7,99 €
El Dr. Luis Chiozza es sin duda un referente en el campo de los estudios psicosomáticos, cuyo prestigio ha trascendido los límites de nuestro país. Medicina y psicoanálisis es el tomo inaugural de sus Obras completas, a la vez que una guía y manual de uso de las mismas, cuyos quince tomos se presentan completos en un CD incluido en este libro. Este volumen está pensado con el objetivo de facilitar el acceso al fruto de la labor profesional y académica del Dr. Chiozza, a la vez que permitir una inmediata aproximación a sus principales enfoques y temas de interés. En primer lugar, el lector encontrará una serie de textos introductorios, entre los cuales figura uno del autor, titulado "Nuestra contribución al psicoanálisis y a la medicina". Le sigue el índice de las Obras completas, tal como aparece en cada uno de los tomos que la integran (disponibles en el CD). Luego, la sección "Acerca del autor y su obra", compuesta por un resumen de la trayectoria profesional de Chiozza, un listado de las ediciones anteriores de sus publicaciones y su bibliografía completa. Un índice analítico de términos presentes en los quince tomos cierra el volumen. Esta obra, referencia obligada para los profesionales de la disciplina, sienta un precedente ineludible en los anales de la psicología argentina.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 548
Veröffentlichungsjahr: 2020
Luis Chiozza
OBRAS COMPLETAS
Tomo IV
Metapsicología y metahistoria 2
Escritos de teoría psicoanalítica
(1978-1983)
Chiozza, Luis Antonio
Metapsicología y metahistoria 2 : escritos de teoría psicoanalítica . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.
E-Book.
ISBN 978-987-599-240-5
1. Medicina. 2. Psicoanálisis.
CDD 610 : 150.195
Curadora de la obra completa: Jung Ha Kang
Diseño de interiores: Fluxus
Diseño de tapa: Silvana Chiozza
© Libros del Zorzal, 2008
Buenos Aires, Argentina
Libros del Zorzal
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de
Obras Completas, escríbanos a:
www.delzorzal.com.ar
Índice
Acerca de la localización y el momento de la enfermedad somática
(1978) | 9
El espacio y el tiempo | 11
Las dos preguntas de Weizsaecker | 13
El dolor en la cara de Dora | 15
Comentario introductorio Al debate sobre la Película Providence
(1978) | 18
El tiempo y el sueño | 20
La realidad y la ficción | 20
La relación entre hijos y padres | 21
La alternancia frente al “estilo” de la sexualidad | 21
El cáncer | 22
La incomunicación | 23
La muerte | 24
La depresión en clínica médica
(1978) | 25
Prólogo de Ideas para una concepción psicoanalítica del cáncer
(1978) | 39
El corazón tiene razones que la razón ignora
(1979 [1978]) | 54
El problema de la simbolización en la enfermedad somática
(1980 [1977-1978-1979]) | 61
I. Introducción | 63
II. Los conceptos de Freud sobre la histeria | 64
III. El problema de la especificidad y el símbolo | 70
IV. Presencia, ausencia y representación | 72
V. El signo y el símbolo en la significación | 82
VI. La vida como forma y diferencia en materia e idea | 86
VII. Síntesis y conclusiones | 91
Apéndice | 95
Corazón, hígado y cerebro. Introducción esquemática A la comprensión De un trilema
(1980) | 125
Acerca de la relación entre la inteligencia y el cerebro | 127
Corazón, hígado y cerebro | 136
Apéndice | 139
Prefacio de trama Y figura del enfermar Y del psicoanalizar
(1980) | 142
Entre la nostalgia Y el anhelo un ensayo
Acerca de la vinculación entre la noción de tiempo y la melancolía | 154
(1981) | 154
Identidad y oposición entre recuerdo y deseo | 156
Una forma cardíaca de la melancolía | 158
Nostalgia, anhelo y ansiedad | 159
Una inversión en el planteo del tiempo | 161
La alternativa entre nostalgia y anhelo | 162
Pasado y futuro como representación del instante presente | 164
Vivir el presente | 164
En síntesis | 166
La capacidad simbólica De la estructura y el Funcionamiento del cuerpo
(1981) | 168
¿Qué designamos con la palabra “cuerpo”? | 171
La cualidad psíquica y la capacidad simbólica | 172
Percepción de la materia e interpretación de la historia | 174
Los modos geométrico y lingüístico | 175
Los símbolos heredados y universales | 177
Las neurosis actuales | 178
El lenguaje fundamental | 179
La subsistencia semántica | 181
A manera de síntesis | 183
Complejo de edipo. Intervenciones en Una mesa redonda
(2008 [1981]) | 186
Definición del complejo de Edipo. Sobre la afirmación freudiana del complejo de Edipo como complejo nodular de la neurosis y las críticas posfreudianas que postulan, en cambio, la centralidad de la problemática del narcisismo | 187
Sobre la relación entre lo edípico y lo preedípico | 192
Algunas cuestiones sobre el complejo de Edipo | 194
Sobre el complejo de Edipo completo y la amenaza de castración | 198
Sobre la necesidad de definir lo preedípico | 202
Prólogo de Psicoanalisi e cancro
(1981) | 204
Acerca de algunas críticas a psicoanalisi e cancro y Corpo, affetto e linguaggio
(1983 [1982]) | 208
I. Modelos implícitos en lenguajes distintos | 210
II. Metodología | 214
III. Estadística | 217
IV. Presentación de casos clínicos | 219
V. La teoría psicoanalítica | 225
VI. El lenguaje del órgano | 229
VII. El psiquismo inconciente | 233
Introducción al debatede la película Los unos y los otros
(1995 [1982]) | 239
Reflexiones psicoanalíticas sobre el filme Plata dulce de Héctor Olivera
(1995 [1982]) | 250
Intervención en el debate de la película Las dulces horas de Carlos Saura
(1995 [1983]) | 262
Reflexiones sin consenso
(1995 [1983]) | 272
La pulsión | 274
El complejo de Edipo | 286
Narcisismo | 308
Los afectos | 328
Al lector de psicoanálisis: Presente y futuro
(1983) | 348
Bibliografía | 352
Acerca de la localización y el momento de la enfermedad somática
(1978)
Referencia bibliográfica
CHIOZZA, Luis (1978f) “Acerca de la localización y el momento de la enfermedad somática”.
Ediciones en castellano
IX Simposio del Centro de Investigación en Psicoanálisis y Medicina Psicosomática, cimp, Buenos Aires, 1978, págs. 84-89.
Eidon, Nº 8, cimp-Paidós, Buenos Aires, 1978, págs. 75-82.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1995 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1995.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1996 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1996.
L. Chiozza, Presencia, transferencia e historia, Alianza Editorial, Buenos Aires, 2000, págs. 19-24.
El espacio y el tiempo
1. La noción de espacio deriva primariamente del ejercicio de los órganos sensoriales en la relación con un mundo de objetos percibidos como cuerpos que ocupan un lugar de manera inexorable. La teoría que nace de este modo constituye la física. Materia, cosa, naturaleza y ser son conceptos que derivan fundamentalmente de la física.
2. El llamado mundo interior, o el “aparato psíquico extenso” que, de acuerdo con Freud (1940a [1938]*), constituye la primera hipótesis fundamental del psicoanálisis, implica la existencia de un espacio construido de manera imaginaria. Si aceptamos que un espacio virtual (como ocurre, por ejemplo, con el que existe entre las pleuras visceral y parietal) es un espacio potencial, un espacio que puede transformarse en actual y tangible, el espacio imaginario no alcanza la categoría de un espacio virtual.
La noción de que el espacio psíquico es interior es igualmente imaginaria. El adjetivo “interior”, utilizado para cualificarlo, y su consecuencia inmediata, la utilización del calificativo “exterior” para distinguir al espacio físico, sensorialmente presente, no aluden por lo tanto a una diferenciación entre dos categorías distintas dentro de una misma percepción sensorial de la realidad, sino a una imagen simbólica, representativa, intelectual, sobre la existencia del yo como una “membrana” que separa dos espacios y dos mundos.
Esta representación es una metáfora que proviene de la contemplación de un adentro y un afuera en el cuerpo físico de un organismo vivo, y su confusión con una fuente primaria del conocimiento, es decir con aquello que algunos filósofos denominan una evidencia básica, es perjudicial. La vida que cada uno experimenta como propia, o las emociones y pensamientos, sean concientes o inconcientes, no están más adentro del hombre que contemplamos de lo que la historia de Francia está dentro de Francia o la biografía de Napoleón dentro de Napoleón. Emociones, pensamientos, historia y biografía son conceptos que nada tienen que ver con el espacio. No son cuerpos y, por lo tanto, no ocupan un lugar. A lo sumo podemos afirmar que les suceden a (o suceden con) determinados cuerpos mientras estos últimos ocupan un determinado espacio.
3. La noción de tiempo deriva primariamente de la vivencia de un transcurso. Esta vivencia depende de la función de un recuerdo, como posibilidad de evocar una presencia-en-ausencia de la cualidad perceptiva, cualidad que, de acuerdo con Freud, depende de los llamados “signos de realidad objetiva” (Freud, 1950a [1895]*, pág. 370). Se constituye así aquello que, en sentido amplio, llamamos representación. La teoría que nace de este modo constituye los fundamentos de una ciencia histórica genuina, liberada de una dependencia hacia la física que, en lugar de fecundarla, contribuye a distorsionar su verdadero sentido. Idea, importancia, cultura y padecer son conceptos fundamentales de esta historia genuina.
La afirmación de que la noción de tiempo deriva primariamente de una vivencia más que del ejercicio de una percepción, resulta a un mismo tiempo trascendente y subversiva del orden habitual.
4. El llamado “tiempo objetivo”, o “tiempo físico”, es un tiempo construido, transformado, representado, percibido o medido, mediante su conversión artificial en espacio. El reloj (todos los relojes, sean naturales o artificiales) es un aparato que convierte la noción tiempo en la noción espacio. Es un proceso forzado de objetivación que hace presente el tiempo al ejercicio de la percepción “objetiva”, pero al precio de transformarlo en un “tiempo secundario” que sólo es un símbolo del tiempo patente a la vivencia. Sorprende pensar que este tiempo físico objetivo no es otra cosa, como tiempo, que un tiempo imaginario; pero, sin embargo, es obvio. Podemos comprender así el sentido pleno de la afirmación –coincidente en Weizsaecker (1946-1947, 1950) y Ortega y Gasset (1932-1933)– acerca de que la vida no transcurre en el tiempo, sino que, por el contrario, es el tiempo el que ocurre en la vida1.
Las dos preguntas de Weizsaecker
Cuando Freud relata su interpretación psicoanalítica de la enfermedad de Isabel de R. (Freud y Breuer, 1895d*), él mismo se sorprende, acostumbrado a la terminología científica de la biología y la medicina de su época, por el carácter literario que su historial adopta. Y necesita justificarse, alegando que la razón de semejante estilo depende de la peculiar manera de ser de los hechos tratados.
Han pasado los años, y en el desarrollo de la teoría psicoanalítica, esta consigna de Freud no ha despertado una atención acorde con la importancia que posee. Llevados por la idea de que el único conocimiento genuino es el conocimiento que llamamos científico, y entendiendo por ciencia sólo aquello que deriva, en última instancia, de la ciencia física, hemos perdido de vista sectores enormes de lo que constituye una sabiduría verdadera. Sabiduría que, a pesar de que no cabe entera en lo que conocemos a partir de la física, y se encuentra incómoda y deformada en el continente estrecho de lo que conocemos por lógica (Bateson, 1972; Chiozza, 1970m [1968]; Green, 1972; Waddington, 1977), no deja por eso de seguir constituyendo un conocimiento genuino.
Se han escrito muchas páginas, pero, en general, objetos y mecanismos, impulsos, funciones y estructuras (entre ellas también el lenguaje), son los “protagonistas” que tejen un suceso cuyo lugar de ocurrencia es concebido como un “aparato extenso” o, cuanto más, como el “campo dinámico” de una relación que, aunque se afirme que ocurre entre personas, no alcanza para disimular el hecho de que en la teoría no se encuentra suficiente espacio para ubicar a un sujeto.
La antigua denominación de “historial” ha caído en desuso y suele ser reemplazada por la “presentación de un caso”. El “caso” es siempre un caso de “algo”; y ese “algo”, generalmente un diagnóstico, pero a veces también un mecanismo (por ejemplo, hipocondría, impotencia o predominio de la identificación proyectiva), es siempre un abstractus conceptual y racional que, inevitablemente, mutila y, por lo tanto, distorsiona la realidad vital considerada. Nada habría que objetar a formulaciones semejantes que, por otra parte, nos han enriquecido con multitud de conocimientos operantes y valiosos, si no fuera porque en ese camino se han perdido otras formas del existir y es menester y urgente el volver por ellas.
Si reflexionamos en la observación de Freud acerca del carácter literario que adquiría espontáneamente su pretensión de relatar escuetamente los hechos de su ciencia nueva, y también sobre qué es lo que tienen de común la literatura y los acontecimientos que constituyen la materia prima de la ciencia psicoanalítica, caemos en la cuenta de que la manera en que el psicoanálisis interpreta la enfermedad lo conduce al descubrimiento de un significado (reprimido e inconciente) que sólo tiene sentido en la medida en que se lo identifica como el drama de una persona atravesando una peripecia en el conjunto que constituye la historia de una vida que experimenta su propia existencia.
Frente a los desarrollos derivados de una física que pretende explicarnos el cómo ocurre lo que ocurre, el resultado de la interpretación psicoanalítica nos ofrece siempre además una historia que nos permite comprender al mismo tiempo el porqué de la localización que la enfermedad adopta y el porqué del momento en que aparece. Como ejemplo de lo que acabamos de afirmar, basta recordar el historial de Isabel de R. recientemente mencionado.
Weizsaecker (1946-1947), frente a la enfermedad somática, reformula de manera rigurosa este doble interrogante que en Freud queda tácito, y se pregunta: ¿por qué precisamente aquí? (en este lugar del cuerpo, y no en otro) y ¿por qué precisamente ahora? (y no antes o después). Estas dos preguntas, que testimonian de manera dramática acerca de la insuficiencia de nuestros principios explicativos habitualmente fundamentados en las leyes que relacionan causas y efectos, reintroducen, en el intento de comprender el significado de la enfermedad, las nociones de espacio y de tiempo.
El dolor en la cara de Dora
En “El trecho del dicho al hecho. Introducción al estudio de las relaciones entre presencia, transferencia e historia” (Chiozza, 1977c), examinando la interpretación que hace Freud del dolor que Dora sufre en la cara quince meses después de haber finalizado el tratamiento, subrayaba que la bofetada que Dora había propinado al señor K permitía comprender la localización del síntoma, mientras que las noticias que acerca de Freud Dora había leído en un periódico, nos orientaban sobre el momento de aparición del malestar. Una interrelación curiosa, que me propongo retomar ahora, llama entonces la atención. Es importante analizar, desde el punto de vista que venimos desarrollando, dos elementos en el entretejido de esta “conversión” somática.
La bofetada fue un suceso que se realizó como un acto materialmente ejecutado y sensorialmente percibido, y pertenece como tal al universo de acontecimientos de los cuales hemos dicho que deriva, de manera primaria, la noción del espacio fundamental, el de la ciencia física.
La lectura de las noticias sobre Freud que el periódico publicara también pertenece, aparentemente, a este universo con el cual el yo se vincula a través de los sentidos. Tal lectura constituye, para usar una expresión habitual en Freud, “un suceso real”. Sin embargo, a poco que meditemos, encontramos importantes diferencias entre el acto de propinar una bofetada y este otro constituido por la lectura de una noticia. La primera ejecución despierta la idea de un movimiento pleno, de un ejercicio corporal completo en el cual, aunque quede comprometida una significación que influye en la magnitud y en la calidad de la injuria, el aspecto material, implicado en la percepción polifacética de sus efectos, es sobresaliente. La lectura de las noticias pertenece a otro universo. Aquí no cabe duda de que lo sobresaliente es el recuerdo, la idea o la representación que, por lo menos al principio, no comprometen una “descarga” a plena cantidad.
Es cierto que, como Freud afirma, nadie puede ser matado “in absentia o in effigie” (Freud, 1912b*, pág. 105), y que fue la lectura del periódico, como “suceso real”, el mordiente que reactualizó la transferencia, pero también es cierto que, como suceso material, hubiera sido insignificante de no mediar la significación que recibió precisamente por obra de la transferencia (que no es otra cosa que la transformación de un “recuerdo inconciente”). Dijimos antes que en este universo de la significación y del recuerdo, al cual pertenecen la vivencia del transcurso y también su contraparte: la perpetuación eterna del pasado y la constante presencia del futuro, se genera de manera primaria la noción del tiempo fundamental, el de la ciencia histórica genuina.
La bofetada que nos permite comprender la ubicación espacial del dolor en la cara de Dora es una cosa física. A la noticia leída, en cambio, le ha sido atribuida una importancia que nos permite comprender el momento de la aparición del síntoma, como la adjudicación o la llegada de un tiempo cualitativamente significado: la hora de la venganza y la expiación.
Es necesario preguntarse ahora: ¿debemos atribuir a una coincidencia casual el hecho de que el factor que fue experimentado en el “universo del espacio físico” permita comprender la localización en el cuerpo y el factor que fue experimentado en el “universo del tiempo histórico” nos permita comprender el momento de la vida en que el dolor aparece? Las observaciones futuras dirán la última palabra.
Resumen
Eidon, Nº 8, cimp-Paidós, Buenos Aires, 1977, págs. 81-82.
En el presente trabajo, mediante la utilización de la teoría psicoanalítica, se reexaminan los conceptos de espacio y de tiempo y su importancia en cuanto a la consideración de los fenómenos que pertenecen a la enfermedad. Se reintroduce también el tema fundamental planteado por Weizsaecker acerca del porqué precisamente aquí y el porqué precisamente ahora en lo que respecta a la configuración de un trastorno patológico particular.
A partir del dolor que Dora experimenta en la cara quince meses después de haber interrumpido su tratamiento con Freud, se estudian las condiciones que determinan la localización y el momento de aparición de la enfermedad que la percepción grosera registra como somática.
Se concluye planteando de manera provisional una hipótesis que necesita posteriores observaciones que conduzcan a una elaboración más profunda. Tal hipótesis consiste en que el factor que fue experimentado en el “universo del espacio físico” permite comprender la localización en el cuerpo y el factor que fue experimentado en el “universo del tiempo histórico” permite comprender el momento de la vida en que el trastorno aparece.
Comentario introductorio Al debate sobre la Película Providence
(1978)
Referencia bibliográfica
CHIOZZA, Luis (1978g) “Comentario introductorio al debate sobre la película Providence”.
Ediciones en castellano
L. Chiozza, Trama y figura del enfermar y del psicoanalizar, Biblioteca del ccmw-Paidós, Buenos Aires, 1980, págs. 381-386.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1995 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1995.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1996 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1996.
El contenido de este artículo corresponde a la participación del autor en el debate organizado por el Centro de Investigación en Psicoanálisis y Medicina Psicosomática, en noviembre de 1978.
El cine es una nueva forma, polisensorial, del arte, a través de la cual nos enfrentamos con nuevos significados y emociones. Frente a una película como Providence se experimenta la necesidad de hablar acerca de ella y, tratándose de una reunión entre psicoanalistas, hablar ante todo de aquello que permanece inconciente. Vamos a introducir algunos temas especialmente significativos, postergando la tarea de la búsqueda de un sentido unitario y esencial.
El tiempo y el sueño
El tema de Providence, como ocurre en los sueños, trasciende nuestra idea habitual del tiempo como decurso sucesivo ordenado. Las cosas que suceden retornan. El cáncer, el amor, la relación entre padres e hijos. Los recuerdos crean el pasado. Los deseos y temores inventan un futuro. Cuando al final del filme se “recupera” el orden lógico, todo parece adquirir su lugar “verdadero” y uno puede sentir que “recién ha comprendido”, pero: ¿es realmente así o lo que entonces se entiende no constituye lo esencial?
La realidad y la ficción
¿Qué fue lo que sucedió “en serio” y qué pertenece al teatro o la novela? Es muy difícil decirlo si uno se pregunta al mismo tiempo qué significa o qué significó aquello que ha sucedido. Tampoco es fácil de establecer qué significa lo que ahora se vive. Pero además: ¿cuántas veces se vuelve a vivirlo? ¿Las cosas importantes no son acaso siempre las mismas que vuelven una y otra vez y que, sin embargo, en cada una de esas vueltas son al mismo tiempo distintas? Quien contempla las imágenes eróticas del templo de Kajuraho se sorprende al comprobar que la sexualidad, esa gigantesca “usina” del sentido de la vida, era, hace miles de años, la misma de hoy. El sempiterno flujo y reflujo del encuentro y desencuentro entre el hombre y la mujer impregna desde el comienzo a Providence.
La relación entre hijos y padres
Cuando un hijo lucha con su padre: ¿es “en serio” o “es un juego”? Lo que vemos en Providence: ¿es la vida o es “sólo una película”, es decir una ficción? Se trata en todo caso de un campo intermedio, entre la vida y la ficción, que admite una importancia variable. Hay símbolos en defensa de los cuales se está dispuesto a morir aun, a sabiendas de que no son, ellos mismos, las cosas que sólo representan. Es que la representación es, en esos casos, efectiva, y si la vida no se juega en el terreno del símbolo, se jugará de todos modos, en el instante siguiente, sobre las cosas mismas.
En el juego de la lucha generacional, como en todo juego, existen la trampa y la mentira, que deben intervenir en una mesurada proporción. El que dice que nunca miente está mintiendo, pero el que nunca dice la verdad no puede jugar ni puede mentir eficazmente. El padre que se deja ganar hace trampas. El que se resiste a luchar también las hace. Vencer o ser vencido es inevitable. El mejor padre terminará siendo vencido, puesto que su éxito de padre otorga a su hijo el poder de superarlo. Es una lucha desigual en un campo asimétrico que se torna simétrico, a pesar de todo, ante la reversibilidad del rol o personaje que ambos ejercen. El padre siempre es, al mismo tiempo, hijo, y el hijo es padre. Pensarse en uno solo de los roles es una ilusión. La envidia, además, es mutua. En Providence se ve admirablemente la envidia del padre viejo y niño frente a la pareja que forma su hijo abogado, joven y fuerte; hijo que conserva dentro de sí la envidia frente a ese padre gigantesco representado todavía en la figura del anciano enfermo.
La alternancia frente al “estilo” de la sexualidad
Dos maneras de la sexualidad alternan en el padre y el hijo. Fidelidad, deber, juicio, ciencia, saber y mesura constituyen la vida del hijo que es fiscal en la acusación desde siempre, ya desde su posición dolorosa de pobre niño juicioso que busca un “lenguaje moral”. Pasión, entrega, desmesura, arte y bohemia configuran la vida del padre. Ambos son rivales que se desprecian, se envidian, se odian, se acusan y se sienten culpables. Ambos son amigos que se necesitan y se aman. El altruismo y el egoísmo complican esta polaridad que se estructura en un círculo que se retroalimenta hasta la paradoja. Por un lado, egoísmo, propiedad privada, enamoramiento, fidelidad, conducen al altruismo. Por el otro, altruismo, amor compartido, destrucción de la familia, hijos naturales, sustitución de los objetos de amor, conducen al egoísmo. En ambos, la arrogancia y la vanidad alternan con la dignidad y el orgullo. Ambos nos enfrentan con el abismo insondable de una misma pregunta: ¿qué significa “yo”?
El cáncer
El tema del cáncer nos enfrenta nuevamente con la noción de una crisis en el concepto de individualidad. El cáncer como anarquía celular, como desorganización y como enfermedad, sólo tiene sentido considerado en función del individuo que denominamos hombre en su carácter de animal pluricelular. En la medida en que el concepto de unidad indivisible, que constituye la noción de individuo, abarque otra estructura, el “propósito” del desarrollo canceroso cambia de significado. Puede entonces perder, por ejemplo, las características de anárquico. El cáncer, como producto de una sexualidad insatisfecha, representa al mismo tiempo la satisfacción de otro tipo de sexualidad. Providence nos otorga, en un riquísimo concierto de significados, la posibilidad de contemplar muchos de estos contenidos. El cáncer aparece como un adecuado representante de esa pasión polimorfa que se expresa también en la múltiple combinatoria de una misma temática en personajes distintos. Su lugar de ubicación, el recto, simboliza ese tipo de convivencia humana que se presenta como necesidad de control de los “objetos” y las características posesivas del vínculo que se establece con ellos. El cáncer mismo ocupa en la trama el lugar de un objeto “querido”. Además, es esposa “sacrificada” y suicida, y es Molly, que morirá a plazo fijo. La relación que se establece con él es simbiótica. El temor y el dolor que lo acompañan quedan, de un modo muy evidente, erotizados. El inodoro sobre el cual el personaje central defeca y sufre dolor y la cama en la cual se revuelca y se coloca el supositorio analgésico son también los lugares del placer con que sueña, en la atmósfera oniroide creada por el vino y los medicamentos, las vicisitudes de su novela-delirio.
Tenemos una versión surrealista de esta misma temática, la de la muerte mezclada en la vida, en la constante representación de los soldados que vigilan y conducen a los viejos, empobrecidos y débiles. También en el viejo del bosque, cubierto de pelo animal. Las fuerzas de la voluntad y del deseo ofrecen el espectáculo de un combate constante.
La incomunicación
Lo no vivido y lo vivido, el joven y el viejo, quedan incomunicados entre sí. Esto se debe al carácter intransmisible de la experiencia, que siempre, en cada nueva vida, se inaugura otra vez desde el comienzo. Por esto se dice: “¡Si el joven supiera y el viejo pudiera!”. Pero el padre, que es adulto, se torna “niño” en la ancianidad, mientras que, al mismo tiempo, el hijo se hace adulto. Así, en este intercambio, ambos pierden y ganan sabidurías distintas. El niño y el anciano equilibran la alternancia de los roles paterno y filial en cada vínculo concreto entre un padre y un hijo. El viejo con cara de feto prefigura la imagen de un feto con cara de viejo, ambos permanecen lejos de la realidad material que el adulto valora y su sabiduría se acerca a la de la vida inconciente. Llegamos a una de las escenas finales de Providence. La patética discusión que desemboca en las palabras un poco excesivas del padre y en la cólera silenciosa del hijo (cólera que a un mismo tiempo se satisface y reprime en un brindis por la longevidad del padre), y la tristeza, la angustia y la culpa que se apoderan de ambos (antes, durante y después de la escena), son una adecuada representación de esta inevitable y dramática oposición complementaria de puntos de vista que mutuamente se excluyen.
La muerte
Si el nacimiento de la conciencia individual se experimenta como puro deseo e ignorancia, la muerte, que es la total ausencia del deseo, es también el momento en que esa conciencia posee su mayor sabiduría. Por eso el feto y el viejo, que se parecen, también se diferencian en su relación con lo inconciente. No es casual que Providence, que comienza con la maravillosa filmación de un pino majestuoso y admirable, solemne representación de la vida inconciente que se regocija y se afirma en cada una de sus múltiples y vigorosas ramas, finalice con la escena de un cumpleaños que se preanuncia como el último. Los regalos al anciano son objetos hermosos e inútiles. Su vida ya casi no contiene deseos materiales. Ya no verá nacer a su última novela, todo su esfuerzo creativo se encamina hacia la búsqueda de una muerte que corone su vida dignamente, dado que, la muerte, que en el último acto cierra la vida, en ese instante la resignifica por entero.
La depresión en clínica médica
(1978)
Referencia bibliográfica
CHIOZZA, Luis (1978l) “La depresión en clínica médica”.
Ediciones en castellano
Rubén C. Piedimonte y colab., La depresión, la vida y el médico, Merck Sharp & Dohme International, Buenos Aires, 1978, págs. 53-58.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1995 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1995.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1996 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1996.
1) La depresión en el paciente que acude a un clínico, ¿es producto de su condición de sujeto doliente, o su constitución es más compleja y trasciende el hecho de sentirse amenazado por el sentimiento de enfermedad?
Indudablemente, el hecho de que un sujeto sufra una enfermedad somática condiciona, muchas veces, un estado depresivo que depende de la situación previa en la cual ese sujeto se hallaba. Pero este aspecto, que forma parte de la llamada patoneurosis, no es el más interesante en cuanto a la relación entre enfermedad somática y depresión. Un campo menos conocido, que constituye una invitación abierta a la investigación y que puede brindarnos nuevos enfoques terapéuticos, se haya constituido por el hecho de que la enfermedad somática es una forma en que puede manifestarse un estado depresivo inaparente. Además de considerar a la depresión como la consecuencia de una enfermedad somática, se trata aquí de comprender a la enfermedad somática como el posible desenlace de una depresión encubierta. La enfermedad somática es, pues, desde este punto de vista, interpretada como un desarrollo equivalente de la depresión a la cual puede sustituir por completo o sólo parcialmente. Hay mucho por decir sobre este asunto y no es este el lugar adecuado para hacerlo, pero cabe señalar que durante el estudio psicoanalítico de los enfermos orgánicos uno va fortaleciendo cada vez más la convicción de que la enfermedad somática (cualquier enfermedad somática), además de constituir un intento defensivo, comporta un aspecto de autoagresión inconciente que es un equivalente “corporal” de la melancolía.
2) En clínica médica, con frecuencia oímos hablar de las depresiones de distintas etiologías: órgano-dependientes, hormono-dependientes, psicológicas, etc. ¿Participa usted de tal nosografía o supone un origen más relacionado con la estructura del sujeto en cuestión? En otras palabras, ¿podemos imaginar la conjugación orgánico-psicológica como las falsas dos caras de una cinta de Moebius?
Como se deduce de la respuesta anterior, estoy de acuerdo con el sentido hacia el cual la pregunta se dirige. Cuando el médico, frente al paciente en el cual constata la existencia de una enfermedad somática, se encuentra al mismo tiempo con una depresión melancólica, ya sea franca o incipiente, inevitablemente le ocurre que, en su campo de trabajo objetivo, se le ha introducido el enfermo en calidad de sujeto.
Este tema, del cual se ha ocupado fundamentalmente Weizsaecker, va por supuesto mucho más allá de las consideraciones acerca del origen o la etiología de la depresión, aunque refiramos el origen a la estructura del sujeto en cuestión.
El esquema etiológico mencionado en su ítem de órgano-dependientes, hormono-dependientes, psicológicos, etc., una vez examinado, resulta, más que inexacto, totalmente insuficiente y por más de una razón. En primer lugar, no constituye un esquema que abarque una realidad homogénea. Etiología y dependencia, por ejemplo, son conceptos muy distintos. En segundo lugar, es necesario tener en cuenta que en el tema de la psicología el pensamiento etiológico no tiene la misma importancia destacada, ni desde el punto de vista teórico ni práctico, que adquiere cuando de procesos físicos se trata.
El intento de “suprimir la causa” proviene de una concepción física del mundo que no limita, afortunadamente, nuestras posibilidades de influencia en el campo psicológico. Comprender el significado o, como se suele decir a menudo, los motivos, es todo lo que necesitamos, muchas veces, para nuestra estrategia terapéutica.
En cuanto a la metáfora de la cinta de Moebius –aunque desde un punto de vista me parece pertinente porque apunta a la existencia de una realidad inalcanzable para la conciencia y supuestamente unitaria, en la cual la alternativa entre orgánico y psíquico sería falsa–, no termina de gustarme. La razón por la cual no me atrae esta metáfora ya se encuentra en cierto modo contenida en lo que acabo de decir. El hecho indubitable de que esta realidad, que tenemos muchas razones para suponer unitaria, debe forzosamente manifestarse a la conciencia bajo dos formas tan radicalmente diferentes como lo son lo físico y lo psíquico, me parece un hecho constitutivo del ser humano que no debe ser subestimado. Por eso prefiero la metáfora de las dos caras de una misma moneda que, a pesar de pertenecer a una realidad indivisible, no pueden ser simultáneamente contempladas sin recurrir a un artificio.
3) A veces se observa que la medicación en la depresión produce modificaciones en el ánimo. ¿Usted piensa que se debe a su acción química únicamente o que este es un factor, entre otros que componen el acto de recibir un objeto del exterior en condiciones especiales?
Creo que la acción farmacológica produce modificaciones en el ánimo que dependen también de otros factores (físicos o psíquicos) que no pertenecen a un mosaico homogéneo. Farmacología y fisiología, aun con sus inseguridades con respecto a la realidad “última”, nos ofrecen a veces un panorama aceptable acerca de cómo se producen los efectos. Nada sabemos, en cambio, acerca de cómo lo psíquico influye en lo físico o, mejor dicho, algo sabemos, pero ese algo que sabemos pertenece todo a la elucidación de los mecanismos físicos de acción.
Es decir, lo que sabemos se encuentra totalmente incluido todavía dentro del campo de lo físico. Comprendemos mediante la psicología (en lugar del “cómo” de la física) el “porqué” y el “para qué” lo psíquico influye en lo físico del cuerpo. Si no somos demasiado pretenciosos, debemos reconocer que este otro tipo de conocimiento nos compensa mientras tanto, generoso, por aquel otro todavía inalcanzable. Vale la pena hacer aquí conciente que cuando estudiamos fisiología o farmacología, comprendemos el “cómo” pero no podemos comprender el “porqué” ni el “para qué”. Es necesario que lo dejemos aclarado. Lo admitamos o no, sea conciente o inconciente, cuando comprendemos el “porqué” o el “para qué” de la función fisiológica o del efecto farmacológico, estamos haciendo (si bien es cierto que en una forma nueva) psicología y no fisiología o farmacología, como ciencias derivadas de la física y la química. Nos llevaría muy lejos discutir esto aquí, pero todo lo que es teleología parte de la suposición de una intención que no encuentra cabida, como tal, en el mundo de la física y la química, que son las ciencias a partir de las cuales la biología (y por lo tanto también la fisiología y la farmacología) había desarrollado hasta ayer sus fundamentos científicos.
4) En la actualidad, la depresión está en boga y estaría por verse si se debe a un aumento de ella o a una detección distinta. En nuestros antepasados cercanos, muchos de ellos inmigrantes, era común observar modalidades de vida que hoy muchos denominan depresión. ¿Qué piensa usted al respecto?
Supongo que debe tenerse en cuenta el hecho de que hoy sabemos detectar mejor la depresión y lo hacemos también a través de sus formas derivadas. Lo que sí me parece indudable es que la humanidad, en su conjunto, atraviesa distintas épocas, como le ocurre al individuo cuando vive un tiempo en el cual predominan los aspectos maníacos y otro en el cual predominan los aspectos depresivos.
Creo que en la época en que el hombre desembocó en la industria, gracias al desarrollo de las técnicas de producción masiva recientemente adquiridas, se encontró de pronto (mientras la técnica operaba en el punto óptimo de la curva trazada entre las variables del óptimo técnico de producción y el óptimo económico de las condiciones de mercado, por ejemplo) con un bienestar creciente que favorecía sus aspectos maníacos.
Por la misma razón, creo que en nuestros días “tenemos que pagar las cuotas” de un bienestar técnico que gozamos “a crédito”, y que esto conduciría a la sociedad, en su conjunto, hacia el desarrollo de sus aspectos melancólicos latentes, caracterizados por quejas, reproches, envidias y amarguras. Pero esto, obviamente, es un tema muy complejo que exige un tratamiento interdisciplinario, para evitar caer en errores de apreciación que pueden provenir de la falta de competencia del científico que incursiona solitario en el campo del colega ausente que debía haberle servido de cicerone.
5) Surge aquí una nueva inquietud que deberé dividir en dos cuestiones. Por ejemplo, solemos encontrarnos con profesionales que piensan que ciertas afecciones de órganos o sistemas dan con frecuencia síndromes depresivos. Tal es el caso, entre otros, de la cirrosis hepática. ¿Cómo se explica tal situación?: ¿tomando como base la depresión, se generaría una particular “elección de órgano”, o ciertos órganos o sistemas determinarían una modalidad psicopatológica depresiva?
Dediqué muchos años a estudiar el problema de la existencia de una relación específica entre determinadas afecciones orgánicas y determinadas configuraciones psicopatológicas inconcientes que corresponden, como decíamos antes, a la otra cara de la misma moneda. No creo, sin embargo, que el concepto general de depresión melancólica esté suficientemente discriminado (en términos de fantasías inconcientes) en sus unidades constitutivas como para poder ser específicamente vinculado con un órgano. Dicho en otras palabras: la depresión melancólica es una totalidad demasiado abarcativa de un conjunto muy rico de fantasías diferentes como para poder ser unilateralmente relacionada con un órgano aislado y menos aún con una enfermedad singular, como por ejemplo la cirrosis hepática. Durante un cierto número de años me he ocupado precisamente de estudiar un grupo de fantasías que preferí denominar “hepáticas” porque creo que corresponden específicamente a la “vertiente psíquica” del funcionamiento, ya sea normal o patológico, del hígado. Creo poder decir que hay cierta relación de privilegio entre melancolía y enfermedad hepática. Pero es necesario aclarar que esta relación no debe entenderse en el sentido rudimentario e ingenuo de “relación genética”. Insisto. La melancolía no es el resultado de una enfermedad somática del hígado; ni la enfermedad somática del hígado, el resultado de una melancolía. Lo que me parece haber descubierto es que la enfermedad, considerada como una transformación de la susodicha “moneda” que tiene en su constitución íntima una zona hepática, vista desde la cara física como una alteración orgánica del hígado, corresponde aproximadamente a lo que vista desde la cara psíquica es la capacidad de materializar los ideales, la envidia y la melancolía.
6) Conocemos en general la vinculación existente entre las manifestaciones corporales (somáticas) y los estados anímicos (conflictos psíquicos). El saber popular y el folklore lo manifiestan con toda naturalidad (“me pateó el hígado”, “se me hizo agua la boca”, “se le eriza la piel”, etc.). A pesar de ello, las teorías sobre su traslación o equivalencias son variadas y no siempre claras y convincentes. ¿Puede usted decirnos algo al respecto?
Un ejemplo puede contribuir a completar el pensamiento expresado en la respuesta anterior que anticipa lo planteado en esta pregunta. Dijimos que se trata de las dos caras de una misma moneda que no pueden ser contempladas simultáneamente sino sólo de manera sucesiva. Claro que, como tenemos la posibilidad de recordar, mientras vemos una cara podemos “presenciar” en el recuerdo lo que hay “del otro lado”, aproximadamente en la misma zona “geográfica”.
Agreguemos ahora que cuando recorremos la “geografía” de una de las caras de una moneda particular, nos encontramos con que no todas las zonas son igualmente sobresalientes. Siguiendo con nuestra comparación “geográfica”, digamos que en la moneda número 1, en su cara A, la “América del Sur” no tiene relieve alguno, mientras que en la moneda número 2, siempre en su cara A, encontramos una “montaña” sobre la “América del Sur”. Si damos vuelta ambas monedas para contemplar la cara B, vemos que es ahora la número 1 la que posee el relieve sobre la zona que corresponde aproximadamente a la “América del Sur”. Enunciemos entonces la teoría: el relieve de la cara B de la moneda número 1 es un desarrollo equivalente al relieve de la cara A de la moneda número 2. Con la cara A simbolizamos a lo somático y con la cara B a lo psíquico. El espesor de la moneda corresponde a la representación metafórica de una realidad constitutiva unitaria inaccesible a la contemplación directa. Diríamos que el síntoma somático de la moneda número 2 equivale al fenómeno psíquico de la moneda número 1, o también, que “ocupa su lugar”, que lo expresa o simboliza. Para decirlo en términos de Weizsaecker: lo psíquico imprime al cuerpo así como el cuerpo expresa a lo psíquico. Aclaremos ahora que este esquema rudimentario sólo pretende transmitir lo esencial, a partir de lo cual, es fácil verlo, se ofrecen las posibilidades, mucho más complicadas, de la mutua o recíproca sustitución, representación, interferencia o coparticipación de ambas vertientes en la “morfología” de la moneda.
7) Volviendo a la medicación. No nos es ajeno que una misma droga opera con distinto resultado en sujetos distintos; pero tampoco desconocemos que, muchas veces, en el mismo paciente opera resultados variados según el médico que la administra. Dentro de la misma línea, se observa además la predilección por distintas vías de administración y sus distintos resultados. ¿Qué hay en juego, más allá de la acción química de la droga y de la razón metabólica que explica su vía de ingreso al cuerpo?
Aquí volvemos sobre la respuesta a la pregunta número tres, pero debemos considerar que ahora se agregan dos cuestiones de la mayor importancia. Una es el hecho de la relación médico-paciente, y la otra es la mención de distintas vías de incorporación medicamentosa que suponen otras tantas y distintas zonas del cuerpo.
Si pensamos que distintas “zonas” de la realidad cuerpo corresponden específicamente a distintas fantasías de las que componen la existencia psíquica, ya podemos hacernos una idea de la influencia profunda que sobre el conjunto configurado por un trastorno y su evolución tienen las formas y distintas circunstancias de las vías de administración.
El otro factor mencionado, el de la relación médico-paciente, ha dado origen a la escritura de miles de palabras. Sólo me parece pertinente mencionar ahora que la vida psíquica, en cuanto fantasía, idea, pensamiento y afecto, se expresa siempre como una existencia frente a un “otro” profundamente arraigado en la historia inconciente del sujeto. Y que en el cotidiano encuentro o desencuentro con la multitud de personas con las cuales el enfermo convive (especialmente con el médico en la oportunidad de acudir en su búsqueda), el paciente revive, más allá de lo que quiere y lo que sabe, esa historia de su relación con “el otro de su vida”, ya que la enfermedad, cualquier enfermedad, coincide siempre con una crisis en esa relación íntima, la mayor parte de la cual es inconciente.
8) Desde hace mucho tiempo se han ensayado en las depresiones diversos tipos de cura, muchas veces con fundamentaciones ideológico-científicas opuestas. Existen estadísticas variadas, pero no un consenso común que concuerde en la acción terapéutica. Desde la droga, ECH, insulina, terapias psicológicas, aislamiento asilar, atención de grupo de familia, hormonoterapias, bioterapias, lobotomías, etc., y la filosofía del operador, ¿cómo imaginaría o ejercería usted una cura ideal?
Creo que el problema que se plantea frente a una depresión que se manifiesta por síntomas que conducen al paciente hasta el consultorio del clínico es siempre un problema complejo que muchas veces conduce al médico al borde mismo de la impotencia y la desesperación en cuanto a la terapéutica. Precisamente por esta razón me parece que es necesario poder mantenerse navegando cuidadosamente entre los dos escollos constituidos, de un lado, por el nihilismo terapéutico y el abandono del paciente y, del otro, por la sobreabundancia de procedimientos dudosos y hasta perjudiciales que frecuentemente se dirigen, de modo inconciente, hacia la finalidad de disimular el sentimiento de fracaso y de impotencia que el médico tiene, más que al propósito de ayudar genuinamente al enfermo. Dicho en otras palabras: frente a un enfermo que tantas veces se presenta como una tarea difícil, no debe a priori desestimarse ningún procedimiento, pero debe tenerse especial cuidado frente al peligro en que el médico incurre cuando, motivado por las mejores intenciones, se deja arrastrar hacia el establecimiento de terapéuticas ilusorias que en el fondo constituyen una forma de superstición disfrazada con el ropaje de la ciencia y que no siempre son inocuas.
A pesar de que mi experiencia en ese campo es escasa, sé que la terapéutica medicamentosa brinda muchas veces una ayuda real.
Procedimientos más agresivos, tales como la lobotomía, me parecen mucho menos justificados. Creo que en realidad se trata, ante todo, de la instalación definitiva de un fracaso y de la “solución” de un problema para el entorno del paciente (incluido en este entorno el propio médico), más que de una ayuda real al paciente mismo. Sin embargo, como dije antes, este es un campo muy complejo sobre el cual es muy difícil sentar conclusiones generales alejadas del caso particular, cuyas posibilidades de combinación de variables son prácticamente infinitas. En todo caso, debemos tener muy especialmente en cuenta que el principal objetivo, el más ambicioso, el que apunta hacia el difícil logro de una restitutio ad integrum, se encuentra constituido (hasta el día de hoy) por una psicoterapia psicoanalítica realizada en el campo de una relación transferencial prolongada. Para cumplir con este objetivo se hacen necesarias ciertas condiciones hacia las cuales hay que tender pero que no siempre se logran. Sin embargo, el hecho de que a menudo no se logren, no debe conducirnos hacia el dificultar, todavía más, ese objetivo con estrategias aparentemente muy justificadas en la práctica pero que tienden a simplificar cada vez más los problemas, tranquilizando nuestra conciencia mediante el procedimiento de hacernos perder de vista el objetivo principal no siempre tan inalcanzable como parece. La posibilidad depende especialmente de la conciencia de enfermedad que el paciente posea y de que la formación del médico al cual éste consulta lo capacite para poder orientarlo sin desilusionarlo con consejos ingenuos e inútiles, sin ofenderlo tampoco con interpretaciones extemporáneas o con la recomendación de un psiquiatra “como si se tratara de un loco”. Este último peligro se atempera cuando el médico clínico toma por norma explícita el explorar el psiquismo de todos sus enfermos como sucede generalmente con la fórmula sanguínea. Este examen, como ocurre con tantos otros en clínica médica, exige una formación especial del médico o recurrir al colega que la tenga. Es imprescindible comprender esto y, afortunadamente, aunque todavía son pocos (frente a la enorme importancia de un asunto que como éste se presenta cotidianamente), cada vez son más los colegas que adoptan este temperamento, evitando de este modo fracasos repetidos en la relación médico-paciente.
Es necesario tener en cuenta que la enfermedad somática, o la teoría que el paciente tiene acerca del origen somático de una enfermedad, constituye frecuentemente la mejor solución que éste ha encontrado para no precipitarse en una depresión melancólica más intensa, acompañada muchas veces de una angustia intolerable. De ahí que el paciente manifieste una ambivalencia que resulta desconcertante para el médico que no la comprende adecuadamente. Mientras concientemente concurre al consultorio para que se lo cure de su enfermedad o sus síntomas somáticos (evidencia de una quiebra o falla en su estructura defensiva), inconcientemente desea lo contrario (que se modifique su defensa) y por lo tanto, sin saberlo, contrariará permanentemente cuanta terapéutica “amenace” con aliviarlo de sus trastornos orgánicos. En este campo preciso, se hace evidente que la salida viable se encuentra en la mayor capacitación del médico para interpretar la complicada arquitectura de los conflictos inconcientes.
9) Conozco –y comparto– su tendencia a no entender los trastornos de un sujeto, en nuestro caso la depresión, como hechos aislados, sino en interrelación con el medio y, más que esto, con los personajes que lo constituyen. En este sentido, aunque invirtiendo la perspectiva, ¿cuál es la acción del médico en la cura y en especial en el acto de administrarle alguna sustancia curativa? En otras palabras, ¿qué otra cosa hay en juego que no sea el hecho biológico en la relación médico-paciente?
Me parece que para poder construir una respuesta sobre esta pregunta, deberíamos definir primero cuál es el alcance que le asignamos a la palabra “ecología”. En un sentido restringido suele entenderse por ecología el sutil equilibrio que se ha descubierto como un existente insospechado que vincula a las más diferentes formas vitales. Sin embargo, en nuestros días adquiere cada vez un mayor número de adeptos la tesis que ve en la ecología de las formas biológicas algo más que una interrelación de mecanismos. Podemos hablar entonces de ecosistemas o mejor aún, junto con Bateson, de una “ecología de la mente” que trasciende, a un mismo tiempo que la noción de interrelación de mecanismos de supervivencia, la noción misma de sistema lógico, para abarcar en su campo operativo la “trama de la vida” como retículo gestáltico que, de acuerdo con la idea de Goethe, “siempre es algo más de lo que podemos decir de él en un momento dado”.
De más está decir que, entendiendo a la ecología como un caso particular de este retículo más amplio, la relación médico-paciente (si queremos beneficiarnos con una apertura hacia otras posibilidades de la terapéutica) debe ser categorizada como un encuentro o desencuentro entre dos puntos nodales de esa trama inconciente de la cual formamos parte. La teoría psicoanalítica de la transferencia-contratransferencia constituye uno de los primeros pasos que avanzan en esa dirección, pero, indudablemente, estamos todavía sólo en los comienzos.
El tema de la relación entre depresión y cultura forma parte del otro más amplio que vincula la cultura con el conjunto de la existencia anímica individual. A lo que ya dije como respuesta a la pregunta cuatro, sólo voy a agregar, ahora, que atravesamos una época muy particular, dentro de la cual empezamos a percibir los efectos de una creciente desconfianza hacia el mundo de la técnica, sólo en parte justificada. Sucede que el desarrollo al cual la técnica nos ha conducido se encuentra tan poblado por adquisiciones muy valiosas, que se nos hace imposible prescindir de ella sin renunciar, al mismo tiempo, a logros que no pueden ser abandonados sin una grave pérdida para la humanidad.
Por otro lado, estos desarrollos nos enfrentan con consecuencias desagradables que sólo pueden soportarse con grandes sacrificios. Pero también, y esto es lo más importante, el entusiasmo por la técnica nos conduce hacia insuficiencias del pensamiento y, por ende, del desarrollo humano, que sólo en nuestra época empiezan a hacerse concientes a partir del análisis de las manifestaciones que constituyen los productos de verdaderas “enfermedades” del cuerpo social. La relación que este “malestar en la cultura” mantiene con el fenómeno de la depresión individual no necesita ser subrayada.
Antes de finalizar quiero hacer una muy breve reflexión con respecto a la relación entre el título que lleva este diálogo, “La depresión en clínica médica”, y su contenido. He preferido este desarrollo de los problemas fundamentales implícitos en el tema, al otro, aparentemente más cercano a la realidad cotidiana del enfermo que visita a su clínico, porque, a pesar de las apariencias, estoy convencido de que la discusión profunda de los planteos fundamentales es no sólo el camino más corto, sino tal vez el único viable para deshacer muchos equívocos y, al mismo tiempo, acercarnos a una práctica médica que sea realmente eficaz y científica con respecto a los problemas que este tipo de enfermos plantea.
Prólogo de Ideas para una concepción psicoanalítica del cáncer
(1978)
Referencia bibliográfica
CHIOZZA, Luis (1978m) “Prólogo de Ideas para una concepción psicoanalítica del cáncer”.
Ediciones en castellano
Se publicó con el título “Prólogo” en:
L. Chiozza y colab., Ideas para una concepción psicoanalítica del cáncer, Biblioteca del ccmw-Paidós, Buenos Aires, 1978, págs. 7-16.
Se publicó con el título “Prólogo de Ideas para una concepción psicoanalítica del cáncer” en:
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1995 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1995.
Luis Chiozza CD. Obras completas hasta agosto de 1996 (cd-rom), In Context, Buenos Aires, 1996.
Traducción al italiano
“Prologo”, en L. Chiozza y colab., Psicoanalisi e cancro, Edizioni Borla, Roma, 1981, págs. 17-26.
Con algunas supresiones y el agregado de una extensa nota al pie, este artículo se publicó con el título “Una concepción psicoanalítica del cáncer” (Chiozza, 2001d [1978]). Parte de este prólogo se incluyó en “El hecho y la historia en la ciencia del médico”, apartado II de “Diferencias entre la explicación de la causa y la comprensión del sentido de la enfermedad” (Chiozza, 1980b [1975-1980]), luego publicado independientemente (Chiozza, 1995j [1980]).
La primera cuestión que se presenta atañe al significado de la expresión “una concepción psicoanalítica del cáncer”, con la cual titulamos este libro. ¿Se pretende con esto sostener, ya sea de manera explícita o implícita, que la causa del cáncer puede residir, aunque fuera de un modo parcial, en el terreno de la psicología? ¿Puede una concepción psicoanalítica del cáncer servir de alguna ayuda al enfermo canceroso o evitar que el hombre sano desemboque en esta enfermedad? ¿Cuál es, en todo caso, la experiencia clínica que puede avalar estas ideas?
Comencemos por ocuparnos de “las causas”. El pensamiento causal ha llegado en nuestros días, y gracias al éxito notable de la organización conceptual que constituye el mundo físico y sus leyes, a ser considerado, de modo casi siempre inconciente, como un sinónimo casi absoluto de la ciencia o del conocimiento verdadero.
En medicina, por ejemplo, el saber es habitualmente equiparado con el “saber la causa”. Si no puede conocerse la causa de la enfermedad, su etiología, se buscará la causa de los síntomas, es decir la patogenia, y si una u otra son desconocidas, se intentará, por lo menos, coincidir, en algún punto más o menos lejano de la evolución, con aquellos aspectos de la patogenia que, por ser suficientemente generales, nos permiten identificar alguna causa. El extremo de esta lucha desesperada frente a nuestra ignorancia con respecto a determinadas enfermedades, lo encontramos en la frase: “la muerte se produce por...”, en cuya información intentamos encontrar las armas para proseguir la lucha hasta los últimos momentos.
Acorde con este modo de pensar, la terapéutica será concebida como una técnica de combate con la causa de la enfermedad o de los síntomas. Al hombre que padece la enfermedad y que se encuentra intensamente comprometido con ella, se le solicitará, a lo sumo, que ayude con su “buena disposición” a la tarea del médico, o que le “deje hacer” sin interferir con sus esfuerzos y procurando, mientras tanto, no pensar en el combate que se está desarrollando, ni en sus resultados.
Se abre en este punto un campo enorme, cuyo análisis, que por sí solo merecería un libro entero y sobre el cual se han escrito muchas páginas, nos alejaría del cometido que se proponen estas líneas. Nos interesa en cambio señalar ahora que esta íntima y no siempre conciente asimilación entre saber, ciencia y pensamiento causal es errónea.
Teniendo en cuenta la importancia atribuida al hallazgo de una causa, no debe extrañarnos el que, durante esta búsqueda insistente, habitualmente se incurra (a la manera de quien hace trampas frente a un solitario que no sale) en distorsiones conceptuales de la relación causa-efecto. Una muy frecuente consiste en confundir una relación antecedente-consecuente (que la estadística demuestra como fuertemente predominante) con una relación de tipo causa-efecto. Se olvida entonces que para poder establecer fehacientemente este último tipo de relación, es imprescindible poder explicar “cómo se las arregla la causa para producir el efecto”, es decir, es necesario establecer cuál es el mecanismo de la acción.
También es frecuente recurrir, frente a una insuficiencia explicativa de la relación causa-efecto, a la idea de una pluricausalidad determinante. De este modo, un conjunto de causas mal conocidas (generalmente más supuestas que efectivamente halladas) colabora con la causa establecida, para producir el efecto que a partir solamente de esta última permanece inexplicable. Esta tesis de la pluricausalidad, sin embargo, considerada de un modo riguroso, sustituye la primitiva idea de una “causa” por la idea de una “condición necesaria pero no suficiente”, la cual, aunque nos brinda todo lo necesario para fundamentar una intervención terapéutica (y constituye una descripción más ajustada de lo que encontramos en nuestra experiencia clínica), representa algo muy diferente desde el punto de vista conceptual.
Sería muy largo enumerar aquí las múltiples razones que, desde diferentes sectores del conocimiento, han conducido al hombre de nuestra época a tomar conciencia de que los límites del pensamiento racional no coinciden con los límites de lo que es posible conocer de una manera genuina, es decir, de una manera que permita prever las consecuencias de la acción. Más aún, tal vez precisamente porque en nuestros días hemos alcanzado el punto peligroso en el cual el hombre puede colocar al servicio del conocimiento insuficiente que su razón le brinda, una técnica de impresionante poder, ha comenzado a desarrollarse la conciencia de que la polaridad racional-irracional constituye una falsa alternativa y ha vuelto a despertarse, con un enfoque totalmente nuevo, el interés por aquellas formas del conocimiento que trascienden la estructura del pensamiento lógico.
El lector interesado en profundizar en este tema puede consultar las obras de Gebser (1950, 1951), Bateson (1972), Turbayne (1970), Susan Langer (1941), Watzlawick (1976), Waddington (1977), por ejemplo, cuya solvencia en sus respectivos campos es reconocida.
Lo único que nos interesa destacar ahora, para cumplir con los fines que nos proponemos, es el hecho, enormemente trascendente para la medicina, de que al lado de la posibilidad de explicar mecanismos que implican un tipo de relación causa-efecto (fundamentado en una imagen física del hombre), existe, sin entrar en contradicción con esa imagen física (y sin necesidad tampoco de someterse a ella), la posibilidad de comprender significados que implican un tipo de relación simbólica, fundamentada en una imagen histórica del hombre.
La historia a la cual aludimos en el párrafo anterior no es la ciencia cuya estructura deriva de una concepción física del tiempo, sino, por el contrario, aquella otra cuya organización conceptual surge del tiempo vivido (Minkowski, 1968) como tiempo primordial (Chiozza, 1980d [1979], apdo. “Acerca del tiempo primordial y del espacio ‘interno’”; 2000e, apdo. “El tiempo primordial”) y cuya materia prima no es el hecho físico observado sobre una cosa perceptible, sino el recuerdo relatado, que constituye el acontecimiento histórico sólo en la medida en que compromete, en el terreno del deseo o del temor, una importancia comunicable (Chiozza, 1981f).
Hablar de una concepción psicoanalítica del cáncer no implica por lo tanto necesariamente sostener su psicogénesis. No se trata aquí de negar la posibilidad de esa psicogénesis; se trata de que el concepto de psicogénesis, en sí mismo, es demasiado estrecho.
También se trata, sobre todo, de dejar claramente establecido que el hallazgo de un significado histórico que nos permite comprender la enfermedad como una forma de simbolización vital, no excluye el hallazgo de una causa física que nos permita explicar el mecanismo de su formación. Es necesario insistir además, porque constituye el error más común olvidarlo, que la inversa de la frase subrayada es igualmente válida, y que ambos enfoques juntos, por el hecho de ser complementarios, amplían el campo terapéutico.
Desembocamos así en la cuestión acerca de qué modo puede una concepción psicoanalítica del cáncer ayudar al enfermo canceroso o evitar que el hombre sano desarrolle esta enfermedad.
Podríamos recurrir, como lo ha hecho Freud, a la idea de la existencia de condiciones necesarias pero no suficientes para sostener que, así como sin bacilo de Koch no hay tuberculosis aunque éste no baste para producirla, sin la existencia de la determinada configuración psíquica que presentamos no existe la posibilidad de enfermar de cáncer. Encontraríamos, por lo tanto, en el descubrimiento de estas condiciones (que no se excluyen unas a otras en su intervención patógena), un arraigo suficiente para fundamentar una terapéutica o una profilaxis. Preferimos en cambio insistir en otro punto.
Cuando podemos explicar el mecanismo de una acción, nos encontramos en el camino de desarrollar nuestra posibilidad de intervenir en dicho mecanismo. Así se construye el poder de nuestra técnica. Nuestra actual capacidad para modificar el mundo natural que nos rodea ha llegado de este modo a ser tan grande como para que nuestro intelecto quedara entretenido y subyugado por el éxito más o menos inmediato que acompaña a estos menesteres. Olvidamos así que, de una manera análoga, cuando logramos comprender el significado de un fenómeno que forma parte del universo humano, el acontecimiento mismo de la comprensión del símbolo inicia de manera inevitable el camino de su transformación.
En una época en que la física, la más “objetiva” de las ciencias, ha terminado con el mito del “observador no participante”, debería ser evidente por sí mismo que, más allá de las apariencias superficiales, en el terreno de los significados de una vida humana, comprender una importancia oculta implica inevitablemente hacer historia, es decir, transformar el decurso de esa vida que, enfocada desde este ángulo, se manifiesta como una permanente y críptica realización simbólica.
Llegamos así a la tercera pregunta. ¿Avala la experiencia clínica nuestra pretensión de obtener tales modificaciones? Aquí, en este punto, tropezamos con una dificultad parecida a la que antes hemos señalado: determinados prejuicios que acerca de la ciencia provienen del desarrollo predominante de modelos teóricos tomados de la física, prejuicios en los cuales hemos incurrido debido a que dichos modelos se han mostrado extraordinariamente eficaces.
No debemos confundir, en primer lugar, experiencia con experimento. Mientras que en el terreno que constituye la sustancia de la física (también de la química y de aquella parte de la biología construida con estos modelos) es posible planear un experimento y realizarlo mediante la fijación de un número grande de variables claramente identificadas (gracias a que cada una de ellas puede ser concebida como elemental), en el terreno que constituye el tema de la historia esto no es realizable de la misma manera. Las variables forman parte de una estructura gestáltica que pierde sus propiedades si intentamos descomponerla en sus pretendidos elementos constitutivos. De modo que cuando se trata de comprender la importancia comprometida en una situación vital, en lugar de planificar un experimento es necesario disponerse a vivir una experiencia. Fue Racker (1952, 1960*) el primero que, dentro de la disciplina psicoanalítica, comprendió profundamente este aserto.
Otro prejuicio que es necesario mencionar aquí gira en torno de la estadística. No solamente ocurre que se homologa desaprensivamente casuística con estadística, sin tener en cuenta que esta última implica la identificación y la ponderación muy meditada de las múltiples variables que particularizan cada caso. Demasiado a menudo se piensa que el único modo de saber verdadero, o el único modo de comprobar una hipótesis conjeturada, se encuentra en el acumular un número grande de experiencias.
Nuevamente se comete aquí un error que mutila al pensamiento y a la facultad de conocer, ya que el recurrir a los grandes números es operante para las ciencias que, como la física, pueden componer su teoría con nociones que encuentran una correspondencia más o menos aceptable con cada uno de los elementos en que cierto tipo de realidad tolera ser descompuesta. Las experiencias numerosas suelen ser cortas y aisladas, suelen ser microexperiencias, y no todo objeto de conocimiento se presta para ser tratado de ese modo.