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Así como la palabra "cardíaca" designa un tipo de enfermedad, y el vocablo "cardiología", en cambio, la ciencia y la técnica que la estudia y que la trata, el término "psicosomatología" alude a la ciencia que se ocupa de la patología médica, de los organismos vivos y de sus interrelaciones, desde una concepción psicosomática que constituye, al mismo tiempo, una manera de concebir el psicoanálisis. El presente volumen alcanza, en cierto modo, las características de un libro de texto que, sin la pretensión de sererudito o exhaustivo, expone, con solvencia y claridad, los fundamentos de la psicosomatología. Escrito con el propósito de evitar la aridez en que suele incurrir el intelecto "abstracto", esa intención se anuncia en su título principal, en letra manuscrita: Sí, pero no de esa manera. La frase alude al "sí, pero no así" con el que un insigne médico alemán, Viktor von Weizsaecker, propuso sustituir la actitud de "fuera con ella", que denota la conducta de "combatir" la enfermedad desde una técnica médica que, con demasiada frecuencia, la contempla como algo que no pertenece a la vida delenfermo. Es, además, una frase que resume admirablemente, en muy pocas palabras, hacia dónde se dirige la psicosomatología.
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Seitenzahl: 314
Veröffentlichungsjahr: 2020
Luis Chiozza
Sí, pero no de esa manera
Los fundamentos de la psicosomatología
Chiozza, Luis
Sí, pero no de esa manera : los fundamentos de la psicosomatología / Luis Chiozza. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2018.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-599-547-5
1. Medicina Psicosomática. I. Título.
CDD 150.195
Diseño de tapa: Silvana Chiozza
© Libros del Zorzal, 2018
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Asimismo, puede consultar nuestra página web: <www.delzorzal.com>.
Índice
Prólogo | 8
El nacimiento de una psicosomatología
1. La patología psicosomática | 12
Los primeros descubrimientos del psicoanálisis | 12
La sexualidad infantil y la evolución de la libido | 15
La interpretación de los sueños y el Complejo de Edipo | 18
Los cambios en la noción de enfermedad | 20
La relación entre el cuerpo y la mente | 23
Acerca de la psicosomatología | 26
La enfermedad en nuestro tiempo y la perplejidad | 30
La construcciónde la teoría psicoanalítica
2. La metapsicología | 34
La creación de una metapsicología | 34
Presencias y representaciones (percepciones y rememoraciones) | 36
Actualidades y reactualizaciones (sensaciones y recuerdos) | 41
Los afectos y sus vicisitudes | 50
3. El nacimiento de una incipiente metahistoria | 58
Más allá del principio de placer | 58
El yo y su relación con lo inconsciente | 63
Edipo, Prometeo y Narciso (tres maneras de la vida) | 70
Los fundamentos epistemológicosde la psicosomatología
4. El rechazo del dualismo cartesiano | 79
La trascendencia de las dos hipótesis fundamentales | 79
La interpretación psicoanalítica de la enfermedad “somática” | 89
Acerca de una concepción psicosomatológica del cáncer | 95
¿Hacia dónde proseguirá el camino? | 99
5. La relación de significación | 106
Una parte que representa un “todo” | 106
Acerca de las diferencias entre la consciencia y lo inconsciente | 112
6. La historia que se oculta en el cuerpo | 121
Los “mapas” del mundo y del “yo” | 121
El alma y el cuerpo | 124
El psiquismo inconsciente | 125
El modelo físico del psicoanálisis | 126
El modelo histórico | 127
Cien años después | 128
¿Qué es lo que llamamos historia? | 129
El interés que despierta una historia | 131
Los temas de la historia | 132
La actualidad de la historia | 132
En resumen | 133
7. Acerca de la relación entre el significado y la vida | 136
Significado, significancia y significando | 136
Un sujeto significante inconsciente | 143
El cuerpo “desalmado”, la existencia mental y el “cuerpalma” sentí-mental | 145
8. Mi consciencia y yo | 149
Una laberíntica galería de espejos | 149
Las “dos” formas de consciencia | 154
Sólo se puede ser siendo con otros | 157
Las cuatro caras de un tetraedro unitario | 164
Acerca del quehacer con el paciente
9. El tratamiento psicoanalítico | 168
Una curación que se realiza hablando | 168
Nadie puede ser matado en ausencia o en efigie | 172
Lo que hace un psicoanalista cuando psicoanaliza a un paciente | 175
La interpretación del material “somático” en la sesión psicoanalítica | 184
El poder terapéutico del psicoanálisis | 191
10. El estudio patobiográfico | 201
El problema psicosomático en la práctica médica | 201
La forma en que el método procede | 211
Cuarenta y cinco años después | 219
A manera de epílogo | 226
Bibliografía | 233
A Oxana Nikitina, sin cuyo interés y entusiasmo no hubiera escrito este libro.
Prólogo
La palabra “psicosomática” ha sido cuestionada, innumerables veces, con el argumento de que lleva, dentro de sí, en las dos palabras que la componen, la disociación que procura evitar. No ha podido nunca, sin embargo, ser sustituida por alguna otra que funcionara mejor. No obstante, su uso se ha difundido por el mundo y, aunque no todos conciben de la misma manera lo que designan con ella, no cabe duda de que, en tanto se refiere, en general, a una cierta relación entre el cuerpo y la mente, despierta, en todos lados, muchísimo interés.
Con la palabra “psicoanálisis” ocurre, en cambio, algo diferente. Aunque el término, que alude a una cierta descomposición de lo psíquico en elementos más simples, no coincide muy bien con la actividad que denota, a nadie le ha parecido inadecuado; tal vez porque las críticas, que siempre ha despertado, se han dirigido a la teoría, y al procedimiento, que con ese vocablo se designa. Lo que ha ocurrido, mientras tanto, es muchísimo peor, porque se hacen tantas cosas distintas en su nombre, que, a pesar de que nadie duda de que Freud algo valioso ha hecho, cuando uno dice “soy psicoanalista” siente la necesidad de aclarar. La cuestión ha llegado hasta un punto en que ya no pasa por me psicoanalizo o no me psicoanalizo, sino por “cómo” y con quién.
Siempre he pensado que “la psicosomática” y “el psicoanálisis propiamente dicho” son dos maneras distintas de referirse a lo mismo, de modo que en el contenido de estas páginas se encuentra lo esencial de aquello que constituye mi manera de pensar el psicoanálisis. Además, dadas las consideraciones anteriores, y también que, por ejemplo, la palabra “cardíaca” designa un tipo de enfermedad, y el vocablo “cardiología”, en cambio, la ciencia y la técnica que la estudia y que la trata, debo decir que decidí, por fin, utilizar el término “psicosomatología” para referirme, en este libro, a la disciplina que practico.
El presente volumen intenta lograr las características de un libro de texto que, sin la pretensión de ser erudito o exhaustivo, exponga, de la manera más completa posible y hasta donde mis conocimientos alcanzan, los fundamentos de la psicosomatología. Lo escribí, sin embargo, tratando de evitar que su lectura ingresara en la aridez del intelecto “abstracto”, y sé que solamente en alguna de sus partes pude aproximarme al objetivo. Un objetivo que se anuncia en su título principal, en letra manuscrita: Sí, pero no de esa manera. La frase alude al “sí, pero no así” con el que Weizsaecker propone sustituir la actitud de “fuera con ella”, que denota la conducta de “combatir” la enfermedad desde una técnica médica que la contempla como algo que no pertenece a la vida del enfermo. Pero, además, titula al libro porque estoy convencido de que si tuviera que elegir muy pocas palabras para trasmitir lo que el psicoanálisis intenta no encontraría otras mejores.
En aras de una lectura amable, procuré no incluir notas al pie, y también utilicé una letra más pequeña para algunos párrafos que, tal vez, pudieran omitirse. Por la misma razón, no utilice, en el texto, códigos, asteriscos o números de página para las citas bibliográficas, cuya intención es lograr que lo que aquí escribo sirva de introducción para ulteriores lecturas. Preferí poner entre paréntesis los títulos completos, evitando, de ese modo, tener que saltar a las páginas finales para identificar el origen de las citas.
Sólo me resta agregar que, en este momento, mi mayor anhelo es poder trasmitirle, a quien lo lea, aunque sea una parte del placer y el entusiasmo que sentí cuando lo escribí pensando en nuestros deseos y en nuestras necesidades.
Junio de 2018
El nacimiento de una psicosomatología
1. La patología psicosomática
En un dibujo de Quino, el médico le dice a su paciente: “He leído su historia clínica y le diría que en general no está mal narrada. Su estómago, por ejemplo, como protagonista, logra conmover cuando cuenta los trastornos que sufre por su amor a lo prohibido, pero luego cita usted tantas veces a la gastritis que nos la hace un personaje muy aburrido. Es cierto que el relato retoma interés y un creciente suspenso atrapante cuando su tensión arterial comienza a subir…, a subir…, y pareciera que finalmente algo importante va a suceder, pero no, ahí entran en escena unas grageas de Losartán 50 mg que arruinan todo ese clima normalizando la situación. O sea: aquí falta emoción, garra, pasión, nervio… No sé, ¿Usted ha leído a Hemingway, por ejemplo?…”.
Los primeros descubrimientos del psicoanálisis
El psicoanálisis comenzó, en 1895, con el descubrimiento de que un trastorno que se manifestaba en el cuerpo, en una forma particular, que se diagnosticaba como histeria, se comprendía mejor como el resultado de un trauma psíquico que como una alteración física del sistema nervioso. Las perturbaciones histéricas desaparecían cuando las enfermas, venciendo una resistencia, recordaban el trauma y revivían sentimientos penosos olvidados. A partir de ese descubrimiento, la histeria, y con ella el término “neurosis”, perdía el carácter de una afección degenerativa del sistema nervioso, y adquiría el significado de un sufrimiento psíquico.
El descubrimiento trajo consigo cuatro esclarecimientos importantes. El primero infunde una mayor intriga a la incógnita de la relación que existe entre la mente y el cuerpo. El segundo permite concebir la existencia de una vida psíquica inconsciente. El tercero conduce a la postulación de una fuerza represora que se manifiesta en la resistencia a recordar. El cuarto pone en evidencia que la expresión del afecto reprimido (su “abreacción”) es una condición indispensable para la desaparición de los fenómenos histéricos.
En cuanto a la cuestión de lo inconsciente, cabe señalar que, a pesar de la opinión de los filósofos que sostenían que hablar de psiquismo sin consciencia constituía una contradicción en sus términos, no ha sido Freud el único que le ha prestado atención. Podemos mencionar a San Agustín, cuando escribe “lo sabes, pero ignoras que los sabes”, o a los experimentos de Bernheim con la hipnosis. Hoy los neurocientíficos hablan de “redes subyacentes”, y de su influencia en una percepción inconsciente que se comprueba, por ejemplo, en el fenómeno denominado “visión ciega”, o en algunos casos de prosopagnosia cuando, sometidos a un polígrafo, evidencian que identifican, sin saberlo, los rostros que, conscientemente, no reconocen.
No cabe duda, en cambio, de que el haber descripto la operatividad “ubicua” de la represión y, sobre todo, el retorno de lo reprimido “en el síntoma” constituye una formulación teórica, entre las primeras de Freud, a la que es muy difícil encontrarle un precedente. En lo que se refiere a la participación del afecto, suele pasar desapercibido que el psicoanálisis le adjudicó, ya desde sus comienzos, una importancia que precedió en muchos años a los descubrimientos que, desde otras disciplinas, condujeron a que se reconociera una “inteligencia emocional”. Más aún, aunque Freud nunca se dedicó a reunir en un escrito sus contribuciones al esclarecimiento de ese tema, las vicisitudes del afecto siempre ocuparon, en sus elaboraciones teóricas, ese lugar central. De acuerdo con lo que afirma André Green (en El discurso vivo), eso no ocurrió con Lacan.
Nos queda, por fin, el tema de la intriga que el estudio de la histeria nos suscita, acerca de la relación entre la mente y el cuerpo. En el historial de Isabel de R. (Freud y Breuer, Estudios sobre la histeria), encontramos tres razones para explicar la elección del órgano a través del cual habría de expresarse el conflicto. La primera de ellas, denominada “facilitación” o “complacencia” somática, consiste en que un órgano primitivamente alterado por una “causa orgánica”, un dolor reumático, por ejemplo, se presta especialmente para tal fin. La segunda, “simbolización mnemónica”, ocurre cuando el órgano (la pierna derecha de Isabel de R., por ejemplo, sobre la cual descansaban los hinchados tobillos del padre) ha entrado en una conexión asociativa (mnemónica) con el conflicto que busca una vía de expresión aceptable para la conciencia. La tercera, “conversión simbolizante”, se desarrolla en virtud de que el órgano elegido se presta para expresar, como una forma de lenguaje, el contenido del conflicto inconsciente. Así, la somática dificultad para andar de Isabel de R. representaba adecuadamente su dificultad para “andar en la vida”. En el mismo historial, y a través del caso Cecilia M., aporta Freud algunos ejemplos en donde este mecanismo de conversión simbolizante afecta órganos de la vida vegetativa, como el corazón o el aparato digestivo.
Aunque Freud utiliza, ya en sus primeras formulaciones, el término “conversión” entre comillas, vemos aquí de nuevo que (hasta 1910 por lo menos, fecha en la cual publica su trabajo acerca de las perturbaciones psicógenas de la visión) se adscribe al dualismo cartesiano (que rechazará posteriormente) cuando acepta de manera explícita que existen trastornos orgánicos que, aun en el caso de ser “organoneuróticos”, no son “psicogenéticos”.
Sin embargo, como veremos luego con mayor detalle, ya en 1905 (en Tres ensayos de teoría sexual) postula la existencia de zonas “erógenas”, concepto que enriquece en obras posteriores (“Pulsiones y destinos de pulsión” y “El problema económico del masoquismo”). Como consecuencia de tal postulación, afirma que en realidad pueden funcionar como zonas erógenas todos y cada uno de los órganos, que todo proceso algo importante aporta algún componente a la excitación general del instinto sexual y que del examen de los fines del instinto pueden ser deducidas las diversas fuentes orgánicas que les han dado origen.
Si unimos esa postulación de Freud con los conceptos acerca del lenguaje de los órganos en que él apoya su comprensión de la conversión simbolizante, encontramos en esa unión una base suficiente como para considerar que la teoría psicoanalítica abre la posibilidad de suponer la existencia de fantasías que (como ocurre, por ejemplo, con las orales o anales con respecto a la boca y el ano) son específicas de los órganos que constituyen su respectiva fuente, y que se configuran como fines también específicos.
La sexualidad infantil y la evolución de la libido
La interpretación del significado inconsciente de la histeria condujo a Freud al descubrimiento de la sexualidad infantil y a formular una teoría acerca de su origen y de su evolución. Sostiene (en Tres ensayos de teoría sexual) que todos los órganos del cuerpo funcionan como una zona “erógena” que genera un quantum de excitación “propia”, cualitativamente diferenciada, que denomina libido, cuya acumulación produce displacer y cuya descarga, por el contrario, ocasiona placer. Afirma, entonces, que esta libido, a “cuya subrogación psíquica llamamos libido yoica”, se vuelve cómodamente accesible al estudio analítico cuando, convertida en libido de objeto, ha encontrado empleo psíquico en la investidura de objetos sexuales. De modo que la producción de ese quantum, su aumento o su disminución, su distribución y su desplazamiento, nos ofrecen la posibilidad de explicar los fenómenos psicosexuales observados.
El escándalo con que fueron recibidas sus afirmaciones acerca de la sexualidad infantil ignora que el calificativo “sexual”, aplicado a cualquiera de los placeres que derivan del funcionamiento de los órganos, proviene precisamente del haber descubierto que se trata de una cantidad que se desplaza, desde una zona a otra, y la erotiza “tiñéndola” con la cualidad que proviene de su origen. Así nace el concepto de primacía, que se aplica a organizaciones que, como es el caso de la oral, la anal y la genital, adquieren un significativo predominio en épocas de la vida que son fácilmente reconocibles durante el desarrollo evolutivo.
De allí surge, también, el descubrimiento de que algunas de las dificultades que surgen en la vida, ante las situaciones de apremio, deriven en que una parte de la libido, en lugar de continuar su desarrollo progresivo hacia las sucesivas etapas, se detenga y se “fije” en la que corresponde al momento de la dificultad. De modo que el desarrollo progresivo que se manifiesta como una evolución normal siempre sufrirá una cierta merma (por obra de la fijación, facilitada por lo que Freud denominaba “viscosidad” de la libido) en lo que se refiere a la cantidad con la que llegamos a la etapa que estamos transitando.
De más está decir que, si lo que entendemos por carácter se define como nuestra manera de ser y proceder, cae por su propio peso que las fijaciones de la libido, que ocurren durante nuestro crecimiento hacia la vida adulta, poseen una influencia enorme en la determinación de las cualidades de nuestro carácter. Más aún, en los momentos en que el apremio de la vida arrecia, nuestra necesidad de disponer, para enfrentar ese apremio, de una mayor cantidad de libido suele condicionar una regresión hacia puntos de fijación, evolutivamente anteriores, para reunirnos con las “fuerzas” que allí hemos “dejado”.
No debemos abandonar este apartado sin mencionar que, a pesar de que el psicoanálisis postula que la evolución de la libido culmina, en hombres y en mujeres, en una segunda fase, receptivo-vaginal, también subraya que la genitalidad masculina se detiene, en su mayor parte, en la primera fase, fálico-uretral, atrapada por lo que denomina (como homólogo de la “protesta masculina” descripta por Adler) “desautorización de la feminidad”, debido a la enorme vigencia de la confusión inconsciente de la receptividad con una actitud de sometimiento homosexual a la castración.
La importancia que Freud le otorga a este “baluarte” de la resistencia lo conduce a compararlo (en “Análisis terminable e interminable”, por ejemplo) con una “roca viva”, anclada en una base constitucional fisiológica, refractaria a la influencia psicoanalítica. Se trata de la misma “roca de base” que, nacida de la envidia del pene, conduce a la mujer, aunque por otro camino, hacia quedar fijada, también ella, en la etapa fálica de la genitalidad.
La interpretación de los sueños y el Complejo de Edipo
El interés de Freud por las formas en que retorna, encubierto, lo reprimido lo condujo muy pronto a interesarse en la conducta y en los rendimientos habituales de las personas que consideramos “normales”. Pudo descubrir, de esa manera, que los chistes obtienen el placer humorístico que los acompaña por obra del ingenio con el cual logran una fórmula que otorga la posibilidad de “descargar” el afecto reprimido mediante un ejercicio simbólico que burla a la represión. Subrayemos que, de ese modo, el humor constituye la forma “pública” en que reconocemos normas superyoicas que habitualmente se reprimen. El libro que escribió al respecto (El chiste y su relación con lo inconsciente) cosecha el contradictorio privilegio de haber sido, entre todos los que ha escrito, el que menos se ha leído. No puede decirse lo mismo de su Psicopatología de la vida cotidiana, que nos permite comprender por qué son tan comunes los actos “de término erróneo”. En esos actos “fallidos”, un propósito consciente fracasa porque el intento resulta perturbado por otro inconsciente que, en definitiva, es el que triunfa.
Es, sin embargo, en la interpretación de los sueños en donde el interés de Freud por las “producciones de lo inconsciente”, que abundan en la vida cotidiana, alcanza un rendimiento tan importante como para motivarlo a que escribiera que los sueños constituyen “la vía regia del psicoanálisis”. Su interés lo conduce a descubrir que, lejos de ser un producto desordenado que ha surgido de un sistema nervioso que abandona sus tareas habituales ante las necesidades del reposo, constituyen realizaciones, simbólicas y enmascaradas, de deseos inconscientes. Ese deseo insatisfecho que, en la construcción onírica, es el “socio capitalista” y su verdadero motor encuentra, en los restos mnémicos del día anterior, un socio “industrial” que colabora otorgándole su forma al producto final.
Una parte muy importante de la contribución freudiana al esclarecimiento de la vida onírica reside en haber descubierto que, durante las horas en que un sujeto duerme, ingresa en un cambio de actividad, la mayor parte de la cual no se recuerda luego. Podríamos, incluso, agregar que “la vida psíquica” (tal como ocurre con la función cardíaca) nunca se detiene y que, cuando se duerme, la consciencia “deriva” de un estado “vigil” hacia un estado onírico que capacita para otros rendimientos.
Durante el análisis de sus propios sueños, Freud descubrió un “complejo” (es decir, un conjunto de significaciones recurrentes que la memoria conserva y que se reactivan juntas) que consideró como una estructura nodular en el psiquismo humano, y para identificarlo utilizó el nombre de Edipo, protagonista de una antigua leyenda narrada por Sófocles. Es, en su esencia, un complejo que se reactiva (a partir de una disposición heredada) cuando el niño (que experimenta una profunda adherencia en su relación afectiva con su madre) la elige como el objeto con el cual procura satisfacer todos sus deseos (cuya meta final es el incesto) mientras siente, al mismo tiempo, que el padre se opone a sus intentos, y por eso no sólo siente que lo ama, sino que también, ambivalentemente, lo odia, hasta el punto en que, sus fantasías, alternan entre parricidio y filicidio.
Señalemos, por fin, que, tal como señalan Laplanche y Pontalis (en su Diccionario de psicoanálisis), Freud utilizó la palabra “fantasía” abarcando, con ella, un referente muy amplio, que incluye los ensueños diurnos (conscientes o preconscientes), los deseos que nacen de las pulsiones actuales o los mandatos de la lucha en su contra (que pertenecen al inconsciente reprimido por obra de la represión secundaria), y las “clásicas” “fantasías originarias” heredadas (escena primaria, castración, seducción, etc., que forman parte del inconsciente constituido mediante la represión primordial).
Los cambios en la noción de enfermedad
Contemplar, aunque sea de manera muy escueta, las diferentes concepciones que, acerca de la enfermedad, predominaron en distintas épocas de la cultura humana no sólo nos ayuda a descubrir que inevitablemente influencian, en general de manera inconsciente, nuestras ideas y sentimientos actuales, sino que, además, nos permite constatar que algunos desarrollos de la patología psicosomática reconducen hacia nuestra consciencia pensamientos e intuiciones antiguas “injustamente olvidadas”. Dado que no podemos reproducir aquí el excelente y fructífero recorrido que Pedro Laín Entralgo realiza (en Introducción histórica al estudio de la patología psicosomática), expondremos, en forma muy breve, algunos aspectos que, dentro de esa trayectoria, nos parecen esenciales.
La enfermedad fue interpretada, en la antigua Babilonia, como el resultado de una culpa, de un pecado espiritual que exigía para su resolución el arte de la adivinación, ya que este pecado no era conscientemente reconocido por aquel que sufría sus efectos. Para los griegos, en cambio, la enfermedad era un trastorno de la materia natural (phisis), por obra de las “miasmas” o “manchas” y del “deshonor” (dyma). Esas materias malas debían ser eliminadas mediante la “catarsis”, un medio físico de exoneración.
La medicina de Galeno vuelve a encontrar al pecador en el que sufre de una enfermedad que se manifiesta en el cuerpo; sin embargo, mientras que para el asirio el enfermo era ante todo un pecador, para Galeno el pecador era ante todo un enfermo. El advenimiento del cristianismo introduce una variante. Si bien puede oírse decir que Dios castiga el pecado con la enfermedad, lo más importante de la interpretación cristiana parece residir en que la enfermedad posee el sentido de poner a prueba a la criatura de Dios y ofrecerle la ocasión de merecer el cielo.
El desarrollo de la ciencia nos introduce en una nueva visión de la enfermedad. Su sentido biográfico es abandonado a la esfera de la religión, o sencillamente abandonado, desconsiderado, en la interpretación que la ciencia, en primera instancia, hace de la enfermedad. La causa “primera”, obra de Dios o del accidente, transferida sobre el agente patógeno, sea físico, químico o biológico, constituye la causa magna de la enfermedad; una causa que pronto acepta compartir su trono con otras causas asociadas, que actúan como predisponentes del terreno en el cual el proceso patológico se desarrolla. En los últimos decenios, por ejemplo, los enormes progresos obtenidos en el estudio del genoma condujeron a revalorizar la importancia de la predisposición genética.
Podemos subrayar, entonces, que para los asirios babilónicos la terapéutica fue adivinación del pecado espiritual; para los griegos, la catarsis de las materias malas; y para los cristianos, la comunión con Dios. Mientras que, para el pensamiento científico occidental, esta terapéutica es una técnica de combate, precisa y definida, con las causas. Este combate entre el médico y las causas se desarrolla en el hombre que sufre la enfermedad y que, dentro de lo que llegó a denominarse “medicina deshumanizada”, debe convertirse, a la vez, en campo de batalla y en espectador pasivo de la contienda que la terapéutica y el médico, como “técnico”, emprenden con la enfermedad y con las causas que la originan.
Una conocida sentencia, que los médicos repetimos, sostiene que no hay enfermedades, hay enfermos. No cabe duda de que, si ese aforismo perdura, es porque la experiencia nos conduce a concordar con el espíritu que lo anima. Sin embargo, también es cierto que, si no pudiéramos encontrar, en un enfermo, lo que hemos aprendido con otro (o, mejor aún, encontrar en el presente lo que hemos aprendido en el pasado), la medicina, como actividad, y como ciencia, no podría existir. Distinguimos, pues, en medicina entre la clínica y la patología, y ejercemos la primera, en la cabecera del enfermo, gracias a la disciplina que nos aporta la segunda.
La distinción importa, porque, tal como lo afirma Laín Entralgo en el libro que citamos, aunque la “psicosomática” como patología es una creación de los últimos cien años, el ejercicio clínico de la medicina nunca ha dejado de ser “psicosomático”. Es este un tema al cual Freud dedica dos artículos, “Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)” y “Sobre psicoterapia”. En el segundo (presentado en 1905 ante el Colegio Médico de Viena), escribe: “Nosotros, los médicos, no podemos prescindir de la psicoterapia, por la sencilla razón de que la otra parte interesada en el proceso curativo, o sea, el enfermo, no tiene la menor intención de renunciar a ella”.
La relación entre el cuerpo y la mente
Se ha dicho que la cuestión constituida por la relación entre psiquis y soma es tristemente célebre. El punto de partida del problema de la “interrelación” psicofísica surge de una constatación cotidiana. Sé que cuando un cigarrillo encendido daña físicamente la piel de mi mano surge un sufrimiento psíquico que denomino dolor, y también que cuando emprendo psíquicamente el movimiento de retirar la mano, esa mano físicamente se mueve. El “puente” (representado por el famoso guion que se utiliza, a veces, dentro de la palabra “psicosomático”) constituye el famoso enigma de la relación entre el cuerpo y la mente. Las soluciones propuestas se ubican dentro de dos disyuntivas: la que existe entre materialismo e idealismo, y la que existe entre monismo y dualismo. Dentro de esos parámetros, con un criterio esquemático, podemos identificar las opciones que son más frecuentes.
Para el monismo materialista extremo, la mente no es más que una ilusión creada por un conjunto de células. Por extraño que pueda parecernos, algunos filósofos de la ciencia, como Daniel Dennet, de reconocida fama, sostienen esta propuesta heredera, en cierto modo, del realismo griego. El monismo idealista extremo afirma, en cambio, que la existencia material es una ilusión de la mente. Pensarlo de ese modo coincide, casi completamente, en lo esencial, con un solipsismo que, apoyándose en el “pienso, luego existo” de Descartes, sostiene que lo único indudablemente cierto es mi existencia “mental”. Recordemos aquí que Ortega y Gasset discute ese planteo idealista, que revierte el realismo de la filosofía griega, señalando que también existe la cosa que me hace pensar.
Para el monismo materialista moderado, que recluta a un mayor número de adeptos entre los hombres de ciencia, la mente es una propiedad emergente en algunos organismos provistos de cerebro. Como ejemplo de lo que se entiende por propiedad emergente, podemos mencionar las cualidades del cloruro de sodio (o del agua), que difieren completamente de las que caracterizan al sodio y al cloro (o al hidrógeno y oxígeno) cuando están separados.
Entre las críticas formuladas al monismo materialista, sobresalen, por la claridad de su pensamiento, y por la solidez de su planteo, las que realizó Erwin Schrödinger (Premio Nobel de Física). Señala, en primer lugar, que la pretendida causalidad psicofísica difiere completamente de la relación entre causa y efecto que se postula en la física. Subraya, además, que la organización del conocimiento en un mundo físico “objetivo” inteligible excluye de ese mundo a la consciencia como fenómeno psíquico. Consignemos, también, que ingresa en lo que constituye un monismo idealista moderado cuando afirma que, si se desea reducir uno de los campos considerados a un mero epifenómeno del otro, el resultado no debería ser materialista, ya que lo psíquico (en sus palabras) “está de todos modos” configurando el campo en el cual se da el conocimiento.
Llegamos, por fin, al dualismo cartesiano que, estableciendo dos realidades, una extensa y otra pensante, irreductibles entre sí, fundamenta un paralelismo psicofísico que, junto con el monismo materialista moderado, constituyen las dos posiciones que hoy adopta, no siempre de manera consciente, una inmensa mayoría. En lo que respecta a la relación que ambas realidades cartesianas mantienen entre sí, hay quienes afirman, dentro de una tautología que nada esclarece, que existe una “interrelación” que suelen representar con el “famoso” guion que las une (o las separa). Pero se ignora de ese modo que se trata de un guion que nada representa, excepto, quizás, a un “vacío” dentro del cual ocurre el “misterioso salto” de una comarca a otra, ya que, careciendo de una tercera sustancia que podría intermediar entre el cuerpo y la mente, siempre permanecerá, como un puente que se ha levantado verticalmente, en una de las dos orillas que intenta vincular.
Tal como señala Gilbert Ryle (en El concepto de lo mental), dado que se trata de “interacciones” que no gozan del estatuto de lo mental ni del de lo físico, se supone que no obedecen ni a las leyes conocidas de la física ni a las leyes que se han descubierto en psicología. En realidad, Descartes pensaba que las sustancias extensa y pensante se relacionan entre sí a través de una tercera, Dios, sin que sepamos cómo (aunque sostuviera, con muy poco poder de convicción, que esto podía ocurrir en la glándula pineal, que ocupa, hacia atrás, la línea media del cerebro). En la concepción de Spinoza, en cambio (de quien se ha dicho que, a través de los ensayos sobre la naturaleza de Goethe, influyó en el pensamiento de Freud), Dios, una sustancia única, se manifiesta en el cuerpo y en la mente.
Cuando Freud (en sus artículos sobre metapsicología) distingue entre el deseo erótico y la función fisiológica en la cual ese deseo se “apuntala”, y cuando afirma que la pulsión nace en “el límite” entre lo psíquico y lo somático o, más aún, cuando sostiene que la pulsión es un representante psíquico de un proceso corporal que constituye su fuente, coincide, sin lugar a dudas, con el dualismo cartesiano. Sin embargo, como veremos luego con mayor detalle, en los últimos años de su vida rechaza enfáticamente ese dualismo, confluyendo con un pensamiento que ya se halla implícito en sus primeros trabajos. Es importante señalarlo porque, entre los psicoanalistas, una gran mayoría sostiene (apoyándose en la idea de apuntalamiento, que resulta contradictoria con lo que Freud afirma de manera categórica en 1938) que cada órgano genera “en otro lugar” (por lo general el cerebro) representantes psíquicos propios que constituyen fantasías como, por ejemplo, las que denominamos orales.
Si tenemos en cuenta lo que señala Gilbert Ryle (en el libro citado), el principal error cartesiano no reside tanto en el haber considerado que los animales son máquinas como en el haber utilizado una hipótesis “paramecánica”, en el intento de comprender las leyes implícitas en el funcionamiento mental. A pesar de los innumerables pasajes en donde Freud utiliza términos que pertenecen a otro cuadrante (como investidura en lugar de catexis, o censura en lugar de represión), no cabe duda de que esa “paramecánica” impregna la metapsicología freudiana. Por suerte, él mismo escribe que su metapsicología no constituye la base del edificio teórico, sino su coronamiento, y que podrá ser substituida sin daño alguno para el psicoanálisis. No piensa de ese modo en lo que atañe a las dos hipótesis fundamentales que postula en 1938, sobre las que volveremos más adelante.
Acerca de la psicosomatología
Laín Entralgo (en el libro que antes citamos) escribe: “Me parece muy certera la distinción de Von Weizsaecker entre la medicina ‘psicosomática’ y la ‘antropológica’. Pero la enorme difusión conseguida por la primera de esas dos expresiones hace aconsejable su conservación, empleándola en sentido plenamente antropológico”. Reparemos en que los mismos argumentos nos conducen a conservar el término “psicoanálisis”, cuando es evidente que la tarea que con ese nombre designamos no consiste en “descomponer en elementos” la realidad que estudia, dado que interpretar es, ante todo, realizar una permutación simbólica. Debemos considerar, por otra parte, que el mismo Weizsaecker ha manifestado su disconformidad con el término “antropología”, dado que se limita, innecesariamente, al ser humano, y a un pensamiento que no incluye las características “antilógicas” de la vida.
Señalemos, en conclusión, que, si tenemos en cuenta que el término “-logía” (compuesto por “logos”, que significa palabra, razón, expresión, y el sufijo “-ia”, que denota cualidad) funciona como una especie de sufijo que pasó a significar discurso, y después tratado, estudio y ciencia, acerca de lo que designa el término que lo antecede, la existencia de una patología psicosomática nos otorga la posibilidad de utilizar el vocablo “psicosomatología” para designar, de una mejor manera, a la disciplina que indaga en ese territorio. Los actuales desarrollos de la biología (tanto en lo que se refiere a la biosemiótica como a la afirmación de que la biosfera y el sistema ecológico constituyen un “superorganismo”) nos permiten sostener, además, que la psicosomatología trasciende los límites de la medicina.
Veamos, por ejemplo, lo que escribe, en 1954, Adolf Portmann, un reconocido biólogo que ha dirigido, durante más de treinta años, el zoológico de Basilea (en Los cambios en el pensamiento biológico):
Supongamos que el objeto de nuestro interés científico sea una flor roja. De acuerdo con el espíritu científico de tiempos recientemente pasados se procedería a investigar el color partiendo de un análisis material y se definiría el rojo según su tipo de vibración en el espectro y según las propiedades físicas de la sustancia. A la postre, todo saber científico acerca de los colores de las flores debía resultar de tal análisis.
Ahora bien; el rojo, considerado como cualidad, era ante todo una circunstancia de la esfera de la psicología y, por lo tanto, algo profundamente subjetivo que al investigador de las ciencias de la naturaleza nunca dejó de parecerle sospechoso. Hoy, empero, hemos verificado científicamente que los colores de los animales tienen un sentido; sabemos que el rojo, como cualidad de la flor, tiene múltiples relaciones con las formas de vida de los animales. Sabemos más aún; todo investigador ha adquirido clara conciencia de que el mundo de lo cualitativo, que recientemente se ha abierto ante nosotros, constituye un campo de investigaciones que requiere sus propios medios científicos de tratamiento.
Sabemos ahora que los métodos utilizados para investigar estructuras físicas y químicas nada aprovechan en nuestro terreno y que, por ende, se impone la necesidad de sustituirlos por otros. No he dicho que haya que sustituirlos por métodos mejores, sino sencillamente por otros métodos. En efecto, y esto es decisivo, los métodos empleados en la esfera de la física y la química no han demostrado, en modo alguno, ser falsos; pero su corrección no alcanza a la meta que hoy nos proponemos; por lo tanto, son incorrectos, empleando esta palabra en un sentido nuevo, pero extremadamente exacto.
Hoy nos llevan en la dirección requerida métodos de trabajo totalmente distintos. Por supuesto que, si pretendo estudiar la singularidad del rojo de una amapola o de la sangre humana, lo mismo que antes, mi labor estará emparentada con la del físico o la del químico. Pero no he de perder de vista el hecho de que los resultados que obtenga en tal investigación son insignificantes si pretendo averiguar qué papel desempeña el rojo de una amapola o de una cresta de gallo en las recíprocas relaciones de los elementos de esos organismos. He aquí la nueva posición conquistada por el pensamiento biológico […] Característico de esta nueva posición es el aplicar de un modo crítico y depurado, […] hechos de nuestra propia vida como hombres, de nuestra experiencia subjetiva. […]
El rasgo distintivo de la nueva actitud científica consiste en tomar seriamente en consideración, casi, diría yo, en redescubrir la actividad espontánea de las formas vitales en que se manifiesta la singular realidad no espacial de la interioridad. Evitamos ex profeso hablar de la psique y, por ende, de una nueva psicología animal, porque la imposibilidad de separar y distinguir cuerpo y alma, soma y psique, en el estudio de la conducta, es evidente en la época de la medicina psicosomática, y tan evidente que hasta la misma expresión “psicosomático” no nos contenta, porque esta combinación verbal continúa expresando, de algún modo, la escisión originaria en dos elementos, en lugar de designar más directamente lo nuevo, como sería de desear. El lenguaje científico no ha llegado aún a acuñar la expresión que designe un fenómeno que la ciencia registra.
En 1944, un insigne fisiólogo, Augusto Pi Suñer (en La unidad funcional), señala, en la misma dirección: “Con todo lo expuesto se ve que el píloro se comporta como si lo rigiera realmente una inteligencia y una voluntad. Su conducta podría explicarse fácilmente si obedeciera a una finalidad consciente, y es que sin duda… en estos mecanismos concertados para regular funciones de alguna complejidad, como la digestiva (y esto mismo se observa en las coordinaciones circulatoria, respiratoria, etc.), establecidos y reforzados (polarizados) por la sucesión filogenética, se encuentra el primer germen de aquella adaptación superior, que, por hacerse presente al espíritu, llamamos consciente”.
La enfermedad en nuestro tiempo y la perplejidad
Pedro Laín Entralgo, en su monumental tratado Historia de la medicina, encuentra una espléndida síntesis para trasmitir, en dos vocablos, la crisis de la medicina actual: poderío y perplejidad. Precisamente, el término “perplejidad” constituye una palabra preciosa, porque reúne el sufijo “-plejo”, que como “plexo” denota un conjunto de entrecruzamientos enmarañados, con el prefijo “pre-”, que, como “hiper-”, constituye un aumentativo, de manera que la perplejidad, como estado de ánimo, se configura frente a un máximo de complejidad.
No cabe duda de que la palabra “poderío” describe, acertadamente, el magnífico desarrollo tecnológico de la medicina de hoy, que nos obsequia con procedimientos maravillosos, que nos permiten otorgar una buena calidad de vida, durante muchos años, en determinadas afecciones (como sucede con un stent —endoprótesis— en algunas obstrucciones coronarias), o resolver algunas situaciones agudas (utilizando antibióticos, por ejemplo, en una septicemia).
Tampoco cabe duda, sin embargo, de que, frente a la enorme cantidad de pacientes que “deambulan”, infructuosamente, repartiendo una confianza que desfallece, entre los consultorios de distintas especialidades, las disciplinas de diferentes medicinas alternativas, o la dudosa eficacia de diversas prácticas mágicas, a los que cabe agregar muchas otras personas que viven inmersas en una farmacoadicción inconsciente, la medicina “oficial”, cuando adopta una actitud responsable, no puede menos que sentirse perpleja.