Por el sótano y el torno - Tirso de Molina - E-Book

Por el sótano y el torno E-Book

Tirso de Molina

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Beschreibung

Se trata de una comedia urbana cuya acción se desarrolla en Madrid, una ciudad que ofrece oportunidades para los caballeros o que llega a corromper a las damas. Por sus calles viven, transitan, aman y engañan los protagonistas, con el consabido final feliz de "cada oveja con su pareja".

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Seitenzahl: 481

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Tirso de Molina

Por el sótano y el torno

Edición de Laura Dolfi

Índice

INTRODUCCIÓN

1. La comedia: temas y estructura

2. Los personajes

3. El espacio urbano y el papel corruptor de la corte

4. La contemplación erótica y el rechazo del culteranismo

5. El teatro de Tirso desde dentro

5.1. La hermosura femenina: una gradatio descriptiva

5.2. Un paralelismo temático y estructural: «Marta la piadosa»

6. Fuentes y modelos

7. Recepción y puestas en escena

ESTA EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA

POR EL SÓTANO Y EL TORNO

Jornada primera

Jornada segunda

Jornada tercera

CRÉDITOS

Introducción

 

1. LA COMEDIA: TEMAS Y ESTRUCTURA

Las imprecaciones de algunos carreteros, el ruido de un coche que se vuelca, y los gritos de socorro de unos viajeros oprimidos por su peso abren esta comedia. Es un diálogo animado y singularmente largo, que se desarrolla detrás de los bastidores creando una atmósfera de pathos y de espera que se interrumpe solo con la entrada a escena de todos los personajes (v. 27). Entre ellos, destacan tres de sus cuatro protagonistas: dos hermanas (Bernarda, que está desmayada, y Jusepa) y un caballero (Fernando), al que se sumará más tarde un amigo suyo (Duarte). La narración de los antecedentes —que la criada Polonia ofrece en la esc. 3.ª— es sintética y clara: se trata de dos damas, huérfanas; la mayor es viuda y deseosa de volver a casarse, la segunda muy joven y prometida a un rico y viejo perulero. Bastan estos pocos elementos para que el espectador, bien acostumbrado a los tópicos teatrales del Siglo de Oro, se sitúe fácilmente en el contexto amoroso de esta pieza de enredo intuyendo el subseguirse de engaños que le esperan y su inevitable desarrollo feliz: la boda de las dos hermanas con los dos amigos.

Sin embargo, Por el sótano y el torno es una comedia original, y no tanto por sus divertidos recursos (los chistes de los criados, el disfraz de la joven y su improvisado diálogo en portugués, la huida favorecida por el descubrimiento de un pasadizo, etc.), sino por su decidida propensión a reiterar datos siguiendo perspectivas variadas, por su cuidada descripción del contexto urbano en el que se desarrolla la acción, por su atención a la psicología de las dos protagonistas y por su valoración del espacio escénico. Además, los que pudieran considerarse meros pormenores descriptivos (la corte madrileña con sus coches que van al Prado, sus iglesias, plazas y calles; los productos de la cosmesis y el vestuario femeninos) se transforman a menudo en elementos reales y vívidos.

Todo dato exterior, filtrado a través de la mirada de personajes diferentes, varía su significado: Madrid, con su vida animada, es una ciudad que ofrece oportunidades (para los caballeros) o que llega a corromper (a las damas); los tejidos, las joyas y los afeites que la moda sugiere son una necesidad con vistas a las nuevas bodas (para doña Bernarda), un inevitable instrumento de seducción (para el viejo lacayo Santillana) y la manifestación de una sensualidad solo parcialmente simulada (para don Fernando). En suma, nada es casual, puesto que todo elemento contribuye a enriquecer de matices la personalidad de los personajes y la descripción del mundo que los rodea.

La acción se distribuye convencionalmente en tres días, desde el sábado hasta el lunes (el segundo día es domingo, como descubre el v. 1004); los dos primeros empiezan con el alba, el primero y el tercero se cierran de noche. La escansión temporal del primero llena la medida del acto, en cambio, la de los otros dos días admite varios huecos; la separación entre el I y el II es neta (de la noche se pasa a la mañana siguiente y a otros sucesos), y la entre los actos II y III es fluida: los coloquios al torno que cierran el acto II tienen una prosecución inmediata en los reproches de doña Bernarda que abren el III. En este caso pausa escénica y escansión temática no coinciden, así que si las referencias de los personajes a lo que ocurrió el día anterior y dos días antes no confirmaran la evidente distribución de la acción en tres días1, hasta se pudiera sobrentender que coloquios y reproches se desarrollen en el mismo día, o mejor, en la misma tarde (ya que poco después es de noche). Los engaños siguen un mecanismo de intensificación y simetría: en el primer día se realiza el disfraz de Don Fernando en barbero2; en el segundo los disfraces paralelos de Mari-Ramírez y Santarén (de toquera y de buhonero) y los coloquios al torno (de los dos caballeros); en el tercero el disfraz portugués de Jusepa (estructuralmente especular al de Fernando en el I).

Ya desde su singular comienzo (son hasta veintiséis los versos pronunciados detrás de los bastidores), el espectador queda implicado en el enredo. La animación creada por el subseguirse de quejas, imprecaciones, y peticiones de ayuda le permiten «ver» —casi como si la acción se desarrollara en la escena— el volcarse del coche, el agitado moverse de los socorredores, la acongojada conmoción de Jusepa y de su criada, y la generosa «ayuda» ofrecida por el caballero, así que cuando los personajes aparecen, su presencia real se une en perfecta continuidad con la imaginada poco antes. La actuación en las tablas empieza: Don Fernando lleva en los brazos a Doña Bernarda desmayada, su joven hermana los sigue llorando, y con ellos van los criados, los cocheros y los demás viajeros; algunos entran en la venta, otros quedan, entreteniéndose con comentarios variados. El diálogo entre el estudiante y los carreteros (esc. 2.ª) ofrece algunas rápidas pinceladas del ambiente; es un tranquilo paréntesis que sobrentiende la presencia de un mundo diferente, dispuesto a burlarse hasta de situaciones dramáticas.

El definitivo relajarse del ritmo (confirmado por el cambio métrico, v. 59) llega con la esc. 3.ª y con el citado relato de Polonia, que recupera los antecedentes llevando al espectador hasta un lejano punto x de la historia de las dos hermanas para seguir luego su desarrollo y proyectarse más allá del comienzo de la comedia, recapitulando lo que ocurrió en (y fuera de) la escena. Su alusión al dramático accidente del coche, a la dama «oprimida [...] / con toda la carga a cuestas» (vv. 133-134), y a la intervención del caballero (vv. 131-138), sumándose a un comentario irónico sobre las ventas (vv. 145-146) paralelo al de Rincón (vv. 131-146), refleja no solo cuantitativa, sino también cualitativamene las escenas anteriores. Es, pues, con la 4.ª y con la llegada de los caballeros a Madrid, a la que seguirá poco después la de las damas, cuando el enredo arranca con decisión, dando comienzo a aquel alternarse de acción in progress y de momentos de pausa que lo caracteriza.

Fragmentándola en pequeños trozos, Tirso presentasu historia siguiendo un orden sui generis, no descriptivo-narrativo, sino meramente dramático, o sea, acortado, oblicuo, excéntrico, pero coherentemente dirigido a componerse en la percepción del espectador: estamos en el ápice de la economía dramática barroca de identidad entre acción y coparticipación. Con una mezcla bien calculada de diálogo y narración, de información y reiteración el dramaturgo estimula, cautiva la atención del público provocando y estabilizando su memoria (y la de los personajes); por esto enriquece a menudo el diálogo con alusiones sueltas a lo ya dicho o a lo representado. Distintos episodios del enredo vuelven así a evocarse, bien de forma aislada, con rápidos sintagmas (es el caso del disfraz del caballero y del accidente del coche)3, bien reunidos con otros en dos o tres versos: el accidente del coche, por ejemplo, se menciona junto con el disfraz de Fernando (vv. 1035-1042, 1077-1086, 1471-1490, 1891-1896, 2142-2146, 2528-2534); el disfraz de Fernando con otro sucesivo disfraz, el de Mari-Ramírez (vv. 2120-2121); y ambos disfraces con otro engaño, el coloquio al torno (vv. 2556-2558).

Asimismo, no son solo los protagonistas los que contribuyen a este mecanismo reiterativo, sino todos los personajes, puesto que el accidente del coche representado detrás de los bastidores (vv. 1-26), antes de que lo evoque Don Fernando (vv. 667-706), lo menciona la criada Polonia (vv. 131-138), y al disfraz de Fernando, autorrelatado por el caballero, se refieren incluso el barbero y, luego, Santillana. E inevitablemente cada personaje, además de reforzar el núcleo embrionario evocado, lo completa insertándolo en un diferente contexto, así que a la reiteración de los hechos se añade un perspectivismo diferente.

Este ejercicio mnemónico implica, sin distinción, episodios principales y meros pormenores: los negocios que traen a Don Fernando a Madrid (vv. 210, 243-244, 663-666, 2236), la adquisición de la casa por parte del viejo (vv. 101-103, 417-419, 731-732), las bodas de la hermana de Don Duarte (vv. 1649-1653, 2883-2896, 2947-2949), el amenazado matrimonio de Bernarda con Don Luis (vv. 2061-2063, 2567-2570, 2657-2658), la promesa de Don Fernando de trasladarse (vv. 2617-2621, 2763-2765), y así se podría seguir incluyendo también vocablos aislados, más o menos significativos. Puede tratarse de los caballeros que viven enfrente de las damas (vecino)4, de la amenaza de bodas desiguales (marido y viejo)5, del inminente traslado de Fernando (mañana) y de su incondicional rendición a la mujer amada (dueño)6, pues una vez más la repetición (o conmutación) se dirige hacia las exigencias propias de un género, único en este sentido, que pide a su público una imprescindible capacidad de dinamismo y de memorización.

Lejos de estar limitada al solo diálogo, esa tendencia iterativa caracteriza también a la dimensión narrativa del relato: de forma apenas esbozada en el de Polonia, de manera evidente en el de Don Fernando. Una vez más hay una preacción (la del caballero, con su personal historia) y una protoacción o hecho-base7 (el vuelco del coche); los fundamentales antecedentes fijados por la criada se repiten, y se completan con otras acciones sucesivas, conocidas o sobrentendidas, hasta ofrecer una síntesis de todo el acto I. Entre repeticiones y añadidos, el espectador viene a saber del viaje de Don Fernando y de la ayuda que este ofreció a los caminantes agobiados, de las bodas impuestas a Jusepa y de la casa-convento donde el viejo quiere encerrarla, del deseo de la viuda de volver a casarse, y de la complicidad que la criada prometió; luego, de su encuentro en Madrid con Don Duarte y de su haber asistido al sobrevenir de las damas; y finalmente, de su haber corrompido al oficial del barbero, conseguido entrar disfrazado en casa de las damas, eludido el hacer la sangría, esquivado al celoso Don Luis, y comprado el silencio del oficial despedido8. Persiguiendo un afán de absoluta exhaustividad el caballero incluye en cláusula a esa detallada relación hasta su misma vuelta a la posada: «ahora [...] / [...] de mis disparates / a daros noticia vuelvo» (vv. 940-942).

Sin lugar a dudas, si comparado con el anterior de Polonia, este relato es más amplio (más de trescientos versos, vv. 663-950) y, sobre todo, más complejo, puesto que, además de ejercer una función informativa parecida y ampliar la reiterativa, ejerce también una importante función integrativa. En efecto, adoptando una solución escénica poco acostumbrada (un personaje-testigo que comenta en vivo la acción), en las escs. 9.ª-12.ª, Tirso ha construido un doble nivel de representación: Don Luis y su criado están en las tablas y miran lo que ocurre dentro de la casa a través de la ventana entreabierta9, en cambio Don Fernando está dentro, en la casa de Doña Bernarda. Las dos acciones —la exterior (de Don Luis) y la interior (de Don Fernando)— proceden paralelas, una se desarrolla de forma directa, la otra —como decíamos— de forma indirecta (a través de las palabras del joven que mira)10.

Privilegiando el éxtasis a la acción, y el comentario al diálogo, se ofrece la ‘visión’ de la criada y de Jusepa que, a la luz débil de una vela, traen las porcelanas, la venda y el cabezal para la sangría (vv. 451-454 y 456-457), pero la llegada del verdadero barbero que denuncia el engaño aleja la atención de la atmósfera suspensa que se había creado para centrarla en la consiguiente ira de Don Luis, y en los personajes que, desconcertados, salen de la casa. La representación del engaño del caballero queda interrumpida (falta su parte central), y es solo más tarde —cuando ya los oyentes, superado su propio afán de reconstrucción, han dirigido su atención hacia otros acontecimientos11— cuando el espacio temporal que quedó vacío ‘se rellena de acción’, con todos sus pormenores.

Sin embargo, el relato de Don Fernando (esc. 17.ª), además de ‘integrar’ añadiendo la parte de la acción que falta, intenta también reproducir su dinamismo injertando trozos de diálogo en su continuum narrativo: es otra forma de actuación indirecta. Tirso la utiliza también en otros dos relatos: el de Duarte (en el acto II) y el del criado Santarén (en el III). En ambos, igual que en ese de Don Fernando, aparecen algunas frases entrecomilladas; y posiblemente no es una casualidad que esto ocurra solo con episodios significativos, o sea, con la sangría en casa de las damas (relato de Fernando, vv. 853-930), con la caída de Jusepa (relato de Duarte; aquí está apenas esbozada, vv.1613-1620) y con el descubrimiento del pasadizo (relato de Santarén, vv. 2695-2730).

Estas inserciones conllevan un inevitable desfase temporal (al indicativo del diálogo actualizado se alterna el pretérito del contexto narrativo)12 que bien corresponde al que caracteriza el enredo, donde la alternancia de lo representado y lo no representado es continua. Al comienzo del acto II, por ejemplo, el espectador intuye la causa de los airados reproches de Bernarda por las alusiones de las mujeres y por el subseguirse de exclamaciones, interrogantes, y frases irónicas, pero es solo en la esc. 13.ª, con el relato de Don Duarte, cuando tendrá una reconstrucción orgánica de lo ocurrido y cuando la caída de Jusepa y los consiguientes reproches de su hermana se completan con el proyecto previo del joven: su haber madrugado «a costa del sueño» (v. 1521), su seguir a las dos hermanas hasta la iglesia, su quedar escuchando la misa en espera de un acontecimiento favorable, etc. Después de haber braceado en el tiempo interior afectivo e impresionístico, por fin el espectador descansa en el álveo natural del tiempo objetivo.

Otros desfases cronológicos parecidos se presentan cuando campos de acción diferentes se entrecruzan. En el acto II, por ejemplo, los disfraces engañosos de Mari-Ramírez y Santarén se representan sucesivamente, a pesar de que se desarrollen al mismo tiempo13; y análogamente, en el acto III, mientras Santillana relata a su ama lo que ocurre en la posada, Don Fernando está despidiendo a Doña Melchora14 (nótese a latere que, en ambos ejemplos antes del epílogo —en las escs. 14.ª del II y 7.ª del III— se presenta un hecho inesperado que proyectándose hacia el futuro impide que la tensión y la espera del público se interrumpan).

Otro elemento que hay que señalar es el subseguirse de acción y reflexión que caracteriza a la comedia. Destaca de manera clara al comienzo del acto II, donde las primeras seis escenas —referidas a episodios pasados (el haber tropezado Jusepa aquella mañana, y el haberse disfrazado Don Fernando el día anterior)— presentan una perfecta alternancia de diálogo (escs. 1.ª, 3.ª, 5.ª) y de monólogo (escs. 2.ª, 4.ª, 6.ª). Bernarda está constantemente en las tablas, mientras delante de ella se subsiguen Jusepa, Santillana, y Polonia; y es ella, cada vez, quien comenta la escena que acaba de cerrarse. Esta misma estructura se repite, aunque más reducida, al comienzo del acto III; además, este paralelismo no implica solo las escenas, sino también su contenido.

Ambos actos empiezan con Bernarda, que reprocha a Jusepa (en el acto II porque la joven tropezó, en el III porque habló al torno); a estos sigue un monólogo donde la viuda expresa dudas y remordimientos; apenas esbozados en el acto II, más desarrollados en el III. El paralelismo se interrumpe con la llegada del lacayo Santarén, que confirma el engaño de Fernando (3.ª), aunque se reanuda parcialmente con la reacción enfadada de Doña Bernarda: solo aparente la del acto II (el sucesivo monólogo lo desmiente), real en cambio es la del acto III. Es, pues, la diferente situación psicológica de la viuda, lo que encamina el enredo de manera diferente.

Pero las analogías internas no se limitan a este único caso. Basta pensar, por ejemplo, y siempre entre actos diferentes, en la esc. 17.ª del I y en la 13.ª del II (que corresponden ambas a un relato donde el caballero descubre la estratagema que utilizó para ver a su dama) o, entre escenas diversas del mismo acto, en las 9.ª y 16.ª del II (que empiezan con los mismos versos: «Compran peines, alfileres...»), o finalmente en las ya recordadas 4.ª y 5.ª del acto I (que, con frases corteses, acompañan la llegada de un nuevo personaje)15. A este propósito, hay que añadir que la sucesiva esc. 7.ª empieza de manera parecida a esta 5.ª: en ambas unas voces desde detrás de los bastidores interrumpen la conversación en acto (entre Duarte y Mari-Ramírez, entre Duarte y Fernando). Sin embargo, inmediatamente después esa estructura paralela diverge: mientras que en la 5.ª los personajes se reúnen y hablan juntos, en la 7.ª quedan separados. Hay, pues, una dualidad de acciones simultáneas (las mujeres en primer término, los varones en segundo término)16, de las que solo el espectador, que comparte su atención entre los dos grupos, puede ser testigo consciente.

Otra variante ulterior de la técnica dramática que Tirso utiliza en esta comedia la encontramos en las escs. 12.ª, 13.ª y 14.ª del acto III17 donde tres acciones contemporáneas —algunas representadas y otras sobrentendidas— que se desarrollan en lugares diferentes (la posada, la iglesia y el sótano), encuentran su punto de convergencia en la 16.ª cuando todos los personajes confluyen en la posada.

Ya hemos destacado que, utilizando técnicas diferentes y cambiando hábilmente su ritmo, Tirso lleva adelante el enredo con una calibrada alternancia de acción in progress y pausas, de diálogo y relato, de variaciones y reiteraciones, o paralelismos; sin embargo, hay otro aspecto importante que no podemos pasar desapercibido; y es la perfecta simetría de personajes y acciones.

Aunque en las comedias de enredo es bastante acostumbrado que a la pareja protagonista se sume otra pareja paralela, no es muy común —como en cambio ocurre en Por el sótano y el torno— que ambas desarrollen un papel equivalente. Aquí, ninguna de las dos predomina, puesto que el diálogo se distribuye entre sus cuatro personajes de manera bastante ecuánime. El punto de arranque le corresponde a la pareja Bernarda-Fernando, que abre la esc. 1.ª, y durante todo el acto I es esta pareja la que sirve de modelo a la otra, pero, progresando el enredo, esta prioridad se invierte gradualmente. Si en el acto I la pareja Bernarda-Fernando tiene más ‘encuentros’18, al comienzo del II la pareja Jusepa-Duarte ha neutralizado ya su inicial desventaja (con otro «accidente» que lleva también a un contacto físico) y prosigue luego con un ritmo casi paralelo19 hasta llegar a superarla con decisión20 y afirmarse como modelo: es Jusepa quien, aceptadas las lisonjas de Duarte, es la primera en casarse, mientras que su hermana, perdida su prioridad, se apresura a seguirla aceptando inmediatamente las bodas con Fernando. No se trata de una estructura casual, puesto que esta correspondencia paralelística, con el progresivo y mutuo adelantarse de las parejas en la acción, simboliza y refleja la tentativa, cada vez más fuerte (inconscientemente estimulada y conscientemente coartada), de rechazar el esquema opresivo y alcanzar la liberación.

Los paralelismos son muchos, antes que nada el de la situación, y lo destaca de manera clara también uno de los protagonistas, Don Duarte: «de dos hermanas los dos / a un tiempo somos amantes / uno de otro imitación», afirma (vv. 1682-84), y poco más tarde, refiriéndose al amigo, insiste: «Soyle en dichas parecido» (v. 1893). A esta equivalencia básica, que la afinidad de la amistad (de los caballeros) y el parentesco (de las damas) refuerzan, se suman muchos otros elementos. Si —acabamos de recordarlo— Bernarda ‘cae’ del coche, que se vuelca durante el viaje, Jusepa ‘cae’ de su chapín mientras se desplaza de su casa a la iglesia; si Don Fernando —que (por casualidad) cabalga detrás del coche de las damas— socorre a la viuda desmayada, Don Duarte —que (a sabiendas) anda detrás de ellas— ‘socorre’ a la joven que tropezó; y si Doña Bernarda, a consecuencia de su caída, descubre su brazo delante del caballero, Jusepa, al tropezar, le enseña su mano a Duarte. Se trata, una vez más, de correspondencias que los mismos personajes perciben y denuncian: «yo tropecé, tú caíste», precisa Jusepa contestando a su hermana y subraya: «diste el brazo y yo la mano / [...] / iguales las dos estamos» (vv. 1062, 1063 y 1065), mientras Don Duarte— y una vez más paralelamente— al hablar con el amigo, observa: «Una caída fue causa / de vuestra enajenación, / de la mía un estropiezo: / ¿qué semejanza mayor?» (vv. 1678-1681).

Pero las afinidades entre las dos parejas no se limitan a las señaladas hasta aquí, puesto que también los engaños se subsiguen paralelos: como la posadera Mari-Ramírez se disfraza de toquera para entrar en la casa de las damas y dejar a Bernarda una carta de Don Fernando, el criado Santarén, que se finge buhonero, entra en la misma casa para dejarle a Jusepa unos versos amorosos de Duarte; como Jusepa acude al torno para dialogar con Duarte, Bernarda a través del mismo torno habla con Fernando; como Bernarda entra en la posada para ver a Fernando, Jusepa lo hace para encontrarse con el caballero portugués. Y, análogamente, si Fernando (enamorado de Bernarda) decide dejar de encontrarse con Doña Melchora, Don Duarte (ahora enamorado de Jusepa) acaba de liquidar a la dama de Toledo; siendo, además, la posibilidad de esta alternativa matrimonial para los caballeros reflejo especular de las bodas realmente programadas (o intencionadamente ‘construidas’) para las damas: Jusepa tendría que casarse con el viejo perulero, y Bernarda podría hacerlo con el joven Don Luis.

Más pormenores completan el paralelismo de personajes y situaciones: la caída del coche de Bernarda y la del chapín de Jusepa ocurren ambas por la mañana muy pronto (la primera cuando el alba caminaba «con su semblante risueño», y la segunda cuando «de correr sudaba / porque la alcanzaba el sol», vv. 668 y 1527-1528); tanto Fernando como Duarte viajan a Madrid para solucionar algunos pleitos; el mensaje que las dos damas reciben de sus respectivos enamorados les llega de manera simulada (parece una cuenta que hay que pagar, en el caso de Bernarda; y está escondido en una caja, en el caso de Jusepa); ambas damas tienen la misma reacción: se asombran al encontrarse con un papel escrito en versos (vv. 1454 y 1746), expresan su satisfación ante un problema que consideran solucionado (vv. 1501 y 1785), y deciden liquidar al viejo perulero (vv. 1515-1516, 1786-1787). Además, a su llegada, los caballeros se declaran uno ya enamorado (Fernando) y el otro interesado en las damas de Madrid (Duarte); acercándose el desenlace, ambos utilizan un intermediario (Duarte o Santarén) para que conste su voluntad de casarse ‘legalmente’ (Fernando demuestra «pretensiones / que califica la iglesia», así como Duarte «No pretende [...] cosa / si no es por mano de cura», vv. 2537-2538, 2901-2902); al relato de Fernando en el acto I corresponde el de Duarte en el II21, etc. O también se pudiera observar que cada pareja tiene uno de sus protagonistas que se disfraza para que no le identifiquen (Fernando se finge barbero para entrar en la casa de las damas y Jusepa se finge portuguesa para ir a la posada).

Hay que destacar finalmente la estructura diferente que caracteriza los tres actos de la comedia. El I es más fragmentado: los personajes cambian continuamente para que la acción se presente en su dinámica complejidad; todos aparecen en las tablas (con la única excepción de Doña Melchora), y algunos —aunque tuvieron un papel claro— no volverán a aparecer, puesto que resultan inútiles con vistas a la evolución de la historia. Los elementos básicos del enredo (la avaricia de Doña Bernarda, la clausura de Jusepa y la cercanía que une casa y posada) quedan fijados ya de manera evidente; con el disfraz de Don Fernando, también el juego de los engaños y ficciones se pone en marcha y no es una casualidad que en este acto I falten los monólogos, presentes en cambio en el II y III. Estos dos actos desarrollan inevitablemente los elementos introducidos en el I; en particular la estructura escénica del II es más regular, casi matemática (por su alternancia de diálogos y monólogos), y destaca por su variabilidad métrica (con más de diez cambios22, aunque las redondillas y el romance predominan en toda la comedia). Los tres actos difieren también por su ambientación.

Mientras que los II y III se desarrollan en interiores (el II casi totalmente en casa de las dos hermanas, el III en la casa y en la posada), en el I la acción se sitúa casi exclusivamente en el exterior: antes, en el camino desde Alcalá a Madrid, cerca de la venta de Viveros; luego, en la madrileña calle de las Carretas donde los personajes llegan, o se desplazan. La casa de Doña Bernarda se ve solo desde el exterior, pero poco después (con Don Luis que, acechando por la ventana, describe lo que ocurre en su interior) empieza un gradual acercamiento, una tendencia, aún débil, a entrar en aquel mundo que es, y que queda, cerrado (en la esc. 14.ª es la dama, a pesar de su vestuario demasiado familiar, quien sale a la calle para averiguar lo que ocurrió). Solo las últimas dos escenas del acto I llevan por fin el espectador a un interior, pero no se trata de la casa, sino de la posada23. Los dos edificios se encuentran uno enfrente del otro; es la simbólica señal de dos mundos contrapuestos: la casa, con su clausura (que intenta guardar la virtud) y la posada, abierta a todos (que facilita el engaño). Es en el acto III y con el desenlace cuando la dificultad de comunicación inicial queda superada definitivamente, y en sentido biunívoco.

2.LOS PERSONAJES

El reparto de la comedia incluye a unos veinte personajes, varios de los cuales tienen un papel destacado en el desarrollo del enredo. Si los viajeros implicados en el accidente son meros ‘figurantes’, ya los cocheros, el estudiante y el criado Pacheco, aunque queden al margen, tienen una finalidad dramática concreta: los primeros recrean la atmósfera despreocupada de las vacaciones escolares, y el tercero, desmintiendo o subrayando las celosas dudas de su amo, acentúa la expectación sobre lo que está ocurriendo. Además, si el espacio otorgado a otro criado, Alvarado, es escaso (sigue a la viuda para averiguar su virtud, y poco más), la rápida aparición del barbero (apenas de veinte versos) es determinante, puesto que, denunciando el engaño organizado por Don Fernando, pone en marcha unas reacciones de enfado y de averiguación que se prolongan en el acto siguiente.

Todavía más evidente es la importancia de otros personajes que actúan al lado de los protagonistas; me refiero a la posadera Mari-Ramírez, que no esconde su profesión paraninfa («Eso sí [las damas] / que es profesión que me toca», «no seré yo quien soy / si [a la viuda] no se le ablanda el pecho», vv. 215-216, 956-958) y que se disfraza de toquera para favorecer el amor de Fernando; a Polonia, que deja abierta la puerta para el fingido buhonero, anima a Jusepa para que hable al torno, sugiere que se tire la pared del sótano y simula no reconocer a su ama disfrazada; y, finalmente, a Santarén que se disfraza de buhonero, abre los coloquios al torno, descubre la pared que une la casa y la posada, lleva a Jusepa el traje para que se disfrace, etc. Con su agudo y divertido realismo, ambos criados ejercen una función simbólica correspondiendo a fuerzas que excitan y coadyuvan a los protagonistas.

Además, su función es activa; no solo obedecen a sus damas y caballeros, sino que toman la iniciativa directamente; así, por ejemplo, Polonia concierta con Santarén la manera de ayudar a Duarte sin darlo a conocer a Jusepa; y análogamente Santarén y Mari-Ramírez, al no encontrar al joven, deciden tirar la pared del sótano creando una comunicación entre los dos edificios (es a ellos a quienes se les debe el hecho de que el mismo torno, símbolo y expresión de una casa-convento donde —como reza el v. 381— Jusepa-monja vive en espera de su esposo, vuelva a ser, con el sótano, imprevisto y clandestino medio de comunicación con el mundo exterior). La característica de adjuvant que los une no impide, de cualquier modo, su exacta, y diferenciada, caracterización. Mari-Ramírez, con su astucia, habilidad en convencer, y con el perseguimiento de su propio provecho (ganará una cadena de oro), no se aleja mucho de una tópica condición celestinesca; Santarén tiene un espíritu vivaz y burlesco que destaca tanto cuando corteja a la criada como cuando el torno le machaca la cabeza; y Polonia suma a un parecido humor un decidido sentido práctico (se derrite solo «con los hechizos del dar», y lo que le «importa es ir al caso», vv. 1784 y 1861-1862) y guía a la joven Jusepa con alicientes reiterados. Muy diferente es la caracterización del lacayo Santillana, y no solo porque no queda claro si su apoyo al engaño de Don Fernando se realiza de manera consabida (como le acusa, airada, Doña Bernarda) o si quedó víctima de las trampas del joven (como él declara reiteradamente defendiéndose)24. Sea como sea, sobra insistir en que todos demuestran fidelidad para con sus amos, siendo sus mentiras dirigidas siempre hacia el desenlace feliz.

Santillana, pues, es una figura aparte con respecto a las demás: es viejo y ajeno a asociaciones burlescas, tiene una sabiduría popular fundada en refranes y frases proverbiales25, se preocupa por el honor de su ama y, al ver que no se le toma en serio, se equipara a un vate desoído (a un Nuño Salido, v. 2131). Es un atento observador de lugares, de situaciones y de estados psicológicos: describe con exactitud el barrio donde las hermanas van a vivir, las características de su casa, el vestuario de Doña Melchora, la actitud incoherente y celosa de la viuda. En efecto, si Polonia es testigo de la evolución psicológica de las damas y subraya tanto el desánimo de Jusepa ante la clausura que la espera («en el color / sus pensamientos la veo», vv. 391-392) como el mal escondido interés de Bernarda por el caballero aragonés o su deseo de cambiar de vida («¡Qué despacio le miró», «determina / ser ya viuda garrafal / si lo ha sido recoleta», vv. 617 y 1240-1242, 1250-1251), él es el primero en darse cuenta de la lucha interior que afecta a Bernarda, así que denuncia la evolución de su enamoramiento:

sangróla en la voluntad

el barberito sin seso (vv. 1165-1166),

O la viuda tiene celos,

o la pican sabañones (vv. 2409-2410),

¡Oh hipócrita socarrona!

Cómprete quien no te entienda (vv. 2591-2592).

Ambos personajes son espejos a través de los cuales el espectador puede detectar los impulsos interiores de los protagonistas: es uno de los elementos del perspectivismo impresionístico de Tirso.

Posadera y criados se sitúan en un ‘nivel inferior’, paralelo y comunicante con el ‘superior’ de las damas y de los caballeros. Se trata de dos grupos cuya posición psicológica y condición social son muy diferentes, pero que tienen ambos un papel fundamental en la comedia. Además son numéricamente iguales y están en perfecta correspondencia biunívoca: Santillana corresponde a Bernarda, Polonia a Jusepa, Mari-Ramírez a Fernando26, Santarén a Duarte (siendo inútil subrayar que esta simetría queda reforzada por la convencional relación amorosa de Santarén y Polonia que, en el desenlace, repite y consolida la relación ‘superior’ de Duarte y Jusepa). Para completar el elenco añadiremos, finalmente, el criado Pacheco y Don Luis.

El papel de este caballero es importante, no obstante su presencia en las tablas se reduzca a pocas escenas: al ser joven y dispuesto a casarse con Jusepa traicionando a su tío27, representa una alternativa, o sea, la oportunidad de la libre elección amorosa. Es una posibilidad que se abre y que pudiera desarrollarse, aunque ya al comienzo del acto II, con el encuentro entre Jusepa y Duarte, la primacía de este segundo, y más acreditado, pretendiente queda clara. Sin embargo, su papel no termina con las escs. 9.ª-14.ª del acto I, porque a su presencia se alude otras veces, pero siempre con relación a su ser el sobrino del viejo capitán (corre a informarlo y le acompaña, vv. 2134-2135, 3175-3176). Sin embargo hay una excepción interesante.

En efecto, su nombre vuelve también como posible prometido, pero no como prometido de Jusepa (como él desearía), sino imprevistamente como prometido de Bernarda. Es la misma viuda quien sugiere, o mejor, construye, esta posibilidad. Se trata de una posibilidad que ella no tiene ninguna intención de concretar, pero que reitera bien dos veces28 para suscitar los celos de Don Fernando y crear un ‘obstáculo’ (imaginario) y una pareja (Don Luis-Doña Bernarda) que se oponga a la pareja Don Fernando-Doña Melchora de la que ella recela29. Para el espectador (y para la viuda) es evidente que el papel de este joven se limita al de una mera, e inconsabida, contrafigura, como es evidente que es irrelevante (desde el punto de vista del desarrollo de su propia historia) el papel de Doña Melchora, posible rival de Bernarda.

En efecto, la presencia en las tablas de esta mujer es todavía más reducida que la de Don Luis (aparece solo en una escena: la 4.ª del acto III), sin embargo su papel es determinante, porque sirve para obligar a Bernarda a la indirecta confesión de sus sentimientos («Pierdo el seso», «¿Dónde me lleváis, pasiones?», vv. 2393 y 2407) y, sobre todo, a la transgresión de aquellas normas de prudencia que serían imprescindibles para una dama honrada. En la viuda la infracción de las reglas de la sociedad es patente; ella misma lo percibe, y lo perciben los caballeros: «¿qué ha de sospechar / quien me vea un día entrar / tantas veces en su casa?», observa angustiada antes de decidirse a cruzar la calle para ir a la posada (vv. 2776-2778). Y análogamente Don Duarte —aunque sea para desviar su atención del disfraz de Jusepa— la amonestará con un explícito:

Dos veces habéis venido

a esta posada, y las dos

contra el crédito que en vos

vuestra cordura ha tenido (vv. 3031-3034).

Valorando la potencialidad dramática de esta escena Tirso utiliza su posible ambigüedad para sacar a luz el conflicto de sentimientos contrastantes que acompaña a Doña Bernarda. En efecto, si el nivel de percepción del coloquio entre Don Fernando y Doña Melchora es directo y completo para el espectador (que habiendo asistido al diálogo entre el caballero y la dama, se dio cuenta de manera clara de la indiferencia con la que el caballero escuchó sus quejas amorosas), para Bernarda en cambio es indirecto y parcial; ella escuchó solo sus últimas palabras, y por consiguiente las interpreta siguiendo lo que le contó su lacayo: que su rival «al parecer le pedía celos», que Don Fernando «la divertía» y que Duarte «terciaba» (vv. 2264, 2265 y 2282). Para Doña Melchora —lo observábamos— en la comedia no queda espacio, porque el mundo de Fernando y Duarte está ya encaminado hacia las dos hermanas, pero es su presencia lo que permite subrayar la complejidad del personaje de Bernarda.

Como los demás, también ella tiene un papel ya determinado dentro del esquema a priori de la sociedad (bien reflejado en el teatro del Siglo de Oro) que se mueve entre honor y provecho, sentimientos e intereses, pero es la única en tener que conformarse a dos diferentes papeles —el de la mujer joven y deseosa de nuevas bodas (que le pertenece convencionalmente) y el desacostumbrado de rígida opositora a la libre elección amorosa de su hermana (que le tocó estando ausente la figura paterna)—. Se afirma como austera y segura, pero sus crisis de conciencia y sus incertidumbres descubren su fragilidad, y al mismo tiempo la fragilidad del esquema que se propone defender.

Se trata de un esquema que, por su misma rigidez, no es tan estable como parece. En efecto, al modelo arcaico-provinciano, personificado en la parte dialécticamente negativa de Bernarda y en el capitán (se liga a Guadalajara y a su «llaneza», v. 1370), se opone el modelo cortesano de Madrid. Los personajes están encerrados, casi encadenados en este mundo, sin alternativas: Jusepa está dominada por Bernarda, Bernarda por el interés, y el viejo perulero por el encanto de la juventud. Aparentemente se trata de obstáculos invencibles para los galanes, pero es suficiente una mínima ocasión para que se cree una fractura, una fractura pequeña, al comienzo casi inadvertida.

La comedia empieza precisamente en este momento. El accidente del coche es el elemento exterior que se inserta en el esquema preconstituido. En el breve espacio de tres días la situación se desbarajusta por un subseguirse de acontecimientos que llevan al prevalecer del amor sobre el interés. Además, la afinidad casi tautológica de las dos hermanas y de los dos amigos (así como de sus historias, en lo erótico) refuerza la oposición al rigor del esquema confirmando su fragilidad. Inevitablemente hay una gradual, si bien rápida, evolución en los personajes que cambian su actitud, aunque intenten disimularlo. Las damas, a consecuencia de los engaños de los caballeros, salen de su mundo y se dejan implicar (aunque entre dudas y reticencias30) en el ambiente mundano de la capital. Así la acción, impulsada antes por la ausencia del viejo Don Gómez y luego por su llegada, se precipita en la dirección no planeada por la sociedad31.

En el esquema previo, el capitán (cuya presencia es constante, aunque nunca aparece en escena) es la última ficha que falta y por consiguiente, estando ausente él, el esquema es estable solo aparentemente. Por eso el viejo intenta precaverse (las damas viajarán de noche y su casa está ‘cerrada’), pero no cuenta con el imprevisto, con el vuelco del coche que permite un contacto con el exterior32. E inevitablemente, y a pesar de clausuras y precauciones, la opinión, que las damas por lo menos en apariencia persiguen33, se sustituye con la ocasión creada por el mundo cortesano34. Estas dos palabras, que aparecen a menudo en la comedia, expresan de manera elocuente el contraste entre los dos mundos opuestos: el de los caballeros, dirigido a la búsqueda de la ocasión (intermitencia en la vigilancia del tesoro) y el de Doña Bernarda que, también en contra de sí misma, intenta defender la opinión (conciencia pública del modelo). Bernarda está sola, aislada con respecto al mundo de complicidad que une a los otros personajes35. Su único apoyo parece ser Santillana, quien, dándose cuenta de sus debilidades, se atreve a ofrecerle consejos y amonestaciones, que ella rechaza enérgicamente, hasta con palabras agresivas (en la esc. 3.ª del acto III). Le toca vigilar a Jusepa; está preparada y es madura en su mostrarse muy decidida en cumplir su deber, pero es lo suficientemente joven (elemento natural coartado) para enamorarse y hasta decidir tomar la iniciativa de descubrir su amor, aunque al mismo tiempo intente esconderlo hipócritamente.

Los indicios de ese cambio se perciben ya en el acto I. En efecto, si cuando el lacayo Santillana descubre que en su casa hay una puerta con torno y una ventana con red, confirma su voluntad de respetar los deseos del capitán («No hay prebenda sin pensión», «A su gusto ha de vivir / mi casa», vv. 326, 329-330), ya en la esc. 14.ª cuando —aturdida y asombrada ante el alboroto levantado por Don Luis— sale a la calle y acusa airada a Santillana por ser cómplice del fingido barbero, su fijarse en las manos «muy blandas» de su sangrador (v. 611) y su pedir que regrese al día siguiente («Oís. / Mañana con el barbero», vv. 649-650) denuncian de manera clara su interés. Se trata de unas manifestaciones quizá para ella todavía casi inadvertidas, pero bien evidentes para sus criados (que —como vimos— interpretan y descubren, delante del público, la verdad que se va lentamente delineando).

Cada vez que Doña Bernarda aparece en escena, su amor por Don Fernando es más evidente: entiende que puede destruir sus planes («muerte de mi fama ha sido», v. 1080) y se da cuenta de que tampoco ella tiene aquella integridad que está pidiendo a su hermana («se encierra / la [pasión] que en ella culpo en mí», vv. 1073-1074). También sus muchas preguntas sobre el nivel social, la renta, y la dirección del joven (vv. 1119, 1151-1152, 1161-1162), así como su reiterado fijarse en su aspecto («tiene extremado talle», v. 1155) confiesan de manera hasta demasiado evidente lo que (aunque confesado en los monólogos) se obstina en desmentir públicamente utilizando la máscara de enojos fingidos o de un justo afán de averiguación.

El espectador es testigo de su tentación de aceptar imprevistos «amores cortesanos», que intenta justificar («Si es caballero, livianos / pensamientos, bien podéis / disculparos [...]», vv. 1167-1169), de su decisión de comprar, con nuevos tejidos que la favorezcan, también «manteles para la mesa / del matrimonio segundo» (vv. 1188, 1199-1200), o de su alegría al recibir el billete amoroso del caballero («Alto, viudez, esto es hecho», v. 1501). Por fin, satisfecha del «talle» del joven (v. 1505), de su renta («Seis mil ducados» (v. 1503), y de su apellido («es bien nacido», v. 1507), está dispuesta a deshacer las bodas de su hermana («El capitán se dé priesa, / o no logrará su enero», vv. 1515-1516), pero solo porque piensa poder prescindir de la rica dote que el viejo perulero le prometió. No demuestra ninguna sensibilidad para con el destino de la joven actuando el rígido control y el plan constrictivo atentamente planeado de acuerdo con el capitán. Todo está dirigido hacia su propio provecho36; y cuando se da cuenta de que Jusepa está intentando evitar las bodas concertadas, reacciona con enfado (vv. 1958-1965). Interés económico (dominante), amor y celos la ponen en una situación conflictiva que estalla de manera evidente durante el coloquio al torno, cuando, sin descubrir su identidad, pretende averiguar los sentimientos del noble aragonés («¿en qué punto andan / desvelos y amores viudos?», vv. 2014-2015), mal disimulando sus temores: «Pues, ¿impórtaos menos? / ¿O no es vuestro amor tan fino [?]» (vv. 2038-2040).

Consciente de su propia incoherencia y egoísmo («Convénceme el interés / a guardalla y reprendella», vv. 2199-2200), reflexiona sobre sí misma, pero, entre «la codicia y la afición» (v. 2189), es una vez más la primera lo que acaba por prevalecer: a su hermana «El viejo le está mejor» (2209) porque, sin los pesos del capitán ella no tiene con qué casarse (vv. 2207-2208). Sus celos e hipocresía se confirman también en el acto III. Ya hemos aludido a la indiferencia con la que intenta comentar la presencia en la posada de Doña Melchora («¿qué me importa [?]», v. 2291) y a la fingida piedad cristiana con la que pretende justificar sus reproches a Don Fernando («Lastimada de que en vos / tan gallarda edad se pierda / [...] / olvidé mi propia causa / por la de Dios», «Quiéroos bien como a cristiano / y prójimo», vv. 2575-2580 y 2603-2604).

Al ser al mismo tiempo hermana y ‘padre’, guarda cuidadosa de su casa y mujer proyectada hacia nuevas bodas, es un personaje en eterno conflicto; su lucha la demuestra bien la alternancia de acción y reflexión que la caracteriza. La actitud de Jusepa, en cambio, es distinta; en ella es la acción lo que prevalece, quedando limitada su parte reflexiva a quejas y protestas. Si Bernarda es doble y ambigua en su conflicto interior entre la rebelión y el esquema (que ella personifica), los vínculos que atan a Jusepa son externos, mecánicos, inconscientes, y por eso su contagio será inmediato, en el mismo momento en el que se le presenta la ocasión y se da cuenta que realizar su erotismo elemental es posible. Su evolución psicológica consiste, pues, en el grado creciente de esta posibilidad.

Al comienzo, Jusepa está dominada por la austeridad exterior de su hermana y apoya sus decisiones «por no ser a su gusto inobediente» (vv. 97-98). Es infeliz pero resignada (lo relata Polonia en la esc. 3.ª del acto I: «calla, y sigue el parecer / de su hermana», vv. 96-97), y lo confirma la misma joven en la siguiente esc. 7.ª, cuando llorando, se limita a expresar su resignado desánimo: «Y después gentil esposo. / ¡Ay, cual voy!» (vv. 390-391). Es solo al darse cuenta de la incoherencia y debilidad de la viuda cuando encuentra el ánimo para rebelarse y empezar una acción independiente: indirectamente, pues, es la misma Bernarda quien ocasiona su cambio psicológico.

Ya en la esc. 1.ª del acto II (después de que Fernando entró en su casa disfrazado y Duarte la siguió a misa) su condición psicológica ha evolucionado. Defendiéndose de los reproches de su hermana, Jusepa construye un paralelismo en la culpa que es un verdadero contraataque: empieza con una afirmación de paridad («iguales las dos estamos», v. 1065), sigue evidenciando la supremacía negativa de Bernarda (el peso erótico de su conducta es mayor: a la mano que ella enseñó, se oponen su cara y su brazo «desnudo») y termina transformándola en un exemplum: «¿es mucho a tu parecer / que viéndote a ti caer / aprendiese a tropezar?» (vv. 1056-1058).

Además, su rebeldía37 se confirma poco más tarde en las escs. 7.ª y 8.ª. La influencia de la corte empezó y el modelo ejemplar empieza a derribarse: ante el «consejo» de Bernarda que la condena a un «mal gozo», ahora destaca una desi­gualdad que considera inaceptable (un «mozo» para su hermana y un «viejo» para ella, vv. 1252-1256), y que pronto ligará solo a celos y a envidia por su posible «ventura» (v. 3192). Sin embargo, a pesar de esa toma de conciencia progresiva, sigue teniendo miedo: de su hermana y de «la desenvoltura / de una ocasión licenciosa» (vv. 2899-2900), y entonces serán una vez más los criados (Polonia que la intima abandonar sus «melindres de dama», v. 1800, y Santarén que la tranquiliza sobre las intenciones honestas de su amo) quienes la guían en ese iter de madurez que, desde el desánimo y el miedo, la llevan a la aceptación y a la defensa de la libre elección amorosa.

No obstante esté determinada a evitar las bodas con el viejo perulero, su rebeldía no cercena formalmente el esquema del honor y de la fama, así que esa actitud temerosa la caracterizará hasta el final (no solo, pues, en el coloquio al torno, sino también cuando tiene que bajar al sótano para ir a la posada). Los interrogantes reiterados que acompañan su final consentimiento a la transgresión,

¡Jesús! ¿Eso había de hacer? (v. 2865),

¿Yo a posada que está abierta

para todos? [...] (vv. 2872-2873),

¿Y si alguno me conoce? (v. 2881),

Sí, pero, ¿mi honor y mi fama?» (v. 2896),

se completan además con una acusación directa a su hermana, y a sus pretensiones injustas que se afirman como únicos responsables de las eventuales consecuencias negativas de su conducta:

Hermana, quien desazona

las edades, ocasiona

a lo que no se atreviera

mi honor para libertalle (vv. 2904-2907).

En efecto, el cambio decisivo se realiza solo inmediatamente después. Es solo al pasar de su casa a la posada y al cambiar su traje en el de la condesa de Ficallo, cuando la transformación física y psicológica de Jusepa llega a su remate. Los temores dejan lugar a una enérgica iniciativa y hasta a una imprevista e irónica satisfacción («¡Qué linda burla se traga mi hermana!», comentará regresando a su casa, vv. 3134-3135). Al cambiar de lugar y aspecto, la joven se ha despegado del modelo arcaico (indispensable para la dialéctica de los personajes y de la representación escénica) para ajustarse a otro modelo (el cortesano), libre y, por lo que a ellas se refiere, igualmente honrado. Mientras que su hermana mayor, queda bloqueada en su lucha entre celos e incertidumbre38 y, al no fiarse de Don Fernando, guarda secreta su elección amorosa, ella —adquiridas decisión y firmeza— elige entre amor e interés claramente.

Es también, y sobre todo, de este contraste de actitudes del que deriva el enfado con el que Bernarda suele reaccionar al verse adelantada por su hermana en ese iter de ‘progresión’ amorosa: está en riesgo su función de arbiter (ella lo había decidido todo). Pero, inevitablemente —dentro del equilibrio convencional de la comedia de enredo que pide una solucción feliz— la rebeldía de Jusepa (rival del arbitre), el apoyo de los criados (cómplice)39 y la astucia de Fernando y Duarte, conseguen quitarle su poder, encaminando la faceta positiva de su personaje hacia una solución amorosa compartida, y para ambas mujeres satisfactoria. El viejo será marginado y suplantado con Don Duarte, y las segundas bodas deseadas por la viuda se concretarán, a pesar de que le falte su rica dote. Sin embargo, es evidente que este desenlace feliz conlleva un cambio importante, o sea, a la aceptación, por parte de los personajes, de una concepción ético-ideológica diferente, que impone la renuncia al provecho y a la constricción en favor de una elección amorosa libre y más desenvuelta (aunque convalidada siempre por las bodas y por una necesaria paridad social que las frecuentes referencias a la renta de los caballeros atestiguan)40.

Completamente distinto es el mecanismo que guía la acción de los caballeros. Si a lo largo de los tres actos las dos hermanas proceden de manera autónoma y en secreto (la una con respecto a la otra), en cambio y desde el comienzo, Fernando y Duarte se informan recíprocamente sobre la evolución de sus amores, se animan y prometen ayudarse mutuamente. El primero es aragonés y el segundo portugués: se trata de una diferencia geográfica que corresponde a su psicología y actitud. Como destaca María del Pilar Palomo, Fernando se enamora de Doña Bernarda solo después de haberla visto (y además —añadimos— en el abandono y en la sensualidad de su desmayo), Duarte en cambio, siguiendo aquella tendencia enamoradiza típica de su nación, se encapricha de oídas, escuchando el relato del amigo, y se echa a la calle detrás de la joven solo para confirmar con la vista su amor41. Su encuentro con Jusepa, entonces, no podrá más que confirmar positivamente aquella expectación que el no poder entrever la cara de la mujer escondida detrás del rebozo del manto y el haber escuchado sus quejas desanimadas (II, esc. 7.ª) seguramente le habían levantado.

Además, enseguida (en la esc. 15.ª del acto II, con el mensaje enviado por el caballero), los dos enamorados se identifican en una común dimensión lusitana42. Para Duarte se trata de un lusitanismo natural, para Jusepa de un lusitanismo naturalizado: ama esta nación y conoce su lengua, así que cambiado su traje y adquirido un «portugués pellejo» (v. 3111), su metamorfosis es perfecta: «No hay más linda lusitana», afirma Santarén (v. 2950). La atmósfera que rodea a esta pareja, y que se opone inevitablemente al rigor dogmático-financiero del esquema arcaico, la atestiguan los adjetivos «derretido» y «sebosa» (o «sebosiña») que connotan a la dama y al caballero, subrayando su aspecto físico y su condición amorosa. Así, por ejemplo, como Polonia observa que la joven «Sebosiña un poco está» (v. 1809), Santarén constata que se ha convertido «en sebosa» y que es «la más bella sebosiña» (vv. 2894 y 2945). Y análogamente, si Don Fernando declara que su amigo «está medio derretido» (v. 2035) y el criado Santarén confirma que está «más tierno y más derretido / que una vela en el verano» (vv. 2855-2856), también Jusepa —después de haberle hablado al torno— preguntará por «el portugués derretido» (v. 1913). Inevitablemente, pues, incluso el apelativo portugués, utilizado varias veces para indicar a Don Duarte de Noroña (vv. 2173, 2202, 3129), se hará pronto indirecta expresión de su derretimiento amoroso.

Si, pues, en este caso la connotación geográfica pasa en segundo término con respecto a la predominante calificación erótica, en cambio, el aragonés que designa a Don Fernando (v. 2382) es solouna referencia objetiva a su país de origen siendo, en cambio, más frecuentes y significativos para este caballero los apelativos sangrador y barbero, que remiten a su elegido disfraz (vv. 1891, 2260, 2267, 2174, etc.). Siguiendo la ya aludida tendencia reiterativo-mnemónica que caracteriza esta comedia, Tirso insiste en fijar las cualidades o las identidades fingidas de sus personajes. Además estos nombres alternativos no se atribuyen solo a los protagonistas, sino también a sus adjuvants. Así, también Santarén y Mari-Ramírez se transforman, en una dimensión ficticia, el primero en un francés o en un gascón (vv. 1292 y 1646; variado sinonímicamente en gabacho en el v. 1799), y la segunda en una montañesa (vv. 1184, 1307, 1465, y 2556; variada en vizcaína en el v. 1237). Mientras a Polonia se la llama a menudo esclava.

En particular, es Doña Bernarda quien emplea constantemente esta palabra, destacando la posición inferior de la mujer (ella es su ama); en cambio Jusepa —que de la criada recibe un considerable apoyo— prefiere usar su nombre; hay solo una excepción, y significativa, porque se sitúa precisamente en el momento en el que la joven sospecha de su infidelidad:

¡La esclava sin duda ha sido,

cielos, quien nos ha vendido! (vv. 2984-2985).

También en este caso, en suma, se confirma la no casualidad de estos ‘apodos’ (epítetos llanos o metafóricos, con función de antonomasia) que —evidenciando la psicología, acción y situación de cada personaje— se alternan con sus nombres propios43. Lo confirman el «Esta es Polonia, la esclava» con el que el criado Santarén remite al estado social objetivo de la criada (v. 1880) y el más cercano «nuestra Polonia» que, aludiendo al soporte cómplice ofrecido, Don Fernando pronuncia al torno (v. 2004) olvidando el esclava empleado otras veces. Y coherentemente entonces, al ausente pero siempre presente prometido, se le llama solo tres veces con su verdadero nombre, Don Gómez (vv. 445, 2139 y 3248), siendo en cambio predominantes otras palabras alternativas: capitán y perulero, que remiten a sus ricos galeones cargados de plata; y viejo44, que subraya indirectamente el justo rechazo de las bodas por parte de una Jusepa niña45.

De este mecanismo definitorio tampoco escapa Doña Bernarda. Sin embargo es evidente que, para ella, la ‘etiqueta’ que se le asignó dentro del esquema del enredo y de la comedia resulta demasiado constrictiva. En efecto, su nombre, variado sinónimicamente en hermana por Jusepa, lo sustituye a menudo el atributo viuda46, una palabra que, con sus alteraciones (viudilla o el burlesco viudona, vv. 56, 3246 y 1316) y su metonimia monjil —presente en los diálogos de cocheros, estudiantes, criados, y caballeros47— la ‘bloquean’ en un estado que la condena a deseos frustrados, a envidias y a agriadas rivalidades. Así, preocupada de que su juventud pase inadvertida excluyéndola de soluciones amorosas satisfactorias, Bernarda intenta alejarse de esta etiqueta y decide deshacerse de trajes y tocas que «nunca saben distinguir / una viuda de una dueña» (vv. 1195-1196). Y al hablar con su amante, protegida por el torno, no solo utilizará el más complejo sintagma aliterativo viuda de vidrio, que denuncia su fragilidad insospechada, sino que acudirá a aquellas antonomasias que suelen definirla (viuda y monjil) para señalar su alma disponible y su edad que, todavía joven («años floridos»), está a la espera de alguien que se oponga a su aparente hostilidad («baluarte», vv. 2048-2052). El abandono del traje acostumbrado se configura, pues, como un objetivo que hay que conseguir, como un elemento exterior que, más allá de cualquier afirmada hipocresía, descubre su verdadera identidad y sus deseos escondidos.

3.EL ESPACIO URBANO Y EL PAPEL CORRUPTOR DE LA CORTE

Cuando la comedia empieza, sus protagonistas están de viaje, tanto las damas como los caballeros. Todos se están dirigiendo hacia Madrid: Bernarda y Jusepa desde su Guadalajara natal; Fernando desde Zaragoza y Duarte desde Toledo48: las dos damas con vistas a la planeada boda con el viejo Don Gómez, el aragonés y el portugués para solucionar sus respectivos pleitos. El puente de Viveros, para algunos (Bernarda, Jusepa y Fernando), y la capital, para todos, constituyen el punto de encuentro (queda a latere, el viejo perulero que, no sumándose a este movimiento centrípeto, deja Guadalajara para ir a Sevilla, donde espera su rica flota).

Es Madrid, pues, el fondo constante de la acción que, desde un punto de vista escénico, se ambienta sobre todo en dos espacios domésticos: la casa de las damas con su clausura (expresión del modelo arcaico cerrado) y, enfrente, la posada de Mari-Ramírez abierta a la invención (expresión de la libertad del mundo cortesano). Los separa, o los une, la céntrica calle de las Carretas; es un espacio neutro que ejerce una función mediadora: desde la calle llegan la toquera y el buhonero con sus engaños, y desde la calle Fernando, Duarte y Santarén hablan al torno con las damas, y siempre desde la calle Don Luis podrá observar, sin que lo vean, lo que ocurre dentro de la casa.

Desarrollándose el enredo, el espectador asiste a un acercamiento progresivo desde el exterior hacia el interior: en el acto I (excluidas las primeras tres escenas en las afueras) doce escenas se desarrollan en la calle (4.ª-15.ª) y solo dos en la posada (16.ª y 17.ª), mientras que en el II y el III es en la casa y en la posada donde se sitúan acciones y diálogos49. Sin embargo, la dimensión espacial en la que se mueven los personajes no queda circunscrita a estos tres lugares, sino que se amplía a otros mencionados en el diálogo. El Madrid aquí representado no corresponde a una capital abstracta, sino a una ciudad que, con su contexto urbano y su atmósfera, se afirma como fondo paisajístico-psicológico constante. Es un Madrid real y concreto, fijado en su planimetría, con sus calles, puertas, iglesias, y ventas. La misma localización de la vivienda de las damas en calle de las Carretas, o sea, en el «ombligo de la corte» (v. 359), demuestra de manera clara que Tirso quería situar su enredo en un contexto bien reconocible50.

La descripción que Santillana ofrece del conjunto del barrio (I, 7.ª) es muy detallada: la iglesia de la Victoria está al fondo de la Puerta del Sol; al norte con respecto a esta, la iglesia del Buen Suceso; enfrente, el convento del Carmen; luego, el cercano convento de San Felipe; la calle Mayor, llena de tiendas y de un animado comercio; y, finalmente, la Puerta de Guadalajara con sus acostumbrados parados y holgazanes. Se trata de calles y de edificios que —ahora citados objetivamente para situar la casa de las damas— volverán a menudo en el diálogo, mientras que otros se sumarán de forma suelta: la plaza de Herradores con su inevitable animación, el Prado, lugar de paseo y diversión (vv. 1017-1018), etc.

A través de las palabras de los personajes podemos reconstruir sus movimientos y hasta seguir sus pasos: Doña Melchora que vive en calle del León (v. 2461), la viuda que se encamina hacia la calle Mayor o que recorre la calle de las Carretas para llegar a la iglesia del Buen Suceso (vv. 2850-2851, 2925-2926), o el viejo perulero que se apea en la calle de Atocha (v. 3183)51. Hay un verdadero afán descriptivo en ofrecer itinerarios. Don Duarte, por ejemplo, relatando haber seguido a las damas, no se limita a precisar que recorren la calle de las Carretas dirigiéndose hacia la Puerta del Sol, sino que añade que, llegadas al Buen Suceso, suben por las gradas de la fuente mientras que él, para no ser visto, entra en la iglesia utilizando otra puerta, de otro lado; luego, sin considerar suficientes estas informaciones, describe a las mujeres que, ya dentro de la iglesia, se dirigen hacia el altar mayor para arrodillarse delante de la imagen de la Virgen (vv. 1538-1550). Guiada por el relato, la mirada del espectador (o lector) se proyecta fuera del espacio escénico, acompañando a las damas y al caballero que las sigue: es un momento de pausa que, escandiendo tiempo y espacio, prepara a la descripción metafórica de la belleza de la joven que seguirá poco después (eco a minore de la estática contemplación de la hermosura de Bernarda descrita por Fernando al final del acto I).

Alejándose de su mera función espacial, el nombre de calles, plazas y monumentos vuelve, igual que cualquier otro vocablo o sintagma, también como parte integrante del diálogo. Así, por ejemplo, la plazuela de Herradores y la Puerta de Santa Cruz, aunque bien localizables en el plano de Madrid y coherentemente cercanas a la habitación de las hermanas, se hacen síntesis expresiva del desconsolado y decepcionado comentario de un Santillana despedido (vv. 2305-2308); o el Buen Suceso y la Puerta del Sol, valorados semánticamente, permiten juegos disémicos e hipérboles cultas directamente ligadas a los protagonistas y a sus historias:

Llegaron al Buen Suceso,

bueno me le dé el amor (vv. 1542-1543),

Plega a Dios que al Buen Suceso

no vaya del sangrador (vv. 2833-2834).

Cegué a la Puerta del Sol

a los rayos improvisos

de otro sol que en el ocaso

de un velo adoré escondido (1836-1840),

A la puerta os vio del Sol,

a la puerta vuestra digo (vv. 1938-1939);