Pasión bajo el hielo - Allison Leigh - E-Book

Pasión bajo el hielo E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Aquel embarazo inesperado llevaba las cosas a otro nivel Shea Weatherby no creía en los finales de cuentos de hadas, así que cuando su príncipe azul se cruzó en su camino, no confió en sus intenciones. Tras quedarse embarazada después de pasar una noche con él, le dio un ataque de pánico. Paxton Merrick ganaba millones construyendo yates para los ricos de Seattle. Ahora, con Shea, su barco podía llegar a buen puerto. Aunque, si sus infructuosos esfuerzos por conseguir que fuera su pareja eran un presagio, se aproximaban aguas turbulentas. Pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera por llevarla al altar después de enterarse de que iba a ser padre.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Allison Lee Johnson

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Pasión bajo el hielo, n.º 2035 - febrero 2015

Título original: Once Upon a Valentine

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6084-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

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Capítulo 1

 

Diciembre

 

 

La culpa de todo la tenía la camisa. Nada habría pasado si se la hubiera dejado puesta.

Pero no, había tenido que comportarse como un caballero al verla calada hasta los huesos por culpa de la tormenta de hielo que había caído sobre Seattle sin previo aviso.

Primero le había dado una toalla para secarse y luego la camisa. Ahí había empezado todo y después había perdido el control.

¿Cómo si no se explicaba el hecho de que estuviera en aquel momento tumbada sobre un montón de cojines en el suelo de Embarcaciones Merrick & Sullivan, con Paxton Merrick abrazándola por la cintura y con la mano cubriendo uno de sus pechos?

Shea Weatherby se mordió el interior del labio mientras permanecía inmóvil, confiando en que él no se despertara.

Era de día. La luz del sol llenaba la habitación. El viento que había ululado con fuerza y que la había obligado a buscar refugio en la oficina después de que su coche no arrancara, había dejado de soplar. No podía mirar hacia la ventana sin moverse, algo que no quería hacer porque suponía girarse hacia Pax.

Bastante incómodo era ya sentir el calor de su cuerpo en la espalda. Era evidente que había perdido la cabeza después de que le ofreciera la camisa y no se fiaba de lo que pudiera ocurrir si volvía a ver su atractivo rostro u otras partes de su cuerpo.

Cerró los ojos y se preguntó cómo podría superar aquello con dignidad.

Conocía a Pax desde hacía más de dos años y durante todo ese tiempo había rechazado sus insinuaciones. Pero en solo una noche, por culpa de que su cuenta bancaria no le diera para sustituir su vieja tartana por un coche nuevo, había bajado la guardia y habían acabado juntos.

Le había dejado su camisa porque se había empapado. La había rodeado con sus brazos para darle calor después de que la electricidad se fuera por la tormenta. Y después de rozar sus labios… Ni siquiera estaba segura de quién había besado antes a quién, y Shea temía que hubiese sido ella.

Clavó los dedos en el cojín e intentó apartar aquellos pensamientos, pero le resultaba difícil cuando todavía sentía su cuerpo caliente y saciado, más satisfecho de lo que nunca había estado.

Tenía que sentirse agradecida de que Pax hubiera estado en las oficinas de su negocio. Pasaba mucho más tiempo en el astillero que su empresa tenía junto al puente que allí en las oficinas del puerto deportivo en donde estaban fondeados los veleros que alquilaban. Si no hubiese estado allí, se habría visto obligada a quedarse dentro del coche durante la tormenta de hielo ya que no había podido volver al interior del edificio de Cornelia. Shea acababa de empezar a trabajar para ella la semana anterior y no había querido la responsabilidad de tener una llave de la oficina. La tarde anterior, después de que se desencadenara la tormenta, todos los de la oficina se habían marchado antes de que las carreteras se volvieran intransitables, quedándose allí sola.

Contuvo un suspiro y abrió los ojos de nuevo.

Pax había tomado los cojines sobre los que estaban tumbados de las butacas de madera que había dispersas por toda la oficina. Eran rígidos, cuadrados y de estampado náutico, y aunque no eran la cama ideal, resultaban más cómodos para dormir que el suelo duro de madera. De no haber habido cojines, habrían tenido que acomodarse sobre una mesa. También habían encontrado una lona para usar como manta y unas cuantas velas con las que iluminarse.

Su mirada viajó de una de las butacas a la mesa redonda que había en el centro de la habitación, que, aparte de las sillas, era el único mobiliario que había y encima de la cual descansaba la enorme maqueta de madera de un velero.

Pax y su socio, Erik Sullivan, construían barcos, preciosos e imponentes yates con los que surcar las aguas. Los dos estaban solteros y eran muy apuestos. Formaban parte del mundo de la navegación y de todo lo que eso conllevaba: dinero y gente guapa. Pero a ambos les preocupaba el bienestar de su comunidad, razón por la que Shea había conocido a Pax cuando cubría una noticia para su periódico, The Seattle Washtub.

Hizo una mueca y cambió de postura. Al hacerlo, Pax movió el dedo gordo, rozándole el pezón, que traicioneramente se endureció deseando más. Se quedó inmóvil, a la espera de algún otro movimiento. Quería creer que era por miedo, pero sería una mentira monumental. Después de lo que habían hecho, sus terminaciones nerviosas deseaban que volviera a repetirse.

Shea se vanagloriaba de ser una persona práctica, y sabía perfectamente que nada bueno se conseguía engañándose a uno mismo o dejándose engatusar por una sonrisa sexy.

Ya le había pasado antes y solo había conseguido que le rompieran el corazón.

Pax volvió a acariciarla con el dedo gordo.

—Piensas demasiado.

Su voz sonó profunda, ronca y tremendamente seductora mientras sus dedos la acariciaban con la delicada precisión de un músico.

Ignoró aquellas sensaciones románticas y se concentró en la mesa que tenía a escasos metros de la nariz.

—No estoy pensando en nada.

Él cambió de postura y dobló la rodilla acercándola a la de ella. Shea sintió que cada centímetro de su piel, desde la rodilla al cuello, ardía y no tuvo ninguna duda de que estaba completamente despierto.

—Te has quedado pensativa —murmuró él—. Sería mucho más divertido si nos dejáramos llevar.

Si de veras se hubiera parado a pensar, habría encontrado una manera de resistirse a él y no estaría deseando que la acariciara otra vez. Rodó sobre su espalda y lo miró.

En circunstancias normales, Pax era muy atractivo, pero en aquel momento, lo estaba todavía más con su aspecto desaliñado, sus mejillas sin afeitar y su cabello castaño y ondulado cayéndole sobre sus oscuros ojos marrones.

Dejó de mirarlo embobada y bruscamente lo apartó de un empujón, a la vez que salía de debajo de las lonas.

—Esto ha sido un error.

—No decías eso hace un rato —dijo él esbozando una sonrisa burlona—. Recuerdo que pedías más.

Lo cierto era que seguía deseando más, lo cual no era nada bueno.

—Pero ya no.

Se le puso la piel de gallina mientras buscaba su ropa. Tomó el jersey de la proa del barco de donde él lo había colocado para que se secara y se preguntó si sería la primera vez que una prenda femenina había colgado de aquel mismo sitio.

Conociendo a Pax, probablemente no. Aquel hombre tenía muchas admiradoras y siempre estaba rodeado de mujeres muy guapas.

Se metió el jersey aún húmedo por la cabeza y se alegró de que le llegara hasta los muslos. Había dejado el sujetador mojado en el baño después de ponerse la camisa seca de Pax y estaba segura de que sus bragas estaban en alguna parte bajo aquella lona junto a él y su camisa, pero no era el momento de buscarlas.

Se puso los pantalones de pana, estremeciéndose al sentir la fría humedad, y se acercó a las ventanas que miraban a la calle desierta a la que daba el viejo edificio de ladrillo.

Su pequeño coche seguía aparcado delante. Podía ver los carámbanos colgando del parachoques como si fueran adornos de Navidad. Confiaba en que no le costara una fortuna arreglarlo, ahora que su cuenta bancaria había empezado a reflotar gracias al trabajo por horas que le había ofrecido Cornelia.

—¿Qué aspecto hay ahí fuera?

—Todo está congelado.

Apenas se giró lo necesario para mirarlo. La estancia estaba fría y tenía la ropa húmeda, pero cobijarse junto a él otra vez en busca de calor estaba descartado. Nunca había tenido aventuras de una noche y no estaba dispuesta a cometer el mismo error otra vez.

Recogió las tazas de café y las dejó en la mesa junto a la balandra.

—Mataría por una taza de café bien caliente.

Prefería concentrarse en sus ganas de cafeína que en sus ganas por él.

—Esta bazofia está helada y seguirá así hasta que vuelva la luz —dijo él envuelto en la lona—. Lo único que tenemos son las galletas saladas de Ruth.

Shea sintió un vuelco en el estómago y tragó saliva, antes de escapar al baño. Por la estrecha ventana, entraba luz suficiente para ver. Era pequeño y acogedor, y Shea quiso quedarse allí oculta el mayor tiempo posible, pero hacía demasiado frío. El sujetador seguía tan mojado como el resto de su ropa así que hizo con él una bola y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones, incapaz de soportar una capa más de humedad sobre la piel. Se lavó las manos con agua fría, se miró en el espejo y volvió a la recepción.

Pax había dejado a un lado la lona y se había puesto los vaqueros, dejando sin abrochar el último botón.

Shea bajó la mirada hasta su abdomen y se ruborizó cuando sus ojos se encontraron con los de él.

Definitivamente, la culpa era de la camisa.

Él sonrió, como si supiera exactamente lo que ella estaba pensando, y recogió del suelo la prueba del delito.

—Tengo que irme a casa —anunció ella bruscamente y en voz demasiado alta—. Mi gato está enfermo.

—No había oído nunca esa excusa —dijo él ampliando su sonrisa.

—Marsha-Marsha —dijo ella, tratando de controlar el balbuceo que le provocaba su nerviosismo y aquella extraña sensación que sentía cada vez que lo miraba—. Tiene dieciséis años. Tengo que ir a darle el antibiótico.

La expresión divertida de sus ojos marrones cambió y se tornó más cálida.

—¿Desde cuánto la tienes? —preguntó poniéndose la camisa.

Shea se obligó a apartar la mirada y fijarla en la maqueta del barco que estaba encima de la mesa. No sabía mucho de barcos, pero aquella espléndida estructura parecía sacada de un museo de arte.

—Desde que era un cachorro. Mi padrastro Ken me la regaló.

Ken había sido el tercero de los siete maridos de su madre.

—Bueno, entonces tendrás que irte a casa.

Su coche no había arrancado el día anterior y Shea dudaba que fuera a hacerlo tras la helada.

—¿Crees que ya habrán vuelto a circular los autobuses?

—No importa. Si las calles están transitables, te llevaré a casa.

De nuevo, aquella sensación en su interior.

—Vivo en el otro extremo de Fremont —le advirtió.

—Lo sé.

Ella se quedó estudiándolo unos segundos.

—No recuerdo haberte dicho dónde vivía.

Sus conversaciones, aparte de las entrevistas que él le había concedido, habían sido superficiales y siempre habían terminado con la insinuación de que su vida no estaría completa si no salía con él. La había invitado a todo, desde tomar un café a navegar alrededor del mundo.

Nunca, ni siquiera una vez, lo había tomado en serio. Para ella, aquellas invitaciones formaban parte de su faceta de conquistador.

—Solo porque te paguen por hacer preguntas no significa que seas la única que las hace.

—¿A quién le has preguntado? ¿A la señora Hunt?

No se imaginaba a la elegante y millonaria Cornelia Hunt cotilleando sobre nadie, ni siquiera con el atractivo Paxton Merrick. Claro que tampoco se imaginaba una empresa tan peculiar como la de Cornelia, a pesar de haber sido testigo de su creación. La mujer no tenía necesidad de trabajar porque estaba casada con uno de los hombres más ricos del país y, sin embargo, había abierto una asesoría para ayudar a mujeres a montar sus empresas. Ahora Shea era una colaboradora más desde que Cornelia la contratara para elaborar informes sobre sus potenciales clientas. Al menos, ella se tomaba en serio sus habilidades como investigadora, al contrario que su jefe en el Washtub.

—Tienes un director en el Tub —dijo Pax, como si le estuviera leyendo los pensamientos.

—Harvey Hightower es un vejestorio malhumorado que no hace nada por nadie a menos que pueda sacarle algo.

Llamaba a Shea «bizcochito» y no le encomendaba nada que no fueran artículos de relleno o de cotilleos, por mucho que le pidiera hacer otra cosa. Ni siquiera le importaba que el periódico bisemanal tuviera un presupuesto precario. Prefería pagar a un periodista «serio», que dar alas a Shea. Había decidido que se le daban bien las historias sobre personas y llevaba haciendo lo mismo desde que empezara a trabajar allí al acabar la universidad. Harvey disfrutaba con cualquier cosa que tuviera que ver con Pax y su socio en la empresa de construcción de barcos porque a los lectores les gustaba leer sobre ellos.

—Eres insoportable.

—Me alegro de saber por fin que te produzco algún efecto —dijo él sonriendo.

—¿Lo de anoche no era lo que llevabas años pretendiendo?

—Creía que se trataba de un regalo de Navidad anticipado —contestó él con una expresión divertida en sus ojos oscuros.

—No hago regalos como ese.

Lo cierto era que no hacía regalos en Navidad excepto a su madre, a quien le daba un cheque regalo de su tienda favorita porque no merecía la pena buscar algo personal. La mujer pensaba que tenía muy mal gusto.

—Bueno, pues entonces, soy un afortunado —dijo él.

Sus hoyuelos aparecieron mientras tomaba la lona para doblarla.

Era mejor estar ocupada que seguir mirándolo, así que tomó uno de los cojines para devolver a su sitio, en una de las butacas de madera. Nada más levantarlo, aparecieron debajo sus bragas y rápidamente las recogió y se las guardó en el otro bolsillo.

No solía ir por ahí con la ropa interior guardada en los bolsillos del pantalón, así que se alegró de que el jersey fuera lo suficientemente largo como para taparlo. Confiaba en que Pax, que estaba llevando las tazas a la cocina, no hubiera visto aquella escena tan bochornosa mientras colocaba el cojín en su sitio. Sin nada más que hacer, Shea se sentó y se puso las botas de piel. Después, volvió a asomarse a las ventanas.

—Los teléfonos siguen sin funcionar.

Se dio la vuelta y vio a Pax guardándose el móvil en el bolsillo trasero.

—Tampoco hay línea en el fijo —añadió él—. Está tan muerto como el móvil.

—No me sorprende. Hay hielo por todas partes —dijo ella y se mordió el labio.

Shea se volvió de nuevo hacia la ventana y señaló el edificio de enfrente. Un poste de electricidad helado se había caído sobre un almacén de tres plantas. Ni el hecho de que Marsha-Marsha estuviera esperando ni la desesperación de Shea por salir de allí justificaban otra estupidez.

—Probablemente las carreteras también estén heladas.

Pax apoyó la mano en el hombro de Shea y apretó.

—Saldremos a echar un vistazo y si no lo vemos seguro para conducir, entonces no lo haremos.

No se giró para mirarlo. Le resultaba difícil ignorar el calor que desprendía su mano sobre su hombro.

—No estoy preocupada.

—No hay por qué estarlo.

Shea apretó los labios y cambió de postura. Al sentir que él apartaba la mano, enseguida echó de menos su contacto. La olvidaría en cuanto pusiera los ojos en otra fémina.

—Seguramente podremos escuchar el parte del tiempo en la radio del coche.

De nuevo, Pax se fue hasta el fondo de la oficina y ella lo siguió, entreteniéndose lo justo para recoger el bolso y la chaqueta de imitación de ante de donde los había dejado. Ambos seguían húmedos.

Se unió a él en la puerta, en el lado del edificio que daba a una zona cubierta que lo separaba del edificio de Cornelia. El deportivo rojo de él estaba aparcado allí, protegido de las inclemencias del tiempo. Detrás del coche distinguió los barcos fondeados en el puerto, meciéndose en el agua. Ninguno de aquellos barcos eran de Merrick & Sullivan. Le había contado que sacaban del agua los que alquilaban para su mantenimiento.

—Quédate dentro mientras lo enciendo.

Se alegró de hacerlo. Una bocanada del frío aire de fuera, hizo que se le pusiera la carne de gallina, así que enseguida cerró la puerta y esperó a escuchar el motor encendido. Aunque fuera el motor de Pax, era el sonido de la salvación, así que cerró la puerta tras ella y corrió al coche.

—¿Y la puerta? ¿Se cierra sola?

—Sí.

El aire soplaba desde las rejillas de la calefacción prometiendo calor y Pax estaba sintonizando la radio. Su perfil era afilado y más cautivador de lo que estaba dispuesta a admitir.

—El cinturón.

Shea se estremeció cuando la miró y sintió que se ruborizaba. Se abrochó el cinturón.

—La puerta de Cornelia también se cierra sola —balbuceó—. Por eso no pude volver a entrar en el edificio ayer.

—Ya me lo dijiste —dijo y volvió a mirarla.

Shea apartó la mirada del muslo que se marcaba bajo sus vaqueros desgastados.

Pax metió la marcha y lentamente salió de debajo de la cubierta, y giró al llegar a la calle que se abría entre edificios de ladrillo rojo como el suyo y el de Cornelia.

Recorrieron tres manzanas en dirección al interior desde el litoral de Ballard antes de ver otro coche circulando. La calefacción funcionaba a pleno rendimiento y Shea supuso que su ropa estaba empezando a secarse. Prefería pensar eso y no que estaba entrando en calor por el simple hecho de estar sentada a escasos centímetros de él dentro de aquel impresionante bólido, observando los largos dedos de sus manos cada vez que cambiaba de marcha.

Apartó la mirada y la fijó en la helada que había caído sobre la ciudad, tratando de dejar la mente en blanco.

—Otra vez te has quedado pensativa.

¿Cómo lo hacía?

—Estoy pensando en cómo voy a ir a trabajar mañana —mintió.

—Apuesto el Honey Girl a que no irás.

Shea sabía que el Honey Girl era su velero de veinte metros y medio que él mismo había construido. Sabía que había recibido ofertas de todas partes del mundo para comprárselo y que era el sueño de muchas mujeres de la ciudad el que las invitara a bordo.

—Aunque hubieras estado pensando en el trabajo, que lo dudo —continuó mirándola sonriente—, estoy seguro de que nadie irá a trabajar al Tub mañana. Escucha —añadió, señalando la radio—. Siguen aconsejando que nadie salga a las carreteras salvo que se trate de una emergencia.

—No creo que traerme a casa se considere como tal.

—Por supuesto que sí —dijo él y sus hoyuelos aparecieron—. Es una emergencia médica.

—De un felino.

—Eso no lo hace menos importante —dijo deteniéndose en un cruce en el que todos los semáforos estaban en rojo—. Si mi perro Hooch necesitara tomar medicina cada día, haría lo que fuera por dársela.

Había escrito ocho artículos sobre Pax. Sabía que había crecido en la pequeña ciudad de Port Orchand, en donde él y su socio habían empezado a construir barcos, que ahora vivía en el último piso de un edificio lujoso de Belltown y que tenía debilidad por el chocolate.

—Nunca me habías contado que tuvieras un perro.

—Si lo hubiera hecho, ¿habrías accedido a salir conmigo la primera vez que te lo pedí? ¿O la segunda, o la tercera?

Su exnovio, Bruce, había tenido un perro. La había dejado plantada dos días antes de la boda.

—No.

Pax la miró un instante, antes de atravesar el cruce.

—¿Y ahora?

—Ya te lo he dicho. Esto ha sido un…

—…error. Sí, recuerdo. ¿Por qué?

—Porque…

—Pensé que una periodista como tú se defendería mejor en una guerra dialéctica.

—Aunque creyera en las relaciones estables, no sería tan tonta como para esperar nada de ti. Además, no tengo tiempo para andar tonteando.

Bastante ocupada estaba tratando de mantenerse a flote entre el periódico y su empleo a tiempo parcial con Cornelia.

—Siempre has sido muy dura conmigo.

—Por favor —dijo ella cruzándose de brazos—. Para ti, la seducción es algo tan natural como el respirar. Nada de lo que pudiera hacer o decir podría herir tu ego.

—¿Por qué no crees en las relaciones estables?

Ella exhaló y volvió a mirar por la ventanilla. Por suerte, estaban a una manzana de su casa.

—¿Quién en su sano juicio lo hace? Déjame ahí arriba. Si mi calle está helada, no podrás dar marcha atrás porque estoy segura de que este juguete que tienes no tiene tracción en las cuatro ruedas.

—Tendré que decirles a mis padres que no están en su sano juicio.

—Serán la excepción a la regla.

—¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?

—Veintiocho.

Él era diez años mayor. Su cumpleaños había sido en agosto y Harvey la había hecho acampar delante del club nocturno que había frente al apartamento de él, con su cámara, para conseguir fotos de cualquiera que entrara o saliera. Su jefe se había quedado exultante al ver las de Pax y sus amigas. Había salido del club con tres mujeres colgadas del brazo, a altas horas de la madrugada. Al parecer, no habían acabado allí la celebración puesto que habían cruzado la calle y entrado en el edificio de su apartamento, tirando de un puñado de globos en los que se leía: Feliz cumpleaños.

—Sigues siendo demasiado joven para estar tan harta.

—Aprendí pronto. Espera… —dijo al ver que giraba en su calle—. ¡Te he dicho que me dejaras arriba!

—Y no te he hecho caso.

Los neumáticos chirriaron sobre el pavimento y finalmente se detuvieron ante su viejo edificio. Él dejó la muñeca apoyada sobre el volante y la miró.

—Es lo que hago cuando oigo tonterías.

—Quieres decir, cuando oyes lo que no quieres.

—Eso también.

Shea sintió que se le encogió el estómago cuando Pax bajó la mirada a sus labios. Los apretó y evitó agitarse en su asiento.

—Lo quieras oír o no, creo que no deberíamos haber, bueno, ya sabes. Lo de anoche no debería haber pasado.

—¿Dormir juntos? ¿Tener sexo? —preguntó con mirada pícara—. ¿Hacer el amor?

Shea tuvo que contenerse para no taparse los oídos con las manos.

—No deberíamos haber tenido sexo —dijo por fin muy seria—. Eso no va a cambiar nada.

Él alargó la mano y enroscó un mechón del pelo de Shea en su dedo.

—No estés tan segura de eso, cielo.

—Lo estoy.

Shea se soltó el pelo, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta del coche. El aire gélido entró, bajando rápidamente la temperatura del interior, aunque no disminuyó el calor que sentía.

—Gracias por traerme a casa, Pax, pero ahorra tiempo y ponte a buscar a tu siguiente conquista. Hay un montón de mujeres deseando tener una oportunidad contigo.

Tomó el bolso y se bajó del coche, cerrando de un portazo antes de que él pudiera decir nada. Apenas había empezado a recorrer la acera congelada hacia la entrada del edificio cuando oyó a sus espaldas el zumbido de una ventanilla eléctrica bajándose.

—Mis padres van a dar una fiesta en Nochebuena. Deberías venir conmigo. Podemos quedar antes en mi casa para tomar algo.

Desesperada, se volvió para mirarlo.

—Pax…

—Ya te he dicho que no presto atención a las tonterías.

Entonces, esbozó una de aquellas medio sonrisas tan características suyas, subió la ventanilla y se marchó calle arriba.

—Maldita camisa —dijo Shea y resopló.

 

 

Capítulo 2

 

Febrero

 

 

—Acaba de llegar.

Pax levantó la vista del contrato que estaba leyendo. Su secretaria, Ruth, estaba de pie junto a la puerta de su despacho.

—¿Disculpa?

Ruth arqueó las cejas.

—Shea Weatherby —dijo con exagerada paciencia—. Acabo de verla entrando al edificio de la señora Hunt. No finjas que no estabas esperándola. Estarías en el taller de no ser así.

Pax apretó con fuerza el bolígrafo y bajó la mirada al último contrato que Erik le había pasado.

—Gracias por avisar.

Ruth resopló, algo típico en ella.

—Hazte el duro si quieres. Hoy es el Día de los Enamorados y le he pedido a mi madre que se quede con los niños, así que voy a salir pronto para irme a cenar con mi marido. Mañana vendré pronto para acabar el programa del campamento de vela de este verano.

—Intenta no ponerte demasiado romántica esta noche, no vaya a ser que tengas que tomarte otra baja de maternidad.

Ruth rio y se fue.

Pax esperó a que recogiera y cerrara con llave la puerta principal. Después, soltó el bolígrafo, dejó el contrato del que no había sido capaz de leer ni una palabra y se pasó las manos por el pelo. Casi todos los martes y jueves eran así porque esos eran los días en que Shea iba al despacho de Cornelia Hunt a recoger o a dejar su última asignación.

No tenía sentido fingir que no iba a ir al edificio de al lado para que lo invitaran a una taza de café. Era patético que fuera el único momento en el que tenía esperanza de intercambiar unas cuantas palabras con Shea Weatherby.

Acostarse con ella durante aquella tormenta días antes de Navidad, no había supuesto ningún cambio en su relación. Seguía dándole calabazas. Tampoco había supuesto ningún cambio para él, excepto para confirmar lo que ya sabía: que la deseaba con locura.

Así había sido desde el primer momento en que se había acercado a él con su cuaderno y su bolígrafo. Lo había mirado con sus enormes ojos azules, con la brisa revolviendo su larga melena rubia, y le había preguntado si le importaba que grabara la entrevista.