que se manifiesten como fenómenos fisiológicos, psicológicos o sociales, denominamos sexualidad.

Dos grandes contribuciones con respecto al tema de la sexualidad nos colocan hoy en una posición privilegiada para poder contemplar, desde cada una de ellas, un conmovedor encuentro entre la ciencia y el arte, el pensamiento y el sentimiento, la razón y la intuición. Una de esas contribuciones proviene del psicoanálisis; la otra, de la biología fecundada por la semiótica y por las teorías acerca del caos y de la complejidad.

En cuanto al tema del dinero, conviene empezar por subrayar una primera cuestión que nadie ignora. El dinero se constituye, en su origen, como un “medio”, es decir, un instrumento, que facilita el trueque de los bienes. Esa primera cuestión adquiere un valor muy especial si ponemos cuidado en referirla a los bienes verdaderos, aquellos cuyo intercambio saludable permite, en una comunidad, que cada uno de sus miembros disminuya la distancia que existe entre lo que puede producir y lo que necesita consumir.

No se trata –esta última– de una cuestión banal; muy por el contrario, es quizás la cuestión más importante de la vida –que inevitablemente se convive–, el poder disponer de la suficiente sensatez para distinguir entre lo fundamental y lo superfluo, y entre lo saludable y lo dañino, ya que se trata de elegir entre adquirir y desechar, buscar y abandonar, apreciar y despreciar. Y es allí, precisamente, en donde nuestras convicciones se debaten entre la razón y la intuición, en nuestro afán por alcanzar la necesaria certidumbre, siempre riesgosa y siempre esquiva.

Para que un bien se constituya en “verdadero”, ¿es suficiente con que logre satisfacer la necesidad de un particular individuo? Más allá del valor indudable que puede llegar a tener la satisfacción de una persona, no cabe duda de que esa condición de “verdadero” se alcanza en plenitud cuando el intercambio permite que “cada uno” de los integrantes de una comunidad disminuya en alguna medida la distancia que a veces se establece entre sus posibilidades y sus necesidades.

No me anima, en este punto, entretenerme con utopías ideales que son inalcanzables. Deseo, en cambio, subrayar un hecho que se presenta con una importancia extrema. Si tenemos en cuenta que funcionamos en una red ecosistémica que se ocupa de su propio equilibrio, todo parece indicar que desvestir –como suele decirse– a un santo para vestir a otro, conducirá, tarde o temprano, a enfrentarse con el malestar evadido. Sucede en las pequeñas comunidades y sucede en las naciones. En otras palabras, no podemos desconocer sin consecuencias graves –que aunque se posterguen fatalmente llegan– que obtener un bienestar de alguien produciendo en algún otro un daño, se cobrará su precio en el sistema entero.



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