La Dorotea - Lope de Vega - E-Book

La Dorotea E-Book

Лопе де Вега

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Beschreibung

La Dorotea es un texto enteramente dialogado del autor Lope de Vega, lo que él denominaba "acción en prosa", fuertemente influenciada por La Celestina. Se articula en torno a la relación de Dorotea con dos amantes, el poeta Fernando y el indiano don Bela.-

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Lope de Vega

La Dorotea

 

Saga

La Dorotea

 

Copyright © 1632, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726617559

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LAS PERSONAS QUE SE INTRODUCEN

DOROTEA, dama. TEODORA, su madre. GERARDA, su amiga. D. FERNANDO, caballero. JULIO, su ayo. CELIA, criada de Dorotea. FELIPA, hija de Gerarda. CESAR, astrólogo. LUDOVICO, su amigo, y de D. Fernando D. BELA, indiano. LAURENCIO, criado suyo. MARFISA, dama. CLARA, criada. LA FAMA. CORO DE AMOR. CORO DE INTERÉS. CORO DE CELOS. CORO DE VENGANZA. CORO DE EJEMPLO.

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

Teodora.—Gerarda

GER.— El amor y la obligación no sólo me mandan, pero porfiadamente me fuerzan, amiga Teodora, a que os diga mi sentimiento.

TEO.— ¿En qué materia, Gerarda?

GER.— De Dorotea, vuestra hija.

TEO.— No es tanto que ella yerre como que vos lo advirtáis.

GER.— Como eso puede nuestra amistad antigua y el amor que la tengo.

TEO.— Bien se conoce del afecto con que desde el principio de nuestra plática me la habéis encarecido.

GER.— La mayor desdicha de los hijos es tener padres olvidados de su obligación, o por el grande amor que los tienen, o por el poco cuidado con que los crían.

TEO.— ¿Puédese negar a la naturaleza el amor de la sangre, ni el de la crianza a sus gracias, desde la lengua balbuciente hasta el discurso de la razón?

GER.— Puede, cuando el castigo importa.

TEO.— En la parte de la naturaleza, sería quebrar un hombre su espejo porque le retrata, pues el inocente cristal lo que le dan eso vuelve; y en la de la crianza, lo que sucede a los animales y aves, que se crían todo el año para matarlos un día.

GER.— Si el hijo retrata al padre en las costumbres, perdónele porque le parece. Si no, bien puede quebrar el espejo, pues que no le retrata; que cuando vos érades moza, lo mismo hacíades con el cristal que no os hacía buena cara.

TEO.— Eso de cuando érades moza, pudiérades haber excusado, que ahora también lo soy.

GER.— Desconfío de persuadiros a lo que vengo, porque si vos os dais a entender que sois moza, mejor perdonaréis a vuestra hija sus defetos; que ningún juez sentencia animosamente si es culpado en el mismo delito, y en vuestra edad sería poca prudencia acercarse a morir y comenzar a vivir.

TEO.— ¿Tanta edad os parece que tengo?

GER.— En buena fe, que es punto el de vuestros años, que cualquiera jugador le quisiera más que la mejor primera.

TEO.— La tema deste mundo más general es quitarse años a sí y ponerlos a los otros; y es necedad inútil, porque lo mismo piensa a un tiempo el que se los pone al otro, y cada uno se los quita.

GER.— Pues yo ¿qué me quito?

TEO.— Gerarda, Gerarda, si vos queréis haceros odiosa y que huyan de vos vuestras amigas, no hallaréis mejor invención que andar calificando las edades; porque no hay secreto que más se sienta descubrir que el de los años, y ya sé que hay personas tan curiosas desta impertinencia, que por su gusto buscan los libros del bautismo de los otros y encubren con invención la parroquia donde se bautizaron. Yo tengo, gracias a Dios, todos mis dientes cabales, que si no son tres, no me falta ninguno.

GER.— Galana es mi comadre, si no tuviera aquel Dios os salve.

TEO.— Mi brío suple cualquier defecto.

GER.— La casa quemada, acudir con el agua.

TEO.— Yo sé que envidian mis amigas la tez de mi rostro.

GER.— Como esas necedades hará la envidia.

TEO.— Que como nunca me afeité no me la quebraron los aderezos fuertes, tan opuestos a la verdad, que adelgazan y quiebran.

GER.— Harto es que el tiempo no haya echado sulcos por tierra tan suya.

TEO.— Lo que no puedo negaros es que estoy un poco más fresca de lo que solía; pero por eso gozaré de dos mocedades.

GER.— La mula buena, como la viuda, gorda y andariega.

TEO.— Las canas aún se dejan entresacar de los demás cabellos, y yo siempre tuve lunares; demás de ser indicio de poco sentimiento no tener canas a su debido tiempo.

GER.— Siempre fuistes muy sentida.

TEO.— Cuando éstas sean canas, la luna tiene manchas. ¿Y por qué no ha de valer a las mujeres lo que se permite a los hombres? Y en verdad que creo que no sois vos tan niña, que, si no me acuerdo mal, me trujistes de las andaderas en casa de mis padres.

GER.— Nunca yo hubiera dicho aquello de cuando érades moza, que tan fuertemente me habéis castigado. Si así riñérades a Dorotea, no os murmuraran vuestras vecinas, y tuviérades mejor opinión en la Corte. Pero diréisme vos que quien tunde el paño, quita la cresta al gallo.

TEO.— ¿Pues qué hace Dorotea que merezca mi indignación?

GER.— ¿Para qué fingís ignorancia, pues no sois marido bien acondicionado?

¿Pensáis persuadirme que no lo sabéis, como aquello de los años?

TEO.— Diréis que la festeja don Fernando: ¡qué gran delito! ¿Y para eso Gerarda, veníades tan armada de sentencias y tan prevenida de advertimientos?

GER.— Hoy es día de echad aquí, tía. Yo, amiga, no soy de aquellas que lo son de la merienda, del presente, del juego y del coche al río, ni me ha conocido nadie por sumillera del ajeno gusto. ¿Qué ropas ni basquiñas tengo por eso? ¿Qué moza he conducido? ¿En qué sala he estado mirando los retratos o hablando con los pajes? A lo que venía me movieron dos cosas, el servicio de Dios y vuestra honra.

TEO.— Diréis que no la tengo, porque aquel señor extranjero regaló a mi hija. Eso fue con mucha honra y con palabra de casamiento.

GER.— Robles y pinos, todos son mis primos.

TEO.— Fuese a su tierra. ¿Qué milagro? También se fue Eneas de la reina Dido, y el rey don Rodrigo forzó a la Cava.

GER.— Que no me espanto deso, Teodora, que ya se sabe que libro cerrado no saca letrado.

TEO.— Siempre fue la cartilla de los maldicientes la hipocresía. No veréis memorial que no comience diciendo que es por excusar la ofensa de Dios, y es por enemistad o celos. ¡Ay, Gerarda, Gerarda!, parecéis al negrillo de Lazarillo de Tormes, que, cuando entraba su padre, decía muy espantado: "¡Madre, coco!"

GER.— ¿Pues qué tengo yo para que me parezcan los otros negros? ¿Porque no me veo? Mi hija Felipa ya está casada, y cuando no fuera mujer de bien como lo es, ¿corre eso por mi cuenta, o por la de su marido?

TEO.— Quien al asno alaba, tal hijo le nazca.

GER.— Los padres, Teodora, somos como las aves. En sabiendo volar el pájaro, ayúdele el aire y válgale el pico. Pero Dorotea, que no está fuera de vuestras alas, y que cada día vuelve a reconocer el nido, y que ha cinco años que este mozo la tiene perdida, sin alma, sin remedio, y tan pobre (por no darle disgusto, o por miedo que le ha cobrado), que ayer vendió un manteo a una amiga suya, y dice que por devoción y promesa trae un hábito de picote la que solía arrastrar Milanes y Nápoles en pasamanos y telas. ¿Para qué será bueno que ande de recoleta por un lindo, que todo su caudal son sus calcillas de obra y sus cueras de ámbar; esto de día, y de noche broqueletes y espadas, y todo virgen, capita untada con oro, plumillas, banditas, guitarra, versos lascivos y papeles desatinados? Y ella muy desvanecida de que se canten por el lugar, a vueltas de sus gracias, sus flaquezas. ¡Qué gentil Petrarca para hacerla Laura! ¡Qué don Diego de Mendoza, la celebrada Filis! ¡Ay, Teodora, Teodora! La hermosura, ¿es pilar de iglesia, o solar de la montaña que se resiste al tiempo para cuyas injurias ninguna cosa mortal tiene defensa? ¿O es una primavera alegre de quince a veinte y cinco, un verano agradable de veinte y cinco a treinta y cinco, un estío seco de treinta y cinco hasta cuarenta y cinco? Pues desde allí, ¿para qué será bueno el invierno? Que ya sabéis que las mujeres no duran como los hombres.

TEO.— Más cincos habéis dado que un juego de bolos.

GER.— Pues sabed que todos son de largo, y que se pierde el juego. Los hombres en cualquiera edad hallan sus gustos, y son buenos para los oficios y para las dignidades; tienen entonces más hacienda, y son más estimados. Pero como las mujeres sólo servimos de materia al edificio de sus hijos, en no siendo para esto, ¿qué oficio adquirimos en la república? ¿Qué gobierno en la paz? ¿Qué bastón en la guerra? Volved, volved en vos, Teodora. No acabe este mozuelo la hermosura de Dorotea, manoseándola; que ya sabéis con qué olor dejan las flores el agua del vaso en que estuvieron. Yo he sabido que un caballero indiano bebe los vientos desde que la vio en los toros las fiestas pasadas, que estaba en un balcón vecino al suyo. Y sé yo a quién ha dicho, que me lo dijo a mí, que le daría una cadena de mil escudos con una joya, y otros mil para su plato, y le adornaría la casa de una rica tapicería de Londres, y le daría más dos esclavas mulatas, conserveras y laboreras que las puede tener el rey en su palacio. Es hombre de hasta treinta y siete años poco más o menos, que unas pocas de canas que tiene son de los trabajos de la mar, que luego se le quitarán con los aires de la corte; y yo vi el otro día un rétulo en una calle que decía: "Aquí se vende el agua para las canas". Tiene linda presencia, alegre de ojos, dientes blancos, que lucen con el bigote negro como sarta de perlas en terciopelo liso; muy entendido, despejado y gracioso; y, finalmente, hombre de disculpa, y no mocitos cansados, que se llevan la flor de la harina y dejan una mujer en el puro salvado, que ya entendéis para lo que será buena.

TEO.— Grita, niños, que baja el vino; hoy a cuatro, mañana a cinco. Si traíades, Gerarda, esa correduría, ¿para qué era menester tanta retórica? ¿Veis cómo os dije yo que el memorial comenzaba por el servicio de Dios y acababa en el del diablo?

GER.— Yo, amiga, vuestro bien miro, vuestra honra y la desa pobre muchacha, que mañana se marchitará como rosa, y buscaréis dineros para curarla; que esto le dejará don Fernandillo, y no los juros y regalos del indiano. Para todo acontecimiento, Teodora, hombres, hombres, y no rapaces, que con la saliva de las mujeres les sale el bozo. Con esto me voy a rezar a la Merced; que en verdad que no me iré a casa sin encomendar a Dios vuestros negocios.

ESCENA SEGUNDA

Dorotea.—Teodora

DOR.— ¡Brava conversación has tenido con la bendita Gerarda! ¿Piensas que no lo he oído? Pues aunque me estaba tocando, más tenía los oídos en su plática que los ojos en mi espejo. ¿Esto quieres tú oír, y que se te atreva una vil mujer, por el interés que le han dado, a decirte en tu cara que des lugar a un hombre para que yo le admita?

TEO.— Quedo, señora dama, quedo; que si a mí me pierden el respeto, ella ha dado la causa.

DOR.— ¿Yo la causa? ¡Gracia tienes! ¿Cuándo tuve yo más dicha contigo? ¡Qué presto diste crédito a Gerarda! ¡Qué presto pudo persuadirte lo que deseabas! Buena eras para juez; dichosa contigo la primera información, desdichada la segunda.

TEO.— ¿Puedes tú negar cosa alguna de cuanto ha dicho, ni poner falta en una mujer honrada que sólo pretende el servicio de Dios y nuestra honra? ¿Debe de ir agora a que la premie por ventura el indiano? Pues en verdad que fue a rezar a la Merced por nosotras, y que es mujer que le encargan lo mismo enfermos, necesitados y presos.

DOR.— Enfermos de amor, necesitados de remedio para sus deseos. y presos de su apetito.

TEO.— ¿En esta mujer pones falta? ¡Buena lengua se te ha hecho! ¡Qué cierto es perder la vergüenza tras la honra! ¿Qué día se fue a comer Gerarda sin haber visitado todas las devociones de la Corte? ¿En qué jubileo no la hallarán devota? ¿Qué sábado no fue descalza a Atocha? ¿Qué doncella no ha casado? ¿Qué casada no ha puesto en paz con su marido? ¿Qué viuda no ha consolado? ¿Qué niño no ha curado de ojo? ¿Qué criatura no se ha logrado, si ella le bendice las primeras mantillas? ¿Qué oraciones no sabe? ¿Qué remedios como los suyos para nuestros achaques? ¿Qué yerba no conoce? ¿Qué opilación no quita? ¿A qué partos secretos no la llaman? Finalmente, para la dicha de una casa no es menester más de que ella la perfume.

DOR.— No te desvanezcas en su alabanza, que todas esas gracias tienen diversos sentidos; y si no son ironías, no se han de entender literalmente.

TEO.— La bachillera ya comienza a hablar en el lenguaje de su galán: aprovechada está de parola. ¿Es eso lo que le enseña? De ironías quedará rica literalmente. ¿Sacólas de los sonetos? Pierda la ignorante la flor de su juventud en esas boberías; que cuando más medrada salga, quedará celebrada en un libro de pastores, o la cantarán en algún romance, si de cristianos, Amarilis; si de moros, Xarifa; y el galán, Zulema.

DOR.— ¡Notable batería hizo en el muro de tu entendimiento la fisionomía liberal del rico indiano! ¡Así suelen ser ellos, como te le pintó la Circe! y ¡qué bien supo apocar y disminuir las partes de don Fernando! ¡Qué bien la pagas en elogios el gusto que te ha hecho! Con esa información, ¿quién no la tendrá por santa, sus devociones por verdaderas, y sus medicinas por milagros? Añade a las yerbas que conoce, las habas que ejercita; y en vez de las bendiciones, los conjuros que sabe. Pues si hablas en el mal de ojo, ten por cierto que son más los que contenta que los que quita. Ella fue por quien conociste al conde: ponga faltas o don Fernando, que no podrá decir con verdad ninguna más de que es pobre; pero ¿qué riqueza como la de su entendimiento, persona y gracias?

TEO.— ¡Oh, loca, desdichada, perdida, engañada de otro loco! ¿Qué gracias, qué persona, qué entendimiento tiene, si le confiesas pobre? ¿Cuándo has visto sobre sayal pasamanos de oro? Estarás muy desvanecida con que te llama la divina Dorotea. Yo visitaré tus escritorios, yo te quemaré los papelotes en que idolatras y esas locuras en que estudias vocablos que no nacieron contigo. No te quedará señal deste mozo, si yo puedo, y ojalá te le pudiera sacar del alma. ¿Qué me miras? ¿Gestos me haces? Por el siglo de tu padre,que si te doy una vuelta de cabellos, que no has de haber menester rizos; y dile a don Fernando que haga versos a este sujeto, y que me llame Nerona, sacrílega, atrevida a la cabeza del sol, y que cuantas hebras te quite se me vuelvan rayos.

DOR.— Haz burla, no importa. Afea mis pensamientos, infama mis costumbres. ¿Qué muertes de hombres has visto a nuestra puerta por vanidades mías? ¿Qué casada se ha quejado de la mala vida que le ha dado su marido por mi causa? ¿A qué fiesta voy? ¿De qué ventana me quitas? ¿Qué galas me murmuran adonde voy a misa?

TEO.— ¡Eso que no es nada! Pues ¡triste de ti!, ¿por quién haces esa penitencia? Di que eres virtuosa porque ese mozo te tiene hechizada por darle gusto; porque ya debe de amenazarte, que es lo último del trato de semejantes hombres. Pues desengáñate, Dorotea, que no le has de ver ni hablar más en tu vida. ¡Tú pobre, yo sin honra; tú con hábito de picote todo un año, y yo molestada de mis amigas todos los días! Resuélvete, que te tengo de cortar el cabello y encerrarte donde aun el sol tenga asco de entrar a verte, o has de dejar esa perdición, esa locura, esa costumbre, ese trato infame. ¿Lloras? Bien haces, pero no pienses enternecerme; que no hago yo aquí papel de galán celoso, sino de madre honrada.

ESCENA TERCERA

Dorotea sola

DOR.— ¡Ay, infeliz de mí! ¿Para qué vivo? ¿Para qué solicito conservar la más triste vida que se ha dado a esclava? ¿Cuál mujer de mis años la pasa con tantos sobresaltos y desdichas? ¿Dónde me lleva este amor desatinado mío? ¿Qué fin me promete tan desigual puedo querer sino quererte? ¿En qué puedo emplear mis años como en servirte? ¿Qué puedo yo desear como agradarte? ¿Qué riqueza como oirte? ¿Qué tiempo más bien empleado que en tus brazos? ¿Cómo viviré yo sin ti? Menos falta me puede hacer la vida que tus ojos. ¿Quién me consolará de no verte, después de tantos años de gozarte? Ese agrado tuyo, ese brío, ese galán despejo, esos regalos de tu boca, cuyo primer bozo nació en mi aliento, ¿qué Indias los podrán suplir, qué oro, qué diamantes? Mas ¡ay triste!, que desta amistad nuestra está ofendido el cielo, mi casa, mi opinión y mis deudos. Mi madre me persigue, las amigas me riñen, los vecinos me murmuran, las envidias me reprehenden, mi necesidad ha llegado a lo último. Fernando no tiene más que para sus galas. Mira las otras mujeres con ellas, ya le parecerán mejor; que el adorno y la riqueza añaden hermosura y estimación, y la pobreza del traje descuida los ojos y hace que una mujer cada día parezca la misma; y la diferencia causa novedad y despierta el deseo. Esto no podrá durar para siempre; y como no hay cosa más pública que el amor, aunque jamás lo crean los amantes, será imposible librarle de algún fin desdichado o en la vida o en la honra; y lo que más se debe temer, en el alma. ¿Para qué quiero aguardar a que te canses y me aborrezcas, a que te agraden las galas de otras, y este sayal que visto sea silicio de tus brazos y penitencia de tus ojos? No quiero aguardar al fin que tienen todos los amores; pues es cierto que paran en mayor enemistad cuanto fueron más grandes.

Si habemos de ser enemigos después, más vale que ahora nos concertemos con amistad; que cuando el trato cesa sin agravio, bien se puede conservar en llaneza sin reprehensión, y en voluntad sin miedo.—Celia, Celia: dame el manto, y di a mi madre que voy a misa.—Resuelta estoy. ¿Qué aguardo? ¡Jesús! Parece que tropecé en mi amor. ¡Oh amor, no te pongas delante! Déjame ir, pues me dejaste determinar; que en las mujeres la resolución es difícil, la ejecución es fácil.

ESCENA CUARTA

Don Fernando.—Julio

JUL.— Con poca gracia te levantas.

FER.— Mil desasosiegos he tenido esta noche.

JUL.— ¿No has dormido?

FER.— Poco y con mil congojas.

JUL.— Del calor serían.

FER.— No, sino del primer sueño.

JUL.— ¿Qué soñabas?

FER.— Una confusión de cosas.

JUL.— ¿Qué sueño hay tan claro que no sea confuso? Los que grave y suavemente duermen, dice el filósofo que no sueñan. Pues soñaste y con fatiga, no tenías quieto el ánimo. Los que sueñan, no por otra causa piensan que ven lo que sueñan, que porque la inteligencia está constante y sosegada; lo que acontece al ligero sueño, no al que por mucho calor se recoge a la parte interior. Soñamos lo que habemos hecho o queremos hacer, y también de lo que deseamos nacen tales imaginaciones y pensamientos. Por eso es opinión del mismo que los virtuosos sueñan mejores cosas que los malos, viciosos y de perversas costumbres.

FER.— Ya comienzas a cansarme con tus filosofías. Déjame, Julio.

JUL.— Dime por tu vida el sueño.

FER.— Ya te digo que me dejes, Julio. ¿Por ventura presumes interpretarle? ¡Qué gentil José estaba preso conmigo!

JUL.— Anfitrión fue el primero que interpretó los sueños; y porque esto es de Plinio, el mismo dice que poniéndose la parte siniestra del camaleón al pecho, sueña un hombre lo que quiere, o lo hace soñar a quien quiere.

FER.— ¡Como eso dirá Plinio!

JUL.— Cornelio Rufo soñó que perdía la vista, y despertando se halló ciego.

FER.— Maldito seas, bachiller histórico, que así me quieres dar pena, entendiendo por conjeturas la causa por que la tengo. Soñaba, ¡oh Julio!, que había llegado el mar hasta Madrid desde las Indias.

JUL.— Ahorrárase mucho porte desde Sevilla a Madrid. Di adelante.

FER.— Llegaba furioso hasta la puente.

JUL.— ¡Pobre de Illescas!

FER.— En una famosa nave enramada de jarcias y vestida de velas, venía un hombre solo, que desde el corredor de popa arrojaba a una barca barras de plata y tejos de oro.

JUL.— ¡Quién estuviera en la barca!

FER.— Estaba, ¡ay de mí!...

JUL.— Dilo, ¿qué tiemblas?

FER.— Estaba Dorotea.

JUL.— ¿Y tomaba el oro?

FER.— Con las dos manos.

JUL.— Hacía muy bien, y pluguiera a Dios que yo estuviera con ella, que aun durmiendo no tuve tanta dicha en mi vida. ¡Oh!, si fuera verdad eso que soñaste, ¡qué salieran de mujeres a la mar de Madrid! Y más si arrojaban oro.

FER.— ¿Salieran muchas?

JUL.— Más que al Prado. Pero ¿en qué paró la mar? Que estás más triste que si temieras anegarte en ella.

FER.— En que al salir de la barca Dorotea y Celia cargada de oro, llegué yo a hablarla, y se pasó de largo sin conocerme.

JUL.— ¿Y deso estás triste?

FER.— ¿Es poca la causa?

JUL.— Pues ¿qué querías? ¿Que te diese del oro?

FER.— No, sino que me hablase.

JUL.— ¿Soñando pides correspondencias?

FER.— ¿Por qué no? Pues como yo me quejé de su desprecio, también podía Dorotea hablarme.

JUL.— Quiero interpretar el sueño.

FER.— Habrás leído a Artemidoro.

JUL.— Como deseas dar a Dorotea lo que no tienes, dese pensamiento y solicitud ha nacido que la soñases rica.

FER.— Amor quiera que esa sea la interpretación legítima.

JUL.— Dichoso eres, pues la enriqueces.

FER.— No creas en sueños.

JUL.— No sé lo que te responda, pues siempre sueño que soy pobre, y despierto soy lo mismo.

FER.— ¿Con oro han de vencer a Dorotea?

JUL.— Tendrá disculpa.

FER.— Ovidio dijo que más daño había hecho el oro que el hierro.

JUL.— Estaría mal con el oro, cuyas virtudes no digo, porque le temes. Pero ¿qué muerte se ha dado con él, si no es la de Creso, que por su codicia se le dieron derretido? Y sabemos que hay oro potable que conserva la vida, y al fin entra en la confección de alquermes.

FER.— Si yo tuviera oro, no le comiera aunque me diera mil vidas.

JUL.— Pues ¿qué le hicieras?

FER.— Diérale a Dorotea.

JUL.— Basta el que le ha venido de las Indias. Pero pídele hoy algunos tejos, y haremos el potable, que es desta suerte, según dotrina de León Suabio: Toman en hoja o en polvos una onza y resuélvenla en humor, añadiendo de vinagre destilado lo que basta; destílase después a veces separado, hasta que no queda sabor de los dos juntos; echase luego en cinco onzas de agua ardiente, y conservado un mes y reposado, se toma poco a poco.

FER.— No hay cosa de que no quieras saber algo, y de todo no sabes nada. ¿Qué filósofo antiguo o moderno no ha dicho mal del oro?

JUL.— El oro es como las mujeres, que todos dicen mal dellas y todos las desean; y al fin es hijo del sol retrato de su resplandor y vivífica naturaleza.

FER.— No es por eso amarillo.

JUL.— Pues ¿por qué?

FER.— Por el miedo que tiene de que le busquen tantos.

JUL.— ¡Qué cosa más trivial y vieja! Perdóneme Diógenes.

FER.— Más viejo es el oro.

JUL.— Es verdad, y sus canas son la plata.

FER.— Ni la cama dorada alivia al enfermo, ni la buena fortuna hace al necio sabio.

JUL.— También te puede perdonar Sócrates.

FER.— Dame aquel instrumento, estudiante de pesadumbres.

JUL.— Dellas y de filosofía estoy graduado.

FER.— Saltó la prima.

JUL.— Sería de la puente, aunque no hay río.

FER.— Yo la oí esta noche.

JUL.— Desvelado estabas.

FER.— En Dorotea.

JUL.— Yo pensé que en ir a la mar a buscarla.

FER.— El que dijo que fuera comodidad hallar a comprar cartas y barbas hechas, ¿por qué no dijo instrumentos templados?

JUL.— Porque fuera imposible, siendo las cuerdas de la materia que ves, porque con la humedad bajan y con mucha calor suben, Finalmente, son como algunas mujeres, que siempre es menester templarlas.

FER.— Por eso tiran de su condición, para que alcancen al punto del que las templa.

JUL.— Muchas quiebran.

FER.— Buscar las finas y arrojar las falsas; que así hacen los músicos.

JUL.— Una curiosidad hace a ese propósito.

FER.— ¿Cómo?

JUL.— Que cuando desatan la madeja, la dan con el dedo, teniendo en la boca el cabo de la cuerda; y si hace dos sombras, la dejan por falsa y pasan a otro tercio. Y así se ha de probar la mujer; y en haciendo dos sombras a cada parte, mudarse al tercio de otra.

FER.— Yo he templado.

JUL.— A mi costa, que lo he oído.

FER.— Oye un romance de Lope.

JUL.— Ya te escucho.

FER.—

A mis soledades voy,

De mis soledades vengo,

Porque para andar conmigo

Me bastan mis pensamientos.

No sé qué tiene el aldea

Donde vivo y donde muero,

Que con venir de mí mismo,

No puedo venir más lejos.

Ni estoy bien ni mal conmigo;

Mas dice mi entendimiento

Que un hombre que todo es alma

Está cautivo en su cuerpo.

Entiendo lo que me basta,

Y solamente no entiendo

Cómo se sufre a sí mismo

Un ignorante soberbio.

De cuantas cosas me cansan,

Fácilmente me defiendo;

Pero no puedo guardarme

De los peligros de un necio.

El dirá que yo lo soy,

Pero con falso argumento;

Que humildad y necedad

No caben en un sujeto.

La diferencia conozco,

Porque en él y en mí contemplo

Su locura en su arrogancia,

Mi humildad en mi desprecio.

O sabe naturaleza

Más que supo en este tiempo,

O tantos que nacen sabios

Es porque lo dicen ellos.

"Sólo sé que no sé nada",

Dijo un filósofo, haciendo

La cuenta con su humildad,

Adonde lo más es menos.

No me precio de entendido,

De desdichado me precio;

Que los que no son dichosos,

¿Cómo pueden ser discretos?

No puede durar el mundo,

Porque dicen, y lo creo,

Que suena a vidro quebrado

Y que ha de romperse presto.

Señales son del juicio

Ver que todos le perdemos,

Unos por carta de más,

Otros por carta de menos.

Dijeron que antiguamente

Se fue la verdad al cielo;

Tal la pusieron los hombres,

Que desde entonces no ha vuelto.

En dos edades vivimos

Los propios y los ajenos:

La de plata los extraños,

Y la de cobre los nuestros.

¿A quién no dará cuidado,

Si es español verdadero,

Ver los hombres a lo antiguo

Y el valor a lo moderno?

Todos andan bien vestidos,

Y quéjanse de los precios,

De medio arriba romanos,

De medio abajo romeros.

Dijo Dios que comería

Su pan el hombre primero

En el sudor de su cara

Por quebrar su mandamiento;

Y algunos, inobedientes

A la vergüenza y al miedo,

Con las prendas de su honor

Han trocado los efectos.

Virtud y filosofía

Peregrinan como ciegos;

El uno se lleva al otro,

Llorando van y pidiendo.

Dos polos tiene la tierra,

Universal movimiento,

La mejor vida el favor,

La mejor sangre el dinero.

Oigo tañer las campanas,

Y no me espanto, aunque puedo,

Que en lugar de tantas cruces

Haya tantos hombres muertos.

Mirando estoy los sepulcros,

Cuyos mármoles eternos

Están diciendo sin lengua

Que no lo fueron sus dueños.

¡Oh, bien haya quien los hizo!

Porque solamente en ellos

De los poderosos grandes

Se vengaron los pequeños.

Fea pintan a la envidia;

Yo confieso que la tengo

De unos hombres que no saben

Quién vive pared en medio.

Sin libros y sin papeles,

Sin tratos, cuentas ni cuentos,

Cuando quieren escribir,

Piden prestado el tintero.

Sin ser pobres ni ser ricos,

Tienen chimenea y huerto;

No los despiertan cuidados,

Ni pretensiones ni pleitos;

Ni murmuraron del grande,

Ni ofendieron al pequeño;

Nunca, como yo, firmaron

Parabién, ni Pascuas dieron.

Con esta envidia que digo,

Y lo que paso en silencio,

A mis soledades voy,

De mis soledades vengo.

JUL.— ¿Cómo no has cantado alguna cosa de Dorotea?

FER.— Por la pesadumbre que me ha dado aquello del oro.

JUL.— Pues ¿por qué no había de tomarlo?

FER.— Porque como la perdiz conoce el halcón que la ha de matar, conozco yo que me ha de matar el oro.

JUL.— Tienen oro y mujer correspondencia y simpatía; ni hay requiebro que las agrade como decirles que son como un pino de oro, y esto, no porque son altas y dispuestas, sino porque es el árbol más grande, para que sea más el oro.

FER.— Paréceme que siento chapines.

JUL.— Ese ruido y el de las cantimploras dicen que es el mejor.

ESCENA QUINTA

Dorotea.—Celia.—Don Fernando.—Julio

DOR.— Llama recio, si no te duele la mano.

CEL.— Si ha rondado don Fernando, dormirá, como se usa, haciendo noche lo mejor del día.

FER.— Mira, Julio, que nos quiebran la puerta.

JUL.— Alguno habrá rodado desde el cuarto de arriba, o es pobre y sordo.

¿Quién está ahí?

CEL.— Abre, asaeteado.

JUL.— Celia, señor, Celia. Papelito tendremos.

FER.— ¿Desa manera lo dices, hombre sin alma?

JUL.— ¿Dónde vas, que has quebrado la guitarra por salir de prisa?

FER.— A recibir el arco embajador de los dioses, la aurora de mi sol, la primavera de mis años y el ruiseñor del día, a cuya dulce voz despiertan las flores, y como si tuviesen ojos abren las hojas.

CEL.— No vengo sola.

FER.— ¿Quién viene contigo, que me has turbado? ¡Jesús! ¿Es Dorotea? ¡Bien mío! ¿El manto sobre los ojos? Entra, entra. ¿Qué traes, que tropiezas? ¡Ni Celia alegre, ni tú descubierta! Cometa hay en el cielo: el príncipe Amor debe de estar enfermo. ¿Aún no hablas? Siéntate, mi señora, siéntate. La escalera te ha desalentado. Un poco de agua, Julio.

JUL.— ¿Trairé con ella otra cosa?

FER.— Pensé que habías venido. Señora, ¿qué es esto? ¿Por qué me matas?

¿Hante dicho algo de mí? Tu madre me habrá levantado algún testimonio porque me dejes. Pues plega al cielo que si he mirado, visto, ni oído ni imaginado otra cosa de cuantas él ha hecho, fuera de tu hermosura, que la mar que esta noche he soñado me anegue y me sepulte, y el oro que te daban te conquiste.

JUL.— Aquí está un búcaro y unas alcorzas.

FER.— Come, bebe, o aquí están mi corazón y mi sangre. ¿Qué tienes? ¡Desmayóse! ¿Qué es esto, Celia? ¡Muerto soy, acabóse mi vida! ¡Ah, mi señora! ¡Ah, mi Dorotea! ¡Ah, última esperanza mía! Amor, tus flechas se quiebran; sol, tu luz se eclipsa; primavera, tus flores se marchitan; a escuras queda el mundo.

JUL.— Celia, encender quiero un hacha.

CE. Calla, pícaro, que no estás en la comedia.

JUL.— Tenle bien esa mano, que se araña el rostro.

FER.— ¡Oh Venus de alabastro! ¡Oh aurora de jazmines, que aún no tienes toda la color del día! ¡Oh mármol de Lucrecia, escultura de Michael Angel!

JUL.— Agora yo juraré que es casta.

FER.— ¡Oh Andrómeda del famoso Ticiano! Mira, Julio, ¡qué lágrimas! Parece azucena con las perlas del alba. Desvíale los cabellos, Celia; veámosle los ojos, pues se deja mirar el sol por la nube de tan mortal desmayo.

DOR.— ¡Ay, Dios! ¡Ay, muerte!

FER.— Ya volvió a concertarse cuanto habías dejado descompuesto; ya el amor mata, ya el sol alumbra, ya la primavera se esmalta, y yo estoy vivo. Pero ¿cómo la primera palabra ha sido las dos cosas más poderosas, Dios y la muerte?

DOR.— Porque Dios me libre de mí misma, y la muerte ponga fin a tantas desventuras como cercan mi afligido corazón y flaco espíritu; que la mujer más fuerte al fin es obra imperfecta de la naturaleza, sujeto del temor y depósito de las lágrimas.

FER.— Cuando naturaleza, atendiendo a lo más perfecto, por falta de la materia no hizo lo que pretendía, que es el hombre, sacó muchas ecepciones de la común flaqueza.

JUL.— Dice muy bien don Fernando, y así vemos Artemisas para la memoria, Carmentas para las letras, Penélopes para la constancia, Leenas para los secretos, Porcias para las brasas, Déboras para el gobierno, Neeras para la lealtad, Laudomias para el amor, Clelias para el valor, y Semíramis para las armas que con el peine en los cabellos salió a ganar victorias mejor que Alejandro con la fuerte celada.

FER.— Y entre ellas, Julio, cuenta la perfección de la hermosura de Dorotea, la limpieza de su aseo, la gala de su donaire, la excelencia de su entendimiento, en que fue superior a todas; y esto no lo digan mis ojos, no mi amor, no mi conocimiento; calle mi voluntad y hable la envidia; que no hay mayor satisfacción que remitirle las alabanzas.

DOR.— ¡Ay, Fernando!, que no hay en la desdicha letras, en la fortuna gobierno, aunque fuese próspera, lealtad en los imposibles, brasas en la influencia, valor con las estrellas, amor en las violencias, secreto en las tiranías, constancia en las envidias, y armas en las traiciones.

FER.— ¿Qué es esto, mi bien? ¿Por qué me sangras a pausas? Dime: "Fernando, muerto eres"; irá Julio a que vengan por mí; y no me suspendas el dolor en la duda, que es más fuerte de sufrir el temor que el mal suceso; porque imaginado, se piensa en que ha de venir, y venido, en que se ha de remediar.

DOR.— ¿Qué quieres saber de mí, Fernando mío, más de que ya no soy tuya?

FER.— ¡Cómo! ¿Ha venido alguna carta de Lima?

DOR.— No, señor mío.

FER.— ¿Pues quién tiene poder para sacarte de mis brazos?

DOR.— Esa tirana; esa tigre que me engendró (si yo puedo ser sangre de quien no te adora); ese crocodilo gitano, que llora y mata; esa serpiente que imita la voz de los pastores para que, llamando sus nombres, los devore vivos; esa hipócrita, siempre las cuentas en la mano, y ninguna con su vida. Hoy me ha reñido, hoy me ha infamado, hoy me ha dicho que me tienes perdida, sin honra, sin hacienda y sin remedio, y que mañana me dejarás por otra. Respondíle; pagáronlo mis cabellos. Ves aquí los que estimaban, los que decías que eran los rayos del sol, de quien hizo amor la cadena que te prendió el alma, los que llamaban red de amor tus versos, esta color que tú decías que deseabas tener en la barba antes que te apuntase el bozo. Estos, en fin, mi Fernando, lo pagaron. Aquí te traigo los que me quitó, que los que quedan ya no serán tuyos; de otro quiere que sean; a un indiano me entrega. El oro la ha vencido, Gerarda lo ha tratado, entre las dos se consultó mi muerte. ¡Oh cruel sentencia! Supo que había vendido los pasamanos del manteo de tela el mes pasado, y anteayer el de primavera de flores. Dice que es para darte el dinero que juegues, como si tú jugases, siendo tu mayor vicio libros de tantas lenguas; y que con versos me engañas, y con tu voz, como sirena, me llevas dulcemente al mar de la vejez, donde los desengaños me sirvan de túmulo y el arrepentimiento de castigo. ¡Ay Dios! ¡Ay de mí! Déjame deshacer estos ojos, pues ya no son tuyos; no hay que respetarlos, no me ha de gozar con ellos quien ella piensa, porque verá en sus niñas tu retrato, que sabrá defenderlos. ¡Ay Dios! ¡Ay muerte!

JUL.— Volvió al estribo.

FER.— ¿Pues para ocasión de tan poca importancia tanto sentimiento, Dorotea?

Vuelve a serenar los ojos, suspende las perlas, que ya parecían arracadas de sus niñas. No marchites las rosas, ni desfigures la harmonía de las facciones de tu rostro con descompuestos afectos; que te aseguro, por el amor que te he tenido, que me habías dejado sin alma.

DOR.— ¿Tenido, Fernando?

FER.— Tenido y tengo; que no es amor sombra que se desvanece en faltando el cuerpo. Pensé que te desterraba algún memorial celoso, o que se había tu madre muerto súbito del mal del mismo nombre con los achaques de cosas agrias, o que venía tu dueño de las Indias. ¿Para tan débil causa tan fuerte sentimiento? Restitúyeme al corazón el alegría de verte, que me había quitado la tristeza de escucharte. Y vete en buen hora; que aguardo un amigo para un negocio, y no es justo que te vea; que las damas, y tan hermosas, sólo pueden estar sin sospecha en casa de jueces y de letrados; no en aposentos de mozos, donde sólo hay espadas de esgrima, bailes de vestidos, y instrumentos de música.

DOR.— Pienso que no me has entendido.

FER.— ¿Tan mal he repetido la lición, que te parece que no hice della conceto?

DOR.— ¿Pues cómo, si te digo que se acaba nuestra amistad, tan fácilmente te has consolado?

FER.— Como tú lo estuviste para decírmelo.

DOR.— Yo vengo muerta.

FER.— Si lo estuvieras en tu casa, no hubieras llegado a la mía.

DOR.— ¿Mas que piensas que te he burlado?

FER.— ¿Cómo lo puedo pensar, si estas veras vienen desde las Indias? Vete, mi bien, que es tarde.

DOR.— ¿Aun quieres echarme de tu casa?

FER.— Pues ¿para qué quieres estar en ella, si no piensas volver a verla, como dices?

DOR.— ¿Por qué no volveré a verla?

FER.— Porque te vas a las Indias, y hay mar en medio.

DOR.— El de mis lágrimas.

FER.— Las de las mujeres son entretelas de la risa. No hay tempestad en verano que más presto se enjugue.

DOR.— ¿Qué has hecho tú por mí en tantos años, que me obligue a fingir el amor que te he tenido?

FER.— ¿También tú dices que te he tenido?

DOR.— Y estará bien dicho; que no lo merece quien no siente perderme.

FER.— Engáñaste, que tú sola te pierdes.

DOR.— Extraños sois los hombres.

FER.— Antes muy propios; que nuestra primera patria sois las mujeres, y nunca salimos de vosotras.

DOR.— Vámonos, Celia; que este caballero debe de haber hallado estos días lo que decía Gerarda.

FER.— Antes tú has hallado lo que Gerarda decía; que si no fuera por ti, yo pudiera estar casado, con más oro que el que te han traído. Pero aún no he cumplido veinte y dos años.

DOR.— Y yo, ¿tendré quinientos?

FER.— ¿Dígolo yo por eso, o porque, si Dios quiere, me queda vida para valerme della? Que de diez y siete llegué a tus ojos, y Julio y yo dejamos los estudios, más olvidados de Alcalá que lo estuvieron de Grecia los soldados de Ulises.

CEL.— ¡Qué sequedad de hombre! Dios me libre: ¿agora cuenta fábulas?

DOR.— Déjale, Celia, que no es sin causa. Bien decía yo que andaba divertido. Ya tendrá dueño; que a no ser ésta la causa, no estuviera tan bravo de corazón y tan valiente de ojos.

JUL.— ¡Ah Celia, Celia!

CEL.— ¿Qué quieres, Julio?

JUL.— Háblame tú a mí, y no me niegues el postrero abrazo, si no es que te ha venido alguna carta de las Indias con los criados del indiano.

CEL.— Déjame bajar, que se va mi señora sola.

FER.— Cierra esa puerta, necio, y mira desde esa ventana si vuelve la cabeza Dorotea.

JUL.— Ni le pasa por el pensamiento.

FER.— Muerto soy, Julio. Cierra todas las ventanas, no entre luz a mis ojos, pues se va para siempre la que lo fue de mi alma. Quita de allí aquella daga, que el trato es demonio, la costumbre infierno, el amor locura, y todos me dicen que me mate con ella.

JUL.— Quedo, señor, detente. ¿Qué ceguedad es ésta?

FER.— Déjame, que como estanque detenido rompe la presa el alma, y quiere salir la furia por los ojos. ¡Ay de mi vida! ¡Ay de mis esperanzas! Julio, déjame, y pues a los principios deste amor no fuiste prudente maestro, no seas ahora molesto amigo.

JUL.— Por el balcón no se baja bien a la calle; mejor irás por la puerta.

FER.— Abrala el alma por el pecho a mis desdichas. ¿Qué tomaré para matarme? ¿Qué veneno será más breve? Solimán es de esclavos: yo que lo fui de Dorotea, me mataré con él bajamente; que los venenos honrosos son para césares.

JUL.— Leamos a Nicandro; que él nos dará venenos.

FER.— ¡Qué falsa risa!

JUL.— ¡Qué fina locura!

FER.— Llámame un barbero presto. Sangraréme de la vena delcorazón, y luego que se haya ido me quitaré la venda;que si el amor a los principios pasa por aquellos espíritus sutiles de átomo en átomo a inficionar la sangre, y en la más pura tiene asiento, sacándola saldrá también con ella; que si hasta los desmayos del ánimo es aforismo físico en casos que lo piden, ¿cuál se puede ofrecer como éste?

JUL.— No me agrada el argumento; porque si amor es lo mismo que la sangre, ningún semejante puede expugnar su semejante, que es imposible, como el calor al calor y el frío al frío.

FER.— Bestia, eso es por sí, pero no por accidente. ¡Qué gentil filósofo, sabiendo que por el mío ya son contrarios!

JUL.— Lo que yo sé es que aquel gran médico Trivero dijo en su Método que la buena figura de la cabeza indiciaba el temperamento del celebro. Nunca me pareció que la tenías bien hecha; fuera de que un excelente calor vicia las operaciones, y este de tu amor desatinado no te deja conocer la razón con la templanza que en tales ocasiones tienen los hombres cuerdos. Si no te vales de la prudencia, mortal te juzgo, sin ir a los pronósticos de la Nosomántica de Moufeto; que para esto yo sé más que Hipócrates. ¿Qué andas en ese escritorio? ¿Qué buscas? ¿Qué rasgas? Deja los papeles, deja el retrato. ¿Qué te ha hecho esa divina pintura? Respeta en ese naipe los pinceles del famoso Felipe de Liaño; que no es justo que prives al arte deste milagro suyo, ni des este gusto a la envidia de la naturaleza, celosa de que pudiese no sólo ser imitada en sus perfecciones, sino corregida en sus defetos.

FER.— ¡Vive Dios, que te mate!

JUL.— Mátame; pero no has de tocar al retrato, que está inocente.

FER.— Pues yo tengo de irme.

JUL.— ¿Adónde?

FER.— A Sevilla; porque estar adonde vea mi muerte, es sufrir tantas cuantos instantes tuviere el día.

JUL.— ¿No es mejor no ver la causa?

FER.— Es imposible, no habiendo tierra en medio.

JUL.— No me desagrada que te ausentes; pero ¿con qué dinero?

FER.— Marfisa, a quien siempre he despreciado, aunque nos habemos criado juntos, y que la dejé injustamente por esta ingrata, socorrerá nuestra necesidad liberalmente.

JUL.— ¿Con qué achaque?

FER.— Con algún engaño.

JUL.— Bien dices. Vamos a verla.

FER.— Guarda esos papeles y ese retrato, pero de suerte que no le vea.

JUL.— ¡Pobre mancebo! Perderá el seso. Pero ¿cómo puede perder lo que no tiene?

FER.— ¿Qué dijiste?

JUL.— Que no tiene que perder quien ha perdido a Dorotea.

FER.— ¡Ay, Julio, qué bien dices! Pues ¡si vieras el entendimiento que tiene sobre tanta hermosura!

JUL.— El entendimiento no se ve, antes bien se diferencia del sentido en que aquél es una cierta potencia aprehensiva de las cosas exteriores, sin real suscepción, sino por sola recepción de las especies; y el entendimiento, por quien el hombre aprehende, no la misma cosa ni sus partes, o alguna corporal calidad della, sino recibiendo dentro de sí la especie de aquello que aprehende.