La rareza - José Lezama Lima - E-Book

La rareza E-Book

José Lezama Lima

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Beschreibung

La rareza: cuentos completos, relatos, minicuentos y poemas narrativos es la unión de - seis cuentos clásicos, - once textos con valores narrativos incluidos en los poemarios La fijeza, - y Aventuras sigilosas, - un capítulo formado por cuatro cuentos autónomos dentro de su extraordinaria novela Paradiso, - y tres crónicas-relatos de Tratados en La Habana - y Analecta del reloj.El osado conjunto aquí reunido muestra la capacidad de Lezama Lima para narrar más allá de sus dos novelas esenciales. El autor de Paradiso (1966), el gran poeta cubano José Lezama Lima (1910-1976) fue un narrador esencial. No solo se expresó con dos novelas (la segunda, inconclusa, Oppiano Licario, 1978, edición póstuma) y cinco cuentos. A lo largo de su obra en verso y prosa, se hallan otros varios textos narrativos, que poseen valor per se, autónomos. Los hemos agrupado en la La rareza: cuentos completos. Por vez primera, aparece la cuentística lezamiana completa, en su esplendor, no parcial. La presente edición cuenta con la venia de los herederos de José Lezama Lima.

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José Lezama Lima

La rareza: cuentos completos, relatos, minicuentos y poemas narrativos Selección, prólogo y notas de Virgilio López LemusEdiciones Hurón Azul Colección Caracol nocturno, nº 1

Barcelona 2019

linkgua-digital.com

Créditos

Título original: La rareza: cuentos completos, relatos, minicuentos y poemas narrativos. Selección, prólogo y notas de Virgilio López Lemus.

© Herederos de José de Lezama Lima

© 20019, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard

Imagen de portada: Jheronimus Bosch. Jardín de las delicias. Retablo central

ISBN ebook: 978-84-9007-619-4.

ISBN rústica: 978-84-9953-523-4.

Depósito Legal: B-26970-2019.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

La rareza: cuentos completos, relatos, minicuentos y poemas narrativos de José Lezama Lima 7

Cuentos clásicos 33

Fugados 33

El patio morado 41

Juego de las decapitaciones 54

Cangrejos, golondrinas 71

Para un final presto 86

Argumento para un cuento 93

Cuento 94

Poemas con valores narrativos 107

El guardián inicia el combate circular 107

Noche dichosa 112

Censuras fabulosas 113

La sustancia adherente 114

Pífanos, epifanía, cabritos 115

Peso del sabor 116

Muerte del tiempo 118

Procesión 119

Tangencias 120

Cuento del tonel 122

Invocación para desorejarse 124

Cuentos autónomos en Paradiso 127

Capítulo XII 127

Relatos y crónicas 181

La mayor fineza 181

La noche 78 184

Carnaval del rubio Glucinio 188

Dos familias 193

Bibliografía consultada 199

La rareza: cuentos completos, relatos, minicuentos y poemas narrativos de José Lezama Lima

Dígase que el autor de Paradiso (1966), el gran poeta cubano José Lezama Lima (1910-1976) fue un narrador esencial, que no sólo se expresó por esa vía genérica con dos novelas (la segunda, inconclusa, Oppiano Licario, 1978, edición póstuma) y cinco cuentos. A lo largo de su obra en verso y prosa, se hallan otros varios textos narrativos, que poseen valor per se, autónomos, y que agrupo en este libro donde, por vez primera, aparece la cuentística lezamiana en su esplendor no parcial. Este volumen es el resultado de la unión de seis cuentos clásicos, once textos a modo de poemas en prosa incluidos en La fijeza con valores narrativos, y otro más de Aventuras sigilosas, un capítulo formado por cuatro cuentos autónomos dentro de su extraordinaria novela Paradiso, y tres crónicas-relatos de Tratados en La Habana y Analecta del reloj. El osado conjunto muestra la capacidad del poeta para narrar más allá de sus dos novelas esenciales, y señala la originalidad de superar con creces las ediciones de cinco cuentos típicos que Lezama Lima mismo definiera como propios de tal género literario.

Se han publicado muchas veces en un solo volumen los cuentos «Fugados», «El patio morado», «Juego de las decapitaciones», «Cangrejos, golondrinas» y «Para un final presto». Una selección estricta puede sumar el «Cuento» (en Fascinación de la memoria, 1993) rescatado años después de las ediciones básicas de los otros cuentos.1 Además, Lezama Lima dejó «dispersos» en sus obras ensayísticas y líricas otros textos que bien podrían ser tomados en cuenta en el ámbito de sus narraciones. Cuando en 1987 se editaron en La Habana los Cuentos, en la nota de la Editorial (Letras Cubanas) «Al lector» se dice:

Se excluyen los textos que Lezama clasificó de otro modo por el propio hecho de colocarlos en sus libros de poesía o ensayo: los casos, por ejemplo, de «Noche dichosa», «Invocación para desorejarse» y «Cuento del tonel», entre otras prosas de La fijeza, o páginas tan curiosas como «La mayor fineza» de Tratados en La Habana.

Pero allí también se afirma que el propio Lezama Lima «mostraba una significativa despreocupación por el destino de su narrativa corta». Y es extraño que ninguno de sus múltiples críticos, analistas, incluso adoradores de sus obras, no hayan realizado la tarea esencial de agrupar esas narrativas breves (quizás por extremo respeto a la organización dada por el propio Lezama sobre su obra), siempre dejando «bajo sospecha» otras que no agrego aquí.

En Tratados en La Habana, la descripción de un cuadro o la evocación de un cuento de Las mil y una noches, son sorprendentemente narrativos, si se les toma en su autonomía, sin otra recomendación de lectura. Es el caso de «La noche 78», y ocurre lo mismo con «Carnaval del rubio Glucinio» de Analecta del reloj. Quizás podría funcionar como relato el ensayo dialogado «X y XX», de Analecta del reloj. Las ochenta y cinco «Sucesivas o las coordenadas habaneras», en Tratados en La Habana, pasan de la crónica y viñeta al relato sutil, al ensayo muy breve y al apunte costumbrista. Algunos poemas en versos podrían tener valores narrativos («El coche musical», «Rapsodia para el mulo», algunos otros de La fijeza y hasta el propio «Muerte de Narciso»), de modo que para no ser arbitrario, solo selecciono aquellos textos donde con más claridad Lezama narra, con personajes en desarrollo, por breve que sea el contenido en prosa. Algunos otras obras lezamianas en versos pueden contener rasgos de epicidad, aunque su intención sea lírica. No hay una frontera bien definida entre esos escritos, entre su valor lírico y sus connotaciones narrativas. Creo que el mejor ejemplo de frontera indefinida entre poema y relato, se halla en Enemigo rumor, donde «Cuerpo, caballos» (partes I y II), poema en versículos, bien podría figurar en esta selección. Respetemos su impulso e interés lírico central.

Lezama fue un gran creador de neologismos, palabras inexistentes en el idioma pero que gozan de valor dentro de cada relato, o de raros términos por los que sentía placer, entre los que hallamos: colmación, clareadora, enlunados, marmolizó (verbo marmolizar), clamante, baritonal, comúnicas, bucolista, indiferenciarse, pitagorizados, laboratorismo, indiferenciarse, incesancia, tibiedad, fluxes (plural del traje llamado flux), xántico, circulizada, relaxo, vecinería, ocultadizo, creatiz (quizás errata por creatriz), taponesas (¿japonesas?), inencontrado, yerbazales (por hierbazales), abrillamiento, espejeantes, engallamiento, mulería, pedregosidad, yeminal (¿errata por geminal?), taconados (¿por tachonados?), congeladura, centraciones…, y otras varias que el lector contemplará quizás con asombro o con agrado.

Esta cosecha forma parte del pensamiento creativo del poeta, tales términos no pueden ser tomados por errores o malos usos idiomáticos, rezan como cuestiones de estilo, así como el (incorrecto) uso del gerundio se convirtió en la obra poética de Lezama en una marca estilística.

Se ha discutido si son cuentos toda la narrativa breve del poeta, si José Lezama Lima resulta también un cuentista. Preferiríamos ahora referimos a él como un narrador, que es un término que establece menos compromiso con los géneros literarios canonizados como cuento y novela, aunque visto bien, él tuvo la voluntad de escribir textos que pueden ser sin dudas considerados como tales, y otros que sí requerirían discusión casuística. Leyendo sus relatos, nos preguntamos a veces si el autor narra o canta, pues sus páginas crecen en el constante «contagio» lírico. ¿Dónde están en sus cuentos los argumentos, nudos, clímax, desenlaces...? ¿Qué se hicieron el decálogo de Horacio Quiroga y las recomendaciones para un cuento perfecto, según propone el dominicano Juan Bosch? ¿Y los moldes de Maupassant o el modelo de Allan Poe? Los cuentos de Lezama Lima son obras de poeta, de poeta lírico, pero autor de todo un sistema creativo que se expresa mediante todos los géneros que cultivó, sin temor a pedir préstamos, incluso en un mismo texto, a la épica o a la reflexión de corte ensayístico.

La obra general de Lezama Lima resulta una trasgresión en materia literaria. Si bien es cierto que escribió poemas y ensayos que son ejemplares dignos de sus respectivos géneros, también él es el autor de unos «Sonetos infieles», que no se ajustan siempre a los moldes establecidos en la métrica tradicional hispánica, y de unas décimas que poco o nada recuerdan a la espinela, según la forma que hace más de cuatro siglos (en 1591) usó el poeta andaluz Vicente Martínez Espinel. El grueso volumen de difícil y espléndida lectura que es Paradiso, no siempre puede ser defendido como una novela «clásica», y para muchos es más bien un largo poema novelado. Hay textos, sin dudas poéticos, dentro de La fijeza o de Dador, que se resisten a ser considerados como «poemas», y en un magnífico libro de ensayos, Tratados en La Habana, aparecen las singulares páginas de «Sucesivas o las coordenadas habaneras», que parecen crónicas, relatos de ocasión o textos en los límites del poema en prosa.

Se han «canonizado» como cuentos los cinco relatos que el propio autor tituló: «Fugados» (revista Grafos, 1936), «El patio morado» (revista Espuela de Plata, 1941),2 «Juego de las decapitaciones» (revista Orígenes, 1944),3 «Cangrejos, golondrinas» (revista Orígenes, 1946)4 y «Para un final presto» (1944, primera edición en Literatura, 1984). Tal sería el orden cronológico de la creación de estas obras. Pero a veces los críticos tienen dudas de considerar como poemas algunos textos que Lezama incluyó como tales en La fijeza, en su segunda parte. «Noche dichosa» es uno de los más discutibles; pues es evidente que se narra la relación entre un pescador, el mar y la muerte. La mayoría de los textos de la segunda parte de La fijeza goza de semejante ambivalencia. Los textos pueden ser poemas en prosa y también breves relatos, viñetas y hasta a veces cuentan con la trivalencia de parecer anotaciones de corte ensayístico. ¿Qué es «Pífanos, epifanías, cabritos» como género? Pareciera un relato lírico en tono de ensayo. Mayor grado narrativo tiene, en el mismo libro de poemas, la espléndida pieza que es «Invocación para desorejarse», donde el «yo» centra la «anécdota» que puede consistir en la rara voluntad ajena de cortar, con todo cuidado y arte de la perfección, las orejas del yo-referente. Con un nombre sospechoso hallamos otro texto: «Cuento del tonel», que parece una viñeta con tempoespacialidad indefinida, dada por un Ahora temporal y una escalera, ambos dentro de una habitación donde un tonel eyacula sobre una puerta. Algún crítico anotó como «curiosa» la pieza llamada «La mayor fineza», que aparece en su libro de ensayos Tratados en La Habana, que podría asociarse con Paradiso, puesto que es un raro «ensayo» que cuenta con personajes y situaciones próximos o comunes con la famosa novela. También en su libro póstumo Imagen y posibilidad5pueden «inquietamos» páginas como «Señales», de un periodismo cercano a la crónica y, por ello, a lo narrativo.

Para colmo, ¿qué será del Capítulo XII de Paradiso sino la integración de varios cuentos delimitables? Cuéntese lo que acontecerá en el Capítulo XIII, y Paradiso se nos tomará una novela bizantina, con relatos dentro de los relatos, piezas menores dentro de las mayores más o menos vinculadas con estas. Esas «piezas menores» podrían disfrutar de autonomía de lectura. Pero aquella «autonomía», aquel sentido bizantino, cobran razón en el capítulo final de la novela (que prefigura su continuación en Oppiano Licario), y no permite la disgregación de sus páginas. Los «cuentos» del Capítulo XII tienen razón de estar allí, son partes del tractus narrativo, pero también pueden sacarse aparte y leerse con total libertad de la fuente de donde proceden, o sea, Paradiso. Por último, en las primeras páginas del muy póstumo y heterogéneo libro Fascinación de la memoria (1993), aparecerán dos textos de interés narrativo; uno, asimismo llamado «Cuento», y otro muy breve, sin gran valor como texto literario, que es un argumento para luego escribir un cuento (el propio así mismo llamado), y que data de 1936. El denominado «Cuento» debe ser de los principios de la década de 1940, a juzgar por su estilo y vocabulario, y aunque sería el sexto texto propiamente cuentístico de Lezama no goza de las cualidades en creciente de los cinco que podemos calificar como sus «clásicos» del género. Lezama mismo ni siquiera lo tituló de manera particular.

Como se verá, alcanzar a definir que Lezama Lima escribió sólo cinco cuentos, es muy problemático. Sin ánimo de discutir tal asunto con la profundidad requerida, aceptemos que «Fugados» es uno de ellos, el primero, publicado en la revista habanera Grafos cuando el poeta no había escrito aún ninguna de sus obras capitales, ni tenía fraguado su sistema poético. El que sigue es «El patio morado», donde importa ya más la metáfora que el símil (predominante en el primero); no podemos decir que es un relato más «maduro», pues en verdad este autor nació en la madurez como escritor (de creer a Paradiso como testimonio «biográfico», su aprendizaje fue vital, dado por la experiencia de la imaginación), pero se apreciará una prosa más segura, que continúa igual en «Juego de las decapitaciones», publicado en la naciente Orígenes y en «Cangrejos, golondrinas», cuya edición data de diez años después del primero.

En este último cuento se aprecia ya un narrador con mucho mayor dominio de las formas, capaz de lograr sutilezas que seguro serán aprovechadas en su novela principal. Compárese el estilo prosístico de estos cuatro cuentos con el de «Para un final presto», cuya fecha de escritura correspondería mejor a la década de 1950 o primeros años de la siguiente, cuando culminaba Paradiso.

Para la lectura de estos relatos, no importa mucho que se nos narren sus «anécdotas» o «tramas»; antes bien, ello puede ser provechoso para la lectura gozosa. «Fugados» es un cuento muy sencillo, en el cual se relata el encuentro de dos posibles amigos en las inmediaciones del colegio del cual deciden fugarse para dar un paseo; resultan interrumpidos por la irrupción de un tercer adolescente que reclama la presencia de uno de ellos, para que cumpla con un compromiso anterior. El joven que se queda solo, protagonista del relato, transforma la ausencia del amigo en una compleja ensoñación.

Presenta a los personajes que responden con nombre y un apellido: Luis Keeler y Armando Sotomayor. Parecen inespecíficos, no simbólicos. El tercero sólo se denomina Carlos, no trae apellido, pero el autor le adiciona un leve simbolismo: «la obligación con el nombre, la esclavitud con la línea y el punto», que luego no importa descifrar en la narración. Resulta muy interesante que en tan temprana fecha (1936) ya Lezama presente la trilogía que luego reinará en Paradiso, la trinidad de personajes que en la novela se llamarán José Cemí, Ricardo Fronesis y Eugenio Foción, y en ese cuento solo Luis, Armando y Carlos. Quizás ya se fraguaba el Capítulo XI de Paradiso, en el que los tres jóvenes se encuentran tras haber participado en una manifestación estudiantil, disuelta por la policía.

Pero «Fugados» no es un boceto para escribir una obra mayor; su independencia consiste en narrar con propiedad una breve escena, y en poseer un lenguaje de acuerdo con el relato mismo, y de menores logros estéticos que el que alcanzará en la prosa de la gran novela. La anécdota se cierra en sí: presencia del eros (ágape, filia) de la amistad entre dos jóvenes, y separación por el compromiso previo establecido por uno de ellos con un tercero, lo cual abre las puertas de la imaginación al protagonista, que transfiere la ausencia en poesía. Es una constante de la poética de Lezama: el ausente como germinador de la poesía; la ausencia del padre del poeta debió ser llenada con su imagen, y esta se transfiere en acto poético. La partida del amigo en el relato, condujo al joven Keeler a una suerte de aislamiento en el tiempo y en el espacio, en tanto se desarrolla un «pequeño» sistema simbólico: la inconstancia del amigo y el ir y venir de las olas, que también parecen símbolos de la movilidad temporal, del tiempo (o del amigo) que llega y enseguida se aleja. Sin darse cuenta, el joven pasa de la tarde a la noche, de la luz al misterio.

Si un botón corporeiza al amigo, una ola anuncia su ausencia, su inconstancia. Cuando Carlos reclama a Armando para que cumpla su compromiso —ir al cine—, Luis Keeler reacciona con la ensoñación ante el rápido abandono del reciente amigo: «El sueño se va espesando en el recuerdo de aquella última ola que definitivamente se marmolizó». Ahora tenía que advenir el poema, la transformación de la realidad en imagen y, en efecto, ello ocurre en el relato por medio de aliteraciones, recursos tropológicos y hasta elegancias del lenguaje que ofrecen estas breves líneas tan plenas de sonoridades: «Luis Keeler se fue hundiendo en el sueño. Un sueño blanco, rodeado de algas, algodones, de manos que tocan blandamente un saco de arena y de puntillas. Cartas persas, las codornices de servicio doméstico, las peceras volcadas después del crimen».

Puede decirse que ese surgimiento del poema, representado por las sonoridades de los fonemas [l1], [m] y [s], y las imágenes asociadas, constituyen en conjunto el clímax del relato. Todo se precipita enseguida: el joven recupera el sentido de la temporalidad en el último párrafo, justo en el «momento [en que] se vaciaba la jaula de los cines [...]», cuando se supone que Armando y Carlos se habrían de separar.

El relato es muy bello en su sentido del encuentro amistoso entre adolescentes, aunque medie el obstáculo de la separación, y, sobre todo, por el reconocimiento sutil de un joven acerca de su destino poético. Para narrar todo el enorme trayecto entre el nacimiento y el asumir tal destino, Lezama escribiría después la monumental Paradiso, en cuyo Capítulo XII, ya lo veremos, prima el sueño y el ensueño.

Muy diferente es «El patio morado». En este relato, según sostiene Ivette Fuentes de la Paz,6 se desarrolla un ternario, que nosotros podemos encontrar mejor en los personajes vivos:un loro, un portero y un grupo de muchachos; pero ese ternario (siguiendo a Fuentes de la Paz) se yuxtapone a un cuaternario: el patio, coloreado de morado por la luz que entra a través de cristales de ese color. El triángulo móvil y el cuadrilátero fijo se reúnen por: «lo sensible y lo supersensible, lo físico y lo espiritual resumido. Y sus símbolos: el Triángulo como “vehículo de la divinidad”, primera figura geométrica perfecta, y el Tetraedro, el alma».

Como se verá, los referentes simbólicos de este relato son mucho más complejos que en «Fugados». Lezama comienza el nuevo texto con un ambiente fúnebre, respaldado por una adjetivación que casi convierte al patio en un sarcófago: morado, sombras, muerto, frío, melancólico... Una humedad básica queda reforzada por la lluvia tenaz que marca la escena como trasfondo, y que se hace sentir en las paredes como «sudor de caballo». La presencia de un loro vivifica al lugar que, de pronto, se nos convierte en «una fiesta veneciana, un paisaje de arrozales de Ceylán», seguro por los efectos de la lluvia. La relación entre el portero del obispado y un grupo de muchachos, le conceden al patio un carácter de «no precisada ciudad italiana». Todas estas alusiones al espacio van centrando la atención en sus habitantes: el portero y el loro, que confirmarán el carácter fúnebre del patio con la muerte: el portero por causas naturales, el loro por haber sido atado por una pata tras el juego de los niños. El patio del obispado pasa a ser una entidad misteriosa para la visión de los muchachos, que descubren en él dos formas de la muerte.

A «El patio morado» sigue el cuento más largo de Lezama: «Juego de las decapitaciones», que vendría a ser por su relativa extensión la tercera pieza narrativa del autor, después de Paradiso y de Oppiano Licario, aunque no más extenso que algún capítulo de estas dos novelas. Lo que ocurre en este cuento es sencillo en su complejidad: un mago se fuga con la esposa de un emperador chino, quien persigue a la pareja, hasta que ellos se asocian a un rebelde aspirante al trono real; pero los fugitivos son capturados, sufren cárcel, hasta que el rebelde libera a la emperatriz y se la apropia. Capturada de nuevo, la mujer es decapitada junto al mago, en tanto que el emperador enloquece y el rebelde (El Real) asume el trono hasta su muerte, cincuenta años después.

La trama de este relato pareciera propia de una ópera china. Pero los personajes simulan ser tomados para fabular sobre las primeras cartas del Tarot: 1, El Mago (llamado Wang Lung); III, La Emperatriz (So Ling); IV, El Emperador (Wen Chiu). El Real puede representar alguna otra carta indefinida, quizás La Muerte. Si recordamos la curiosa relación que encontró Margarita Junco Fazzolari entre el Tarot y la organización interna de Paradiso (de la I a la VII en los primeros capítulos, de la XV a la XXI en los restantes),7 también este relato tendría relación, siquiera sea estructural, con la obra mayor de Lezama. Este fragmento parece confirmar tal idea, debido a la sutil descripción que recuerda las respectivas cartas del Tarot español: «El Emperador, inmutable, como si contemplase una ejecución. La Emperatriz, mutable, como si observara una mariposa posada en la gran espada...».

«Juego de las decapitaciones» es un relato lleno de verbos de movimiento y de desplazamientos espaciales. Alcanza clímax con la decapitación de la Emperatriz y del Mago, y cuenta con un epílogo que narra la muerte de El Real. O sea, hay presentación, nudo y desenlace; por lo que sería el más clásico, en cuanto a género, entre los cuentos de Lezama. Pero en la lectura todo este andamiaje está disfrazado por los barroquismos del lenguaje, los juegos con el absurdo que a veces recuerdan asociaciones surrealistas. El autor apaga el relámpago, el fogonazo propio del cuento, mediante las interrelaciones de cuatro personajes bajo alusiones, símbolos, metaforizaciones... Quizás podamos fijar su «mensaje» central en la relación realidad-irrealidad que se establece desde el propio juego decapitador del Mago, que luego se trueca en la que él mismo es víctima. Quizás Lezama intentó mostrarnos cómo el juego del Mago, como irrealidad prefigurada o ficción, conduce hacia el acto real. Lo incondicionado conduce hacia lo condicionado, de modo que pasamos del ejercicio de la magia que simula una decapitación, al acto mismo por el cual el Mago y la Emperatriz pierden sus cabezas. Pero no hay que observar este cuento como un portador de tesis, sino como otro ejercicio lezamiano de su poética, como puede serlo un poema. No puede sostenerse que la pieza sea hija menor de la imaginación del artista, sino que es otro «fragmento», que debe acudir «a su imán».

Si hubiéramos de preferir uno de los cuentos, tal vez nos detengamos en «Cangrejos, golondrinas», admirablemente narrado, y cuya trama compleja es mucho más fácil de desentrañar tras la interpretación de Leonor Álvarez de Ulloa,8 con la que concuerdo, salvo en cuestiones que más adelante expondré. Un herrero ha trabajado para un Filólogo, pero tras dificultades para cobrar su labor, envía a su esposa con tal cometido, la cual logra entrevistarse con la mujer del Filólogo, y esta le paga en especie: una pierna de res de la que, ya en la casa del herrero, salta una gota de sangre que cae en el seno de la mujer y lo enferma con cáncer («cangrejo»). Pero la mujer del herrero acude a la magia y logra expulsar el mal. Más adelante vuelve a enfermar, esta vez por un golpe de pelota en la cabeza, donde surge un tumor benigno («golondrina» puede equivaler a golondrino), que también resulta curado por el beneficio mágico de un brujo y una paloma.

Es un curioso cuento de un autor católico, puesto que en él intervienen de modo decisivo las artes mágicas a través de evidentes referencias a la santería cubana, a las llamadas religiones de orígenes africanos, también llamadas afrocubanas, y que la discriminación secular ha querido llamar «brujería». El papel de estas religiones (en la Regla de Ocha) es mucho más importante que el que bosqueja Álvarez de Ulloa en su estudio del relato. Es cierto que la mujer (innominada) recibe el cáncer como por arte de magia, a partir del símbolo fálico que representa la pierna de res; es cierto también que la presencia de una paloma al final del relato es un elemento «curativo» elemental; pero Álvarez de Ulloa lo atribuye, siguiendo el credo del autor, a la presencia del Espíritu Santo, con lo cual discreparé más adelante; no es exacto que la mujer del herrero se robe el relato como personaje principal, puesto que, en todo caso, ese lugar principalísimo lo ocupa la enfermedad misma: primero en forma de tumor maligno, luego benigno y en ambos casos relacionada con un fibroma. El personaje femenino sólo es un portador, por eso el autor no le da nombre; lo que importa es el «juego» entre el mal y la magia (¿de nuevo realidad e irrealidad?). Al mal cancerígeno, el brujo lo ataca mediante magia contaminante: un ungüento que la mujer debe aplicarse mediante formulario mágico. En el caso del tumor benigno, otro brujo actúa mediante la magia simpatética, utilizando una golondrina y sobre todo una paloma.

El pensamiento mágico se contrapone a la realidad objetivada por la enfermedad. Lezama presenta la pugna entre las fuerzas mágicas representadas por dos santeros: Alberto y Tomás (que habían sido diablitos en la juventud, o sea, abakuá, otras de las religiones cubanas de origen africano), y el Maligno, significado por el tumor. El primer tumor, en forma de protuberancia «morada» o «carmesí», parece evocar una de las llagas de Babalú Ayé, orisha que en la Regla de Ocha y otras corrientes religiosas, se sincretiza con san Lázaro. Tomás lo cura mediante el rito de enterrar el hueso de la pierna de la res (magia simpatética), además del ungüento (contaminante); con ello, logra hacer que el Mal viaje por una suerte de canal interior que surge en la mujer, la cual expulsa el tumor como si fuese un feto, nada menos que por el oscuro agujero de una caries.

No sabemos cuánto debe este relato a los Cuentos negros de Cuba (1940), de Lydia Cabrera, y a los trabajos sobre santería de esa gran escritora cubana, así como al sabio don Fernando Ortiz. La huella de Ortiz ha sido demostrada en Paradiso, pues es evidente que Lezama recreó, con valor narrativo, el ensayo magistral de Ortiz: Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar (1940). Ninguno de los cuentos de Lydia Cabrera, o de otras colectáneas de leyendas negras, pueden ser tomados como fuentes exactas del relato de Lezama. A la altura de 1946, ya había pasado en Cuba la ola negrista de la llamada «poesía negra», representada con brillantez por Nicolás Guillén (quien la rebautizó como «mulata»), y, entre otros, por Emilio Ballagas y Ramón Guirao. En el plano narrativo, quedó como importante documento la novela ¡Écue-Yamba-O! (1934) de Alejo Carpentier, más los cuentos de Cabrera y las compilaciones de leyendas de Guirao. Si «Cangrejos, golondrinas» se relaciona con las creaciones literarias de tal signo, sería una realización tardía y demasiado singular, al punto de la excepción, tanto por su estructura narrativa como por el lenguaje, tan irrenunciable dentro del estilo de Lezama.

El recurso narrativo de la paloma es clave en tal acercamiento. Lezama debió conocer que Obatalá, orisha sincretizado en la Virgen de la Merced, toda vestida de blanco, es la «dueña de las cabezas» (o de todo el ser, representado por la cabeza, donde el santo se asienta). El segundo tumor de la mujer del herrero surge precisamente en la cabeza, de modo que el santero Alberto debería acudir a las ofrendas a Obatalá, para propiciar la curación. Obatalá es asimismo dueña de los sueños, tan recurrentes en el relato, y de los objetos de plata y otros metales blancos, que estaban en el fundamento del trabajo del herrero. Entre los animales que se consagran a esta deidad, figura la paloma. Los hijos de Obatalá tienen entre sus prohibiciones la de comer cangrejo. Para más coincidencia, Obatalá es dueña de la vista, cura la ceguera; uno de sus caminos, Igba Ibo, se sincretiza mediante el Ojo de la Divina Providencia, y es aquel que se coloca detrás de la puerta principal de las casas (cubanas), para proteger a la vivienda. La cura mediante una paloma no es, pues, presencia del Espíritu Santo en el acto mágico de curación, sino ofrenda a Obatalá, quien, agradecida, extrae el mal de la cabeza soñadora de la mujer del herrero por el ojo izquierdo; o sea, el contrario al que los teólogos denominan «ojo del canon». Así la mujer, liberada de su mal (de alguna forma el «pecado original»), no quedaba privada de ver el Paraíso, como sí le acontecerá en Paradiso, capítulo VIII, a Godofredo el Diablo.

No debe resultar extraña aquí la mezcla entre catolicismo y santería, pues es parecida a la que aconteció en la realidad histórica entre los cultos africanos llegados a Cuba mediante la masa esclava, y su sincretización con los santos católicos, para evitar la persecución inquisitorial. La santería cubana queda descrita un tanto de manera oblicua y por algunos de sus ritos, mediante los brujos Tomás y Alberto, seguro babalaos (oficiantes), quienes se lanzaron a una batalla espiritual exitosa en favor del cuerpo. La «sombra» que enviaba la paloma, no es la del Espíritu Santo, como afirma Álvarez de Ulloa, sino la de la misteriosa presencia de la magia, que es el reflejo de Obatalá a través de una de sus aves consagradas. La «limpieza» mediante palomas es un rito bastante conocido en Cuba. A la par, la prohibición que pesa sobre los hijos de Obatalá, quienes no pueden comer cangrejo, se trueca en el relato en liberación total del cáncer.

Es muy curioso el entramado del cuento, pleno de absurdos: podrá concebirse que surja un golondrino en la cabeza, y hemos de creerlo, así como ya habíamos aceptado que el señor Filólogo no haga acto de presencia en el cuento por hallarse en reunión con un meteorólogo de las Bahamas, en la cual «tenían mucho que hablar acerca de la influencia de la literatura birmana en el siglo II de la Era Cristiana». ¿Por qué no hemos de creer que el cáncer saltó hacia el seno de la esposa del herrero en forma de gota de sangre que produjo una «protuberancia carmesí», si aceptamos seguidamente que el propio herrero aprendió a contar mediante los dracmas que cobrara limpiando zapatos en Esmirna, para luego instalarse en la forja calada nada menos que en un pueblecito de la provincia cubana de Matanzas llamado Jagüey Grande? Si usted ha concordado conque: «Antes, cuando tocaban la puerta, se sentía que podía ser Dios», ¿por qué no aceptará que el cáncer se fugue por el agujero de una caries? También debemos de creer en un simbolismo elemental: el marido-herrero-Adán repudia a la mujer-enferma-Eva, hasta que ella recupera la salud y retorna, inmaculada, al lecho marital. Del hijo que entonces les nace, volvió el mal, puesto que la pelota con la cual él jugaba, golpeó a la madre en la cabeza, donde apareció una nueva tumoración por un hecho casual a la par mágico, pues ella relaciona el nuevo mal con un fibroma al que le crecían prolongaciones y hasta piernas.

Existen otros detalles alusivos a la santería cubana: para curarse, la mujer atravesó la bahía, en busca del brujo, que debe ser el puerto de La Habana, pues también se menciona a la barriada de Marianao, donde es frecuente el culto de la santería; la mujer se dirigía a Regla o a Guanabacoa, al otro lado de la bahía de La Habana, donde también es relativamente frecuente encontrar babalaos o curanderos. Enseguida se alude al mar, sacralizado en Yemayá (Virgen de Regla), con santuario en el vecino pueblo de Regla tras cruzar la bahía, y aparece una calabaza, atributo de Ochún, orisha del amor (Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba); asimismo, se menciona una espada, que puede representar a Changó (Santa Bárbara); de modo que se incluyen de diferentes maneras ya hasta sutiles a las principales deidades del panteón de la santería. A ello se añaden las alusiones a los coros y las danzas propios de lo que se conoce como «toque de santo» o «bembé». Con ello, no queda la menor duda del interés de Lezama por la estampa local. Incluso el autor la ironiza (o ironiza al intelectual que asiste a ellas con apetencias folklóricas), mediante estas frases: «Después supo que un poeta checo que asistía para hacer color local, acostumbrado a los crepúsculos danzados en el Albaicín, había comenzado a tiritar y a llorar, teniendo un policía que protegerlo con su capota y llevarlo al calabozo para que durmiese sin diablos». ¿Quién sería ese poeta de obligado apellido checo (¿Neruda?), que pudo presenciar las gitanerías del Albaicín? Lezama no lo dice, es solo una alusión de paso en medio de la trama de su relato

En la curación mágica final, el autor describe nada menos que un acto de «limpieza» o cruce mágico con una paloma. Se insinúa la presencia de un «paquete» («trabajo» de brujería o santería), usado para derrotar a la enfermedad, y dentro del cual: «un niño gelatinoso, deshuesado en una herrería que manipulaba con martillos de agua, ofrecía su ombligo con una protuberancia carmesí para que abrevase el pico de caoba de la golondrina». El conjuro y los «trabajos» mágicos vencen al mal, que abandonó la cabeza de la enferma, ya cansada de «guerrear». Obatalá, escultor del ser humano y protector de las letras y del arte, resultaba definitivo vencedor.9

El cuento «Para un final presto» es, quizás, el más difícil de interpretar. Pudiera bastamos con su lectura abstracta, como si nos enfrentásemos a un poema del maestro, cuya «impenetrabilidad» recurre a semejantes medios que en la lírica, como la perífrasis que se produce al llamar «muchedumbre gnoseológica» a un grupo de estudiantes.

Presenciamos una suerte de guerra múltiple entre un grupo de jóvenes aguerridos, denominados «los estoicos», contra el poder, simbolizado por un Rey, quien tiene puestos sus ojos en otros grupos definidos como «la pandilla», creyéndolos el real peligro. Pareciera que todo se realiza como en una partida de ajedrez, en la que los estoicos quieren dar jaque mate al Rey. Sin embargo, en la batalla, los que el Rey consideraba «conspiradores» y que se adjetivan como «falsarios», acuden junto al Ejército para «preparar una defensa real».

Lezama no resolvió su relato como una narración histórica, y lo llenó de anacronismos. La fabulación en el cuento es muy refinada, incluso el autor apeló a la ironía y al absurdo. A veces la obra pareciera hermana de los Cuentos fríos (1956), de Virgilio Piñera. Lezama se permite perlas de este género: «Más tarde, al recibir una beca en Yale para estudiar el taladro en la cultura eritrea en relación con el culto al sol en la cultura totoneca, había aclarado esa frase que él creía sibilina...». Parece que se aplica aquí el sistema de la «vivencia oblicua» o es una simple humorada, o viene la frase a reforzar el absurdo de la situación. Uno de los estudiantes se sentía frustrado, porque en verdad quería ser «pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del Japón». Sin dudas, el sentido del humor desencadenado en medio de una narración trágica, protegía al cuento de la suma politización o de la simple anécdota sobre hechos reales. Si bien se advierte la toma de partido del narrador en favor de los jóvenes estoicos, no deja de signar a uno de sus conspiradores como «fundador de la sociedad La blancura incomunicada,