Obras completas de Luis Chiozza Tomo XIII - Luis Chiozza - E-Book

Obras completas de Luis Chiozza Tomo XIII E-Book

Luis Chiozza

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Beschreibung

El Dr. Luis Chiozza es sin duda un referente en el campo de los estudios psicosomáticos, cuyo prestigio ha trascendido los límites de nuestro país. Medicina y psicoanálisis es el tomo inaugural de sus Obras completas, a la vez que una guía y manual de uso de las mismas, cuyos quince tomos se presentan completos en un CD incluido en este libro. Este volumen está pensado con el objetivo de facilitar el acceso al fruto de la labor profesional y académica del Dr. Chiozza, a la vez que permitir una inmediata aproximación a sus principales enfoques y temas de interés. En primer lugar, el lector encontrará una serie de textos introductorios, entre los cuales figura uno del autor, titulado "Nuestra contribución al psicoanálisis y a la medicina". Le sigue el índice de las Obras completas, tal como aparece en cada uno de los tomos que la integran (disponibles en el CD). Luego, la sección "Acerca del autor y su obra", compuesta por un resumen de la trayectoria profesional de Chiozza, un listado de las ediciones anteriores de sus publicaciones y su bibliografía completa. Un índice analítico de términos presentes en los quince tomos cierra el volumen. Esta obra, referencia obligada para los profesionales de la disciplina, sienta un precedente ineludible en los anales de la psicología argentina.

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Luis Chiozza

OBRAS COMPLETAS

Tomo XIII

Afectos y afecciones 4

Los afectos ocultos en la enfermedad del cuerpo

(2001-2007)

Chiozza, Luis Antonio

Afectos y afecciones 4 : los afectos ocultos en la enfermedad del cuerpo . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-599-249-8

1. Medicina. 2. Psicoanálisis.

CDD 610 : 150.195

Curadora de la obra completa: Jung Ha Kang

Diseño de interiores: Fluxus

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de

Obras Completas, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Prólogo de enfermedades y afectos

(2001) | 6

El significado inconciente del lupus eritematoso sistémico

(2001) | 19

Luis Chiozza, Eduardo Dayen, Luis Barbero, Domingo Boari, Catalina Nagy y María Pinto

I. Conceptos fundamentales acerca de la inmunidad | 21

II. El significado inconciente de las enfermedades autoinmunitarias | 30

III. El significado inconciente de las enfermedades autoinmunitarias órgano-específicas | 34

IV. El lupus eritematoso sistémico en la clínica médica | 37

V. Fantasías inconcientes específicas del lupus eritematoso sistémico | 42

VI. Síntesis | 68

VII. Las dos Lucías | 74

Un estudio psicoanalítico del síndrome gripal

(2001) | 83

Luis Chiozza, Gustavo Chiozza, Dorrit Busch, Enrique Obstfeld, Roberto Salzman y Gloria I. de Schejtman

I. Síntesis de los conceptos médicos sobre la gripe | 85

II. Estudio psicoanalítico del síndrome gripal | 94

III. Síntesis | 143

Psicoanálisis de las afecciones micóticas

(2001) | 150

Luis Chiozza, Eduardo Dayen, Oscar Baldino, María Bruzzon, Mirta F. de Dayen y María Griffa

I. Las micosis humanas | 152

II. Los hongos | 156

III. La convivencia con el hongo | 163

IV. Los hongos en la mitología y en algunas costumbres | 165

V. Acerca de la digestión | 169

VI. La capacidad de descomponer | 172

VII. La fantasía de vivir sin el esfuerzo de descomponer | 176

VIII. El humor y la humedad | 181

IX. La incapacidad de descomponer | 184

X. “La mufa” | 189

XI. Resumen | 193

XII. El abandono de Cintia | 199

Un estudio psicoanalítico de la enfermedad de parkinson

(2001) | 205

Luis Chiozza, Gustavo Chiozza, Silvana Aizenberg, Horacio Corniglio, Ricardo Grus y Roberto Salzman

I. Algunos conceptos neurológicos sobre la enfermedad de Parkinson | 207

II. Estudio psicoanalítico de la enfermedad de Parkinson | 236

III. Síntesis | 260

Un estudio psicoanalítico de la anemia

(2008 [2007]) | 265

Luis Chiozza, Gustavo Chiozza, María Bruzzon, Mirta F. de Dayen y Gloria I. de Schejtman

I. Conceptos hematológicos básicos acerca de la anemia | 267

II. El significado inconciente de la anemia | 279

III. Síntesis | 301

IV. La patobiografía de una paciente con anemia | 306

Bibliografía | 314

Prólogo de enfermedades y afectos

(2001)

Referencia bibliográfica

CHIOZZA, Luis (2001l) “Prólogo de Enfermedades y afectos”.

Primera edición en castellano

Con el título “Prólogo” en:

L. Chiozza,Enfermedades y afectos, Alianza Editorial, Buenos Aires, 2001, págs. 9-17.

Enfermedades y afectos reúne en sus páginas los resultados de las recientes investigaciones sobre el lupus eritematoso sistémico, la enfermedad de Parkinson, el síndrome gripal y las micosis. Además, en el primer capítulo, reeditamos un trabajo acerca de las cardiopatías isquémicas (Chiozza y colab., 1983h [1982]), publicado por primera vez en Psicoanálisis, presente y futuro (Chiozza, 1983a), hoy agotado.

Hace ya muchos años que dedicamos nuestros esfuerzos a la tarea de investigar las fantasías inconcientes específicas de distintos trastornos somáticos o, en otros términos, el guión biográfico que corresponde, de manera igualmente específica, a cada una de las diferentes enfermedades que alteran los órganos.

Realizamos la primera de esas investigaciones, dedicada a los trastornos hepáticos (Chiozza, 1963a), en 1963, y continuamos, desde entonces, en esa tarea. Tal como ocurre con la ubicación correcta de las piezas de un rompecabezas, el resultado de cada una de nuestras investigaciones fue revelándonos porciones cada vez más inteligibles del “paisaje de fondo” que vincula, en una trama significativa, cada una de las fantasías específicas que constituyen enfermedades distintas.

No podía ser de otro modo, porque así como la indagación fisiopatológica y el ejercicio de la clínica médica, cuando identifican alteraciones cardiorrespiratorias o vásculo-parenquimatosas, nos llevan desde la enfermedad hacia el enfermo, la clínica psicoanalítica y los estudios patobiográficos nos permitieron comprender, cada vez mejor, los distintos “mosaicos” que la combinación de distintas fantasías específicas “dibuja” en el cuerpo de cada paciente.

Ese proceso no sólo nos ayudó a comprender, desde las fantasías específicas de los diferentes órganos, la individualidad particular de cada enfermo, nos permitió también identificar significados de un mayor grado de generalidad, como los que corresponden a los procesos exudativos o a los esclerosos, que nos ayudaron a bosquejar una teoría de conjunto acerca de los significados inconcientes de las enfermedades del cuerpo.

Cada descubrimiento de una fantasía específica trajo lo suyo, y enriqueció de este modo la teoría con la cual abordamos, inicialmente, nuestras investigaciones. Uno de los jalones más importantes, en ese camino, fue el haber comprendido la relación existente entre la aparición de una enfermedad que la conciencia registra como alteración somática y la “sofocación” de un afecto que, deformado en su clave de inervación, se descarga como una afección cuyo significado psíquico primordial permanece inconciente.

Entre las últimas cuatro investigaciones, que publicamos por primera vez en este libro, el trabajo sobre el síndrome gripal y el que realizamos acerca de las micosis (Chiozza y colab., 2001o y 2001m) nos aportaron, como “cierre” de investigaciones realizadas largos años atrás, un inesperado “regalo” que merece ser descripto en este prólogo, relatando brevemente una historia que puede ser dividida en cuatro partes.

Antes de relatar esa historia debemos al lector una aclaración que evitará malentendidos. Suele pensarse habitualmente que tanto en la escala zoológica como en el desarrollo individual de un ser humano, es decir en las evoluciones filogenética y ontogenética, el cuerpo aparece primero y la psiquis se le agrega después. En la escala zoológica, tal vez cuando se alcanza el estadio de vertebrado mamífero cerebrado; en la evolución individual del ser humano, después del nacimiento.

Dejando de lado el hecho de que, luego de las exploraciones ecográficas de las mujeres embarazadas, ya nadie discute encarnizadamente en contra del reconocimiento de una vida psíquica en el feto, capaz de sentir y conservar “recuerdos” inconcientes, sostendremos aquí, a partir de lo que Freud (1940a [1938]*) consideraba la segunda hipótesis fundamental del psicoanálisis, que lo que caracteriza al psiquismo no es la conciencia, sino la significación, y que la finalidad de una función orgánica (teleología) y su significación inconciente (meta pulsional) son una y la misma cosa vista desde dos ángulos diferentes del conocimiento conciente: la fisiología y el psicoanálisis.

Lo diremos quizás más claramente con las palabras del poeta William Blake (1790-1793): el hombre no posee un cuerpo distinto de su alma, porque lo que llamamos cuerpo es el pedazo del alma que se percibe con los cinco sentidos. Podríamos agregar ahora que llamamos alma al conjunto entero de las finalidades o propósitos que “animan” al cuerpo.

Acabamos de afirmar que, de acuerdo con Freud, la verdadera característica del psiquismo es el significado, y que el fenómeno de la conciencia, considerado habitualmente como la cualidad esencial de los fenómenos que estudia la psicología, muy pocas veces se agrega a estos significados, genuinamente psíquicos, que permanecen inconcientes. Pero no debemos confundirnos en esto. Nuestra afirmación no lleva implícito que un ser vivo, animado por procesos psíquicos inconcientes, puede carecer absolutamente de conciencia. Tampoco afirmamos que la conciencia humana es la única forma posible de conciencia viviente. Nada de esto puede ser probado, ya que ni siquiera es posible probar, tal como lo señalara Freud, la existencia de la conciencia en un otro, humano, que solemos llamar semejante. Pero cuando un perro emite un quejido no dudamos de que siente concientemente su dolor.

Volvamos ahora a la historia prometida. La primera parte ocurrió hace casi cuarenta años, cuando nuestra investigación sobre los trastornos hepáticos nos llevó a varias conclusiones. Sostuvimos desde entonces que:

1) Así como la función de mamar en el recién nacido, es tan importante como para teñir toda la vida mental del bebé, que llamamos lactante porque se encuentra, según decimos en nuestra jerga, en primacía oral, durante una parte, por lo menos, de la vida intrauterina, el feto se encuentra en una primacía hepática.

2) El hígado se adjudica la representación predominante de los procesos mediante los cuales se adquieren de la placenta los alimentos “materiales” y se los usa para materializar las formas que el embrión hereda y que lo conducen a evolucionar desde una sola célula hasta la configuración de un bebé.

3) La función de las vías biliares, y especialmente la de la vesícula biliar, se adjudica predominantemente la representación de los sentimientos de envidia que, cuando permanecen inconcientes y coartados en su fin, suelen descargarse como un trastorno biliar. De allí que, así como la vergüenza se asocia con el rojo a través del rubor, la envidia queda vinculada, en los usos del lenguaje, y en varios idiomas, con el amarillo y el verde.

4) Fenómenos y síntomas como la náusea, la somnolencia, el aburrimiento, el hastío, el fastidio, la “mufa”, el “vacío” existencial, el mareo, la descompostura, lo siniestro, el humor negro, la drogadicción y la anorexia demostraron estar relacionados entre sí y con el fracaso de la acción digestivo-envidiosa sobre los objetos del entorno, acción que se vuelve, entonces, sobre el propio organismo. En un trabajo sobre el opio (Chiozza y colab., 1969c), que publicamos en 1969, seis años antes del descubrimiento de las endorfinas, vinculábamos estos estados con la particular condición que en el lenguaje popular se denomina “opiarse”.

La segunda parte de la historia proviene de la experiencia clínica realizada, desde el año 1972 hasta la fecha, con los estudios patobiográficos, un método encaminado hacia el descubrimiento de la crisis “biográfica” que, en cada vida particular, se oculta detrás de la enfermedad que en ese momento la aqueja. Descubrimos entonces que:

1) Las personas casi siempre viven “para” otras personas, y que detrás de esas otras personas siempre predomina una. A veces es la madre, a veces el padre, pueden ser los dos, pero siempre predomina uno. Esta función de “persona para la cual se vive” se puede transferir sobre una o sobre varias personas, que pasan entonces a representarla. Puede ser un abuelo, el cónyuge, un hijo o, también, un amigo. Puede ser un conjunto, tal como ocurre a veces con “la gente del club”. Dedicamos a los ojos de esas personas las fotos que sacamos durante un viaje, la corbata que nos ponemos con especial cuidado o el automóvil que acabamos de comprar. Muchos de los deseos que experimentamos como propios son sus deseos, o deseos contrarios a los deseos de ellos, y lo mismo ocurre con las cosas que nos parecen bien o nos parecen mal. De ahí que podamos decir que, habitualmente, “nos llenan la vida”, y que sin ellas sentimos que nuestra vida “se vacía” de significado, como si perdiera de pronto su norte.

2) Estamos en permanente diálogo con la persona para quien vivimos. Ese diálogo no se interrumpe porque esa persona haya muerto o se encuentre físicamente distante, se interrumpe cuando carecemos de las palabras adecuadas para proseguir el diálogo. Todas las formas del sufrimiento humano pueden ser contempladas como otras tantas vicisitudes de ese diálogo inconciente.

3) Nos sentimos permanentemente sometidos a un juicio ejercido por la persona para quien vivimos. Un juicio que se dirige hacia la absolución o hacia la condena y que jamás se cierra definitivamente. La situación puede compararse a la de tener un expediente en trámite en un determinado juzgado. Los pacientes que sufren una “desilusión” en el amor, que toma la forma de una separación traumática unida, por lo general, a multitud de reproches y al incremento de los sentimientos de culpa, testimonian de manera muy clara que el proceso necesario para “cambiar de juzgado el expediente” se realiza con una dificultad muy grande.

4) Nuestra vida transcurre entre sentirnos benditos o malditos, bendecidos o maldecidos por el “decir” de esa persona “para quien vivimos” que habita nuestro mundo interno, muchas veces de manera inconciente. Freud (1905c*) decía que encontramos el origen de ese gesto que llamamos sonrisa en la relajación de las mejillas que sucede en el bebé después de haberse satisfecho durante el acto de mamar. Toda madre sabe que la sonrisa de su bebé es una de las formas más logradas de la bendición, pero también ocurre que el bebé recibe, como respuesta a su sonrisa, la sonrisa de su madre, y que desde allí para adelante buscará, toda su vida, la repetición de esa sonrisa. La búsqueda de esa sonrisa primordial, cuya autenticidad se revela especialmente en el brillo que adquiere la mirada, y cuya contraparte es lo que se denomina “mala cara”, tomará frecuentemente la forma, archiconocida y equívoca, de la búsqueda de “reconocimiento”. Un reconocimiento que jamás se encontrará, porque cuando se lo encuentra se revela distinto de aquello que se necesitaba y entonces, siempre, parece ser insuficiente.

5) Hay dos formas de estar solo. Una es estar físicamente solo, como Robinson Crusoe en su famosa isla, y la otra es estar solo en una gran ciudad, rodeado de gente que se siente extraña. Tan extraña como la que rodea a un bebé que “extraña” a su mamá. Esta última forma de la soledad, que se experimenta como abandono, es un estar solo “de alguien” muy precisamente definido. Tal como sucede con el ostracismo, el juez que posee nuestro “expediente”, se trate de una persona bien determinada o de un entero conjunto que la representa, nos ha hecho saber, desde su “mala cara”, que merecemos la condena.

La tercera parte de la historia surge de la investigación acerca del síndrome gripal que publicamos en un capítulo de este volumen. Encontramos entonces que:

1) Los síntomas del síndrome gripal, fiebre, dolor en todo el cuerpo, decaimiento y falta de fuerzas, dolor de cabeza, y trastornos respiratorios tales como tos y catarro, se parecen notablemente a lo que experimenta el neonato en la primera semana de vida. Cuando un niño nace, pasa de un ambiente donde la gravedad opera levemente, ya que está inmerso, como en una piscina, en el líquido amniótico, a una gravedad que lo aplasta hasta el punto de que no logra sostener erguida su cabeza. La temperatura que lo rodea es diez grados menor a la del ambiente intrauterino. No es difícil imaginar que también debe sentirse dolorido por el apretón que sufrió mientras atravesaba el canal del parto. Tiene, además, que inaugurar la función respiratoria con su propio esfuerzo, ya que, hasta entonces, recibía el oxígeno directamente de la sangre materna. La gripe, que también dura una semana, como la situación que llamamos neonatal temprana, se constituye con un conjunto de síntomas que remedan esa condición del bebé que acaba de nacer.

2) Durante la vida intrauterina, la madre “rodea” al hijo que lleva en el vientre, es decir que lo envuelve de tal modo que está presente en todas las direcciones de su entorno. La madre constituye el entorno completo del feto, es decir su mundo, ya que mundo significa precisamente eso, entorno circundante. Esta madre, que llamamos umbilical porque se relaciona con su hijo de modo sobresaliente mediante el cordón umbilical, es una madre que “da todo” a su hijo, entrega el oxígeno y el alimento sin demora, satisfaciendo de manera inmediata la necesidad. Podemos decir, en otras palabras, que durante la vida prenatal la madre y el mundo son lo mismo. Esa madre-mundo constituye el único “objeto” que el feto ha conocido y, en virtud de esa condición, será investido con el total de la “significancia” que el feto sea capaz de vivenciar.

3) Hay dos traumas de nacimiento que se diferencian claramente. Uno es el trauma del estar naciendo, del cual se ocuparon Freud y Rank, durante el cual se experimenta la angustia de estar atravesando, penosa e inevitablemente, la angostura de un canal oprimente, mientras se ignora lo que sucederá. Algo muy distinto es el trauma del haber recién nacido a un mundo diferente al de la madre-mundo prenatal. Un mundo frío en la piel y en los pulmones, un mundo que aplasta y en el cual todo pesa hasta el punto de que es muy difícil moverse. Un mundo en el cual el ham-bre llega a sentirse y es necesario respirar. Un mundo en el cual la madre-mundo, que lo significaba todo, se ha perdido. Si el trauma del estar naciendo genera esa forma indeterminada del miedo que llamamos angustia, el trauma del haber nacido origina una forma magna de tristeza sin consuelo que denominamos “desolación”, y que solemos encubrir con la palabra “soledad”.

4) Cuando un niño nace se encuentra con la madre-pecho. Pero esa madre-pecho que periódicamente se ausenta, aunque le salve la vida cuando lo alimenta y lo cuida, es sentida al principio como un pobre sustituto de la madre-umbilical, permanentemente presente. Encontrar la salvación en la presencia de la madre-pecho, y recobrar, junto con eso, una significancia para un mundo nuevo, exige un duelo inevitable, indisolublemente unido a un cambio en la percepción y en la significación del entorno. Todo tratamiento psicoanalítico testimonia la situación descripta, dado que el encuadre del proceso es decididamente posnatal, y el paciente sentirá una y otra vez que el analista “no está” en los momentos en que más lo necesita.

La cuarta y última parte de la historia surge de la investigación que realizamos acerca de las enfermedades micóticas, cuyos resultados publicamos en otro de los capítulos de este libro. Llegamos allí a las siguientes conclusiones:

1) Los hongos constituyen un reino aparte, distinto del animal y del vegetal. Así como los vegetales que poseen clorofila se caracterizan por su capacidad de realizar la fotosíntesis, los hongos se caracterizan por ser los que poseen la máxima capacidad de descomponer las sustancias complejas en elementos simples. La digestión, que realizan con sus fermentos otros seres vivos, es también una forma de descomposición, pero no alcanza a ser tan completa como la que logran los hongos. En la digestión de los alimentos proteicos que realiza el ser humano se llega al nivel de aminoácidos, mientras que los hongos pueden descomponer las proteínas degradándolas en elementos tan simples como el nitrógeno, el carbono y el fósforo. Los hongos, por lo tanto, suelen arrogarse, en las fantasías inconcientes, la representación de la capacidad para descomponer lo complejo en sus componentes más elementales. Los seres humanos no sólo necesitamos digerir los alimentos, sino también “analizar” el mundo que nos rodea para recomponerlo según una síntesis acorde con nuestros propósitos. El lenguaje lo revela cuando llamamos “soluciones” a nuestro modo de “disolver” los problemas. Los hongos, como representantes magnos de la actividad “descomponedora”, suelen quedar revestidos, en nuestras fantasías inconcientes, que se pueden observar en algunos mitos populares, con cualidades mágicas y omnipotentes.

2) Hay una etapa de la vida embrionaria en que el ser humano no necesita descomponer, ya que se alimenta por difusión incorporando las sustancias elementales que la madre le ofrece de manera directa. Es la manera más completa de recibir, sin ningún esfuerzo digestivo, “la papa en la boca”, situación que va unida a la fantasía de una madre todopoderosa, una madre que puede darlo todo sin ningún esfuerzo, es decir, mágicamente. Los hongos son, pues, representantes adecuados de esta imago de una “madre” omnipotente y mágica.

3) Cuando un sujeto experimenta dificultades en “procesar” el mundo que lo rodea, para reordenarlo de acuerdo con sus necesidades, experimenta también, por lo general, dos sentimientos. El primero de ellos consiste en que ese objeto, la “madre” omnipotente, lo priva arbitrariamente de los elementos que necesita para sobrevivir en el mundo. El segundo, más importante, ocurre porque el sujeto, que experimenta el apremio de la necesidad que, descargándose sobre su propio organismo, lo “descompone”, siente que el objeto que lo priva es el mismo que opera sobre él descomponiéndolo.

4) El sentimiento de descompostura se presenta de diferentes maneras que suelen combinarse entre sí y alcanzar, según las situaciones, intensidades distintas. Puede adquirir la forma de un súbito desvanecimiento de la conciencia que solemos denominar lipotimia. Puede manifestarse como náuseas o mareos, o como diarrea y vómitos. Puede también aparecer como un hastío, fastidio o mal humor, que se configura muchas veces como “mufa” en una clara alusión a la muffa, que es el nombre, en italiano, de las hifas verdes de un hongo que se desarrolla en algunos alimentos que se abandonan a la humedad.

Llegamos, por fin, a la conclusión de nuestra historia. Lo que durante el psicoanálisis de los trastornos hepáticos se configuró como una incapacidad de materializar y de procesar los contenidos ideales, manifestándose como náuseas, aburrimiento o letargo, que el lenguaje popular suele designar con las palabras “mareo”, “fiaca”, “apolillo” y “mufa”, encontró, gracias al trabajo sobre las micosis, un lugar adecuado como parte del sentimiento de descompostura.

Análogamente, aquello que los estudios patobiográficos nos mostraban una y otra vez como una dependencia extrema de determinados objetos significativos (correspondiente a los vínculos simbióticos con características prenatales que también llamaron nuestra atención en los trastornos hepáticos) alcanzó, luego de investigar en el síndrome gripal, una comprensión más completa como parte del sentimiento de desolación.

No fue este sin embargo el “regalo” inesperado al cual nos referíamos. Una y otra vez, enfrentados con las distintas formas del padecer humano, encontrábamos en la angustia la última e irreductible condición a partir de la cual procurábamos explicarnos las distintas vicisitudes del sufrimiento como otras tantas configuraciones que los intentos defensivos imponían a los sentimientos de angustia. ¿Acaso no describen los filósofos una angustia existencial inherente a la existencia humana que trasciende en su universalidad cualquier intento de justificación en la neurosis?

La descripción que Freud hace de la angustia, como un afecto primordial cuya figura encuentra su explicación en las peripecias del nacimiento, posee una fuerza de convicción innegable. La clínica permite corroborar cotidianamente, además, la utilidad de distinguir, como lo hace Freud, entre un ataque de angustia “plena”, “automática”, que solemos denominar catastrófica, y la descarga, a pequeña cantidad, de un sentimiento de angustia atemperado que constituye una señal destinada a evitar una descarga plena.

A pesar de estos preciosos instrumentos teóricos que nos legara Freud, nos encontramos muchas veces frente a cuadros clínicos unidos a sentimientos regresivos primordiales que son muy difíciles de reducir a meras transformaciones de la angustia. Luego de las investigaciones sobre el síndrome gripal y sobre las micosis, creemos comprender que los sentimientos de desolación y de descompostura poseen una arquitectura primordial similar a la que es propia de la angustia.

Si encontramos en la angustia un equivalente del miedo a lo desconocido por venir, podemos ver en la desolación una forma de tristeza por una pérdida magna e insoportable que ya se ha realizado, y en el sentimiento de descompostura un daño igualmente radical que nos enfrenta con la propia desintegración. Junto a estas formas “catastróficas” de la desolación y la descompostura, podemos reconocer una desolación señal que se manifiesta como una soledad que busca desesperadamente compañías forzadas, y una descompostura señal que se presenta como aburrimiento y como “mufa”.

Cuando el aburrimiento y la “mufa” se intensifican, y nos aproximan peligrosamente a la descompostura catastrófica, podemos todavía recurrir al letargo, esa forma de somnolencia o modorra “patológica” que describiera Cesio como un mecanismo de defensa extremo. Se trata de una forma particular de “anestesia” que denominamos “opiarse”, y que se acompaña de la secreción aumentada de endorfinas.

Antes de finalizar este prólogo deseo agradecer a los numerosos colegas que me ayudaron con su presencia, con su estímulo y con su trabajo, en la realización del camino que dio origen a la historia que he resumido aquí. Siento especial gratitud hacia quienes, coautores de las últimas investigaciones, siguen entregando muchas horas de sus vidas a una empresa interminable.

Setiembre de 2001.

El significado inconciente del lupus eritematoso sistémico

(2001)

Luis Chiozza, Eduardo Dayen, Luis Barbero, Domingo Boari, Catalina Nagy y María Pinto

Referencia bibliográfica

CHIOZZA, Luis y colab. (2001j) “El significado inconciente del lupus eritematoso sistémico”.

Primera edición en castellano

L. Chiozza,Enfermedades y afectos, Alianza Editorial, Buenos Aires, 2001, págs. 49-101.

El texto del presente trabajo fue presentado para su discusión en la sede del Instituto de Docencia e Investigación de la Fundación Luis Chiozza el día 4 de mayo de 2001.

I. Conceptos fundamentales acerca de la inmunidad

1. El sistema inmunitario

La identidad individual, que se expresa ya desde las sutiles desigualdades a escala molecular, nos permite diferenciarnos de los semejantes con quienes compartimos una identidad que nos mancomuna, la identidad de especie. Tanto las diferencias de especie como las individuales son mantenidas por el sistema inmunitario, que mediante un proceso de reconocimiento discrimina lo propio de lo ajeno, a partir de lo cual tolera lo propio y ataca lo ajeno.

Dado que su función consiste en preservar la estructura individual que define a cada individuo como único y diferente, desde el terreno de los significados decimos que el sistema inmunitario se arroga la representación simbólica del cuidado de la identidad (Chiozza y colab., 1993d [1992]).

La inmunología describe dos clases de defensas, a las que denomina inmunidad in­nata e inmunidad adaptativa (Male y Roitt, 1996).

La inmunidad innata es una primera barrera inmunitaria que ac­túa de un modo general y poco específico frente a los agentes infecciosos.

Para el caso en que la defensa innata sea superada, el organismo cuenta con una segunda línea defensiva, la inmunidad adaptativa o específica. Esta forma de defensa es capaz de reconfigurarse o adaptarse permanentemente para hacer eficaz la respuesta inmunitaria. La razón por la cual se la denomina específica es el hecho de que se cumple a través de un mecanismo muy ela­borado, en el que participan receptores de alta especifi­cidad capaces de reco­nocer a los agentes patógenos. Además conserva la memoria de tales agentes, preparándose para un futuro encuentro.

La inmunidad adaptativa o específica actúa de dos maneras:

1) Cuando la reacción de defensa es producida por moléculas que se encuentran en solución en un líquido o humor del cuerpo, se la denomina inmunidad humoral. En esta forma de defensa, las moléculas que juegan un papel preponderante son los anticuerpos.

2) Para el caso en que el agente extraño se haya alojado dentro de una célula del organismo, la defensa es ejercida por un tipo de célula inmunitaria, la célula T, capacitada para destruir a la célula infectada. A esta particular reacción inmunitaria se la llama inmunidad celular o mediada por células.

2. El contexto de lo propio

Años atrás se consideraba que la inmunidad implicaba el “reconocimiento” de lo ajeno y su posterior rechazo. Esto significa que “reconocer” equivalía a atacar, y que lo “propio” no era ni reconocido ni atacado. Hoy día se sostiene que el sistema inmunitario ataca lo ajeno una vez que aprendió a reconocerlo como diferente, mediante el reconocimiento si­multáneo de marcadores propios.

Esta nueva consideración surgió a partir de observar que en todas las células del organismo se halla presente un grupo de moléculas, llamadas HLA1, que constituyen una marca (o distintivo) mediante el cual el sistema inmunitario reconoce a las células del organismo como propias.

Estos antígenos configuran un distintivo bioquímico individual de tal especificidad, que es extremadamente raro hallar dos individuos que los puedan compartir sin estar emparentados genéticamente. Es por ello que se los considera como “patentes” o “señales” de la “yoidad” (Haas, Verruno y Raimondi, 1986, pág. 15).

Los antígenos HLA se clasifican en: clase I, que, presentes en todas las células nucleadas del or­ganismo, cumplen un papel fundamental en la in­munidad celular; clase II, que, presentes solamente en las células del sistema inmunitario, actúan en los procesos de la inmunidad humoral; clase III, que intervienen en relación con el sistema del complemento2, y clase IV, descriptos recientemente, que actuarían como antígenos de diferenciación en la embriogénesis.

Las células T sólo son capaces de reconocer al antígeno extraño cuando éste se encuentra acoplado a la molécula de HLA propia, es decir que el sistema inmunitario reconoce simultáneamente lo extraño o ajeno (antígeno) en el contexto de lo familiar o propio (HLA)3.

3. La herencia de los HLA

Reproducimos a continuación dos apartados del trabajo “El significado inconciente de las enfermedades por autoinmunidad” (Chiozza y colab., 1993d [1992], apdos. I.4 y II.5)4.

Como todas las proteínas del organismo, los HLA son sintetizados de acuerdo a instrucciones contenidas en el código genético. El conjunto de genes para la herencia de los antígenos HLA (llamado complejo mayor de histocompatibilidad) se encuentra en el sexto par cromosómico. La mitad de los genes que codifican la docena de antígenos HLA se heredan del padre y la otra mitad de la madre, y la transmisión de estos genes de padres a hijos tiene tres características llamativas:

1) Codominancia. Por su sola presencia en el ADN, los genes para HLA provenientes del padre y los provenientes de la madre se expresan en su totalidad y obligatoriamente en la superficie del conjunto entero de las células del hijo5.

2) Herencia en bloque. Los genes que provienen del padre están estrechamente asociados entre sí constituyendo un “bloque”. Lo mismo ocurre con los provenientes de la madre. Dado que ambos bloques se heredan como tales y que raramente se produce un entrecruzamiento entre ellos, la asociación de los genes provenientes de cada progenitor se mantiene estable durante generaciones. De modo que un individuo transmite a cada uno de sus descendientes el “bloque” que recibió de su padre o el que recibió de su madre.

3) Posibilidad de entrecruzamiento previo. Sin embargo, esta asociación de genes en un bloque no es “eterna”. Con estos genes puede ocurrir lo mismo que ocurre con otros: el entrecruzamiento de información genética que pasa, en uno de los padres, de un bloque al otro antes de ser transmitida. Es lo que en biología se conoce con el nombre de cross-over. De modo que en cada progenitor es posible una recombinación “intrabloque” antes de que el bloque sea transmitido al hijo. El entrecruzamiento de genes que codifican el HLA ocurre en algo menos del 2% de los casos (Haas, 1992).

En otras palabras:

1) Una mitad de los doce antígenos HLA de un individuo provienen del padre y otra mitad de la madre. No hay, en este caso, información recesiva.

2) El “distintivo bioquímico de lo propio” está integrado ine-ludiblemente, en cada persona, por mitades de ambos padres, o bloques, que no se recombinan entre sí.

3) La recombinación es posible, en un bajo porcentaje de casos, durante la división haploide6 de las células sexuales, de modo que si esa recombinación ocurriera sería transmitida a la siguiente generación.

4. El HLA y sus significados

a. La identidad y su distintivo

Como vimos, el sistema inmunitario consta de complejos mecanismos que posibilitan una fina discriminación entre lo propio y lo ajeno, ya que las diferencias bioquímicas suelen ser muy sutiles. Vimos también que el conjunto de antígenos HLA asume un papel preponderante en la regulación de la respuesta inmunitaria, contribuyendo a discriminar con mayor fidelidad lo propio de lo ajeno. La compleja configuración de antígenos HLA hace que sea altamente improbable encontrar dos individuos, no relacionados genéticamente, que compartan el mismo HLA completo. En consecuencia, para el sistema inmunitario, estos antígenos se ajustan a la función de marcadores o de “patente” de un individuo. Desde este punto de vista, el HLA se erige como símbolo distintivo de la identidad individual7.

b. La herencia del HLA, los linajes y su distintivo

Dado que los genes que codifican los antígenos HLA son codominantes y las mitades que se reciben de ambos padres se expresan completas, el resultado es una suma o apareamiento de características de ambos padres. Estrictamente hablando, deberíamos decir que se trata de la suma de dos mitades y que estas dos mitades se mantienen apareadas, pero, como veremos, “no se mezclan genuinamente”8.

De este modo, la configuración de antígenos HLA de un individuo (símbolo distintivo de lo propio individual) representa además, en virtud de la codominancia, un “sello de origen” que lo señala como hijo de tal hombre y de tal mujer. Pero, dado que se trata de genes que se heredan en bloque y permanecen asociados durante generaciones, representa también un “sello” de su “pertenencia” a dos líneas ancestrales, un signo indeleble que lo marca como descendiente de dos linajes.

La peculiar forma en que se transmite la herencia de los HLA sería la expresión de un mensaje biológico cuyo significado inconciente prescribe que:

1) No es posible renunciar, desechar o “reprimir” uno de los dos linajes9 recibidos por herencia; deben mantenerse, en una especie de apareamiento “sin mezcla”, a lo largo de una vida.

2) De los dos linajes que cada padre posee debe transmitir a cada uno de sus hijos uno u otro, pero sólo uno; así, en el hijo se sumarán uno de los dos del padre y uno de los dos de la madre10.

Coincidiendo con estas afirmaciones conviene recordar:

1) El estudio del complejo mayor de histocompatibilidad, que codifica los antígenos HLA, es uno de los métodos más precisos para determinar la vinculación biológica vertical (padres-hijos, abuelos-nietos, etc.).

2) Cuando una población está estabilizada, en el sentido de que no se están produciendo fusiones raciales o migraciones, se encuentran asociaciones de antígenos HLA que son características de esa población. En tales poblaciones, también los haplotipos cromosómicos para la herencia de los HLA se presentan con frecuencias constantes y características. Existen, en consecuencia, en cada población estable, “haplotipos preferidos” y “haplotipos entenados”11 (Haas, Verruno y Raimondi, 1986, pág. 69). Estos “entenados o hijastros” pueden o no ser los “preferidos” en otra población.

Pensamos que el HLA, acerca del cual suele decirse que funciona como un “distintivo de lo propio”, es también el símbolo de un distintivo de la identidad de raza, linaje, estirpe o ancestro, ya que constituye la manifestación de la doble ascendencia de cada sujeto.

La identidad personal es, por lo tanto, el resultado de una combinatoria de algunas cualidades del padre y algunas cualidades de la madre; pero cada individuo se inscribe también en dos linajes. En un sentido, esos dos linajes que se suman en un individuo, también se mezclan, ya que ambos se manifiestan integrados; de modo que ese individuo no es un “ejemplar puro” ni de uno ni de otro linaje. Sin embargo, en otro sentido, no se trata de una mezcla genuina o completa, ya que lo habitual es que un individuo transmita a un hijo un linaje puro, no “adulterado”, de los dos que posee. Esta transmisión “pura” representaría un testimonio de que se han conservado los dos linajes “sin mezclarlos”. En los casos en que se da entrecruzamiento (cross-over genético previo a la división haploide de los gametos), se trataría de un mestizaje más completo, que en el individuo se expresa como mezcla integrada, y que además se transmite a los hijos.

El hecho de que las dos estirpes heredadas se “mestizan” sólo en apariencia, constituye, a nuestro entender, un “clivaje fisiológico” básico que nos permite suponer la existencia de un punto de fijación vinculado a la constitución de la identidad. Por su significado específico podría ser llamado punto de fijación “autoinmunitario”, ya que parece constituir una de las condiciones necesarias para el desarrollo de enfermedades por autoinmunidad.

5. Sobre la realidad y el significado del clivaje en el HLA

El HLA, como distintivo bioquímico de lo propio, configura, como dijimos, un símbolo de la identidad12; pero la identidad misma está constituida por el cuerpo todo. En otras palabras, al hablar de “símbolo o distintivo de la identidad individual” entendemos que el referente al cual este símbolo alude es el conjunto de la estructura corporal.

Cuando hablamos, entonces, de “clivaje fisiológico”, nos referimos a un clivaje que ocurre en el distintivo. Allí, en el símbolo, el clivaje es real. Sin embargo, este clivaje no ocurre en el referente: las estructuras orgánicas están constituidas por herencias que provienen del conjunto de todos nuestros antepasados.

Por consiguiente, el clivaje mediante el cual está configurado el HLA es un clivaje simbólico, es decir, constituye la fantasía de un clivaje o, si se prefiere, un clivaje en la representación-representante, pero no un clivaje en el referente.

Debemos aclarar ahora, sin embargo, que un clivaje en la estructura de reconocimiento (HLA), estructura que no sólo representa sino que sirve para mantener la identidad bioquímica de todo el organismo y cada una de sus partes, termina por equivaler, desde el punto de vista de su sentido o finalidad, a un clivaje en el referente.

Sucede que el referente (el cuerpo en su conjunto y cada una de sus partes), como manifestación de una herencia combinada de todos los antepasados, nunca podría ser utilizado para el reconocimiento inmunitario, ya que como tal es, a los efectos prácticos, inconmensurable. El distintivo o símbolo, en cambio, genera una categoría que lo transforma en una línea demarcatoria, es decir, una especie de mapa que constituye un criterio para discriminar entre lo propio y lo ajeno. Como tal es, entonces, una estructura de reconocimiento que tiene un valor real para el organismo en su conjunto.

II. El significado inconciente de las enfermedades autoinmunitarias

“La patología –dice Freud– mediante sus aumentos y engrosamientos, puede llamarnos la atención sobre constelaciones normales que de otro modo se nos escaparían. Toda vez que nos muestra una ruptura o desgarradura, es posible que normalmente preexistiera una articulación. Si arrojamos un cristal al suelo se hace añicos, pero no caprichosamente, sino que se fragmenta siguiendo líneas de escisión cuyo deslinde, aunque invisible, estaba comandado ya por la estructura del cristal. Unas tales estructuras desgarradas y hechas añicos son también los enfermos mentales” (Freud, 1933a [1932]*, págs. 54-55).

Pensamos que esta cita de Freud se evidencia plenamente válida también para la enfermedad somática, ya que pensamos que el cuerpo es un existente dotado de un significado “propio” o inherente.

En el trabajo “El significado inconciente de las enfermedades por autoinmunidad” se afirma que los seres humanos, en cuanto seres vivos nacidos de reproducción sexual no hermafrodita, somos un producto mestizo, y que nuestra identidad se constituye sobre un clivaje normal o fisiológico, testimonio de que provenimos de distintas líneas de ascendencia, linajes o estirpes que, tolerándose, se familiarizan en nosotros (Chiozza y colab., 1993d [1992]).

Se sostiene también que la soldadura entre dos linajes no siempre es perfecta, que la “línea de escisión”, como dice Freud (1933a [1932]*, pág. 54), no siempre es “invisible”. En este sentido, todos, unos más, otros menos, llevamos dentro del alma una mezcla imperfecta que no logramos terminar de amalgamar. A veces, la desgarradura entre los linajes que nos constituyen es profunda y el rechazo entre esos dos estilos configura una intolerancia (íntima y constitutiva) apenas soportable.

Sobre la base de estas ideas, se comprendió a la enfermedad autoin-munitaria como una de las formas (patosomática) de no asumir en la conciencia el conflicto descripto, a través de desconocer y atacar, autoinmunitariamente, una parte propia y familiar como si fuera extraña.

Para la comprensión del significado inconciente del lupus eritematoso sistémico (LES), la más representativa de las enfermedades por autoinmunidad13, realizaremos un resumen o esquema general que surge del estudio psicoanalítico mencionado (Chiozza y colab., 1993d [1992]), complementándolo con reelaboraciones posteriores a su publicación.

1) Un punto de fijación universal. Todo hijo es un producto mestizo no sólo por­que proviene de la “mezcla” de ambos padres, sino también porque en él se unen diferentes linajes o estirpes familiares que, dadas sus semejanzas y diferencias, pueden acoplarse con mayor o menor grado de integración. (El HLA, en cambio, símbolo distintivo de la identidad, se configura, como vimos, sobre la base de genes que provienen sólo de dos de estos linajes.) Este mestizaje inevitable configura un plano de clivaje nor­mal o fisiológico que otorga la base para pensar en la existencia de un “punto de fijación au­toinmunitario”, que, con diferentes grados de importancia, es común a todos los seres humanos.

2) La imposibilidad de asumirse como mestizo. Cuando un sujeto experimenta la vivencia de que el vínculo entre sus padres se sostiene pasando por encima de una pro­funda intolerancia mutua (basada en diferen­cias significativas relacionadas con aspectos primarios de la identidad), y siente que uno y otro progenitor esperan ver en él sólo sus propios aspectos, en tanto que odian, rechazan o re­pudian cualquier aspecto proveniente del otro, como hijo se siente en un conflicto inso­luble: se siente mestizo y al mismo tiempo siente la imposibilidad de asumirse como tal.

Desde el punto de vista metapsicológico, el ideal del yo del enfermo autoinmunitario está constituido con dos mandatos inconciliables, correspondientes a supuestos proyectos del padre y de la madre que son contradictorios entre sí.

Hoy nos resulta posible completar esta comprensión del conflicto básico del enfermo autoinmunitario considerando también lo que ocurre en el yo. Desde este ángulo, en lugar de poner el acento en la prohibición superyoica, subrayamos que el yo mismo experimenta un profundo rechazo al mestizaje. Enriquecemos de este modo las representaciones que pueden utilizarse en el trabajo clínico14.

En efecto, cuando la imposibilidad de asumirse como mestizo alcanza suficiente importancia, se puede expresar a través de diferentes actitudes yoicas, aunque tales actitudes yoicas diferentes remiten, en lo inconciente, a un significado idéntico15.

Desde una actitud melancólica, el sujeto se siente culpable de no poder amalgamar en sí las identificaciones que lo constituyen. Procurando “salvar a los padres”, se autorreprocha la intolerancia. Si el sujeto pusiera en palabras esta actitud diría: “No es cierto que tengo prohibido el mestizaje, soy yo el intolerante que rechaza toda mezcla”.

Cuando, en cambio, adopta una actitud paranoide, no reconoce como propia la intolerancia y la incapacidad de mezclarse armónicamente. En este caso, aspira a liberarse de la culpa atribuyéndola a sus progenitores, a los cuales acusa de haberle transmitido una orden contradictoria. Con su actitud diría: “No es cierto que rechazo toda forma de mezcla, mis padres han dejado esa prohibición dentro de mí”.

La actitud maníaca, cuya característica es la negación, suele adquirir particular relevancia. Contemplando la historia de los enfermos por autoinmunidad, se observa una conducta alternante que fue comprendida como un recurso frente a la imposibilidad de integrarse armo­niosamente en un producto mestizo que, en la vivencia del enfermo, traicionaría por igual a ambos padres. Mediante esta “identi­dad alternante”, el sujeto se aproxima sucesivamente a uno de los progeni­tores y rechaza al otro.

Hoy cabe agregar, en este aspecto, que el sujeto no se siente a sí mismo alternando. Cuando está viviendo “instalado” en una de las dos “identificaciones”, desconoce o niega maníacamente lo que pueda tener del modelo de identificación que rechaza. En este sentido, la alternancia no es una vivencia. Sin embargo, para el observador “externo”, la alternancia es una evidencia llamativa e innegable16.

3) Choque de estilos con un objeto actual. Cuando en la conviven­cia con un objeto al que no se puede abandonar (porque en lo inconciente representa una parte de sí mismo) se produce un choque de estilos, este choque reedita la antigua intolerancia al mestizaje. Si a la imposibilidad de hacer conciente la intolerancia, reactivada con el objeto actual, se suma una presión de la circunstancia que hace imposible mantener la conducta alternante, el sujeto intenta desconocer definitivamente una parte de sí mismo que, habiendo sido fa­miliar, ahora es considerada extraña.

4) El ataque autoinmunitario se constituye así como la de­formación patosomática de la clave de inervación de un afecto que, si se hubiera descar­gado como tal, habría correspondido a un sentimiento conciente de intolerancia, particularmente conflictivo, porque está dirigido a un objeto al que se lo experimenta como imprescindible (Chiozza y colab., 1993d [1992], apdo. II.7). El ataque autoinmunitario es pues, en última instancia, la deformación patosomática de una intolerancia que equivale, en términos metapsicológicos, a una especie de autorreproche melancólico de características muy regresivas, producto de una disociación protomelancólica precoz (Chiozza, 1963a, 1998b [1970]) que se establece por un mecanismo de doble introyección, en el yo y en el superyó, análogo al descripto por Freud (1917e [1915]*) en la disociación melancólica.

III. El significado inconciente de las enfermedades autoinmunitarias órgano-específicas

La inmunología agrupa a las enfermedades autoinmunitarias en dos categorías: las órgano-específicas, en las cuales se afecta un particular órgano o tejido, y las sistémicas, donde quedan comprometidos diferentes órganos simultáneamente. Si bien nuestro interés se dirige a profundizar en el estudio del significado inconciente específico del lupus eritematoso sistémico, comenzaremos por comprender cuál es la diferencia, desde el punto de vista de los significados, entre uno y otro tipo de patología autoinmunitaria17.

En las enfermedades autoinmunitarias en las que se afecta particularmente un órgano o función (como, por ejemplo, la miastenia gravis o la esclerosis en placas), la intolerancia y el conflicto entre los estilos compromete, precisamente, el ejercicio de la función o capacidad yoica que el órgano afectado simboliza. Lo que nos importa señalar ahora es que, en este caso, el ataque autoinmunitario no está dirigido a la persona toda, sino a una determinada capacidad o función implicada específicamente en el conflicto. De acuerdo con esto, es natural pensar que el choque de estilos se con­centra y se hace más evidente, toda vez que en la convivencia es necesario ejercer esa función.

A modo de ejemplo veamos la intolerancia y el choque de estilos en el conjunto de la significación de una enfermedad autoinmunitaria llamada órgano-específica.

La esclerosis en placas

La esclerosis múltiple o esclerosis en placas es una enferme­dad que cursa por brotes y sus manifestaciones va­rían desde un episodio aislado, que prácticamente no deja con­secuencias, hasta una forma crónica recurrente que puede con­ducir a la invalidez. Se caracteriza por afectar a la sustancia blanca del sistema nervioso, destruyendo, mediante el ataque autoinmunitario, a la proteína básica que constituye la vaina de mielina.

Desde el punto de vista psicoanalítico (Chiozza y colab., 1986e; Chiozza, 2001a [1986-1997], cap. XI), esta enfermedad fue comprendida como una forma particular de melancolía (anérgico-miasténica) caracterizada por el desánimo. Los ideales, propios de esta particular melancolía, se sustentan en una historia en la que es dable observar la existencia de algún personaje destacado e ilustre, con una elevada capacidad de materializar, al punto de que estos ideales suelen quedar representados por figuras ecuestres. Dado que se trata de un personaje que ofrece un modelo concreto de identifica­ción, el enfermo vivencia que debe realizar algo conocido e imposible, y su particular dificultad de materialización afecta a la última etapa de ese proceso: la acción motora voluntaria que corresponde al músculo estriado y al sistema piramidal. El déficit en la materialización, propio de la esclerosis en placas, queda simbolizado por el déficit de una acción motora que debe emprenderse. La lesión autodestructiva del sistema nervioso equivale a un des-concierto sensorio-motor o actitud vacilante ysignifica un ataque a la acción eficaz. El trastorno en la realización de los movimientos afecta más a la “figura” de una determinada acción, sin afectar la “trama” de fondo. Esta última representaría a las figuras arcaicas que colaboran en la ejecución de esa misma acción. El carácter aparentemente azaroso de la distribución “en salpicaduras” de las lesiones nerviosas responde a la figura de un particular desconcierto. Cada uno de los “brotes” de la enfermedad simbolizaría un nuevo intento fallido (atacado) de “alcanzar” el ideal deseado y temido. La destrucción de la mielina, semejante al “fundido” de la sustancia aislante, simbolizaría una situación traumática particular frente al encuentro con esos ideales “quemantes” de carácter incestuoso.

Como dijimos, en la patogenia de esta enfermedad interviene un proceso autoinmunitario, de modo que hoy es posible enriquecer la comprensión psicoanalítica de la esclerosis en placas a partir de los significados propios de las enfermedades por autoinmunidad.

Al estudiar las biografías de estos pacientes encontramos que el personaje ilustre, capaz de materializaciones importantes, que se constituye en modelo de identificación de algo conocido e imposible, proviene de uno de los linajes que conforman a cada sujeto. El mecanismo autoinmunitario implicado en la enfermedad nos indica que en el ataque a la acción eficaz se está simbolizando también el ataque a uno de los linajes de los que se procede.

El ejemplo de la esclerosis en placas, una de las enfermedades autoinmunitarias llamadas órgano-es­pecíficas, muestra que una vez comprendido el significado autoinmunitario podemos integrarlo como una pieza que faltaba en el mosaico de fantasías que se simboliza en la enfermedad. Pero lo que nos interesa subrayar ahora es que la comprensión profunda del significado de esta enfermedad, aun sin incluir el aspecto autoinmunitario, demuestra que en esta patología el núcleo de significa­ción se asienta más en la función afectada que en el modo a través del cual se afecta la función18. Sin embargo, conocer esta modalidad y comprenderla en su sentido complementa y enriquece, con su matiz específico, los significados o fantasías que se ocultan en esta enfermedad.

Los avances actuales de la inmunología permiten descubrir me­canismos autoinmunitarios desconocidos hasta hoy en la etiopatogenia de diversas afecciones. En estos casos, entonces, es posible completar, mediante una ampliación del sentido que no modifica su esencia, la comprensión del significado de enfermedades cuyo núcleo de significación ya se ha interpretado psicoanalíticamente.

En el lupus eritematoso sistémico, en cambio, el significado alrededor del cual se comprende la enfermedad gira, indiscutiblemente, en torno a lo autoinmunitario, de modo que sería imposible enten­der el sentido de la enfermedad sin considerar este aspecto.

IV. El lupus eritematoso sistémico en la clínica médica

El LES es una enfermedad inflamatoria crónica y generalizada que puede manifestarse en muy distintos órganos y evoluciona por brotes, con períodos de actividad y de remisión.

Tal como lo muestra la historia de la medicina, la vinculación entre sus diversas manifestaciones fue el producto de hallazgos paulatinos. La descripción del síndrome cutáneo del LES se debe a Biett, en 1838; luego Hebra, en 1845, destacó el símil “lesión en alas de mariposa” en el rostro, y Cazenave, en 1851, lo denominó lupus eritematoso. Posteriormente, a partir de Kaposi, se concibe al lupus19 como enfermedad sistémica, concepto reforzado por Osler (entre 1895-1904) debido al descubrimiento de que la vasculitis que se observa en la piel es la misma lesión que se manifiesta en otros órganos. En 1923, Libman y Sacks describieron el compromiso endocárdico; en 1935 se describió el compromiso glomerular, y en 1941 quedó incluida dentro de las “enfermedades difusas del colágeno” (Fustinoni y otros, 1970; Battagliotti y Greca, 1992).

Actualmente, con los descubrimientos de la inmunología, el LES forma parte del capítulo de las enfermedades por autoinmunidad. En nuestros días continúan las investigaciones a fin de conocer los delicados mecanismos bioquímicos que participan en la que es, tal vez, “la más devastadora de las enfermedades autoinmunitarias” (Steinman, 1993, pág. 75, subrayado nuestro). Si bien se ignora por qué presenta una morfología tan variable, el hecho de que afecte a tantos tejidos diferentes muestra que el LES es “un fallo general de la autotolerancia” (Steinman, 1993, pág. 75, subrayado nuestro).

Si bien el cuadro inicial es variable y polimorfo, suele comenzar en la juventud con las típicas lesiones en la piel del rostro, que se acompañan habitualmente de artralgias migratorias, lesiones renales y alteraciones cardíacas. En períodos posteriores pueden aparecer lesiones pulmonares, hepato y esplenomegalia, y manifestaciones neurológicas. El examen del fondo de ojo muestra lesiones hemorrágicas con exudados algodonosos (Vilardell Tarrés y Ordi Ros, 1995; Steinman, 1993).

El dato más relevante en los exámenes de laboratorio es la presencia de una gran variedad de autoanticuerpos (especialmente antinucleares), a lo que se agrega: alteración del complemento, inmunocomplejos circulantes en sangre, anemia, leucopenia y trombocitopenia. En los casos con lesión renal, el examen de orina muestra hematíes, leucocitos, cilindros y proteínas en grados variables.

Entre los anticuerpos antinucleares cabe destacar la presen­cia de los anticuerpos anti-ADN (ácido desoxirribonucleico). Ellos son de dos tipos: a) contra el ADN de doble cadena, y b) contra el ADN desnaturalizado o de una sola cadena (cuando ésta se desdobla para autoduplicarse). El más específico es el anti­cuerpo anti-ADN de doble cadena, ya que se encuentra en forma exclusiva en el LES, y su presencia lo diferencia de todas las otras en­fermedades autoinmunitarias (Fye y Sack, 1991).

Años atrás se pensaba que un anticuerpo no penetraba en el interior de las células vivas. Surgía entonces la pregunta: ¿cómo puede un anticuerpo anti-ADN ponerse en contacto con el ADN contenido en el núcleo celular? Hoy se sostiene que los anticuerpos anti-ADN pueden penetrar la membrana celular en búsqueda del antígeno. Sin embargo, cuando una célula muere como parte de su ciclo vital, deja libres sus estructuras nucleares, entre ellas el ADN20. De ese modo, el ADN libre, circulante en sangre o líquidos extracelulares, pasa a ser un antígeno que puede combinarse con su anticuerpo específico formando los típicos complejos inmunitarios (ADN-antiADN) (Benacerraf y Unanue, 1984).

El descubrimiento de que los anticuerpos pueden penetrar en las células vivas no sólo permite comprender el posible mecanismo de daño en algunas enfermedades autoinmunitarias, sino que da por tierra con otro de los dogmas biológicos: el que sostenía que el medio interno de la célula era inmunológicamente privilegiado (Alarcón-Segovia, Ruiz-Argüelles y Llorente, 1995)21.

Se cree que la mera presencia de los complejos ADN-antiADN en la circulación sanguínea no es perjudicial por sí misma. Estos complejos suelen eliminarse mediante el sistema fagocito-mononuclear. Pero en el caso de los enfermos de LES, la gran cantidad que existe suele sobrecargar el sistema por la incapacidad de eliminarlos con la celeridad necesaria, lo que da lugar a que se depositen en los tejidos desencadenando los fenómenos inflamatorios del LES (Hay, 1996).

Los anticuerpos anti-ADN tienen marcada afinidad por las fibras del te­jido colágeno del glomérulo renal, de modo que los complejos ADN-antiADN que se hallan en la membrana basal glomerular de los pacientes con LES son responsables de la típica glomerulonefritis lúpica (Hay, 1996). Según Vilardell Tarrés y Ordi Ros (1995), casi todos los pacientes poseen alteraciones renales histológicas, cuyas lesiones inflamatorias se observan en los vasos de pequeño calibre, arteriolas y capilares glomerulares.

Los complejos antígeno-anticuerpo también se depositan en la membrana sinovial de las articula­ciones, en la pleura, en el pericardio, en los septos alveola­res pulmonares, en la piel (en la dermis), en el cuerpo ciliar del ojo, en el plexo coroideo y en vasos de pequeño calibre produciendo vasculitis generalizada (Steinman, 1993).

Es frecuente que las artralgias aparezcan, por períodos relativamente breves, como manifestación única, sin erosionar ni deformar la articulación. En cambio, cuando la enfermedad es prolongada, el dolor es constante y la artritis (que es simétrica y franca) puede llegar a deformar la articulación por afección tendinosa, e, incluso, conducir a la necrosis avascular ósea del fémur o del húmero (Vilardell Tarrés y Ordi Ros, 1995).

En el lupus son muy frecuentes las lesiones eritemato-violáceas en las zonas expuestas de la piel (Gatti y Cardama, 1958)22. La más característica es la que se observa en la cara figurando la forma de una mariposa con las alas abiertas.

Aproximadamente el 80% de las personas afectadas de LES son mujeres23, circunstancia que ha sido “explicada” por la acción de los estrógenos que favorecen la formación de anti­cuerpos anti-ADN. Al respecto, se señala la mayor prevalencia de esta patología en mujeres durante la edad procreativa24. Además, se destaca la reactivación de la enfermedad durante la gestación y, como consecuencia de la enfermedad, la frecuente interrupción del embarazo, aunque se desconocen las causas (Vilardell Tarrés y Ordi Ros, 1995).

Dado que no existe una terapéutica específica, los medicamentos que se usan son paliativos que procuran disminuir los síntomas. Los más frecuentes son: antiinflamatorios no esteroides o antipalúdicos en caso de fiebre, artralgias o artritis; glucocorticoides para los períodos agudos con lesiones dérmicas, pulmonares o renales; inmunosupresores en caso de respuesta negativa a los corticoides (Vilardell Tarrés y Ordi Ros, 1995). El tratamiento de estos enfermos se complementa con recomendaciones para prevenir el empeoramiento o la aparición de nuevos brotes: se indica evitar la exposición a los rayos ultravioleta, no tomar anticonceptivos y prestar atención a las situaciones que reactivan la enfermedad (como el embarazo, las infecciones, el aborto o las intervenciones quirúrgicas) (Vilardell Tarrés y Ordi Ros, 1995).

V. Fantasías inconcientes específicas del lupus eritematoso sistémico25

1. Acerca del nombre “lupus”

En esta enfermedad llama la atención su nombre: lupus eritematoso o lobo rojo. Como vimos, desde la fisiopatología parece hoy un nombre insuficiente, meramente des­criptivo de un síntoma, que por otra parte a veces no está presente. Pensamos, en cambio, desde el psicoanálisis, que esta denominación no puede ser azarosa y que debe remitir a un significado inconciente captado por quienes tuvieron la ocurrencia de nominarla de ese modo.

El vocablo lupus (en latín, “lobo”) se utilizó por primera vez en el medioevo para nominar diferentes patologías ulcerativas de la piel del rostro (Battagliotti y Greca, 1992). Suele afirmarse que esta denominación proviene de la semejanza de las lesiones con las mordeduras del lobo. Sin embargo, hay quienes (Steinman, 1993) sostienen que el nombre proviene de la impresión lupina que adquiere el rostro del enfermo.

Según Pérez Rioja (1994), el lobo es un símbolo tradicional de la astucia, de la crueldad y del mal. Este mismo significado se manifiesta en la expresión latina que perdura hasta hoy y que también usara Freud en El malestar en la cultura: “homo homini lupus”, “el hombre es un lobo para el hombre” (citado por Freud, 1930a [1929]*, pág. 108), con lo que se quiere significar que “a veces el hombre es para su semejante peor que las fieras” (Larousse, 1972a). Para Bettelheim (1975), el lobo representa al seductor peligroso que se convierte en el destructor, cuando se cede a sus deseos. Repre­senta, asimismo, todas las tendencias asociales y primitivas que hay dentro de cada uno de nosotros. Racker26 solía decir que el lobo representa la oralidad y el oso la genitalidad.

El rojo, por su parte, según Pérez Rioja (1994), es el color de la sangre, connota actividad y estimulación, se lo vin­cula con las emociones e indica, a la vez, amor y odio. Sim­boliza también el martirio, porque es el color de la sangre derramada y, por lo tanto, es el color que la Iglesia atribuye a los ornamentos para las celebraciones de los santos mártires. Para Bettelheim (1975), el rojo es el color que simboliza las emociones violentas, sobre todo las de tipo sexual.

La asociación entre “lobo” y “rojo” nos remite, casi inevitable­mente, al cuento de Caperucita Roja. Algunos de los significa­dos que destaca Bettelheim (1975) en su interpretación, son atinentes a nuestro tema. Como ocurre con los mitos de la An­tigüedad, se conocen varias versiones de los cuentos perdurables.

En algunas versiones francesas, el lobo obliga a Caperu­cita a comer carne y a beber sangre de la abuela a pesar de unas voces que le advierten que no lo haga. En otras versiones del mismo origen, “Caperucita se encuentra con el lobo en una encrucijada, o sea, en un lugar en el que debe tomarse una decisión importante: qué camino seguir. El lobo pregunta: ¿por qué camino irás, por el de las agujas o por el de los alfileres? Caperucita Roja escoge el sendero de los alfileres porque, tal como se explica en una de las versio­nes, es más fácil unir las cosas mediante alfileres que co­serlas con agujas” (Bettelheim, 1975, pág. 241).

De acuerdo con estas ideas y dado su nombre, el significado de esta enfermedad parece vinculado a la represión de una emo­ción violenta, sangrienta, cruel, ambivalente, asocial y des­tructiva, dirigida incluso hacia personas muy queridas. Podríamos conjeturar también que el nombre remite a la significación de encruci­jada y decisión y a la elección del camino fácil, aunque para esta interpretación contamos, por el momento, con el único anclaje que nos brindan algunas versiones del cuento de Caperucita Roja.

2. Acerca del “núcleo” de la identidad

El LES es considerado una enfermedad autoinmunitaria ór­gano-inespecífica. Desde un punto de vista descriptivo com­prendemos el sentido de esta denominación ya que, como vimos, no hay un solo órgano afectado sino que habitualmente compromete al riñón, las articulaciones, la piel, el cerebro, etc. Sin embargo, desde el punto de vista inmunitario, la va­riedad de autoanticuerpos presentes en el lupus no es ilimi­tada e inespecífica. Por el contrario, estos autoanticuerpos tienen como blanco algunas estructuras proteicas del núcleo celular, en especial el ADN de doble cadena27.

Cuando se constituye una sociedad cualquiera se establecen, conciente o inconcientemente, una serie de contratos que regirán su funcionamiento. Se acuerdan los fines, se distribuyen funciones, etc. Escritos o no, los contratos son lineamientos generales que constituyen lo que se denomina un estatuto. A poco andar, en el ejercicio de la convivencia se pone en juego el par antité­tico tolerancia-intolerancia. Si se tratara, por ejemplo, de una sociedad científica, uno de cuyos fines fuera el estímulo a la investigación, podría ocurrir que en esa área resultaran in­compatibles los intereses o los es­tilos de alguno de los miembros. Un conflicto semejante equivaldría, en los términos de una reacción autoinmunitaria, a lo que se denomina “enfermedad órgano-específica”.

Si, en cambio, las diferencias se manifestaran en lo que se refiere a los ideales y fines básicos, a los motivos, intenciones e intere­ses fundamentales, en síntesis, al sentido mismo de la sociedad contenido en su estatuto, el conflicto se pro­duciría en lo que podemos considerar el núcleo de la identidad social, y expresado en términos de la reacción autoinmunitaria, equivaldría a lo que llamamos “enfermedad autoinmunitaria sistémica”.

“No desconocemos, por cierto –dice Freud–, que el núcleo del yo (el ello, como lo he llamado más tarde), al que pertenece la ‘herencia arcaica’ del alma humana, es inconciente” (Freud, 1921c*, pág. 71 n. 3, subrayado nuestro)28. Aunque Freud no defina allí lo que es el núcleo de la identidad, de nuestro modo de ser, podemos saber que en él reside un legado arcaico, una historia, un cúmulo de significa­ciones heredadas en las que hunde sus raíces nuestro ser ac­tual. Si en el lupus el autoataque se dirige contra el “núcleo” de la identidad, debemos pensar, entonces, que en esta enfermedad está comprometido un legado ancestral que le da sentido a nuestra vida.

3. Acerca del sentido de la vida