Los límites del territorio - AAVV - E-Book

Los límites del territorio E-Book

AAVV

0,0

Beschreibung

El territorio ha recobrado un nuevo protagonismo. Ahora, afortunadamente, es mucho más que un mero soporte físico o contenedor de actividades. El territorio es entendido como recurso, patrimonio, referente identitario, paisaje cultural, bien público o espacio de solidaridad. Pero los cambios son de tal envergadura que desconocemos la magnitud de sus impactos a medio plazo. Interrogantes, desafíos, amenazas y oportunidades que obligan a afrontar procesos de una manera más participada, más próxima, y procurando imaginar soluciones consensuadas a medio plazo entre todos los actores implicados. Muchas de estas cuestiones, referidas al País Valenciano, se presentan en este trabajo colectivo que reúne los cuatro últimos números monográficos publicados por el diario 'El País' Comunidad Valenciana con motivo de la celebración del 9 de Octubre, y que ahora se editan incluyendo dos contribuciones inéditas en forma de prólogo y epílogo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 499

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



los límites del territorio

el país valenciano en la encrucijada

Joan Romero,

Miquel Alberola, coords.

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

2005

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Los autores, 2005

© De esta edición: Universitat de València, 2005

Producció editorial: Maite Simón

Fotocomposición y maquetación: Inmaculada Mesa

Corrección: Pau Viciano

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 84-370-6235-7

Realización de ePub: produccioneditorial.com

PRESENTACIÓN

Reflexiones para un cambio de ciclo

La Comunidad Valenciana transcurre por el último tramo de un ciclo que sin duda desembocará en una profunda transformación de sus estructuras y su paisaje productivo, geográfico y humano. Los sectores industriales tradicionales, la producción de bienes de consumo, que hasta ahora han sustanciado la personalidad económica valenciana, están a las puertas de acometer un cambio forzados por la presión del mercado. El textil y el calzado viven una situación de retraimiento e incertidumbre. Y si se trata del rutilante sector cerámico, que ya debiera considerarse tradicional, sólo hay que proyectarle la tenue sombra del protocolo de Kioto para que sus empresarios contrapongan la necesidad de deslocalizar la producción para poder sobrevivir. A este escepticismo industrial se le añaden los últimos coletazos de una agricultura residual que no ha producido, ni siquiera propiciado, la agrupación de propiedades que necesitaba el campo para ser competitivo ni su mentalización empresarial. Y fuera de esa perspectiva calamitosa sólo existe el motor turístico de Benidorm, cada vez más sujeto a las turbulencias del mercado, y un territorio litoral en proceso de consumición residencial para sustentar al sector de la construcción y retroalimentar el consumo. El momento impone una seria reflexión sobre qué modelos habría que establecer para encauzar los potenciales en el nuevo ciclo y qué lugar debería de ocupar la Comunidad Valenciana en relación a su entorno.

Nuestro país es una pieza fundamental de esa realidad que hemos convenido en definir como Arco Mediterráneo. Desde Almería hasta el Lazio se ha consolidado un espacio económico, un nuevo eje económico europeo, que conecta con el eje tradicional Londres-Milán y que requiere atención, visión de futuro, cooperación institucional, acción concertada de actores públicos y privados y nuevas formas de gestión del territorio. Y en todos esos planos la posición estratégica ocupada por la Comunidad Valenciana debería merecer mayor atención, un nuevo impulso y más respeto. Mayor atención, porque la Comunidad Valenciana puede desempeñar un papel de rótula que articula el conjunto del Arco Mediterráneo y éste, a su vez, con los ejes Lisboa-Madrid-Valencia, Madrid-Alicante con su prolongación hacia el Sur y el futuro eje Valencia-Zaragoza-regiones francesas. Mayor impulso, porque su consolidación reclama una apuesta estratégica liderada por los diferentes gobiernos para consolidar factores básicos de competitividad para reforzar la estructura policéntrica de ciudades, para mejorar los niveles de cohesión social y para impulsar estrategias de cooperación interregional. Mayor respeto (con nuestra memoria colectiva y con las generaciones futuras), porque de proseguir con el modelo desarrollista hoy imperante, existe el riesgo cierto de deterioro irreversible de espacios litorales y periurbanos, de banalización y desaparición de paisajes culturales y de sobreexplotación y contaminación de recursos.

Se trataría de saber aprovechar las ventajas que ofrece una determinada posición geográfica, de superar déficit históricos y de intentar superar los inconvenientes derivados de nuestra relativa posición periférica en el nuevo contexto europeo. Ya no se trata únicamente de gestionar recursos, sino de demostrar capacidad para liderar proyectos compartidos y para afrontar el reto geopolítico de la cooperación interregional y transnacional, constituyendo núcleos interregionales fuertes y creíbles (desde el punto de vista de localización geopolítica y desde el punto de vista de la creación de masas críticas) ante las instituciones comunitarias y ante el gobierno central. Éste es un país de ciudades con escaso diálogo entre sus representantes. La última –y fracasada– experiencia del proyecto de comarcas centrales no es más que una expresión más de preocupante acantonamiento de ciudades y provincias. Más allá de la asociación mancomunada o consorciada para la gestión de residuos o de ciclo integral del agua, la regla es la ausencia de marcos de cooperación entre ciudades y entre territorios próximos homogéneos, así como el escaso desarrollo de estrategias supramunicipales de promoción y planificación.

La formación y el aprendizaje permanente se han convertido en uno de los pilares básicos en la estrategia de creación de empleo. En este punto la Comunidad Valencia requiere de amplios consensos y renovados esfuerzos, puesto que nuestros competidores más inmediatos disponen de mejores niveles de formación de su población.

En el nivel de ordenación física del territorio, el centro real de decisión sigue residiendo en la escala local y las consecuencias son bien conocidas por todos. La ausencia de planificación territorial y de gestión integrada del territorio, explica en gran medida la persistencia de tendencias de crecimiento desordenado y de modelos especulativos y depredadores del territorio. Centenares de decisiones sobre ordenación física del territorio tomadas en cada uno de los municipios –la clave está en los municipios– da como resultado la generalización de tendencias de crecimiento sectorial desordenado y procesos territoriales segmentados, incompatibles con el concepto de «gestión prudente del territorio» que inspira la Estrategia Territorial Europea.

En estos procesos, y en ausencia de directrices e iniciativas de ámbito regional y de falta de enfoques estratégicos, la influencia de los contextos específicos y la necesidad de financiación de los ayuntamientos tienen un papel decisivo. En la mayoría de ocasiones la política (territorial) sigue al dinero y no al revés. Con las excepciones conocidas, los gobiernos locales siguen a las iniciativas de los promotores y no a la inversa. A estos procesos de desarrollismo histérico, circunscrito a los límites de cada término municipal, algunos representantes públicos –acantonados en el argumento del empleo o envueltos en la bandera del patriotismo hidráulico– los definen como progreso o desarrollo. Mientras tanto, sectores industriales completos asisten indefensos al progresivo deterioro de su posición en un mercado internacional cada vez más adverso e imposible si no media el concurso de los poderes públicos.

Ya nada es igual que hace veinte años. Las cosas ocurren muy deprisa y la profundidad de los cambios económicos, sociales, culturales o demográficos, son de tal envergadura que obligan a seleccionar algunos grandes objetivos e impulsarlos de forma colectiva. Esas preocupaciones han movido al periódico El País, a través de la visión de solventes especialistas, a realizar varios números monográficos sobre los retos que tiene planteados el País Valenciano. Durante los últimos cuatro años, con ocasión de la celebración del 9 de Octubre, se han abordado cuestiones relacionadas con la dinámica territorial, con los procesos y conflictos en curso y con los desafíos inmediatos. Con nuestras debilidades y fortalezas, en fin, en este contexto incierto y a la vez sugerente que nos ha tocado vivir. Este libro, con un prólogo y un epílogo elaborados expresamente, recoge una amplia selección de esas reflexiones y análisis con el objeto de enriquecer un debate que ya no admite moratorias.

JOAN ROMERO

MIQUEL ALBEROLA

PRIMERA PARTE

LA ECONOMÍA VALENCIANA EN EL UMBRAL DEL SIGLO XXI

ECONOMÍA Y TERRITORIO: UNA REFLEXIÓN NECESARIA DESDE EL PAÍS VALENCIANO

Ernest Reig*

La publicación por la Universitat de València de una colección de artículos de prensa que cuentan con un denominador común, la reflexión sobre la situación y las perspectivas del País Valenciano, y que prestan una atención especial al territorio como soporte de la actividad económica, ha justificado, a juicio de los editores, una introducción que sirva para enmarcarlos. Pretendo con ella captar algunos de los rasgos básicos que pueden servir para caracterizar la economía valenciana actual y apuntar a la vez a los desafíos a que se enfrenta. El lector podrá después establecer sus particulares conexiones con el nivel de uso y abuso del territorio, tema sobre el que basculan las reflexiones de los autores de esta obra.

Prólogo para pesimistas

Los rasgos de la sociedad valenciana parecen siempre prestarse a múltiples lecturas interpretativas, pero entre el punto de vista de quienes le atribuyen sin sonrojo el papel de «motor de la economía española» y el «liderazgo de las regiones europeas» y el de aquellos que creen contemplar la «crisis generalizada del modelo de desarrollo vigente» existe sin duda una realidad compleja que algunos datos pueden contribuir a situar en su justa dimensión. Este prólogo va por tanto destinado a quienes, con un exceso de pesimismo, tienden a ver la botella medio vacía, mientras que las últimas páginas intentarán sosegar un poco a quienes creen ya vivir en el mejor de los mundos. Para los aficionados a la lectura transversal haré un breve resumen: desde hace medio siglo las distintas operaciones de política económica que han introducido a la sociedad valenciana en un marco progresivamente más abierto al exterior y caracterizado por dosis crecientes de competencia se han saldado con resultados globalmente positivos en el terreno económico, lo que viene confirmado por el empleo de los índices más habituales con que se mide la competitividad a escala territorial. Sin embargo, y al igual que suelen advertir los folletos de publicidad de los fondos de inversión: «rentabilidades (léase aquí “capacidades competitivas”) pasadas no implican rentabilidades futuras». Además los índices habituales de crecimiento dejan de lado aspectos muy relevantes desde la perspectiva de la sostenibilidad medioambiental, y constituyen un indicador demasiado imperfecto y limitado de los avances en bienestar para el conjunto de la ciudadanía como para que deban sacralizarse.

Conviene recordar que la apertura de la economía española al exterior desde comienzos de la década de los sesenta, con el consiguiente incremento de los intercambios comerciales con otros países, tuvo un papel importante a la hora de hacer posibles las altas tasas de inversión que la economía valenciana registró en los años siguientes. Se inició así un camino con hitos importantes de apertura externa, el Tratado Comercial Preferencial con la Comunidad Europea en los primeros años setenta, la incorporación plena a las Comunidades Europeas en 1986, la desaparición de la mayor parte de los restantes obstáculos al comercio y a la movilidad de capitales y personas en 1993, con el Mercado Único Europeo, y la llegada del euro como moneda única en 1999. El balance global de este proceso ha sido netamente positivo para la economía y la sociedad valenciana. En el terreno estrictamente económico el nivel actual de renta por habitante más que triplica los niveles de los primeros años sesenta. Además, desde 1977 la apertura económica y la democratización política han ido de la mano, y la Constitución de 1978 sentó las bases de una importante descentralización política y administrativa, que ha otorgado a los sucesivos Gobiernos de la Generalitat competencias significativas a la hora de intervenir en aspectos tan importantes como la educación, la sanidad, el medio ambiente y el fomento del desarrollo económico.

Hoy en día es facil olvidar que el nivel de renta de nuestra sociedad era muy bajo hace medio siglo, alrededor del 60 % del nivel medio de renta de Europa Occidental, y que la transición política de finales de los setenta tuvo que hacerse en el contexto de una crisis económica sin precedentes, con tasas de inflación latinoamericanas y cifras de desempleo siempre en ascenso. A pesar de estas dificultades, la sociedad valenciana pudo realizar las transformaciones que los tiempos requerían en su estructura productiva, evolucionando desde la agricultura a la industria y sobre todo a los servicios, reduciendo la distancia que la separaba de los niveles de bienestar de los países del centro y norte de Europa, y aumentando a la vez su peso relativo en la economía y en la demografía española.

El crecimiento económico ha permitido un fuerte aumento de los ingresos por habitante, y ha atraído recursos humanos e inversiones de otras partes de España y del extranjero. El aumento del peso relativo del País Valenciano en el conjunto español tanto en términos de la riqueza acumulada («stock de capital») como en empleo y población a lo largo de las últimas décadas confirma esta impresión, como puede verse en el cuadro.

Participación del País Valenciano en el total de España (%)

1964

2002

Población1

8,1

10,2

Población ocupada2

8,9

10,7

Stock de capital público3

6,8

9,3

Stock de capital privado3

8,8

11,3

Producto Interior Bruto

9,0

9,8

1. Los datos de población proceden de los censos de 1961 y 2001.

2. Los datos de población ocupada corresponden a 1964 y 2001.

3. Los datos de stock de capital corresponden a 1964 y 1999.

4. Los datos de PIB corresponden a 1965 y 2002.

Fuente: INE, FBBVA e IVIE.

El stock de capital privado de tipo productivo –naves industriales, maquinaria, medios de transporte y otros bienes de equipo de las empresas– creció muy rápidamente a lo largo de los quince años que siguieron al Plan de Estabilización de 1959. Tras una década posterior de debilidad inversora, coincidente con la crisis desencadenada por el alza de los precios de la energía a mediados de los años setenta, el ritmo de formación de capital se reanimó de nuevo, registrándose un crecimiento entre 1985 y 1999 del 4,3 % anual en el País Valenciano, y del 3,5 % para el conjunto de España, ambas cifras en términos reales, es decir descontando las alzas de precios. Esta dinámica inversora permitió elevar la dotación de capital de cada puesto de trabajo mejorando sensiblemente así su productividad. Desde un punto de vista territorial la existencia de un diferencial positivo de crecimiento de la inversión productiva a favor del País Valenciano permitió ganar peso relativo en el conjunto de España en relación a su dotación global de capital privado. De este modo si el total de capital privado valenciano –incluyendo ahora también el de tipo residencial– representaba el 8,8 % del total existente en la economía española en 1964, dicha proporción había pasado al 11,3 % en 1999. Es necesario señalar sin embargo que el ritmo de aumento de la formación privada de capital productivo en el período 1995-1999, último para el que se dispone de información, ha sido sensiblemente similar a escala valenciana y española, en ambos casos algo por debajo del 3 % anual. Esta ralentización de la dinámica inversora se ha hecho notar inmediatamente en las menores tasas de avance de la productividad que se han registrado en estos últimos años, y que constituyen uno de los elementos más preocupantes de la trayectoria económica reciente. A pesar de ello, la riqueza en términos reales detentada por las familias y empresas de la región –en forma de viviendas y activos fijos de las empresas– es ahora cinco veces superior a la de hace cuatro décadas. El capital residencial de los hogares, que se ha expandido mucho a lo largo del último ciclo expansivo del sector inmobiliario, representa más de la mitad de ese total, y la mayor parte del capital privado restante se encuentra hoy en día dedicado a la producción de servicios.

La población ha registrado también una gran expansión, atraída por la capacidad de la economía valenciana de creación de puestos de trabajo en sectores de baja y media cualificación. En 1960 el peso de la población valenciana en el total español se situaba en el 8,1 %, y desde entonces ha crecido en algo más de dos puntos porcentuales. La inmigración desde otras regiones españolas explicó buena parte del incremento en la demografía en los años sesenta y setenta, al igual que ocurre hoy con la procedente de países extranjeros, latinoamericanos y norteafricanos principalmente. De hecho las tasas de fecundidad de la población autóctona son hoy tan reducidas, que ni siquiera añadiéndoles el efecto de la inmigración queda garantizado el reemplazo generacional, situación similar a la del resto de Europa.

Aun siendo muy moderado, el mayor dinamismo de crecimiento de la población valenciana en relación a la población española en su conjunto ayuda a entender que el diferencial positivo en términos de crecimiento global de la producción de que ha venido gozando la región no se perciba en cambio a la hora de comparar los respectivos niveles de vida. Si tomamos el Producto Interior Bruto por habitante, o la renta per cápita valenciana, y las comparamos con la media española no encontramos diferencias significativas. De hecho, dichas magnitudes siempre se mueven alrededor de la media, o ligeramente por encima o, como en la actualidad, algo por debajo. La imagen estereotipada de región rica en el contexto español no se ve por tanto ratificada por los datos: como en otros aspectos, nuestros niveles de bienestar individual no difieren significativamente del de la mayoría de las regiones españolas.

Pero como afirma uno de los personajes de Rebelión en la granja,de George Orwell, «todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros». Es necesario prestar atención a lo que ocurre con los cambios en la población, para entender por qué niveles regionales similares de PIB per cápita –en definitiva un cociente entre la producción global de una región y el número de sus habitantes– pueden enmascarar realidades muy diferentes. Es bien sabido, por ejemplo, que un buen número de regiones españolas, que por sus niveles de renta han estado recibiendo un trato muy favorable de los Fondos Estructurales Europeos, verán radicalmente recortados sus ingresos procedentes de Bruselas a partir de 2006. En unos casos ello se deberá a que han superado ya el umbral que les hacía merecedoras de ser clasificadas como «regiones del Objetivo 1», y en otros ocurrirá por el mero efecto estadístico motivado por la última ampliación de la Unión Europea. Este efecto consiste en que al acceder a la Unión países del centro y este de Europa de muy bajo nivel de renta, la media de PIB per cápita del conjunto de las regiones europeas disminuye, y automáticamente las regiones españolas se ven favorecidas a efectos de comparación con dicha media. El caso es que, por poner un ejemplo, tanto Castilla y León como el País Valenciano aparecen entre las regiones que han superado recientemente el mencionado umbral de desarrollo,1 ya que ambas tienen similares niveles de renta por habitante. La diferencia estriba sin embargo en que la convergencia registrada hacia la media europea se explica en un caso –País Valenciano– por un aumento algo más rápido del numerador del cociente –el PIB–, que del denominador, –la población–, aun habiendo crecido ambos, mientras que en el otro –Castilla y León– el crecimiento del PIB se ha visto acompañado de una regresión demográfica importante a largo plazo. El resultado estadístico es el mismo en ambos casos –sube el PIB per cápita y se produce una aproximación a los niveles medios europeos–, pero los fenómenos subyacentes en el plano social y económico son muy distintos, y no hace falta decir que mucho más favorables en el caso valenciano. Conviene tener presente que de las 47 regiones europeas (UE-15) que a comienzos de los años ochenta quedaban por debajo del umbral del 75 % del PIB per cápita medio europeo, sólo 17 habían conseguido superarlo en 2001. Una de ellas es el País Valenciano. No es un mal resultado, aun teniendo presente que la posición ocupada en el momento de partida no estaba tan lejana del umbral como la de otras regiones del mismo grupo.

Competitividad regional: ¿qué significa?

Lo acontecido en el pasado, aunque sea cercano, no siempre constituye una buena predicción del futuro. La continuidad del proceso de aproximación a los niveles de vida de las áreas más desarrolladas de la geografía europea dependerá en los próximos años de la capacidad de mejora de la competitividad regional, aunque éste es un concepto que a pesar de su frecuente uso requiere de ciertas precisiones. Con demasiada frecuencia suele manejarse por estos lares una versión populista que lo asimila a una competición en que el éxito de ciertas regiones sólo puede producirse a costa del fracaso de otras, planteamiento que no responde a un análisis económico mínimamente serio. La idea de la competitividad regional como un juego de suma cero, en que unas regiones ganan lo que otras pierden, puede resultar atrayente para políticos con poca imaginación en vísperas de elecciones, pero poco tiene que ver con la realidad. Una región se beneficia del crecimiento económico de las regiones vecinas, ya que éste crea mercados para sus productos y ahorro para sus inversiones, mientras influye a su vez positivamente sobre ellas mediante su demanda de bienes y servicios. Por no hablar de los efectos de difusión tecnológica que la expansión de polos de crecimiento próximos produce, o de los efectos positivos que crea la interacción entre las ciudades que articulan un sistema urbano. La observación de un mapa de la Península Ibérica donde se marquen los niveles relativos de renta regionales suscita siempre dos conclusiones inmediatas: la primera es que la proximidad a la frontera francesa –y con ello la accesibilidad al gran mercado centroeuropeo– aumenta la renta por habitante, y la segunda es que las regiones ricas tienden a ser contiguas a otras regiones de nivel similar de renta. Esto significa en definitiva que el desarrollo se difunde en el espacio a partir de las áreas donde se ha alcanzado una mayor aglomeración de actividad económica, así como de renta y población, y por ello el llamado Arco Mediterráneo no constituye un mero recurso publicitario, sino una realidad social y económica a la espera de políticas que la vertebren.

El problema está en que el concepto de competitividad regional dista de tener una definición unívoca. En cierto sentido la capacidad competitiva de una región no es más que la suma agregada de la capacidad competitiva de las empresas que actúan en su territorio. Son ellas en definitiva las que manteniendo o aumentando su cuota de presencia en los mercados que absorben sus productos dan muestra de la existencia o carencia de capacidades competitivas en su seno. De hecho el concepto de lo que constituye la competitividad empresarial está bastante claro y resulta poco controvertido: la habilidad de la empresa para mantener o elevar su rentabilidad bajo las condiciones prevalecientes en el mercado.

Ahora bien, ni las regiones ni los países compiten al modo como lo hacen las empresas, no sólo se disputan mercados, sino que también se los proporcionan mutuamente. Además, la capacidad competitiva de una región no puede reducirse a la mera suma de las ventajas competitivas de las empresas que alberga. De hecho, existen también aspectos locacionales que crean ventajas competitivas de carácter territorial. Estas ventajas tienen que ver con distintas formas de capital social,2 infraestructuras, calidad del sistema educativo y del sistema de ciencia y tecnología, coste y habilidades de la fuerza de trabajo, aptitud de las instituciones políticas, y otros aspectos que conjuntamente hacen que resulte atractiva la creación de empresas y la inversión productiva en un área determinada. En realidad el comportamiento individual de las empresas y las actuaciones de política económica –entendidas en un sentido amplio que incluye la política educativa y tecnológica y las mejoras en la accesibilidad del territorio por medio de buenas infraestructuras– pueden contribuir a crear y reforzar conjuntamente toda una serie de ventajas competitivas, que refuerzan la capacidad de crecimiento de un área territorial determinada.

Puede decirse por tanto que, mientras las empresas compiten por alcanzar mayores beneficios, o una mayor cuota de mercado, los Estados y las regiones lo hacen por atraer factores móviles de producción tales como mano de obra cualificada, empresarios innovadores y capital. Las regiones competitivas son por tanto aquellas que han logrado crear un entorno productivo que atrae estos factores, y que por medio de ello crean economías externas de aglomeración y localización que en forma acumulativa van reforzando su atractivo.

Las políticas de fomento de la competitividad regional adquieren frecuentemente un distintivo carácter microeconómico y requieren un nivel de finura y precisión en su aplicación por parte de las Administraciones Públicas mucho más elevado que, por ejemplo, las clásicas políticas de obras públicas. En regiones como el País Valenciano donde predominan las pequeñas y medianas empresas y donde existe una tradición manufacturera a escala local y comarcal dichas políticas deberían servir para favorecer la diversificación del tejido económico, necesitado de actividades de mayor nivel tecnológico, y también para consolidar los distritos industriales tradicionales que caracterizan su geografía multipolar, como el distrito del calzado a lo largo del eje del Vinalopó, el del textil en l’Alcoià y la Vall d’Albaida, el del mueble en l’Horta Sud, o el de los pavimentos cerámicos en la Plana Baixa y l’Alcalatén.

El distrito industrial representa una aglomeración local de empresas pertenecientes a un mismo sector productivo o que desarrollan actividades auxiliares del mismo, y constituye un buen ejemplo de un aprovechamiento localizado en el territorio de las ventajas de la especialización en el marco de la división del trabajo. Normalmente se corresponde con un espacio geográfico de dimensiones reducidas donde se ha generado un cierto capital social de confianza mutua entre los agentes económicos, que posibilita no sólo la competencia sino también la cooperación entre ellos, y donde se transmite un gran caudal de informaciones específicas y de innovaciones relevantes para la marcha de los negocios. No es de extrañar por tanto que quienes contemplan el desarrollo regional como un fenómeno fuertemente influido por las externalidadeslocales3 y por el desarrollo de innovaciones en el seno de aglomeraciones geográficas de pequeñas empresas, les presten una gran atención. Así el desarrollo de sistemas eficientes de formación profesional, atentos a la introducción de las nuevas tecnologías, y la provisión de servicios a las empresas, mediante centros en los que el sector público y el privado interactúan y cooperan, suelen aparecer entre los instrumentos más frecuentemente mencionados.4

La competitividad regional puede estudiarse a través de sus factores determinantes –formación, dotación de infraestructuras, innovación– pero también a través de sus resultados. En este sentido, la Comisión Europea ha venido manejando en los últimos años un concepto de competitividad, que resulta de gran interés práctico a pesar de su simplicidad, ya que presta atención a las variables básicas ligadas a la convergencia regional. En su Sexto informe periódico sobre la situación económica y social de las regiones, la competitividad pasa a definirse como:

la habilidad de las compañías, industrias, regiones, naciones y regiones supranacionales de generar, a la vez que se ven expuestas a la competencia internacional, niveles relativamente altos de ingresos y empleo.

En coherencia con la definición que antecede, la evolución de la competitividad de un país o de una región puede medirse por medio del nivel y de la tasa de crecimiento de su PIB por habitante, siempre que se tenga en cuenta que éste a su vez puede desagregarse en tres componentes que lo determinan: la productividad del trabajo, la tasa de ocupación –es decir la proporción de su población en edad laboral que cuenta con un empleo– y la estructura de la pirámide demográfica. Descartando este último aspecto, que difícilmente puede constituir un objetivo para la política económica regional, la valoración de la competitividad regional puede centrarse en la comparación del comportamiento de unas y otras regiones en términos de su capacidad para elevar la productividad del trabajo, y para simultáneamente elevar las cifras de empleo –creando puestos de trabajo de calidad–, proporcionando así ocupación a una fracción elevada de su población potencialmente activa.

La mejora en las habilidades de la fuerza de trabajo, es decir la formación de capital humano, constituye un factor de competitividad de primer orden a través de sus efectos sobre la productividad del trabajo y sobre la capacidad de absorción de progreso tecnológico. Este tipo de capital es el fruto de la inversión en educación y de la adquisición de experiencia en el puesto de trabajo y su contribución al crecimiento económico ha sido repetidamente contrastada. Los progresos en este terreno han sido muy destacados a lo largo de las últimas décadas, baste tener en cuenta que hace cuarenta años sólo un 7 % de la población valenciana en edad de trabajar contaba con estudios medios o superiores, mientras que en la actualidad el 60 % cuenta ya con esa cualificación. Con todo la situación dista aún bastante, en particular en el segmento de trabajadores maduros, de la de los países europeos más avanzados.

La capacidad de desarrollo de sectores productivos con elevado nivel tecnológico y exigencias educativas elevadas en su fuerza de trabajo está altamente correlacionada con el crecimiento del empleo cualificado. De ahí se deriva que la elevación del capital humano de carácter productivo no deba exclusivamente contemplarse bajo una óptica de oferta –buscando la expansión del sistema educativo– sino también desde una perspectiva de demanda –promoviendo activamente la creación y expansión de empresas que puedan convertirse en demandantes de mano de obra cualificada–. Sin la incorporación de estas nuevas empresas al tejido productivo será difícil evitar que los grupos mejor preparados académicamente de la población juvenil se vean abocados a la emigración o deban contentarse con ocupar puestos de trabajo para los que se encontrarán con un exceso de cualificación.

Contrariamente a intuiciones ampliamente compartidas, la competitividad de un país o de una región no es equivalente, como ya anteriormente se ha señalado, a una escala ampliada de la competitividad de una empresa. Mientras para una empresa el abrirse paso en los mercados exteriores puede ser indicativo de una buena posición competitiva, a escala nacional o regional las mejoras en la productividad son la vía inequívoca para lograr mejoras en el bienestar social, ya que de ellas dependen los aumentos en los salarios y los beneficios empresariales, las posibilidades de reducción a largo plazo de la jornada laboral y la generación de recursos fiscales para la creación de bienes públicos por parte de las Administraciones. La prioridad que debe concederse al análisis de la competitividad basado en los cambios en la productividad no significa que carezcan de importancia los aspectos más directamente vinculados al comercio internacional, como por ejemplo la evolución de los precios y de los costes en los sectores de la economía más expuestos a la competencia externa, o la evolución de la balanza comercial. De hecho en los medios de comunicación, la idea de competitividad suele aparecer vinculada a la buena marcha de las exportaciones. Ocurre sin embargo que la relevancia a escala regional de variables como el saldo de la balanza comercial, o el volumen de exportaciones, no reside tanto en sí mismas como en su capacidad de aportar síntomas de lo que está ocurriendo con la capacidad competitiva regional en el contexto de la economía global. Además, el saldo de la balanza comercial del País Valenciano, o de cualquier otra región, tiene mucho menos interés del que en ocasiones se sugiere, aunque sólo sea porque transmite una imagen muy limitada de las relaciones comerciales con el exterior, al centrarse en el extranjero y dejar de lado en el cálculo los importantísimos flujos comerciales que tienen lugar con el resto de España, y que desde la perspectiva de una región son también comercio exterior. Por otra parte las mejoras en la eficiencia en sectores de servicios que no son objeto de comercio internacional, o sólo en escasa proporción, son muy importantes para asegurar el crecimiento de la economía sobre bases sólidas y evitar tensiones inflacionistas.

La reciente caída en términos absolutos de la exportación valenciana de calzado, muebles o textiles es preocupante por sus efectos sobre la producción y el empleo en localidades y comarcas concretas muy especializadas en estos sectores industriales. A un nivel más general, lo que pone de relieve es la necesidad de una elevación del nivel tecnológico y de la diferenciación del producto por parte de las empresas que operan en estas actividades manufactureras tradicionales y también la conveniencia de una diversificación del tejido económico hacia actividades de mayor contenido tecnológico –y menos dependientes de bajos costes salariales– y con buenas perspectivas de expansión de la demanda, que vayan supliendo a las que ahora presentan todos los síntomas de declive. La información disponible sobre la estructura industrial valenciana no da a entender sin embargo que esta diversificación se esté produciendo con la suficiente intensidad y rapidez, y éste es un dato mucho más preocupante que la caída de las cifras de exportación de algunos sectores industriales maduros. El mantenimiento de una situación más favorable en otras ramas de la producción, como la automoción o los pavimentos cerámicos, y sobre todo el fuerte auge del sector construcción/inmobiliario en los últimos años, están sirviendo para que los problemas que aquejan a la industria tradicional no se reflejen demasiado hasta el presente en los índices de crecimiento del PIB por habitante o en los niveles de empleo, que, como antes se ha indicado, son los indicadores más sólidos de que hoy se dispone para medir la competitividad regional. Existe sin embargo una preocupante debilidad en la marcha de la inversión en bastantes sectores industriales, que frena los avances en la productividad y dificulta la reconversión del aparato productivo valenciano hacia nuevas actividades y que está siendo enmascarada por el extraordinario auge que ha registrado la inversión en viviendas en el último ciclo expansivo.

LOS DESAFÍOS DE LA GLOBALIZACIÓN

Las exportaciones, y en general las relaciones comerciales con otros países, son tan sólo una parte de la compleja red de interrelaciones que vincula hoy en día entre sí a países y regiones. La globalización de las relaciones económicas internacionales se ha convertido a comienzos del siglo XXI en uno de esos temas cuya discusión desborda ampliamente los límites de un grupo profesional para dar lugar a debates y tomas de postura más amplias en el seno de la sociedad. Sin embargo, la claridad está frecuentemente ausente de los debates que ello suscita, hasta el punto de que muchas veces es difícil saber si quien maneja este concepto lo hace pretendiendo analizar un fenómeno económico y social que presenta rasgos específicos, o creyendo por el contrario que se trata de una ideología, –siempre «neoliberal», que es el adjetivo de moda– que debe ser convenientemente exorcizada. Tampoco falta el adepto a la interpretación conspirativa de la historia que ve en la globalización una maniobra política organizada por ciertos grupos de interés.

En realidad asistimos a un fenómeno que no es tan novedoso como parece. Las innovaciones en los sistemas de transporte –canales navegables, navegación oceánica a vapor, ferrocarril– que se registraron en el siglo XIX redujeron fuertemente los costes de transporte y fueron la primera y principal causa de la creciente integración de los mercados internacionales de mercancías. La historia nos dice que fruto de ello fue una notable convergencia en precios, de modo que si por ejemplo en 1870 los precios del trigo en Londres excedían en un 57,6 % los del mercado de Chicago, en 1913 este diferencial había pasado a ser del 15,6 %. Las mejoras en el transporte junto con los avances en los sistemas de refrigeración redujeron también el diferencial de precios de la carne entre los mercados norteamericanos y el de Londres desde el 92,5 % en 1870 al 17,9 % en 1913.5 En cuanto a la movilidad del trabajo baste recordar que es la época de la colonización con emigrantes europeos de los vastos espacios de ultramar –EEUU, Australia, Argentina, etc.–. A una escala más modesta, nadie duda hoy en día de la vinculación entre la temprana industrialización de ciertas áreas del continente europeo, las consiguientes mejoras en la capacidad adquisitiva de su población, y la expansión de la citricultura valenciana a finales del siglo XIX y principios del XX, volcada en los mercados exteriores.

En la actualidad la revolución en las técnicas de tratamiento de la información, la continua reducción en los costes reales del transporte de mercancías a larga distancia y las ventajas organizativas del modelo de gran empresa multinacional están facilitando una segunda globalización, tras el largo interregno, marcado por las guerras, la depresión económica, y el proteccionismo comercial, que mantuvo bajo mínimos el crecimiento económico a escala mundial entre la segunda y la quinta décadas del siglo XX. Muchas industrias manufactureras, –p. ej. la industria del automóvil y la electrónica de consumo–, se han visto obligadas por la creciente complejidad de los productos que elaboran a fraccionar los procesos de producción y contratar con otras empresas especializadas la fabricación de determinados productos intermedios. La contratación externa de ciertas fases de la producción por parte de grandes empresas que cuentan con la capacidad logística adecuada para ello desborda ahora las fronteras nacionales y tiende a aprovechar en cada país los recursos comparativamente más baratos. No es necesario por tanto que se produzca una deslocalización completa de la producción para que una empresa de un país altamente desarrollado mantenga una ventaja competitiva, ya que los avances en la logística permiten transferir a una filial que opera en otro país, o a otras empresas completamente independientes, aquellas fases del proceso que ya no pueden rentablemente ser ejecutadas en el país donde reside la sede de la compañía. La novedad, es que desde hace algunos años esta externalización alcanza también al trabajo de tipo administrativo, ahora que la caída del coste de las telecomunicaciones por banda ancha permite transferir en segundos grandes volúmenes de información de tipo contable o financiero. Un país como la India se ha beneficiado enormemente de las oportunidades ofrecidas por este nuevo tráfico, creando nuevas empresas que han aprovechado la disponibilidad a nivel local de un gran número de graduados en ingeniería de telecomunicaciones para desarrollar la oferta de servicios a empresas extranjeras, norteamericanas principalmente, que deseaban abaratar sus costes de gestión aprovechando las diferencias salariales existentes.

Tanto en el caso de la primera como en la segunda globalización –la actual–, la cuestión central no reside en si genéricamente son beneficiosas o perjudiciales, puesto que el consenso a favor es abrumador entre los especialistas. La eficiencia de un proceso de integración creciente de la economía mundial, en que los países en desarrollo se incorporen plenamente, en función de sus propios intereses, no se suele poner en duda, al menos por parte de los economistas profesionales. Quien menos en duda lo ponen son precisamente los propios países en desarrollo, como China, que ha estado batallando durante años para incorporarse a la Organización Mundial de Comercio, cosa que finalmente ha conseguido. Lo que es realmente relevante en el plano político y social es la capacidad de asimilación por parte de las sociedades afectadas, tanto en los países desarrollados como en los países en desarrollo, de las consecuencias distributivas de este proceso de globalización.

Grupos sociales concretos dentro de cada país pueden experimentar pérdidas –de empleo, de rentas–, como consecuencia de los cambios tecnológicos y de la competencia exterior, en un contexto en que sin embargo el conjunto de la sociedad sale ganando al poder disponer de bienes y servicios más baratos y variados. Si estas pérdidas se dejan frívolamente de lado, o no se les da la respuesta adecuada (educación, recalificación profesional, protección social, apoyo a la reconversión de actividades productivas etc.) no sólo se produce una situación socialmente injusta, sino que puede haber una reacción negativa lo bastante potente por parte de los intereses afectados como para imponer un giro contrario a la liberalización comercial, que sería claramente perjudicial a la larga en la política económica. Algunos historiadores de la economía piensan que esto ha ocurrido ya históricamente, y que el retroceso en la integración comercial, financiera y de otro tipo en la economía internacional de entreguerras (1918-1939) tuvo bastante que ver con los efectos no deseados que sufrieron algunos grupos sociales con capacidad de influencia a lo largo del período anterior a la Primera Guerra Mundial, es decir durante la primera globalización.

Ahora bien, a pesar de los contornos más bien difusos con que la globalización aparece en los debates públicos vale la pena contar con ella en cualquier reflexión sobre la capacidad competitiva de la economía valenciana, máxime si se pretende que dicha reflexión no se limite a contemplar el pasado. Es bien cierto, como ya se ha dicho, que el País Valenciano ha mantenido a lo largo de las últimas décadas unos niveles de competitividad que pueden ser juzgados como aceptables, y a través de los cuales su población ha podido acceder a mejoras sustanciales en su nivel de vida. Los avances en la dotación de infraestructuras, y en los niveles educativos, aunque aún sean palpables muchas insuficiencias, y una fuerte dinámica de inversión privada, han facilitado la transformación de la estructura productiva y la convergencia económica con áreas más adelantadas, proceso este último que aún está lejos de concluir. Ahora bien, la pregunta que cualquier ciudadano debe formularse ya iniciado el siglo XXI, particularmente si ostenta algún tipo de responsabilidad empresarial, social o política, es si esos factores serán suficientes para garantizar la continuidad de una senda de progreso económico y social en un contexto como el actual, marcado por la intensa globalización de las relaciones económicas.

La adhesión de nuevos países, principalmente de la Europa central y oriental, a la Unión Europea en la primavera de 2004, la incorporación de China a las reglas de la Organización Mundial de Comercio, y las facilidades ofrecidas por los avances en las tecnologías de la información y las comunicaciones han multiplicado, como ya se ha señalado antes, las posibilidades de deslocalización de la producción fuera de los países desarrollados y constituyen desafíos importantes y concretos para la mayoría de las empresas que forman nuestro tejido económico. China, por ejemplo, cuenta con un PIB per cápita de 4.690 dólares y paga salarios de 0,80 dólares por hora. Polonia, goza de un PIB per cápita de 10.450 dólares y sus costes laborales por hora ascienden a 2,91 dólares. Mientras, en España el PIB per cápita es de 21.450 dólares y los costes laborales por hora trabajada representan alrededor de 12 dólares, es decir quince veces los vigentes en China y más de cuatro veces los polacos.6 A ello hay que añadir que los niveles de formación de la mano de obra en Polonia y los otros países que han accedido también recientemente a la Unión Europea no tienen nada que envidiar a los españoles. Es cierto que las empresas aún gozan aquí, por lo general, de una mayor productividad, fruto de una combinación de mayor experiencia en la gestión empresarial y capitalización más elevada de los puestos de trabajo, y que se mueven en un entorno en que los servicios e infraestructuras públicas son más abundantes y de mejor calidad. Pero las circunstancias cambian rápidamente en el mundo actual, y algunos de estos países están conociendo tasas espectaculares de crecimiento económico: se estima por ejemplo que entre 2000 y 2003 la economía china ha generado el 35 % del crecimiento del PIB mundial y casi el 60 % de la inversión en capital fijo. Un caso concreto: la reciente finalización oficial de las restricciones especiales que venían impuestas a la importación de textiles fabricados en China y otros países en desarrollo va sin duda a consolidar las continuas ganancias de cuota de mercado que estos productos de bajo coste están registrando en el mercado europeo.

Los costes laborales por unidad de producto en el País Valenciano son todavía netamente inferiores a los de los grandes países de la Europa Comunitaria. Frente a ellos, la industria tradicional valenciana aún ofrece claras ventajas comparativas en precio. No se puede decir lo mismo respecto a los países emergentes o a los nuevos miembros de la Unión. En relación a esos países los salarios valencianos son los propios de un país plenamente desarrollado. Ante esta realidad, es difícil por tanto sustraerse a la impresión de que aquí y ahora ya no vale la vieja máxima del príncipe de Salina, el noble siciliano de El Gatopardo, ya no es suficiente «que todo cambie para que todo siga igual». Aunque sigue siendo necesario aprovechar todas las oportunidades de mejora de la productividad de nuestro tejido productivo tradicional, y desarrollar fórmulas asociativas que favorezcan la comercialización, como ya se está haciendo en la industria del textil y en la del mueble, es necesario ahora ir bastante más allá. La diferencia en costes laborales es tan abismal que serán bastantes las empresas de los sectores tradicionales que se verán abocadas al cierre o a la reconversión. Esta última puede operar en un doble sentido: convertirse en comercializadoras de importaciones procedentes de países emergentes con bajos costes de producción, y/o trasladar la mayor parte de su capacidad de fabricación a estos países, reteniendo aquí las fases de mayor valor añadido del ciclo de producción. Ante este panorama la creación neta de empleo deberá proceder de otro lado.

¿Dónde mirar? Indudablemente a la capacidad que pueda ofrecer nuestra sociedad para favorecer el nacimiento de nuevas empresas manufactureras y de servicios basadas en el conocimiento, y para la diversificación hacia nuevas líneas de producción más complejas tecnológicamente en los sectores tradicionales. La capacidad de innovación por parte de las empresas va a tener un papel clave en la respuesta que nuestra sociedad debe dar al reto de la globalización. Un gurú de los estudios sobre competitividad empresarial, Michael Porter,7 ha descrito recientemente en un informe para el Foro Económico Mundial de Davos, las etapas por las que suele atravesar un país en lo concerniente a las fuentes de la innovación productiva a medida que asciende en la escala de renta por habitante. Su visión, que distingue tres etapas en términos de las ventajas competitivas que resultan relevantes, puede ser útil para identificar la posición en que actualmente nos encontramos:

• Etapa dirigida por los factores de producción

Las ventajas competitivas vienen determinadas por las condiciones básicas en términos de coste de mano de obra y acceso a los recursos naturales. Las nuevas tecnologías se absorben a través de las importaciones, la inversión directa extranjera y –simplemente– la imitación. Puede razonablemente pensarse que es la situación en que se encontraba la economía valenciana en los felices sesenta.

• Etapa dirigida por la inversión

La eficiencia en la manufactura de productos y servicios estandarizados se convierte en la fuente dominante de las ventajas competitivas. Se accede a la tecnología por medio de las licencias de fabricación, de las joint ventures, la inversión directa extranjera y –de nuevo– la imitación. A lo largo de esta etapa la política económica establece incentivos financieros a la inversión y las infraestructuras públicas mejoran sustancialmente. En nuestro caso podríamos hablar de los años ochenta del siglo pasado.

• Etapa dirigida por la innovación

Alcanzada esta fase, lo que importa es la habilidad para producir bienes innovadores situados en la frontera de la tecnología y fabricados haciendo uso de los procedimientos más avanzados. Las empresas compiten entre ellas con estrategias singulares, propias, y adoptan frecuentemente un enfoque global. Los sectores productores de servicios alcanzan un gran peso en el conjunto de la economía.

En definitiva, el mensaje de Porter es que la capacidad para la innovación tecnológica resulta particularmente importante cuando se ha accedido a un nivel de desarrollo en que ya no se puede confiar meramente a la importación de bienes de equipo procedentes de países más avanzados, la dinámica modernizadora de las empresas. No es arriesgado suponer que la economía valenciana se encuentra todavía en la segunda de las etapas citadas, enfrentándose a un horizonte en que no solamente se anuncia el fin del grueso de las ayudas financieras procedentes de los Fondos Estructurales de la Unión Europea, –que se verán considerablemente mermados a partir de 2006–, sino que se hace acuciante la necesidad de encontrar nuevos nichos de especialización para hacer frente a unas presiones competitivas de intensidad desconocida hasta la fecha.8

Transitar con éxito de la segunda a la tercera etapa, requiere de un poderoso impulso en materia de innovación y asimilación de nuevas tecnologías, y todo indica que hasta ahora el esfuerzo que nuestra sociedad realiza al respecto resulta claramente insuficiente. Frente a una media española del 1,03 % de gasto en Investigación, Desarrollo e Innovación, como proporción del PIB, que todavía se encuentra a años luz del objetivo del 3 % marcado para los países europeos en la Cumbre de Lisboa, el País Valenciano se queda en un 0,81 %. Incluso lo que se hace pasar en los discursos oficiales como esfuerzo innovador tiene tras de sí una realidad aún más modesta que la que indican las cifras, ya que se materializa en una proporción notable en la opción más tradicional de gasto en adquisición de maquinaria o bienes de equipo, mientras que el desarrollo de innovaciones de producto dentro de la empresa, o en colaboración con entidades externas es mucho menos frecuente. Resulta también ilustrativo que el 50 % de las empresas valencianas que participan del esfuerzo por innovar, tan sólo cuenten con un presupuesto para estas finalidades que no supera los 30.000 euros anuales, y que el 80 % no supere los 90.000 euros.

Las debilidades del sistema valenciano de innovación ya se han contemplado en otros lugares9 y no es preciso ahora insistir sobre ello. En una economía con las características de la valenciana –sectores industriales maduros, abrumadora presencia de pequeñas y medianas empresas– los servicios de apoyo a la innovación que pueda prestar la red de institutos tecnológicos, creados la mayor parte de ellos en la década de los ochenta, revisten una importancia crucial. Se habrían de explotar también las posibilidades que ofrece la especialización productiva de determinadas comarcas –el Baix Maestrat, la Plana, l’Horta Sud, la Vall d’Albaida, l’Alcoià, el Baix Vinalopó–, para suscitar experiencias de colaboración entre empreses, y entre estas, la Administración y las Universidades y centros de investigación. Esta colaboración permitiría reforzar las ventajas competitivas vinculadas a los distritos industriales locales y comarcales, es decir al territorio. Desgraciadamente, el desmantelamiento por parte del Gobierno Valenciano en 2004 de la Agencia Valenciana de Ciencia y Tecnología, creada el año anterior, y que supuestamente había de coordinar las iniciativas en esta materia, no constituye precisamente un buen augurio.

EPÍLOGO PARA (EXCESIVAMENTE) OPTIMISTAS: MÁS ALLÁ DEL PIB PER CÁPITA

El famoso, y multifacético, economista británico John Maynard Keynes inició, en plena Segunda Guerra Mundial, la tarea de organizar en el Reino Unido la primera Contabilidad Nacional, movido por la urgente necesidad de estudiar las posibilidades de financiación del esfuerzo bélico de su país. Posteriormente el conocimiento de las grandes magnitudes económicas surgidas conceptualmente de esas Cuentas Nacionales, –la Renta Nacional, el Producto Interior Bruto, la Formación Bruta de Capital–, servirían para afinar la gestión económica de los gobiernos occidentales en la postguerra. Probablemente nunca estuvo en la mente de Keynes que el cociente entre lo producido en un país –el Producto Interior Bruto o PIB– y la población de ese país acabara convirtiéndose en el indicador más frecuentemente utilizado para medir el nivel de desarrollo económico nacional y el bienestar de la ciudadanía. La utilización por organizaciones internacionales, Gobiernos, analistas y medios de comunicación de ese sencillo cociente ha ido por tanto mucho más allá de su finalidad primigenia. La sencillez de su cómputo y el hecho de que sea una de las estadísticas de disponibilidad más generalizada a lo largo y ancho del mundo han facilitado enormemente su empleo, principalmente a efectos de comparación entre países y regiones.

Las limitaciones del PIB per cápita como elemento de medición del nivel de vida o bienestar de que disfruta un colectivo humano son, sin embargo, harto evidentes. No sólo por obviar la consideración de la desigualdad, que queda enmascarada en las cifras promedio, sino también por razones algo más sutiles.

En primer lugar conceptos como el de PIB o el de productividad no están diseñados para tener explícitamente en cuenta la necesidad de que los procesos económicos sean sostenibles.10 No se contabiliza en el PIB la reducción en los servicios medioambientales suministrados por los bosques, cuando estos se ven deteriorados por la lluvia ácida, como ocurre en la comarca de Els Ports, o la reducción en los valores estéticos y en la contribución a la biodiversidad aportados por los humedales naturales que tiene lugar como consecuencia de la esquilmación de los acuíferos subterráneos, un caso que desgraciadamente se repite en nuestro litoral. En definitiva, está pendiente en la práctica –más allá del meritorio esfuerzo realizado en algunas áreas de investigación académica– la plena adecuación de los sistemas de Cuentas Nacionales para recoger las variaciones anuales en los stocks de recursos medioambientales, y en los flujos de servicios que de ellos se derivan, de un modo tal que permita mostrar la dependencia respecto al medio natural del conjunto de la producción de bienes y servicios que son objeto de transacciones de mercado. La forma habitual de proceder a la hora de calcular la contribución a la Renta Nacional de un sector productivo padece en la actualidad de una importante asimetría, ya que se reconoce explícitamente el consumo de capitalfísicoproducido por parte de los agentes económicos –que es objeto de deducción contable en forma de amortizaciones– pero no se aplica un tratamiento similar para el consumo de valiosos stocks de recursos naturales.

Por lo tanto no están contabilizadas todas las operaciones que son relevantes a efectos de cómputo del bienestar, pero además tampoco son relevantes para ese mismo fin todas las que están contabilizadas: pensemos por ejemplo en lo que pueda añadir al bienestar el valor de la gasolina gastada en el típico atasco de tráfico de un regreso de puente vacacional, que naturalmente queda contabilizado en el PIB. Además, muchas transacciones se contabilizan con un valor positivo, es decir suman en la construcción del PIB, aun cuando su única utilidad resida en su función meramente reparadora de daños o perjuicios derivados de las propias actividades económicas. Podrían situarse aquí los gastos sanitarios derivados de enfermedades causadas por problemas medioambientales –como la contaminación del aire, de los alimentos y del agua–, los gastos de limpieza de monumentos históricos dañados por la contaminación atmosférica ocasionada por la polución industrial, muchas de las inversiones y gastos corrientes en protección medioambiental por parte de las empresas y del gobierno, o los gastos de asistencia sanitaria por accidentes de trabajo, muy relevantes en una economía como la del País Valenciano, aquejada por altos índices de siniestrabilidad laboral. Cabe concluir por tanto que las cifras de PIB per cápita reflejan una suma de transacciones económicas a las que a priori se otorga una connotación positiva, –puesto que su adición aumenta la dimensión de esta magnitud económica–, aunque dicha valoración positiva no siempre esté justificada.

La valiosa información sobre la trayectoria económica del País Valenciano que aporta el PIB per cápita, debería ser completada por tanto con otros indicadores de desarrollo humano,11 de evaluación de la situación medioambiental y de impacto ecológico de las actividades productivas. Sólo así podría obtenerse una visión equilibrada de los procesos de cambio que están teniendo lugar. Y sólo así podría percibirse con toda claridad que, por ejemplo, no es lo mismo vender zapatos, o textiles, o automóviles, que suelo urbanizable. En este segundo caso se vende un recurso no renovable cuyo uso queda hipotecado por varias generaciones. Nada que objetar, desde una perspectiva que aspire al progreso económico y social, a la actividad inmobiliaria o de construcción en sí misma, pero mucho en cambio a que con frecuencia no se produzca en el marco de una adecuada ordenación del territorio que permita frenar los procesos de urbanización allí donde estén en peligro espacios cuyo valor paisajístico o su valor ecológico se vayan a ver indefectiblemente perjudicados. Por no hablar de la radical despersonalización que experimentan pequeños núcleos de población a los que de repente se les inserta una operación urbanística que induce un influjo poblacional superior al total de la población autóctona. No hace falta extenderse demasiado en algo que desgraciadamente ocurre con demasiada frecuencia en esta tierra, a favor de una excesiva permisividad de las autoridades municipales y autonómicas. En cualquier caso resulta significativo de la dinámica territorial reciente el hecho de que el suelo urbanizado en el País Valenciano haya experimentado un incremento que ronda el 60 % entre 1990 y 2000, mientras que el tejido urbano continuo sólo lo ha hecho en un 11 %.12

Los cálculos basados en los costes y beneficios estrictamente privados no son los únicos relevantes cuando lo que está en juego es el bienestar del conjunto de la colectividad. Alguien debería echar también las cuentas –cuentas públicas– de la conversión de nuestro litoral mediterráneo, y cada vez más también de los valles que penetran hacia el interior, en un lugar privilegiado para el establecimiento de segundas residencias para las que, al parecer, existe una demanda ilimitada, por abarcar también la procedente del resto de España y de otros países de la Unión Europea. Una vez desarrollado el efecto expansivo inicial vinculado a la edificación y actividades conexas, ¿cuál es el impacto sobre la Hacienda Pública de los gastos derivados en sanidad, en obras públicas, en seguridad ciudadana? ¿cuál es la cualificación y remuneración de los empleos que surgen en el entorno? Son consideraciones necesarias que desbordan con mucho el ámbito privado, y que llevan a preguntarse si es ese modelo económico, tan publicitado últimamente, el que resulta más favorable para desarrollar actividades altamente innovadoras, que respeten el medio ambiente y creen empleos bien pagados, que es en definitiva de lo que se trata.

¿Garantiza el actual modelo económico valenciano su sostenibilidad medioambiental? Resultaría un tanto frívolo aventurar una respuesta contundente, habida cuenta de las múltiples acepciones científicas de la sostenibilidad y de la insuficiente información de que aún se dispone sobre muchas de las interacciones entre la actividad humana y el medio natural, pero toda una serie de indicadores parciales apuntan a crecientes dificultades para aceptar ese supuesto.

Desde la famosa definición de la Comisión Brundtland13 de desarrollo sostenible como aquel que «hace frente a las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para hacer frente a sus propias necesidades» hasta intentos bastante sofisticados por dotar de concreción y operatividad a esta idea, se han ido sucediendo diversas definiciones. Sin perjuicio de las que sean propias de otras disciplinas, en economía tienden a manejarse tres versiones distintas que suelen denominarse sostenibilidad en sentido muy débil, sostenibilidad en sentido débil y sostenibilidad en sentido fuerte.

Un sistema económico es sostenible de acuerdo con la versión muy débil de este concepto si su capacidad de producción se mantiene intacta, de tal modo que permita al menos mantener un consumo por habitante constante a través del tiempo. La sostenibilidad débil es un concepto más amplio y exigente, ya que requiere que el potencial de aportación de bienestar de la base global de capital con que cuenta la economía permanezca intacto. Ahora ya no se trata tan sólo de sostener un determinado nivel material de vida, representado por el consumo medio por habitante, sino de posibilitar también el consumo de bienes públicos,como el uso recreativo de un entorno natural, así como de la protección de usos no consuntivos, como el valor del legado a generaciones futuras de un ecosistema, o el propio valor de existencia de dicho ecosistema. Finalmente la sostenibilidad en sentido fuerte recoge el punto de vista de la economía ecológica en que el sistema económico se considera como un subsistema abierto que forma parte de un ecosistema global y no expansivo, el medio ambiente.

Podemos aceptar que la idea intermedia de sostenibilidad débil resulta apropiada como concepto normativo para estudiar los procesos de desarrollo y para tener en cuenta las transacciones e intercambios que deben tener lugar entre los objetivos sociales –como la equidad o la cobertura de las necesidades básicas–, los objetivos económicos –como el crecimiento del ingreso y el mantenimiento de la estabilidad macroeconómica– y los ecológicos –como la protección de ecosistemas con valor de existencia, o la regeneración de los recursos naturales–. Bajo esta perspectiva la sostenibilidad adquiere una triple dimensión: económica, social y medioambiental, y la perspectiva del territorio como soporte de la actividad económica adquiere plena vigencia.14

Hasta que la Contabilidad Nacional no recoja estimaciones sistemáticas de los cambios en el capital natural –recursos minerales y forestales, tierras de cultivo y de pastos, áreas protegidas, etc.– que permitan detectar nuestros consumos medioambientales y las posibilidades de sustitución entre unos y otros tipos de recursos –renovables y no renovables, naturales y artificiales–, será difícil hacerse una idea cabal de la sostenibilidad o no de las pautas de crecimiento y consumo que caracterizan a nuestra sociedad. Es verdad que el progreso tecnológico puede servir para aumentar la eficiencia con que hacemos uso de los recursos naturales, retardando aparentemente con carácter indefinido el día de la rendición de cuentas, y que hasta cierto punto puede haber cierta posibilidad de sustitución entre el capital natural y el construido artificialmente por el hombre. Sin embargo el optimismo tecnológico no debiera llevarnos demasiado lejos ya que determinadas funciones de sustentación de la vida –como la regulación del clima– son propias y exclusivas de la naturaleza, sin que puedan ser sustituidas por stocks de capital producidos por el hombre. En realidad, y aún en ausencia de un índice global de sostenibilidad, disponemos hoy en día de una cantidad creciente de indicadores parciales que nos señalan cómo están cambiando nuestros consumos energéticos e hídricos, la emisión de gases de efecto invernadero y las pautas de ocupación del suelo. La perspectiva que ofrecen es suficientemente preocupante en algunos aspectos15 como para moderar el optimismo de quienes se limitan a observar un solo indicador –el PIB per cápita– o a lo sumo dos –el PIB per cápita y el empleo– a la hora de valorar la trayectoria económica de una sociedad.

El reduccionismo económico de adoptar el PIB per cápita como medida de todas las cosas tiene finalmente su correlato en un sustancial empobrecimiento del debate político. En ocasiones tanto los grupos políticos –del gobierno y de la oposición– como los medios de comunicación hablan, actúan y adoptan posiciones como si realmente creyeran que los Gobiernos regionales poseen una gran capacidad de influencia sobre las tasas de crecimiento económico o sobre la evolución del desempleo. Es difícil entender en virtud de qué razones se alcanza tal creencia, cuando ninguno de los instrumentos que podrían ejercer una influencia efectiva a corto y medio plazo sobre dichas variables económicas está disponible para su manejo por parte de dichos Gobiernos: ni la política monetaria, que se hace desde el Banco Central Europeo, ni la política fiscal a gran escala o los cambios en la legislación laboral, ni la modificación de los cotizaciones a la Seguridad Social u otras cargas sociales, que se conducen desde puentes de mando de escala estatal.