Pensar el poder - AAVV - E-Book

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Este libro pretende contribuir a la comprensión de las estructuras de poder de la España decimonónica mediante nuevos enfoques que pongan en cuestión las formas más tradicionales de aproximarse al estudio de esta centuria. Lo que se plantea aquí es una discusión en torno a la articulación del poder político y social en la España del siglo XIX en una escala múltiple que conjuga el nivel del Estado nación con el regional y el transnacional. Se trata al mismo tiempo de reconocer el trabajo de uno de los historiadores que más atención ha dedicado al estudio de la relación entre sociedad y poder durante el siglo XIX: el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valladolid Pedro Carasa. El volumen colectivo Pensar el poder se ha concebido como una oportunidad para reflexionar sobre las prácticas de poder en la España liberal.

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PENSAR EL PODER

LIBER AMICORUM DE PEDRO CARASA

PENSAR EL PODER

LIBER AMICORUM DE PEDRO CARASA

Bartolomé Yun Casalilla, Jorge Luengo, eds.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per miso previo de la editorial.

© De los textos: los autores, 2018

© De esta edición: Universitat de València, 2018

Coordinación editorial: Maite Simón

Corrección, fotocomposición y maquetación: Letras y Píxeles, S. L.

Cubierta:

Ilustración: Sagasta, paseando en triunfo sobre un embudo, seguido de una procesión en la que desfilaban los vicios de la época. Caricatura de La Carcajada, núm. 13, 18 de abril de 1872.

Diseño: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-9134-335-6

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

LA IDEA DE ESPAÑA Y LAS ARISTOCRACIAS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Espacio político, cambio social y comunidades imaginadas

Bartolomé Yun Casalilla

LA CREACIÓN DE UN ARCHIVO CENTRAL BAJO JOSÉ I

Su oposición con el proyecto napoleónico

José Luis Rodríguez de Diego

RELIGIÓN, NACIÓN Y ÉLITES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX

Jesús Millán y M.ª Cruz Romeo

LA FORMACIÓN DE LA SOCIEDAD CIVIL EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX

Jorge Luengo

LA «ESPAÑA FORAL» Y LA «ESPAÑA CONSTITUCIONAL»

El empoderamiento de las diputaciones forales en la consolidación del Estado liberal español (1839-1877)

Joseba Agirreazkuenaga

EL RÉGIMEN DE LA RESTAURACIÓN EN ANDALUCÍA

La deconstrucción de la representación política

María Sierra y María Antonia Peña

LA COMISARÍA REGIA DE TURISMO (1911-1928)

¿Ejemplo de España oficial?

Jorge Villaverde

ÉLITES Y MOVIMIENTOS SOCIALES

Experiencias de poder en la revolución liberal española

Juan Sisinio Pérez Garzón

MIRAR DESDE EL PODER A LOS SIRVIENTES

La perspectiva cultural sobre los criados de instituciones elitistas

María Zozaya-Montes

CASTILLA COMO CASO DE ESTUDIO

Las élites en su entorno

Enrique Berzal de la Rosa

LAS ÉLITES EN CASTILLA Y LEÓN

Biografía y prosopografía en el análisis de las relaciones de poder en la España liberal

Margarita Caballero y Carmelo García Encabo

PROTESTA POPULAR Y PODER LOCAL EN CASTILLA (LA VIEJA) Y LEÓN

Entre la represión y la mediación

Jesús-Ángel Redondo Cardeñoso

PODERES LOCALES Y CONTESTACIÓN URBANA

El Valladolid de los barrios en la Transición, 1964-1986

Constantino Gonzalo Morell

EL POLÍTICO ANTE EL ESPEJO

Paradigmas de identidad en la contemporaneidad

Esther Calzada del Amo

INTRODUCCIÓN

La relación de una sociedad con sus estructuras de poder es un aspecto fundamental que caracteriza la diferencia de unos periodos históricos con otros. El siglo XIX representa en Europa un momento de cambio estructural en esta relación. La aparición de elementos tales como la esfera pública, la sociedad civil y la formación de un sistema político e institucional, que fundamentan las sociedades actuales, hace de esta centuria un momento fundamental en la caracterización de las formas de poder social y político. A este respecto, como ha señalado Jürgen Osterhammel, «en la historia de la organización del poder político, el siglo XIX representa una etapa de transición diferenciada y renovada simplificación».1 Esta diferenciación respecto a otras épocas históricas ha abierto sugestivos debates sobre la caracterización de la centuria y sobre los límites de penetración del Estado en la sociedad. Esto último no solo refiere a la reestructuración del poder en los nuevos estados liberales que emergen en parte de Europa en el periodo comprendido entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, sino a una más ambiciosa reorganización del poder que también influye en el mundo colonial.2 La ruptura de las jerarquías sociales que tiene lugar durante la revolución liberal en España en las primeras décadas del siglo XIX y el desplazamiento del protagonismo político que esto conllevó ha superado la clásica visión del fracaso liberal que había predominado desde los años setenta.3 El papel del Estado y sus élites en este proceso todavía sigue abierto a debate.

El objetivo de este libro es realizar una contribución a la comprensión de las estructuras de poder de la España decimonónica mediante nuevos enfoques que pongan en cuestión las formas más tradicionales de aproximarse al estudio de esta centuria. Lo que se plantea aquí es una discusión en torno a la articulación del poder político y social en la España del siglo XIX en una escala múltiple que conjuga el nivel nacional con el regional y el transnacional. El motivo de su publicación –que todos los autores se han tomado con un fundamentado motivo, por cierto– surge con la jubilación de uno de los historiadores que más atención ha dedicado al estudio de la relación entre sociedad y poder durante el siglo XIX: Pedro Carasa.

El volumen colectivo Pensar el poder: Liber Amicorum de Pedro Carasa se ha concebido como una oportunidad para reflexionar sobre las prácticas de poder en la España liberal. Estas no solo suponen un aspecto central de la investigación sobre el siglo XIX, sino que están, igualmente, estrechamente relacionadas con otros espacios temporales, así como con importantes cuestiones teóricas y metodológicas de la historiografía reciente. Con motivo de la jubilación de Pedro Carasa, los editores hemos escogido algunos de los temas que han articulado su producción historiográfica con el fin de establecer un diálogo con su obra y con la producción de sus colegas y discípulos. La idea no es, por tanto, rendir pleitesía ni adular la carrera profesional de un colega –como, muchas veces con justicia, desde luego, hacen tantos y tantos Festschriften o volúmenes de homenaje–, sino aprovechar este momento para realizar aportaciones críticas que abran nuevas perspectivas de investigación sobre la contemporaneidad en España y evalúen algunos de los supuestos con los que se ha tratado el estudio del poder en la España liberal en las últimas décadas.

No se trata, aunque es obligado hacerlo en este prólogo, de hacer un mero reconocimiento a una persona o un esfuerzo historiográfico. Por el contrario, la idea de los editores ha sido la de establecer un debate académico sobre las propuestas y los resultados que han centrado la obra de Pedro Carasa, al tiempo que se abordan algunos de los temas a los que han dedicado más esfuerzos en estas últimas décadas los historiadores que han trabajado sobre el siglo XIX. A su vez, las distintas contribuciones del libro tienen el objetivo de discutir e incluso cuestionar algunas de las líneas de investigación que representa la obra de Pedro Carasa con el fin de abrir nuevas vías de investigación y avanzar en el conocimiento de la centuria. Creemos que no hay mejor reconocimiento a una carrera académica que seguir discutiendo algunas de sus ideas, poniéndolas incluso en cuestión y realizando una crítica constructiva a las aportaciones de un amigo y maestro a lo largo de su trayectoria investigadora.

Los capítulos de este libro giran en torno a la articulación, la práctica y las ideologías del poder de las élites en la España del siglo XIX. Con este planteamiento, los editores nos hemos propuesto conseguir un volumen colectivo que cuente con una sólida estructura y que, al enfocarse en un aspecto temático muy concreto, permita una discusión a fondo de uno de los planteamientos que han caracterizado la obra del homenajeado. Como muchas veces en estos casos, debido a este hecho y lo que impone la propia publicación de un libro en nuestros días, nos hemos visto obligados a hacer una selección de discípulos y colegas que podían escribir sobre estos aspectos con fundamento y que podían aportar también un aliento personal, no por lo que escriben sino por su sola presencia. Pero, como siempre en estos casos también, son todos los que están pero no están todos los que son. Vayan nuestras disculpas para estos últimos. Es, por último, necesaria una mención de agradecimiento a la Universidad de Valladolid por el apoyo prestado a la publicación de este homenaje.

PENSAR EL PODER EN LA ESPAÑA LIBERAL

A partir de distintas líneas de investigación, la obra de Pedro Carasa se ha centrado en el análisis de las estructuras de poder durante el siglo XIX. En un momento en el que la división académica entre las épocas moderna y contemporánea no estaba aún delineada, inició su investigación tomando el siglo XIX como un periodo en estrecha relación con el Antiguo Régimen. El primer acercamiento de Pedro Carasa a la investigación, después de una breve etapa –con su memoria de licenciatura– en la que se ocupa de historia de la religión durante el siglo XVI, se dirigió hacia el estudio de la pobreza, aplicando una cronología atípica que establecía un puente entre el Antiguo Régimen y la instauración del Estado liberal. Más allá de la beneficencia, la tesis de su libro se articuló en torno a la relación entre pobreza y poder, siendo un aspecto fundamental el modo en que las élites lidiaban con la pobreza, conceptualizaban el pauperismo y se reproducían en relación con la beneficencia. Una preocupación de Pedro Carasa sobre este tema fue, por tanto, la respuesta institucional que se dio históricamente a la pobreza y la marginalización social. Para Carasa, en el siglo XIX «la burguesía liberal se adueña de los viejos recursos benéficos y los organiza según su esquema administrativo en defensa de sus intereses».4 A su entender, la dotación asistencial procedente de la inercia del pasado fue lo que logró crear un equilibrio en la grave situación de crisis en la que se instauró el liberalismo durante la primera mitad del siglo XIX.5

En un espacio historiográfico marcado por la historia política más clásica, que se centraba en el estudio de grandes personajes históricos, Carasa optó por el estudio de un grupo social no privilegiado. En su tesis doctoral, dirigida por Luis Miguel Enciso Recio –catedrático entonces de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Valladolid y hoy académico numerario de la Real Academia de la Historia–, y publicada como libro después, se puede percibir claramente el tipo de historiador que es Pedro Carasa.6 Partiendo de una riquísima documentación hospitalaria, la del Archivo del Hospital de Villafranca y Montes de Oca, que él mismo, junto con familiares y amigos, desempolvó y rescató de húmedos camarotes, uno de los méritos residió, a nuestro modo de ver, en no dejarse guiar por la tentación que la propia y riquísima fuente y la misma institución representaban.7 Al contrario de una corriente por entonces presente en nuestro país y que se empezaba a romper en Valladolid, ese estudio –hoy, y en buena medida gracias a él, parece una perogrullada– no se queda en el análisis del hospital como institución, sino que da una importancia central al estudio de los pobres y de las relaciones sociales que los creaban y gobernaban en todos los sentidos, en un momento, el de la crisis del Antiguo Régimen, que muy pocos historiadores han transitado con su maestría. Solía decir Pedro, con no poca sorna y autocrítica, que, no solo él, sino otros que estábamos a su alrededor, nos dedicábamos a «contar celemines… y pobres». Aludía, imaginamos, a una cierta parte de la historia de los Annales que empezaba a tomar cuerpo en la historiografía española. Por suerte, su trabajo –como el de los mejores Annales, los de Marc Bloch y Lucien Febvre– fue más allá de las cuentas y nos llevó a una reflexión sobre las formas de reproducción social y una cierta historia desde abajo que el último de estos autores definía en sus Combates por la Historia.8 Todo ello, se diría que hasta la sorna, era parte, además, de un giro ideológico y un planteamiento crítico, acorde con los tiempos de cambio político que se vivían entonces en España, y que marcaron el devenir de su carrera académica. Como muchos investigadores españoles del momento, y a veces no sin conflictos de por medio, Carasa se separó gradualmente de una atmósfera que él mismo definió en algún momento, otra vez con ironía, como un tanto conciliarista, refiriéndose a Trento (e indirectamente a sus primeros trabajos). Por otro lado, esta situación influyó en la elección de sus temas de investigación y proyectos académicos que han caracterizado su obra.

Si pobreza y beneficencia fue su primera línea de investigación, el paso que daría más adelante para estudiar las élites políticas respondía a una lógica evolución. En último término, su línea de investigación se acabó centrando en el estudio del siglo XIX, cuyo carácter marcaba una genealogía con el proyecto político democrático que se estaba implantando en España a finales de los años setenta y primeros ochenta. Podría parecer un giro copernicano, pasar de los pobres a los ricos y a las élites. No lo era si recordamos –y esto estaba presente– aquellas palabras de Pierre Vilar, al que también seguían muchos historiadores del momento, cuando nos decía que hacer historia era analizar cómo los ricos se hacen ricos y los pobres se hacen pobres. En resumen: era el mismo tema, pero desde otra perspectiva. En realidad, ambos grupos respondían a dinámicas similares y representaban los dos polos opuestos tanto en la sociedad del Antiguo Régimen como en la del liberalismo. Lo que cambió en el paso del siglo XVIII al XIX no fue tanto la diferencia entre ellos como la forma en que se relacionaban, los modos de justificar la desigualdad y la legitimidad de su posición en las estructuras sociales. Desde la mirada que ofrecía el análisis de ambos grupos, Pedro Carasa contribuyó a definir los contornos sociales de la España del siglo XIX a partir de una historia regional, entonces en boga, y que hizo de Castilla, la Castilla del Valle del Duero, su caso de estudio fundamental. El estudio del poder se combinaba así con la historia regional y la reflexión sobre Castilla.

La mirada desde el poder, por tanto, resultaba fundamental para la comprensión de las estructuras sociopolíticas del Ochocientos. A este tema dedicó Pedro Carasa, junto con muchos de sus colegas, algunos de los cuales participan en este volumen, grandes esfuerzos, la mayoría de ellos colectivos. En las introducciones a estas diferentes obras, que reunieron a algunos de los mayores expertos en historia contemporánea de España del momento, es donde se encuentran difuminadas las líneas maestras que ha caracterizado la aportación de Carasa al estudio del poder de la España decimonónica y de la forma en que Castilla se insertaba en la construcción del nuevo Estado. Siguiendo teorías sociales que entienden la sociedad como un complejo sistema de relaciones, el poder no resultaba un hecho o una propiedad, sino más bien una estrategia.

En este sentido, las conclusiones de Carasa recuerdan los planteamientos de Michel Foucault. El poder no se interpretaba como una institución o una estructura, sino como aquello «que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada».9 En efecto, para Carasa, las élites castellanas de la Restauración, a través del ejemplo de los diputados a Cortes durante el largo siglo XIX, resultan un grupo de poder fragmentado, compuesto por una multitud de élites con una base de poder territorial que se materializaba en la localidad o la provincia. La reproducción del poder, por un lado, venía dada por una estrategia de pacto y consenso con las instituciones nacionales, de modo que las élites locales se situaban en una posición de intermediarios entre los poderes local y central.10 Por otro lado, sin embargo, eran los mecanismos de reproducción social los que articulaban los fundamentos del poder de las élites liberales. En este sentido, Carasa identificó tres aspectos esenciales: la importancia del patrimonio y los negocios entre estas élites, el establecimiento de densas redes clientelares verticales y unas redes horizontales sólidas y extensas.11

Estas conclusiones cambiaban, junto a buena parte de la historiografía –que en ese momento estaba poniendo su foco en el caciquismo–, la comprensión de la España de la Restauración. Ya no se entendía el sistema liberal como una forma de poder oligárquica en la que el Estado era omnipotente y el Estado liberal se entendía como la historia de un fracaso, sino que se cambiaban las piezas hacia una interpretación inversa, de abajo arriba, en la que las bases del sistema pasaban a reposar sobre el poder de negociación de las élites locales respecto a las instituciones estatales. Andando en la misma línea, pero más allá de autores como José Varela Ortega, que hacía tiempo habían insistido en la importancia de las redes horizontales, sobre todo a través del sugerente título de su libro más importante, los amigos políticos,12 en los años noventa se abría una nueva vía de interpretación de la España liberal. De este modo se insistía en la doble dirección de la articulación del sistema caciquil, como pusieron de relieve dos de los mejores libros sobre el periodo.13 La aportación de Carasa a este debate fue doble. Por un lado, insistió en la importancia de los poderes locales, subrayando la relevancia del nivel ascendente en la comprensión del poder de la España liberal. Por otro lado, se aproximó a este estudio a través de la prosopografía –o biografía de grupo– proponiendo un enfoque más social que político y más biográfico que estructural. El Parlamento y sus élites servían como sujeto de investigación al conectar como ningún otro ejemplo los niveles central y local que articulaban el poder en la España decimonónica.14 Todo ello se hacía abriendo una línea de estudio muy poco frecuentada entonces en nuestro país y que exigía la recomposición muy detallada de trayectorias de grupos concretos, solo posible mediante la creación y dirección de grupos de trabajo de los que, por cierto, saldrían muchas y excelentes tesis doctorales.

Este enfoque de biografía colectiva tenía el objetivo de perfilar los contornos de las élites castellanas a través del ejemplo de aquellos personajes que ocuparon cargos en el Parlamento durante el periodo de la Restauración. Por un lado se quería recuperar la perspectiva política como vía de explicación histórica, no obstante alejada de los paradigmas clásicos que la habían caracterizado.15 El objetivo era aplicar un carácter más sociocultural a la comprensión del poder. El foco, por tanto, pasaba de grandes personajes a sectores de poder intermedios, de las biografías individuales a las de grupo, de las grandes efemérides a las estructuras socioeconómicas y culturales que caracterizaban el contexto en el que se insertaba un grupo dado, en este caso las élites liberales de la Castilla del siglo XIX.16 La historia de Castilla, muy poblada de tópicos por entonces, se llenaba así de personajes, hombres y mujeres de carne y hueso, que servían para poner en cuarentena muchos de los más rancios estereotipos que tan útiles habían sido para la manipulación del pasado castellano. A su vez, el concepto de élite adquiría significado mediante el análisis prosopográfico y la definición de un grupo de poder concreto, evitándose el riesgo de usar este término como un «comodín bastante vacío» que se empleaba de forma indiscriminada sin ninguna base teórica ni reflexión crítica.17

Por último, la importancia de los niveles locales en la articulación del poder liberal resultó fundamental para Carasa. Los ayuntamientos constituían la primera experiencia de los ciudadanos con el mundo institucional, y en la relación entre ayuntamiento y localidad se reflejaban, a una escala menor, los conflictos que caracterizaron la España del siglo XIX. La localidad, por tanto, podía servir de laboratorio de análisis para la comprensión de las estructuras de poder político y social que caracterizaron la España contemporánea. En varias de sus obras, Carasa proponía análisis microhistóricos del poder sociopolítico o «una historia social del poder concreto».18 Como dijo en otra ocasión, de lo que se trata es de «realizar una disección microscópica del poder concretado en unos protagonistas determinados».19

En este planteamiento, por tanto, el poder no se posee, sino que se ejerce, las relaciones de poder son inmanentes e intencionales, no presentan una oposición binaria, y los puntos de resistencia están presentes en todas partes dentro de una red de poder.20 Carasa entendía el poder como

multiforme, basado en una serie de aspectos polifacéticos […], fragmentado, que se adapta a los ámbitos donde crece, se ejerce y se reproduce, que se abastece de múltiples fuentes de construcción, alimentación y reproducción, bastante más allá de lo estrictamente económico y lo meramente político, que incorpora elementos nuevos mucho más sutiles, propios del terreno social y sobre todo cultural, mental y simbólico.21

A partir de esta perspectiva, el objetivo era normalizar el caso de Castilla en el contexto español, revisando ciertos tópicos despectivos que se han asociado con la región, incluso a nivel historiográfico. Mientras el caso de Castilla se interpretaba en un marco español, sus proyectos redefinían Castilla como región, de modo que sus trabajos contribuyeron a establecer los contornos de uno de los espacios regionales que ha resultado ser más problemático en el mapa español contemporáneo y actual, al menos en lo que respecta a su definición como espacio regional. Por un lado, se concluía que en el siglo XIX no había acción colectiva más allá de los espacios provinciales. A su vez, las élites castellanas no presentaban pautas de atraso respecto a los resultados que daban estudios de otras élites peninsulares para el mismo momento. Concluía así Carasa que el poder en Castilla presentaba unas pautas definitorias que se podrían resumir en un poder multiforme, fragmentado, enraizado, territorializado, relacionado, asimilado y, en ocasiones, rechazado. Una perspectiva que giraba en torno a la comprensión del poder que no solo ha abierto nuevas vías de investigación, sino sugerentes debates que aún siguen candentes tanto en la definición de las élites liberales y en la identificación de las bases de su poder, como en los contornos de Castilla como región y como caso de estudio.

UN PASO MÁS ALLÁ

Este volumen recopila una serie de ensayos que pretenden no solo servir de homenaje a la obra de Carasa, sino también discutirla, ponerla en cuestión, mostrar avances respecto a esta y señalar su influencia. Se trata, en definitiva, de seguir nuevas vías de investigación abiertas o desarrolladas por Carasa y muchos de sus colegas que se dedicaron al estudio de la España del siglo XIX. En este volumen no están todos aquellos que tuvieron contacto con el profesor. Ha sido necesario hacer una selección de historiadores que han colaborado con él, que se han visto influenciados por su obra o que han compartido con él afanes e inquietudes. De este modo, en el volumen aparecen algunos de los colegas que también lideraron la reinterpretación sobre las élites de la España liberal, y algunos de sus discípulos y miembros de grupos de investigación por él creados y dirigidos.

Las distintas contribuciones presentan una temática homogénea en torno a un hilo conductor muy claro: el poder en la España liberal. A su vez, la mayoría de las contribuciones se centran en el siglo XIX; hay, sin embargo, un texto que engancha el periodo moderno con el Ochocientos y dos contribuciones que refieren a la segunda mitad del siglo XX. El libro se abre con una aportación de Bartolomé Yun Casalilla sobre las formas de representación de la nobleza, cuya sombra se extiende hacia el siglo XIX. El juego de escalas regional, nacional y transnacional que aplica Yun Casalilla a su estudio abre un elenco de perspectivas que luego retomarán los estudios dedicados al siglo XIX. Se trata de ir contra una idea demasiado aceptada que consiste en crear una vinculación demasiado rígida entre burguesía y comunidades imaginadas, al poner el acento también en cómo la nobleza había imaginado España desde el siglo XVI, entrando así en aspectos como el de la memoria y sus raíces en los contextos sociales que han interesado a Pedro Carasa.22

En el siglo XIX se centran la mayoría de las contribuciones. Su temática conjuga tres distintos niveles que han caracterizado también las preocupaciones de la historiografía en las últimas décadas. Por un lado, hay estudios de marco nacional, aunque siempre en una perspectiva europea e imperial que muestran el contacto de la historiografía más al día a nivel internacional con casos de estudio propiamente españoles. Por otro lado, la particularidad regional que ha marcado desde la década de 1970 el relato de la historia contemporánea de España está también presente en el volumen. Asimismo, el caso de Castilla, que ha centrado la mayoría de la obra de Pedro Carasa, se deja ver en otras aportaciones.

Las contribuciones que se centran en la España del siglo XIX aportan nuevos ejemplos, casos de estudio y conceptos que enriquecen la visión de la España del Ochocientos. Estas se enfocan en temas y periodos dentro de la centuria que no han destacado en el panorama historiográfico. Ese es el caso de José Luis Rodríguez de Diego, que analiza la formación de un archivo nacional bajo el reinado de José Bonaparte, como una forma de entender los instrumentos del poder que serían habituales en la construcción del Estado nación;23 de Jesús Millán y María Cruz Romeo, que analizan la relación entre discurso católico, liberalismo y antiliberalismo en la España del siglo XIX; o de Juan Sisinio Pérez Garzón respecto a los movimientos sociales en el largo siglo, donde se realiza una sugerente interpretación del carlismo. El análisis de la España decimonónica continúa con otros estudios, si bien considerando un marco imperial, como hace Jorge Luengo, con la formación de la sociedad civil decimonónica. Otros, como Jorge Villaverde, subrayan el marco europeo mediante el análisis del marqués de Vega Inclán y los intentos de crear un patronato nacional de turismo al final de la Restauración. Por su parte, María Zozaya, con su estudio sobre las criadas en los casinos urbanos, apunta una interesante comparación entre España y Portugal.

El volumen se centra en algunos estudios de caso regionales. Como bien han visto los expertos dedicados a esta centuria, la perspectiva regional o local ha contribuido a enriquecer la complejidad de procesos que tienen lugar en la contemporaneidad española. Tanto la aportación de María Sierra y María Antonia Peña, como la de Joseba Agirreazkuenaga, apuntan en esta dirección. La España isabelina y la de la Restauración se articularon en función de dinámicas que tenían su fundamentación en el control de las élites locales de su territorio y de negociaciones entre esas élites y las instituciones nacionales. El caso de Castilla, como muchos otros, es un buen ejemplo de ello. La contribución de Enrique Berzal pone en perspectiva histórica el caso de Castilla, mientras que Margarita Caballero y Carmelo García Encabo hacen un repaso a los varios años que se han dedicado al estudio de las élites castellanas del siglo XIX.

Por último, la inclusión de dos textos que refieren a las últimas décadas del siglo XX y la situación actual está en relación con una preocupación que siempre caracterizó la obra de Carasa: la estrecha relación que debe existir entre el pasado y el presente. Cierran el libro dos contribuciones sobre el poder en la España democrática. La vigencia de las asociaciones de vecinos en el paso de la Dictadura a la Democracia es el tema elegido por Constantino Gonzalo, mientras que Esther Calzada reflexiona sobre el perfil de los políticos actuales a través de sus conocimientos sobre una España caracterizada por el clientelismo, la corrupción y el estancamiento en un momento de pujanza social y de apertura de nuevos espacios políticos.

Entendemos que el libro, y esta es la razón del homenaje, no solo da cuenta de muchos de los temas que han interesado a nuestro colega y amigo, sino que por su propia lista de autores revela algo esencial: su extraordinaria capacidad de creación y gestión de grupos de investigación y de formación de nuevos historiadores. Ambos hechos reflejan algo que al lector le es más imperceptible: su capacidad de enseñanza y de ilusionar a los estudiantes de grado en una universidad, como la española actual, en la que esto se está haciendo cada vez más difícil y sacrificado.

BARTOLOMÉ YUN CASALILLA (Universidad Pablo de Olavide, Sevilla)JORGE LUENGO (Universitat Pompeu Fabra, Barcelona)

1. J. Osterhammel: The transformation of the World. A Global History of the Nineteenth Century, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2014, p. 573.

2. J. M. Fradera: Colonias para después de un imperio, Barcelona, Bellaterra, 2005.

3. S. Calatayud, J. Millán y M. C. Romeo: «El Estado en la configuración de la España contemporánea», en S. Calatayud, J. Millán y M. C. Romeo: Estado y periferias en la España del sigloXIX: nuevos enfoques, Valencia, PUV, 2009, pp. 9-130.

4. P. Carasa: Historia de la beneficencia en Castilla y León. Poder y pobreza en la sociedad castellana, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1991, p. 16.

5. Ibíd., p. 227.

6. P. Carasa: El sistema hospitalario español en el sigloXIX: de la asistencia benéfica al sistema sanitario actual, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1985.

7. P. Carasa: Pauperismo y revolución burguesa: Burgos, 1750-1900, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1987.

8. L. Febvre: Combates por la historia, Barcelona, Ariel, 1986.

9. M. Foucault: Historia de la sexualidad, vol. 1, La voluntad del saber, Madrid, Siglo XXI, 2009, p. 113.

10. J. Varela, C. Dardé, J. Pro, A. Robles, M. Sierra y J. Moreno Luzón.

11. P. Carasa: «Una aproximación al poder político en Castilla», en P. Carasa (dir.): Élites castellanas de la Restauración, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1997, vol. II, pp. 9-123, aquí p. 36.

12. J. Varela Ortega: Los amigos políticos: partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración, 1875-1900, Madrid, Alianza, 1977.

13. M. Sierra Alonso: La política del pacto: la política de la Restauración a través del partido conservador sevillano (1874-1923), Sevilla, Diputación de Sevilla, 1996; J. Moreno Luzón: Romanones. Caciquismo y política liberal, Madrid, Alianza, 1998.

14. P. Carasa: «La historia de las élites políticas en el parlamento español: de la prosopografía a la historia cultural», en R. Zurita Aldeguer y R. Camurri (coords.): Las élites en Italia y en España (1850-1922), Valencia, PUV, 2008, pp. 113-134.

15. P. Carasa: «La recuperación de la historia política y la prosopografía», en P. Carasa (ed.): Élites. Prosopografía contemporánea, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1994, pp. 41-51.

16. P. Carasa: «Una aproximación al poder político en Castilla», pp. 19-24.

17. P. Carasa: «De la burguesía a las élites, entre la ambigüedad y la renovación conceptual», Ayer. Revista de Historia Contemporánea, 42, 2001, pp. 213-237. Cita en p. 227.

18. P. Carasa: «Cambio de cultura política y poder local en la Castilla contemporánea», en P. Carasa (dir.): El poder local en Castilla. Estudios sobre su ejercicio durante la Restauración (1874-1923), Valladolid, Universidad de Valladolid, 2003, pp. 7-25, aquí p. 8.

19. P. Carasa: «El poder local en la Castilla de la Restauración. Fuentes y método para su estudio», Hispania. Revista Española de Historia LIX/1, núm. 201, 1999, pp. 9-36, aquí p. 11.

20. M. Foucault: Historia de la sexualidad, pp. 114-116.

21. P. Carasa: «Cambio de cultura política», p. 9.

22. P. Carasa (coord.): La memoria histórica de Castilla y león. Historiografía castellana en los siglosXIXyXX, Salamanca, Junta de Castilla y León, 2003.

23. Este estudio enlaza con uno de los aspectos menos conocidos de la obra de Carasa –el análisis de la sociología del uso del Archivo de Simancas– al que ha dedicado algunos estudios y del que aún esperamos más, pues nos ayudarán a entender el papel desempeñado por esas instituciones en la construcción de la historia y de la memoria histórica. Véase, por ejemplo, su capítulo «Los nacionalismos europeos y la investigación en Simancas en el siglo XIX», en I. Cotta y R. Manno Tolu (eds.): Archivi e storia nell’Europa delXIXsecolo. Alle radici dell’identità culturale europea, Roma, Ministero per i Beni e le Attività Culturali. Direzione Generale per Gli Archivi, 2006, vol. 1, pp. 109-155.

LA IDEA DE ESPAÑA Y LAS ARISTOCRACIAS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

ESPACIO POLÍTICO, CAMBIO SOCIAL Y COMUNIDADES IMAGINADAS

Bartolomé Yun CasalillaUniversidad Pablo de Olavide, Sevilla

Desde principios del siglo XIX, muchos pensadores, como Mazzini, concibieron Europa como un conjunto de Estados nación de componente liberal que emergieron de las cenizas del Antiguo Régimen.1 Una visión como esta no pudo sino enfatizar el papel de la burguesía liberal en la historia y, en concreto, en la construcción de ese nuevo complejo político. De hecho, esa visión respondía a los propios intereses de este grupo social. Este se presentaba a sí mismo como el promotor de la ciudadanía y la nación, un concepto este último que al asociarse al primero encontraba así un nuevo contenido semántico. Nación y ciudadanía eran en realidad dos términos que habían viajado disociados durante mucho tiempo, pero que desde el siglo XVIII y debido en parte a ese maridaje, cobran un nuevo significado. E incluso se asocian ahora –emblemáticamente en las revoluciones liberales que tienen su arranque en muchas áreas del planeta– al concepto de igualdad jurídica de los ciudadanos ante la ley y de abolición, por tanto, de las jurisdicciones privativas de señores e incluso de ciudades y cuerpos políticos ajenos al propio Estado.2

Con estos deslizamientos semánticos, es lógico que la construcción de comunidades imaginadas que se desarrollaría a continuación dejara en un lugar muy secundario a grupos sociales como las aristocracias nobiliarias. De hecho, durante mucho tiempo, a veces inadvertidamente, hemos dejado fuera de esa construcción también al campesinado, un grupo social al que se ha considerado incapaz de ver más allá de la pervivencia de sus tradiciones y, por tanto, ajeno a un proyecto de construcción nacional.

Para muchos tratadistas, ya desde la época de la Ilustración, la alta nobleza era el ejemplo del antipatriotismo por muchas razones. Sobre todo, era esta clase la que, por la gestión rentista de sus patrimonios, obstaculizaba el aumento de la riqueza y el bienestar. Y se consideraba que los nobles, empeñados en mantener sus jurisdicciones, eran quienes creaban las cadenas que atenazaban a una sociedad de desiguales y vasallos.3 Hay además otro argumento, mucho menos conocido y menos repetido por los historiadores, que no debemos olvidar. Para algunos de ellos, el escritor José Cadalso es, creo, el mejor ejemplo en España, el carácter transfronterizo de esta clase social no solo era evidente –cosa que hemos olvidado durante mucho tiempo– sino que, además, constituía un obstáculo para su afinidad a la nación. Según este autor:

De aquí nacerá, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles. Síguese a eso la decadencia de los estados, pues solo se mantienen los unos por la flaqueza de los otros y ninguno por fuerza suya o propio vigor. El tiempo que tarden las Cortes en uniformarse exactamente en luxo y relaxacion, tardarán también las naciones en asegurarse las unas de la ambición de las otras; y este grado de universal abatimiento parecerá un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes […] conocerán que un corto número de años las reducirá a todas a un estado de flaqueza que les vaticina pronta y horrorosa destrucción.

Una idea como esta estaba en sintonía con una visión de las noblezas europeas que, cierta o no, daba por supuesto que las diferencias entre estas eran muy tenues. Como diría un noble de la época, «un noble de Suecia no se diferencia sino en nimiedades de otro de cualquier otro país». La frase pone el acento en una cultura aristocrática de tipo cosmopolita que, de nuevo, cierta o no, excluía cualquier posibilidad de protagonismo de las noblezas europeas en la construcción de las comunidades imaginadas en las que vivían.4

No es extraño, ante estas reflexiones, que hayamos buscado el origen de las comunidades imaginadas actuales en particular, y de los nacionalismos en general, en la acción de una burguesía que impondría sus ideas ya en el siglo XIX. Y ello incluso en aquellos casos en los que esa idea, obviamente, no se ajustaba a la imagen burguesa de «nación» como una forma de nacionalismo político que triunfaría en el siglo XIX.5 Los estudios sobre España, por ejemplo, han puesto el acento en cómo el paso de la noción de patria, como comunidad de nacimiento y no de pertenencia política, a un concepto de nación como comunidad política imaginada, se derivó sobre todo de otro tipo de instituciones, como las Cortes, que se suponen muy alejadas del mundo de la nobleza.6 Y, además, han olvidado preguntarse cómo se asiste en otros grupos sociales a dicho proceso.

Con ser correcta en lo fundamental, esta visión merece no obstante un contrapeso que nos dé una idea más compleja del proceso de surgimiento de las comunidades imaginadas y el papel de las élites en él. Ello es importante, porque, como ha demostrado el estudio de algunos casos concretos, como el de Prusia, si bien no se deben mezclar formas diferentes de entender el nacionalismo, sí es cierto que se asistió a una transición muy clara en el paso del siglo XVIII al XIX, e incluso que formas de nacionalismo étnico siguieron presentes durante el siglo XIX.7 El historiador del siglo XXI debería pensar además en posibles proyectos de construcción de comunidades «nacionales» y en formas de nacionalismo étnico existentes en la época y expresadas de maneras muy diversas que convivieron e incluso se mezclaron con aquellas. Lo que nos interesa aquí, en cualquier caso, no es el origen o desarrollo de la idea de España (o de cualquier otro país), si bien nos hemos de referir a ello. Nos concentraremos más bien en la presencia e implicaciones de las élites nobiliarias castellanas en ese proceso; un hecho este que, quizá porque convivía con actitudes muy diferentes dentro del mismo grupo social, se ha soslayado a menudo. No obstante, este hecho es importante para entender la naturaleza y evolución de los nacionalismos políticos del siglo XIX que se «inventan» sobre condiciones anteriores e incluso que van más allá de la pura invención.8 Se trata además de preguntarse por los contextos sociales en los que se produce este fenómeno y el modo en que puede haber condicionado el desarrollo y el uso de esas ideas; algo que no es siempre obvio.9 En otras palabras, lo que interesa aquí es la participación de la nobleza en una serie de ideas y la utilización que hizo de ellas y por qué. Debo aclarar que, al concentrarme sobre todo en Castilla (uso el término con las cautelas que en seguida se verán), no quiero decir que las noblezas de otros reinos de la monarquía no hayan tenido su papel en la construcción de este ideario españolista. Ni tampoco que este ideario no haya convivido con otros que aquí se tratan tangencialmente. Por el contrario, fue así, pero por razones de espacio me es imposible extenderme más en esa dimensión.

SOLAR, NACIÓN Y LINAJE. ESPAÑA EN LA ARISTOCRACIA DEL SIGLO XVI

La literatura reciente nos ha hablado de la aparición y el uso frecuente de una idea de España ya desde el siglo XV. Como es lógico, esa idea nada tenía que ver con un concepto de nación que, en la época, se refería más bien a una comunidad de nacimiento, muchas veces de carácter restringido. Pero como en otras áreas de Europa, las raíces de esa idea se hunden en las corrientes del Humanismo que intentaron ver en la antigüedad clásica (e incluso en situaciones anteriores) un claro precedente: España, no era sino el fruto de la «reconstrucción» de Hispania en el largo proceso de la Reconquista.10 Influyó en ello además, el desarrollo de lenguas cultas que, no solo en la Península, sino también en otros muchos países, se irían imponiendo, poco a poco por cierto, como lenguas oficiales sobre un mosaico lingüístico que, en algunos países como Francia, por no hablar de Italia, llegaría hasta la Revolución francesa. No hay que decir que en ese proceso se vio inmersa ya una buena parte de la clase señorial.11 Incluso en Italia, Il Cortiggiano de Castiglione, un auténtico «manual de nobles», hablaba de Italia y del italiano como lo que daba cohesión a ese espacio político.

Por otra parte, es evidente la importancia de una imagen de España que se percibe ya en Castilla y que a finales del siglo XVI está plenamente configurada. Como se ha dicho, se ha hablado sobre todo de la importancia de las distintas monarquías en ese proceso.12 Ese hecho sería asimismo reflejado por la literatura político-económica del arbitrismo, cada vez más intensa a medida que se entraba en un periodo de crisis política desde finales de dicha centuria. Así, la conciencia de postración política y económica hizo aparecer entre no pocos arbitristas una introspección colectiva que apuntaba a una «España» que debía ser restaurada.13 Y es interesante subrayar que buena parte de ese discurso, desde Sancho de Moncada a Martínez de Mata, se sustentaba en una reacción, por razones económicas sobre todo, contra los genoveses y contra las otras «naciones» que colaboraban en la ruina del comercio, la industria y la agricultura, o que había que mantener por indolentes, como los gitanos.14 Se olvida a menudo que esa visión se fragua asimismo en la experiencia de lo global derivada de la expansión americana y asiática. Obras como el Quijote, por lo demás, dejan clara la importancia del término España, al menos como espacio conceptual de referencia.15 Y algo similar se pudiera decir de la Historia General de España, del Padre Mariana, quien hace girar toda la obra en torno a este concepto.16 Un concepto que, por cierto, se habría de asociar, a propósito de la rivalidad con Enrique IV de Francia, con el de «Monarquía de España»,17 expresión, sin embargo, que no era totalmente nueva.18

Pero ¿qué se puede decir de la literatura más propiamente nobiliaria al respecto? En realidad, no hay una pauta única. Tenemos obras, como la Historia de la casa de Lara de Salazar y Castro, en las que ni aparece prácticamente el concepto, ni se percibe explícitamente un discurso que nos refiera al concepto de España.19 Las hay, sin embargo, en las que dicho concepto puede alcanzar la reiteración machacona. Es el caso del Libro de los Girones. Compendio de algunas historias de España, del licenciado Gudiel.20 Esa disparidad es significativa y lógica. Buena parte de las obras de literatura nobiliaria, en particular si se trataba de nobiliarios, historias de linajes, etc., eran obras de encargo. Estaban, pues, sujetas a las intenciones del comitente y este, por lo general, pretendía sobre todo ensalzar, en buena medida por razones muy prácticas, el linaje, otra comunidad (imaginada también en cuanto que era una realidad atemporal de la que no se conocía a muchos de sus ancestros)21 que, si no alternativa, podía entrar en conflicto con las comunidades imaginadas de nacimiento (naturaleza, con frecuencia asociada a lugar de nacimiento o patria) o de fidelidad vasallático-política (el rey).22

Lo cierto, en cualquier caso, es que una imagen de España está muy presente en no pocos de los tratados encargados por la aristocracia de la época. Un caso interesante es el del Libro de los Girones antes citado. Su propio título es ya expresivo de que no se trata de contar una historia de España. Se trata de escribir la historia de la Casa. Como otras en su género, difiere mucho de las obras clásicas de F. de Pulgar o de F. Pérez de Guzmán.23 Estos se ocupan de individualidades separadas, a las que se llega a retratar hasta por sus rasgos físicos, en la línea del Humanismo renacentista que exaltaría el surgimiento del individuo, y, en un segundo lugar, se hace referencia muy colateral a los linajes, de los que la concepción de la época no podía separar al individuo. En el Compendio, los individuos están presentes (a alguno, cercano, se le llega a retratar física y espiritualmente), pero la propia disposición de la obra y su concepción cronológica o su introducción sobre el sistema de nombres y apellidos en Castilla son una muestra de que se trata de hablar del linaje, cuya evolución se completa con un estudio de otras casas con las que se han creado lazos importantes. No cabe duda de que la comunidad imaginada más importante de la obra es la casa de los Girones.

Gudiel, sin embargo, usa un vocabulario muy expresivo de la existencia de otros referentes. Las menciones de «España» y, sobre todo, de «nuestra España» son abundantísimas.24 Expresiones como «los linajes nobles de nuestra España» (p. 4r) pueden incluso llevar a pensar en la posibilidad de que haya linajes «de España», que cruzan las fronteras entre los «Reynos de España» (otra expresión frecuente). Cuando habla de sus estados, el marco comparativo no es Castilla, sino «España» (prólogo s.p.). Y, a menu-do, España parece como la referencia a la hora de hablar de la importancia de sus linajes y la excelencia de sus «varones» (p. 1r) o se refiere a cómo las hazañas de estos señores hubieran sido «sumamente alabadas de los romanos y Griegos, si fueran naturales de su patria y nación».25 España es además un concepto que comprende a Castilla y la rebasa: «Esto verá muy claro quien leyere todas las historias Latinas de España […] y todas las castellanas, que comúnmente andan impresas, y otras de mano». Su libro va dirigido a «ilustrar nuestra España, y descubrir tan gran tesoro, de que tan rica y ennoblecida esta con los admirables hechos de sus naturales». «Me parecio que –sigue Gudiel– dos caminos ay los mas claros y descubiertos, aunque poco seguidos, para inquirir los principios antiguos, y la nobleza envejecida de los Españoles».26 Se refiere a que se pueden usar las «cronicas Españolas» y los «libros escritos de mano, que algunos curiosos aficionados a su nación han hecho de la nobleza Española». E incluso en un desliz, que posiblemente no es casual, Gudiel habla de Carlos V, como rey de España.27 O se refiere más adelante a «la victoria que los Españoles tuvieron de los Franceses».28

España parece sufrir así no pocos deslizamientos semánticos por los que pasa de un referente clásico, que es el espacio físico en el que actúan los Girón, una simple carcasa donde estos se desarrollan y engrandecen, a una unidad recuperada por la nobleza. Pues, en efecto, frente a la «Restauración política de España» de Sancho de Moncada, de lo que habla Gudiel es de la «recuperación» o «reconstrucción» de España. De hecho, como queda comentado, el libro entero es un relato de la labor de los Girones y otras familias en lo que, no solo Gudiel, sino Moreno de Vargas y todos los tratadistas de la nobleza, consideraron que fue la gran labor de la monarquía y de la nobleza: la reconstrucción o recuperación de esta España «tomada» o «destruida» por los moros; una empresa en la que las noblezas de todos los reinos se habrían empeñado y hermanado y que tendría en Granada, con el concurso de esas noblezas, su último episodio.29 Y una empresa que se habría continuado con el reforzamiento de otra identidad –la de católico– que se prolonga en el siglo XVI en su mecenazgo religioso, la caridad, la beneficencia, etc.30 A esa España, por otra parte, no se la sirve. Se sirve al monarca y no hay ni una frase en ese primer sentido en el texto.31 A España se la recupera. Pero, además, no son pocas las obras de la época que en su relato enfatizan un hecho para nosotros hoy bien conocido, como se ha dicho. La Reconquista fue, a menudo, una empresa común en la que se mezclan familias y linajes de origen solariego muy diverso, que van desde Vizcaya al Pirineo catalán y a Galicia y, cómo no, también a Portugal e incluso a Fran-cia. Dejaré para otra ocasión lo que eso significa, pero quizá sea conveniente investigar lo que en el imaginario colectivo de las noblezas peninsulares podía suponer el concebir la reconquista como una empresa común de linajes transfronterizos.32

La diferencia entre Moncada y Gudiel, si bien se debe tomar con la cautela que impone el que este escriba más de treinta años antes, no es baladí. Lo que se contrapone es un concepto premercantilista, el de Moncada, que se ha venido elaborando desde los años de Mercado y de Ortiz, con una visión clasicista de la comunidad imaginada. Es más, la «inspiración pragmática» de Moncada –como a Olivares– le lleva a pensar en una nueva función de la nobleza que no es ya solo la de la guerra, sino la de educarse en un oficio para el que cree necesario fundar una universidad en la Corte.33 Se trata de dos formas de entender la misma realidad porque se trata de dos culturas políticas diferentes. Estas pueden llegar a converger. El texto de Moncada parece haber contado con la aprobación del marqués de Villafranca y muy probablemente de otros nobles; de hecho, junto a los de otros pensadores, sirvió para asentar el proyecto político de Olivares.34 El de Gudiel se extiende en sus últimas páginas sobre el fomento de las «sciencias liberales», que además el duque fomenta en la universidad fundada en Osuna, o sobre la práctica de la «elocuencia» y la «gracia en el decir».35 Sigue así incluso algunas de las virtudes que Fernán Díaz del Pulgar y F. de Guzmán habían elogiado en los más claros varones de Castilla. Pero no se le atribuye al duque, ni a ninguno de su linaje, el planteamiento práctico de Moncada que anuncia el cambio fundamental que estaba por venir. Es más, el programa de Moncada implica servir al país –su término es la República– o, a lo sumo, al rey, pero a través de la reformación (aun cuando esta se plantee como una restauración, como no podía ser de otro modo). Gudiel habla de la contribución a la fe y a la reconstrucción de España, pero no de servir a España (o ni tan siquiera a Castilla), sino de servir al rey.36

Se puede entender el contexto en el que escribe Gudiel. Este es muy diferente del de Moncada, lo que acentúa aún más sus diferencias en la imagen de «España». Ciertamente, Gudiel es un catedrático de formación humanística e interesado en halagar a su señor. Su señor se encuentra en plenos problemas económicos, con su hacienda endeudada o a punto de serle embargada.37 Se está incorporando al mundo de la Corte, que le reporta ingresos extraordinarios siempre que sepa usar su prestigio (el que le puede dar Gudiel) de forma adecuada ante el rey. Y siempre que sepa usar la antigüedad de su linaje (cuyos lazos con los más prominentes linajes de Castilla se subrayan)38 en el mercado matrimonial de esta. Gudiel escribe para señores que han tenido experiencias transfronterizas y que añoran seguir la cultura de corte que las caracteriza. Moncada viene de la ciudad de Toledo, industriosa y mercantil si bien noble, y le preocupan sus problemas económicos y los del reino. El problema que él quiere arreglar –o por cuyo arreglo quiere que la Corte le dé los privilegios que pide– es un problema de economía política con vistas a «restaurar» los recursos del rey. Su experiencia trans-«nacional» es la de la competencia de los comerciantes genoveses, de los fabricantes de tejidos ingleses y de los comerciantes holandeses y flamencos. Los discursos de ambos autores no podían por menos que resultar –incluido el discurso sobre España– muy diferentes.

Como en otros textos de la época, esta España imaginada no es una evocación neutra de un pasado clásico, sino una trasposición de Castilla. En realidad, esta es también una constante de Moncada –y de otra literatura de la época– para quien «España es república de Reinos», pero quien toma todos sus ejemplos y argumentos basándose en referencias a Castilla. Conviene reseñar este lugar común en el caso de la cultura aristocrática de la época. Gudiel, y no es el único, llega a hablar de «la costumbre de España» para hablar de prácticas y tradiciones estrictamente castellanas.39 O, en una obra sobre «historias de España», elige solo familias de solar originario castellano y hace poquísimas o nulas referencias a casas con solar en otros reinos, incluso cuando se habla de los otros linajes; algunos de los cuales tenían no pocas conexiones fuera de Castilla, como es el caso de los Almirantes. No era la suya la única posición en este sentido, incluso si nos reducimos al género nobiliario. Poco antes, el geógrafo catalán Francisco de Tarafa escribió una obra sobre las grandes hazañas de los reyes de España y se limitó a una lista de una página de los reyes de Aragón para centrarse en todos los reyes de Castilla desde Túbal a sus días (por no hablar de su «olvido», que queda para comentar en otra ocasión, de las reinas, quienes, obviamente, no encajaban en el título, empezando por Isabel I y su hija Juana).40

En otro orden de cosas, es evidente que la aristocracia castellana estaba pasando por una necesidad evidente de reconocer equilibrios entre lo local y lo «nacional» o de integración de las distintas coronas. En efecto, el discurso de Gudiel y su prólogo están plagados de referencias a la casa solariega. Lo local debía así compaginarse con esa imagen de la España recuperada. La historiografía ha subrayado esto, e identificado con el concepto de patria, para contraponerlo al concepto, cada vez más flexible, de la «nación» como referente más amplio.41 El hecho se ha tomado como algo dado en múltiples ocasiones. Pero existen, sin embargo, razones que explican esa persistencia e incluso el reforzamiento de referentes territoriales identitarios superpuestos y, en particular, del solar o casa solariega –un concepto, por cierto, muy claro– con ese concepto moldeable y cambiante de nación.

Hay que tener en cuenta, por una parte, que la gran polémica de los siglos XVI y XVII es la de la forma de demostrar la nobleza, lo que equivale a decir también, la de la forma en que se había obtenido. Desde hacía tiempo Bartolo de Sasoferrato había abogado por la importancia de la nobleza concedida por el rey y su capacidad de asimilarla a la nobleza por antigüedad. El resultado fue una polémica que muchas veces se ha retratado como un debate de principios sociales, pero que implicaba también una lucha política. Esa idea significaba que el rey podía hacer nobles, lo que equivalía a regular la vida social de estos y su prestigio y capital inmaterial, con consecuencias decisivas para el grupo aristocrático, cuya misma definición como élite restringida se veía afectada. Implicaba asimismo que el rey podía hacer ascender en el escalafón nobiliario (que él mismo estaba regulando), pero también en el político, aquellas familias que deseara, con independencia de su antigüedad.42 En un mundo en el que los nobles se aferraban aún al principio de la justicia distributiva –es decir, que los de más estatus tenían más derecho a las mercedes–, este era un revulsivo de primer orden. Y, basándose en el principio de que la virtú era una cualidad natural que podía ser manifestada en las obras y reconocida por el rey, esto ponía en las manos del monarca un arma de un enorme poder.43 En este contexto, defender la antigüedad de la nobleza, refiriéndola a un «solar notorio», era, sobre todo por la aristocracia más antigua, una forma de competir en ese mundo del estatus e incluso que el propio rey no la pudiera poner en duda.

Pero, por otra parte, esa polémica, que se extendía a toda Europa, se mezclaba en la península con otra aún más fuerte: la limpieza de sangre; o, lo que es lo mismo, con el valor social de más peso en las estrategias familiares, en el mercado matrimonial y, consecuentemente, en los aspectos centrales de la vida de los nobles y la reproducción de sus linajes y sus economías. Conviene recordar a este respecto que la obra de Gudiel se escribe pocos años después de que empezara a circular y –nada baladí– se dedicara y mandara a Felipe II El tizón de la nobleza, de Mendoza y Bobadilla, en la que se reconstruían los árboles genealógicos de las grandes casas con la intención de hacer ver la contaminación con sangre judía de todos ellos. Ni que decir tiene que los Girón, duques de Osuna, se encontraban muy prominentemente en ese grupo: de hecho, venían directamente de Ruy Capón, el judío más tóxico imaginable para su autor.44

No es que los nobles no se hubieran defendido. Para sorpresa de muchos autores actuales, lo cierto es que la tratadística de la época había llegado a la conclusión –cómo no– de que la nobleza no estaba reñida con la condición de judío, como tampoco lo estaría con la de indio. Al estar ligada a la virtú y ser esta una cualidad que podían tener todos los seres humanos, también los judíos podían tenerla. Y, de hecho, los nobles judíos eran nobles. Quizá se pudiera hacer, si acaso, una distinción con los judíos venidos a Hispania, pues no se sabía qué linajes habían aceptado o participado en el martirio de Cristo.45 Pero, aun así, todo el mundo sabía que mejor no entrar en polémicas sobre cuestión tan capital y, precisamente por ello, era importante ser capaces de referir esa pertenencia a un espacio. Al fin y al cabo, esa era la mecánica de las probatorias de pureza de sangre: hacer investigaciones locales sobre los ancestros y obtener un certificado de ella. Ahora se trataría de lo mismo, pero basándose en tal grado de antigüedad que la prueba no podía ser del presente sino del pasado –y, por tanto, basada en las «crónicas españolas» y «algunos curiosos aficionados»–.46 En todo caso, autores como Bernabé Moreno de Vargas llamaban la atención sobre la importancia de este hecho que, además y según él, se complicaba porque muchos nobles habían tenido que huir hacia el norte tras la invasión musulmana, dejando sus solares hasta ser reconquistados.47 Tener «solar notorio» era, así, de vital importancia también por esa razón. Y lo era asimismo porque hemos de pensar en los linajes como estructuras piramidales que hunden sus raíces en las partes más bajas de la nobleza, donde muchos miembros de esta debían debatirse de forma más directa con los prejuicios. Esto era más importante aún dada la costumbre de las «alcuñas» o apodos que, al referirse a hazañas importantes de esas familias, se habían convertido en el nombre del linaje. Esto era todo un honor, como en el caso de los Girones, pero obligaba, si se quería tener indiscutible garantía de antigüedad y sangre, a insistir en el solar y la notoriedad de este y a poner un cuidado exquisito en la heráldica, los escudos, lemas o cualquier otro símbolo que pudiera servir para demostrar pertenencia al linaje.48

En suma, si los nobles tenían y usaban identidades muy amplias e incluso universales, como su condición de católicos, o se querían referir a un concepto de naturaleza que apuntaba a una forma de «nación» (de Castilla o incluso española, usadas según los casos), en ningún momento podían relajar el sentido, y la demostración, de la patria local. Entre estas diversas comunidades imaginadas no tenía por qué haber, en condiciones normales, una contradicción. Las dos eran fruto de una concepción familiar, de naturaleza, de la sociedad. Pero no faltarían los problemas.

Al mismo tiempo, es evidente que muchas de estas casas habían logrado una proyección transregional, e incluso transregnícola, de proporciones más que notables.49